Intento percibir demasiadas cosas al mismo tiempo: a los perros entrando en el agua, a pesar de sus claros titubeos; a Edmund parado a mi lado y negándose a continuar con las otras; y en la orilla del río nada menos que a Dimitri Markov montado tranquilamente sobre su caballo detrás de los perros.
Nada de ello me espolea para seguir adelante.
—Hay que marcharse ya, Lia —el tono de voz de Edmund es suave pero firme y, a pesar de mi miedo, me doy cuenta de que, por primera vez en todos estos años, ha usado mi nombre de pila—. Perciben su miedo. Vienen a por usted. Son demasiados para el rifle y no está usted lo bastante cerca de la otra orilla como para mantenerlos a raya.
En algún lejano rincón de mi cabeza encuentro sentido a sus palabras, pero sigo sin moverme. Los perros chapotean cautelosos dentro del agua, mojándose primero las patas y continuando luego, despacio, hasta sumergir por completo sus cuerpos y quedarse tan solo a unos pies de distancia de Edmund y de mí.
Sin embargo, soy incapaz de moverme, incapaz de ordenar a Sargento que siga adelante, pese a que tiene los músculos tensos por la necesidad de huir. Sé que presiente el peligro que se respira en el aire, exactamente igual que yo.
Solo cuando Dimitri se pone en movimiento hacia el río, hacia mí, consigo liberarme de mi estupor, aunque no lo bastante como para obligarme a moverme. Capta mi atención, sin embargo, al espolear su caballo hacia delante, y no soy yo la única que se detiene a observar su avance. También los perros giran sus impresionantes y níveas cabezas para observar a este nuevo actor de nuestro drama. Dimitri fija su mirada sobre ellos y por un momento habría jurado que tenía lugar entre ellos alguna forma de comunicación no verbal.
Los perros se ponen tensos cuando el elegante caballo de Dimitri viene hacia nosotros chapoteando por las aguas poco profundas. Giran sus cabezas de un lado a otro, mirándome a mí y comprobando los progresos de Dimitri sin moverse de donde están. Es como si le conocieran, como si le mostrasen alguna extraña clase de respeto. Cuando me miran, puedo percibir en sus ojos su deseo de acortar distancias y atraparme mientras puedan.
Pero la suya es una sed que no va a saciarse. Se quedan mirando mientras Dimitri conduce su caballo hasta la altura del mío. A medida que el cielo se oscurece ante la llegada de la noche, la corriente se hace más intensa y noto a Sargento tratando de mantenerse apoyado sobre el pedregoso lecho del río, mientras Dimitri adelanta una mano y coge las riendas de mis manos heladas. Me mira a los ojos y tengo la sensación de que nos conocemos desde hace una eternidad.
—Tranquila. Confíe en mí, la ayudaré a cruzar.
Hay ternura en su voz, como si algo íntimo e inexplicable hubiese sucedido entre nosotros desde nuestro encuentro en el club, aunque desde entonces no habíamos vuelto a vernos.
—Tengo… tengo miedo —las palabras salen de mi boca sin que me dé tiempo a contenerlas, espero que suenen menos fuertes de lo que me imagino. Con el rugir del río tal vez Dimitri no haya percibido mi cobardía.
Él asiente.
—Lo sé —sus ojos arden dentro de los míos. Reflejan una promesa—. Pero no voy a permitir que le ocurra nada.
Trago saliva y, sin saber cómo, estoy segura de que Dimitri moriría antes de verme sufrir algún daño. Sin embargo, no sabría decir la razón, pues, en realidad, no nos conocemos de nada. Aun así, asiento sin decir una palabra y me agarro a la silla.
Dimitri coloca una mano sobre mi arco.
—Vamos, deje que la ayude con esto.
Me sorprende ver aún el arco en mis manos. Estoy acostumbrada a sujetarlo. Tengo los dedos tan fríos que a Dimitri le cuesta trabajo quitármelo, aunque un instante después por fin logra apartarlo de mis dedos rígidos. Me lo introduce por la cabeza y me lo coloca con cuidado a la espalda.
—Ya está lista. Ahora sujétese fuerte —presiona mi mano sobre la parte delantera de la silla de montar hasta que mis dedos agarran el cuero de forma automática.
En esta situación poco me importa que me hablen como a una niña.
Dimitri se topa con la mirada de Edmund. Este nos insta a que marchemos delante de él, pero Dimitri sacude la cabeza.
—Debe ir usted primero. De otro modo, no podré protegerle —Edmund vacila y Dimitri prosigue—: Tiene mi palabra de que a Lia no va a pasarle nada.
