Al despertarme a la mañana siguiente, está todo tan oscuro que pienso que aún es de noche. Pero al echar una ojeada por la tienda, veo que Luisa no está. Sonia sigue dormida. Me quito de encima las mantas y salgo de la tienda, tratando de calcular la hora. El cielo me dice que es por la mañana, pues, aunque en lo más alto aún es noche cerrada, su color se aclara gradualmente hasta convertirse en el más pálido de los azules allá a lo lejos, por donde sale el sol.

No obstante, debe ser muy temprano aún. Edmund está despierto en su puesto en la linde del campamento. Me acerco a él sin amortiguar el ruido que hago al caminar. No me gustaría que el cañón de su rifle apuntase en mi dirección, así que le llamo por su nombre cuando aún me encuentro a cierta distancia de él.

—¿Edmund?

Gira la cabeza sin alarmarse.

—¿Qué hace levantada? Es temprano.

Me detengo frente a él y me siento en una roca vecina para que estemos a la misma altura.

—No lo sé. Me desperté y vi que Luisa no estaba en la tienda. ¿La has visto?

Mueve la cabeza y sus ojos muestran verdadera sorpresa.

—No. Y tampoco he oído nada.

Echo un vistazo a la oscuridad del bosque. Es bastante probable que Luisa haya tenido que atender ciertas necesidades personales. No le digo nada a Edmund, no vayamos a tener que avergonzarnos los dos, aunque me tiene perpleja el hecho de que Luisa se haya adentrado sola en el bosque después de la conversación que mantuvimos cuando Sonia lo hizo.

—¿Ha habido algún problema esta noche? —pregunto.

Niega con la cabeza.

—En realidad, no. Oí un crujido, pero, fuera lo que fuese, duró poco y no parecía alarmante. Seguramente, era algún animal de los que viven por aquí.

—¿Qué posibilidades tenemos realmente de escapar de los perros?

No me responde enseguida. Sé que no va a darme la contestación que quiero, sino una respuesta meditada y calculada.

—El cincuenta por ciento, diría yo, principalmente porque nos encontramos en el bosque y cada vez estamos más cerca del mar. Los pequeños arroyos y riachuelos empiezan a transformarse en ríos más grandes. Cada día que pasa mejoran nuestras posibilidades de toparnos con una masa de agua considerable. Solo hay un par de cosas que me preocupan.

Me aterra pensar que podría quedarme atrapada en medio de la profunda y rápida corriente de un río y aparto esa idea de mi mente.

—¿Cuáles?

—Si Samael envía a los perros en nuestra persecución, nos podría enviar también otras cosas. Puede que los perros no sean nuestro único obstáculo.

Le animo a que prosiga.

—Vale. Está bien. Has dicho un par de cosas. ¿Cuál es la otra?

Se queda mirando fijamente el suelo antes de buscar mi mirada.

—Una gran masa de agua lo mismo podría ser una bendición que una maldición. Algo que sea lo suficientemente grande como para que no lo crucen los perros puede también impedir que nosotros lo crucemos. Aunque, en realidad, lo peor no es eso, si entiende lo que quiero decir.

Asiento con la cabeza.

—Si encontramos un río, no tendremos más remedio que intentar cruzarlo para dejar atrás a los perros. Pero no sabremos si es posible llegar al otro lado hasta que ya estemos dentro.

—Así es.

—Pues no parece que nos quede otra elección, ¿no? —continúo sin esperar respuesta—. Habrá que seguir adelante y capear el temporal cuando llegue el momento. Hasta ahora el tiempo y la suerte han estado de nuestra parte. Hay que creer que continuará siendo así.

—Supongo que tiene razón —responde, aunque no suena muy convencido.

Me pongo en pie y trato de quitarle importancia.

—Me parece que Luisa todavía no ha vuelto, pero creo que sé dónde puede estar. Voy a ver si la encuentro. No está tan lejos.

Edmund asiente.

—Voy a preparar el desayuno. Deberíamos marcharnos enseguida —ya casi me encuentro a medio camino, en dirección a los árboles, cuando escucho su voz—. No vaya demasiado lejos. Soy rápido, pero sería mejor que estuviese cerca por si se mete en algún lío.

No hace falta que me lo diga. Sé lo peligroso que es salir de su campo de visión. También sé que podría limitarme a esperar. Seguro que Luisa volverá sola en cualquier momento. Pero lo cierto es que siento curiosidad. Los temores de Sonia relativos a la lealtad de Luisa han hecho mella en mi corazón, por mucho que quiera ignorarlos. Últimamente, el comportamiento de Luisa me inquieta y, aunque no me gusta pensar en espiarla, mi sentido de la responsabilidad me obliga a tener en cuenta todas las posibilidades, incluso que Luisa esté siendo utilizada por las almas para sabotear nuestra misión.

A medida que dejo atrás el campamento, la oscuridad se hace cada vez mayor. En el claro la hoguera medio apagada y la luna proporcionaban algo de luz, pero ahora estoy rodeada de árboles por todas partes. Se extienden muy por encima de mi cabeza en dirección al cielo, aún oscuro mientras se aproxima el amanecer.

Me resulta fácil encontrar el pequeño sendero por el que Sonia y yo fuimos anoche nada más llegar. Por razones obvias, se ha convertido en costumbre buscar un sitio reservado mientras Edmund monta el campamento. Es un sendero rodeado de árboles que brindan cobijo para las necesidades que surgen en el transcurso de un viaje como el nuestro. Conduce hasta un riachuelo y bastante antes de llegar a la orilla ya oigo el agua.

