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El héroe solitario

1960-1970

Carrillo había declarado en su informe ante el VI Congreso que «el fracaso histórico del régimen franquista» era «ya un hecho», y aseguraba que los diversos componentes del aparato represivo del Estado habían colaborado para que la Huelga Nacional Pacífica fuese un éxito el 18 de junio de 1959. Por ello, la gran ofensiva policial que sobrevino y diezmó al partido debería de haber supuesto un duro golpe. No obstante, en respuesta a ello, Carrillo simplemente intensificó el tono optimista de su retórica. Escribió a Dolores Ibárruri una fantasiosa carta en la que aseguraba que el resto de la oposición antifranquista se avergonzaba de no haberse unido a los comunistas en la HNP. También le decía que su impacto había sido tal que había provocado importantes cambios en esos otros grupos, por lo que participarían con entusiasmo en la próxima huelga general[1].

Aunque se podía permitir enviar a Moscú una interpretación ficticia de la situación, Carrillo tenía que enfrentarse a los miembros del PCE en territorio español que sabían lo que había ocurrido realmente. En mayo de 1960, la organización de París recibió un informe devastadoramente pesimista de la HNP firmado por Javier Pradera, uno de los activistas estudiantiles más valiosos de la Universidad de Madrid que había sido reclutado por Jorge Semprún. Vástago de una famosa familia carlista, Pradera, cuyos padre y abuelo habían muerto en la Guerra Civil, no tenía unos contactos únicos en la derecha. Por ello, había participado muy activamente en la organización de la HNP, había sido testigo de su fracaso y sabía que las declaraciones de Carrillo poco tenían que ver con la realidad[2]. El secretario general no pudo prever el grado en que Pradera, aunque con un lenguaje cauteloso, desmontó su reescritura optimista del descalabro de la HNP. El argumento esencial de Pradera era que toda la operación había sido prematura, por no decir irresponsable. Afirmaba, no sin cierta ironía, que uno de los grupos de derechas cuya cooperación Carrillo daba por sentada, había dicho que «no quería colaborar a implantar en España la dictadura del proletariado».

Además de demostrar que las clases medias no tenían interés en participar, Pradera señalaba que, en las provincias, los obreros se encontraban en un marco histórico diferente al de los principales centros industriales. Decía algo muy chocante: que los militantes clandestinos se sentían más desmoralizados por las predicciones optimistas del partido y la posterior distorsión de lo ocurrido que por el fracaso en sí. Desestimando las aseveraciones de Carrillo, según quien la HNP había sido una operación propagandística muy exitosa, Pradera decía que el exceso de optimismo previo y la exageración posterior habían repelido a muchos aliados potenciales. Asimismo, exponía el lúcido argumento de que el desarrollo económico en España estaba acrecentando la posibilidad de entrada en el Mercado Común Europeo, algo a lo que el partido se oponía. Según Pradera, esto exigía un replanteamiento de la estrategia del PCE. Carrillo estaba furioso por lo que interpretaba como un acto de indisciplina y, puesto que lo había cometido alguien reclutado por Semprún, aprovechó la oportunidad para enfrentarles, obligando a este último a responder[3].

Dado que el informe de Pradera exponía los mismos argumentos, aunque con mayor vehemencia, que los planteados por Claudín en la primera reunión del Politburó tras la HNP, Carrillo quería obtener rédito del indiscutible prestigio de Semprún entre los militantes del interior para silenciar este brote de revisionismo. Claudín creía que las motivaciones de Carrillo eran acabar con los apoyos a su disidencia desde el interior y conseguir que Semprún se distanciara por escrito de Pradera y Claudín. De ahí que, en junio de 1960, y con escasa convicción, Semprún redactara, tal como le habían indicado, una carta sarcásticamente condescendiente, inconexa y con el doble de extensión que la original de Pradera. Semprún acusaba a su amigo de ser abstracto y poco realista. Puesto que el propio Pradera reconocía una falta de supervisión detallada de la HNP, Semprún apuntaba que sus argumentos poseían un «carácter abstracto, poco dialéctico, por no decir francamente metafísico», cosa que atribuía a su educación universitaria, a su aislamiento de los problemas reales, intensificado por su estancia en prisión, y a su planteamiento teórico «excesivamente libresco». La acusación fundamental, que hedía a dictado de Carrillo, era que Pradera adolecía de falta de confianza en el poder de las masas y, por tanto, en el éxito último de la política de la HNP[4].

En su inteligente y sardónica respuesta, Pradera dejaba bastante claro que sospechaba que la carta había sido escrita bajo coacción. Tampoco ocultaba su consternación por lo que consideraba una traición de un amigo. La larga y detallada misiva, pese a su tono irónico, recogía el asombro («tu carta me ha dejado literalmente estupefacto») por la «mezcla de benévola condescendencia y tonante jupiterismo» de Semprún. Pradera notó que los exabruptos de la carta de Semprún eran absolutamente contrarios a su estilo habitual. «A mi juicio has escogido una mala vía para convencer. Creí que una cosa era el diálogo con el amigo y otra la polémica con el enemigo, que una cosa era la controversia y otra la impertinencia». El último párrafo refleja su aflicción personal: «No me gusta este tono para discutir con los amigos. Como tú lo eres con doble título, como “amigo” y como amigo personal (al que debo mucho en todos los terrenos), todavía me disgusta más. Como en las peleas de chavales, te diré que “yo no empecé”. Si “he seguido”, es porque si las cosas no se sacan a la superficie, terminan pudriéndose y pudriéndote»[5].

Pradera fue excluido del partido y, dos años después, citado en París, donde fue sometido a interrogatorio por Carrillo en presencia de Semprún y Claudín. Estos no hicieron nada por defender a su amigo, que se sintió repugnado por todo el proceso. De hecho, vomitó en la calle tras la primera sesión. Carrillo lo detestaba instintivamente por considerarlo «un niño bien», y hasta que Pradera salió del partido, lo veía como la fuente de toda la disidencia procedente de Madrid[6].

El primer gran discurso público de Carrillo después del VI Congreso tuvo lugar en una sesión plenaria del Comité Central celebrada en París entre el 10 y el 12 de octubre de 1961, en pleno apogeo de la crisis por la construcción del Muro de Berlín. A mediados de agosto habían comenzado las obras del muro, y a finales de ese mes, el presidente John F. Kennedy había ordenado un incremento de la presencia militar estadounidense en Europa. Ante el enfrentamiento de Washington y Moscú, Carrillo presentó una línea firmemente pro soviética, y otorgaba gran importancia a la existencia de bases estadounidenses en España como parte de una amenaza occidental contra la Unión Soviética. El KGB estaba organizando una campaña engañosa para dar la impresión de que la Unión Soviética contaba con armamento más sofisticado y abundante del que se creía, y de que estaba preparada para lanzar un ataque nuclear en respuesta a las provocaciones occidentales en torno a Berlín occidental. Según la interpretación de Carrillo, la acción soviética era un heroico esfuerzo por defender al mundo de la agresión estadounidense. Denunciando la presencia occidental en Berlín, presentó la crisis como un plan imperialista para provocar una guerra contra la Unión Soviética.

