Tenso la cuerda del arco y lo mantengo así un instante antes de dejar volar la flecha, que surca el aire y aterriza con un ruido seco en el centro de la diana, a cien pies de distancia.
—¡Le has dado justo en el centro! —exclama Sonia—. ¡Y desde esta distancia!
Me vuelvo a mirarla y sonrío abiertamente, recordando los tiempos en que no era capaz de darle a la diana a veinticinco pies de distancia ni siquiera con la ayuda del señor Flannigan, el irlandés que contratamos para que nos enseñase los rudimentos del tiro con arco. Ahora, vestida con unos pantalones bombachos y disparando con tal facilidad, como si lo hubiese hecho siempre, noto cómo aumentan en mi cuerpo la adrenalina y la confianza a partes iguales.
No obstante, descubro que no soy capaz de disfrutar realmente de mi destreza. Después de todo, es de mi hermana de quien busco defenderme, y bien podría estar ella al otro extremo de mis flechas cuando llegue el momento de dispararlas. Supongo que después de todo lo ocurrido debería estar contenta de verla caer, pero soy incapaz de controlar mis emociones cuando se trata de Alice. Tengo el corazón contaminado por una complicada mezcla de tristeza, amargura y arrepentimiento.
—Inténtalo tú —sonrío y trato de imprimir a mi voz un tono de alegría mientras animo a Sonia a disparar a la desgastada diana, pese a que ambas sabemos que es poco probable que acierte. En el uso del arco ya está demostrado que Sonia no tiene el don que posee para comunicarse con los muertos y viajar por el plano astral.
Levanta el arco hasta su esbelto hombro entornando los ojos, y ese pequeño gesto me hace sonreír, pues hasta hace bien poco Sonia era demasiado seria como para reaccionar con ese desenfadado sarcasmo.
Cuando coloca la flecha y tira hacia atrás de la cuerda, le tiemblan los brazos por el esfuerzo que realiza para mantenerla tirante. Al disparar, la flecha sale tambaleante por los aires y aterriza silenciosamente en el césped, a pocos metros de la diana.
—¡Uf! Creo que ya basta de humillaciones por hoy, ¿no te parece? —no espera mi respuesta—. ¿Te apetece que vayamos a caballo hasta la laguna antes de cenar?
—Sí, vamos —respondo, sin pensármelo. No tengo muchas ganas de renunciar a la libertad de Whitney Grove para cambiarla por el estrecho corsé y la cena formal que me aguardan a última hora de la tarde.
Me coloco el arco a la espalda, meto las flechas en la aljaba y atravesamos el campo de tiro en busca de nuestros caballos. Una vez montadas en ellos, comenzamos a cruzar el campo en dirección a un brillante destello azul que se ve a lo lejos. He pasado tantas horas a lomos de mi caballo Sargento que ir en él me parece de lo más natural. Mientras cabalgo, inspecciono la exuberante claridad que se extiende en todas las direcciones. No hay ni un alma a la vista, y el total aislamiento del paisaje me hace agradecer de nuevo el silencioso refugio que nos ofrece Whitney Grove.
Los campos se extienden por todas partes y nos conceden a Sonia y a mí la intimidad necesaria para practicar con el arco y para montar a caballo con pantalones masculinos, pasatiempos ambos que difícilmente se considerarían apropiados para unas jovencitas de la sociedad londinense. Y aunque la casita de Whitney Grove es pintoresca, hasta ahora no la hemos usado más que para ponernos los pantalones de montar y para tomar de vez en cuando alguna taza de té después de hacer ejercicio.
—¡Te echo una carrera! —grita Sonia, volviendo la cabeza.
Ya casi me ha dejado atrás, pero no me importa. Darle a Sonia un poco de ventaja a caballo me hace sentir en igualdad de condiciones con ella, aunque se trate solo de una amistosa carrera.
