Antes de acostarnos, comparto con Sonia y Luisa lo que sé sobre los perros. Prueba fehaciente de la extraña situación en la que nos encontramos es que no parece sorprenderles enterarse de lo que amenaza nuestra seguridad. Todas estamos de mal humor y calladas cuando nos preparamos para acostarnos. Edmund ha insistido en vigilar el campamento rifle en mano mientras Sonia, Luisa y yo dormimos. Tumbada en el interior de nuestra confortable tienda, me siento culpable, pero sé que no puedo ofrecerme a ayudar a Edmund a montar guardia.
Esta noche mi mayor preocupación no tiene nada que ver con los cancerberos, sino con mi hermana.
Me he estado concentrando para encontrarme con ella en el plano astral. Llevo dándole vueltas a esta idea en lo más profundo de mi mente desde que Edmund me habló de ella y de James. Es peligroso, pero también lo es el juego que se trae con James, pues no me cabe ninguna duda de que se trata de un juego.
Todo lo que Alice hace gira en torno a su deseo de traer a nuestro mundo a Samael para de ese modo poder asumir ella la posición de poder que cree que se merece. Resulta imposible que no me duela la noticia de que ella y James se han hecho amigos durante mi ausencia, pero saberlo no me hace sentir ni una pizca de enfado. Solo miedo por James y, si soy sincera conmigo misma, algo más que una punzada de celos.
Así que debo ir al encuentro de Alice. No hay otra manera de comprobar qué intenciones tiene. Podría hablar de ello con tía Virginia o con Edmund, pero, por mucho que se hayan complicado nuestros respectivos papeles, yo soy su gemela, la puerta.
Sigo considerando como algo íntimo viajar por el plano astral, por lo que espero hasta cerciorarme de que Sonia y Luisa están dormidas, hasta que su respiración se ralentiza con el ritmo pausado propio del sueño profundo.
Ya no me cuesta tanto tiempo como antes ni tanto esfuerzo caer en esa inquietante duermevela que es necesaria para que mi alma abandone mi cuerpo y entre en el plano astral. Se me hace difícil recordar los tiempos en que me asustaba salir de mi cuerpo. Ahora me siento libre al viajar por la serpenteante ruta que conduce a los otros mundos.
Sobrevuelo los campos que rodean Birchwood, casi tocando el suelo con los pies, pero sin llegar a hacerlo. Como sigo anclada en el mundo físico, soy mucho más vulnerable cuando vuelo por el plano astral. No obstante, es imposible dejar de volar, pues es el medio más veloz para viajar. Lo que más garantiza mi seguridad —aunque no hay nada totalmente seguro— es quedarme cerca del suelo, resolver cuanto antes los asuntos que tenga en los otros mundos y regresar al mío a toda prisa.
Sigo el río y paso junto a la casa en dirección a los establos. La corriente de agua discurre veloz y me cuesta trabajo evitar pensar en Henry. Desde su muerte no le he visto en los otros mundos, tampoco me he encontrado con mis padres desde entonces. No he intentado ponerme en contacto con ellos en el plano astral, pues sé muy bien el riesgo que eso les supondría.
Mis padres llevan huyendo de las almas desde que murieron, se niegan a cruzar al último mundo por si yo necesitara su ayuda. Solo me queda la esperanza de que, sea cual sea el mundo en el que se encuentren, estén juntos en él mis padres y mi hermano.
A cierta distancia, más allá de los establos, hay un lago y ahí es donde mis pies tocan las hierbas silvestres que rodean el agua. Cada vez resulta más difícil encontrar sitios cercanos al hogar de mi infancia que no me traigan horribles recuerdos, pero este es un lugar en el que aún no ha sucedido nada malo. A pesar de estar en el plano astral, puedo sentir la hierba, verde y mullida, bajo mis pies. Recuerdo una infinidad de ocasiones en las que Alice y yo, descalzas en este mismo lugar, lanzábamos piedras al agua por turnos para ver quién de las dos las arrojaba más lejos.
Echo un vistazo por encima de los campos en dirección a la casa y no me sorprende verla venir. Hace mucho tiempo que descubrí el poder que tiene la mente en el plano astral. No tienes más que pensar en quién deseas ver y esa persona o ese ser sentirá la llamada.