Asegurando que el pueblo español sentía una simpatía especial por la Unión Soviética y su compromiso con la paz mundial, exhortó a comunistas y católicos a unirse en una movilización contra el régimen de Franco a fin de impedir que las bases estadounidenses fuesen utilizadas contra la Unión Soviética. De ahí pasó a un canto de alabanza por la abundancia que pronto gozarían los ciudadanos del Bloque Soviético gracias a un incremento del 600 por ciento en la producción industrial y un 350 por ciento en la agrícola, tal como prometía el PCUS. Su confianza en que esto se materializaría y en que todas las familias rusas poseerían un hogar moderno y confortable se vio alimentada por los logros del astronauta Yuri Gagarin, quien, a bordo de la nave espacial Vostok 3KA-3, se había convertido en el primer hombre en orbitar la Tierra. «Estos planes», declaraba, «que, como todos los elaborados por la Unión Soviética, tienen una rigurosa base científica, conducen a la desaparición completa y absoluta de las clases, de las diferencias entre la ciudad y el campo, entre el trabajo manual y el trabajo intelectual, y a la satisfacción cada vez más amplia de las necesidades materiales y espirituales de la sociedad».

Incidiendo de nuevo en su repertorio sobre el derrumbamiento inmediato de las dictaduras y el triunfo de la política de reconciliación nacional, lanzó la vacua amenaza de que, si el resto de las fuerzas antifranquistas no se unían en un gran frente de oposición al régimen, el PCE lo haría en solitario, guiaría al proletariado urbano y rural hasta la victoria y, por tanto, lideraría el régimen posterior: «No vacilará en asumir la iniciativa y la dirección de la lucha para derribar a Franco y salvar la paz; no vacilará tampoco en encabezar la nueva situación democrática que, como consecuencia, se cree en España». La estrategia para garantizar ese éxito sería la HNP, aunque con la posibilidad de enfrentamientos armados entre las masas y los defensores recalcitrantes del régimen. Tampoco descartaba la posibilidad de una lucha armada en caso de que las circunstancias sociales empeoraran o de que España se uniera a Estados Unidos en una guerra contra la Unión Soviética[7].

Las amenazas implícitas al resto de la oposición reflejaban su inquietud, por no decir desesperación, ante el crecimiento de la oposición no comunista. En el informe al VI Congreso había expuesto su temor a que la aparición de Unión Española y la reacción del PSOE llevaran a la exclusión del PCE de una monarquía democrática posfranquista. Tal vez reveló más de lo que deseaba sobre las motivaciones de la HNP cuando dijo: «La dirección del Partido debía encontrar la forma de combatir esos planes»[8]. La constante incapacidad de Carrillo para demostrar la moderación del PCE ante un público de clase media quedó reflejada en la histórica reunión de figuras opositoras del interior y exiliadas que tuvo lugar en el hotel Regina Palace de Múnich el 5 y 6 de junio de 1962. El acto fue organizado por Salvador de Madariaga, presidente de la Internacional Liberal, y Alsing Andersen, su homólogo de la Internacional Socialista, para congregar a representantes de la oposición democrática antifranquista de dentro y fuera de España. Reuniendo a una «asamblea de notables» con setenta figuras del interior y cincuenta del exilio, Madariaga esperaba acabar con la propaganda del régimen que aseguraba que las únicas opciones eran el franquismo o el comunismo. La idea pronto ganó adeptos y fue recogida y desarrollada en la Península por la Asociación Española de Cooperación Europea, cuyo presidente era el democristiano y monárquico conservador José María Gil Robles. Finalmente, el plan se concretó en una reunión de dos días dedicada al debate sobre la situación española con el título de «Europa y España», enmarcado en los actos del IV Congreso del Movimiento Europeo celebrado en Múnich del 5 al 8 de junio de 1962.

Los preparativos para la reunión coincidieron con una oleada de agitación industrial en el norte de España. Tanto la reunión como las huelgas tendrían un gran impacto en el PCE. En los primeros años de la década se aunaron varios factores que agudizarían las contradicciones básicas e implícitas en un Partido Comunista que trataba de cortejar a aliados burgueses. Por un lado, la muerte de Stalin, las revelaciones del XX Congreso del PCUS y las declaraciones de Carrillo parecían marcar cierta liberalización del PCE. Por otro, la relajación era más aparente que real, puesto que Carrillo, pese a la fachada liberal que se cuidaba de mantener, jamás toleraría la disidencia dentro del partido. Tampoco estaba abierto a replantearse sus posturas. A principios de los años sesenta se inició un espectacular crecimiento económico en España que fortalecería al régimen, a la vez que aumentaba el grado de movilización y la confianza en sí misma de la clase trabajadora. La consecuencia inmediata de esto último fueron las huelgas que recorrieron el país en 1962. Desde Asturias se propagaron rápidamente al País Vasco, Cataluña y Madrid, pese a los empeños de las fuerzas de represión. Esas huelgas primaverales culminaron en una victoria para los trabajadores, y Carrillo las interpretó, jubiloso, como el comienzo del paro general que derrocaría al régimen. No reparó en que las huelgas tenían una motivación económica y se basaban en el simple hecho de que los obreros veían la posibilidad de incrementos salariales. Su optimismo en que el fin de la dictadura estaba cerca se basaba en la suposición de que una reducida camarilla franquista dominaba una economía atrasada que se hallaba al borde de la explosión social. Por tanto, no era consciente de que la aparente capitulación de los industriales obedecía más a la creciente prosperidad y a la determinación de no alterar la producción que a un retroceso por parte del régimen de Franco[9].

Las reconsideraciones tácticas necesarias para que Carrillo se convenciera de que el pronosticado desastre económico no era inminente generarían graves divisiones en el seno del PCE. Por el momento, siguió hablando a través de la prensa del partido como si el régimen hiciera frente a una destrucción inaplazable. Consideraba todas las huelgas una prueba fehaciente de que su opinión era acertada, cuando en realidad existían cada vez más indicios que apuntaban a lo contrario. En un extenso discurso pronunciado en junio ante militantes del PCE en París, se felicitó de que las huelgas de 1962 constituyeran prueba de su tesis, según la cual estaba formándose una amplia alianza de fuerzas sociales para derrocar a la retrógrada camarilla franquista y porque su política de reconciliación nacional estaba allanando el terreno para una huelga nacional de signo pacífico: «El análisis que la dirección del Partido hacía en octubre pasado ha sido confirmado brillantemente por la realidad. Pero de una manera más general, las huelgas de abril y mayo vienen a corroborar toda la línea política y la táctica del Partido». Asimismo, declaraba, «lo que en otros países se hubiera reducido a un conflicto laboral más o menos serio, en España ha quebrantado profundamente al régimen, puesto en evidencia su impotencia y su caducidad, y ha removido todos los fundamentos de la actual sociedad». Aplaudiendo su propia perspicacia, afirmó: «De manera brillante, ha sido confirmada la concepción del Partido, su táctica»[10].

