—¡Uf! ¡Me parece que no podré volver a sentarme nunca como es debido! —Sonia se sienta con cuidado en un peñasco a mi lado.

Sé muy bien a qué se refiere. Montar en nuestros ratos libres no nos ha preparado para pasar seis horas seguidas encima de un caballo.

—Sí, bueno, imagino que nos acostumbraremos dentro de unos días —mi intención es sonreír, pero el dolor que siento en el trasero me hace estar segura de que más bien me ha salido una mueca.

Ha sido un día raro. Un día en el que hemos cabalgado sin hablar, hipnotizadas al parecer por el silencio del bosque y el movimiento de nuestros caballos. Edmund iba siempre delante por necesidad: solo él sabe adónde nos dirigimos.

Al echarle un vistazo —casi ha terminado de levantar las dos tiendas que nos servirán de refugio para pasar la noche—, no puedo evitar asombrarme de su energía. Aunque desconozco los años que tiene Edmund, ha formado parte de mi vida desde que era un bebé, y ya entonces tenía ese aspecto paternal. Sin embargo, ha permanecido sentado en su montura sin quejarse de nada durante este día espantosamente largo.

Al recorrer el campamento con la vista, mis ojos se detienen en Luisa. Está sola, sentada con los ojos cerrados y la espalda apoyada en un árbol. Me gustaría charlar con ella para pasar un poco el rato, pero no sé si está dormida y me resisto a molestarla.

Cuando poso la vista sobre Sonia, también ella parece a punto de quedarse dormida.

—Me temo que como me quede quieta, no volveré a moverme jamás —le digo—. Voy a ayudar a Edmund a levantar el campamento.

Me siento fatal por el pobre Edmund, solo en el bosque con tres chicas por toda ayuda y compañía, así que decido ayudarle cuanto me sea posible durante todo nuestro viaje.

—Yo voy también dentro de un minuto —Sonia articula las palabras a duras penas. Se desliza hasta el suelo y acurruca la cabeza entre los brazos, apoyándolos en el peñasco. Antes de haber dado yo unos cuantos pasos, ya está dormida.

Mientras me dirijo hacia Edmund, me esfuerzo por buscar una tarea, algo que me mantenga ocupada y en movimiento. Él está encantado de que le ayude y me da unas cuantas patatas y un cuchillo pequeño, a pesar de que jamás he preparado nada de comer, salvo, como mucho, una tostada. Todas las patatas que hasta ahora había visto de cerca estaban asadas, cocidas o en puré. Pero decido que estas no van a prepararse solas y me pongo a pelarlas y a cortarlas. Resulta que algo tan simple como cortar una patata requiere cierta habilidad y, después de librarme por los pelos de cortarme con el cuchillo tres veces, comienzo a manejarme un poco mejor.

Horas más tarde he aprendido a cocinar sobre un fuego de campamento e incluso he tratado de fregar los platos en el río, a poca distancia del campamento, acompañada de una silenciosa y cansada Luisa. La muerte de Henry me infundió un miedo casi irracional a las corrientes de agua y, a pesar de la escasa corriente de este río, me he quedado parada junto a la orilla.

Aunque no puedo saber con seguridad qué hora es, está oscuro y es tarde cuando Sonia y Luisa se dirigen a la tienda que compartimos para cambiarse y acostarse. Mientras me caliento al fuego, cerca de Edmund, me siento en paz y a salvo, y sé que en buena parte se debe a su presencia. Me vuelvo hacia él y contemplo el parpadeo de la luz del fuego sobre su rostro.

—Gracias, Edmund —mi voz suena más alta de lo normal entre la quietud de los árboles.

Él levanta la vista para mirarme, su rostro parece más joven bajo el resplandor del fuego.

—¿Por qué, señorita?

Me encojo de hombros.

—Por venir, por cuidar de mí.

Asiente con la cabeza.

—En estos tiempos que corren… —duda, mientras contempla la oscuridad del bosque como si pudiese ver claramente los peligros que acechan más allá—. En los tiempos que corren debe usted mantener a su lado a las personas en las que más confíe —se vuelve a mirarme—. Me gusta creer que yo soy quien encabeza esa lista.

—Y así es. Eres de la familia, Edmund, significas para mí tanto como tía Virginia y… bueno… —ni siquiera me atrevo a pronunciar el nombre de Henry ante Edmund. Ante alguien que lo quiso y cuidó de él como si fuera su propio hijo. Alguien que sobrellevó su pérdida con lágrimas silenciosas y evitando los reproches que yo hubiera merecido tras su muerte.