Espoleo a Sargento para que acelere y me inclino sobre su cuello mientras sus musculosas patas se lanzan a la carrera. Su crin lame mi rostro como llamas de ébano y no puedo sino admirar su reluciente pelaje y su gran velocidad. Alcanzo a Sonia con bastante rapidez, pero tiro un poco de las riendas para mantenerme justo detrás de su caballo gris.
Mientras cruzamos el punto invisible que ha sido la meta de muchas de nuestras carreras, Sonia sujeta las riendas. Cuando los caballos aflojan el paso, vuelve la vista por encima de su hombro.
—¡Por fin! ¡He ganado!
Sonrío y llego a su altura al trote; ella se detiene a la orilla del lago.
—Sí, bueno, era cuestión de tiempo. Te has convertido en una excelente amazona.
Sonríe complacida mientras desmontamos y conducimos a los caballos hasta el agua. Guardamos silencio mientras beben y me maravillo de que Sonia no se haya quedado sin aliento. Me cuesta trabajo recordar aquellos tiempos en que le aterraba sentarse a lomos de un caballo, por no hablar de galopar por las colinas al menos tres veces por semana, como hacemos ahora.
Cuando los caballos han saciado su sed, los llevamos caminando hasta el gran castaño que se encuentra cerca del agua. Tras amarrarlos al tronco, nos sentamos sobre las hierbas silvestres y nos reclinamos sobre los codos. Los pantalones de lana me tiran de los muslos, pero no me quejo. Llevarlos es un lujo. Dentro de pocas horas iré encorsetada en un vestido de seda para cenar con la alta sociedad.
—¿Lia? —la voz de Sonia se pierde en la brisa.
—¿Mmmmm?
—¿Cuándo vamos a ir a Altus?
Me doy la vuelta para mirarla.
—No lo sé. Supongo que cuando tía Abigail crea que estoy lista para hacer el viaje y mande a buscarme. ¿Por qué?
Durante un instante su rostro, habitualmente sereno, parece confuso y sombrío. Sé que está pensando en el peligro al que nos enfrentamos para buscar las páginas perdidas.
—Supongo que, simplemente, me gustaría que ya hubiésemos acabado con ello, eso es todo. A veces… —aparta la mirada, inspeccionando los terrenos de Whitney Grove—. Bueno, a veces todos nuestros preparativos parecen no tener sentido. No estamos más cerca ahora de las páginas que cuando llegamos a Londres.
Hay un extraño tono afilado en su voz y de pronto me arrepiento de haber estado tan inmersa en mis propios problemas; ni se me ha ocurrido preguntarle a ella qué le preocupa.
Poso mi mirada en el terciopelo negro que envuelve la muñeca de Sonia. El medallón. Me pertenece. Incluso estando en su muñeca para protegerme de él, no puedo evitar desear sentir sobre mi piel el suave y seco terciopelo de la cinta y el tacto frío del disco de oro. Mi extraña atracción por él es a la vez mi cruz y mi causa. Así ha sido desde el instante en que me encontró.
Cuando extiendo la mano para coger la de Sonia, sonrío al sentir que la tristeza se refleja en mi cara.
—Siento no haberte agradecido lo suficiente que compartas mis preocupaciones. De verdad, no sé lo que haría sin tu amistad.
Ella sonríe con timidez y aparta la mano agitándola despectivamente.
—¡No digas ridiculeces, Lia! Sabes que haría cualquier cosa por ti. Cualquier cosa.
Sus palabras alivian la preocupación que siento en el fondo de mi mente. Con tantas cosas a las que temo y tantas personas de las que desconfío, me resulta tranquilizadora una amistad que sé que conservaremos siempre, suceda lo que suceda.
La multitud que abarrota el club parece igual a la que se da cita en otros lugares similares. Las diferencias se esconden bajo la superficie y solo son visibles para los presentes.