Cinco meses después, el Partido Comunista francés publicó un libro sobre las huelgas con un texto que reiteraba la interpretación triunfalista de Carrillo. También alababa una retahíla de profecías certeras, empezando por la declaración de Reconciliación Nacional en agosto de 1956, por medio de la Jornada de Reconciliación Nacional de 1958, la HNP en 1959, el informe de Carrillo al VI Congreso y, por último, la culminación que supuso su discurso en el pleno del Comité Central celebrado en octubre de 1961. Con una arrogancia más pasmosa que la demostrada en su parlamento de París, Carrillo aseguraba que había predicho con exactitud las huelgas: «El Partido ha preparado con su labor política las huelgas de abril y de mayo y ha sido el alma de la organización y dirección de estas huelgas». Según ese documento, los paros comenzaron cuando varios militantes del partido decidieron en marzo que había llegado el momento de asestar el golpe definitivo a la dictadura. Una vez iniciadas, las huelgas respondieron a la política del PCE, tal como la expresaban las retransmisiones realizadas por La Pasionaria y Carrillo en Radio España Independiente durante todo el mes de mayo. El día 5 de ese mes, el comité ejecutivo había hecho un llamamiento a todas las fuerzas de la oposición para que se unieran en lo que se presentaba como una gran huelga general para acabar con la dictadura. Dicho llamamiento fue retransmitido por Carrillo al día siguiente. El libro reconocía la base económica de las huelgas, pero todavía las interpretaba en los términos de la inevitable HNP. Por ello, aunque era obvio que la represión contra los mineros de Asturias había sido feroz, Carrillo argumentó, como había hecho en el VI Congreso y en su discurso de París, que la mayoría de las fuerzas del orden simpatizaban con la estrategia de la HNP[11].

Vinculando las huelgas y la reunión programada por Madariaga en Múnich, la prensa franquista anunció que, para lidiar con la agitación provocada desde el extranjero, se declararía el estado de guerra. Sin darse cuenta, el régimen estaba reconociendo la importancia simbólica de Múnich y los cambios económicos puestos de relieve por las huelgas. La oposición exiliada estaba alcanzando un acuerdo con antifranquistas conservadores y con la nueva oposición que había surgido en los años cincuenta. De no ser por la exclusión de los comunistas, podría decirse que, en muchos sentidos, el encuentro que tuvo lugar en Múnich de monárquicos, católicos y falangistas renegados con socialistas y nacionalistas vascos y catalanes presagió el gran movimiento de consenso democrático que había de dar sus frutos en los años setenta.

No todos los asistentes habían aprobado la exclusión de los comunistas. Algunos organizadores consideraban que debía estar presente la oposición antifranquista al completo. Sin embargo, Gil Robles y Enrique Adroher «Gironella», en su día miembro del POUM, se mostraron sumamente hostiles a la idea de invitar a Carrillo a Múnich. Al margen de su oposición visceral estaba el problema práctico de que la reunión en la ciudad alemana pretendía garantizar a una futura España democrática un lugar en la Europa unida. La inclusión en el proyecto del que todavía se consideraba un partido estalinista no ayudaría a alcanzar ese objetivo. Todos los grupos participantes habían expresado su compromiso con el Mercado Común Europeo, mientras que el PCE había manifestado su objeción a este. Asimismo, se temía que la presencia de Carrillo o uno de sus subordinados llevara a otros grupos a no asistir. En cualquier caso, se contó con la presencia fugaz y prácticamente inadvertida de Juan Gómez, Tomás García y Francesc Vicens, del PSUC, que se encontraban en el hotel pero no asistieron a las sesiones oficiales[12].

La Asamblea del Movimiento Europeo se clausuró el 8 de junio con un conmovedor discurso de Madariaga que finalizaba con las palabras: «La guerra civil que estalló en España el 18 de julio de 1936, y que el régimen ha mantenido artificialmente por medio de la censura, el monopolio de la prensa y la radio y sus desfiles victoriosos, terminó en Múnich anteayer, 6 de junio de 1962». Casi mil delegados del Movimiento Europeo aplaudieron y aprobaron por aclamación las conclusiones de los españoles y las cinco condiciones que la Comunidad Económica Europea (CEE) debía imponer para la entrada de su país: la creación de instituciones representativas democráticas, la garantía efectiva de derechos humanos, incluida la libertad de expresión, el reconocimiento de las comunidades regionales de España, la protección del derecho sindical y, en especial, el derecho a huelga, y la posibilidad de organizar partidos políticos[13].

El documento conjunto creado por las delegaciones del interior y el exterior denunciaba el poder dictatorial de Franco y el abuso de los derechos civiles en España y remachaba: «O España evoluciona o será excluida de la integración europea». Desesperado por no quedarse atrás, Carrillo se apresuró a declarar su solidaridad con las cinco condiciones para el acceso de España al Mercado Común. Franco estaba furioso por lo que veía como un complot para torpedear los esfuerzos de su régimen por labrarse una asociación con la Comunidad Europea. A su regreso, muchos delegados españoles fueron sometidos al acoso policial por su participación en lo que se denunció como el «contubernio de Múnich». Todos fueron detenidos a su llegada a España. Algunos, como el jurista Vicente Piniés y el influyente democristiano de Sevilla Manuel Giménez Fernández, fueron liberados tras un interrogatorio; otros más prominentes tuvieron que elegir entre el exilio inmediato o el exilio interior en las islas Canarias. Dionisio Ridruejo se exilió en Francia y José María Gil Robles en Suiza. La mayoría optó por Canarias, entre ellos Joaquín Satrústegui y dos hombres que serían importantes en la política del posfranquismo, Fernando Álvarez de Miranda, presidente de las primeras Cortes de la democracia en 1977, e Íñigo Cavero Lataillade, sucesivamente ministro de Educación y de Justicia en los gobiernos de Adolfo Suárez[14].

En su discurso de París, Carrillo expresó su solidaridad con el amplio espectro de grupos representados en Múnich y les ofreció su colaboración como defensores de la democracia interesados en derrocar a la dictadura. Lamentó que la cooperación con el PCE se topara con los obstáculos del Partido Socialista liderado por Rodolfo Llopis y lo que denominaba la «extrema derecha antifranquista», una referencia indudable a Gil Robles. Asimismo, declaró muy razonablemente: «Una coalición desde la derecha hasta los socialistas, excluyendo a los comunistas, en las condiciones que se están creando en España, no presenta garantías suficientes para una transición ordenada y pacífica a la democracia».

