A la mañana siguiente, cuando salgo de la tienda con ojos somnolientos y aturdida, una turbia neblina cubre cada pulgada del campamento. El aire está saturado de humedad y resulta imposible ver más allá de un pie de distancia. Oigo relinchar a los caballos y a los demás hablando, pero todo me llega como amortiguado bajo una gruesa capa de lana. Me siento muy sola a pesar de saber que los demás no se encuentran tan lejos como dan a entender los sonidos.

Nos contentamos con un rápido desayuno y levantamos el campamento. Tras ayudar a Edmund a empaquetar la comida y los útiles de cocina, me dirijo a la tienda para ayudar a Sonia y a Luisa con las mantas. Al llegar allí, Luisa está metiendo chismes y ropa dentro de una mochila que está en el suelo.

Levanta la vista cuando me acerco.

—Tendremos suerte si podemos vernos unos a otros con esta niebla, así que ya veremos si somos capaces de encontrar nuestro camino por el bosque.

Detecto cierta tensión en sus palabras, pese a que su rostro permanece impasible.

—Al menos espero que no llueva —no quiero ni pensar lo desagradable que sería cruzar el bosque con niebla espesa y lluvia torrencial—. ¿Dónde está Sonia?

Luisa agita la mano en dirección al bosque sin apartar la vista de la mochila.

—Asuntos personales.

—Pensé que habíamos acordado acompañarnos unas a otras si teníamos que salir del campamento.

—Me ofrecí a acompañarla, hasta insistí, pero me dijo que tenía un excelente sentido de la orientación y que estaría de vuelta bastante antes de que nos marcháramos —hace una pausa y pronuncia sus siguientes palabras en voz baja y con cierto sarcasmo—: Supongo que si te hubieses ofrecido tú a acompañarla, habría aceptado sin vacilar.

—¿A qué te refieres? —pregunto, inclinando la cabeza.

Ella continúa empaquetando con fervor, evitando mirarme.

—Me refiero a que tú y Sonia lleváis meses juntas, mientras que yo me quedé en Nueva York aguantando a esas estúpidas de Wycliffe.

Los celos son evidentes en el tono de su voz. Eso me enternece. Me agacho junto a ella y poso mi mano en su brazo.

—Luisa.

Ella continúa como si no me hubiese oído.

—Es natural que os hayáis hecho íntimas amigas.

—Luisa —esta vez mi tono es más contundente. Ella deja de moverse sin parar y me mira por fin a los ojos—. Siento que no pudieras estar conmigo y con Sonia. Nada nos habría gustado más. Las cosas no son lo mismo sin ti. Pero deberías saber que la amistad que compartimos no cambia por estar separadas ocho meses. Nada podría cambiar la amistad que compartimos todas.

Me mira en silencio durante un instante antes de inclinarse hacia delante para abrazarme.

—Lo siento, Lia. Me he portado como una tonta, ¿verdad? Supongo que llevo demasiado tiempo preocupándome por eso.

Por unos instantes siento tristeza por todo lo que Luisa se ha perdido. Tiene razón. Mientras Sonia y yo estábamos en Londres haciendo lo que se nos antojaba, montando a caballo y asistiendo al club, ella seguía atrapada entre esa intolerancia y esas mentes estrechas de las que yo deseaba escapar.

Me echo hacia atrás y le sonrío.

—Deja que te ayude a hacer la mochila.

Se congracia conmigo con una sonrisa radiante, de esas tan propias de ella, y me entrega algunas de las cosas esparcidas por el suelo.

Entre las dos recogemos rápidamente la tienda y su contenido. Pero Sonia aún no ha vuelto. La semilla de la preocupación arraiga en mi estómago y juro ir a buscarla si no ha regresado cuando los caballos estén listos para partir. Mientras esperamos, Luisa y yo le llevamos a Edmund las tiendas y los bultos. Le entregamos todo, excepto mi arco y mi carcaj. Tengo planeado llevarlos encima todos los días hasta que lleguemos a salvo a Altus.

Edmund lo ata todo a los animales y acaba de cargar el último de los paquetes sobre el caballo de Sonia cuando, por fin, ella aparece en el campamento dando traspiés sobre las hojas muertas.

—¡Siento mucho haber llegado tan tarde! —se sacude las hojas y las ramas del pelo y de los pantalones—. ¡Supongo que mi sentido de la orientación no es tan bueno como imaginaba! ¿Lleváis mucho tiempo esperando?

Me encaramo al lomo de mi caballo, conteniendo mi enfado.

—No mucho, pero creo que deberíamos permanecer juntos mientras estemos en el bosque, ¿no te parece?

Sonia asiente con la cabeza.

—Por supuesto. Siento haberos preocupado —se disculpa, encaminándose hacia su caballo.

Luisa ya está encima de su montura. No comenta nada, no sé si porque está molesta o impaciente por partir.

Seguimos a Edmund fuera del claro que ha sido nuestro primer lugar de acampada. Durante un buen rato nadie dice nada. La niebla es sofocante. Nos rodea con sus brazos y casi siento claustrofobia. En ciertos momentos me veo obligada a contener el pánico. Son momentos en que siento como si estuviese siendo engullida por completo por algo opresivo que acecha por todas partes.

Curiosamente, tengo la mente en blanco. No pienso en Alice. Ni siquiera en lo que me dijo Edmund de que James y Alice se han hecho amigos. No pienso en nada, salvo en los que cabalgan delante de mí y en el esfuerzo que hago por no perderlos en la niebla.