Mientras nos movemos entre la multitud, me desprendo del peso de mi angustia anterior. Aunque la profecía sigue siendo nuestro secreto, mío y de Sonia, aquí es donde más cerca estoy de ser yo misma. Aparte de Sonia, el club es mi único modo de relacionarme con gente; por eso, siempre le agradeceré a tía Virginia que nos escribiese una carta de presentación.
Toco a Sonia en el brazo cuando descubro entre la multitud una cabeza plateada y bien peinada.
—Ven. Ahí está Elspeth.
Nada más vernos, la mujer se abre camino serpenteando con elegancia entre el gentío hasta quedar frente a nosotras con una sonrisa.
—¡Lia! ¡Querida! ¡Cuánto me alegra que hayas venido! ¡Y tú también, querida Sonia! —Elspeth Shelton se inclina hacia delante y besa el aire junto a nuestras mejillas.
—¡No nos lo hubiésemos perdido por nada del mundo! —por encima del intenso rosa de su vestido, un pálido rubor rosado cubre las mejillas de Sonia. Tras años de confinamiento en casa de la señora Millburn, en Nueva York, mi amiga ha florecido bajo la cálida atención de otras personas que comparten con ella sus dones y que poseen otros propios.
—¡No esperaba menos! —dice Elspeth—. Apenas puedo creer que aparecierais en nuestra puerta con la carta de Virginia hace tan solo ocho meses. Nuestras reuniones ya no serían lo mismo sin vuestra presencia, aunque me atrevería a decir que tu tía esperaba que tuvierais trato con alguien más aparte de conmigo —nos guiña un ojo con malicia y Sonia y yo soltamos una carcajada. Probablemente, la vocación de Elspeth sea organizar reuniones sociales y los eventos del club, pero a Sonia y a mí nos deja plena libertad para ir a nuestro aire—. Tengo que saludar a los demás, os veré en la cena.
Se encamina hacia un caballero que identifico como Arthur Frobisher, pese a que con frecuencia trata de demostrar su destreza para hacerse invisible. En los corrillos del club se dice que el tal Arthur desciende de una antigua rama de sacerdotes druidas. Pero su edad debilita sus hechizos y se puede distinguir el débil contorno de su barba grisácea y su chaleco arrugado a través de una neblina mientras habla con bastante claridad con un joven.
—¿Te das cuenta de que a Virginia le daría un patatús si se enterase de la poca compañía que nos hace Elspeth? —comenta Sonia con picardía a mi lado.
—Claro que sí. Pero, después de todo, estamos en 1891. Además, ¿cómo iba a enterarse tía Virginia? —le contesto, sonriendo abiertamente.
—¡Yo no se lo diré si tú no lo haces! —se echa a reír a carcajadas y señala con la cabeza a los que pululan por la sala—. ¿Los saludamos a todos?
Inspecciono la sala, buscando a algún conocido. Mis ojos se iluminan al dar con un caballero joven que está al lado de las escaleras de intrincada talla.
—Vamos, ahí está Byron.
Nos abrimos paso por la sala. Me llegan retazos de conversaciones junto con el humo del incienso y de las pipas, que enrarecen el aire. Cuando por fin llegamos hasta Byron, cinco manzanas dan vueltas en el aire delante del joven, perfectamente sincronizadas mientras él permanece quieto, con los ojos cerrados y los brazos caídos.
—Buenas tardes, Lia y Sonia.
Byron no abre los ojos para saludarnos y las manzanas prosiguen su danza circular. Hace mucho que he dejado de preguntarme cómo sabe que nos tiene delante pese a que suele mantener los ojos bien cerrados cuando pone en práctica alguno de sus trucos.
—Buenas tardes, Byron. Veo que te sale bastante bien —gesticulo con la cabeza al mirar las manzanas, aunque seguro que no puede verlo.
—Sí, bueno, entretiene a los niños y a las damas, por supuesto.
Abre los ojos y mira directamente a Sonia mientras las frutas caen una a una en sus manos. Le ofrece una de las relucientes y coloradas manzanas con un gesto teatral.
