La mañana es muy larga y silenciosa, salvo por los cascos de los caballos abriéndose paso por el suelo del bosque. Pasamos a toda velocidad entre los árboles, que a veces están tan juntos que a duras penas se distingue entre ellos el camino. Yo me mantengo agachada, agarrándome al cuello de Sargento mientras el viento fustiga sus crines negras contra mi rostro. A veces mis cabellos se enredan en las ramas bajas.
Salvo pensar, hay poco más que hacer durante el viaje de la mañana. Y hay muchas cosas sobre las que reflexionar: mi hermana y nuestro encuentro, mis temores respecto a James, Sonia y Luisa y la distancia que al parecer va creciendo entre nosotras, nuestro viaje a Altus y los perros demoníacos que nos persiguen.
Pero es a Luisa a quien regresan una y otra vez mis pensamientos.
Quisiera negar la conclusión a la que he acabado llegando, pero la repetición de las imágenes en mi cabeza lo hace más y más difícil. Veo el rostro de Luisa con ese gesto desconocido, casi airado, que luce a diario desde que partimos de Londres. La veo entrando de nuevo en la tienda tras su mal explicada ausencia, la veo agachada junto al río a la temprana luz de la mañana practicando en secreto la adivinación.
Yo ya sabía, por supuesto, que era posible que las almas trataran de separarnos y que probablemente lo harían. Pero supongo que no me imaginaba que pudiera suceder de este modo. Ni que pudiera ser tan insidiosa la gradual disolución de un vínculo que yo consideraba casi sagrado, el vínculo entre Sonia, Luisa y yo, el vínculo entre dos de las llaves y yo misma, la puerta. Está claro que he sido una ingenua.
Pero ya llegará el momento de tratar de la traición de Luisa, por involuntaria que pueda haber sido. En estos momentos, mientras atravesamos a la carrera el bosque que nos conduce cada vez más cerca de Altus, no puedo permitirme ninguna distracción. Por ahora tendré que asumir que todo cuanto sabe Luisa quizás también lo sepan las almas. Y eso significa que debo guardarme cuanto pueda de ella.
Tan solo paramos en una ocasión para dar de comer y de beber a los caballos. Puede que sea mi imaginación, pero creo percibir desconfianza en el ambiente. Es algo palpable, una entidad viva y que respira. Camino unos pasos mientras Edmund se encarga de los caballos y Sonia y Luisa descansan apoyadas contra dos árboles al lado del arroyo. No conversamos mientras aguardamos a que los caballos se refresquen lo bastante como para continuar. No hay preguntas sobre nuestros planes para la jornada ni sobre si está ya cerca el océano que nos llevará a Altus.
Mis nervios han terminado aflorando en forma de una creciente ansiedad que empecé a notar en algún momento durante la cabalgata de la mañana. Es una ansiedad que tiene poco que ver con Luisa y mucho con lo que nos persigue por el bosque. He aprendido a no pasar por alto tales sensaciones, tanto en el plano astral como en nuestro mundo, pues por lo general se fundamentan en mis habilidades y sentidos recién adquiridos. Interpreto esas insistentes e incesantes punzadas nerviosas como lo que son: una advertencia de que los perros se acercan con rapidez. En algún rincón oscuro de mi mente juraría que puedo oír sus respiraciones mientras se aproximan.
Cuando por fin Edmund se dirige hacia su caballo dando grandes zancadas y nos pide que hagamos lo mismo, no puedo montar con mayor rapidez. Me paro al lado de Edmund y bajo la voz para que las otras, ocupadas en los preparativos, no puedan oírme.
—Van a atraparnos, ¿verdad?
Él inspira hondo y asiente.
—Lo harán hoy si no encontramos un río.
—¿Lo encontraremos? —me apresuro a preguntar, consciente de que solo contamos con el tiempo que queda antes de que las otras estén listas.
Edmund echa un vistazo a su alrededor para asegurarse de que estamos solos. Después baja la voz y prosigue:
—Tengo un mapa, por llamarlo de algún modo. Es antiguo, pero no creo que este bosque haya cambiado mucho en los últimos cien años.
