De enemigo número uno a tesoro nacional
1970-2012
«Ni huelo a azufre, ni tengo rabo o pezuñas»
Carrillo en mítines electorales en 1977
Pese a su victoria sobre los estalinistas, la escisión de García, Gómez y Líster había supuesto un duro golpe para Carrillo, tanto moralmente como para su prestigio entre la oposición no comunista. El PCE entró, por tanto, en la década de 1970 con escaso optimismo. En cualquier caso, con o sin métodos estalinistas, el partido estaba cambiando de tal forma que el regreso al pasado era difícil. La eliminación de los estalinistas obviamente hizo al partido menos rígido; la elección por parte de Carrillo del afable Ignacio Gallego en sustitución del siniestro Eduardo García fue un signo evidente de esta evolución. En realidad, la lealtad de Gallego a Moscú no era menor que la del trío expulsado. Aun así, se produjeron varios cambios más importantes en la naturaleza del PCE. Durante los años sesenta, el partido aumentó el número de afiliados en las universidades y las fábricas. La presencia de estudiantes y el crecimiento de Comisiones Obreras infundió en las bases y los afiliados de rango medio una sensación de realismo y flexibilidad con respecto a la coyuntura en que se hallaba la sociedad española. Ello obedecía a las reformas introducidas en el VI Congreso y a las lecciones que impartió Claudín, asumidas paulatinamente por Carrillo en lo que Javier Pradera tildaría de «plagiario saqueo». De hecho, Claudín y otros consideraban que Carrillo fue demasiado lejos en su búsqueda de alianzas para derrocar a la dictadura[1]. Sin embargo, la cuestión es que la estrategia de reconciliación, rebautizada en 1969 como Pacto por la Libertad, la estaba llevando a cabo un partido mucho más moderno, moderado y receptivo al cambio social que la cerrada organización estalinista de principios de los años cincuenta.
El desarrollo de movimientos estudiantiles altamente politizados y poderosos sindicatos semiclandestinos era en gran medida un reflejo del vertiginoso crecimiento económico de España en los años sesenta. Sin embargo, ningún otro grupo de la oposición reaccionó a los cambios con tanta eficacia como el PCE. A medida que los comunistas se involucraban cada vez más en la lucha de masas contra el régimen, Carrillo empezó a hablar de conquistar «zonas de libertad» y «bases de la lucha democrática». A partir de 1968, dichas «zonas» se hallarían en la creciente frecuencia de huelgas, manifestaciones y mítines celebrados a la luz de la constante represión policial. En septiembre de 1970, durante la misma sesión del Comité Central en la que se produjo la expulsión de los estalinistas, Carrillo anunció la «salida a la superficie» del partido o su retorno desde las catacumbas. Aunque mencionó la colaboración con otros grupos liberales e izquierdistas, insistió en lo que llamaba el «papel dirigente» que había de desempeñar el PCE. Carrillo se mofó de las pretensiones de las facciones revolucionarias extremistas de derrocar la dictadura por medio de la acción armada, unas pretensiones que él mismo había albergado apenas seis años antes.
Su énfasis en la necesidad de actos de masas por parte de grupos de estudiantes, obreros y vecinos era una prueba válida de que estaba adaptando la política de partido a las realidades económicas y sociales de una España en proceso de rápido desarrollo. No obstante, en una asombrosa muestra de egoísmo miope, atribuyó a su partido —y, por ende, a sí mismo— todo el mérito del nacimiento de las nuevas formas de oposición de masas al régimen: «Todo este proceso no es una sucesión casual de acontecimientos; es el fruto de una estrategia política consciente, determinada. Ahí aparece, nítidamente, el papel dirigente del Partido». Reconocía que otros grupos podían estar contribuyendo al proceso e incluso que empezaban a ser conscientes de los mecanismos sociales y políticos que estaban en juego, pero, en una muestra de ufano triunfalismo, añadía: «El mérito de la concepción, desde el principio; el mérito de la apertura de esa vía, en una situación muy distinta a la de hoy, en que todo comienza a estar claro, una situación en que muchos no veían salida posible; el mérito de la iniciativa corresponde a la capacidad de nuestro Partido para aplicar a la situación histórica concreta el método marxista-leninista»[2].
Para facilitar la «conquista de la democracia», en 1970, Carrillo lanzó una masiva campaña de reclutamiento denominada «Promoción Lenin» con el fin de propiciar la huelga general en todo el país. Gracias a ella, el partido no solo creció en las grandes zonas industriales, sino también en el campo[3]. Paralelamente, los miembros del PCE se involucraron más en asociaciones legales de amas de casa, consumidores, residentes, padres y profesores, mientras que los abogados del partido destacaban en la defensa de sindicalistas procesados. Todo esto constituía, dentro de los límites de la dictadura, un intento por emular los éxitos de los comunistas italianos en gobiernos municipales como el de Bolonia, una demostración de que los comunistas españoles también eran eficientes, fiables y solidarios.
Gracias a las diversas expulsiones que se produjeron en los años sesenta, la autoridad de Carrillo en el PCE era absoluta. A consecuencia de la incorporación gradual de las ideas de Claudín y de los cambios impuestos por la brutal reacción de Moscú a las críticas, tanto el PCE como Carrillo eran ideológicamente más flexibles. Esto, sumado al hecho de que el desarrollo económico estaba propiciando la expansión de la organización, enmascaraba los hábitos estalinistas del secretario general en lo tocante a la gestión interna del partido. No cabe duda de que los comunistas gozaban de un considerable prestigio en España entre la oposición no partidista al régimen de Franco. Además, la fuerza de Comisiones Obreras conseguía que figuras clave de la élite económica no tuvieran más remedio que contar con los comunistas al elaborar su propia estrategia de supervivencia posfranquista. En los años sesenta, ya se habían llevado a cabo negociaciones entre varios industriales destacados y líderes de Comisiones Obreras para saltarse a los anticuados sindicatos verticales del régimen. Los contactos entre Marcelino Camacho y dichos empresarios fueron organizados por el adinerado abogado Antonio García Trevijano[4].
Esa tendencia se extendió en los años setenta. Carrillo anunció que el Pacto por la Libertad estaba cobrando más relevancia que nunca cuando se fundó la Assemblea de Catalunya en noviembre de 1971. El movimiento de la Asamblea incluía a una amplia variedad de partidos de izquierdas, de los cuales el más importante era el Partit Socialista Unificat de Catalunya; a varias organizaciones de clase trabajadora, con Comisiones Obreras a la cabeza, y a numerosas asociaciones legales. La Asamblea gozaba de representación en toda Cataluña y, aparte de su amplio espectro de apoyo popular, tenía banqueros entre sus líderes. Pronto demostró su capacidad de movilización de masas por medio de manifestaciones por la amnistía que alcanzarían su apogeo en 1976. Carrillo afirmaba que en Andalucía, Aragón, Valencia y Asturias habían empezado a aparecer organizaciones similares, conocidas como «plataformas democráticas». Sin embargo, solían ser iniciativas mayoritariamente comunistas, y no las entidades amplias que él proclamaba. En un eco de su optimismo con la HNP, su ansiedad por evangelizar el Pacto de la Libertad lo llevó a exagerar su fortaleza[5]. Los preparativos teóricos y organizativos para el futuro en territorio español se llevaron a cabo en el breve VIII Congreso, celebrado en el chateau del PCF, cerca de Arrás, a finales de verano de 1972. Carrillo desestimó las esperanzas que abrigaban algunos grupos de la oposición moderada de que sería posible negociar una futura transición a la democracia cuando el príncipe Juan Carlos sucediera a Franco: «Juan Carlos es una criatura de Franco, educada bajo su control, que ha jurado los principios del Movimiento, es decir los principios fascistas». Convencido de que Assemblea de Catalunya era el primer paso hacia el Pacto por la Libertad, empezó a hablar de ella como un instrumento para una «ruptura democrática»: «¿Qué realismo es ese que se imagina el paso de una dictadura fascista a una democracia sin que medie una verdadera revolución política?». Ello requeriría fuerza, y eso significaba un movimiento de masas en la línea de la Huelga Nacional. Desde luego, todavía estaba lejos de adoptar del todo las posturas por las que Claudín había sido expulsado. De hecho, como observaba más tarde este último, la «ruptura» esbozada en el VIII Congreso se asemejaba mucho a la revolución rusa de febrero de 1917. Era difícil imaginar por qué las fuerzas burguesas preferirían la posibilidad de una Revolución de Octubre en España a algún tipo de transición negociada.
Un número considerable de jóvenes militantes del país fueron incorporados al Comité Central. Estos incluían a cuadros como Nicolás Sartorius y Carlos Alonso Zaldívar, quienes, a mediados de los años setenta, serían sus aliados en una aparente liberalización del partido para acabar en los ochenta convirtiéndose en sus enemigos, cuando quedó claro que los cambios eran cosméticos. Entre ellos se encontraba la jefa de la sección universitaria del PCE, la atractiva Pilar Brabo, de veintinueve años. Brabo se convirtió en confidente de Carrillo y lo acompañaba en sus visitas al extranjero. Su devoción hacia él fue total hasta que, tal vez preocupado por una excesiva cercanía, Carrillo se fue distanciando de ella a partir de 1977[6].
Mientras la oposición era cada vez más atrevida y se echaba a la calle, el régimen disfrutaba de una prolongada expansión económica y tenía bien preparados los planes de futuro. La esperanza de que aquel proceso continuara y desembocara en un derrocamiento incruento de la dictadura recibió un duro golpe cuando la violencia del FRAP fue determinante en la formación del Gobierno de línea dura del almirante Carrero Blanco en junio de 1973. El Gabinete, constituido para salvaguardar la transición de Franco a su sucesor designado, el príncipe Juan Carlos, no solo auguraba un retorno al franquismo propio de los años cuarenta, sino que mostraba todos los indicios de permanencia[7]. Dos de las tres principales escisiones que habían desgarrado al PCE en los años sesenta, las de los pro chinos y los pro soviéticos, se derivaban de la necesidad que tenía Carrillo de mantener la credibilidad de sus políticas moderadas. Ahora parecía que el sacrificio había sido en vano. La amplia coalición con fuerzas burguesas parecía más remota que nunca y el régimen, más fuerte que en toda su historia.
Sin embargo, en 1973 sobrevino la crisis definitiva del régimen de Franco. La crisis energética empezó a pasar factura a la prosperidad, que constituía el principal motivo por el que industriales y banqueros profesaban lealtad a la dictadura. La posibilidad de un futuro descontento entre los trabajadores a medida que disminuyera la bonanza supuso un estímulo considerable para que los capitalistas de España contemplaran una negociación con Comisiones Obreras, aunque no con el PCE. Se dieron cuenta de que las estructuras anticuadas y semifascistas de la dictadura serían incapaces de resolver la crisis económica que se avecinaba sin que hubiera enfrentamientos perjudiciales. Por ello, su disposición a aceptar algún tipo de reforma política empezó a coincidir con la presión popular por el cambio. Esta convergencia de intereses otorgó al Pacto por la Libertad una nueva relevancia y, de ese modo, permitió al PCE desempeñar un papel crucial en los acontecimientos de 1975 a 1977, aunque no fuera el que había predicho Carrillo en el VIII Congreso. Sin embargo, el régimen de Franco no se hallaba en modo alguno desamparado. Las fuerzas armadas y la policía permanecían intactas, y los planes del Caudillo para la sucesión de Juan Carlos bajo la tutela del almirante Carrero Blanco estaban bien armados. En un conflicto directo entre las fuerzas de reacción y quienes abogaban por el cambio, la dictadura tenía todas las de ganar.
De hecho, ahora que la clase trabajadora avanzaba hacia los movimientos de masas que durante mucho tiempo había pronosticado Carrillo, la élite franquista se vio gravemente socavada por el asesinato del almirante Carrero Blanco el jueves 20 de diciembre de 1973. Aquel día iba a empezar la farsa judicial del llamado «Proceso 1.001», contra diez líderes de Comisiones Obreras, el sindicato clandestino del PCE. El régimen pretendía demostrar así su determinación de aplastar a tales organizaciones. Poco antes de las 9.30 de la mañana, un comando de ETA hizo estallar una carga explosiva bajo el coche de Carrero Blanco cuando regresaba de su misa diaria. El propio Carrillo se sintió enormemente alarmado al conocer el asesinato. Su primera reacción fue de inquietud por si la izquierda española podía sufrir una noche de los cuchillos largos. Estaba desesperado por demostrar que el PCE no había tenido nada que ver con el atentado. Más adelante, llegó a creer que ETA había elegido el día del Proceso 1.001 para perjudicar al PCE, cosa que quizá guardaba relación con el hecho de que el comando terrorista había contado con la ayuda de Eva Forest y Alfonso Sastre, dos comunistas renegados[8].
El mismo día recibió una llamada tranquilizadora de Antonio García López, un abogado de Madrid y socialdemócrata próximo a Dionisio Ridruejo. García López transmitió un mensaje de un alto miembro no identificado del Estado Mayor que le aseguraba que no se produciría un baño de sangre. Carrillo creyó, erróneamente, que el mensaje provenía directamente del general Manuel Díez Alegría, jefe del Alto Estado Mayor. No era así, pero sí de alguien que se hacía eco de las opiniones de Díez Alegría. Carrillo sabía que el director general de la Guardia Civil, Carlos Iniesta, un hombre de extrema derecha, había dictado a sus hombres la orden de reprimir enérgicamente a los izquierdistas y manifestantes, utilizando las armas de fuego si lo juzgaban necesario. Iniesta se estaba excediendo en el ejercicio de su autoridad al ordenar a la Guardia Civil que saliera de su jurisdicción rural y actuara en las ciudades. Por consejo de Díez Alegría, en menos de una hora, un triunvirato compuesto por el vicepresidente Torcuato Fernández Miranda, el ministro de Gobernación, Carlos Arias Navarro, y el ministro de Marina, el almirante Gabriel Pita da Veiga, había obligado a Iniesta a retractarse de su telegrama[9]. Refiriéndose a ello, cuatro meses después, Carrillo diría al Comité Central que el Ejército, al impedir un baño de sangre, había demostrado que todo era posible[10].
Sin embargo, puesto que la Assemblea de Catalunya era el vehículo idóneo para la conquista de «zonas de libertad», Carrillo empezó a esforzarse por emular el éxito del PSUC en otras regiones de España. Y, a medida que el PCE se aproximaba cada vez más a representantes de la burguesía española, también se alejaba de la URSS. En una reunión del Comité Central celebrada en septiembre de 1973, Carrillo ya había definido el Gobierno de Carrero Blanco como un indicio de la decadencia del régimen. Por ello, solicitó y obtuvo permiso formal del comité ejecutivo para establecer contactos con «representantes de grupos neocapitalistas» a fin de aprovechar el descontento de la burguesía. De hecho, ya se habían entablado conversaciones con banqueros y figuras destacadas de la jerarquía católica, que habían llevado a cabo tres miembros del PCE en Madrid: el veterano Francisco Romero Marín, el novelista Armando López Salinas y Jaime Ballesteros Pulido. En 1969, el propio Carrillo se había reunido en París con uno de los principales asesores de don Juan de Borbón, el franquista arrepentido José María de Areilza. Los contactos se intensificaron tras el asesinato de Carrero Blanco[11]. En la misma sesión del Comité Central, Manuel Azcárate presentó, a instancias de Carrillo, un informe sobre la política internacional del PCE en el que afirmaba que la fusión del PCUS y el Estado soviético hacía imposible un verdadero socialismo democrático en Rusia. El discurso suscitaría un exabrupto del partido soviético, que lo acusó de ser un enemigo de la Unión Soviética[12].
La fricción entre la URSS y el PCE, motivada por la sensibilidad rusa a la crítica de los españoles sobre la naturaleza del socialismo del Bloque Oriental, fue exagerada con destreza por Carrillo, quien era plenamente consciente del grado en que sus cáusticas conversaciones con el Kremlin podían concitar la atención de los medios de comunicación. Por ello, realizó considerables esfuerzos por publicitar las desavenencias como una prueba de la independencia del PCE. En febrero de 1974, el Partiinaya Zhizn, el órgano del PCUS, lanzó un virulento ataque contra Azcárate en respuesta a su informe al Comité Central del PCE. Carrillo se mostró muy descontento con Azcárate, y se preocupó de que este nunca más presentara un informe sobre la política internacional del PCE. Con todo, pronto hizo lo necesario para que el comité ejecutivo publicara y repartiera un sustancioso y elaborado panfleto que contenía el informe de Azcárate, la respuesta rusa y también la del PCE. De ese modo logró airear el enfrentamiento y dar la impresión de que el partido llevaba todos sus asuntos en público. Como explicó el propio Azcárate: «Él seguía aferrado a las ideas tradicionales de partido monolítico, pero al mismo tiempo se iba convenciendo de que, sin una posición crítica hacia la Unión Soviética y una gran amistad con el PCI que ayudase a deshacer el recuerdo de lo que el PCE había sido durante la Guerra Civil, no sería posible que los comunistas ocupasen un espacio importante en la democracia española»[13].