Me vuelvo hacia Sonia.
—¿Por qué no te quedas e interrogas a Byron para que divulgue los secretos de su… entretenido talento mientras yo voy a por un poco de ponche?
Por el brillo de sus ojos está claro que Sonia disfruta con la compañía de Byron. Y por la mirada de él está claro que el sentimiento es mutuo.
Sonia sonríe tímidamente.
—¿Estás segura de que no quieres que te acompañe?
—Completamente. Vuelvo enseguida —le digo dirigiéndome ya hacia la ponchera de cristal que resplandece al otro extremo del salón.
Paso junto a un reluciente piano del que emana una melodía, aunque no hay nadie sentado frente a él, y trato de localizar al pianista entre la multitud que se encuentra en la sala. Una ola de energía irisada conecta a una mujer joven que está sentada en un sofá con las teclas de marfil del otro lado de la sala, lo que la convierte en una talentosa pianista. Sonrío, aunque a nadie en particular, encantada con mi observación. El club me ofrece interminables oportunidades de perfeccionar mis dones.
Al llegar a la ponchera, me doy la vuelta para mirar a Sonia y a Byron. Tal como esperaba, están enfrascados en una conversación. Mala amiga sería si regresara demasiado pronto con el ponche.
Salgo del salón y oigo el sonido de unas voces provenientes de una oscura habitación al fondo del pasillo. La puerta está a medio cerrar. Cuando me asomo por la rendija, veo a un grupo congregado en torno a una mesa circular. Jennie Munn se dispone a dirigir una sesión para los asistentes. No puedo sino alegrarme por Jennie, Sonia le ha estado enseñando a fortalecer los poderes con los que nació.
Jennie pide a los que están sentados a la mesa que cierren los ojos. Yo tiro de la puerta para cerrarla y después prosigo por el pasillo en dirección al pequeño patio que se encuentra en la parte trasera del edificio. Llego a la puerta preguntándome si necesitaré mi abrigo y entonces veo mi reflejo en el espejo de la pared. No soy muy dada a la coquetería, eso siempre ha sido cosa de Alice. Además, siempre he pensado que ella es más guapa que yo, a pesar de que somos gemelas idénticas. Pero ahora, al ver mi rostro reflejado en el espejo, casi no me reconozco a mí misma.
En aquel rostro del que me quejaba por ser demasiado redondo, demasiado blando se han formado elegantes pómulos. Mis ojos verdes, heredados de mi madre, que siempre han sido mi mayor atractivo, han desarrollado una fuerza y una intensidad que no tenían antes, como si todos los sufrimientos, triunfos y confianza ganados estos meses atrás se hubiesen proyectado en ellos para hacerlos brillar como piedras preciosas. También mi cabello castaño luce saludable y resplandeciente. Complacida, me ruborizo en secreto mientras salgo al fresco aire nocturno de la fachada trasera de arenisca del club.
El patio está vacío, tal como suponía. Es mi escape favorito cuando venimos a cenar aquí. Aún no estoy acostumbrada al pesado incienso que les gusta a la mayoría de los espiritistas y de las entusiastas hechiceras. Aspiro una profunda bocanada de aire frío y se me despeja la cabeza cuando el oxígeno se abre camino por mi cuerpo. Me encamino por el sendero de piedra que rodea el jardín que la propia Elspeth cuida. A mí nunca se me ha dado bien la jardinería, aunque reconozco algunas de las hierbas y arbustos sobre los que ha tratado de instruirme Elspeth.
—¿Le asusta estar aquí afuera a oscuras? —una voz grave se dirige a mí desde las sombras.
Incapaz de distinguir el rostro o la silueta del hombre al que pertenece la voz, me enderezo.
—No. ¿Y a usted?
Se ríe entre dientes, y eso me produce una sensación cálida, igual que cuando empieza a hacer efecto el vino en el cuerpo.
—En absoluto. De hecho, a veces creo que debería asustarme más de la luz.
