UNA RETROSPECTIVA AUTOBIOGRÁFICA

CUATRO DÉCADAS EN BUSCA DE UNA TEORÍA INTEGRAL DEL TODO

El universo in-formado es el resultado de más de cuatro décadas de búsqueda de sentido a través de la ciencia. Comencé esta búsqueda en la primavera de 1959, poco después del nacimiento de mi primer hijo. Hasta entonces, mi interés por las cuestiones filosóficas y científicas solo había sido un pasatiempo; había viajado por todo el mundo como músico y nadie, ni siquiera yo mismo, sospechaba que esto se iba a convertir en algo más que un pasatiempo intelectual. Pero mi interés en encontrar una respuesta global y con sentido de lo que experimentaba y sabía sobre la vida y el universo fue en aumento, y la búsqueda que comenzó en 1959 se convirtió en una vocación a la que dedicaba todo mi tiempo. Todo esto culminó cuatro décadas más tarde, en la primavera de 2001, cuando me senté para escribir el manuscrito The Connectivity Hypothesis, mi último trabajo teórico. A este siguió el presente libro, que resume mis hallazgos para todos los lectores en general, y al que dediqué desde el año 2002 al 2004.

Mi interés persistente ha sido encontrar una respuesta a las preguntas del tipo «¿Cuál es la naturaleza del mundo?» y «¿Cuál es el sentido de mi vida en el mundo?». Estas son preguntas típicamente filosóficas, aunque la mayoría de los filósofos académicos de hoy día prefieren dejárselas a los teólogos y a los poetas, pero yo no quería buscar la respuesta a través de la filosofía teórica. Aunque yo no era un científico experimental (y dada mi formación y mis intereses no quería intentar convertirme en uno) tenía la fuerte sensación de que la mejor manera de enfocar estas preguntas era a través de la ciencia. ¿Por qué? Pues simplemente porque la ciencia empírica es el empeño humano que más rigurosa y sistemáticamente se orienta hacia la búsqueda de la verdad del mundo y comprueba sus descubrimientos con la observación y la experiencia. Yo quería encontrar las respuestas más válidas y llegué a la conclusión de que no hay mejor fuente para ellas que la ciencia.

Para un joven a mitad de la veintena, sin ninguna formación formal en ningún campo específico de la ciencia, esto era bastante presuntuoso. Me gustaría decir que tenía mucho arrojo intelectual, pero en aquellos tiempos no me sentía especialmente atrevido, solo curioso y comprometido. Sin embargo, no es que careciera de toda preparación, ya que había leído mucho (sobre todo en aviones, trenes y en habitaciones de hotel) y había asistido a varios cursos en la universidad. Pero siendo un reconocido concertista de piano, nunca me propuse obtener un título académico, pues no veía ninguna utilidad en ello.

En 1959 decidí pasar página: empecé a leer y a investigar sistemáticamente. Lo que hasta entonces había sido mi hobby favorito se convirtió en una búsqueda metódica. Empecé estudiando los fundamentos de la ciencia en el pensamiento de la Grecia clásica y, pasando por los fundadores de la ciencia moderna, llegué hasta la ciencia contemporánea. No estaba interesado ni en los detalles técnicos, que se llevan la parte del león en la formación de los científicos profesionales, ni en las técnicas de investigación, observación y experimentación, ni en las sutiles controversias metodológicas o históricas. Quería ir directamente al corazón del asunto: descubrir lo que una ciencia en concreto podía decir sobre la parte de la naturaleza que investigaba. Esto requería gran cantidad de trabajo preparatorio. Los descubrimientos eran sorprendentemente escasos y consistían en unos cuantos conceptos y enunciados, normalmente al final de unos tratados matemáticos y metodológicos muy exhaustivos. Sin embargo, eran extremadamente valiosos, como conseguir pepitas de oro después de tamizar corrientes de agua y montañas minerales.

