—Buenos días, Lia.
Philip entra en la sala dando largas zancadas, rebosa confianza y autoridad. Las finas arrugas alrededor de sus ojos son más perceptibles que antes y me pregunto si será porque está cansado de sus viajes o simplemente porque casi es lo bastante mayor como para ser mi padre.
—Buenos días. Por favor, siéntate —yo me acomodo en el sofá, mientras Philip se sienta en la silla que está cerca de la estufa—. ¿Qué tal tu viaje?
Evitamos por mutua conveniencia ciertas palabras y ciertas frases que facilitarían a cualquiera comprender nuestra conversación.
Sacude la cabeza.
—No era ella. Esta vez tenía muchas esperanzas, pero… —mueve la cabeza frustrado, reclinándose en la silla con el agotamiento visiblemente instalado en sus facciones—. A veces me desespero pensando si llegaremos a encontrar a esa chica algún día, y eso sin hablar de la última, que está todavía sin identificar.
Oculto mi decepción. Philip Randall ha estado trabajando incansablemente para encontrar a las dos llaves que faltan. No es culpa suya que aún no lo hayamos conseguido. Solo tenemos un nombre, que constaba en la lista que Henry guardó tan celosamente, Elena Castilla, pero hemos sido incapaces de localizar a nadie que se llame así y que, además, tenga la marca. Según la profecía, las llaves restantes, como Sonia y Luisa, están marcadas con el Jorgumand y nacieron cerca de Avebury en la medianoche del día 1 de noviembre de 1874. Han pasado casi diecisiete años desde que nacieron las llaves, y la dispersión de los registros de nacimiento en los pueblos ingleses no ha contribuido a simplificar nuestra tarea.
Ahora mismo, Elena podría estar viviendo en cualquier lugar del mundo. Incluso podría haber muerto.
Trato de aliviar la frustración de Philip.
—A lo mejor deberíamos estar agradecidos. Si fuera sencillo, cualquiera podría haberlas encontrado antes que nosotros —sonríe, mostrando algo parecido a la gratitud, mientras prosigo—: Si tú no puedes encontrarlas, Philip, nadie será capaz de hacerlo. No me cabe duda de que pronto volveremos a encontrar pistas.
Él asiente con un suspiro.
—No es por falta de pistas. Lo que ocurre es que, una vez que se siguen, a menudo no se trata más que de una marca de nacimiento o de una cicatriz producto de una lesión o de una quemadura en la muñeca. Supongo que me tomaré unos días para repasar los informes más recientes y ordenarlos por prioridades antes de planear mi próxima salida —sus ojos se dirigen hacia la puerta de la biblioteca antes de retornar a los míos—. ¿Y tú? ¿Has averiguado algo nuevo?
La pregunta hace que se ensombrezca mi ánimo. Resulta imposible creer que tía Abigail y los Grigori ignoren los movimientos de Alice por el plano astral y el uso indebido de su poder. Si lo saben, solo es cuestión de tiempo que me pidan ir a Altus para que recupere las páginas antes de que Alice se haga más fuerte aún.
Muevo la cabeza a modo de contestación.
—Puede que pronto salga yo misma de viaje.
Philip se endereza.
—¿De viaje? ¿No querrás decir sola?
—Me temo que sí. Bueno, probablemente Sonia querrá acompañarme e imagino que necesitaremos un guía, pero, aparte de eso, supongo que estaré sola.
—¿Adónde vas a ir? ¿Cuánto tiempo estarás fuera?
No tengo que ocultarle a Philip muy a menudo algo de importancia. Contratado por mi padre antes de su muerte para encontrar a las llaves, sabe más acerca de la profecía que cualquier otra persona, salvo nuestro viejo cochero Edmund. Sin embargo, le he ocultado celosamente muchos detalles por su bien y por el mío. Las almas son hostiles y su poder inconmensurable. No es descabellado creer que podrían encontrar el modo de usar a Philip en su propio beneficio.
Sonrío.
—Digamos simplemente que es un viaje necesario para la profecía y que regresaré en cuanto me sea posible.