Regreso al presente y abro las palmas de las manos a la oscuridad que nos rodea.
—Si eso es cierto, ¿por qué no se deja ver? Aquí no hay luz.
—Eso parece.
Da un paso hacia la escasa luz de la media luna, sus oscuros cabellos resplandecen.
—¿Por qué ha salido a un jardín frío y vacío, pudiendo estar adentro pasándoselo bien en compañía de sus amigos?
Resulta extraño encontrarse a un desconocido en las reuniones del club, de modo que entorno los ojos desconfiada.
—¿Por qué le preocupa eso? ¿Y qué le trae a usted al club?
Todos los miembros del club guardan celosamente sus secretos. Para los que están fuera de sus paredes no somos más que un club privado, pero la antigua caza de brujas no sería nada comparada con las protestas que surgirían si se hiciese pública nuestra existencia. Pese a que en nuestra sociedad los llamados progresistas buscan el consejo de simples espiritistas, el poder real de los nuestros espantaría hasta al individuo más abierto de mente.
El hombre se acerca más. No consigo distinguir el color de sus ojos, aunque es innegable la intensidad con la que me escrutan. Se pasean por mi rostro, bajan por mi cuello y apenas se posan en el pálido nacimiento de mis pechos, que asoman por el corpiño de mi vestido color verde musgo. Sus ojos se apartan apresuradamente y, justo antes de que retroceda un paso, siento el calor que surge entre nuestros cuerpos y escucho una respiración acelerada en el aire que nos rodea. No sabría decir si es la suya o la mía.
—Fue Arthur quien me invitó —ha desaparecido la calidez de su voz, de pronto suena más bien como un correcto caballero—. Arthur Frobisher. Nuestras familias se conocen desde hace bastantes años.
—Ah, ya veo.
Mi suspiro es claramente audible en la noche. No sé lo que me esperaba ni por qué estaba conteniendo el aliento, temerosa. Supongo que es difícil fiarse de nadie conociendo la habilidad de las almas para tomar la forma de prácticamente cualquier cosa y, sobre todo, de un cuerpo humano.
—¿Lia? —es la voz de Sonia, que me llama desde la terraza.
Tengo que apartar los ojos de la fija mirada del hombre.
—Estoy en el jardín.
Sus zapatos taconean en la terraza y hacen más ruido cuando se aproximan por el sendero de piedra.
—¿Qué haces aquí fuera? ¡Creí que ibas a buscar ponche!
Señalo, distraída, la casa con la mano.
—Dentro hace calor y está lleno de humo. Necesitaba un poco de aire.
—Elspeth ha pedido que sirvan la cena —su mirada se fija en mi acompañante.
Le miro, preguntándome si no pensará que no digo más que tonterías.
—Esta es mi amiga Sonia Sorrensen. Sonia, este es… Lo siento, aún no sé su nombre.
Él se lo piensa un poco antes de dedicarnos una pequeña y ceremoniosa reverencia.
—Dimitri. Dimitri Markov. Es un placer.
Sonia no puede ocultar su curiosidad, incluso a la escasa luz del jardín.
—¡Me alegro de conocerle, señor Markov, pero tenemos que ir a cenar antes de que Elspeth mande a un pelotón de búsqueda a por nosotras! —es evidente que preferiría quedarse y averiguar qué estoy haciendo en el jardín con un moreno y apuesto extraño en vez de entrar a cenar.
Oigo una sonrisa en la respuesta de Dimitri.
—Bueno, no podemos permitir tal cosa, ¿no? —hace un gesto con la cabeza señalando hacia la casa—. Señoras, ustedes primero.
Sigo a Sonia hacia la casa, Dimitri echa a andar detrás de mí. Consciente de que tiene los ojos clavados en mí durante todo el camino, noto un estremecimiento mientras trato de olvidar un asomo de deslealtad hacia James y, si soy honesta, algo más que una ligera sospecha.