Una de las frases más citadas de Carrillo es: «En la política, el arrepentimiento no existe. Uno se equivoca o acierta, pero no cabe el arrepentimiento». En una entrevista concedida en 1991, Feliciano Fidalgo observó: «Hace poco, su hijo mayor dijo que su vitalidad se debía a que está satisfecho de sí mismo», y Carrillo repuso: «A esta altura de mi vida el balance no lo veo negativo. Y si tuviera que volver a vivir, creo que, salvo algún cambio, haría prácticamente lo que he hecho»[1]. Las cosas que estaba dispuesto a repetir incluían el ataque a su padre: «Rompí con mi padre, y mil veces que hubiera tenido que romper lo hubiera hecho»[2]. Desde principios de los años ochenta hasta su muerte, Carrillo escribió varios libros sobre su vida, entre los que destaca el grueso volumen al que se refería como «memorias de un superviviente»[3]. En ninguno de esos libros se advertía nada parecido al arrepentimiento, y sí abundantes falsedades y confusiones deliberadas. Se podría llegar a la conclusión de que, si tuviera la posibilidad de vivir otra vez su vida, lo único que cambiaría sería la crónica de sus actos.
Rosa Montero captó bien la autocomplacencia de Carrillo al escribir: «Tiene algo de cura rural pecaminoso y satisfecho de sus pecados»[4]. Si Carrillo estaba tan pagado de sí mismo como aparentaba en sus escritos e innumerables entrevistas, eso explicaría el rechazo a cualquier necesidad de contrición, pero no la constante necesidad de reinventar la historia de su vida. Fue una vida en diferentes fases, hiladas por una exitosa amalgama de ambición y pragmatismo. Pasó de ser un agitador revolucionario a apparatchik comunista, líder estalinista y, a la postre, héroe nacional gracias a su contribución al restablecimiento de la democracia. Por el camino hubo traiciones: Largo Caballero, Wenceslao Carrillo, Jesús Monzón, Carmen de Pedro, Joan Comorera, Francisco Antón, Fernando Claudín, Jorge Semprún, Javier Pradera y muchos, muchos más. Y hubo mentiras: sobre Paracuellos, la Val d’Aran, la guerrilla, las diversas variantes de la gran huelga general y su relación con la Unión Soviética. En entrevistas y libros prosiguieron las traiciones; por ejemplo, cuando en la célebre entrevista con Rosa Montero, además de afirmaciones innecesarias y no solicitadas sobre su heterosexualidad, culpó a Claudín del fracaso de la huelga general de 1959 y de la captura de Julián Grimau. También hubo silencios cuando le planteaban interrogantes incómodos, y entrevistas rechazadas cuando cabía esperar ese tipo de preguntas[5].
Carrillo expuso la percepción que tenía de sus propios logros en el informe al Comité Central que presentó en Roma en 1976. Utilizando el plural mayestático, lanzó varias afirmaciones en un balance de su dirección del PCE. Las dos más sorprendentes fueron que había evitado conflictos entre los militantes del interior de España y los líderes en el exilio, así como rencillas intergeneracionales. En lo que, en el mejor de los casos, constituía una considerable exageración, declaró: «Nos ha inspirado la voluntad de establecer una relación armónica entre las diversas generaciones, equilibrando su representación en el equipo dirigente»[6]. Había olvidado muy oportunamente que los problemas con Monzón, Pradera, Grimau, Claudín, Semprún y otros obedecían a que la cúpula en el exilio no alcanzaba a comprender la realidad de España. Asimismo, si su segunda afirmación sobre la incorporación de elementos jóvenes hubiera sido cierta, Carrillo no habría acabado enfrentándose en los años ochenta a los nuevos militantes que habían adquirido relevancia en España, lejos del control de su camarilla parisina. Otra de sus aseveraciones era que había conseguido la independencia del partido respecto de Moscú y que había ocupado la primera fila del movimiento para renovar el comunismo internacional. Irónicamente, su destructivo conflicto con aquellos elementos jóvenes se produjo porque creyeron en los alardes eurocomunistas de Carrillo y abogaron por cierto grado de democracia interna en el partido, cosa que él consideraba inaceptable. Su manera de lidiar con la discrepancia prácticamente destruyó al PCE como fuerza política efectiva en la democracia instaurada en 1977.