Su argumento contenía la amenaza de que una transición serena requería la eliminación del arsenal represivo de la dictadura y de que el posterior régimen democrático precisaría la cooperación y no el antagonismo de las masas comunistas: «En una situación como la que se avecina en España, cualquier persona conocedora de la realidad, cualquier persona inteligentemente conservadora, tiene que reconocer que la garantía de una transición sin violencia reside en primer término en un acuerdo con el Partido Comunista». Tras afirmar en ese mismo discurso: «Ya hemos dicho y repetido hasta la saciedad que nuestro Partido no puede renunciar a su papel y a su misión, en tanto que partido marxista-leninista, en tanto que representante de la clase obrera, de los trabajadores del campo y de la intelectualidad progresista», los indicios de amenaza eran innegables. Estaba claro que esperaba que otras fuerzas antifranquistas se alinearan con la idea de una Huelga Nacional Pacífica. Lo asombroso fue que expresara sin ambages su convicción de que muchos elementos burgueses, incluidos obispos y generales del Ejército, pronto comprenderían que tenía razón. Después de reconocer que el PCE colaboraría con la instauración de la democracia solo para propiciar su objetivo a largo plazo, que era establecer el socialismo, no estaba brindando exactamente una perspectiva tentadora a los grupos que asociaban comunismo con dictadura soviética[15].

Además, la confianza que mostraba Carrillo en que la dictadura caería pronto y en que el PCE dominaría el régimen posterior estaba a punto de encajar un duro golpe. Por su parte, dos miembros del comité ejecutivo, Federico Sánchez (es decir, Jorge Semprún) y Fernando Claudín empezaban a abrigar dudas cada vez más serias sobre la postura de Carrillo. Un elemento importante de su creciente desilusión hacia él vino provocado por la captura, tortura y ejecución en Madrid de Julián Grimau García, un miembro del Comité Central de cincuenta y dos años. Grimau había sido detenido en la capital el 7 de noviembre de 1962. Después de ser horriblemente golpeado y torturado, fue arrojado por una ventana de la Dirección General de Seguridad por sus interrogadores en un intento por ocultar lo que habían hecho. A pesar de las terribles lesiones, fue juzgado el 18 de abril por un tribunal marcial bajo la acusación de «rebelión militar», unos cargos que comprendían delitos presuntamente cometidos durante la Guerra Civil.

Grimau fue hallado culpable, condenado a muerte y fusilado por un pelotón dos días después[16]. En 1957 había sido enviado por Carrillo a España, destinado primero a Madrid y luego a Barcelona. Como devoto e intrépido militante, había ido voluntariamente. Tras la detención de Simón Sánchez Montero la víspera de la HNP de 1959, Grimau lo sustituyó a la cabeza de la organización en Madrid. El escándalo internacional provocado por su ejecución causó un daño inmenso a la campaña del régimen de Franco para normalizar sus relaciones con Europa. Las consecuencias dentro del PCE también fueron dramáticas. Semprún reaccionó calificando la decisión de Carrillo de enviarlo al interior como una irresponsabilidad absoluta. Teniendo en cuenta su historial, a Grimau nunca lo deberían haber utilizado con ese fin.

El padre de Grimau había sido comisario de policía en Barcelona en los años veinte y después se había dedicado a la edición. Julián Grimau había trabajado en la misma editorial, y al principio de la Guerra Civil se unió a la policía republicana recientemente reestructurada. Después de aprobar el examen de acceso, se convirtió en agente de la Brigada de Investigación Criminal, y en octubre de 1936 se afilió al PCE. Esto lo convirtió en el tipo de persona útil para Santiago Carrillo cuando en noviembre fue nombrado consejero de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid. Carrillo puso a Grimau a cargo de una de las unidades que controlaban la Quinta Columna. Más tarde desarrolló una labor similar como secretario general de Investigación Criminal en Valencia y fue extremadamente activo en Barcelona, cazando e interrogando a trotskistas y quintacolumnistas. No había duda de que, si la policía franquista lo atrapaba, Grimau moriría[17].

El efecto que tuvo la caída de Grimau en la actitud de Semprún y Claudín hacia Carrillo guarda relación con el hecho de que ya preocupaba su presencia en Madrid. En verano de 1962, Semprún había informado al Comité Ejecutivo del descuido y la impulsividad con que Grimau trataba su seguridad. De hecho, la gran cantidad de horas que pasaba en la calle citándose con contactos sucesivos motivaron el informe de Semprún al VI Congreso, donde abordaba los peligros del sistema de encuentros individuales en cadena. Semprún argumentaba que de entrada no deberían haberlo enviado allí, pero que, sin duda, ahora era preciso que lo ordenasen volver a Francia.

Carrillo, que estaba de vacaciones cuando Semprún hizo esos comentarios, había tomado la decisión de enviar a Grimau a España sin anunciarlo al comité ejecutivo. En su ausencia, se optó por remitir a Grimau y Francisco Romero Marín, dirigentes del PCE en Madrid, una carta con las críticas de Semprún, pero ambos rechazaron de plano el contenido. Cuando Carrillo regresó de su viaje, le dijo a Semprún que iba a tomar medidas para sacar a Grimau de allí, pero no se hizo nada. Más tarde, Semprún recordaba que a menudo le sorprendía el arrogante desprecio con que el secretario general trataba siempre a Grimau[18].

Claudín se lamentaría a posteriori de que él y Carrillo fueron los responsables de haber enviado a Grimau a España, pero afirmaba, de manera poco convincente, que no conocían sus actividades durante la Guerra Civil. Aunque tal vez fuese cierto en su caso, no lo era en el de Santiago. En sus memorias, Carrillo no menciona el historial de Grimau en tiempos de guerra, y en otro de sus libros aseguraba que lo había conocido en La Habana en 1941[19]. Aparte de haberle tenido a sus órdenes en 1936, Carrillo tenía acceso a los archivos del partido, que ofrecían todos los pormenores de su historial[20]. Desde luego, las autoridades franquistas no tuvieron dificultades para descubrir detalles del pasado de Grimau. Manuel Fraga, el nuevo ministro de Información, aprovechó las oportunidades que le brindaron entrevistas, artículos periodísticos y un libro para afirmar que el PCE del momento era el mismo partido que el de las checas de la guerra. Franco pudo subrayar el hecho de que su España seguía siendo un país de vencedores y vencidos. Del mismo modo, el caso, sobre todo la dignidad y la integridad con las que se comportó Grimau, permitió al PCE proclamar que las pretensiones de liberalización del régimen eran falsas y que la dictadura era tan brutalmente represiva como siempre[21]. Con independencia de la irresponsabilidad que supuso el enviar a Grimau a España, Claudín no tenía ninguna duda de que sí la hubo al no sacarlo de allí a tiempo. Asimismo, conjeturaba que la injustificada confianza de Carrillo en la caída inminente de la dictadura propició que se corrieran riesgos[22]. Todo ello contribuyó a erosionar su fe en el secretario general.