Estoy sorprendida. Hasta ahora, Edmund no había mencionado ningún mapa.
—¿Así es como has podido guiarnos?
Él asiente.
—Verá, mi memoria ya no es lo que era. No quería comentárselo a nadie… —vuelve a echar un vistazo hacia Sonia y Luisa—. No quisiera que nadie se apoderara de él. La localización de Altus siempre se ha mantenido en estricto secreto. Pocos conocen su existencia y aún menos personas saben cómo llegar hasta allí. Su padre me dejó el mapa antes de morir para asegurarse de que pudiera llevarla si alguna vez necesitaba marcharse a un lugar seguro. Aunque Altus cuenta con otras… defensas para no dejar pasar a visitantes no deseados, odiaría conducir a un enemigo hasta sus puertas.
No estoy en situación de juzgar a Edmund y sus secretos. Yo misma tengo unos cuantos en mi haber. Asiento con la cabeza.
—De acuerdo. ¿Qué pasa con el mapa?
—Al principio elegí el camino más rápido, pero cuando me di cuenta de que los perros nos seguían, comencé a trazar una ruta menos directa.
—Pero… con los perros siguiéndonos, ¿no deberíamos tratar de llegar a Altus lo más pronto posible?
Edmund asiente.
—Es una forma de verlo, pero, aun yendo lo más rápidamente que podamos, siempre existe la posibilidad de que nos atrapen. Y el mapa muestra una gran masa de agua, un río muy ancho que podría ayudarnos a librarnos de ellos de una vez por todas. Apenas debemos desviarnos de nuestra trayectoria original y no se encuentra muy lejos del océano donde tenemos que coger la embarcación para Altus. Si conseguimos deshacernos de los perros en el río e ir directos al mar, estaremos fuera de peligro. Al menos en lo que se refiere a esas bestias.
—¿Es lo bastante profundo?
Él suspira y comienza a hacer girar su caballo, mirándome por encima del hombro.
—Esa es la cuestión. No lo sabremos hasta que no lleguemos allí, aunque en el mapa lo parece.
Después grita unas instrucciones al resto del grupo y yo me coloco en mi lugar habitual de la fila. Trato de no darle demasiadas vueltas a la revelación de Edmund. Es imposible saber si podremos escapar de los perros, si el río será lo bastante profundo para dejarlos atrás o quién nos sigue a caballo entre las sombras del bosque. Lo único que tiene sentido es que conserve mi energía mental y de otro tipo para las demás cosas en las que ando metida.
De momento, todo cuanto puedo hacer es cabalgar.
Me gustaría pensar que vamos a escapar de ellos, que están lo bastante lejos de nosotros como para que el hecho de que nos atrapen solo sea una lejana posibilidad, pero no es así. Sé que cada vez los tenemos más cerca, aunque nos desplazamos a tal velocidad que me cuesta imaginar lo rápidos que tienen que ser para moverse a mayor velocidad aún.
Sé que Edmund también lo presiente, pues poco después de haber abandonado nuestro lugar de descanso obliga a su caballo a galopar más deprisa. Le oigo gritar al animal y yo me encojo aún más sobre el cuello de Sargento, rogándole en silencio que corra más, a pesar de que por su fatigosa respiración sé que ya le he exigido demasiado.
No me ha dado tiempo a ver el mapa de Edmund. Ni siquiera a preguntarle a qué distancia estamos del río que piensa que puede ser nuestra salvación. Pero mientras cabalgamos más y más lejos entre los árboles, mientras el cielo comienza a oscurecerse con la llegada del anochecer, espero fervientemente que esté cerca y entre dientes dirijo súplicas a quienquiera que me escuche —Dios, las hermanas, los Grigori— para que nos ayude.
Pero no es suficiente. Tan solo unos segundos más tarde, unos segundos después de mis apresuradas oraciones, los oigo venir entre los árboles, justo a nuestras espaldas. Las criaturas que se mueven por el bosque no son simples animales. Oigo aullidos, chillidos, y eso me convence de inmediato de que un lobo o un perro serían una bendición comparados con lo que nos persigue. No se trata de gruñidos de animales, sino de algo muchísimo más terrorífico.