Mucho antes de los explícitos alardeos de la reunión de Roma, sus informes a las asambleas sucesivas del Politburó y el Comité Central estuvieron trufados de predicciones triunfalistas y a menudo erradas. Entre 1944 y 1976, anunció con frecuencia el derrocamiento inminente de la dictadura de Franco, primero por los levantamientos populares y la guerra de guerrillas y, más tarde, por la violencia armada y las huelgas generales en todo el país. Ninguno de esos pronósticos llegó a materializarse. Asimismo, había declarado que no podía esperarse nada de una monarquía inventada por Franco[7]. No obstante, y pese a sus errores, llegado el momento de su muerte, Carrillo se había convertido en un tesoro nacional, ensalzado por destacadas figuras de la derecha.
Sin duda, la suya fue una vida de fracasos sazonada por un optimismo imperecedero y recordada entre mentiras. Tras abandonar el partido en 1985, Carrillo se ganó la vida como comentarista en los medios de comunicación y como escritor. Publicó varios libros y un sinfín de artículos. En ninguno de ellos reveló nada que contribuyera a iluminar la historia de la Guerra Civil y la oposición antifranquista. Se llevó sus secretos a la tumba. Las obras más creíbles son las crónicas sobre el año que pasó huido tras su regreso clandestino a España a principios de 1976, El año de la peluca (1987), y sobre su papel en la transición, El año de la Constitución (1978) y Memoria de la Transición (1983). En 1993, cosechó un enorme éxito comercial con sus memorias, un texto extenso pero decepcionantemente anodino. Hubo otros volúmenes, como La memoria en retazos (2003), Los viejos camaradas (2010) o Mi testamento político (2012), que perpetuaban la tónica de encubrimiento de su pasado pero eran más explícitos a la hora de saldar cuentas con aquellos que lo habían criticado.
Sus lentas y meditadas aportaciones a programas de radio y televisión potenciaron su imagen de figura nacional reflexiva. Con su voz ronca y fumando un cigarrillo tras otro hasta el último día, su manera de manejarse ante los medios denotaba una honda satisfacción con su carrera. Transmitía la sensación de creerse sus propias versiones del pasado, que a menudo eran contradictorias. Sin embargo, su dolida reacción a las críticas dejaba entrever otra cosa, tal vez una sombra de culpabilidad. Después de las disputas que precipitaron la expulsión de Fernando Claudín del PCE, Carrillo lo trató con brutalidad, ordenando su desahucio y poniéndole trabas para ganarse el sustento. Olvidándolo de forma interesada, afirmaba sistemáticamente que mantenía una estrecha relación con su viejo amigo. Por ello, se sintió ultrajado por la biografía eminentemente objetiva de Claudín, que tachó de «ataque político» contra él: «Me pareció feo»[8]. Puede entreverse un hecho similar con respecto a Jorge Semprún, que en su día fue su protegido. Carrillo siempre dijo haber mantenido un vínculo cordial con este tras su expulsión del partido. Aseguraba con igual rotundidad que no había leído Autobiografía de Federico Sánchez. Sin embargo, en 1996 lanzó un despiadado ataque no solo contra el libro, que sin duda había leído, sino contra la carrera de Semprún como novelista y su historial como ministro de Cultura[9].
Los esfuerzos de Carrillo por hacerse con el poder dentro del PCE y aferrarse a él fueron reemplazados a partir de 1985 por una pugna igual de incansable por justificar sus acciones. La patológica necesidad de remodelar su pasado podía interpretarse como una manera de eludir el sentimiento de culpa. El andamiaje de mentiras estaba tan bien construido que es probable que Carrillo se las creyera. Las falsedades, las medias verdades y la traición demuestran, además de inteligencia, ímpetu y osadía, que la clave para Carrillo era la ambición. Lo mejor que puede decirse de él es que desempeñó un papel crucial en la transición a la democracia, ayudando a convencer a la derecha de la moderación de la izquierda. Lo peor es que, si bien el objetivo fundamental de aquellas personas con las que colaboraba y con las que en ocasiones se enfrentó era la lucha contra Franco, su máxima prioridad fue siempre el interés propio. En consecuencia, traicionó a camaradas y se adueñó de sus ideas. Dicho de otro modo, su ambición y la rigidez con la que la puso en práctica malbarataron los sacrificios y el heroísmo de las decenas de miles de militantes que sufrieron en la lucha contra Franco.