La ambigüedad de su planteamiento podía discernirse fácilmente en su informe ante un pleno del Comité Central que tuvo lugar a finales de abril de 1974. En relación con el ataque soviético a Azcárate y su decisión de publicarlo junto con el informe ofensivo, el secretario general se vanaglorió de su forma de abordar el debate interno. Según declaraba, no debía ser «algo oculto, para las reuniones o las entrevistas cerradas, sino como una crítica entre camaradas, amistosa, sin tergiversaciones ni maniqueísmos y, desde luego, sin anatemas ni excomuniones». Al parecer ya había olvidado cómo había tratado a Antón, Uribe, Claudín, Semprún, Gómez, García y Líster, y probablemente a camaradas mucho menos célebres. Curiosamente, expresaría su firme deseo de presenciar una mejora de las relaciones entre el PCE y el PCUS. No obstante, reiteró que todo partido comunista era libre de elaborar una política propia de acuerdo con las circunstancias que imperaran en su país[14].
Tras la muerte de Carrero Blanco, y con la mirada puesta en su futuro, varios elementos franquistas comenzaron a pugnar por el poder. Mientras las fuerzas del régimen iban fragmentándose, el Pacto por la Libertad parecía adquirir repentinamente una mayor relevancia. Varios hechos acaecidos en otros lugares de Europa en la primera mitad de 1974 acentuaron la impresión de que la derecha empezaba a perder la iniciativa: la caída de Marcelo Caetano en Portugal (25 de abril), la derrota aplastante de Amintore Fanfani, primer ministro italiano de tendencia democristiana, en el referéndum sobre su propuesta contra la ley del divorcio (12 de mayo), los buenos resultados del socialista François Mitterrand en las elecciones presidenciales francesas (5 y 19 de mayo, superado por Valéry Giscard d’Estaing por 424.599 votos) y la debacle de los coroneles griegos (el 23 de julio, tras la invasión turca de Chipre). En particular, los acontecimientos de Portugal supusieron un espaldarazo inmenso para el PCE y convencieron a Carrillo de que su momento estaba cerca. En su prefacio a la versión publicada del informe para la reunión del Comité Central de finales de abril de 1974, alabó la victoriosa alianza de trabajadores, el Ejército y «el sector más dinámico y liberal del capitalismo portugués», cosa que atribuía a que el Gobierno provisional formado en Lisboa era prácticamente idéntico al Pacto por la Libertad del PCE y sería la fórmula para la transición de la dictadura a la democracia en España[15].
Espoleados por esos acontecimientos, muchos miembros de la élite económica española empezaron a pensar que un entendimiento con los comunistas podía favorecer a su estrategia de supervivencia. Tal vez inspirados también por el aireado enfrentamiento que mantuvo el PCE con Moscú por Azcárate, figuras importantes de la élite capitalista, que representaban tanto a empresas españolas como a multinacionales, mostraron una mayor disposición a entablar conversaciones con López Salinas, Ballesteros y Romero Marín, pertenecientes a la cúpula del partido en el interior[16]. Al mismo tiempo, estaban organizándose mesas y juntas sobre el modelo de la Assemblea de Catalunya, todas ellas lideradas por los comunistas. Inevitablemente, el hecho de que el PCE dispusiera de una red organizativa nacional le garantizaba un papel coordinador. El tan cacareado distanciamiento de la URSS por fin estaba dando sus dividendos. No solo los acontecimientos que tuvieron lugar en el extranjero acrecentaron la confianza de Carrillo.
A principios de 1974 se habían establecido contactos con empresarios, con otras fuerzas de izquierdas y democristianas e incluso con representantes de don Juan de Borbón, el padre de Juan Carlos. A Carrillo le preocupaba que fructificaran los planes de una monarquía franquista encabezada por Juan Carlos. En París, el monárquico del Opus Dei Rafael Calvo Serer y Antonio García Trevijano, que visitaba Estoril con frecuencia, lo habían animado a que apostara por don Juan. Dado que consideraba a Juan Carlos una marioneta estúpida de Franco, Carrillo se alegró de que su amigo, el acaudalado abogado Teodolfo Lagunero, fuese invitado a reunirse con don Juan en un hotel de París. Su mensaje era que el PCE apoyaría su regencia hasta que pudiera celebrarse un referéndum constitucional y que aceptaría el resultado si favorecía una monarquía. Sin embargo, el pretendiente al trono no quedó convencido de la promesa realizada por Carrillo de que, en caso de que se optara por una república, sería tratado con respeto[17].
Carrillo estaba empezando a actuar en un contexto muy distinto de cualquier otro que se hubiera vivido desde la Guerra Civil. Cuando regresó a la superficie, pudo utilizar con gran efecto su astucia natural y las habilidades desarrolladas durante las luchas de poder dentro del PCE. La gran diferencia era que el dominio que había ejercido sobre el partido y la reverencia con la que era recibida cualquier afirmación suya habían desaparecido. De hecho, cada paso que daba provocaba sospechas, en el mejor de los casos, o en el peor, odio puro. Fue por aquel entonces cuando se resucitó el tema de Paracuellos. La perspicacia política y la maestría escénica con las que lideraba el PCE serían una importante contribución a la transición a la democracia y habían de constituir su momento cumbre. No desaprovechaba ninguna oportunidad para aparecer en público. En junio de 1974, durante un mitin masivo celebrado en Ginebra, en el que ocupaba el estrado pero le estaba prohibido hablar en público, varios miles de trabajadores emigrantes de toda Europa escucharon una cinta. En ella, tachaba de fascista la sucesión monárquica preparada por Franco: «Frente a esa monarquía los españoles no tendrán más que una salida: ¡la República democrática! ¡Hasta el gato se haría republicano!». Preguntando retóricamente «¿por quién doblan las campanas?», respondió que tocaban «a muerto por la dictadura fascista»[18].
Un mes después, a Franco se le diagnosticó una flebitis. También padecía graves úlceras gástricas causadas por la medicación que tomaba para aliviar los síntomas del Parkinson. Debido a las complicaciones derivadas de las interacciones entre los tratamientos necesarios, había sido hospitalizado y, por tanto, se había visto obligado a nombrar a un reacio príncipe Juan Carlos jefe del Estado provisional. El Gobierno de Arias ya tenía una posición débil. La función prácticamente imposible de su titular era adaptar las formas políticas del régimen de Franco a una situación social y económica que había cambiado, un papel para el cual no tenía voluntad ni poder. Sus esfuerzos por aplacar a la vieja guardia franquista, el denominado «búnker», destruyeron su credibilidad y mejoraron la de la oposición. En febrero, un intento por silenciar al obispo de Bilbao Antonio Añoveros había provocado una humillante vuelta atrás y una aceleración de la retirada del apoyo eclesiástico al régimen. Pío Cabanillas, ministro de Información, relajó las restricciones a la prensa, por lo que fue acusado de abrir la puerta a los rojos y, a la postre, obligado a dimitir. Entretanto, se produjeron detenciones generalizadas y torturas a disidentes, además de ejecuciones muy publicitadas, entre ellas las del anarquista Salvador Puig Antich el 2 de marzo. Por toda España, la consecuencia fue un crecimiento constante del apoyo popular a la denominada «ruptura democrática», que favorecía las políticas de Carrillo para el retorno a la superficie[19].
En un esfuerzo por apretar el paso, el 30 de julio de 1974, Carrillo respondió a la noticia de la enfermedad de Franco lanzando la Junta Democrática en París, con un anuncio similar realizado en Madrid de forma simultánea. La Junta estaba compuesta por el PCE, además de Comisiones Obreras, el pequeño Partido Socialista Popular de Enrique Tierno Galván, los carlistas y numerosos individuos entre los cuales los más destacados eran el monárquico y ex teórico del Opus Dei Rafael Calvo Serer y un mujeriego sediento de publicidad llamado José Luis de Vilallonga[20]. Pese a que no participaron el Partido Socialista Obrero Español y los diversos grupos democristianos, la Junta supuso un considerable espaldarazo promocional para los comunistas. Ahora, el Pacto por la Libertad tenía un propósito. Los círculos de la oposición en Madrid y Barcelona eran un hervidero de entusiasmo. Los individuos no alineados veían la Junta como una alternativa potencial en un momento en que la legitimidad del régimen se desmoronaba. Una diplomacia habilidosa valió a la Junta un reconocimiento generalizado como la principal fuerza opositora y situó al PCE en el centro del proceso de transición. A juicio de Carrillo, la Junta inspiraría la Huelga Nacional Política, o HNP, con el fin de derrocar al régimen y proclamar un Gobierno democrático provisional en el que él tomaría parte. Los acontecimientos acabarían demostrando que su optimismo no tenía fundamento[21].
Cuando se anunció la formación de la Junta Democrática, fue la existencia de las organizaciones locales lo que otorgó importancia a lo que de lo contrario habría sido un gesto vacuo. La idea de Carrillo era situar al PCE a la cabeza de las juntas y mesas regionales. A principios de verano de 1974, varios grupos involucrados en su creación habían estado negociando un marco nacional cuando Franco cayó enfermo. Para impedir que nadie dominara el proceso, Carrillo, junto a Calvo Serer, había lanzado la Junta. Su manifiesto abogaba por un Gobierno provisional, la amnistía por cualquier delito político, libertades para los sindicatos, derecho a huelga, libertad de prensa, un poder judicial independiente, la separación de Iglesia y Estado, elecciones y la entrada en la CEE. La declaración insinuaba que en ella había participado un amplio espectro de fuerzas, aunque pronto quedó claro que era una exageración, ya que ni los socialistas ni los democristianos estaban presentes[22]. De hecho, por como se fundó, la Junta prácticamente había garantizado la hostilidad de los socialistas. Siempre sensibles a cualquier amenaza que supusiera la hegemonía comunista, al cabo de un año formaron la Plataforma de Convergencia Democrática con los democristianos.
El grado de cambio que había experimentado el mundo en que vivía Carrillo quedó ilustrado en agosto de 1974. José Mario Armero, presidente de la agencia Europa Press, se puso en contacto con Teodolfo Lagunero para pedirle que organizara un viaje de Carrillo a París en el que se reuniría con un personaje importante pero no identificado. Carrillo y su familia estaban de vacaciones en Livorno con Natalia Calamai, esposa de Nicolás Sartorius, quien había sido encarcelado tras el Proceso 1.001. Sartorius era considerado uno de los posibles sucesores de Carrillo, y Natalia y su hermano Marco eran vínculos clave con el PCI. Carrillo, que todavía vivía clandestinamente en Francia y tenía que utilizar pasaportes falsos, intentaba eludir los aeropuertos siempre que podía. Por ello, el devoto Lagunero fue a recogerlo en coche. Cuando llegó a un elegante restaurante parisino, Le Vert Galant, Armero iba acompañado de Nicolás Franco Pascual de Pobil, sobrino del dictador. Carrillo le preguntó educadamente: «¿Cómo se encuentra su tío», a lo cual Franco respondió: «Está un poco mejor, pero a su edad su situación es muy delicada». Carrillo comentó: «Como usted ve, los comunistas no tenemos ni rabos, ni cuernos como el demonio, somos personas normales». Puede que la visita fuese una respuesta al discurso pronunciado por el secretario general en Ginebra, ya que Nicolás Franco reveló que iba como emisario del príncipe Juan Carlos. Llevaba consigo la petición de que, cuando Franco muriera, el Partido Comunista no organizara manifestaciones masivas, sino que diera al nuevo rey seis meses para iniciar el cambio político. Carrillo respondió que sería responsabilidad de Juan Carlos anunciar una amnistía, permitir el retorno a España de los exiliados políticos y convocar elecciones libres. Asimismo, declaró que, como secretario general del PCE, no estaba dispuesto a entregar un cheque en blanco a nadie. Sin embargo, le trasladó que el suyo era un partido serio, que no participaría en aventuras alocadas y que desarrollaría una política en respuesta a la evolución del Gobierno de Juan Carlos[23].
Lo que posibilitó los encuentros con representantes de don Juan y del príncipe de Asturias y con banqueros y empresarios fue la enorme presión popular a favor de la democracia. Cada vez más industriales estaban convencidos de que los sindicatos verticales oficiales eran incapaces de impedir las huelgas. Por añadidura, estaban descontentos con una situación política que obligaba a los trabajadores a atacar al régimen por el único método que les era viable: los paros. A lo largo de 1974, Ramón Tamames y otros comunistas se reunieron con miembros de la burguesía de Madrid y Barcelona, como el destacado abogado empresarial Joaquín Garrigues Walker. Como asesor legal de numerosas empresas importantes, sobre todo estadounidenses, Garrigues era un barómetro preciso de la opinión «capitalista liberal». El hecho de que figuras como él estuviesen interesadas en el cambio político otorgaba sustancia a las aseveraciones de Carrillo[24]. La preocupación de ese entorno se acentuó cuando Carlos Arias Navarro, sucesor de Carrero Blanco, cometió una serie de errores que arrojaron serias dudas sobre su capacidad para liderar la campaña de supervivencia del régimen sin un peligro serio de conflicto sangriento.
Debido a esto, Carrillo sentía suficiente confianza en su posición como para correr el peligro de desilusionar a los militantes del partido afirmando reiteradamente la fiabilidad del PCE como un aliado de la burguesía. Así, con un ojo puesto en la oligarquía, Teodolfo Lagunero le organizó una serie de entrevistas con el entonces célebre intelectual de izquierdas Régis Debray y el novelista e historiador Max Gallo. Dichas entrevistas se realizaron durante varios días de julio de 1974 en Villa Comète, la lujosa casa de Teodolfo Lagunero en Cannes. Entre los invitados figuraban Dolores Ibárruri, su hija Amaya, su nieta Lola y la vocalista Joan Baez, que cantó para ellos y coqueteó con Debray[25]. Tiempo después, las conversaciones fueron recogidas en el éxito editorial Demain l’Espagne. Fue la primera de varias crónicas extremadamente maquilladas, por no decir noveladas, de la vida de Carrillo, de su papel en la Guerra Civil y de las diversas expulsiones del PCE. En su identificación total de Carrillo con el PCE, podría haberse titulado Le parti c’est moi.
No obstante, los miembros del partido debieron de sorprenderse por sus declaraciones acerca de su aversión al culto a la personalidad. «Si por culto a la personalidad se refiere a la dictadura de un líder que hace lo que se le antoja, que actúa de manera arbitraria y es situado en un pedestal mientras se quema incienso, jamás ha existido el culto a la personalidad en nuestro partido». Como si hablara de un pasado lejano, reconocía que en su día algunas personas habían gozado de un gran poder. Sin embargo, pese a encontrarse «bajo el fuego enemigo», afirmaba que el PCE había hecho cuanto estaba en su mano en la aplicación de la democracia interna. Dicho esto, mencionó la necesidad de un líder y citó a Lenin, Ho Chi-minh, Castro y Tito, a cuya altura se situaba implícitamente, y se declaró contrario a que «la administración del partido invente mitos sobre los líderes. Lo condeno. Es repugnante y contrario a todas las normas de la acción revolucionaria». Luego declaraba con orgullo: «Nunca permitiré que se haga propaganda sobre mi persona»[26].
Cuando parecía que Claudín podía estar planteándose un regreso al partido junto con algunos miembros del grupo Bandera Roja, Carrillo alteró las pruebas del libro para insistir en que acertó con las expulsiones de 1965. Ese intento por asegurarse de que Claudín no volviera como un profeta ignorado provocó el disgusto de su viejo camarada y una nueva ruptura de sus relaciones[27]. De hecho, los halagos de Carrillo hacia la burguesía que contenían las entrevistas iban mucho más allá de las posturas que achacaba a Claudín y Semprún. La Junta Democrática, la clase trabajadora y la gran huelga general apenas aparecían en su retórica. Para disgusto de muchas personas considerablemente más izquierdistas que él, declaró: «Es necesario tener valor para explicar a los trabajadores que es mejor pagar una plusvalía a la burguesía que correr el riesgo de generar una situación que pueda volverse contra ellos». En realidad estaba caminando por la cuerda floja, porque al mismo tiempo afirmaba, con la mirada puesta en sus seguidores, y probablemente en deferencia a sus ideas, que tal moderación era una concesión a corto o medio plazo. El objetivo último del socialismo seguía en la agenda[28]. A la luz de las circunstancias que rodearon a la caída de Salvador Allende en Chile, Carrillo, como su homólogo italiano Enrico Berlinguer, estaba más convencido que nunca de la necesidad de amplias alianzas. Por desgracia, era una política que entrañaba el riesgo de dejarlo varado entre una burguesía escéptica y unas bases resentidas. Durante un breve período de la transición a la democracia, entre 1975 y 1977, la búsqueda de credibilidad sería un éxito. Sin embargo, a largo plazo, precipitaría la caída electoral del PCE.