En cuanto Edmund le oye pronunciar mi nombre, asiente con la cabeza. Espolea a su caballo para que se adentre en aguas más profundas mientras Dimitri se hace con las riendas de Sargento y lo acerca más a su propia montura.
—Sujétese —es lo último que me dice antes de adentrarse en el río detrás de Edmund.
Al principio, las fuertes manos de Dimitri tienen que tirar de Sargento, pero cuando el caballo se da cuenta de que cada vez le cuesta más mantenerse estable contra la fuerza de la corriente, por fin se relaja y se deja ir detrás de Dimitri. Noto la inquietud del animal al pisar con cuidado las rocas del fondo del río, tratando de afianzarse sobre ellas.
Me agarro a la silla con todas mis fuerzas. Tengo los dedos agarrotados, aunque apenas me doy cuenta de ello. Trato de fijar la vista en Edmund, que va delante de nosotros, y al mirar más allá veo a Sonia y a Luisa sentadas sobre sus caballos en la orilla opuesta del río. Comprobar que lo han conseguido hace que me anime.
Si ellas lo han logrado, nosotros también podemos hacerlo.
Sin embargo, puedo permitirme pocas esperanzas. De pronto, Sargento flaquea, resbala y lucha por mantener el equilibrio en el resbaloso lecho del río. El pánico me invade cuando me deslizo sobre su lomo y el agua se cierra en torno a mis muslos. Me sujeto a la silla con desesperación. No solo me aterroriza el agua misma, sino también su sonido, que constituye una amenaza para el último vestigio de cordura que me queda. Ese furioso rugido, esa frenética carrera del agua por encima de las piedras es el sonido de la muerte de mi hermano, el de la muerte que yo también estuve a punto de experimentar tratando en vano de salvarlo a él.
Reprimo mis ganas de gritar. Al mirar a Dimitri, veo su mirada tan firme como el cielo que tenemos encima. No tiene miedo, y su inquebrantable confianza en que conseguiremos cruzar el río alimenta la mía.
Me agarro aún más fuerte.
—Vamos, Sargento. Ya casi hemos llegado. No te rindas ahora.
No lo hace. Parece comprenderme, pues sus patas se enderezan y se yergue por encima del agua, caminando pesadamente tras Dimitri y su caballo, como si jamás se hubiera planteado hacer otra cosa. Unos segundos más tarde, el nivel del agua comienza a bajar y deja al descubierto primero mis muslos empapados, cubiertos por la lana mojada de mis pantalones de montar, y luego mis pantorrillas. No tardamos en salir de las profundidades del río y mientras Dimitri conduce a Sargento hacia los que esperan un poco más allá de la orilla, ya tengo los pies completamente fuera del agua.
—¡Oh, Dios mío, Lia! —Luisa no tarda ni un segundo en desmontar. Viene corriendo hacia mí con la camisa y los pantalones igual de empapados que los míos—. ¿Te encuentras bien? ¡He pasado tanto miedo!
Sonia acerca su caballo hasta el mío para coger una de mis manos congeladas.
—¡Tenía miedo de que no lo consiguieras!
Por un instante desaparecen todas las sospechas de los días pasados. Por un instante somos las tres amigas que siempre hemos sido desde que la profecía nos involucró en sus turbios secretos.
Edmund conduce a su caballo al trote hasta llegar a nuestra altura. Contempla a Dimitri con algo parecido a la admiración.
—No le esperaba hasta dentro de dos días, pero debo decir que me alegro de que haya venido tan pronto.
Me siento confusa, apenas comprendo las palabras de Edmund, que significan que conoce a Dimitri y que le estaba esperando. Un sonido irrumpe en el silencio. Al principio no me doy cuenta de que sale de mi boca, pero enseguida mis dientes hacen un ruido tan escandaloso que puedo oírlo incluso por encima del ruido del agua.
—Está helada y asustada —dice Dimitri.
—Alejémonos de la orilla —los ojos de Edmund vagan hasta los perros, que siguen quietos en el agua, como si de un momento a otro fuesen a echar a correr hacia nosotros—. No me gusta el aspecto que tienen.
Dimitri sigue la mirada de Edmund hasta los perros antes de volverse de nuevo a nosotras.
—No nos seguirán, pero eso no quiere decir que estemos fuera de peligro. Lo mejor sería que acampáramos esta noche y que nos reorganizáramos.