Algo inhumano.
Las bestias que llevamos en la retaguardia no nos persiguen con la ligereza y la gracia de los animales del bosque, sino que se abren paso con ferocidad a través del follaje, son pura fuerza bruta. Las ramas de los árboles se desprenden a su paso. Sus zancadas producen un sonido semejante al del cielo partiéndose en dos.
Luisa y Sonia no vuelven la vista atrás, mantienen el paso de Edmund con decidida concentración. Yo fijo mi vista en sus espaldas y estoy repasando una lista penosamente corta de posibilidades de huida cuando oigo el inconfundible sonido de una corriente de agua. El sendero por el que vamos se ensancha, un poco al principio y luego de golpe, y tengo la certeza de que nos acercamos al río.
—No pares. Por favor, no pares —le susurro a Sargento al oído. Un río como el que me había descrito Edmund haría que cualquier caballo quisiera tomarse un descanso, y descansar es algo que no podemos permitirnos.
Nos lanzamos a través de un claro a toda velocidad y ahí está, una reluciente joya verde bajo la luz del sol que se desvanece. Mientras nos alejamos de los árboles y nos dirigimos al agua, los perros están tan cerca que puedo percibir su olor, una extraña mezcla de sudor, pelo y putrefacción.
El caballo de Edmund no duda en lanzarse al río, seguido del de Luisa, pero el de Sonia aminora el paso y se detiene cerca de la orilla. La oigo espolear y suplicar al animal para que avance, como si él pudiese entender sus palabras. Pero no sirve de nada. El gran animal gris permanece obstinadamente quieto.
Para decidir qué debo hacer apenas me queda un instante, en el que todo se mueve al mismo tiempo muy despacio y muy deprisa. Se trata de una decisión fácil, puesto que hay muy pocas opciones.
Obligo a mi caballo a detenerse y me doy la vuelta para plantar cara a los perros.
Al principio, el claro que tengo delante está vacío. Pero los oigo venir, así que me llevo la mano a la espalda, cojo el arco que llevo cruzado sobre ella y saco una flecha de mi carcaj. Colocar la flecha y tensar el arco es mi reacción instintiva para prepararme contra los perros. Sin embargo, todo mi entrenamiento en Whitney Grove no me ha preparado para enfrentarme a la primera bestia que sale como un rayo de entre los árboles.
No es lo que me esperaba. La criatura no es negra, con ojos rojos, como me la imaginaba. No. Tan solo sus orejas son de un rojo encendido; su piel es de un blanco reluciente, con el resplandor propio del cristal tallado. Es un contraste espeluznante ver a esa bestia casi tan alta como Sargento cubierta por una piel tan inmaculada. Me habría olvidado del miedo que tengo y habría acariciado esa piel resplandeciente de no haber sido por sus ojos color esmeralda, unos ojos iguales a los míos, como los de mi madre y los de mi hermana. Me llaman a mí y son un terrorífico recordatorio de que, a pesar de que estemos en bandos contrarios, nos conecta inexorablemente la profecía que a todos nos une.
Puedo oír a los otros perros aullando en el bosque, detrás del que va delante. No sé cuántos le seguirán, pero todo lo que puedo hacer es intentar eliminar a cuantos me sea posible. Así espero darles más tiempo a mis amigas para cruzar el río.
No resulta fácil apuntar. Ese perro es más rápido que cualquier bestia que haya visto jamás y su piel casi traslúcida se funde con la bruma de los alrededores. Tan solo el fulgor de sus orejas y esos ojos magnéticos evitan que lo pierda completamente en la niebla.
Apuntando con cuidado a la zona que espero que coincida con su pecho, trato de encontrar una pauta en su modo de andar. Luego tenso aún más el arco y dejo volar la flecha, que sale disparada por los aires, describiendo un elegante arco, y alcanza tan repentinamente al perro que casi me sorprende verlo caer.