Aunque Carrillo proyectaba una imagen cada vez más liberal a la prensa burguesa, siguió liderando el PCE con mano de hierro, tal como quedó demostrado cuando surgieron discrepancias sobre la revolución portuguesa, que, según dijo en un primer momento, daba relevancia al Pacto por la Libertad. Su enfrentamiento con Moscú debido a la invasión soviética de Checoslovaquia ya había provocado algún conflicto con Alvaro Cunhal, secretario general del Partido Comunista portugués. Ahora, Carrillo se sentía obligado a distanciarse del compromiso de este último con la creación en su país de un socialismo al estilo de Europa del Este, y describía la política de Cunhal como «un buen ejemplo de cómo no hacer una revolución». Así, Carrillo no solo causó un considerable disgusto en Moscú, del cual pudo derivar una mayor credibilidad, sino que también corría el peligro de precipitar una división interna en el seno del partido. Los estalinistas más veteranos y los izquierdistas más jóvenes del PCE mostraban entusiasmo por Cunhal, ya que creían que su política era crucial si querían evitarse en Portugal los problemas que había afrontado Salvador Allende en Chile[29]. Como era habitual en él, Carrillo declaró que era sobradamente capaz de gestionar la disidencia interna con respecto al país vecino: «Puede que haya tendencias cunhalistas en el PCE, pero puedo decir que, hasta el momento, tengo la situación bajo control»[30].
De hecho, la actitud de Carrillo contrastaba de manera extraña con la euforia inicial con la que había acogido los acontecimientos del 25 de abril de 1974. Sin embargo, los términos que empleó al principio en referencia a la revolución ofrecen una pista de su aparente cambio de parecer. En una retransmisión radiofónica a España realizada el 26 de abril, Carrillo aseguraba que los sucesos en Portugal se asemejaban a su escenario para el futuro del país, un Pacto por la Libertad basado en una amplia coalición de la clase trabajadora y las fuerzas burguesas liberales, además de sectores de la Iglesia, el Ejército y la oligarquía industrial y financiera, para derrocar la dictadura y establecer un socialismo democrático pluralista[31]. Mientras Cunhal pareció limitarse a esto, fue aplaudido con entusiasmo por Carrillo. Una vez que el líder portugués empezó a abogar por una forma de socialismo más sectaria, el entusiasmo inicial de Carrillo empezó a desvanecerse. Incluso antes de la crisis checa, el secretario general había intentado combatir ansiosamente casi cuarenta años de rabiosa propaganda anticomunista y las preocupaciones, incluso en los círculos liberales, por la falta de democracia en el Bloque Soviético. Estaba decidido a impedir que sus esfuerzos se viesen enlodados por los devaneos revolucionarios de Cunhal al haber afirmado ya en 1967: «Nadie —y menos que nadie el Partido Comunista— piensa hoy en hacer la revolución comunista. La disyuntiva que se ofrece al país es: dictadura reaccionaria y fascista o democracia». Como había dicho a Nicolás Franco en agosto de 1974, el PCE colaboraría con cualquier Gobierno que liberara a prisioneros políticos, ofreciera una amnistía general y brindara libertades políticas[32].
En aquel momento, Carrillo estaba dispuesto a arriesgar el distanciamiento de muchos militantes del partido, ya que percibía que su labor primordial consistía en convencer a sus aliados potenciales en España de que era cualquier cosa menos un revolucionario peligroso. Por ello, manifestó su disposición a trabajar dentro del marco de una monarquía: «No somos aventureros que ondean sistemáticamente la bandera de la agitación social». Incluso aceptó la posibilidad de que participaran políticos franquistas en un futuro Gobierno de unidad nacional[33]. Tras el controvertido y agresivamente moderado Demain l’Espagne, esas afirmaciones —en especial el abandono del compromiso del PCE con el restablecimiento de la República— causaron una profunda inquietud en las filas del partido[34]. Esta tensión interna era la más grave que había experimentado el PCE desde su traumático enfrentamiento con Moscú por la invasión checa. Aunque la reacción de Carrillo a la revolución portuguesa y sus comentarios conciliadores sobre una futura monarquía tuvieron unas consecuencias menos dramáticas que las experimentadas por el partido en 1968, compartían ciertas características. Ansioso por salvaguardar la credibilidad del Pacto por la Libertad, Carrillo no podía decir a sus potenciales aliados burgueses que era un socialdemócrata al tiempo que condonaba las actividades antidemocráticas de otros comunistas extranjeros.
La extrema izquierda fue contundente y virulenta en su denuncia de la Junta, lo cual no fue ninguna sorpresa habida cuenta de la negación de las realidades de la lucha de clases que contenía su manifiesto. Los maoístas, los trotskistas, los anarquistas e incluso la oposición izquierdista interna del PCE se unieron para condenar lo que se describía como la claudicación de Carrillo ante la alta burguesía[35]. Carrillo podía argumentar de forma plausible que el realismo exigía tal compromiso. Había llegado a creer, al igual que Claudín y Semprún antes que él, que la alianza con la burguesía era el requisito previo esencial para derrocar al régimen. Si el precio que había que pagar era el desarme ideológico, entonces se pagaría. Carrillo pensaba que tenía más sentido aspirar al objetivo factible de establecer un régimen de libertades democráticas que al imposible, al menos en el futuro inmediato, que era acabar con el capitalismo español. No obstante, sus afirmaciones discordantes de que estaba aplicando el «método marxista-leninista» indican que estaba desesperado por mantener cierta legitimidad ideológica ante las críticas vertidas desde su propio partido. Fue precisamente su conciencia de las necesidades de la imagen de su formación lo que acercó a Carrillo a Enrico Berlinguer, secretario general del PCI.
El 11 de junio de 1975, Carrillo y Berlinguer pronunciaron sendos discursos en un mitin masivo en Livorno, y ambos partidos emitieron después una declaración conjunta. Su lenguaje moderado y liberal constituía un claro intento de los partidos italiano y español por establecer una distancia con los partidos portugués e incluso francés. Carrillo declaró con benevolencia que, si el PCE llegaba al poder, abandonaría el Gobierno en caso de una derrota electoral[36]. El PCI gozaba de una importante ventaja con respecto al PCE. Como partido opositor legal, podía publicitar libremente sus ideas y crear ejemplos concretos de administración comunista, como la de Bolonia. En sus críticas a Cunhal y en sus discursos en Italia, Carrillo estaba apostándolo todo por demostrar su compromiso con el socialismo pluralista. Sin embargo, su compromiso con el pluralismo no lo aplicaba a su propio partido. En los años ochenta, cuando el PCE acabó desapareciendo del paisaje democrático, como hicieron otros partidos comunistas, la causa no fue solo la caída de la Unión Soviética, como sucedió en otros países. En España tuvo mucho que ver con la desilusión de las bases con el propio Carrillo y sus métodos autocráticos.
Con Franco todavía vivo, se produjo cierto estancamiento. En última instancia, el Gobierno, confiado en sus poderes de represión, aunque un tanto confuso sobre su evolución futura, adoptó una línea cada vez más dura a lo largo de 1975. Un estado de excepción de tres meses decretado en el País Vasco el 25 de abril desencadenó una operación masiva de terror policial contra la población. En junio, la creación de la Plataforma de Convergencia Democrática aunó al PSOE con la Unión Social-Demócrata Española de Dionisio Ridruejo, los democristianos de Izquierda Demócrata Cristiana de Joaquín Ruiz-Giménez y varios grupos regionalistas, entre ellos el Partido Nacionalista Vasco. Dominada por el PSOE, la Plataforma estaba un poco más abierta a la posibilidad de diálogo con los reformistas del régimen que la Junta Democrática, que seguía comprometida con la eterna estrategia de Carrillo de huelgas y manifestaciones de masas. Sin embargo, la sed de sangre del régimen ayudó a superar la desconfianza residual de los socialistas hacia el PCE, al punto de que los dos frentes de la oposición entablaron negociaciones para su posterior unificación.
El 26 de agosto, el Gobierno aprobó una ley antiterrorista de gran envergadura que exponía a toda la izquierda a acciones policiales indiscriminadas y draconianas. Además de endurecer la censura y secuestrar numerosas publicaciones, el régimen parecía estar volviendo a los hábitos de los años cuarenta, algo que demostró brutalmente la ejecución de cinco presuntos terroristas de ETA y el FRAP el 27 de septiembre. Una oleada de miedo y descontento acompañó a la agonía de Franco y fortaleció el prestigio de la Junta. No obstante, pese al éxito relativo de los tres días de acción democrática convocados por la Junta en Madrid, no se acercaba ni remotamente a la gran Huelga Nacional Política que, en los sueños de Carrillo, derrocaría la dictadura[37]. La brutal ineptitud de la conducta del régimen infundió mayor atractivo al llamamiento de Carrillo a la creación de un frente amplio para imponer la «ruptura democrática». Las ejecuciones contribuyeron a disipar la desconfianza de los socialistas hacia el PCE. Con la esperanza de acelerar el derrumbamiento de la dictadura, se realizaron esfuerzos aún más frenéticos por unir a la Junta y la Plataforma. Se creó un comité de enlace, y un comunicado conjunto emitido el 30 de septiembre defendía una «ruptura democrática» con el régimen[38]. Era irónico ver a la dictadura de Franco ayudando a Carrillo en su batalla por la credibilidad.
La confianza de la oposición fue a más tras la muerte de Franco el 20 de noviembre. No es de extrañar que la izquierda recibiera la coronación de Juan Carlos con titulares en su prensa clandestina que proclamaban «¡No al Rey impuesto!» y «No al Rey franquista»[39]. Pese a un notable incremento de la actividad terrorista de la derecha, el PCE intensificó sus llamamientos a una «acción democrática nacional», un eslogan que, a modo de gesto hacia la Plataforma, sustituía a lo que en su día había sido la Huelga Nacional Política. Las manifestaciones multitudinarias a favor de la amnistía de prisioneros políticos y las huelgas industriales a gran escala se propagaron durante los primeros meses de 1976, en parte como respuesta a los llamamientos del PCE, pero, sobre todo, en un reflejo del gran deseo popular de cambio político. En enero de 1976, Madrid quedó paralizada por una huelga organizada por Comisiones Obreras[40]. En febrero, la Assemblea de Catalunya movilizó a unas cien mil personas en manifestaciones pro amnistía celebradas en domingos sucesivos[41]. Los instintos franquistas de Arias Navarro y Manuel Fraga, su ministro de Gobernación, se reflejaron en la violencia de las cargas policiales destinadas a dispersar las manifestaciones por la amnistía. Lo mismo podría decirse de la militarización de los trabajadores del metro y el ferrocarril y los carteros de Madrid. El malestar entre los trabajadores se intensificó aún más debido a la imposición de una congelación salarial por parte del Gobierno. A la luz de ese fermento, Carrillo se atrevió a anunciar el 6 de enero de 1976, ante una boquiabierta ejecutiva, que su lugar estaba en España[42]. Varios miembros del comité, entre ellos Manuel Azcárate e Ignacio Gallego, ya disponían de pasaporte y se encontraban en el país. Sin embargo, a Carrillo le era imposible conseguir un documento oficial, puesto que su concesión habría equivalido a la legalización del PCE.
Domingo Malagón, el experto falsificador del PCE, le proporcionaría papeles falsos. El traslado sería organizado por Teodolfo Lagunero. Insistiendo en que su cobertura de empresario exigía una vestimenta adecuada, Lagunero llevó a Carrillo a una de las sastrerías masculinas más elegantes de Cannes y le compró un traje, zapatos, camisas, corbatas y un magnífico abrigo de cachemir. Luciendo peluca y lentes de contacto a modo de disfraz, Carrillo cruzó la frontera el 7 de febrero en el Mercedes de Rocío, la mujer de Lagunero. Vivieron momentos de pánico cuando el coche fue registrado exhaustivamente en la aduana, pero llegaron a Barcelona sin más incidentes y comieron en el puerto antes de continuar camino de Madrid. Habían transcurrido treinta y siete años desde su huida de España. Al día siguiente, Carrillo se instaló en un chalet adquirido por Lagunero en la recóndita calle Leizarán, situada en el elegante barrio madrileño de El Viso. Poco después se unió a él una joven militante del PCE, Belén de Piniés y Nogués, que sería su secretaria y le ofrecería coartada. Belén provenía de una renombrada familia conservadora. Había sido elegida para su papel por Pilar Brabo, una de las jóvenes más destacadas del comité ejecutivo, en buena medida porque su pasado familiar atenuaba cualquier posible sospecha. Su padre, Vicente, era seguidor de don Juan y había asistido a la reunión de Múnich, y su tío, Jaime de Piniés, había sido embajador de Franco en Londres y ante Naciones Unidas. Belén había sido pareja de Enrique Curiel, otro miembro relevante del PCE, pero en adelante consagraría su vida a Carrillo. Al hacerlo, estaba desplazando a Pilar Brabo, quien hasta entonces había ocupado el puesto de doncella del gran hombre[43].
Carrillo tenía que aceptar que las posibilidades de una «acción democrática nacional» se limitaban a Madrid y Barcelona, puesto que la situación en el País Vasco escapaba al control comunista, cosa que comprendió poco después de su llegada a España. Una huelga de dos meses en la ciudad de Vitoria culminó en una manifestación masiva el 3 de marzo. Cuando los trabajadores salían de la iglesia de San Francisco, fueron víctimas de las cargas de la policía antidisturbios. Tres personas murieron en el momento y más de setenta resultaron heridas de gravedad, de las cuales dos más fallecieron días después. En señal de protesta se convocó una huelga general en todo el País Vasco, organizada por un amplio espectro de fuerzas locales, incluida ETA. Carrillo concluyó que Fraga, a quien recordaba del caso de Grimau, tenía «madera de un déspota sanguinario». Por tanto, urgía una mayor unidad con la Plataforma, lo cual ya había quedado claro dos semanas antes. El 20 de febrero, tras una reunión conjunta celebrada en la Universidad de Madrid que contó con la participación de Pablo Castellanos, del PSOE, el democristiano Joaquín Ruiz-Giménez y Simón Sánchez Montero, solo este último fue detenido. Carrillo lo interpretó como un mensaje del Gobierno que indicaba que solo se toleraría a los grupos situados a la derecha del PCE. Así pues, decidió que, para retar al Ejecutivo, la unidad era crucial[44]. Conseguirlo sumiría a Carrillo en un grave problema.
En la búsqueda de unidad entre la oposición, Carrillo había moderado sus declaraciones hasta tal punto que se vio expuesto a agresivas críticas de grupos de la izquierda, que aseguraban que estaba haciéndole el juego a la oligarquía[45]. Demasiada tibieza podía lastrar el ímpetu de la campaña de movilizaciones masivas, además de difuminar la identidad del PCE. Tal como demostró la detención de Sánchez Montero, el éxito relativo de la campaña estaba empujando al Gobierno a intentar comprar al PSOE o a los democristianos. El primer Ejecutivo de Juan Carlos estaba presidido por Arias, pero contenía a franquistas presuntamente «liberales» como José María Areilza. Si Arias esperaba resolver la crisis por medio de una reforma tímida y cosmética, la evidencia de la militancia popular estaba obligando a algunos miembros de su Gabinete a aceptar que la supervivencia de la monarquía pasaba por un compromiso más positivo con el cambio democrático. Esto podía conllevar un pacto con las fuerzas que fueron incorporadas a la Plataforma y la exclusión del PCE de las posteriores disposiciones. El temor a ser traicionado por otros grupos de la oposición rondaba siempre los pensamientos de Carrillo[46].