De pronto se pone en pie pasándose los dedos por el pelo en un gesto de decepción infantil. Hace que parezca joven y me doy cuenta, sobresaltada, de que puede que no sea tan mayor como yo creía, a pesar de su seguridad y su sabiduría, que tanto me recuerdan a mi padre.
—Ya es bastante peligroso para ti estar aquí, en Londres; no es posible que estés pensando en hacer semejante viaje —de repente se pone muy rígido—. Yo te acompañaré.
Cruzo la habitación y le cojo las manos con las mías. Pese a que no he tocado a ningún otro hombre desde que dejé a James en Nueva York, no me parece del todo inapropiado.
—Querido Philip, eso es imposible. No sé cuánto tiempo estaré fuera y es mucho más razonable que tú continúes buscando a las llaves mientras yo me ocupo de ese otro asunto. Además, solo yo debo cargar con esa parte de la profecía, aunque desearía de todo corazón que no fuese así —me inclino un poco hacia delante y acaricio su fría mejilla con el dorso de mi mano. Es un impulso inesperado, pero cuando sus ojos se ensombrecen veo que mi sorpresa no es comparable a la suya—. Es muy amable de tu parte ofrecerte a acompañarme. Sé muy bien que vendrías conmigo si te lo permitiera.
Philip se lleva la mano a la mejilla y a mí me asalta el extraño pensamiento de que todo cuanto he dicho tras mi breve caricia ha quedado olvidado, pues no vuelve a mencionar mi viaje.
Esa noche viajo a Birchwood. No quiero volver yo sola a los otros mundos, pero tampoco quiero regresar de ellos sola. Sé que Sonia se preocuparía si averiguase que estoy viajando sin compañía, pero siento demasiada curiosidad en lo referente a mi hermana como para renunciar a echar un vistazo a lo que hace.
Y quizás pueda ver también a James. Me lo pide el corazón.
El cielo está oscuro y es interminable, tan solo un gajo de luna ilumina las altas hierbas que se mecen en los campos. El viento corretea entre las hojas de los árboles y reconozco la calma vacía que precede a la tormenta, el crepitar casi visible de los inminentes relámpagos y truenos. Pero, al menos de momento, reina un silencio inquietante.
Birchwood Manor aparece ante mí oscuro e imponente, sus empinados muros se yerguen al cielo nocturno como una fortaleza. Parece desierto, incluso desde la distancia. Los faroles que antaño estaban encendidos cerca de la puerta principal están ahora apagados y las ventanas emplomadas de la biblioteca están oscuras, aunque siempre acostumbrábamos a dejar encendida toda la noche la lámpara del escritorio de papá.
Después, me encuentro en la entrada, el helado mármol bajo mis pies descalzos. A pesar de sentir cómo se filtra el frío en mi piel, esa sensación se pasa, como ya me ha ocurrido antes en mis viajes astrales. Mientras subo las escaleras, en el vestíbulo suena discretamente el reloj del abuelo. Incluso en mi viaje astral evito instintivamente el cuarto escalón, pues sé que cruje.
Como tantas cosas en mi vida, la casa se me ha hecho extraña. Reconozco su apariencia externa —las antiguas y desgastadas alfombras, el pasamanos de caoba tallada—, pero algo ha cambiado, como si ya no estuviese hecha con la piedra, la madera y el mortero que me albergaron tantos años desde mi nacimiento.
La habitación oscura, por supuesto, sigue estando al fondo del pasillo. No me sorprende ver la puerta abierta y luz filtrándose desde su interior.
Me encamino hacia ella. No tengo miedo, solo curiosidad, pues rara vez me hallo en el plano astral sin un propósito. La puerta que da a mi habitación está cerrada, lo mismo que la de Henry y la de papá. Supongo que ahora Alice solo se preocupa de sí misma. Supongo que si todas las puertas permanecen bien cerradas, le será más fácil olvidar que una vez fuimos una familia.
Yo, por mi parte, guardo los recuerdos de mi pasado, de mi familia, no en los rincones más oscuros de mi corazón, como cabría esperar, sino en los más luminosos, donde puedo contemplarlos tal como eran.
