—Todo está empaquetado y listo —Edmund está de pie junto a los caballos, sombrero en mano y delante de la cochera.
Tan solo hace una semana que tía Virginia, Edmund y Luisa llegaron de Nueva York, pero parece que fue hace un año. El viaje a Altus no es tarea fácil. Requiere caballos, provisiones y asistencia. La primera vez que discutimos sobre los detalles creí que sería imposible arreglarlo todo tan rápidamente, pero, de algún modo, todo ha encajado en su sitio. Durante nuestra ausencia, Philip continuará buscando a las llaves, a pesar de que no le agrada demasiado que viaje tan solo con la protección de Edmund.
Aún sigo dándole vueltas a lo que me dijo Edmund, a eso de que mi padre era miembro de los Grigori, pero no queda tiempo para hacer más preguntas. Está claro que hay muchas cosas que no sé acerca de mis padres. Tal vez el viaje a Altus me ayude a encontrar algo más que las páginas perdidas.
Mientras bajo los escalones de la fachada de Milthorpe Manor, me fijo en el único carruaje que aguarda y me pregunto qué habrá sucedido con el resto de los preparativos hechos durante la semana anterior.
—¿Edmund? ¿Dónde está el resto de nuestras cosas? ¿No teníamos preparados caballos de repuesto y provisiones?
Edmund asiente despacio.
—Así es, efectivamente. Pero no hay motivo para montar un escándalo mientras salimos de la ciudad. Está todo preparado y lo recogeremos a su debido tiempo —se saca un reloj de bolsillo del pantalón—. A propósito, ya deberíamos ponernos en marcha.
Me vuelvo a mirar a Luisa, que supervisa cómo meten las últimas bolsas en el carruaje, y reprimo una carcajada. Sonia y yo no hemos tenido problemas para preparar un equipaje ligero, tal como nos sugirió Edmund, pero Luisa no tomó parte en los entrenamientos a los que nos sometimos Sonia y yo durante el pasado año. Mientras observa a Edmund cargando una de sus bolsas, casi puedo escucharla recitando mentalmente una lista de cajas de sombreros y guantes, a pesar de que, seguramente, a partir de hoy ya no se pondrá ninguna de esas cosas.
Entorno los ojos y descubro a Sonia hablando con tía Virginia en voz muy baja al lado de las escaleras de acceso a la casa. Luisa se reúne conmigo cuando me dispongo a ir hacia ellas y, acto seguido, formamos todas un corrillo, preguntándonos cómo dar comienzo al difícil asunto de las despedidas cuando apenas acabamos de reunirnos de nuevo.
Como siempre, tía Virginia hace cuanto puede para que el momento resulte más fácil.
—Perfecto, chicas. Marchaos ya —se inclina para besar a Luisa en las mejillas y después retrocede para mirarla a los ojos—. Me encantó viajar contigo desde Nueva York, querida. Voy a echar de menos ese espíritu tuyo, pero recuerda que debes domesticarlo cuando sea necesario, por seguridad o por prudencia, ¿eh?
Luisa asiente con la cabeza y le da otro breve abrazo antes de dar media vuelta y dirigirse al carruaje.
Sonia no espera a tía Virginia. Da un paso hacia ella y la coge de las manos.
—Me da mucha pena marcharme. ¡Ni siquiera hemos podido conocernos como es debido!
Tía Virginia suspira.
—Ya no podemos hacer nada. La profecía no se hace esperar —mira de reojo a Edmund, que echa un vistazo a su reloj de bolsillo una vez más—. ¡Y me parece que Edmund tampoco!
Sonia suelta una risilla.
—Supongo que es cierto. Adiós, Virginia.
Al no haberse educado en su propio hogar, sino con la señora Millburn, su casera, a Sonia le cuesta mostrar su afecto por otras personas, excepto por mí. No abraza a mi tía, pero la mira a los ojos sonriendo antes de darse la vuelta para marcharse.
Ya no quedamos más que tía Virginia y yo. Me parece que han desaparecido todas las personas de mi pasado y ante la perspectiva de despedirme de mi tía se me forma un nudo en la garganta. Trago saliva antes de hablar.
—Me gustaría que vinieses con nosotras, tía Virginia. Nunca estoy tan segura de mí misma como cuando tú estás conmigo —no me doy cuenta de lo cierto que es hasta que no lo digo.