Para contrarrestar la imagen franquista que proyectaban Arias y Fraga, en marzo de 1976, Juan Carlos envió a un diplomático no oficial, su amigo Manuel Prado y Colón de Carvajal, a una misión clandestina en la que se reuniría con Nicolai Ceaucescu, presidente de Rumanía. Puesto que Ceaucescu supuestamente ejercía una gran influencia en Carrillo, la tarea de Prado consistía en convencerlo de las intenciones puramente democráticas del rey y alentarlo a ser paciente y no abogar por la legalización del Partido Comunista durante al menos dos años. Para trasladarle el mensaje en persona, Ceaucescu pidió a Carrillo que viajara a Bucarest, cosa que no podía hacer hasta principios de mayo. Entonces, aunque satisfecho por las aspiraciones reformadoras del rey, pidió a Ceaucescu que transmitiera que el Partido Comunista de España seguiría luchando por la legalización al mismo tiempo que los otros partidos. Carrillo estaba decidido a hacer todo lo posible por mantener la presión popular por el cambio, aunque en algunos editoriales extremadamente perceptivos en Mundo Obrero reveló su disposición a hacer concesiones[47].
Aunque vivía clandestinamente en Madrid, realizó numerosas visitas al extranjero que, para mantener la ficción de su residencia en París, conllevaban complejos planes de viaje que requerían los servicios de Teodolfo Lagunero[48]. Uno de esos viajes lo llevaría a Roma, donde hizo una importante declaración pública. Consciente de la posibilidad de quedar fuera de juego, había decidido modificar la postura del PCE en varias cuestiones a fin de impedir un esfuerzo del Gobierno por adueñarse de la izquierda moderada. En una reunión de la ejecutiva del PCE celebrada el 20 de marzo, abandonó los hasta entonces insistentes llamamientos del partido a una ruptura absoluta con el régimen, a la marcha de Juan Carlos y a la creación de un Gobierno provisional. Ahora proponía un pacto de unidad basado en el eslogan «ruptura pactada»[49]. Sin quererlo, Manuel Fraga demostró que se trataba de una estrategia inteligente. Desoyendo los consejos del creciente campo liberal del Gabinete, el 29 de marzo, Fraga ordenó la detención de Antonio García Trevijano, el abogado juanista, Marcelino Camacho, líder de Comisiones Obreras, y otros cuando se reunieron para anunciar el lanzamiento de la Plataforma y la Junta Democrática unificadas[50].
El anuncio formal de la fusión de ambas en Coordinación Democrática fue realizado el 4 de abril. Esto significaba el final de la esperanza que abrigaba Carrillo de derrocar al régimen. A partir de entonces, el énfasis recaería en la negociación con el Gobierno y la ampliación del frente opositor para incluir a grupos de centro y centro-derecha. Aceptando que sus predicciones anteriores eran erróneas, Carrillo se aseguró de que el PCE no fuese ignorado. A cambio de ofrecer la capacidad de su partido para la movilización popular, estaba garantizándose un papel en las negociaciones. En otras palabras, su moderación facilitó la coincidencia de la presión popular por el cambio y la insatisfacción de la élite económica con las estructuras franquistas que Claudín había pronosticado doce años antes. La combinación de la táctica comunista de movilizaciones de masas con el nacimiento de una amplia y respetable coalición de fuerzas tenía que garantizar que se produjera un cambio y que tuviera lugar sin un derramamiento de sangre[51].
A principios de julio, Carrillo asistió a una conferencia de partidos comunistas y obreros en Berlín oriental. Si bien había sido inspirada por el PCI y el Partido Obrero Unificado polaco, su intervención fue la que causó un mayor impacto. Carrillo expresó su compromiso con una visión liberal y pluralista del socialismo y afirmó con rotundidad que los comunistas de Europa no estaban sometidos a una autoridad central ni seguían una disciplina internacional. Aunque esto disgustó a sus camaradas que todavía reconocían el papel de guía de Moscú, su discurso no sorprendió a nadie teniendo en cuenta la necesidad de consolidar Coordinación Democrática y presionar al Gobierno. Lo extraordinario, si volvemos la vista atrás, fue su desprecio a la etiqueta periodística de «eurocomunismo» por esa moderación. «El término es desafortunado», declaró. «No existe un eurocomunismo, porque partidos comunistas no europeos, como el japonés, no pueden ser incluidos en esta denominación.»[52] El paso del tiempo hizo que ese rechazo se antojara irónico, ya que, en el momento en que se produjo, Carrillo estaba escribiendo dos obras que, cada una a su manera, serían textos fundamentales para la doctrina eurocomunista. En su escondite madrileño, aprovechó su ociosidad forzada para escribir el libro Eurocomunismo y Estado y el extenso informe De la clandestinidad a la legalidad.
A su regreso a España descubrió que la existencia de una oposición unificada con capacidad para convocar huelgas y manifestaciones de masas había obligado a Juan Carlos a acelerar su programa de liberalización política. A comienzos de julio y, al parecer, por consejo de Estados Unidos, el rey exigió la dimisión de Arias y lo sustituyó por Adolfo Suárez. En vista del pasado falangista de este último, la oposición se sintió horrorizada. Por este motivo, se convocaron grandes manifestaciones por las libertades políticas y la amnistía para la segunda semana de julio con un éxito considerable. Suárez no tenía ninguna duda de que era necesaria una rápida y exhaustiva reforma si había que resolver la crisis sin una violencia generalizada[53]. De hecho, Carrillo, que creía que Juan Carlos sustituiría a Arias por Areilza, esperaba poco de Suárez. No obstante, en respuesta a una declaración televisada de Suárez en la que expuso que no intentaría perpetuar el franquismo, Carrillo tuvo el inteligente gesto de tender una ramita de olivo. Escribiendo sobre «la precaria ascensión de Suárez», decía: «Reconozco que sus palabras en televisión fueron sensatas», y especulaba sobre la posibilidad de que fuese el instrumento para la «ruptura pactada»: «Cuando escribo no hay todavía gobierno ni programa y prefiero dejar al primer ministro el beneficio de la duda. Ese es el dilema en que se halla Suárez; también el Rey Juan Carlos»[54].
Carrillo decidió poner a prueba a Suárez haciendo que los miembros de la ejecutiva que se encontraban legalmente en España solicitaran un permiso formal para celebrar una reunión del Comité Central en Madrid. La idea era que la publicidad generada por la inevitable negativa perjudicara al Gobierno. Por el contrario, la reunión se celebraría públicamente en Roma del 28 al 31 de julio de 1976, y en ella todos los presentes utilizarían sus nombres reales. De este modo se planteó al Gobierno el inteligente desafío de que detuviera a personas bastante famosas. El discurso de Carrillo constituyó una aplicación directa a España de las ideas e ideales asociados al «eurocomunismo». Menos teórico y universal que el libro, su informe era una declaración clara de cómo deseaba ser visto el PCE en España: como un partido totalmente independiente de Moscú, comprometido con un modelo pluralista de la democracia socialista, con medios pacíficos y democráticos para conseguirlo, y dispuesto a respetar diferencias ideológicas y religiosas e incluso veredictos hostiles del electorado. Además de ser un golpe publicitario importante, el pleno de Roma formaba parte de la política a largo plazo del PCE para «salir a la superficie», alcanzar la democracia retando al Gobierno a tolerar la existencia del partido o a mostrar sus auténticos colores al tomar acciones represivas. Carrillo aprovechó su discurso en Roma para arrojar dudas sobre la capacidad reformadora de Suárez y para realizar un llamamiento a la amnistía, a un Gobierno provisional de reconciliación nacional y a la elección de una asamblea constituyente. También dejó claro que el proceso del «retorno a la superficie» continuaría, anunciando que el PCE iniciaría la distribución abierta de carnés del partido en otoño[55].
Ninguno de los delegados de España fue detenido a su regreso al país, tal vez por la presencia en el pleno de una amplia variedad de personalidades políticas de Italia y la península Ibérica. De hecho, a principios de agosto, Suárez anunció una gran amnistía de presos políticos (que no fuesen terroristas condenados por delitos de sangre). No obstante, como había dejado claro su informe en Roma, Carrillo todavía concebía la «ruptura pactada» como una negociación entre Gobierno y oposición que conduciría necesariamente a un pacto para un Ejecutivo provisional que luego presidiría unas elecciones libres a las Cortes Constituyentes. Si el tenue optimismo de Carrillo con respecto a Suárez se vio alimentado por la amnistía, se vio gravemente socavado por un incidente menor que tuvo lugar poco después de la reunión de Roma. Carrillo solicitó un pasaporte en la embajada española en París y fue recibido cordialmente por el embajador, Miguel María de Lojendio Irure, a quien desveló que había vivido clandestinamente en España. Lojendio le dijo que creía que sería posible, pero que tendría que consultarlo con el Ministerio de Asuntos Exteriores. Al recibir el informe de Lojendio, Suárez lo relevó inmediatamente de su puesto[56]. No es de extrañar que el PCE recibiera el programa de gobierno de Suárez con incredulidad y que denunciara que sus intenciones de buscar diálogo con la oposición eran pura palabrería[57].
La amenaza de Carrillo de distribuir carnés del partido se materializó con la entrega de doscientos mil a finales de octubre. Asimismo, el PCE tenía oficinas en la madrileña calle Peligros. Aunque no se advertía ningún cartel de grandes dimensiones en el exterior, no había secreto alguno sobre su naturaleza[58]. Poco después, vendría respaldada por otra amenaza. Carrillo, que estaba de vacaciones en la casa de Lagunero en Cannes, envió a este a Madrid para hablar con su amigo Aurelio Menéndez, ministro de Educación del Gabinete de Suárez. Su mensaje fue que, si Carrillo no recibía su pasaporte, celebraría una rueda de prensa en la capital en presencia de periodistas de fama internacional como Oriana Fallacci, Marcel Niedergang y otros corresponsales influyentes. Menéndez pidió a Lagunero que le dijera a Carrillo que tuviese en cuenta lo fácil que sería provocar al búnker. Estaba librándose una batalla entre Suárez y Carrillo y el resto de la oposición por el control del proceso de transición. Suárez solo podía tomar la iniciativa mediante una combinación de concesiones importantes y esfuerzos por dividir al frente unido de la oposición. Esperaba así obligar a Carrillo a pasar de marcar el ritmo de las exigencias de la oposición a una postura más defensiva en la que trataría de garantizar que el PCE no quedara aislado. Suárez envió a José Mario Armero a Cannes para exhortar a Carrillo a que no imposibilitara la transición con acciones provocadoras[59].
Con todo, la presión recaía en Suárez. El 4 de septiembre, una gran variedad de grupos liberales, socialdemócratas y democristianos se reunió en el Eurobuilding de Madrid para debatir la unidad con Coordinación Democrática y varios frentes regionales de la oposición[60]. Lo único que salió de la reunión fue la creación de un comité de enlace, pero Suárez se vio obligado a acelerar los preparativos para la presentación de su proyecto de reformas políticas. El 8 de septiembre esbozó sus planes delante del alto mando de las fuerzas armadas, constituido por hombres embebidos del anticomunismo visceral de la dictadura. Insistiendo en que procedería en todo momento de acuerdo con la ley, Suárez les aseguró que el Partido Comunista no podía ser legalizado porque las lealtades internacionales que contenían sus estatutos suponían un incumplimiento del Código Penal. Sin embargo, no mencionó que mediante sus contactos indirectos con Carrillo a través de Armero cabía la posibilidad de un cambio en dichos estatutos y, por tanto, la legalización del PCE. Con el respaldo de Juan Carlos, los planes de Suárez fueron aceptados a regañadientes. La mayoría de los mandos castrenses estaban convencidos de que habían sido engañados por Suárez[61].
El 10 de septiembre, tras conseguir la aceptación del Ejército, Suárez presentó su proyecto para la reforma del país. Puesto que fue su Gabinete el que propuso la celebración de elecciones antes de mediados de 1977, y dado que no se planteaba que Suárez dimitiera y fuese sustituido por un Gobierno provisional de fuerzas de la oposición, Carrillo emitió una declaración el 15 de septiembre, en principio del Comité Ejecutivo del PCE, en la que denunciaba vehementemente el texto, tildándolo de «ley impositiva, de fraude de la libertad y la soberanía popular»[62]. El PCE exigió la legalización previa de todos los partidos políticos, pero Suárez siguió adelante con su proyecto. Muchos miembros de la oposición estaban agradablemente sorprendidos por el grado en que estaba liberalizándose la vida cotidiana. La prensa funcionaba con normalidad, los grupos políticos situados a la derecha del PCE no encontraban trabas, el PSOE estaba preparándose para celebrar su XXVII Congreso e incluso el PCE podía dedicarse a sus menesteres en España, aunque de manera no oficial. La iniciativa benefició a Suárez, quien pudo insinuar a socialistas y democristianos que haría más concesiones si no importunaban y provocaban al Ejército insistiendo en la legalización del PCE[63]. Suárez estaba tratando de utilizar hábilmente la cuestión para abrir una brecha en la oposición e imponer cautela a Carrillo. Así, aunque en septiembre Felipe González se había mostrado firme en que la legalización del Partido Comunista era un requisito innegociable de la democracia, a finales de noviembre, argumentaba que era poco realista insistir en ello[64]. Ante la evidencia de la imposibilidad de imponer el cambio contra la voluntad del Ejército y del hecho de que las cosas no dejaban de avanzar bajo la dirección de Suárez, la oposición no podía sino acceder.
No obstante, Carrillo se anotó algunas victorias menores. El 21 de octubre, su esposa, Carmen, y sus hijos regresaron legalmente a España, aunque él permaneció en la clandestinidad. El 27 de octubre, cuando Ignacio Gallego apareció en su Jaén natal, cien mil personas acudieron a recibirlo. Entretanto, el 23 de octubre, Coordinación Democrática se unió a cinco frentes regionales: la Taula de Forces Polítiques i Sindicals del País Valencià, las Assemblees de Mallorca, Menorca e Ibiza, la Assemblea de Catalunya, la Coordinadora de Fuerzas Democráticas de las Islas Canarias y la Taboa Democrática de Galiza. Sabedor de que Suárez pretendía celebrar un referéndum sobre su proyecto reformista, el nuevo frente unido de oposición, conocido como Plataforma de Organismos Democráticos, emitió un comunicado el 5 de noviembre en el que aseguraba que boicotearía la votación a menos que el Gobierno aceptara la legalización de partidos políticos y sindicatos, la amnistía para los presos y exiliados políticos, el reconocimiento de las libertades de expresión, reunión y manifestación, y la derogación de la ley antiterrorista[65].
Tanto Suárez como Juan Carlos eran conscientes de que para instaurar una democracia de forma plausible habría que legalizar el Partido Comunista. Las dificultades que experimentaba el rey quedaron ilustradas en una cena a la que asistió el 10 de noviembre en casa de su hermana, la infanta doña Pilar. Aparte de Juan Carlos y la reina, entre los invitados figuraban don Juan, José Mario Armero y la elegante aristócrata rubia Carmen Díez de Rivera, jefa de gabinete de Suárez. El rey, amigo íntimo de la esbelta Carmen, le había pedido que abordara el tema de la legalización del PCE. Años después dijo: «Yo había sido comandada a que lo soltara, a ver qué pasaba». Al hacerlo, en la habitación se impuso un gélido silencio[66]. Las reacciones de quienes estaban sentados a la mesa reflejaban las de la alta sociedad de Madrid y, por tanto, no eran muy distintas de las de los mandos castrenses.
La gran huelga general convocada para el 12 de noviembre se planteó en términos económicos y no políticos. Sus eslóganes eran protestas contra la congelación salarial y los despidos, si bien las inferencias políticas eran bastante claras. Participaron más de un millón de trabajadores, pero no se desbordó hasta convertirse en la gran acción nacional contra la reforma de Suárez que Carrillo esperaba. Ello obedecía en gran medida a las elaboradas precauciones adoptadas por el ministro de Gobernación, Rodolfo Martín Villa. En cuanto recibió informes secretos sobre los preparativos de la huelga, organizó un comité para elaborar una contraestrategia. Dicho comité estaba compuesto por expertos en orden público, telecomunicaciones, tráfico y espionaje. La policía detuvo a líderes obreros en Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao y Sevilla. De ese modo neutralizaron los centros neurálgicos del movimiento y limitaron perceptiblemente su impacto. Carrillo no lo consideró un fracaso[67]. En su diario lo describía como «un gran éxito», casi como si se hubieran cumplido sus sueños de la HNP[68].