Cuando hacemos un descanso para almorzar, ya me he acostumbrado a los largos períodos de silencio. Nos acomodamos separados junto a un pequeño arroyo, llenamos nuestras cantimploras de agua fresca y comemos pan, ya prácticamente duro. Pero todo lo hacemos en silencio. Ya no importa, pues, de todos modos, no hay nada que ver ni que discutir.

Edmund da de comer y de beber a los caballos mientras Sonia, Luisa y yo disfrutamos del descanso. Sonia se tumba boca arriba en la hierba al lado del arroyo y Luisa, con los ojos cerrados y el rostro en calma, se apoya en el tronco de un árbol. Yo las observo a ambas con la sensación de que estoy buscando algo más que las páginas perdidas.

Pero no puedo reflexionar mucho sobre mis sentimientos. Edmund no tarda en avisarnos de que va siendo hora de ponerse en marcha, y eso hacemos. Montamos sobre nuestros caballos y nos adentramos aún más en el bosque.

—¿Lia? ¿A ti te parece que Luisa se encuentra bien?

Después de una larga jornada a caballo, por fin estamos descansando. La voz de Sonia me llega desde el lado de la tienda que ocupa. Luisa sigue sentada junto a la hoguera o, por lo menos, allí estaba cuando Sonia y yo decidimos ir a acostarnos.

Pienso en la conversación que mantuvimos Luisa y yo en la tienda por la mañana y no estoy muy segura de que a ella le gustara que hablara de sus celos.

—¿Por qué lo preguntas?

Sonia frunce el ceño como tratando de encontrar las palabras adecuadas.

—Da la impresión de estar dándole vueltas a algo en la cabeza. ¿No lo has notado?

Trato de pensar en una forma de satisfacer la confianza que Luisa ha depositado en mí.

—Tal vez, pero nos hemos pasado el día entero a caballo y resulta muy difícil mantener una conversación mientras estás montando, especialmente con esta niebla infernal. Además…

—¿Sí? —pregunta, impaciente.

—Bueno, Sonia, tú y yo llevamos juntas casi un año. ¿No crees que a lo mejor Luisa se siente un poco desplazada?

Sonia se muerde el labio inferior. Reconozco el gesto como uno de los que hace cuando está reflexionando sobre algún asunto importante y trata de buscar una respuesta satisfactoria.

—Supongo, aunque me pregunto si no habrá algo más.

—¿Como qué?

Sonia levanta la vista hacia el techo de la tienda antes de volver sus ojos hacia mí en medio de la oscuridad.

—Bueno, no creerás…

—¿Qué? ¿Qué quieres decir?

Suspira pesadamente.

—Estaba pensando en lo que dijo Virginia en cierta ocasión acerca de que las almas no se detendrían ante nada para llegar hasta ti, para provocar disputas entre nosotras.

No hay necesidad de que concluya. Sé qué está insinuando.

—Sonia —digo su nombre para concederme tiempo—, sé que las almas están ahí afuera. Lo sé, ¿vale? A todos nos está afectando el viaje por culpa de este bosque gris y neblinoso, pero no podemos distraernos con cualquier cosa.

Mis ojos se fijan en los suyos.

—¿De acuerdo? —digo.

Ella asiente.

—De acuerdo, Lia.

Un rato después, tras quedar Sonia en silencio, Luisa regresa a la tienda. Se mueve con cautela y se mete entre sus mantas sin hacer un solo ruido. Sería muy sencillo preguntarle por aquello que preocupa a Sonia, pero no digo nada. No quiero dar crédito al temor de Sonia expresándolo en voz alta.

—Hoy pasaremos a un mundo distinto —declara Edmund con calma desde lo alto de su caballo mientras salimos del lugar donde hemos acampado.

—¿A qué mundo se refiere? —pregunta Luisa.

Edmund se queda mirando fijamente la niebla, tan espesa como la capa de lana que llevo sobre los hombros.

—Al que se encuentra entre el nuestro y los otros mundos, aquel donde está situado Altus.

Asiento como si entendiese exactamente de qué está hablando. No es así, pero yo también veo cómo ha cambiado el viento. Lo notaba mientras nos adentrábamos más y más en el bosque a lomos de los caballos. Lo noté al despertarme de mi extraño sueño, mientras oía aún a aquellas espeluznantes criaturas con multitud de patas que acechaban nuestra tienda en mi sueño. Y lo noto ahora, exactamente igual que Edmund mientras nos guía de nuevo por el denso follaje del bosque.

Según avanza el día, Sonia charla nerviosa, mientras Luisa permanece en silencio la mayor parte del tiempo. Por fin, Edmund señala un lugar para detenernos a almorzar y a rellenar nuestras cantimploras. Como de costumbre, él se encarga de los caballos y yo saco los alimentos de los fardos para preparar una comida sencilla. Estamos comiendo en un amigable silencio cuando lo oigo. No. No es del todo cierto. Creo oírlo, aunque se trata más bien de una sensación, de la intuición de que algo va a suceder. Al principio lo creo fruto de mi imaginación.

Pero entonces miro a mi alrededor.

Edmund, quieto como una estatua, fija la mirada en los árboles muy concentrado. También Sonia y Luisa callan con los ojos vueltos en la misma dirección.

Los observo y me doy cuenta de que también ellos sienten que unos seres se desplazan hacia nosotros a través del bosque. Y esta vez no se trata de un sueño.