Durante los años 60 aprendí a realizar este tamizado de manera más rápida y eficaz, cubriendo una gran cantidad de material. Todo lo que tuviera sentido y que encontraba medio enterrado en algún campo en particular lo anotaba, e intentaba relacionarlo con lo que había encontrado en otros campos. No intenté escribir un tratado ni crear una teoría, solo quería comprender en qué consistía el mundo y la vida, mi vida y la vida en general. Tomé muchísimas notas, pero nunca esperé que fueran publicadas. Cómo acabaron impresas es uno de los episodios curiosos de mi vida.

Después de un exitoso concierto en La Haya, coincidí durante la cena con un holandés que sacó a colación algunas de las cuestiones que me fascinaban. Empecé a conversar con él y terminamos yendo a mi habitación del hotel para enseñarle mis notas, que siempre llevaba conmigo. Él se acomodó en un rincón y empezó a leerlas. Poco tiempo después, desapareció. Yo me preocupé ya que no tenía copia. Sin embargo, a la mañana siguiente mi nuevo amigo reapareció con mis notas debajo del brazo y me dijo que quería publicarlas. Esto fue una sorpresa, ya que yo no sabía que fuera editor (resultó ser el editor de filosofía de la conocida editorial holandesa Martines Nijhoff), ni que mis notas merecieran ser publicadas. Por supuesto, fue necesario reorganizarlas y completarlas para que adquiriesen la forma de un libro, pero un año y medio más tarde se publicaron (Essential Society; An Ontological Reconstruction, 1963).

La experiencia de La Haya reforzó mi determinación de continuar mi búsqueda. Me matriculé en el Instituto de Estudios Europeos del Este, en la Universidad suiza de Friburgo y durante varios años compaginé la escritura y la investigación con los conciertos. Poco después del primero, publiqué otro libro menos teórico (Individualism, Collectivism, and Political Power, 1963) y unos cuantos años después, otro tratado filosófico (Beyond Scepticism and Realism, 1966). El periodo de investigación y escritura compaginada con los conciertos terminó cuando, en 1966, recibí una invitación del departamento de Filosofía de la Universidad de Yale para pasar allí un semestre como profesor invitado. Aceptar esta invitación era una decisión importante, ya que significaba cambiar el escenario de los conciertos por el mundo académico.

La decisión de ir a Yale, que condujo a varias invitaciones como profesor en distintas universidades norteamericanas y, en 1969, a un Doctorado en la Sorbona de París, me dio la oportunidad de dedicarme a mi búsqueda a tiempo completo. Aunque en cualquier universidad reconocida hay una presión considerable para que cada cual se ciña al estrechamente delimitado campo de su competencia, yo nunca dudé de mi convicción de que hay un significado que debe ser descubierto considerando el mundo en su totalidad, y que la mejor manera de descubrirlo es cuestionar las teorías de los científicos más importantes en todos los campos y no solo aquellas que pertenezcan a tu propia área de especialización. Siempre tuve la suerte de encontrar colegas, primero en Yale y luego en la Universidad Estatal de Nueva York, que comprendieron esta convicción y me ayudaron a vencer los obstáculos académicos que encontré en el camino.