El fracaso de la huelga permitió a Suárez presentar su proyecto en las Cortes franquistas. Una cumbre de la Plataforma de Organismos Democráticos y otros grupos celebrada el 27 de noviembre reafirmó muchas de las demandas de la declaración inaugural del 4 de noviembre. Sin embargo, la condición esencial de un Gobierno provisional de «consenso democrático» que supervisara las futuras elecciones fue desechada. Ahora se había allanado el terreno para que un «comité de personalidades» de la oposición negociara con el Gobierno. Carrillo estaba cada vez más preocupado por el posible aislamiento del PCE. En adelante, su objetivo prioritario sería la legalización. A mediados de noviembre empezó a correr el rumor de que estaba viviendo en Madrid. A través de Armero, había informado al Gobierno de que se encontraba en España y estaba a punto de hacerlo público. El 20 de noviembre, en una concurrida manifestación que coincidió con el primer aniversario de la muerte de Franco, partidarios de la extrema derecha habían cantado: «Regresa Carrillo, te haremos picadillo». Pese a las preocupaciones por su seguridad, el 22 y el 23 de noviembre apareció en la televisión francesa paseando por Madrid en un coche conducido por Belén de Piniés[69].
El viernes 10 de diciembre convocó una rueda de prensa clandestina en la capital. Congregar a setenta periodistas españoles y extranjeros delante de las narices de la policía supuso un logro organizativo increíble. Se trataba de una estratagema deliberada para presionar al Gobierno. El acto en sí era una provocación, pero las palabras de Carrillo fueron conciliadoras: «Todo el mundo sabe que nosotros no aprobamos la forma en que el rey ha ocupado el trono. Pero el rey está ahí. Es una realidad… Si la mayoría del pueblo se pronuncia por una monarquía constitucional y parlamentaria, los comunistas acataremos como siempre el fallo del pueblo español». Asimismo, afirmó que, en caso de que el PCE pudiera participar en las elecciones, colaboraría en la elaboración de un contrato social para lidiar con la crisis económica. Con su habitual humor seco, se ofreció incluso a reunirse con Juan Carlos para explicarle en persona la postura comunista. La cobertura mediática fue masiva, y en su diario comentó: «Esta salida bien vale diez meses de catacumbas»[70].
Cuando se celebró el referéndum el 15 de diciembre, pese a las llamadas a la abstención de la Plataforma de Organismos Democráticos y, en especial, de los comunistas, el proyecto fue aprobado por un 94 por ciento de los votos. Un mes antes, Carrillo ya había aceptado que el Gobierno obtendría el resultado que quisiera[71]. El hecho de que un proyecto de esa índole se sometiera a referéndum supuso, en términos generales, un gran triunfo para la oposición. Con todo, el error táctico de la abstención puso de relieve el grado en que Suárez marcaba el ritmo. Sin embargo, la rueda de prensa fue un golpe maestro por parte de Carrillo que le permitió recuperar parte de la iniciativa. El Gobierno se puso furioso y ordenó su arresto, aunque la policía no dio con él hasta el 22 de diciembre. El Partido Comunista había aprovechado el tiempo para preparar una campaña masiva a favor de su liberación. En cuestión de horas había pintadas por todo Madrid que exigían su puesta en libertad y mensajes al Gobierno enviados por embajadores extranjeros. Una delegación de relevantes miembros del partido fue recibida en la oficina de Suárez por Carmen Díez de Rivera. Para el malestar del presidente, esto fue interpretado por la prensa como un importante paso hacia la legalización del PCE. En cualquier caso, mantener a Carrillo en prisión o someterlo a juicio habría minado enormemente la credibilidad de Suárez. No obstante, mientras se encontraba en la Dirección General de Seguridad, Carrillo fue objeto de humillaciones por parte de los policías que lo custodiaban. Al cabo de una semana, Suárez ordenó su liberación y lo que constituía un paso notable hacia la legalización. A partir de entonces no necesitó la peluca, que había entregado a uno de los agentes que lo interrogaron tras su detención. Carrillo decidió irse a vivir con su familia pero, ante las numerosas amenazas de muerte, regresó a la casa de El Viso[72].
Durante el mes de enero de 1977, Carrillo y Suárez negociaron a distancia y a través de José Mario Armero y Jaime Ballesteros, del aparato del PCE en Madrid. El partido presionó para que se autorizaran sus mítines; el Gobierno, por su parte, instó al PCE a aprovechar su influencia en Comisiones Obreras para contener la militancia industrial. Sin embargo, la puesta en libertad de Carrillo y los indicios cada vez más sólidos de que el PCE iba camino de recuperar su estatus legal desembocaron en un despiadado contragolpe de la extrema derecha. En respuesta a la amnistía y la creciente presencia pública del PCE, la derecha organizó iniciativas para bloquear el programa de reforma política de Suárez. Una de las más eficaces fue el misterioso grupúsculo GRAPO (Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre), supuestamente marxista-leninista, que anunció su aparición con una campaña de atentados con bomba. Al menos tres ministros de Suárez —el general Manuel Gutiérrez Mellado (Defensa), Rodolfo Martín Villa (Interior) y Enrique de la Mata Gorostizaga (Sindicatos)—, además de miembros destacados del PCE, estaban convencidos de que en el GRAPO había infiltrados de la extrema derecha y elementos de la policía, o incluso de que había sido creado por ellos.
El ascenso años después de uno de sus líderes, Pío Moa, como una exitosa celebridad derechista de los medios de comunicación renovó las sospechas. Moscú y Pekín se habían negado a reconocer al GRAPO[73]. El día después de la rueda de prensa de Carrillo y solo cuatro días antes del referéndum de diciembre, el GRAPO había secuestrado a Antonio María de Oriol y Urquijo, presidente del Consejo del Estado, en su día ministro de Justicia de Franco y figura clave de la clase dirigente conservadora. Su secuestro fue una provocación destinada a convencer a los franquistas ortodoxos de que el proyecto de reforma de Suárez y la creciente tolerancia hacia los comunistas significaban un retorno al desorden y la violencia asociados a la Segunda República.
Los esfuerzos del GRAPO por desbaratar la transición proseguirían el 24 de enero de 1977 con el secuestro del general Emilio Villaescusa Quilis, presidente del Consejo Superior de Justicia Militar. Para asombro de los medios, aquel diminuto grupo de supuestos extremistas había logrado llevar a cabo dos sofisticadas operaciones, emitir un torrente de comunicados y evitar a la policía. Villaescusa y Oriol permanecieron en cautividad hasta que fueron liberados por las fuerzas del orden el 11 de febrero[74]. Ninguno de los secuestros tenía sentido desde un punto de vista de izquierdas. El GRAPO afirmaba ser el brazo armado del antes inexistente Partido Comunista de España (reconstruido), una escisión de la Organización Marxista, uno de los grupúsculos pro chinos. Sabiendo que Suárez estaba en contacto con el auténtico PCE para su futura legalización en una España democrática, la única lógica de la acción del GRAPO era difamar a Carrillo y perjudicar al presidente a base de dar la impresión de que estaba poniendo en peligro los logros de Franco. Areilza dijo a Carrillo que la CIA se encontraba detrás de la operación[75].
Como parte de la estrategia derechista de tensión, el mismo día del secuestro de Villaescusa, terroristas ultras asesinaron a cinco personas, cuatro de las cuales eran abogados laboristas de signo comunista, en una oficina del barrio madrileño de Atocha. Los líderes del partido se dieron cuenta inmediatamente de que la intención era provocar una reacción violenta que acabara con cualquier posibilidad de legalización[76]. Carrillo se negó a dejarse provocar y el PCE transmitió apelaciones a la serenidad. En el que había de ser un momento clave de la transición a la democracia, miembros y simpatizantes del Partido Comunista marcharon en silencio en una gigantesca muestra de solidaridad. Tanto Suárez como el rey, quien, según dicen, sobrevoló la marcha en helicóptero, quedaron profundamente impresionados por la demostración de fuerza y disciplina comunista. Sin duda, gran parte de la hostilidad hacia la legalización del PCE se desvaneció gracias a la contención con la que sus partidarios respondieron a la tragedia. Una delegación de líderes de la oposición negoció con Suárez y, a cambio de las promesas de acción contra la violencia del búnker, le ofrecieron una declaración conjunta de Gobierno y oposición para denunciar el terrorismo y hacer un llamamiento al apoyo nacional al Ejecutivo. El gesto significaba que Suárez había sido aceptado públicamente por la izquierda como miembro de las fuerzas democráticas de España[77].
La sagacidad con la que Carrillo buscaba el objetivo inmediato de la legalización quedó ilustrada por su disposición a hacer todas las concesiones posibles a la corona. Tras una cena organizada el 20 de enero de 1977 en el hotel Ritz de Barcelona, en la que la revista Mundo concedía premios a varios políticos, Carmen Díez de Rivera tomó la iniciativa y llamó a Carrillo aparte. Ambos fueron fotografiados mientras hablaban y la prensa otorgó una gran importancia al encuentro. Aunque estaba muy contrariado, Suárez fue lo bastante astuto como para rechazar la dimisión de Carmen y utilizarla como intermediaria con el líder del PCE. Los dos se reunieron de nuevo el 31 de enero y habló a Carrillo del compromiso de su jefe con el cambio y las dificultades que afrontaba. Después organizó para el 27 de febrero una reunión secreta entre Carrillo y el primer ministro José Mario Armero.
Suárez comenzó con el adulador comentario: «Usted y yo hemos estado jugando una partida de ajedrez en la que yo he tenido que mover mis piezas siguiendo las iniciativas de usted». Después expuso las dificultades que afrontaba con el alto mando militar y otros elementos franquistas, y propuso que los comunistas se presentaran a las elecciones como candidatos «independientes». Carrillo se negó de plano y amenazó con montar un escándalo internacional. Sin embargo, a cambio del estatus legal, se mostró dispuesto a reconocer a la monarquía, adoptar la bandera monárquica rojigualda de España y ofrecer su apoyo a un futuro contrato social. Esta asombrosa concesión fue iniciativa suya y relatada únicamente a sus colaboradores más próximos de la ejecutiva[78]. En la reunión se advirtió un proceso de seducción mutua entre esos dos fumadores empedernidos y cínicos consumados. Carrillo estuvo encantado cuando Suárez dijo: «En este país hay dos políticos, usted y yo». En adelante creería que su relación especial con Suárez le otorgaba una importancia única en la política nacional. Además, informó a la dirección del PCE de que no podía contar todo lo que se habló en la reunión porque era un «secreto de Estado»[79].
Tras su acuerdo sobre la legalización, Suárez tenía pocas opciones al margen de permitir que se celebrara una cumbre eurocomunista el 2 de marzo en el hotel Meliá-Castilla en Madrid. Carrillo lo convenció de que sobrevendría un enorme escándalo internacional si trataba de impedir la entrada en España de los líderes de los partidos italiano y francés, Enrico Berlinguer y Georges Marchais. De este modo, y con plena cobertura de los medios de comunicación, Carrillo pudo reunirse con ambos. Al final del encuentro, declaró, sin haberlo consultado con el comité ejecutivo, que el PCE aceptaba la existencia de bases estadounidenses en España. Fue otro paso hacia la legalización[80]. Carrillo devolvió el favor a Suárez. Durante los últimos meses, el presidente había formado apresuradamente un nuevo partido, la Unión de Centro Democrático (UCD), compuesto por un grupo dispar de liberales, democristianos y burócratas franquistas como él mismo. Se habían unido en torno a Suárez porque su acceso a los fondos estatales y su control del patrocinio gubernamental y las cadenas de radio y televisión brindaban la posibilidad de un éxito electoral. A muchos miembros del PCE les preocupaba que la UCD hubiese sido creada como instrumento para garantizar que en la transición a un régimen democrático el verdadero poder del Gobierno se hallara en manos lo bastante conservadoras como para mantener la estructura de poder económico y social ya existente. Muchos comunistas quedaron estupefactos cuando Carrillo declaró que no le importaría que Suárez siguiera como presidente tras las elecciones. Ello reflejaba su errado optimismo de que el PCE y la Alianza Popular de Fraga libraran la auténtica batalla electoral[81].
Para facilitar la legalización, los estatutos del PCE presentados ante la Junta de Fiscales Generales del Tribunal Supremo no fueron los entonces vigentes. El marxismo-leninismo, el internacionalismo proletario y la lucha por destruir el capitalismo eran conceptos ausentes en el texto remitido[82]. De ese modo, Suárez podía asegurar que no traicionaba las garantías ofrecidas a los generales reunidos en septiembre. El 8 de abril, día de Viernes Santo, el tribunal emitió un dictamen según el cual los estatutos no contenían nada que impidiera la inclusión del PCE en el Registro de Asociaciones Políticas. Tanto al rey como a Suárez les preocupaba que el grado de sentimiento anticomunista en el seno del Ejército constituyera un verdadero riesgo de golpe militar. Sin embargo, ambos sabían que sin la legalización del PCE no existiría una democracia plena en España. Era una apuesta enorme, pero necesaria. El 9 de abril, Sábado Santo, Suárez, erróneamente confiado en la aquiescencia del Ejército, anunció la legalización del PCE. Carrillo conoció la noticia en casa de Teodolfo Lagunero en Cannes[83]. El grueso de la élite política y militar de Madrid estaba pasando la Semana Santa fuera de la ciudad, lo cual no hizo sino demorar una violenta reacción negativa que a la postre sería mucho más perjudicial para Suárez que para Carrillo[84].
Como es comprensible, Carrillo estaba encantado con la culminación del «regreso a la superficie» comunista, pero todavía tenía un secreto que revelar y algunas explicaciones complicadas que ofrecer. El primer pleno legal del Comité Central se programó el 14 de abril, coincidiendo con el cuarenta y cinco aniversario de la fundación de la Segunda República. Se celebró en un hotel rodeado de policías, cuya labor consistía en impedir un ataque de elementos de extrema derecha. Corrían rumores de la latente oposición a la legalización entre los altos mandos de las fuerzas armadas. Sin embargo, el 15 de abril, el increíble anuncio de que el PCE debía abandonar la bandera republicana causó consternación y cierta oposición. Según Carrillo, la decisión era inevitable, cosa cierta, ya que Suárez estaba esperando con ansia para ver si se cumplía la parte comunista del pacto alcanzado el 27 de febrero.
Presentando la medida como una demostración de «responsabilidad revolucionaria», insistió en que el PCE todavía se enfrentaba a un peligro considerable. En defensa de su moderación, preguntó retóricamente: «¿Teníamos otra alternativa? ¿Cuál? ¿Sacar las masas a la calle, batirnos frontalmente contra el aparato del Estado? ¿Y a qué nos hubiera conducido eso sino a una derrota brutal que los primeros en reprocharnos serían quizá quienes hoy nos critican la moderación». Teniendo en cuenta la delicada naturaleza de la democracia en España, dijo que la desestabilización y la intervención militar eran un riesgo a evitar a toda costa. Reiteró asimismo la oposición a la legalización que había expresado Manuel Fraga, quien la describió como una amenaza para España, y comentó con sequedad que los insultos de este hacían que la política española pareciese un manicomio: «Ya sabemos que es inútil pedirle al señor Fraga que se calme. Mas para quienes de buena fe se dejen impresionar por sus tremendismos queremos asegurar que nosotros no amenazamos de ninguna manera al señor Fraga». Lejos de buscar un beneficio partidista, Carrillo quería que el PCE formara parte de un amplio «pacto constructivo» hasta que se instaurara una nueva Constitución democrática. Cuando se salió con la suya, se descorrió una cortina y apareció una gran bandera española y se retiró la de la República[85]. Su discurso era el último adiós a la retórica triunfalista de la HNP, que sería reemplazada por una nueva serie de predicciones triunfalistas.
El precio que pagó había sido alto, pero no tenía otra opción. Su pacto con Suárez pretendía impedir la marginación del PCE y que fuese eclipsado por el PSOE en las elecciones. No obstante, el abandono del compromiso del PCE con una república, o al menos con un referéndum sobre el futuro marco constitucional, conmocionó a muchos miembros de las bases. Por añadidura, el hecho de que Carrillo hubiera entablado negociaciones y tomado decisiones sin debatirlo con el resto de la ejecutiva, y mucho menos con el Comité Central, plantó las semillas de un grave conflicto futuro. En marzo, un grupo de abogados del partido ya había protestado por la naturaleza dictatorial de su liderazgo: «Hemos leído múltiples veces que la clandestinidad imponía un cierto predominio del centralismo sobre la democracia y que esta situación acabaría con la legalidad. Ya estamos casi en la legalidad y, sin embargo, debemos lamentar no un crecimiento de los criterios democráticos sino todo lo contrario». Los abogados también pidieron elecciones para todos los altos cargos del PCE. Ni que decir tiene, fueron ignorados y la mayoría se fueron. En 1977 había ciento treinta y ocho abogados en la delegación madrileña del partido; en 1981 quedaban solo veinte[86]. Como lamentaría más tarde Manuel Azcárate: «A nosotros nos tocaba confirmar a posteriori que Carrillo podía tomar los compromisos que le convenían, y luego el Comité Ejecutivo y el Central íbamos detrás como corderitos… No es un problema de honradez, de buena fe o de engaño. Hay un problema político serio que probablemente ha influido sobre la debilidad del PCE en toda la etapa de la transición». En su opinión, Carrillo había vendido demasiado baratos los principios del partido. Sin embargo, por lamentable que fuese el modo en que el secretario general había negociado en secreto, el contexto de la hostilidad militar otorgaba a sus acciones una justificación retroactiva[87].