Los ojos se le empañan mientras continúa mirando fijamente la oscuridad, recordando algo que los dos deseamos olvidar.

—La pérdida de Henry estuvo a punto de hundirme. Después, cuando usted se marchó… bueno… ya no parecía que me quedase ninguna razón para seguir viviendo —busca mi mirada. Percibo un dolor tan reciente como el que vi el día después del entierro de Henry, cuando me llevó a ver a James para despedirme de él—. Ha sido Alice quien me ha hecho venir a Londres con Virginia.

—¡Alice! —no puedo imaginarme a mi hermana mandándome a nadie para que me ayude.

Edmund asiente despacio.

—Después de que usted se marchara, ella se mantuvo apartada. No la vi durante días y, cuando por fin lo hice, supe que estaba perdida. Perdida para los otros mundos.

—¿Y luego? —le apremio.

—Cuando vi el aspecto que tenía, cómo su alma se ennegrecía día tras día, supe que necesitaría usted la mayor cantidad posible de aliados. Las separa un océano, de eso no cabe duda —hace una pausa y me mira a los ojos—, pero podría estar ahora mismo aquí, entre nosotros. Y sigue constituyendo una amenaza, igual que cuando vivían las dos bajo el mismo techo. Incluso mayor, dada su desesperación.

Permito que las palabras se asienten entre nosotros, a la vez que paso inconscientemente los dedos sobre la marca en relieve de mi muñeca, tratando de comprender un mundo en el cual mi hermana, mi gemela, se ha convertido en alguien más malvado en mi ausencia. ¿No le bastaba con arrojar a Henry al río y con dejarme a mí a expensas de las almas y de su poder, invirtiendo el hechizo de protección de nuestra madre? Pero ni siquiera esos pensamientos, unos pensamientos que casi ni me atrevo a considerar, me preparan para lo que Edmund dice a continuación.

—Y, además, está el asunto de James Douglas.

Levanto la cabeza como impulsada por un resorte.

—¿James? ¿Qué pasa con él?

Edmund se inspecciona las manos como si no las hubiese visto jamás. Me doy cuenta de que no quiere pronunciar las palabras que va a decir a continuación.

—Alice ha sido… muy simpática con el señor Douglas en su ausencia.

—¿Simpática? —casi me atraganto al decirlo—. ¿Qué quieres decir?

—Le manda recados a la librería…, le invita a tomar el té.

Se me viene a la cabeza una imagen de Alice y James al lado del río, él con la cabeza inclinada hacia atrás, riéndose.

—¿Y James agradece sus atenciones? —no soporto la idea, a pesar de haberme resignado ya a la inutilidad de seguir pensando en él cuando la profecía no parece estar más cerca de su fin.

Edmund suspira.

—Puede que eso dependa de cómo se interprete —dice con tono amable—. El señor Douglas se quedó… impresionado por su súbita marcha. Supongo que se encontraba bastante solo y Alice… bueno… Alice tiene el mismo aspecto que usted. Es su gemela. Tal vez James solo pretenda recordarla a usted mientras esté ausente.

El corazón me palpita demasiado aprisa dentro del pecho. Casi me sorprende que Edmund no lo oiga en medio del silencio del bosque. Me pongo en pie, siento como si fuese a marearme.

—Me… me parece que me voy a acostar, Edmund.

Él levanta la vista y parpadea a causa de la escasa luz.

—¿La he molestado?

Niego con la cabeza y me esfuerzo por mantener firme la voz.

—En absoluto. Estoy demasiado lejos para pedirle nada a James.

Edmund asiente con el rostro arrugado por la preocupación.

—Su padre y yo siempre fuimos honestos el uno con el otro y, aunque tal vez pertenezca usted al sexo más débil, no sé por qué imagino que espera de mí el mismo trato.

—No te preocupes. Me encuentro bien. Y no podría estar más de acuerdo contigo: debemos ser honestos, aunque resulte doloroso —pongo una mano sobre su hombro—. Me alegro de que estés aquí. Buenas noches, Edmund.

Sus palabras vienen a mi encuentro mientras me doy la vuelta.

—Buenas noches.