Ella apenas esboza una triste sonrisa.
—Mi hora ya ha pasado, pero la tuya acaba de empezar. Desde que te marchaste de Nueva York eres más fuerte, te has convertido en una hermana por derecho propio. Va siendo hora de que ocupes tu lugar, querida. Me quedaré aquí esperando a ver cómo concluye la historia.
Al rodearla con mis brazos me sorprendo de lo menuda y frágil que la siento. Durante un instante soy incapaz de hablar, tan intensas y poderosas son las emociones que me embargan.
Me echo hacia atrás, tratando de serenarme mientras la miro a los ojos.
—Gracias, tía Virginia.
Antes de darme la vuelta para marcharme, me da un último apretón en los hombros.
—Sé fuerte, mi niña; sé que lo eres.
Cuando Edmund se encarama al asiento del conductor, me meto en el carruaje. Una vez acomodada al lado de Sonia, con Luisa enfrente de nosotras, me incorporo un poco y saco la cabeza por la ventanilla mirando a la parte delantera del carruaje.
—¡Cuando quieras, Edmund!
Edmund es un hombre de acción y no me sorprendo cuando, en vez de contestar, simplemente sacude las riendas. El carruaje se pone en marcha y comienza nuestro viaje sin añadir una palabra más.
Durante un rato viajamos en paralelo al Támesis. Luisa, Sonia y yo apenas hablamos entre las sombras del carruaje. Los barcos que navegan por el río, los otros carruajes y la gente que pasea por todas partes captan nuestra atención hasta que el bullicio se desvanece gradualmente. Pronto no queda más que el agua a un lado y, al otro, llanuras que se extienden hasta unos montes bajos. El traqueteo del carruaje y el silencio del exterior nos sumen en una especie de sopor. De vez en cuando doy cabezadas sobre el respaldo de terciopelo, hasta que por fin caigo en un profundo sueño.
Un rato más tarde me despierto de golpe con la cabeza en el hombro de Sonia cuando el carruaje se detiene con un brusco frenazo. Las sombras, que antes no eran más que simples manchas que acechaban por los rincones del carruaje, se han alargado hasta congregarse en una oscuridad que semeja estar viva, como si estuviese esperando para llevarnos a todas consigo. Me quito esa idea de la cabeza cuando nos llegan del exterior voces airadas.
Al levantar la cabeza veo a Luisa tan alerta como cuando nos alejábamos de Milthorpe Manor. Nos mira fijamente a Sonia y a mí con una expresión como de enfado.
—¿Qué pasa? —le pregunto—. ¿Por qué hemos parado?
Se encoge de hombros, apartando la vista.
—No tengo ni idea.
No era mi intención preguntar por los ruidos de fuera del carruaje, sino por su extraña actitud. Suspiro y pienso que está irritada porque la hemos dejado sola en su asiento al salir de Londres.
—Voy a averiguarlo.
Aparto a un lado la cortinilla de la ventana y descubro a Edmund de pie junto a unos árboles a pocos pies de distancia del carruaje. Está hablando con tres hombres que inclinan la cabeza en señal de un respeto que parece fuera de lugar dada su basta indumentaria y apariencia. Sus cabezas giran al unísono hacia algo que queda oculto a mis ojos. Cuando se vuelven nuevamente hacia él, Edmund extiende la mano para estrecharles las suyas antes de que den media vuelta y desaparezcan de mi campo visual.
Vuelvo a reclinarme en el asiento, permitiendo que la cortinilla cubra de nuevo la ventana. Hemos acordado mantener nuestras identidades en secreto cuanto nos sea posible hasta que lleguemos a Altus, tanto por mi propia seguridad como por la de Sonia y Luisa en su condición de llaves.
Fuera del carruaje se reanuda el aburrido golpeteo de los cascos de los caballos, que de vez en cuando se desvanece en la distancia. Cuando por fin Edmund abre la puerta, queda todo en silencio durante un rato. Al salir a la luz del sol no me sorprende ver cinco caballos y varias cargas de provisiones. Lo que sí me sorprende es ver entre ellos a nuestros caballos de Whitney Grove.
—¡Sargento!