Pese al descontento latente, Carrillo se apresuró a preparar la futura batalla electoral. Otro paso en la senda hacia los comicios fue, el 25 de mayo, la presentación en Madrid de su libro Eurocomunismo y Estado, que había escrito durante los meses que pasó en El Viso[88]. En el momento de su detención, había decidido permitir ser aclamado internacionalmente como defensor de posturas «eurocomunistas» tras cambiar de parecer sobre su rechazo anterior del término. Era muy consciente del valor propagandístico de una palabra tan moderna y tan poco rusa. Durante casi cuarenta años, el régimen de Franco, con la ayuda de la Iglesia católica y los medios occidentales, había tachado a los comunistas de torturadores y asesinos a las órdenes del Kremlin. Si el PCE iba a desempeñar un papel en la nueva democracia de España, Carrillo debía convencer al mundo de que él y sus seguidores no estaban esperando simplemente el cambio para construir un gulag mediterráneo. La publicación del libro contribuyó sobremanera a resolver los problemas de credibilidad que todavía acusaba el PCE[89].
La impresión favorable que había causado en la prensa burguesa se multiplicó por cien cuando Carrillo y su libro se convirtieron de inmediato en objetivo de una serie de artículos despiadados y de autoría anónima incluidos en la revista ideológica soviética Novoye Vremya (Nuevos tiempos). La prontitud de la respuesta rusa fue posible gracias a que a principios de 1977, a través de un agente de la KGB infiltrado en la cúpula del PCE, la rezidentura de la organización en Madrid recibió una copia del manuscrito del próximo libro de Carrillo. El Kremlin se mostró escandalizado por las críticas a la Unión Soviética que descubrió en la obra. Hasta marzo de 1976, Carrillo había recibido subsidios soviéticos secretos por medio del Partido Comunista de Francia. Ahora, conforme a la decisión número P-I/84 del Politburó, fechada el 16 de marzo de 1976, se indicaba a la KGB que realizara futuros pagos a Ignacio Gallego, cuyo nombre en clave era «KOBO», el miembro más pro soviético que quedaba en el Comité Ejecutivo. Desde entonces sería la principal fuente de la KGB dentro del PCE. Es razonable suponer que fue Gallego quien filtró el manuscrito al servicio de espionaje soviético[90]. Al secretario general del PCE no le perjudicó en absoluto que los rusos lo acusaran de «librar una campaña decidida y brutal contra la Unión Soviética y el PCUS» y de estar al servicio de «los intereses del imperialismo y las fuerzas de agresión y reacción». La intensidad de la división entre Moscú y el PCE copó los titulares de toda Europa y Estados Unidos, y el partido incluso publicó un importante dossier que contenía las reacciones de la prensa escrita[91]. Lo que no se conocía era la afición de Carrillo por contar chistes antisoviéticos en privado.
El hecho que más enfureció a los rusos fue la insistencia de Carrillo en que el éxito del socialismo democrático entre los partidos comunistas occidentales tendría un gran impacto en el Bloque Oriental y desembocaría en varias primaveras de Praga. Carrillo expuso esa opinión en entrevistas con la prensa de varios países europeos[92]. El descontento ruso no solo quedó reflejado en los medios soviéticos. Henry Winston, secretario general del pro moscovita Partido Comunista de Estados Unidos, salió al paso con ataques a Carrillo[93]. La hostilidad no se limitaba a los devotos del Kremlin. Periodistas, políticos y estudiosos conservadores del mundo occidental también lo consideraban una táctica cínica para ganar votos ondeando la bandera del socialismo con un rostro humano, franquear las puertas de la Europa democrática y después erigir un régimen de comunismo totalitario. Esa visión del eurocomunismo como caballo de Troya ruso fue manifestada en discursos pronunciados en varias universidades estadounidenses por Harold Wilson, ex primer ministro laborista de Gran Bretaña. Wilson argumentaba que el eurocomunismo en Francia, Italia y España constituía una amenaza para la solidaridad y las capacidades defensivas de Europa[94]. En noviembre de 1977, sus comentarios fueron recogidos en términos menos apocalípticos por David Owen, ministro de Asuntos Exteriores británico, en Cambridge, y más tarde en un artículo en The Washington Review of Strategic and International Studies publicado por la Universidad de Georgetown, una institución muy vinculada a la CIA[95].
Aquel mes de junio, Carrillo lideraría su partido en las primeras elecciones democráticas celebradas en España desde 1936. Su voluntad de sacrificar un provecho inmediato para consolidar el proceso democrático fue visible durante la campaña. Pronunció discursos por toda España, en ocasiones hasta tres diarios. Su fuego no se concentró ni en la Unión de Centro Democrático de Suárez ni en los rivales inmediatos del PCE, el Partido Socialista Obrero Español, sino en la Alianza Popular neofranquista de Fraga. Aquello fue un error, ya que evocaba los recuerdos de la Guerra Civil. Con el fotogénico Felipe González a la cabeza, el PSOE proyectaba una imagen mucho más dinámica que la combinación de Carrillo, La Pasionaria y los demás veteranos regresados recientemente a los que dio prioridad en las listas electorales del PCE[96]. Ese fue uno de los motivos por los que, el 15 de junio de 1977, el PCE recibió solo 1.634.991 votos, un 9,2 por ciento del total, lo cual lo situaba en tercera posición tras la UCD de Suárez (35 por ciento) y el PSOE (29 por ciento). Carrillo se convirtió en miembro del Congreso de los Diputados. Aquel era un logro considerable, pero el secretario general ya había dejado atrás su cénit. Habida cuenta del papel destacado que el partido había desempeñado en los treinta y ocho años de batalla contra la dictadura, fue un resultado decepcionante. Para muchos militantes, parecía que Carrillo, interesado en establecer un régimen democrático y su posición dentro de él, había permitido que el partido fuese la víctima de sus políticas moderadas y complacientes. El PSOE, además de aprovechar enormemente la parálisis parcial del PCE mientras este aguardaba su legalización, utilizó su amplia financiación para transmitir una imagen izquierdista más positiva, y parecía haber cosechado injustamente los frutos de la larga pugna del PCE por la democracia. Las encuestas pronosticaban que el PCE no obtendría más del 10 por ciento del voto, pero las expectativas de los militantes eran mucho más elevadas. Pese a afirmar años después que los resultados eran los que él esperaba, hasta el último minuto Carrillo estuvo convencido de que el PCE sería el segundo partido con aproximadamente el 20 por ciento del voto[97].
Tras recuperarse del impacto por los resultados, Carrillo declaró que todo había salido tal como había predicho. El hecho de que la dictadura no hubiese sido desbancada por la Huelga Nacional Política ni por el Pacto por la Libertad liderado por los comunistas fue convenientemente ignorado[98]. Sin embargo, había de realizar una considerable aportación a la consolidación del nuevo régimen democrático. Pese a sus años de pronósticos triunfalistas, Carrillo había desarrollado un agudo sentido de la fragilidad de la democracia. Mientras intentaba lidiar con una crisis económica notable, el nuevo régimen se vio atrapado en las tenazas del terrorismo de ETA y la creciente subversión de la extrema derecha.
La prioridad inmediata era la elaboración de una Constitución democrática. Una propuesta inicial de Suárez y Felipe González para su redacción fue crear un comité integrado por cinco hombres, tres de la UCD y dos del PSOE. Carrillo planteó tres objeciones atinadas: era un gran error dejar fuera a las regiones, en especial vascos y catalanes, y debían estar representadas; en segundo lugar, sería una grave equivocación no contar con la Alianza Popular de Fraga, ya que no implicarlos en la construcción de la nueva democracia los convertiría en un estandarte del descontento de la derecha; en tercer lugar, señaló que los comunistas, como tercera fuerza más importante en el Parlamento, no podían quedarse al margen. Cuando los socialistas aceptaron ceder uno de sus representantes a las regiones, Suárez accedió a la formación de un comité que incluyera a todos los partidos, que vino en llamarse Ponencia y que estaba compuesta por siete diputados parlamentarios. Elegida a principios de agosto de 1977, la Ponencia contaba con Gabriel Cisneros, Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón y José Pedro Pérez Llorca de UCD; Gregorio Peces Barba del PSOE; Miquel Roca de Convergència i Unió, en representación de las regiones, Manuel Fraga de Alianza Popular y Jordi Solé Tura del PSUC. A pesar de las inevitables fricciones por temas como el aborto, las autonomías, la educación privada y la pena de muerte, los siete cumplieron su cometido con un espíritu de compromiso y cooperación y, a comienzos de 1978, habían entregado un borrador a los treinta y seis miembros del Comité Constitucional del Parlamento. La labor de ese comité más numeroso, en el que Carrillo lideraba al grupo comunista, se vio enormemente facilitada por la aceptación de una forma de Estado monárquica. La renuncia del PCE al viejo objetivo de un referéndum sobre el tema desilusionó sobremanera a las bases. No obstante, simbolizaba el grado en que Carrillo estaba dispuesto a priorizar la consolidación de la democracia[99].
Aun con las decepciones que despertó su moderación, Carrillo persistiría en la misma línea hasta el otoño de 1979, cuando los indicios de una reducción del número de afiliados lo llevarían a optar por una política más dinámica. Carrillo había pasado el verano de 1977 tratando de compensar el desalentador resultado del PCE en las elecciones a base de abogar en sus primeros discursos en las nuevas Cortes democráticas por un «gobierno de concentración democrática nacional». Argumentaba que el país estaba demasiado débil económicamente y que la salud de la democracia en ciernes era demasiado frágil para soportar la polarización de la derecha y la izquierda. Consideraba que la solidez de las fuerzas antidemocráticas en España requería un «compromiso histórico» al estilo italiano entre los partidos parlamentarios a fin de construir un marco férreo para la democracia[100]. Ni Suárez ni Felipe González estaban dispuestos a compartir el poder. Sin embargo, el primero quería aprovechar la influencia comunista en el movimiento obrero. Además, él y Carrillo querían atenuar la relevancia del PSOE. En unas negociaciones secretas, Suárez obtuvo rédito de la ansiedad de Carrillo por situarse cerca de los centros de poder y se aseguró su respaldo para un paquete de austeridad. Así, a finales de octubre de 1977, junto con treinta representantes elegidos entre casi todos los partidos, firmó el contrato social de España, conocido como «Pactos de la Moncloa», que pretendían dar una respuesta común a los problemas del terrorismo, la inflación, el desempleo y un déficit comercial cada vez más elevado. El hecho de que mostrara una mayor disposición a colaborar con Suárez que con Felipe González lo expuso a la acusación de que estaba participando en una operación para cargar sobre los hombros de la clase trabajadora los costes de la crisis económica[101].
En los Pactos, la izquierda aceptaba un techo salarial del 20-22 por ciento en un momento en que la inflación era del 29 por ciento, además de una serie de medidas monetarias destinadas a limitar el crédito y el gasto público. A cambio, el Gobierno prometió importantes reformas estructurales, sobre todo en la agricultura y el sistema tributario, y se dispuso a devolver el patrimonio sindical, esto es, los edificios, periódicos y fondos de los sindicatos que habían confiscado los franquistas después de la Guerra Civil. En realidad, el Gobierno cumplió pocas de aquellas promesas y, a consecuencia de ello, la clase trabajadora española llevó el peso de la crisis económica. Las políticas monetarias de la UCD provocaron una oleada de bancarrotas y cierres de empresas. En un retorno a sus hábitos triunfalistas, en la Fiesta de Mundo Obrero, el gran carnaval del PCE, Carrillo aclamó los Pactos de la Moncloa como una victoria colosal, e hizo lo propio en un discurso pronunciado en las Cortes el 27 de octubre. La ovación que se llevó de los diputados de la UCD tal vez supuso una satisfacción personal, pero apenas sirvió para aplacar las inquietudes entre los miembros más jóvenes de la ejecutiva. Su incorporación a la clase política prosiguió días después con un discurso en la asociación de debate Club Siglo XXI, y fue presentado por Manuel Fraga. Pocos militantes compartieron con Carrillo su evidente deleite por semejante espaldarazo[102].
Ni el PCE ni el PSOE serían capaces de obligar al Gobierno a cumplir su parte del acuerdo. Era un mal necesario, pero aquel programa de austeridad difícilmente generaría entusiasmo popular. Seis meses después de la firma de los Pactos de la Moncloa, durante un discurso ofrecido en las Cortes el 6 de abril, Carrillo tuvo que denunciar el hecho de que el Gobierno no hubiese respetado sus promesas[103]. El posterior aumento del desempleo provocó un considerable descontento popular que, a la postre, se vio reflejado en la fortuna electoral del PCE, ya que las políticas de Carrillo no encajaban en un partido manifiestamente revolucionario. Otros miembros de la ejecutiva se quejaban de que en las Cortes practicaba una política «sobre la marcha» y de que eran ellos quienes debían vendérsela a los militantes[104]. Esto, sumado al desvanecimiento del entusiasmo inicial por la instauración de un régimen parlamentario, causó una dramática caída en el número de afiliados del PCE. Los miembros de las Juventudes Comunistas protestaban porque su única actividad política consistía en pegar carteles en las paredes y barrer la sede del partido. Los veteranos de la lucha antifranquista bromeaban con nostalgia: «Contra Franco vivíamos mejor», una agudeza atribuida a Manuel Vázquez Montalbán.
La fuerza numérica del partido pasó de 201.757 miembros en su punto álgido en 1977 a 171.332 en 1978[105]. Esta pérdida del 15 por ciento contrastaba enormemente con el aumento continuo del número de afiliados en los años setenta. La marcha de treinta mil de ellos reflejaba el desencanto con la permanente cautela de la política de Carrillo. En un momento de creciente desempleo e inflación galopante, a los afiliados de clase trabajadora su moderación les parecía una traición. Asimismo, durante los años de lucha contra la dictadura y los sacrificios de 1976 y 1977, se habían elevado desorbitadas esperanzas a causa del impenitente triunfalismo de Carrillo sobre el régimen democrático posfranquista. Para el militante medio era difícil aceptar que el partido tuviera que ser discreto e incluso ofrecer su apoyo parlamentario a la UCD de manera tan voluntaria.
Al mismo tiempo, en otoño de 1977, su moderación en las Cortes, sus declaraciones «eurocomunistas» y la hostilidad del Kremlin habían empezado a disipar la desconfianza hacia Carrillo por parte de la prensa española. Sin embargo, cuanto más respetable parecía en los medios de comunicación de masas, más problemas afrontaba en la izquierda. Justo cuando su imagen alcanzaba la cúspide de la popularidad, recibió lo que solo puede interpretarse como una puñalada por la espalda. La aparente traición fue la publicación en noviembre de las memorias de Jorge Semprún, Autobiografía de Federico Sánchez, en las que recordaba sus días, en los años cincuenta y principios de los sesenta, como organizador de la red clandestina del PCE dentro de España. Algunos lectores perceptivos de Eurocomunismo y Estado ya habían notado que el entusiasmo de Carrillo por el pluralismo político y filosófico era expresado más por la repetición de la palabra «libertad» que por un razonamiento profundo. Ahora, el libro de Semprún aducía que la adopción del «eurocomunismo» por parte del PCE era meramente táctica y que carecía de valor alguno debido a los métodos estalinistas con los que Carrillo seguía dirigiendo el partido. Pese a que el PCE había realizado grandes sacrificios y desempeñó un papel importante en el regreso de la democracia a España en los años setenta, en la década siguiente se demostraría que Semprún tenía razón.