No vuelvo la vista atrás. Y mientras me dirijo a la tienda, no pienso ya ni en la profecía ni en mi hermana, sino en el incomprensible azul de los ojos de James Douglas.

Espero no viajar al plano astral durante nuestra primera noche en el bosque. Estoy cansada. Más bien exhausta. No deseo otra cosa que dormir sin soñar, lo cual, a medida que me sumerjo en la profecía, cada vez es más raro.

Empiezo a viajar y soy consciente de esa sensación tan familiar de estar en un sueño que es algo más que un sueño.

No es que intuya que alguien me esté llamando. Eso es algo que he llegado a sentir cuando sucede: una llamada que me dice que alguien está esperándome en los otros mundos.

Esto es distinto.

Sé que me encuentro en los otros mundos por alguna razón. Sé que hay algo que se supone que debo ver o algo de lo que debo darme cuenta, pero mi destino y mi objetivo parecen controlados por algo más que un simple ser. En momentos como estos parece como si el universo me arrastrase a través de los planos de los otros mundos hacia una revelación que, no por ignorar yo su propósito, es menos apremiante.

Me hallo en el mundo más cercano al nuestro. Aquel en el que todo tiene el mismo aspecto. Aquel en el que a veces puedo ver a personas que conozco y amo, y contemplar en ocasiones mi mundo, aunque cubierto con el más fino de los velos que existen entre la versión física y la mística de los mundos del plano astral.

Sobrevuelo un bosque que reconozco instintivamente como aquel en el que mi cuerpo está durmiendo, aquel por el que hemos viajado a caballo. Es muy espeso y vuelo a bastante velocidad por encima del follaje, que presenta el aspecto de una alfombra mullida y verde bajo mi cuerpo.

Al principio no veo nada bajo el grueso dosel de hojas que se extiende entre el cielo por donde vuelo y el suelo que hay bajo los árboles, pero luego algo se mueve debajo de mí, primero en una dirección, luego en otra. Es algo etéreo, un fantasma que revolotea entre los árboles. Creo que se trata de un animal, pero se desplaza a tal velocidad que no me imagino cómo una simple criatura del bosque puede trasladarse en un instante a cualquier rincón del bosque.

Entonces oigo una respiración.

Es pesada, trabajosa, pero no parece humana. Se me acerca desde todas partes y, a pesar de que no sabría decir qué persigue, el hecho de que aparezca debajo de mí no alivia mi miedo. Sé bien que las leyes de los otros mundos nada tienen que ver con las del nuestro. También sé que no debo ignorar mi miedo. Me ha salvado en más de una ocasión.

La criatura se acerca aún más, su respiración proviene de ninguna y de todas las partes al mismo tiempo. Mientras vuelo, no veo ningún punto de referencia familiar en el bosque. Solo millas y millas de árboles, de vez en cuando interrumpidas por algún pequeño claro. No obstante, sé que casi estoy a salvo. Noto la tirantez del cordón astral. Me susurra: «Ya casi has llegado». Si continúo volando un poco más, estoy segura de que regresaré a mi cuerpo.

Al poco rato distingo el claro, una endeble espiral de humo elevándose al cielo desde la hoguera del campamento casi apagada, nuestras dos tiendas pegadas una a la otra y no muy lejos los caballos atados a los árboles que lindan con nuestro lugar de acampada. Me dirijo hacia la tienda más grande, sabiendo que se trata de la mía y que Sonia y Luisa probablemente estarán profundamente dormidas al cobijo de sus finas paredes. La amenazadora respiración ya ha llegado aquí, pero no creo que la criatura pretenda atraparme a mí. Esta noche no he sido convocada al plano astral para que puedan apresar mi alma.

No se trata de una amenaza inminente, pero sí de una advertencia.

Me introduzco en mi cuerpo sin esfuerzo alguno, sin esa fuerte extrañeza que me acompañaba en mis primeros viajes, y me despierto de inmediato. Me lleva un tiempo atemperar las palpitaciones de mi corazón. Después soy incapaz de volver a dormirme. No sé si será mi imaginación o si simplemente se debe a mi regreso desde el plano astral, pero me parece oír algo moviéndose por los árboles, fuera de la tienda. Un crujido, un movimiento, unos pasos sigilosos sobre el suelo cubierto de hojas.

Contemplo a Sonia y a Luisa, que siguen durmiendo plácidamente, y pienso que debo estar volviéndome loca.