Alice camina hacia mí desde los establos y sé que ese pequeño detalle, el haber optado por venir caminando y no volando, no es accidental. Es la manera que Alice tiene de recordarme que aquí, en los otros mundos, estoy en su territorio, que ella puede moverse a placer al amparo de las almas, mientras que yo tengo que apresurarme y ocultarme.
Observo a mi hermana aproximarse y me fijó en su silueta, más delgada que cuando me marché. Aún camina con esa característica confianza en sí misma, con la barbilla erguida y la espalda tiesa, esa típica forma suya de pavonearse. Pero cuando se para frente a mí, realmente me quedo sorprendida.
Tiene la piel tan blanca como las sábanas que cubrían los muebles de la habitación oscura tras la muerte de nuestra madre. Yo habría dicho que su aspecto era enfermizo de no ser por la tensión nerviosa de su cuerpo. Se la noto a flor de piel, tan real como si la sintiese yo misma. Sus pómulos se destacan afilados sobre su rostro, un eco de su cuerpo demacrado, antes femenino y ahora tan delgado que sus ropas cuelgan holgadamente de él.
Pero son sus ojos los que hacen que el estómago se me encoja de miedo y frustración. Un resplandor antinatural ha reemplazado el vibrante brillo tan propio de Alice. Tiene que ver con la antigua profecía que nos tiene en sus manos y con la maldad de las almas, que tienen poseída a mi hermana. Ese resplandor me dice que está perdida.
Me contempla detenidamente, como si mirarme lo bastante cerca bastara para comprobar los cambios que he sufrido y mi poder recién descubierto. Unos momentos después sonríe. Eso hace que la tristeza se transforme en mi corazón en algo que no soporto, pues se trata de la sonrisa de la antigua Alice, la que reservaba solo para mí. Esa sonrisa que me permite vislumbrar la pena que se esconde bajo su demente encanto. Sin duda, resulta inquietante atisbar la sombra de mi hermana bajo las líneas de esos afilados pómulos y esos ojos hundidos.
Trago saliva, angustiada, y dejo a un lado los recuerdos. Cuando pronuncio su nombre, lo siento extraño en mi lengua.
—Alice.
—Hola, Lia —su voz suena tal y como la recuerdo. De no ser por el hecho de que nos encontramos en los otros mundos, en un lugar que pocos reconocen como real y que habitan aún menos seres, pensaría que hemos quedado para tomar el té—. He sentido tu llamada.
Asiento con la cabeza.
—Quería verte —es la pura verdad, aunque los motivos disten mucho de ser tan simples.
Ella inclina la cabeza.
—¿Para qué querías verme? Supongo que debes andar bastante ocupada estos días —se percibe en su voz un desagradable tono sarcástico, como si mi viaje a Altus fuese una aventura imaginaria urdida por un niño.
—Por lo que tengo entendido, también lo estás tú.
Su mirada se endurece a causa de la rabia contenida.
—Supongo que te lo habrá contado tía Virginia, ¿no?
—Solo me trajo noticias sobre mi hermana. Sin embargo, no me dijo nada que no pueda comprobar por mí misma —me pregunto si me negará que cruzó al mundo físico para que yo pudiera verla merodeando por los pasillos de Milthorpe Manor, pero no lo hace.
—Ah, debes referirte a mi visita de hace algunas noches —parece divertida.
—Alice, el velo entre los mundos es sagrado. Estás infringiendo las leyes del plano astral, las leyes impuestas por los Grigori. Nunca he dudado de tu poder, de tu habilidad para ver y hacer cosas que sobrepasan lo que la mayoría de las hermanas son capaces de lograr, pero está prohibido usar el plano astral para trasladarse a otro lugar en el mundo físico.
Se echa a reír y el sonido de su risa se desplaza por los campos de los otros mundos.
—¿Prohibido? Bueno, ya sabes lo que se dice: de tal madre, tal hija —es palpable el rencor en su tono de voz y siento cómo se me enciende el rostro.
—Mamá sabía que no se quedaría aquí para sufrir las consecuencias de sus actos —ahora me resulta más duro hablar de mi madre. Conozco de primera mano el horror que supone convertirse en esclava de la profecía y cuesta trabajo culparla por querer escapar de ella, por muy estremecedores que fuesen sus métodos—. Actuó como lo hizo solo para proteger a su hija, como haría cualquier madre. Seguro que ves la diferencia entre sus motivos y los tuyos.