La acusación de que Carrillo había falsificado sistemáticamente su historia y la del partido creando una imagen democrática y que en realidad era un lacayo servil del Kremlin solo se había oído hasta el momento de boca de los franquistas. Más dramática fue la insinuación de Semprún de que la muerte de Julián Grimau, el último gran mártir del PCE, ejecutado por la dictadura el 20 de abril de 1963, era en cierta medida consecuencia de la irresponsabilidad de Carrillo[106]. Normalmente, acusaciones de esa índole eran ignoradas por los líderes comunistas. Sin embargo, en ese caso, las repercusiones fueron tan enormes que se requería cierta reacción. Antes de finales de diciembre, Autobiografía de Federico Sánchez había vendido más de 150.000 ejemplares y era objeto de un interés desmesurado por parte de la prensa y los medios. Como autor de novelas como Le grand voyage y La deuxième mort de Ramón Mercader, y de guiones de películas como Z, L’Aveu y Un état de siège para Costa-Gavras y La guerre est finie para Alan Resnais, Semprún ya se había convertido en una celebridad internacional. Era hijo de un diplomático español exiliado en Francia y se unió a la resistencia en 1940, cuando tenía diecisiete años. Capturado por la Gestapo en 1943, sus conocimientos lingüísticos no solo lo ayudaron a sobrevivir en Buchenwald, sino también a organizar la red comunista dentro del campo. Tras la guerra se afilió al PCE y, como Federico Sánchez, realizó su labor clandestina en España con estilo, coraje e inteligencia, y finalmente fue nombrado para el Politburó.
Mientras la polémica por el libro de Semprún cobraba fuerza, los documentos publicados en privado por Claudín en 1965 en París fueron reimpresos en España por una editorial comunista disidente[107]. Esto dificultó aún más que las acusaciones de Semprún fuesen ignoradas. Carrillo negó sistemáticamente haberlo leído. Si no lo había devorado ya, que sería lo lógico, se llevó un ejemplar cuando realizó una gira por universidades estadounidenses en noviembre de 1977. Puede que la necesidad de contrarrestar su impacto lo empujara a ir más lejos que nunca en las declaraciones antisoviéticas que lanzó en Yale, Harvard y Johns Hopkins y que, según diría más tarde, le proporcionaron «respetabilidad»[108].
Después de treinta y siete años de persecución en la lucha contra la dictadura, era comprensible que los ataques de Semprún fuesen interpretados por Carrillo como un golpe bajo. La posterior reacción de dolor pareció un intento bastante torpe de conseguir que los problemas del pasado no empañaran la imagen recién cosechada por el partido. En un principio, Manuel Vázquez Montalbán, periodista inmensamente influyente y buen amigo de Semprún, que además era comunista, pudo afirmar en el periódico del partido Mundo Obrero que si el PCE estaba realmente comprometido con la democracia interna, debía aceptar las acusaciones lanzadas y los errores del pasado[109]. Esa inteligente tolerancia se vio rápidamente ahogada por una furiosa respuesta de Fernando Soto, diputado comunista por Sevilla, quien denunció el libro de Semprún, tildándolo de «un montón de basura vertido sobre las más elevadas cimas de la dignidad humana»[110]. Finalmente, y pese a que seguía negando que lo hubiera leído, el propio Carrillo respondió a lo que supuestamente le habían dicho sobre el contenido del libro.
Poco después entraron en acción personajes de mayor calado. Manuel Azcárate, de la ejecutiva del partido, publicó una respuesta a Semprún en un periódico nacional[111]. Su tono era más diplomático que la intervención de Soto, pero igual de irreflexivo. De hecho, la refutación de Azcárate corroboraba sin quererlo el argumento original de Semprún. Este había acusado a la cúpula del PCE de haber borrado su memoria colectiva. Reconociendo sus defectuosos recuerdos y afirmando no disponer del tiempo necesario para consultar los documentos, Azcárate empezó a distorsionar burdamente los hechos relacionados con el cisma de 1964 e insinuó que Claudín había propuesto colaborar con la dictadura. Además, ofrecía un engañoso relato sobre los procedimientos supuestamente democráticos que acompañaron a las expulsiones de Claudín y Semprún. Por último, acusaba a este último de repetir la propaganda franquista de la peor calaña. A Semprún no le resultó difícil desmontar esos argumentos algunos días después[112].
Semprún tampoco se vio gravemente cuestionado por la irrisoria declaración realizada el 8 de enero de 1978 por Gregorio López Raimundo, presidente del Partit Socialista Unificat de Catalunya. En una entrevista que destilaba la actitud del grupo de líderes que había creado Carrillo, el comunista catalán exponía que la motivación de Semprún era la «envidia y pura envidia. Es tan superior a todos. La creatividad política de Carrillo no la tenemos ninguno de nosotros. Lo de Semprún y Claudín es pura rabia por la superioridad política, ideológica, moral e intelectual de Carrillo. Pero tienen que ser humildes y aceptar la realidad». A corto plazo, el daño que causó a la credibilidad del PCE el escándalo que rodeó al libro de Semprún fue considerable, hasta tal punto que el propio Claudín y el ex claudinista Javier Pradera, que figuraba entre las dedicatorias de Autobiografía, se sintieron obligados a desmarcarse de algunas de sus recriminaciones más duras[113].
Entre las acusaciones esgrimidas contra el PCE en la posterior cobertura mediática, la más dura fue que las posturas «eurocomunistas» de Carrillo no reflejaban una convicción democrática, sino tácticas oportunistas. A consecuencia de ello, el secretario general se vio obligado a saltar al ruedo. A diferencia de los incompetentes esfuerzos de Soto y Azcárate, sus habituales comentarios astutos no tenían que ver con ninguna de las acusaciones incluidas en Autobiografía. Aún mantenía que no lo había leído pero, no obstante, dijo a los periodistas que el texto era «querellable». También declaró abiertamente que no se rebajaría a participar en un cruce de acusaciones, pero que presentaría documentos que desmentirían las acusaciones de Semprún. Obviamente, eso no ocurrió jamás, e intentó desviar la atención de dichas acusaciones exhortando a demostrar una mayor consideración por el daño desproporcionado que estaban causando. Recalcando de forma justificada el papel primordial del PCE en la lucha por la democracia en España, afirmó que el furor de la prensa en torno al libro era parte de una campaña orquestada contra los «eurocomunistas» en general y, en última instancia, contra la democracia naciente de España. La insinuación de que Semprún mantenía algún tipo de vínculo oscuro con Kissinger y Brezhnev en una trama anticomunista global era absurda[114].
Tras sus comentarios a la prensa llegó un artículo totalmente manipulador publicado en Mundo Obrero con el título «No nos moverán». Aunque aseguraba aún que la falta de tiempo le había impedido leer Autobiografía, lanzaba una serie de afirmaciones distorsionadas sobre el libro. Se reiteró en que el libro de Semprún era un elemento clave de una gran ofensiva anticomunista internacional y nacional contra el PCE que era perjudicial para la democracia en ciernes de España. Ignorando las críticas de Semprún a sus propias actividades, denunció la obra como un intento nauseabundo por mancillar la memoria de quienes habían fallecido en la lucha contra el franquismo. Incluso llegaba a describir el método de Semprún como estalinista, comparándolo con el de los interrogatorios llevados a cabo por los discípulos de Beria[115]. Finalmente, en una extensa entrevista en El País, al tiempo que mantenía su fatua aseveración de que no había leído el libro, se quejaba de que Semprún estaba movido por el odio. En ninguna de sus respuestas intentó discutir las alegaciones del libro ni respondió cuando Semprún lo retó a mantener un debate público[116].
De hecho, la afirmación de Carrillo de que las recriminaciones sobre la historia interna del PCE ocultaban injustamente el papel de los comunistas en la lucha por la democracia ponía de relieve la ambivalencia de toda la polémica. Casi todo lo que dijo Semprún acerca de Carrillo era cierto, pero ello no borraba la aportación esencial del PCE a la batalla contra Franco. La defensa de Carrillo contra las acusaciones de autoritarismo interno consistió en argumentar que era consecuencia natural de la clandestinidad impuesta por la dictadura. Como es comprensible, se mostró reticente a dar detalles de su administración en el partido. Por fin se había ganado la larga batalla por la credibilidad democrática, y el secretario general no tenía ningún interés en poner en peligro su frágil triunfo desenterrando incidentes vergonzosos del pasado.
Los enemigos del PCE consideraban que si, tal como sostenía Semprún, las posturas eurocomunistas no eran una aspiración fundamental de todo el partido, sino simplemente una táctica impuesta desde arriba con métodos estalinistas, el compromiso con un socialismo pluralista y democrático era altamente sospechoso. Para Semprún, la renuencia del PCE a hacer públicos los elementos más desagradables de su pasado era un síntoma de que el partido era incapaz de experimentar un cambio real. Carrillo, por otro lado, había afirmado que los cambios de estrategia eran en sí mismos una forma de autocrítica[117]. Sin embargo, Semprún argumentaba que no eran más que desesperadas medidas post-factum para ocultar su incapacidad de realizar análisis correctos del desarrollo político y económico en España desde la Guerra Civil. A juicio de Semprún, el único logro real de Carrillo y su séquito era haber sobrevivido a las consecuencias de sus errores.
Tras las elecciones de junio de 1977 y el salto de la política de las calles a las Cortes, la importancia de los comunistas disminuyó considerablemente. Con todo, es cierto que la moderación de Carrillo, respaldada por el gran número de afiliados del PCE, fue un factor crucial para consolidar la transición española a la democracia. No cabe duda de que Suárez no habría llegado tan lejos en la senda democrática sin la presión orquestada por Carrillo. La modestia del éxito electoral comunista era en parte un tributo al éxito del patrocinio de Estados Unidos y Alemania Occidental a los dos partidos de masas más exitosos de la izquierda y la derecha: el PSOE y la UCD. Sin embargo, las críticas a Carrillo provenientes de la izquierda española aducían que los malos resultados electorales de los comunistas habían de atribuirse a la desilusión de la clase trabajadora con una moderación que se había vendido demasiado barata[118]. Por supuesto, había muchos motivos para los resultados electorales: la enorme desproporción entre los presupuestos para propaganda; una capciosa ley electoral que favorecía a las regiones rurales conservadoras; los temores engendrados a conciencia durante cuarenta años por el régimen franquista, de signo violentamente anticomunista, y el modo en que el equipo de ancianos líderes de Carrillo evocaba sin quererlo los recuerdos de la Guerra Civil. No obstante, aceptando la crítica de la izquierda a la moderación comunista, podría afirmarse que, desde mediados de 1976 hasta mediados de 1979, Carrillo, de manera no del todo desinteresada y quizá incluso haciendo de la necesidad virtud, optó por una visión a largo plazo y sacrificó la posición vanguardista del PCE para fortalecer al nuevo régimen democrático.
El elemento de sacrificio en la moderación autoimpuesta del PCE, y en especial el apoyo de Carrillo a los Pactos de la Moncloa, provocó una considerable disputa interna que afloró en el IX Congreso del partido, celebrado en Madrid en abril de 1978. Sabedor de que existía un descontento latente con su burocracia servil y rígida, Carrillo había declarado en su entrevista sobre el libro de Semprún que en el PCE no existía el «carrillismo». El siguiente comentario encerraba una advertencia apenas disimulada para los disidentes: «No sé si habrá algún sector del partido que cuestione mi presencia en la secretaría general. El partido es libre de hacerlo. Por mi parte, no tengo inquietud… El partido es muy dueño de renovarme su confianza o quitármela», y terminaba con la taimada observación: «No soy más que un simple hombre y un modesto político». Aquella entrevista coincidió con una reunión del Comité Central para debatir la línea que presentaría en el futuro congreso. Carrillo fue criticado porque, en 1977, mientras estuvo de gira por universidades estadounidenses acompañado de Belén de Piniés, había comentado a la prensa —sin consultarlo previamente con el resto de la ejecutiva— que el concepto de leninismo desaparecería de los estatutos del partido en el siguiente congreso. Su respuesta era una síntesis perfecta de su visión autocrática: «Se es dirigente del partido para estar a la cabeza, para tomar la responsabilidad de señalar caminos. Si uno se equivoca, el partido está ahí, le quita, le expulsa y listo»[119].
En el IX Congreso, el descontento se centró en dos cuestiones relacionadas con la tendencia de Carrillo a hacer política sin debate alguno. Por un lado, había consternación por la línea oficial que afirmaba que los acuerdos de la Moncloa representaban «un éxito de la política de concentración democrática nacional propugnada por el Partido Comunista». Por el otro, la propuesta de suprimir el leninismo de la definición del PCE causó indignación entre muchos delegados[120]. Sumado a la incorporación de un número considerable de militantes de clase trabajadora al Comité Central, esto constituía un intento de Carrillo por adaptar las posturas teóricas del PCE y su composición organizativa a su práctica política diaria. Sin embargo, los costes de los acuerdos de la Moncloa fueron motivo de sonoros rumores de rebelión, sobre todo en Asturias y Cataluña, donde el sentimiento de las bases respaldaba una acción huelguista más activa. En las secciones andaluzas del partido y en otros lugares, el profundo descontento no se limitaba al hecho de que la operación para abandonar el leninismo hubiera sido iniciativa de Carrillo sin debate previo. También causó indignación que tratara el asunto como una mera cuestión de cambio de imagen con fines publicitarios. No entabló un debate teórico; simplemente impuso un cambio de etiqueta para subrayar la ruptura del PCE con sus vínculos soviéticos[121].
Si pensaba desleninizar el PCE, desde luego no pretendía desestalinizarlo. La nueva etiqueta podía significar que ya no existía el más leve compromiso de conquistar el poder para imponer la dictadura del proletariado. Sin embargo, dejó entrever que la gestión del partido seguiría bajo el control central, al afirmar que si el partido gozaba de rasgos democráticos, era un regalo de la cúpula: «Y es evidente que si el equipo dirigente del partido, formado a lo largo de años de lucha, a través de una selección natural, hubiera querido crear en vez de este partido abierto, transparente y democrático un partido hermético, cerrado, sin posibles contrastes, habría podido hacerlo»[122]. Por otro lado, los veteranos del exilio, estalinistas todos ellos, fueron confirmados en sus cargos.
El IX Congreso corroboró que dentro del PCE se estaban fraguando serios problemas pese a que numerosos acontecimientos en la política española justificaban en cierto modo la moderación de Carrillo. Las actividades terroristas, primero del GRAPO, un grupo manifiestamente ultraizquierdista pero casi con total certeza manipulado por la policía, y después de ETA, garantizaron que las frágiles lealtades de las fuerzas del orden estuviesen sometidas a una gran presión mientras se elaboraba la nueva Constitución. Los diversos intentos de golpe militar que al final culminaron en el denominado «Tejerazo» del 23 de febrero de 1981 dieron credibilidad a Carrillo cuando dijo que la democracia española necesitaba todo el mimo posible. Asimismo, aunque esa cautela supuso una disminución de las bases, fue recompensada en las elecciones del 1 de marzo de 1979 con un ligero aumento del voto del PCE, que pasó del 9,2 por ciento al 10,9 por ciento, frente a un descenso del 2 por ciento en el caso del PSOE.
En el seno del partido, el hecho de que Carrillo priorizara su papel en la política nacional y, en especial, que el abandono del leninismo se hubiera impuesto sin debate, fomentaba un creciente descontento con su liderazgo. La vieja excusa de que la clandestinidad forzaba un rígido centralismo democrático ya no era válida. Incluso la eterna lealtad de su amigo Manuel Azcárate llegó a un punto de ruptura debido al desprecio cada vez mayor que Carrillo mostraba por el resto de la cúpula: «El autoritarismo, la prepotencia, era un rasgo marcado en la conducta de Santiago en el seno del colectivo de dirección. Tendía a dirigir más bien dando órdenes, con una confianza total de tener razón siempre. No admitía el desacuerdo. Podía incluso ser grosero si algo le desagradaba. La discusión normal para él era comentar, ampliar, pero aceptando lo que él decía. Y eso había creado un hábito que daba a Santiago un poder desorbitado en el partido. Acostumbraba a decidir él sobre todo»[123].