A principios de 1963, pese a las repercusiones que tuvo la captura de Grimau, Carrillo se reafirmó en que la HNP estaba a punto de destruir la dictadura en un discurso en el que aseguraba que en aquel año crucial presenciarían el final de Franco. En abril, con motivo de la declaración del PCE previa al 1 de mayo, dijo que una gran huelga general podría desencadenar un alzamiento cívico masivo que acabaría con el régimen. Además, llamaba a «todos los trabajadores a acelerar los preparativos y a realizar, en el más breve plazo posible, la huelga general política». Hubo paros en Asturias entre mayo y septiembre, pero, aunque según Carrillo eran los precursores de la huelga general política, no desencadenaron reacciones en otros lugares. A juicio de Carrillo, esto obedecía a que se habían producido en verano, cuando la acción política era difícil. No obstante, pese a que los siguientes paros en Asturias se celebraron en la primavera de 1964, y no en verano, el movimiento nacional no se materializó[23].

De hecho, las huelgas de 1962 habían marcado un punto de inflexión en el desarrollo de la dictadura y la oposición, y fueron una respuesta al alumbramiento de un gran proceso de industrialización. Carrillo no percibió la naturaleza específicamente económica de las acciones que tuvieron lugar en Asturias en 1963 y 1964, tan apegado como estaba a la idea de una huelga general que derrocaría a un régimen decrépito. Por el contrario, sí la detectaron numerosos militantes de España, el teórico más sofisticado del partido, Fernando Claudín, y Jorge Semprún, el hombre que, hasta diciembre de 1962, había ejercido de enlace principal entre París y la organización del interior. Por aquel entonces, el PCE en España contaba entre sus filas con varios intelectuales sumamente inteligentes gracias a la expansión universitaria que se había experimentado desde 1956. Hombres como Javier Pradera, Ramón Tamames, Luis Goytisolo, Fernando Sánchez Dragó y Enrique Múgica eran perfectamente capaces de darse cuenta de las absurdidades de la línea del partido que en principio debían aplicar con obediencia. Querían que su percepción de las realidades españolas influyera en la elaboración de una estrategia más pragmática por parte del PCE[24]. Hasta cierto punto, su descontento se había visto atemperado por Semprún, una persona que les gustaba y a la que consideraban su igual intelectual.

Sin embargo, tras la detención de Grimau, Semprún fue sustituido como enlace de la cúpula con España. Carrillo afirmaba que, tras diez años de labor clandestina, hubo que tomar aquella decisión por su seguridad. Con todo, Semprún tenía sus dudas sobre las motivaciones de Carrillo, y pensaba que no se habían demostrado inquietudes similares con Grimau o Romero Marín, quienes vivían en una situación de peligro igual o mayor. El último viaje de Semprún a España tuvo por objeto acompañar y presentar a su sustituto, José Sandoval, que no era ni mucho menos adecuado. Sandoval había estado en Rusia desde 1939, y en Rumanía de 1954 a 1956, y en Madrid probablemente se sentiría como gallo en corral ajeno. Su manera de comportarse y encenderse los cigarrillos y su falta de conocimientos sobre el fútbol o los toros en España lo convertían en alguien de otro planeta. En cuestión de doce meses fue detenido, y con él cayó gran parte de la organización intelectual del PCE en Madrid. Inevitablemente, después de la controversia de Pradera, Semprún empezó a preguntarse si Carrillo no había tomado una decisión que era sumamente peligrosa para el partido con el único propósito de limitar las críticas a su persona[25].

Entretanto, la llegada de Sandoval no contribuyó demasiado a mejorar las relaciones con los jóvenes intelectuales de Madrid. No obstante, intentó ser conciliador y propuso que los representantes de la organización en la capital se reunieran con la cúpula de París. Dicho encuentro tuvo lugar durante un seminario de catorce días celebrado desde la última semana de julio hasta la primera semana de agosto de 1963 en un castillo situado a las afueras de Arras, en el norte de Francia. La idea era que unos cien militantes provenientes de España se dieran cita con los líderes, y que Carrillo metiera en cintura a los posibles rebeldes. Sin embargo, el resultado fue que las divisiones potenciales dentro del partido quedaron al descubierto. El detonante fue José Ruibal, un dramaturgo de treinta y siete años que ya había escrito cuatro obras. Sin ser consciente de la deferencia requerida hacia el secretario general, Ruibal irritó a Carrillo por criticar sin pelos en la lengua lo que consideraba los «métodos caducos de trabajo utilizados por la dirección, que frenan el crecimiento numérico, la eficacia política y la creatividad ideológica». Exigió materiales «con menos signos de admiración y más ideas». Al citar a Pradera, quien respaldaba esas afirmaciones, y al observar que la situación era intolerable desde el relevo de Federico Sánchez, Ruibal agudizó sin percatarse las sospechas de Carrillo hacia Semprún. El hecho de que Claudín propusiera incluir a Pradera en un nuevo comité de intelectuales tuvo un efecto similar. Carrillo enfureció a Claudín interrumpiendo a Francesc Vicens para realizar una cruda intervención en la que denunció a los intelectuales para más tarde anunciar que iba escaso de tiempo y que se marchaba. Luego, Claudín rompió el protocolo manifestándose en contra del dogmatismo y el conformismo del PCE. No nombró a Carrillo, pero cuando el secretario general se enteró de lo que había dicho, se sintió profundamente irritado. La intervención de Claudín había expuesto públicamente las crecientes divisiones que imperaban en la cúpula[26].

La reunión de Arras planteó dos crisis a Carrillo. La más profunda se derivaba del hecho de que había gente como Ruibal, y Pradera antes que él, que criticaba el funcionamiento interno del partido y argumentaba que todavía faltaban años para el fin de la dictadura y que se requería un mayor desarrollo económico antes de que eso pudiera ocurrir. Eran las mismas posturas a las que habían llegado Claudín y Semprún independientemente. La gravedad de esa disensión era que, al involucrar a dos miembros muy prestigiosos de la ejecutiva, afectaba al núcleo mismo del partido. Por el contrario, el otro problema podía considerarse meramente irritante, ya que implicaba a estudiantes que, inspirados por Mao Zedong y Fidel Castro, abogaban por un retorno a posiciones marxistas-leninistas más ortodoxas.

En verano de 1963, poco después de los seminarios de Arras, esos jóvenes revolucionarios empezaron a publicar un periódico alternativo del partido llamado Mundo Obrero Revolucionario. Bajo el liderazgo del ex veterano del PCE Paulino García Moya, a finales de 1963 o principios de 1964 crearon un nuevo partido llamado PCEMarxista-Leninista. Al principio, el grupo era conocido como los «chinos», ya que supuestamente recibían financiación de la embajada china en París. Asimismo, tras el conflicto sino-soviético, consideraban a Carrillo un revisionista debido a su postura pro soviética[27]. Carrillo nunca mantuvo relación con los «chinos», al margen de acusarlos de «desviación izquierdista infantil». Hasta cierto punto, la existencia de grupos extremistas que acusaban al PCE de moderación brindaba ciertas ventajas para la credibilidad del partido ante las clases medias. Sin embargo, se ha afirmado que Carrillo eliminó a los militantes prochinos más peligrosos a base de delaciones a la policía franquista[28]. La facción «china» nunca sería numéricamente relevante y sufriría disputas fraccionales. Con todo, su existencia misma aumentó el grado de paranoia durante los debates que culminaron en las expulsiones de Claudín y Semprún[29].