Salgo disparada hacia el caballo negro como el ébano que ha sido mi compañero durante tantas cabalgadas. Rodeando su cuello con mis brazos, beso su piel suave y él me resopla en el pelo. Me vuelvo hacia Edmund, riéndome.
—¿Cómo es que te lo has traído?
Se encoge de hombros.
—La señorita Sorrensen me habló de su… esto… residencia de vacaciones. Pensó que el viaje sería más fácil con monturas familiares.
Me vuelvo a mirar a Sonia, que acaricia feliz a su propio caballo, y le sonrío agradecida.
Edmund saca una bolsa de la parte de arriba del carruaje.
—Deberíamos marcharnos cuanto antes. No sería prudente quedarse mucho tiempo a un lado del camino —me entrega la bolsa—. Pero supongo que primero querrán cambiarse.
Lograr que Luisa se ponga los pantalones de montar nos lleva algo de tiempo. A pesar de que es una amazona excelente, no estaba en Londres conmigo y con Sonia cuando nos dedicábamos a cabalgar con vestimenta masculina. Se pasa al menos veinte minutos discutiendo con nosotras hasta convencerse por fin. Aun así, la oímos gruñir bien claro mientras Sonia y yo la esperamos fuera del carruaje, ya cambiadas y evitando desesperadamente no mirarnos la una a la otra por miedo a estallar en incontrolables carcajadas.
Por fin aparece Luisa, muy erguida mientras se ajusta los tirantes que le sujetan los pantalones. Yergue su barbilla hacia el cielo y camina muy altiva delante de nosotras hacia los caballos que nos aguardan. Sonia se aclara la garganta y me percato de que está sofocando una risita mientras Edmund nos entrega las riendas de los caballos que montaremos para atravesar el bosque que conduce a Altus. Ya ha atado nuestras provisiones a las grupas de los caballos. No queda nada por hacer, salvo prepararse para montar.
Aún espero un poco para montar en Sargento. Transportar la comida, el agua y las mantas en las grupas de los caballos está muy bien, pero hay algo que yo misma debo llevar encima. Abro la alforja que Sargento lleva en un costado y revuelvo dentro hasta que encuentro mi arco y el carcaj que contiene mis flechas y el puñal de mi madre. Que Alice usara en cierta ocasión el cuchillo para deshacer el hechizo que mi madre preparó en mi habitación no le resta nada del consuelo que me proporciona. Pertenecía a mi madre mucho antes de que Alice se apoderara de él.
Ahora es mío.
En cuanto al arco, no sé si tendré motivos para usarlo, pero no he practicado en Whitney Grove con las dianas para dejar nuestra seguridad en manos de Edmund. Me cuelgo el arco a la espalda y me ato el carcaj al cuerpo, de modo que su contenido quede fácil y rápidamente a mi alcance.
—¿Todo bien? —Edmund, ya encima de su montura, mira el carcaj.
—Perfectamente, gracias —ya más segura, me encaramo a la silla de Sargento.
—¿Qué pasa con el carruaje? —pregunta Luisa, apartando de él su caballo para seguir a Edmund.
La voz de este, que viene de un poco más allá, nos llega amortiguada:
—Más tarde se pasará alguien a recogerlo. Lo devolverán a Milthorpe Manor.
Luisa frunce el ceño y se vuelve sobre su silla de montar para mirar hacia atrás.
—¡Pero… una de mis bolsas sigue ahí arriba!
—No se preocupe, señorita Torelli —el tono de Edmund deja bien claro que no admite discusión—. Al igual que el carruaje, su bolsa será devuelta a Milthorpe Manor, que es donde debe estar.
—Pero… —farfulla Luisa, casi indignada, mirándonos a Sonia y a mí antes de aceptar la inutilidad de cualquier debate. Cuando vuelve a colocarse en la silla, enfocando de nuevo la vista sobre la espalda de Edmund, las flechas que le lanza son tan reales como si las hubiese tirado con un arco.
Tras ella, Sonia y yo sonreímos mientras seguimos a Edmund hacia los árboles que limitan el bosque. Disfruto del momento de buen humor aun a expensas de Luisa, pues, a medida que dejamos atrás el claro lleno de luz para pasar a las misteriosas sombras del bosque, intuyo de algún modo que el viaje a Altus va a resultar cualquier cosa menos agradable.