Sonia y yo estamos fuera, sentadas en el pequeño patio trasero de Milthorpe Manor. No es tan amplio como los jardines de Birchwood ni igual de silencioso, pero los verdes y exuberantes arbustos y las preciosas flores que rodean el patio de piedra lo convierten en cierto modo en un refugio frente al caos y la polución de Londres. Estamos sentadas codo con codo en sillas idénticas, tomando el sol con los ojos cerrados.

—¿Voy a por una sombrilla? —pregunta Sonia, como si se sintiera lejanamente obligada a proponerlo. Pero lo hace con voz desganada y sé que, en realidad, le trae sin cuidado que estemos o no protegidas del sol.

No abro los ojos.

—Creo que no. Ya luce bastante poco el sol en Inglaterra. No pienso hacer nada para protegerme de él.

La silla que tengo al lado cruje e intuyo que Sonia se ha girado para mirarme. En cuanto comienza a hablar, percibo una risa burlona en sus palabras.

—Seguro que las londinenses de piel de porcelana corren a ponerse a cubierto en un día como este.

Yo levanto la cabeza, protegiéndome los ojos con la mano.

—Bueno, sí, lo siento por ellas. Agradezco enormemente no ser una de esas londinenses.

La brisa que flota en el jardín se lleva la carcajada de Sonia.

—¡Y yo también!

Ambas nos giramos en dirección a la casa al oír desde el patio el vocerío. Parece una discusión, aunque jamás he oído discutir al servicio.

—¿Qué pasará…?

A Sonia no le da tiempo a terminar su reflexión, pues de pronto se oye cada vez más claro el sonido de unas botas, mientras las voces se acercan y suben de volumen. Nos miramos alarmadas y nos ponemos en pie al tiempo que captamos retazos de la discusión.

—¡… bastante ridículo! No tienes por qué…

—Por el amor de Dios, no…

Primero aparece una mujer joven por la esquina, Ruth la sigue pegada a sus talones.

—Lo siento, señorita. Traté de explicarle…

—¡Y yo trataba de explicarle a ella que no hace falta que nos anuncie como si fuésemos unos desconocidos!

—¿Luisa?

La nariz aguileña, la exuberante cabellera castaña y los gruesos labios rojos son inconfundibles, pero aun así no puedo creer que tenga delante a mi amiga.

No le da tiempo a contestar, pues dos figuras más aparecen de inmediato tras ella. Estoy tan sorprendida que me quedo sin palabras. Menos mal que a Sonia no le faltan.

—¡Virginia! Y… ¿Edmund? —dice.

Continúo parada un instante más, deseosa de asegurarme de que aquello es real y no un sueño. Cuando Edmund sonríe, apenas es un rastro de la sonrisa espontánea que mostraba cuando aún vivía Henry, pero me basta. Me basta para sacudirme de encima la conmoción.

Luego, Sonia y yo nos ponemos a gritar y nos abalanzamos sobre todos ellos.

Tras una ronda de emocionados saludos, tía Virginia y Luisa nos acompañan a Sonia y a mí al salón para tomar té con galletas, mientras Edmund se ocupa de las maletas. Las cookies son famosas por haber roto más de un diente, así que hago una mueca de dolor cuando tía Virginia muerde una de las galletas duras como el granito.

—Un poquito duras, ¿no? —le digo a tía Virginia.

Se toma su tiempo para masticar y me parece oírla tragar mientras trata de hacer bajar por su garganta el trozo seco de galleta.

—Solo un poco.

Luisa alarga la mano para coger una. Sé que no hay manera de detenerla, por mucho que quisiera advertirla. Luisa solo es capaz de templar sus impulsos con sus propias experiencias.

Muerde la galleta con un fuerte crujido y apenas la mantiene un instante en la boca antes de escupirla en su pañuelo.

—¿Un poco? ¡Pues casi me quedo sin un diente! ¿Quién es el autor de esta atrocidad culinaria?

Sonia reprime una carcajada con la mano, pero la mía sale disparada sin que pueda detenerla.

—¡Chssss! Las ha hecho la cocinera. Cállate, ¿quieres? ¡Vas a herir sus sentimientos!

Luisa endereza la espalda.

—¿Valen más sus sentimientos que nuestros dientes?

Trato de mostrar un gesto de desaprobación, pero sé que no lo consigo.

—¡Os he echado tanto de menos a las dos! ¿Cuándo habéis llegado?

Luisa deposita su taza de té en el plato con un delicado tintineo.

—Nuestro barco atracó en el puerto esta misma mañana. ¡Pero qué largo se me hizo el viaje! Me pasé casi todo el tiempo mareada.