No dudo en franquear la puerta de la habitación oscura. Las leyes de los Grigori me impiden hacerme visible, aunque desearía que no fuese así. Deseo conseguir el control de los poderes prohibidos. Al parecer, Alice ya los ha utilizado. Yo no.
Lo primero que veo al entrar en la habitación es a mi hermana. Está sentada en el suelo, en medio de su círculo, el mismo en que la encontré tantos meses atrás, el que está grabado en el suelo de madera y en su día estuvo oculto bajo la vieja alfombra. A pesar de que mi experiencia como maga no está ni de lejos a la altura de la de mi hermana, sé lo bastante como para darme cuenta de que se trata del círculo que refuerza los hechizos y protege al hechicero que se sienta dentro de él. Su visión hace que me estremezca incluso en mi cuerpo astral.
Alice lleva su camisón blanco, ribeteado con una cinta color lavanda, que en su día también cubría las mangas. Lo recuerdo bien. Hace mucho que yo no me pongo el mío, pues desde hace tiempo forma parte de otra vida. Pero ahora Alice lleva puesto el suyo y tiene un aspecto extrañamente inocente y encantador sentada sobre sus talones, con los ojos cerrados y los labios articulando un susurro casi imperceptible.
Me quedo en el mismo sitio durante un rato, observando las delicadas facciones de su rostro, que aparecen y desaparecen con el parpadeo de las velas encendidas a su alrededor. Sus suaves e incomprensibles palabras me adormecen conduciéndome a un extraño estado de apatía. Tengo sueño, a pesar de que estoy físicamente dormida allá, en Londres. Solo cuando Alice abre los ojos me obligo a estar alerta.
Al principio pienso que está mirando fijamente al vacío, pero sus ojos encuentran los míos entre las sombras, con calma, como si supiese que ya llevo un rato allí. No tiene que pronunciar las palabras que me dirige para que yo sepa que es cierto, pero de todas formas lo hace, mirando directamente a mi alma como solo ella ha sido capaz de hacerlo siempre.
—Te veo. Te veo, Lia. Sé que estás ahí.
Me tomo mi tiempo para vestirme mientras reflexiono sobre mi extraño viaje a Birchwood. La luz del día no ha servido de gran cosa para clarificar la experiencia. La razón me dice que no estuve viajando, que probablemente fue un simple sueño, pues entre ambas dimensiones, el plano astral y el mundo físico, hay un velo que no puede traspasarse. Solo se puede ver lo que está sucediendo en un mundo cuando uno se encuentra en él, y Alice estaba en el mundo físico mientras que yo me encontraba en el plano astral.
Pero estoy segura de que viajé. Alice sabía que estaba allí. Ella misma lo dijo. Me estoy preguntando qué puedo hacer con lo que acabo de descubrir cuando oigo que llaman a la puerta.
No me sorprendo, a pesar de que estoy a medio vestir, cuando Sonia entra en la habitación sin esperar mi respuesta. Hace mucho que nos hemos dejado de formalidades.
—Buenos días —dice—. ¿Has dormido bien?
Descarto un complicado vestido de terciopelo que está colgado en el armario ropero y opto en su lugar por otro más sencillo en seda color albaricoque.
—No exactamente.
Sonia arruga el ceño.
—¿Qué quieres decir? ¿Pasa algo?
Con un suspiro agarro el vestido, lo sujeto sobre el pecho y me dejo caer en la cama al lado de Sonia. De pronto me siento culpable. Últimamente no he sido sincera con ella. No le he hablado de mi terrorífico viaje hasta el río la noche en que vi a Samael y me desperté con un corte en la mejilla. No le he hablado de mi visión de Alice aquella noche en las escaleras de Milthorpe Manor.
Y nuestra alianza es de las que no toleran secretos.
—Anoche viajé a Birchwood —me apresuro a decir antes de cambiar de parecer.
No me esperaba el repentino enfado que ruboriza sus mejillas.
—Se supone que no debías hacer viajes astrales sin mí, Lia. ¡Tú lo sabes! Es peligroso —sus palabras son un bufido.