Tras los enfrentamientos en Arras, Semprún y Claudín empezaron a argumentar de manera cada vez más abierta que los cambios fundamentales que estaba experimentando el capitalismo español exigían un replanteamiento de la estrategia del partido. Si estaban en lo cierto, y los acontecimientos demostrarían que así era, la reconciliación nacional solo se materializaría coincidiendo con un futuro desarrollo económico, cuando la burguesía industrial empezara a considerar que el régimen de Franco era un impedimento para su continuada prosperidad. Sin embargo, en aquel momento, habida cuenta de la explotación que sufría la clase trabajadora española y la gran escasez de viviendas y escuelas, era comprensible que Carrillo estuviese convencido de que los días del régimen estaban contados. Incluso grupos radicales de izquierdas como el Frente de Liberación Popular, que discrepaban con la búsqueda comunista de alianzas con la burguesía, estaban seguros de que el desarrollo económico, la capitalización extranjera y la integración de los trabajadores eran improbables. No obstante, estaba dándose un proceso de expansión económica que había de transformar la naturaleza del descontento de la clase trabajadora y consolidar la tendencia hacia el obrerismo, o reivindicaciones salariales de índole no política.

Además, el incipiente auge turístico y la exportación de mano de obra iban a resolver algunos de los problemas estructurales más graves de la economía española y echar por tierra la predicción de Carrillo sobre un colapso inminente. Sin embargo, durante buena parte de los años sesenta, Carrillo seguiría actuando sobre la premisa del éxito incuestionable de la estrategia de la que ahora llamaba Huelga Nacional Política (HNP). De ese modo desperdició casi toda la influencia que ejercía el PCE sobre el movimiento de la clase trabajadora. La organización sindical clandestina del partido, Comisiones Obreras, crecería a lo largo de la segunda mitad de la década. En cambio, se vería perjudicada por los llamamientos de Carrillo a llevar a cabo manifestaciones callejeras a modo de demostración de fuerza, cosa que solo facilitaba la represión. El comunismo también perdió prestigio por las apelaciones a «días de acción nacional» que fueron ignorados, por ejemplo, el 27 de octubre de 1967 y el 14 de mayo de 1968[30]. Pero aquello todavía estaba por llegar.

En otoño de 1963, el siguiente paso por «la pendiente del revisionismo hacia la charca de la traición» para Claudín y Semprún adoptó la forma de dos artículos en Realidad, la nueva revista teórica del PCE que constituía la respuesta del Comité Ejecutivo a las quejas de los intelectuales de Madrid sobre la escasa calidad académica del material que enviaban los líderes exiliados en París. El primer número incluía sendos artículos de Claudín y Semprún. Pese a su tono moderado, Carrillo decidió interpretarlos como una prueba de rebelión manifiesta, y le enfureció que no le consultaran antes de mandarlos a imprenta. Estaba de camino a Moscú cuando fueron publicados y le avergonzó tener que esquivar preguntas sobre unos textos implícitamente críticos con los soviéticos[31]. El artículo ostensiblemente inocuo de Claudín era un ataque a las dogmáticas conclusiones del concepto marxista de «realismo social» en el arte. Más tarde, el propio Claudín describía su defensa de la libertad en la creación artística como «tímida, moderada, pero inadmisible para el filosovietismo en el comité ejecutivo».

El texto de Semprún era menos abstracto y más relevante para la situación del momento. En él abordaba la denuncia de los comunistas chinos al presunto revisionismo del Partido Comunista italiano y defendía las ideas de Togliatti sobre la necesidad de que los diversos partidos comunistas elaboraran unas políticas propias independientemente del PCUS. En una nota al pie, insinuaba que era necesario analizar la evolución del movimiento desde 1956 y criticaba implícitamente la política de guerrilla de los años cuarenta, algo que Carrillo se tomó como un ataque personal. A consecuencia de ello, el artículo de Semprún fue objeto de virulentas críticas de los acólitos más leales de Carrillo en el comité ejecutivo. Al volver la vista atrás, Semprún, al igual que Claudín, se sorprendió de «la extrema prudencia —por no decir la timidez— de sus formulaciones». En cualquier caso, Carrillo se sintió de lo más irritado por el artículo de Semprún, puesto que ya había denunciado las posturas del Partido Comunista italiano por considerarlas tan peligrosas como las de su homólogo húngaro en 1956. La consecuencia inmediata fue que la dirección de la revista recayó en Manuel Azcárate, un hombre de una lealtad imperturbable[32].

En noviembre de 1963, poco después de que empezara a circular el número de Realidad con los dos artículos, Carrillo convocó un pleno del Comité Central. Semprún no estuvo presente, y Claudín no intervino, si bien era consciente de que Carrillo estaba preparando su estrategia para un conflicto inevitable, lo cual era obvio por cómo aprovechó la excusa del choque sino-soviético para advertir que una revisión de la política del partido no figuraba en el orden del día. Se trataba de una crítica implícita al artículo de Semprún. Carrillo delegó en uno de sus aliados más próximos, el asturiano Horacio Fernández Inguanzo, un análisis de los paros como el paso decisivo hacia lo que ya se denominaba Huelga Nacional Política. Claudín no medió palabra porque, según él, «decir lo que pensaba sobre el tema español significaba ir a la ruptura; decir lo que no pensaba me era ya imposible». A su juicio, no había nada cínico u oportunista en la postura de Carrillo. Sin duda, el secretario general creía verdaderamente que la HNP era posible. Otra cuestión es si realmente temía que los argumentos de Claudín y Semprún fueran una amenaza para la unidad del partido. Es más probable que considerara que cualquier crítica a sus posturas era un ataque personal contra él. Puesto que se identificaba con el partido, podía dar por sentado que se trataba de una afrenta a la propia formación. Sin embargo, la vehemencia de su respuesta denotaba una auténtica inseguridad. Si no hubiese sido consciente de la validez de las tesis de Claudín y Semprún, no habría sentido la necesidad de aniquilarlas.