Recuerdo la agitada travesía que hicimos Sonia y yo desde Nueva York a Londres. Yo no soy tan propensa a marearme como Luisa, pero, aun así, el viaje no me resultó agradable.

—De haber sabido que veníais, podríamos haber ido a buscaros al muelle —dice Sonia.

Tía Virginia sopesa sus palabras.

—Lo decidimos con bastante… precipitación.

—¿Pero por qué? —pregunta Sonia—. No esperábamos a Luisa hasta dentro de unos meses y bueno… —su voz se va apagando, como si quisiese evitar resultar brusca.

—Sí, lo sé —tía Virginia posa su taza de té en el plato—. Y estoy casi segura de que, desde luego, a mí no me esperabais. Al menos no tan pronto.

Algo en su mirada consigue que me ponga nerviosa.

—Entonces, ¿por qué has venido, tía Virginia? Claro que estoy encantada de verte, pero es que…

Ella asiente con la cabeza.

—Lo sé. Te dije que era mi deber quedarme con Alice para ocuparme de su seguridad, a pesar de su rechazo a actuar como guardiana —hace una pausa, observando fijamente los rincones de la sala. Tengo la sensación de que no se encuentra aquí en Londres, sino allá, en Birchwood, contemplando algo extraño y espantoso. Cuando retoma la palabra, lo hace en un murmullo, como si estuviese hablando consigo misma—. Tengo que confesar que me siento un poco culpable por haberla abandonado, a pesar de todo lo que ha sucedido.

Sonia me lanza una mirada desde el sillón de orejas que se encuentra junto al fuego, pero yo aguardo en el vacío que deja el silencio de tía Virginia. No tengo ninguna prisa por oír lo que tiene que decir.

Su mirada se cruza con la mía y, saliendo de su ensimismamiento, comienza a hablar:

—Alice se ha vuelto… rara. Ya sé que hace mucho que no hay quien la comprenda —apunta al observar mi gesto de incredulidad. Rara es una palabra que no basta para describir a mi hermana desde hace un año—. Pero desde que te marchaste… Bueno, se ha vuelto verdaderamente aterradora.

Hasta hace poco me había mantenido en buena parte al margen de las actividades de Alice, a pesar de lo mucho que me cuesta relegar al olvido a alguien de mi sangre, por desleal que sea. No obstante, la experiencia me ha enseñado que la clave para ganar cualquier batalla está en conocer a tu enemigo. Aunque ese enemigo sea tu propia hermana.

Sonia es quien interviene primero.

—¿A qué te refieres exactamente, Virginia?

Tía Virginia mira a Sonia y luego a mí. Baja la voz como si temiese que la oyeran.

—Practica sus poderes mágicos durante toda la noche. En la antigua habitación de tu madre.

La habitación oscura.

—Conjura cosas horribles. Practica hechizos prohibidos. Y lo peor de todo es que se está volviendo mucho más poderosa de lo que imaginaba.

—¿Pero los Grigori no castigan a quien practica la magia prohibida, cualquier tipo de magia aquí, en el mundo físico? ¡Tú lo dijiste! —mi voz denota lo histérica que me estoy poniendo.

Tía Virginia asiente con calma.

—Pero el dominio de los Grigori solo alcanza a los otros mundos. Los castigos que imponen solo pueden limitar allí los privilegios de alguien, y los Grigori ya desterraron a Alice. Sé que es difícil de entender, Lia, pero es muy cuidadosa y muy poderosa. Viaja por los otros mundos sin que los Grigori la detecten, lo mismo que tú viajas evitando a las almas —se encoge de hombros—. Su desobediencia es inaudita. Poco pueden hacer los Grigori a alguien que habita este mundo. Además, ni siquiera ellos podrían cruzar fronteras cuyo paso no está permitido.

Sacudo la cabeza, confusa.

—Si los Grigori han desterrado a Alice de los otros mundos, ¡deberían tenerla bajo control! —prácticamente escupo las palabras a causa de la frustración.

—Quizás… —comienza a decir Sonia.

—¿Quizás qué? —el pánico comienza a apoderarse de mi estómago y amenaza con hacerme enfermar.

—Quizás a ella le traiga sin cuidado —completa la frase Luisa desde el sofá donde está sentada con tía Virginia—. Y le trae sin cuidado, Lia. Le trae sin cuidado lo que digan o hagan los Grigori. Le traen sin cuidado sus normas y castigos, y no necesita su permiso. No necesita su aprobación para nada. Se ha vuelto demasiado poderosa para eso.