El rostro de Alice se endurece aún más.
—Cualesquiera que fuesen sus motivos, los actos de mamá fueron una violación de las leyes de los Grigori. Alteró el curso de la profecía al lanzar un hechizo para protegerte. Difícilmente puedo felicitarla por violar una antigua ley justo antes de suicidarse para evitar las consecuencias.
No me resulta fácil no perder los estribos, pero hablar de nuestra madre no nos llevará a ningún sitio. Hay cosas más urgentes de las que debo preocuparme.
—Edmund me ha dicho que has estado viendo a James.
Una sonrisa siniestra y taimada se asoma por las comisuras de su boca.
—Bueno, los Douglas son muy amigos de la familia. Y, como bien sabes, a James siempre le ha interesado la biblioteca de papá.
—No juegues conmigo, Alice. Edmund dice que os habéis hecho amigos, que pasas tiempo con James…, que le invitas a tomar el té.
Se encoge de hombros.
—¿Y qué? James se quedó muy triste cuando te marchaste. ¿No está bien ofrecerle mi amistad para compensar su pérdida? ¿O es que solo una de las hermanas Milthorpe está a la altura de James Douglas?
Antes de contestar, me veo obligada a tragar saliva. Me sigue resultando imposible imaginarme a James con alguien que no sea yo.
—Alice… Sabes muy bien lo que siento por James. Incluso en la profecía hay cosas… cosas sagradas con las que no debe jugarse. Henry era una de esas cosas —vomito las palabras como si me cortasen la garganta en pedazos al salir de mi boca—. James es otra de ellas, una persona inocente. Nunca te ha hecho daño, ni a ti ni a nadie. De hermana a hermana te pido que lo dejes en paz.
Su rostro continúa impasible. Adopta una serenidad que me es familiar y recuerdo los tiempos en que me podía pasar mirando a Alice durante horas sin ver jamás en sus delicadas facciones ni un solo destello de emoción. Por un instante, ingenua de mí, pienso que tal vez considere mi ruego. Pero de inmediato veo como el enfado oscurece su mirada. Y peor aún que el enfado, peor que la ambivalencia, es el placer que veo que siente poseyendo el poder de hacer daño a los demás.
Lo veo, recuerdo a mi hermano y me convenzo de que mi ruego no va a tener ningún efecto. Más bien se lo tomará como un desafío, un guante que no va a estar dispuesta a rechazar. Me doy cuenta de todo al momento y sé que probablemente le he hecho más daño a James que si no hubiese hablado de él. Cuando Alice se decide por fin a responderme, sus palabras no me sorprenden.
—No creo que James sea de tu incumbencia, Lia. En realidad, renunciaste al derecho a opinar sobre su vida cuando lo abandonaste y huiste a Londres sin apenas dar explicaciones.
Mantengo la calma frente a sus palabras, pues es verdad que tiene razón. Yo abandoné a James, y lo hice con una simple carta, mencionando de pasada nuestro amor antes de tomar el tren que me llevaría lejos de Birchwood.
Lejos de Birchwood y de James.
De modo que no hay nada más que decir. Alice usará todos y cada uno de sus poderes para lograr que Samael cruce a nuestro mundo, y lo hará con la misma despreocupación que le concede al hecho de convertir a James en un peón más en el juego de la profecía.
—¿Eso es todo, Lia? —me pregunta—. Francamente, estoy empezando a cansarme de estas conversaciones en las que no paras de hacer una y otra vez las mismas preguntas. Preguntas ridículas, por cierto, que se pueden contestar con la más simple de las respuestas: porque quiero, porque puedo —sonríe tan abierta y sinceramente que por un momento creo que voy a volverme loca—. ¿Alguna cosa más?
—No —pretendo que suene contundente, pero no es más que un murmullo—. No hay nada más. No te preocupes. No pienso volver a buscarte. No por un motivo como este ni para hacerte una simple pregunta. La próxima vez que te busque será para acabar con esto de una vez por todas.
Alice entrecierra los ojos para estudiarme detenidamente. Esta vez no cabe duda de que es ella quien trata de evaluar mi poder.
—Asegúrate de que quieres que esto termine —me dice—, porque cuando lo hagas, cuando todo esto haya acabado, una de nosotras estará muerta.
Se da media vuelta y se aleja sin decir nada más. Me la quedo mirando hasta que no es más que un punto en la distancia.