Al igual que Claudín y Semprún antes que él, Azcárate había abierto finalmente los ojos al hecho de que la despótica gestión de Carrillo impedía al PCE renovarse de acuerdo con las circunstancias cambiantes. Previamente, el problema era que estaba desconectado de las tribulaciones de los militantes porque dirigía el partido desde París. Ahora, estaba igual de desconectado de las bases porque lo dirigía desde las Cortes y las salas llenas de humo en las que sellaba pactos con Suárez. A Carrillo le aguardaban enfrentamientos con antiguos colaboradores como Azcárate, Ramón Tamames, Carlos Alonso Zaldívar y Pilar Brabo, la que en su día fue su compañera inseparable. Todos ellos empezaron a dar voz a una discrepancia generalizada con el estilo burocrático de los envejecidos líderes que Carrillo había llevado consigo desde París en 1976. El creciente descontento obedecía a que, a su llegada del exilio, Carrillo había ignorado a los cuadros más jóvenes que habían destacado en años recientes, dando prioridad en las listas electorales y puestos administrativos del PCE a quienes habían estado con él en el extranjero: Ignacio Gallego, Santiago Álvarez, Francisco Romero Marín, José Gros, Federico Melchor, Tomás García, José Sandoval y muchos otros. También reinaba la frustración por una serie de errores atribuibles a aquella burocracia, como la decisión, en julio de 1980, de cesar la publicación de Mundo Obrero como diario. Había sido una equivocación desde el principio, y las escasas ventas fueron de la mano del fracaso de la campaña de afiliación que coincidía con el sexagésimo aniversario. Los resultados fueron tan malos que circulaban chistes que hablaban de una «campaña de desafiliación», ante lo cual, para alarma general, Carrillo no parecía preocupado. Si bien tuvo que aceptar que se había producido un descenso del número de miembros, aseguraba que pocos de los que habían abandonado lo hicieron por discrepancias con los líderes[124].
Aunque su estrella había ido apagándose a lo largo de 1980, la posición de Carrillo como figura de relevancia nacional se vio reafirmada por su comportamiento durante el golpe militar del 23 de febrero de 1981. Desde 1978, España había experimentado un ciclo de crisis económica debilitadora, terrorismo vasco y conspiración militar. Tras un largo proceso de atrición, en el que el agotamiento personal se había sumado a la fragmentación de su partido, Suárez anunció su dimisión en una retransmisión televisiva el 29 de enero. A Carrillo no le gustó que el nuevo primer ministro fuese Leopoldo Calvo Sotelo, a quien consideraba frío, pretencioso y derechista. No veía ninguna posibilidad de resucitar el tipo de relación que había mantenido con Suárez[125]. Cuando se presentó ante las Cortes el 21 de febrero, Carrillo votó contra su investidura y comentó que el Gobierno de Calvo Sotelo había nacido muerto. Dos días después, cuando este último regresó para una segunda votación, el proceso quedó interrumpido cuando un grupo de guardias civiles encabezado por el coronel Antonio Tejero irrumpió en la cámara. Se ordenó a los diputados que se echaran al suelo y solo tres se negaron. El general Manuel Gutiérrez Mellado, que les ordenó que se marcharan y fue zarandeado violentamente; Adolfo Suárez, que salió en su ayuda, y Santiago Carrillo, que permaneció sentado en su escaño, demostraron un gran valor. Como una de las personas más odiadas por la extrema derecha de España, Carrillo estaba convencido de que iba a morir. Más tarde reflexionaría, y no hay razón para dudar de él, que su idea era que nadie debía poder decir que el líder del Partido Comunista había muerto como un cobarde. Él, Gutiérrez Mellado, Suárez, Felipe González y otros «súper rehenes» fueron conducidos a punta de pistola a habitaciones separadas y encerrados. Sentado frente a Gutiérrez Mellado, con quien le estaba prohibido hablar, pensó en la ironía de que ambos hubiesen estado en Madrid en 1936: él decidido a destruir a la Quinta Columna y Gutiérrez Mellado como quintacolumnista rebelde[126].
El fénix de la democracia española resurgiría de las cenizas de la debacle del 23-F. El 27 de febrero, tres millones de personas se manifestaron a favor de la democracia en Madrid y otras ciudades. El cambio de actitud también se hizo evidente en las ofertas de apoyo al Gobierno en las Cortes por parte de Felipe González, Manuel Fraga y Santiago Carrillo. El lugar de Carrillo en la historia como uno de los principales artífices de la transición a la democracia estaba asegurado. Sin embargo, esto no sirvió para disipar los problemas en el seno del partido. Desde 1978 se había advertido un serio desafío al liderazgo de Carrillo en dos frentes. Por un lado, un grupo «ultraeurocomunista» conocido como «los renovadores» y encabezado por Alonso Zaldívar, Pilar Brabo y Azcárate, creía que la única manera en que el PCE podía prosperar era afrontando por completo las implicaciones del eurocomunismo e introduciendo la democracia interna como la base de políticas realistas y flexibles. Por otro, estaban quienes nunca se habían sentido satisfechos con la adopción del eurocomunismo y el abandono del leninismo. Una oposición con respaldo soviético, que había prosperado sobre todo en Cataluña, presionaba para que se adoptara una línea más revolucionaria y combativa. Debido a su apoyo a la invasión soviética en Afganistán, se dieron a conocer como «afganos» o pro soviéticos. Durante los dos años siguientes, el partido quedó desgarrado en una destructiva contienda a tres bandas entre renovadores eurocomunistas, afganos pro soviéticos y los burócratas del partido fieles a Carrillo. Al secretario general no le interesaban tanto los aspectos teóricos como la necesidad de reafirmar su control. Sus esfuerzos empezaron con comentarios maliciosos en los que afirmaba que, mientras se hallaba prisionero en las Cortes, quienes quedaron al mando del PCE, esto es, Manuel Azcárate y Carlos Alonso Zaldívar, no habían organizado movilizaciones de masas como las que habían hecho frente al golpe militar de 1936. Al hablar de una «insuficiente unidad», insinuaba que la causa de su inacción era que estaban demasiado ocupados con los debates teóricos divisivos[127].
Cuando en julio de 1981 se celebró el X Congreso en Madrid, el número de afiliados había pasado de 171.332 a 132.069. Mientras los pro soviéticos abogaban por un retorno a la línea dura, los renovadores «ultraeurocomunistas», con el respaldo de Roberto Lertxundi, del Partido Comunista Vasco, exigían que Carrillo fuera más allá en el ideal eurocomunista de democracia interna. Puesto que eso implicaba el fin de su liderazgo monolítico y la destitución de su equipo burocrático, se desencadenó un amargo enfrentamiento durante los preparativos del congreso y en su desarrollo posterior. En la reunión del Comité Central celebrada el 5 de mayo para debatir el siguiente congreso, Carrillo reveló su compromiso inamovible con el centralismo democrático al afirmar que quienes no aceptaran las resoluciones de la mayoría serían expulsados. Lo justificó diciendo que la fe popular en la democracia se vería socavada por la imagen de discrepancia en el partido. En vista de aquella batalla sin sentido, Tamames abandonó el PCE antes del congreso[128]. La víspera de que se inaugurara, Carrillo reiteró abiertamente en una entrevista: «Quienes no acaten las resoluciones del Congreso serán expulsados». De donde se deducía claramente que podía decidir las expulsiones sin consultar a la ejecutiva ni al Comité Central, lo que era poco oportuno dado que tanta oposición interna se debía a sus maneras despóticas[129]. En su inadecuado y jactancioso informe, Carrillo aseguraba que, si el suyo fuera aún un partido estalinista, el debate que entonces estaban manteniendo había sido imposible. No obstante, rechazó un modelo pluralista para la formación, insistiendo en la disciplina, la autoridad desde la cúpula y el mantenimiento del centralismo democrático. Su informe fue aprobado por 689 votos a 64 y la asombrosa cifra de 266 abstenciones[130].
Esto, que no era lo que buscaba Carrillo, sucedió pese a lo que Azcárate describía como el congreso «más militarizado» que había visto. Inevitablemente, Carrillo recurrió a sus instintos más estalinistas. En otoño de 1981, el grueso del Partido Comunista de EuskadiEPK se escindió bajo el liderazgo de Roberto Lertxundi y se unió a Mario Onaindia en Euskadiko Ezkerra. Ambos hablaron en un gran mitin celebrado en Madrid el 4 de noviembre para explicar la unificación. El acto, organizado por los renovadores, fue un éxito rotundo pese a que Carrillo había telefoneado al ministro de Interior en un vano intento por prohibirlo. Cuando el comité ejecutivo se reunió dos días después, refutó las afirmaciones de que el partido era eurocomunista por fuera pero estalinista por dentro. Amenazando con dimitir, Carrillo consiguió que se aplicasen «sanciones administrativas» para expulsar a muchos de los elementos más capaces del PCE, algunos de los cuales habían sido sus colaboradores más estrechos, como Azcárate, Pilar Brabo y Alonso Zaldívar[131]. La publicidad resultante desveló ampliamente su estalinismo residual al electorado. Fue muy relevante que el sustituto de Azcárate como director de Nuestra Bandera fuese José Sandoval, quien distaba mucho de ser un intelectual y destacaba sobre todo por sus años en Moscú y por su lealtad a Carrillo. En un proceso que recordaba al que había seguido a la expulsión de Claudín, el partido puso trabas a la solicitud del subsidio por desempleo de Azcárate[132].
Después del X Congreso, las divisiones entre los renovadores y la burocracia carrillista se intensificaron. Sucedieron crisis constantes en los partidos catalán, vasco y asturiano. Esto, sumado a la salida incesante de intelectuales del partido, llevó a la convicción generalizada de que el PCE estaba moribundo y de que probablemente sería aniquilado en los siguientes comicios, como acabaría ocurriendo. Más tarde ofreció Carrillo la explicación absurda de que los militantes estaban desmoralizados por cómo la exagerada variante del eurocomunismo que propugnaban los renovadores había degenerado en una socialdemocracia pequeñoburguesa[133].
Las expulsiones minaron el dominio que ejercía Carrillo en el partido. En verano de 1982, rechazó las propuestas de Nicolás Sartorius para la reincorporación de los renovadores previamente expulsados. En una reunión del Comité Ejecutivo que tuvo lugar el 7 de junio para debatir el hecho de que, pese a las predicciones triunfalistas de Carrillo, el PCE hubiera caído derrotado en las elecciones regionales andaluzas, Marcelino Camacho propuso que el líder aceptara el puesto simbólico de presidente y que Sartorius se convirtiera en secretario general. Carrillo se aferró al poder con el peligroso gesto de la dimisión. Aunque esta no fue aceptada en la reunión posterior del Comité Central, presagiaba su pérdida definitiva del control del aparato del partido. Sartorius dimitió de la ejecutiva y, con su marcha, se esfumó la posibilidad más viable de una renovación importante del PCE[134]. Las elecciones del 28 de octubre de 1982 se desarrollaron bajo la sombra de la intervención militar, pero el miedo no disuadió a la población de otorgar al PSOE un notable mandato con 10.127.092 votos, un 47,26 por ciento de las papeletas emitidas, lo cual les procuraba 202 escaños. Alianza Popular fue segunda con 5.548.335 votos, un 25,89 por ciento del total, y 107 diputados, confirmando así las predicciones de Fraga acerca de un sistema bipartidista. La UCD salió renqueante por detrás del partido regional catalán Convergència i Unió con 1.323.339 votos, un 6,17 por ciento y 11 diputados. Calvo Sotelo no obtuvo escaño.
Carrillo sí lo consiguió, pero el PCE pasó de casi un 11 por ciento al 3,6 por ciento y el número de diputados del PCE bajó en un 75 por ciento[135]. Los resultados precipitaron su dimisión definitiva en la reunión del Comité Ejecutivo que tuvo lugar entre el 2 y el 7 de noviembre. Propuso como sucesor a Gerardo Iglesias, un joven líder de Asturias. Gerardo o Gerardín era conocido en el partido por su apodo «el Follardín» debido a su éxito con las mujeres. Cinco semanas después se convocó al Comité Central para confirmar el cambio. En la víspera de la reunión, Iglesias confió a Simón Sánchez Montero que cuando Carrillo le anunció que pensaba proponerlo como secretario general, le dijo: «Tú vas a ser el secretario, pero el que orienta y decide soy yo». Para disgusto de Carrillo, Gerardín se alineó con los renovadores. En febrero de 1983, durante el XI Congreso, Carrillo fue derrotado al oponerse a Iglesias. Posteriormente, concluyó que todos los que votaron contra él eran marionetas de los servicios de inteligencia occidentales[136]. Para entonces, el número de afiliados había descendido catastróficamente de 132.069 a 84.652. Carrillo había forjado el PCE a su imagen y semejanza, y ahora, sin él, empezaba a desintegrarse. Fue expulsado del Comité Central en abril de 1985. Creó una nueva formación llamada Partido de los Trabajadores-Unidad Comunista, e Ignacio Gallego, el pro soviético Partido Comunista de los Pueblos de España, lo cual corroboró las viejas sospechas sobre su lealtad moscovita. Ninguno de los dos prosperó[137].
Carrillo se presentó sin éxito a las elecciones parlamentarias de 1986, en 1989 a las elecciones europeas y, de nuevo, al Parlamento en 1989. Dos años después, aceptó la incorporación en masa del Partido de los Trabajadores de España al PSOE. Sin embargo, él se excluyó, aduciendo que su largo historial como comunista le impedía desempeñar un papel activo en el PSOE. Por el contrario, su mujer, Carmen Menéndez, sí lo hizo. Tras perder su cargo en el PCE, Carrillo acató su salida de la cima de la clase política con cierta dignidad. Se ganó la vida como escritor y tuvo un notable éxito comercial en 1993 con unas memorias bastante anodinas en las que proclamaba: «Uno no toma determinaciones obedeciendo exclusivamente a su libre albedrío; las circunstancias que le rodean pesan a veces más que sus propios sentimientos y condicionan cuanto hace. Yo estoy convencido de haber procedido siempre honestamente»[138]. A su autobiografía la siguió una serie de volúmenes sobre la Segunda República y la Guerra Civil, pero nunca desveló los secretos que podrían haber hecho tanto por esclarecer la historia del período. De hecho, el tema subyacente en muchas de sus obras era que siempre había tenido razón en todo. Carrillo también fue entrevistado habitualmente en la televisión y la radio, y era reconocible por su voz ronca y astuta, que reflejaba siete décadas fumando un pitillo tras otro. Carrillo atribuía su constitución de hierro al consejo que le dieron en Moscú en 1936 para que tomara una aspirina diaria. Su participación en debates de los medios de comunicación consolidó su reputación como uno de los principales artífices de la democracia española.
El 19 de octubre de 2005, a sus noventa años, Carrillo recibió un doctorado honoris causa de la Universidad Autónoma de Madrid en reconocimiento a su papel en la lucha por la democracia y a sus «extraordinarios méritos, y de forma significada a su contribución a la política de reconciliación nacional, y su decisiva aportación al proceso de transición democrática en España». Carrillo era reverenciado por su papel moderado y moderador en una fase crucial de la transición de la dictadura a la democracia. Sin embargo, su labor en la Junta de Defensa de Madrid era todavía un asunto candente para muchas personas de la derecha. Por este motivo, la ceremonia de investidura fue interrumpida por militantes que gritaban: «¡Paracuellos, Carrillo asesino!»[139]. No era la primera vez que se convertía en blanco de violentos ataques ultraderechistas. Desde su regreso a España en 1976, había sido objeto de insultos por su presunto papel en las muertes de Paracuellos. El 16 de abril de 2005, estaba previsto que hablara en la presentación de Historias de las dos Españas, un libro del historiador Santos Juliá, pero el acto quedó interrumpido cuando irrumpieron en la librería activistas de la extrema derecha. Apenas una semana después, en una pared adyacente a su domicilio aparecieron unas pintadas que decían: «Así empezó la guerra, y ganamos», «Carrillo, asesino, sabemos dónde vives» y «¿Dónde está el oro español?»[140].
En junio de 2008 fue trasladado al Hospital Clínico de Madrid con una arritmia cardíaca relacionada con los problemas ocasionados por el marcapasos que le había sido implantado [141]. En 2012, su salud de hierro empezó a dar señales de deterioro. En octubre de 2011 fue hospitalizado con una infección urinaria En abril de 2012 le fue extirpado el apéndice en el Hospital Gregorio Marañón de Madrid. En julio fue trasladado de nuevo al departamento de neurología del mismo hospital con un problema de riego sanguíneo[142]
Carrillo falleció mientras dormía por una insuficiencia cardíaca la tarde del 18 de septiembre de 2012 Tenía noventa y siete años. Veinticinco mil personas visitaron la capilla ardiente en la que yació su cuerpo durante dos días. Belén de Piniés, que había sido su secretaria hasta el final, permaneció en la capilla durante los dos días. Ella misma, cuarenta y cinco años más joven que Carrillo, falleció el 15 de octubre de 2012, apenas un mes después[143]. Parecía como si, con la muerte del hombre a quien había dedicado más de la mitad de su propia vida, sucumbiera por fin al cáncer contra el cual había luchado durante tanto tiempo.
El cuerpo de Carrillo fue incinerado en el cementerio de la Almudena al cabo de dos días; sus cenizas fueron esparcidas en la costa de Gijón. A finales de octubre, por iniciativa del PSOE y con la abstención del Partido Popular, se propuso bautizar una calle madrileña con su nombre[144].