Edmund se da la vuelta y de nuevo se pone en cabeza del grupo. Como de costumbre, formamos una hilera, a pesar de que Dimitri sigue llevando a Sargento de las riendas. No me quedan fuerzas para insistir en que puedo arreglármelas sola. Para ser sincera, siento alivio al dejar que alguien me lleve al menos durante un rato.
No muy lejos de la orilla comienza de nuevo el bosque. Mientras nos adentramos en sus sombras, me atrevo a mirar atrás. Puedo ver a los perros aún quietos en el río, en el mismo lugar donde los dejamos. Sus ojos verdes se topan con los míos a pesar de la extensión de agua y del nebuloso crepúsculo. Son lo último que veo antes de desaparecer de nuevo dentro del bosque.
—Beba esto —Dimitri sostiene ante mí una pequeña taza y me hace compañía mientras los demás se mudan de ropa.
Saco una mano de la manta que envuelve mis hombros para coger la taza que me ofrece.
—Gracias.
Este té es malo, da igual que se haga más o menos cargado. Pero me he acostumbrado a tomarlo estos días atrás y, después del frío pasado en el río y del susto de los perros, apenas noto su amargor caliente. Sostengo la taza con ambas manos y bebo a sorbos de ella intentando que su calor se transmita a mis manos aún heladas.
Dimitri se sienta a mi lado sobre un tronco y extiende las manos hacia la hoguera que Edmund encendió inmediatamente después de escoger este lugar para acampar por la noche.
—¿Se encuentra bien, Lia? —viniendo de su boca, mi nombre me suena bien y de lo más natural.
—Eso creo. Solo tengo mucho frío —trago saliva, angustiada, tratando de apartar en vano de mi mente el miedo que he pasado en el río—. No sé lo que me ha ocurrido. No… no podía moverme.
—Lia.
No quiero volverme al escuchar mi nombre, pero mis ojos se sienten inexorablemente atraídos por los suyos. Su voz es una orden a la que no puedo sustraerme. Sin embargo, es tan suave como la bruma que flota en el bosque mientras se asienta la noche.
—Sé lo que sucedió —continúa— y no la culpo.
Muestra comprensión en su mirada. Eso me confunde y, sí, también me irrita. Deposito la taza a un lado, en el suelo.
—¿Qué es lo que sabe exactamente de mí? ¿Y cómo se ha enterado de ello?
Su expresión se suaviza.
—Sé lo de su hermano. Sé que murió en el río y que usted estaba allí.
Las lágrimas hacen que me escuezan los ojos y me pongo bruscamente en pie. Camino algo tambaleante hasta el extremo del campamento para serenarme. Cuando creo poder hablar ya sin que me tiemble la voz, regreso con Dimitri y dejo que fluya por cada rendija de mi cuerpo toda la rabia y la frustración de las pasadas semanas, no, de los meses pasados.
—¿Cómo puede saber lo de mi hermano? ¿Qué puede saber de su muerte y de mi intervención en ella? —coloco los brazos en jarras, incapaz de evitar que la amargura mane por mi boca. He perdido el hilo de mis propias preguntas, pero no se trata ahora de conseguir respuestas—. Usted no sabe nada de mí. ¡Nada! ¡Y no tiene derecho, ningún derecho a hablar de mi hermano!
Solo la mención de Henry disuelve mi enfado por un instante. De pronto me vuelvo a ver combatiendo la tristeza, la insoportable y agotadora desesperación que a punto estuvo de provocar que me lanzase desde lo alto de un precipicio cercano a Birchwood antes de irme a Londres. De pronto, poco puedo hacer aparte de quedarme plantada ante Dimitri con los brazos aún en jarras, mientras mi respiración se intensifica y se acelera a causa de mi incontestable diatriba.
Él se levanta y viene hacia mí. Se detiene solo cuando ya está muy cerca. Demasiado cerca.
Sus palabras me llegan teñidas de ternura.
—Sé mucho más de lo que usted piensa. De la profecía. De su vida anterior a Londres. De usted, Lia.
Por un momento creo que voy a perderme en sus ojos, que voy a ahogarme una y otra vez en ese océano, hasta que ya no desee siquiera hallar el camino de vuelta a casa. Pero entonces sus palabras regresan a mí en oleadas: «Sé mucho más de lo que usted piensa. De la profecía…».
La profecía. Conoce la profecía.
—Aguarde un minuto —digo, dando un paso atrás. Me cuesta respirar, aunque esta vez es debido a algo mucho más complejo que el enfado—. ¿Cómo puede conocer la profecía? ¿Quién es usted exactamente?