Ya estoy tensando el arco para disparar otra vez cuando algo se mueve fuera de mi campo de visión y otra bestia inmaculada irrumpe a mi derecha entre los árboles. Cambia de dirección y se lanza al claro que está frente a mí, mientras calculo las posibilidades que tengo de acertar de nuevo. Me sujeto bien y fijo la vista en el perro que tengo enfrente. Estoy segura de que puedo darle antes de que me alcance cuando otro penetra en el claro por la izquierda.
Y todavía puedo oír a muchos, muchos más aullando en el bosque, detrás de estos dos.
Comienzan a temblarme los brazos mientras mantengo mi posición y trato de decidir qué hacer. Entonces se oye un repentino estruendo detrás de mí, hacia la derecha, y el perro que está entrando en el claro cae al instante. Un aroma a pólvora satura el aire y, sin desviar los ojos, sé que Edmund me está cubriendo con su rifle.
—¡No queda tiempo! Entre ya en el río.
La voz de Edmund hace flaquear mi seguridad. Sosteniendo aún el arco, hago girar a Sargento para ponerlo de cara al río y trato de escapar por el agua a la máxima velocidad que puedo mientras agarro el arco. Edmund pasa rápidamente a mi lado, dirigiéndose al centro del río, pero el caballo de Sonia continúa parado en la orilla. Ella lucha con las riendas, tratando en vano de que el animal entre en el agua. No para de patalear en el suelo pedregoso ni de levantar y girar la cabeza en respuesta a las órdenes de Sonia.
No tengo tiempo para pararme a pensar. La verdad es que no. Ya lanzada en dirección al agua, alargo una mano al llegar a la parte trasera del caballo de Sonia y, al alcanzar su flanco, lo golpeo con todas mis fuerzas.
Al principio no sé si funciona, puesto que mi propio caballo pasa a toda velocidad al lado de Sonia hacia el agua. Sus cascos chapotean por el fondo del río, aunque se trata más de una sensación que de un sonido, ya que no puedo oír nada a causa de los perros. Sus aullidos están tan próximos que me parece sentir el calor de su aliento sobre mi espalda. Hago que Sargento se adentre más aún en el agua y rezo para que no se detenga ni se dé la vuelta para regresar a la orilla.
Pero no es de Sargento de quien debería preocuparme. Él está dispuesto a continuar hasta el centro del río. Es mi propio miedo el que de repente me invade, comenzando por mis pies, completamente sumergidos en el río, y subiendo después por mis piernas y por mi pecho, hasta que el corazón me late tan enloquecido que ya ni siquiera puedo oír a los perros. Mi respiración se acelera y se vuelve entrecortada, no siento la necesidad de huir. En lugar de eso tiro con fuerza de las riendas y obligo a Sargento a detenerse tan brusca y repentinamente que casi se encabrita dentro del agua.
Sonia pasa a nuestro lado como una exhalación y se adentra en aguas más profundas.
En cambio, parece que yo me he quedado soldada a Sargento, y Sargento, a requerimiento mío, da la impresión de que ha echado raíces en el lecho del río. Mi terror se manifiesta en una especie de tranquila apatía. En esos momentos preferiría morir a manos de los perros que luchar contra el río.
—Va siendo hora de que nos vayamos.
Me giro en la dirección de donde proviene la voz. Al hacerlo me encuentro a Edmund de nuevo a mi lado. Por una parte, deseo que hubiese continuado hasta la otra orilla del río y, por otra, le quiero por haber venido a rescatarme.
Me da tiempo a toparme con su mirada durante un segundo escaso antes de que un ruido en la orilla atraiga mi atención. No se trata de los perros, sino de otra cosa. Hay alguien tras ellos: una figura con capa, montada sobre un caballo negro que se encuentra detrás de las bestias, como si tan solo se tratara de perros de caza.
Por sí solo, todo eso ya resultaría bastante desconcertante. Pero cuando la figura se quita la capucha, ya no consigo comprender en absoluto las circunstancias en las que me encuentro y me asaltan muchos más interrogantes aún.