La búsqueda del significado a través de la ciencia exigía una cantidad de tiempo y energía considerables. Pronto me di cuenta de que, como Arquímedes, necesitaba un punto de apoyo firme desde el que empezar. Encontré dos alternativas básicas. Una era empezar con el flujo de la propia experiencia de la conciencia y ver qué clase de mundo podía derivar lógicamente de esa experiencia. La otra era conseguir toda la información del mundo en general, y ver luego si podía explicar la experiencia propia en vista de la experiencia de ese mundo. El primero había sido el método de las escuelas empiristas de la filosofía anglosajona y de la rama de la filosofía continental que siguió el impulso de Descartes, y el segundo ha sido el método de los metafísicos naturalistas y de la filosofía basada en la ciencia. Investigué sobre estas escuelas, prestando especial atención a Bertrand Russell y Alfred Ayer, entre los filósofos británicos, a Edmund Husserl y los fenomenologistas de las escuelas continentales y a Henri Bergson y Alfred North Whitehead entre los filósofos de los procesos naturalistas. Llegué a la conclusión de que ni el análisis formal de la experiencia ni el método introspectivo de los fenomenologistas conducía a un concepto significativo del mundo real. Estas escuelas terminaban empantanadas en lo que los filósofos denominan el «aprieto egocéntrico». Parece que cuanto más sistemáticamente se investiga la experiencia propia inmediata, más complicado resulta ir más allá del mundo al que esa experiencia se refiere. Estamos obligados lógicamente a dar el salto a suponer la existencia objetiva del mundo externo, y luego crear un esquema a partir del cual nuestra experiencia toma sentido como la experiencia humana de ese mundo.

En Beyond Scepticism and Realism contrasté el acercamiento «inferencial» que comienza desde la experiencia personal con el método alternativo «hipotético-deductivo» que concibe la naturaleza del mundo y explora cómo nuestras observaciones coinciden con ella. Llegué a la conclusión de que, idealmente, el solape entre estos acercamientos, distintos y a veces aparentemente contradictorios, nos ofrece la información más fiable sobre la naturaleza real del mundo. Una vez identificadas algunas áreas de solapamiento no me detuve allí: quería proseguir mi búsqueda y comencé a explorar el atrevido acercamiento hipotéticodeductivo. Para mi tranquilidad, encontré que muchos de los grandes filósofos y prácticamente todos los científicos teóricos habían adoptado este acercamiento, desde Newton y Leibniz hasta Einstein y Edington.

Einstein estableció la premisa principal de este acercamiento naturalista. «Buscamos», decía, «el esquema más simple posible de pensamiento que pueda aunar todos los hechos observables». Me di cuenta de que el esquema más simple posible no podía inferirse de la observación: como Einstein decía, necesita ser concebido con la imaginación. Debemos investigar y codificar las observaciones relevantes, pero no podemos detenernos ahí. Cuando la investigación empírica es necesaria, no puede despreciarse la labor creativa de poner todos los datos resultantes de manera que tengan sentido como elementos significativos de un sistema coherente: este es el principal reto con el que se enfrenta una mente inquisitiva. El intento de «crear el esquema más simple posible de pensamiento que aúne los hechos observables» (y por «hechos observables» me refería a todos los hechos necesarios para dar sentido al mundo) definió mi agenda intelectual durante las cuatro décadas siguientes.

El primer esquema que concebí se apoyaba en la metafísica orgánica de Whitehead. Según esta concepción, que originalmente databa de los años 20, el mundo y todas las cosas que hay en él son «entidades reales» y «asociaciones de entidades reales» integradas e interactivas. La realidad es fundamentalmente orgánica, así que los organismos vivos no son sino una variedad de la unidad orgánica que emerge en los dominios de la naturaleza. Mis siguientes lecturas sobre cosmología y biología me confirmaron la solidez de esta suposición. La vida, y el cosmos como un todo, evolucionan como partes integradas de una red de interacción formativa constante. Cada cosa no solamente «es», sino que también «se convierte». La realidad, según Whitehead, es un proceso, y es un proceso evolutivo integrador.

La pregunta que me hacía era cómo iba yo a ser capaz de identificar estas entidades evolutivas del mundo de manera que tuvieran sentido como elementos en un universo orgánicamente integral. Mis compañeros de Yale me recomendaron el trabajo de Ludwig von Bertalanffy en el área de la «teoría general de sistemas». Bertalanffy estaba intentando integrar el campo de la biología en un esquema general que permitiera una integración posterior con otros dominios de las ciencias naturales e, incluso, de las ciencias humanas y sociales. Su concepto clave era el «sistema», concebido como una entidad básica en el mundo. Los sistemas, defendía, aparecen de maneras similares («isomórficas») en la naturaleza física, la naturaleza viviente y en el mundo humano. Esto fue lo más útil para mí: me proporcionó la herramienta conceptual que estaba buscando. Leí a Bertalanffy, luego le conocí y desarrollamos el concepto de lo que conjuntamente denominamos la «filosofía de los sistemas».