En su informe al pleno, las críticas a los comunistas chinos confirmaron su compromiso con Moscú. Sus observaciones acerca de la situación dentro del PCE llegaron casi al final de su larga intervención. En una extraordinaria muestra de hipocresía, declaró que los días del culto a la personalidad se habían acabado: «Hay que explicar, hay que persuadir, hay que convencer. Las masas y los militantes del Partido merecen también, sin demagogia de parte de los dirigentes, un gran respeto; no son soldados que cumplen órdenes, y mucho menos “robots”». A continuación planteaba el argumento crucial: «Otra cosa sería, naturalmente, querer transformar los órganos dirigentes del Partido en una academia y los órganos de base en un club de discusión, donde no se hace más que charlar interminablemente». Asimismo, dejaba claro que tener en cuenta la realidad no formaba parte de su proceso de toma de decisiones: «Una iniciativa política hay que tomarla y aplicarla inmediatamente, no sobre la base de su experimentación en la práctica, sino sobre un cálculo y una determinación previa»[33].

El 8 de enero de 1964 se realizó un último esfuerzo por evitar una escisión cuando Carrillo propuso que Claudín fuera a hablar con él en privado. En general, según el relato posterior de este último, la reunión fue superficialmente cordial; Carrillo se mostró conciliador y escuchó mientras Claudín explicaba que no se mantenía un debate adecuado en el comité ejecutivo porque la autoridad del secretario general, ya fuera de manera explícita o implícita, siempre hacía prevalecer su opinión. Poniendo como ejemplo a Ignacio Gallego, Claudín señalaba que incluso quienes partían de puntos de vista diferentes cambiaban de rumbo en lugar de discrepar con él, no por convicción, sino por deferencia. Carrillo se disculpó de que, aun considerando a Claudín su «otro yo», en sus propias palabras, y «su doble», en palabras de su interlocutor, no hubiera sentido la necesidad de comentar las cosas con él. No obstante, cuando Claudín habló con aprobación de los comunistas italianos, el secretario general repuso que los consideraba derechistas y rechazó la idea de emular su estilo más abierto, ya que el PCE, como partido clandestino, no podía permitirse los lujos que disfrutaba el PCI, que era una formación legal.

Carrillo se reiteró en su opinión sobre Pradera, de quien decía que había causado problemas en Madrid, pero reconoció que Claudín quizá tenía razón cuando en 1956 propuso evaluar las contradicciones de la postura soviética. Sin embargo, no coincidía con su parecer sobre la valoración subjetiva de la situación en España. Además, cuando Claudín cuestionó su decisión de destituir a Federico Sánchez (Jorge Semprún) como enlace del partido con el interior, Carrillo respondió con unos comentarios que eran tan manipuladores como falaces: «Ha habido que criticarle por su falta de consecuencia en el trabajo… Fede no es un hombre para una tarea concreta política o de organización, necesita esfuerzo persistente, organizado».

Carrillo se quejó también de la conducta de Claudín. Sin duda estaba profundamente molesto por el discurso que este había pronunciado en el seminario de Arras una vez que él se hubo marchado. Le apenaba ser acusado de dogmatismo: «Había percibido algo raro, hablando con la gente, pero no me imaginaba que tú podías haber hecho una intervención así… Tú me presentas, de hecho, como opuesto al espíritu crítico, como un campeón del dogmatismo, opuesto a las nuevas generaciones». El modo en que le transmitieron el discurso de Claudín le había tocado la fibra sensible. Describió con vehemencia su entrada en el partido como la acción de un alborotador inconformista: «He venido al partido a través de una lucha política muy viva, a través de un absoluto inconformismo con líderes y política del PSOE. He venido por inconformista». Claudín negó que sus apreciaciones sobre dogmatismo y conformismo estuviesen dirigidas a Carrillo, quien repuso que lo importante es cómo habían sido interpretadas por el público. Luego demostró que se había ofendido también por los artículos aparecidos en Realidad. Su principal queja no obedecía tanto al contenido como al hecho de que se publicaran sin que él los hubiera visto antes, ya que estaba de camino a Moscú. Le avergonzaba profundamente que, una vez allí, La Pasionaria y Santiago Álvarez le hubieran preguntado por ellos. Carrillo mencionó su esperanza de que pudieran retomar su armonía anterior e intentó culpar de la disensión a Semprún. Sin embargo, sus constantes referencias a lo que consideraba la injusticia de la intervención de Claudín en Arras dejaba entrever que sería difícil, si no imposible, llegar a un acuerdo pese a la nota aparentemente optimista con la que se marcharon. Según rememoraba Claudín: «Nos separamos sin que el rescoldo de la antigua amistad diera signos de reavivarse»[34].

En buena medida, fue la rigidez estalinista la que llevó a Carrillo a responder a las críticas sobre su interpretación complaciente de la situación y lo que convirtió un debate potencialmente creativo en una crisis interna debilitadora. Como haría también en el caso de la rebelión de los estalinistas de línea dura capitaneados por Enrique Líster entre 1969 y 1970, la respuesta de Carrillo fue refutar el debate interno, expulsar a los infractores y afirmar que el número de implicados era irrisorio. Su estilo de liderazgo quedó claramente expuesto por el conflicto con Claudín y Semprún. Entre finales de 1963 y 1964, ambos argumentaban cada vez más abiertamente y con creciente convicción que en el capitalismo español estaban produciéndose unos cambios que alterarían la naturaleza del descontento de la clase trabajadora y, en última instancia, del propio régimen. Durante un tiempo les inquietó el evidente abismo que mediaba, por un lado, entre las optimistas predicciones de Carrillo sobre la debilidad del régimen y la disposición de la clase trabajadora a derrocarlo y, por otro, la verdadera situación que se vivía en el país.

Claudín era un hombre movido esencialmente por la teoría marxista. Ahora se sentía cada vez más desilusionado por la renuencia de Carrillo a analizar las huelgas de 1962 a la luz del auge económico y no como la confirmación de sus predicciones. El principal elemento teórico del debate entre ellos giraba en torno al grado de desarrollo alcanzado por el capitalismo español. La postura de Carrillo se basaba en la premisa de que España padecía los mismos problemas estructurales que en 1931: una industria atrasada y fragmentada y una agricultura semifeudal. En este sentido, todavía se inspiraba en ideas que había aprendido en los años treinta, cuando era discípulo de Largo Caballero. Los obstáculos al crecimiento que generó la absoluta incompetencia técnica del régimen de Franco durante los años cuarenta y cincuenta habían dado una considerable verosimilitud al análisis de Carrillo, según el cual, iba a venirse abajo. Sin embargo, la ayuda estadounidense, la inversión internacional, el boom del turismo y los planes de estabilización de los tecnócratas habían propiciado el inicio del desarrollo económico. Atrapado en su idea de que el régimen estaba en manos de una camarilla reaccionaria, Carrillo estaba convencido de que sería fácil encontrar aliados burgueses. Por el contrario, lo que percibían Claudín y Semprún era que, por el momento, la burguesía industrial y bancaria estaba satisfecha y que mientras el régimen no se convirtiera en un gran obstáculo para un mayor crecimiento, por ejemplo, para incorporarse al Mercado Común Europeo, no habría ninguna posibilidad de formar un frente amplio contra la dictadura. Una importante discrepancia entre ellos era el entusiasmo de Carrillo por el eslogan «la tierra para quien la trabaja». Para Claudín, era un retorno revolucionario a los años treinta que, a su juicio, solo podía distanciar a los aliados burgueses que el PCE necesitaba. El desarrollo económico estaba transformando España, y Carrillo seguía anclado en el mundo mental de la Segunda República.