Nos quedamos calladas durante unos instantes, sorbiendo nuestros tés como si cada una de nosotras estuviera contemplando a una Alice poderosa y desenfrenada. Es tía Virginia quien rompe el silencio, aunque no para hablar de Alice.

—Hay otro motivo más por el que hemos venido, Lia, aunque, ciertamente, basta con lo que ya he expuesto.

—¿A qué te refieres? ¿De qué se trata? —no logro imaginarme ninguna cosa más que pueda haber obligado a tía Virginia a hacer una travesía marítima sin previo aviso.

Tía Virginia suspira y vuelve a depositar su taza de té en el delicado plato.

—Se trata de tía Abigail. Está muy enferma y me ha pedido que vayas de inmediato a Altus.

—Tenía planeado ir muy pronto, de todos modos. Tuve un… presentimiento. Sobre Alice —continúo sin más explicaciones—. Aunque no sabía que tía Abigail estaba enferma. ¿Se pondrá bien?

La tristeza se refleja en los ojos de tía Virginia.

—No lo sé, Lia. Es muy anciana. Lleva muchos años dirigiendo Altus. Puede que haya llegado su hora. En cualquier caso, es el momento de que vayas, especialmente en vista de los progresos de Alice. Tía Abigail es quien custodia las páginas. Solo ella sabe dónde están escondidas. Si muere sin haberte dicho dónde encontrarlas…

No hay necesidad de que termine la frase.

—Entiendo. ¿Pero cómo voy a arreglármelas para ir allí?

—Edmund será tu guía. Os marcharéis dentro de unos días.

—¡Dentro de unos días! —exclama, incrédula, Sonia—. ¿Cómo vamos a prepararnos para un viaje así con tan poco tiempo?

Tía Virginia se muestra sorprendida.

—¡Oh! Yo… Abigail solo ha solicitado la presencia de Lia.

Sonia le muestra su muñeca para que pueda ver el medallón.

—Yo me encargo del medallón. En estos últimos ocho meses he sido para Lia la persona de mayor confianza. Con el debido respeto, no pienso quedarme aquí sentada mientras ella se enfrenta sola al peligro. Necesita toda clase de aliados y no existe nadie más leal que yo.

—¡Bueno, yo no exageraría tanto! —Luisa está indignada—. Puede que yo haya estado en Nueva York mientras vosotras estabais aquí, pero, al igual que tú, Sonia, yo también formo parte de la profecía.

Miro a tía Virginia encogiéndome de hombros.

—Luisa y Sonia son dos de las cuatro llaves. Si no podemos mostrarles a ellas el lugar donde se encuentra Altus, ¿en quién vamos a confiar? Además, me gustaría tener compañía. Seguro que tía Abigail no me la negaría.

Tía Virginia suspira. Me mira primero a mí, luego a Sonia, a Luisa y vuelve de nuevo a mí.

—Muy bien. Tengo la sensación de que sería inútil discutir sobre esta cuestión —se restriega la frente, el cansancio se refleja en sus ojos—. Además, he de confesar que el largo viaje me ha afectado bastante. Sentémonos cómodamente junto al fuego y hablemos durante un rato de algo más mundano, ¿os parece?

Asiento con la cabeza y Luisa cambia hábilmente de tema, preguntándonos a Sonia y a mí sobre lo que hemos estado haciendo en Londres. Nos pasamos otra hora poniendo a Luisa al corriente mientras tía Virginia solo nos escucha a medias. Me invaden los remordimientos al verla contemplar fijamente el fuego. Después de discutir sobre Alice y la profecía, hablar de moda y de escándalos mundanos parece algo insignificante y sin sentido.

Pero no podemos vivir en el mundo de la profecía todos los minutos del día. Hablar de otras cosas nos recuerda que aún existe otro mundo en el que podríamos vivir algún día.

—Creo que ya va siendo hora de que me cuentes lo que sabes.

El eco de mi voz rebota por el suelo de la cochera mientras Edmund limpia un carruaje a la escasa luz de un farol. Se detiene un momento antes de poner sus ojos a la altura de los míos, asintiendo con conformidad.

Si Edmund sabe lo bastante como para guiarnos hasta Altus, es obvio que ha ocupado en mi vida y en las de mis familiares un lugar mucho más importante que solo el de amigo y empleado de la casa.

—¿No quiere sentarse? —me pregunta señalando una silla apoyada contra la pared.

Asiento con la cabeza, cruzo la estancia y me siento en la silla.

Edmund no me imita. Se dirige hacia el banco de trabajo que se encuentra unos pasos más allá, coge una gran herramienta metálica y la limpia con un trapo. No sé si se trata de una tarea necesaria o simplemente quiere mantener las manos ocupadas, pero me muerdo la lengua para no plantear las preguntas que me rondan en la cabeza. Conozco bien a Edmund. Empezará cuando esté listo.