Introduction to Systems Philosophy (1972) fue un libro de investigación concienzudo, que me llevó cinco años escribir, y, cuando fue publicado, estuve tentado de dormirme en los laureles durante un tiempo. Pero no estaba satisfecho. Necesitaba encontrar una respuesta en la ciencia de vanguardia no solo a cómo se constituían los sistemas y cómo se relacionaban unos con otros, sino también a cómo cambiaban y cómo evolucionaban. La metafísica de Whitehead proporcionaba los principios generales y la teoría general de sistemas de Bertalanffy clarificaba las relaciones entre los sistemas y los entornos. Lo que necesitaba aún era la clave para comprender cómo estas relaciones pueden conducir a una evolución de la biosfera y del universo como un todo, de manera integradora y, a la vez, irreversible.

Para mi sorpresa, la clave la facilitaba una disciplina sobre la que sabía muy poco en aquella época: la termodinámica del no-equilibrio. Llegué a esta conclusión sobre la base de mi breve pero intensa amistad con Erich Jantsch, que moriría inesperadamente unos años más tarde. Fue él quien dirigió mi atención hacia el trabajo y, subsiguientemente, hacia la persona, del premio Nobel de origen ruso Ilya Prigogine, especialista en termodinámica. Su concepto de las «estructuras disipativas» que están sujetas a «bifurcaciones» periódicas me proporcionó la dinámica evolutiva que necesitaba. Después de analizar este concepto con Prigogine, mi trabajo se centró en lo que denominé la «teoría general evolutiva». La entidad básica que puebla el mundo se transformó en mi pensamiento del «organismo» de Whitehead y del «sistema general» de Bertalanffy a la «estructura disipativa» no linealmente bifurcada de Prigogine, un sistema evolutivo termodinámicamente abierto. El mundo empezaba a tener cada vez más sentido.

Aparentemente, el sentido que sugería para el mundo intrigó también a los estudiantes de otros campos distintos a la teoría de sistemas y a la filosofía. Mientras enseñaba e investigaba en la Universidad Estatal de Nueva York en Geneseo, recibí, para mi sorpresa, una llamada de teléfono de Richard Falk, del Centro de Estudios Internacionales de la Universidad de Princeton. Falk, uno de los por entonces más importantes teóricos de los «sistemas del mundo», me pidió que fuera a Princeton para impartir una serie de seminarios sobre la aplicación de mi teoría de sistemas al estudio del sistema internacional. Le aseguré que no sabía prácticamente nada sobre el sistema internacional y que solo tenía nociones vagas sobre cómo se le podía aplicar mi teoría. Pero Falk no desistió de su propósito. Me dijo que él y sus colegas buscarían la aplicación de mi teoría si accedía a discutirla con ellos. Y eso es lo que acordamos hacer.

La experiencia de mis seminarios en Princeton fue gratificante intelectualmente, así como fascinante: me abrió nuevas perspectivas. Encontré una aplicación intensamente práctica a la teoría general de sistemas, a la filosofía de sistemas y a la teoría general de la evolución: la sociedad humana y la civilización. A mediados de los años 70 me di cuenta de que la sociedad y la civilización estaban atravesando un proceso de transformación irreversible. El mundo humano está creciendo más allá de los límites del sistema nación-estado hacia los límites del globo y de la biosfera. Esto exigía el replanteamiento de algunas de las nociones más valoradas sobre cómo se estructuran las sociedades, cómo funcionan y cómo se desarrollan. Gracias a la ayuda de Richard Falk y de otros compañeros de Princeton, expliqué en detalle mi concepción evolutiva del sistema mundial en A Strategy for the Future: The Systems Approach to World Order (1974).