Tiene razón, por supuesto. Hacemos viajes astrales juntas y solo cuando Sonia lo cree necesario para enseñarme a usar mis dones. Es por mi propia seguridad, pues siempre existe el peligro de que las almas me retengan el tiempo suficiente como para cortar el cordón astral que inexorablemente mantiene unida mi alma a mi cuerpo. Si eso ocurriese, uno de mis mayores temores se vería realizado y quedaría anclada en el helado Vacío para toda la eternidad. Pero, a pesar de todo, la agitación de Sonia me sorprende y siento por ella un renovado afecto al comprobar su preocupación por mí.
Le pongo una mano en el brazo.
—No lo hice intencionadamente. Sentí que… me llamaban.
Enarca las cejas y frunce luego el ceño preocupada.
—¿Alice?
—Sí… Quizás… ¡No lo sé! Pero la vi en Birchwood y creo que ella me vio a mí.
Por el gesto de Sonia no cabe duda de la impresión que mis palabras le han causado.
—¿Qué quieres decir con que te vio? ¡No pudo verte si estaba en este mundo y tú te encontrabas en el plano astral! ¡Estaría quebrantando las normas! —titubea, mirándome con una expresión que no alcanzo a comprender—. A menos que fueses tú quien estuviese usando un poder prohibido.
—¡No digas ridiculeces! ¡Por supuesto que no! Puede que sea una hechicera, pero no tengo ni idea de cómo conjurar un poder como ese, ni quiero saberlo —me levanto, me meto el vestido por la cabeza y noto cómo cae sobre mi enagua y se desliza sobre mis medias. Cuando emerjo entre los metros de pálida seda, me topo con la mirada de Sonia—. Y no creo que por el momento a Alice le preocupen mucho los Grigori, aunque supongo que eso tampoco debería sorprenderme.
—¿Qué quieres decir?
Suspiro.
—Me pareció verla la otra noche. Aquí, en Milthorpe Manor. Me desperté a medianoche y vi a alguien en las escaleras. Pensé que era Ruth o alguna otra criada, pero cuando la llamé, la figura se dio la vuelta y… parecía Alice.
—¿A qué te refieres con que parecía Alice?
—Era una figura desvaída. Por eso sé que no se trataba de un ser físico. Pero era ella —asiento con la cabeza, cada vez con más certeza—. Estoy segura.
Sonia se pone en pie y camina hacia la ventana que da a la calle. Se queda callada largo rato. Cuando por fin se decide a hablar, en su voz hay una inconfundible mezcla de sobrecogimiento y miedo.
—De modo que puede vernos. Y, seguramente, también oírnos.
Asiento con la cabeza, pese a que Sonia continúa de espaldas a mí.
—Eso creo.
Se da la vuelta para encararse conmigo.
—¿Y qué significa eso para nosotras? ¿Con respecto a las páginas perdidas?
—Ninguna hermana de la profecía le entregaría voluntariamente a Alice esas páginas. Pero si es capaz de observar nuestros progresos, puede intentar arrebatárnoslas para usarlas en su propio provecho o para evitar que lleguen a nuestro poder.
—Pero no puede pasar a este mundo, físicamente no. No del todo ni el tiempo necesario para dar con nosotras. Tendría que tomar un barco hasta Londres y seguirnos en persona, y eso llevaría su tiempo.
—A menos que tenga a alguien que lo haga en su lugar.
Sonia busca mi mirada.
—¿Qué podemos hacer, Lia? ¿Cómo vamos a impedir que consiga las páginas si es capaz de seguir nuestros pasos desde lejos?
Me encojo de hombros. La respuesta es simple.
—Tendremos que conseguirlas antes que ella.
Espero que Sonia no pueda decirme que mis palabras son más fuertes que mi convicción, pues saber que quizás pronto tenga que enfrentarme a mi hermana me causa una profunda inquietud.
Me causa aprensión que Alice esté lista para venir a mi encuentro, que esté buscando poner en marcha el engranaje de la profecía una vez más. Frente al poder de mi hermana, mis preparativos parecen verdaderamente insignificantes.
Pero es todo lo que tengo.