No quiero anunciar mi llegada, así que camino con sigilo a lo largo del sendero que lleva al riachuelo y, mientras tanto, miro en busca de Luisa. No la encuentro por el camino y casi tampoco la veo cuando llego al claro que va a dar a la corriente de agua.

Tardo unos instantes en adaptarme a la luz del claro y, cuando lo logro, veo a Luisa inclinada sobre algo junto a la orilla del río. Me digo que estará lavándose y preparándose para el día que nos espera. Sin embargo, de algún modo estoy segura de que no es eso lo que está haciendo.

No quiero cruzar el claro, pues me vería antes de que yo pudiera observarla a ella, así que rodeo sigilosamente toda la hilera de árboles, tratando de permanecer lo más escondida posible mientras me dirijo hacia la orilla. Es una suerte para mí que la corriente del río haga tanto ruido. Su sonido amortigua mis torpes pasos y los chasquidos de las ramas secas. Desde la orilla, mi perspectiva es mejor y veo claramente lo que hace.

Está mirando dentro de uno de los cuencos de latón que usamos para comer. Desde donde me encuentro, prácticamente solo veo cómo reluce el agua en su interior, pero eso me basta para comprender de inmediato que está practicando la adivinación. La verdad es que no tiene mucha importancia el descubrimiento. Es cierto que hace tiempo pactamos todas no usar nuestros poderes a no ser que necesitáramos hacerlo para conseguir nuestro objetivo de terminar con la profecía, pero es muy posible que Luisa haya decidido intentar comprobar por medio de la adivinación el avance de los perros o ver con qué otros obstáculos adicionales podríamos toparnos.

Todo parece inofensivo. Al principio.

Solo cuando llevo ya un rato contemplando lo que hace Luisa, me doy cuenta de que hay algo que no está bien. Me cuesta un poco darme cuenta, pero cuando lo consigo, comprendo por qué me molesta tanto.

La pura verdad es que no hemos tomado nunca decisiones con respecto a la profecía, a nuestra participación en ella y a nuestros poderes sin consultarnos unas a otras. Y, sin embargo, Luisa está ahora practicando la adivinación en mitad de la noche, después de haber salido de nuestra tienda para enfrentarse ella sola al bosque, con los perros al acecho. Y lo ha hecho sin decirnos una sola palabra, lo cual plantea la siguiente pregunta: ¿qué nos está ocultando?

Estamos de un humor tan gris como el cielo que tenemos encima cuando empaquetamos nuestras cosas para afrontar otro día cabalgando. Desperté a Sonia nada más volver a entrar sigilosamente en la tienda y Luisa volvió poco rato después. No me sorprendió que usase la excusa de que estaba atendiendo asuntos personales y que no quería despertarnos. No le conté a Sonia lo de mi excursión matinal para espiar a Luisa, ni siquiera cuando nuestra amiga salió de la tienda para ir a desayunar. No sé por qué, pues de todas las cosas extrañas que me han sucedido durante este último año, el reciente secretismo que nos traemos Sonia, Luisa y yo es de las más inquietantes.

Edmund nos mete prisa para desmontar el campamento. Percibo cierta preocupación en sus órdenes inusualmente secas, pero cuando agarra el rifle comienzo a preocuparme de verdad.

—Quédense aquí —dice. A continuación da media vuelta y desaparece sin más en el bosque.

Nos quedamos en silencio, perplejas, siguiéndole con la mirada. No llevamos mucho tiempo viajando, pero ya hemos establecido en esos pocos días una especie de rutina que implica levantarse temprano, vestirse y prepararse para el resto del día lo más rápido posible, empaquetar cada cual sus cosas y tomar un rápido bocado antes de montar en nuestros caballos y comenzar el viaje diario. Hasta ahora, Edmund jamás se había internado en el bosque con un rifle en la mano.

—¿Qué hace? —pregunta Sonia.

Muevo la cabeza.

—No tengo ni idea, pero, sea lo que sea, estoy segura de que es absolutamente necesario.

Sonia y Luisa se quedan inmóviles, con los ojos enfocados en el lugar por donde Edmund ha desaparecido en el bosque. Como siempre, no tengo paciencia ni para permanecer sentada ni de pie, así que me paseo por el claro de nuestro campamento, preocupada por lo que estará haciendo Edmund y preguntándome cuánto tiempo deberíamos esperar antes de salir en su busca. Gracias a Dios, no debo responder a tal pregunta, ya que Edmund regresa poco rato después. Tiene prisa.

—Suban a los caballos. Ahora mismo —camina directamente hacia el suyo sin mirarnos. En cuestión de segundos monta y está preparado para partir.

Yo no cuestiono sus órdenes. De no haber un motivo, Edmund no se habría dado tanta prisa ni nos habría exigido a nosotras hacerlo. Pero Luisa no es tan flexible.

—¿Qué pasa, Edmund? ¿Sucede algo? —pregunta.

Él responde apretando los dientes.

—Con el debido respeto, señorita Torelli, ya llegará el momento de hacer preguntas. Ahora tiene que subir al caballo.

Luisa coloca los brazos en jarras.

—Me parece que tengo derecho a saber a qué se deben tantas prisas de repente para dejar el campamento.

Edmund suspira y se frota la cara con una mano.

—Los perros están cerca y hay también algo más.

Levanto la cabeza casi automáticamente.

—¿A qué te refieres? ¿De qué se trata?

—No lo sé —gira su caballo en dirección al bosque—. Pero sea lo que sea o quien sea, va a caballo. Y nos sigue la pista.