Strategy llamó la atención más allá de los ambientes académicos. Recibí otra llamada de teléfono, esta vez de Aurelio Peccei, el visionario industrial italiano que fundó el grupo de pensamiento mundialmente reconocido denominado Club de Roma. Me sugirió que aplicara la aproximación de los sistemas al problema de los «límites al crecimiento», centrándome no en los límites en sí (como Jay Forrester y Dennos y Donella Meadows habían hecho en el primer informe para el Club, The Limits to Growth), sino en las ambiciones y motivaciones que llevan a la gente y a las sociedades a encontrar estos límites. Esta invitación era un reto intelectual con una relevancia práctica de primer orden, y no pude rechazarla. Pedí una excedencia en la Universidad y me trasladé a las oficinas centrales de la ONU en Nueva York. Davidson Nicol, director ejecutivo del Instituto de Enseñanza e Investigación de la ONU (UNITAR), me invitó a unirme a su Instituto para crear un equipo internacional que trabajara en este proyecto. En el plazo de un año trabajábamos juntos más de ciento treinta investigadores de los seis continentes para crear el tercer informe del Club de Roma, que se centraba en el «interior» de la humanidad, más que en sus límites «externos» (Goals for Mankind: The New Horizons of Global Community, 1977).

Una vez terminado el informe, regresé a mi universidad para seguir investigando, escribiendo y enseñando. Sin embargo, esto no iba a ser posible. En otra llamada, Nicol me pidió que representara a UNITAR en la fundación de la Universidad de las Naciones Unidas en Tokio y, cuando archivé mi informe, Nicol me pidió que me quedara en el Instituto para dirigir la investigación sobre el tema más candente de la época, el «nuevo orden económico internacional». Este era otro reto que no podía ignorar. Después de tres años de intenso trabajo, se habían escrito quince volúmenes, junto con colaboradores de noventa institutos de investigación de todas las partes del mundo, que se publicaron en una colección de Pergamon Press de Oxford creada para este propósito: la biblioteca New International Economic Order. La biblioteca NIEO iba a constituir la documentación de base para la Sesión General de la Asamblea General de 1980, que iba a lanzar el «diálogo global» entre el Sur en vías de desarrollo y el Norte industrializado. Pero los grandes poderes del Norte se negaron a entablar este diálogo y la ONU abandonó el proyecto del nuevo orden económico mundial.

Cuando estaba a punto de regresar a mi universidad para proseguir por fin con mi búsqueda principal, el Secretario General de la ONU, Kurt Waldheim, me pidió que sugiriera otra forma en la que se pudiera conseguir una cooperación Norte-Sur. La propuesta que le hice a él y a UNITAR estaba basada en la teoría de sistemas: era insertar otro «nivel de sistemas» entre el nivel de los estados individuales y el nivel de las Naciones Unidas. Este era el nivel de las sociedades regionales y las agrupaciones económicas. El proyecto, denominado Cooperación regional e interregional, fue adoptado por UNITAR y fueron necesarios cuatro años de intenso trabajo para ponerlo en marcha. En 1984 informé de los resultados en cuatro voluminosos tomos que acompañé de una declaración de un «panel de personas eminentes» especialmente reunidas. Debido a las políticas internas, la declaración no se le entregó al Secretario General y, por lo tanto, no se convirtió en un documento oficial, pero su texto circuló entre todas las delegaciones de los estados miembros. Disgustado con esta conclusión pero esperanzado con que tarde o temprano las propuestas que contenía esta declaración dieran fruto, decidí que me merecía un año sabático. Me trasladé con mi familia a una granja reformada que poseíamos en la Toscana. Este año sabático, que comenzó en 1984, no ha terminado aún.