Su tono de voz es bajo y pausado cuando comienza a hablar, como si estuviese recitando un cuento de hadas.

—Desde el principio, yo sabía que había algo diferente en Thomas, su padre. Era un hombre lleno de secretos y, a pesar de que no es infrecuente entre hombres de su posición viajar mucho, él se guardaba bien de explicar los motivos de sus frecuentes ausencias.

—Pero tú viajabas con él —papá se llevaba a menudo a Edmund consigo y nos dejaba a nosotros al cuidado de tía Virginia, muchas veces durante meses, mientras él viajaba a imprecisos y exóticos lugares.

Edmund asiente.

—Eso fue más tarde. Al principio yo era como cualquier otro miembro del servicio doméstico. Hacía de chófer de Thomas, dirigía a los jardineros y me ocupaba de que las tareas más laboriosas del mantenimiento de la casa les fuesen asignadas a los trabajadores apropiados. Tan solo cuando su madre se volvió… diferente, su padre se decidió a hablarme de la profecía.

Recuerdo la carta de mi madre y la descripción de cómo llegó a perder casi la cordura en manos de las almas.

—¿Te lo contó todo?

Edmund asiente.

—Creo que tuvo que hacerlo. Era demasiada carga para él solo. Ni siquiera Virginia, a quien confiaba a las personas que más quería, usted, su hermana y su hermano, estaba al tanto de los secretos del libro y de los destinos de sus viajes. Supongo que se habría vuelto loco si no le hubiese contado a alguien lo demás.

—¿Qué era lo demás? —me imagino a mi padre completamente solo, tratando de guardar sus secretos, y siento un ramalazo de frustración al ver que Edmund duda—. Mi padre ha muerto, Edmund. Ahora me toca a mí terminar con el asunto de la profecía. Creo que él querría que me lo contases todo, ¿no te parece?

Suspira cansado.

—Después de contratar a Philip para buscar a las llaves, él mismo se tomaba la molestia de viajar a los distintos lugares cada vez que Philip creía haber encontrado a una. Thomas quería asegurarse de que no se pasaba nada por alto y visitaba a cada posible llave para eliminarla o para confirmarla. Cuando podía confirmar que la marca era auténtica, tal como hizo con la señorita Sorrensen y la señorita Torelli, hacía lo posible para llevárselas a Nueva York.

Pienso en Sonia y en su triste historia, cuando la mandaron con la señora Millburn porque su familia no comprendía sus extraordinarios dones. Y en Luisa, a quien sus padres enviaron a una escuela de Wycliffe en lugar de a Inglaterra, como tenían planeado en principio.

Edmund continúa.

—Por entonces, las almas ya le atormentaban con visiones de su madre. Quería asegurarse de que tuviera usted todos los recursos posibles, por si él no estaba aquí para ayudarla.

—De modo que tú le acompañabas a localizar las llaves —no se trata de una pregunta.

Asiente con la cabeza, contemplándose las manos.

—¿No sabías que Henry le ocultaba a Alice la lista de las llaves?

—No. Su padre nunca me contó dónde guardaba la lista. Yo siempre pensé que estaba dentro del libro. Si lo hubiese sabido… —levanta la vista con gesto angustiado—. Si hubiese sabido que Henry la tenía, me hubiera esforzado más por protegerle.

Estamos sentados en el silencio de la cochera, atrapado cada uno en la prisión de nuestros respectivos recuerdos. Finalmente me pongo en pie y poso una mano sobre su hombro.

—No fue culpa tuya, Edmund.

Fue mía, pienso. No pude salvarle.

Me dirijo hacia la puerta de la cochera.

Cuando estoy a medio camino, se me ocurre una cosa, algo para lo que aún no tengo respuesta.

Tras darme la vuelta, llamo a Edmund, que ahora está sentado en la silla con la cabeza entre las manos.

—¿Edmund?

—¿Sí? —responde, levantando la vista.

—A pesar de todo lo que te contó mi padre, ¿cómo es posible que nos puedas guiar hasta Altus? Su localización es un secreto muy bien guardado. ¿Cómo es que conoces el camino?

Se encoge de hombros.

—Fui allí muchas veces con su padre.

Me parece imposible sorprenderme aún más, pero lo hago.

—Pero… ¿para qué iba mi padre a Altus? —me río con sarcasmo—. Como es lógico, él no era miembro de la comunidad de las hermanas.

Edmund mueve despacio la cabeza, mirándome a los ojos.

—No, era miembro de los Grigori.