Sin embargo, los años 80 y los 90 han sido mucho más que un descanso sabático para «leer y escribir». Fueron unos años de compromisos internacionales cada vez más intensos. En los años 80, me impliqué en los análisis del Club de Roma, y después desempeñé un papel principal en el proyecto Perspectivas europeas de la Universidad de las Naciones Unidas. Después, fui asesor científico de Federico Mayor, el dos veces Director General de la UNESCO. Pero desde 1993 la mayor parte de mi atención estuvo centrada en el Club de Budapest, un grupo de pensamiento internacional que fundé ese mismo año para hacer lo que pensaba que haría el Club de Roma: centrar la atención sobre la evolución de los valores humanos y la conciencia como los factores cruciales para cambiar el curso, de una carrera hacia la degradación, la polarización y el desastre, hacia un replanteamiento de los valores y prioridades, de manera que encauzáramos las transformaciones en la dirección del humanismo, la ética y la sostenibilidad global. Como informes para el Club de Budapest, escribí Third Millennium: The Challenge and the Vision (1997) y, más recientemente, You Can Change the World: The Global Citizen’s Handbook for Living on Planet Earth (2003).

A pesar de estas actividades y compromisos, yo seguía fiel a mi búsqueda básica. Cuando en 1984 cambié la ONU por las colinas de la Toscana, recapacité sobre lo lejos que había llegado. Y encontré que necesitaba ir más lejos aún. La teoría de sistemas, incluso con la dinámica prigoginiana, proporcionaba una explicación sofisticada, pero básicamente local, de cómo las cosas se relacionan y evolucionan en el mundo. La dinámica de evolución de sistemas abiertos se refería a sistemas particulares; su interacción con otros sistemas y con el entorno constituía lo que Whitehead denominaba relaciones «externas». Pero Whitehead afirmaba que en el mundo real todas las relaciones son internas: cada «entidad real» es lo que es debido a sus relaciones con todas las otras entidades reales. Con esto en mente, empecé por repasar los últimos descubrimientos en física cuántica, biología evolutiva, cosmología e investigación de la conciencia, y encontré que la idea de las relaciones internas era totalmente sólida. Las cosas en el mundo real están fuertemente conectadas y relacionadas unas con otras, «internamente», «intrínsecamente» e incluso «no-localmente».

Las relaciones internas también unen nuestra propia conciencia con las conciencias de los otros. Esta idea me surgió a partir de una experiencia personal que cuento en el Prefacio de Creative Cosmos, en 1993, y no la voy a repetir ahora. Aunque una experiencia mística no proporcione una prueba de las relaciones internas entre la mente de uno y la mente de los otros, sí que proporciona un incentivo para estudiar la posibilidad de que dichas relaciones existan. Esta consideración pasó a formar parte de mis exploraciones en los años siguientes.

Los libros científicos que escribí en este «periodo toscano» incluyen, además de este libro que el lector tiene en sus manos, The Creative Cosmos (1993), The Interconnected Universe (1995), The Whispering Pond (1997-98) y The Connectivity Hypothesis (2003). En estos libros reúno las evidencias de que las cosas en el mundo real están intrínsecamente interconectadas, y sugiero la razón para que esto ocurra. La teoría del campo de información (que primero denominé campo psi y que ahora llamo campo A, de Akásico) proporciona esta razón: esta teoría dice que las conexiones y las correlaciones que salen a la luz en las ciencias físicas y naturales, así como las uniones transpersonales que surgen en la parapsicología experimental y en la investigación de la conciencia, tienen la misma raíz única: el sutil pero fundamental campo creador de coherencia y correlación en el corazón del universo. Por lo tanto, la clarificación y la codificación de la naturaleza y los efectos de este campo son de la mayor importancia. Llevará a la ciencia significativamente más cerca del objetivo definitivo de Einstein (y el mío propio) de encontrar el «esquema más simple posible que aúne los hechos observados».

Mis libros más recientes, culminados con The Connectivity Hypothesis y este mismo, El universo in-formado, fijan, creo, el marco esencial del esquema más simple posible que puede unir los hechos más destacables que están saliendo a la luz en la vanguardia de las ciencias.