El 29 de enero de 1964, tres semanas después de reunirse con Claudín, Carrillo convocó al comité ejecutivo para comentar ideas para un documento sobre la situación que se vivía en el país. Dicho documento sería enviado a Dolores Ibárruri y más tarde presentado en una conferencia de los cuatro partidos comunistas de Europa Occidental que formaban la Comisión de Solidaridad con España. La reunión se prolongó intermitentemente durante varios días hasta bien entrado el mes de febrero. Carrillo inauguró el acto con un discurso típicamente optimista en el que afirmaba que España estaba al borde del precipicio y que la burguesía se uniría con entusiasmo a la clase trabajadora para derrocar al régimen. Su opinión fue refrendada por todos los presentes, a excepción de Claudín y Semprún, quienes, con cautela, intentaron que Carrillo realizara una valoración realista de los acontecimientos que tenían lugar en el país. Claudín señaló: «La mejora en la situación económica de las masas es el resultado de su lucha, pero también de la posibilidad práctica que la burguesía ha tenido de hacer concesiones». Él y Semprún intentaron en vano que el comité ejecutivo aceptara que el éxito del plan de desarrollo de los tecnócratas daría a la burguesía más margen de maniobra. Claudín fue más allá y habló de los efectos que tuvieron en la militancia de la clase trabajadora los aumentos salariales desde 1962 y de la falta de mano de obra resultante de la emigración en masa hacia el norte de Europa.

Al principio, Carrillo fingió que sus palabras le parecían interesantes y merecían una mayor discusión. Cuando resumió las opiniones de Claudín, insinuando que reflejaban lo que él había dicho en todo momento, otros miembros de la ejecutiva mostraron su aprobación en una confirmación exacta de lo que había pronosticado Claudín en su charla con Carrillo. José Sandoval comentó que este había «subrayado con mucha fuerza una serie de elementos nuevos. De forma valiente…». De igual modo, Ignacio Gallego tomó la palabra: «Santiago ha resumido las inquietudes y preocupaciones que todos tenemos sobre la situación y perspectivas». Sin embargo, pronto quedó claro que las intenciones de Carrillo no eran buscar un compromiso.

Su fiel aliado, el agente soviético Eduardo García, declaró que lo que estaban presenciando era un «diálogo de sordos», y señaló que el discurso de Claudín y Semprún contradecía la línea del partido expuesta por el secretario general. El hombre al que Semprún consideraba el «perro faldero y mordiscón» de Carrillo hizo referencia al discurso de Claudín en Arras, a sus vínculos con Pradera y a los artículos de Realidad como una constatación de que trataban de dividir al partido. El hecho de que se habían puesto de acuerdo previamente con Carrillo fue confirmado por un furioso discurso de Enrique Líster, que se delató al declarar que, cuando se preparó la «orden del día» para la reunión, «creía que esta cuestión de la unidad del partido formaba parte del primer punto». Carrillo habló de nuevo y demostró que seguía enojado por el discurso de Claudín en Arras y por los artículos de Realidad. Poniendo gran énfasis en la falta de respeto mostrada hacia el secretario general, reveló el alcance de su rencor mofándose de Semprún y Claudín, a quienes tachó, respectivamente, de pretencioso e indolente. Después dijo que, si bien había decidido no sacar a colación el tema de la unidad, se alegraba de que García y Líster lo hubieran hecho. Al mencionar el «diálogo de sordos», añadió, García había hecho un espléndido servicio al comité ejecutivo.

Sabedores de que, como minoría en la ejecutiva, tenían pocas posibilidades de hacerse oír, Claudín y Semprún propusieron un congreso o una reunión plenaria del Comité Central para poder mantener un debate de garantías. Como cabría esperar, dicha petición fue denegada, ya que seguramente procuraría un apoyo considerable a los disidentes. Líster afirmó que era necesaria una reunión de la ejecutiva al completo que incluyera a La Pasionaria y otros miembros del Bloque Soviético que no habían podido asistir a los encuentros de París. Era evidente que Claudín y Semprún se verían ampliamente superados en número en una reunión de esa índole, y la propuesta fue aprobada. Se podía percibir una clara intención soviética en lo ocurrido. Moscú hacía frente a las disidencias de chinos e italianos, y Claudín y Semprún no ocultaban su adherencia al PCI. La intervención de García había dejado entrever adónde apuntaban los intereses soviéticos, y Carrillo, que seguía siendo un admirador de Jrushchov, no quería ser visto como un revisionista. Por tanto, Claudín y Semprún tenían que ser eliminados. Durante la reunión, Carrillo afirmó que, si la situación no se resolvía satisfactoriamente, se vería obligado a dimitir. Aquella amenaza vacua no era más que un chantaje para garantizarse el apoyo de todo el comité contra Claudín y Semprún[35].

El pleno se celebró entre el 27 de marzo y el 2 de abril de 1964 cerca de Praga, en un sombrío castillo que en su día ocuparon los reyes de Bohemia. Claudín, que llegó a la conclusión de que no estaba preparado para continuar en el partido a costa de renunciar a su libertad intelectual, salió al ataque con un largo y detallado análisis de la situación económica en España. Durante cinco horas, argumentó con lucidez que, pese a la visión de Carrillo y la mayoría de la ejecutiva, la democracia no llegaría gracias a un derrocamiento revolucionario del sistema, ya que, con el neocapitalismo instaurado ya en la senda de la expansión, la burguesía no tenía ningún motivo para unirse a arriesgados enfrentamientos revolucionarios. De hecho, Carrillo había confundido una crisis del régimen, derivada de la obsolescencia de sus formas semifascistas de dominación autoritaria, en especial su compromiso con la autarquía, con una crisis más generalizada del capitalismo español. Sin embargo, tal como percibió Claudín, se podía sacar rédito de la situación, ya que numerosos sectores burgueses compartían con la clase obrera un deseo de liberalización política. La búsqueda de compromiso de Carrillo entre la burguesía tenía sentido, pero no su optimismo extremado. Claudín coincidía con él en que el partido debía buscar un camino pacífico hacia el socialismo. Sin embargo, aunque optaba por una alianza con la burguesía, advirtió de la necesidad de ser conscientes de las grandes limitaciones de la misma. Teniendo en cuenta la integración de España en el capitalismo internacional, era la única opción viable, pero el partido debía tratar de evitar seguir el juego a la haute bourgeoisie.

Sin tomar en consideración si el análisis podía ser correcto, Carrillo lanzó a sus aliados antes de hablar él mismo. Uno tras otro, arremetieron contra Claudín y Semprún. Santiago Álvarez acusó al primero de «objetivismo». Líster lo tachó de traidor revisionista. Para Manuel Delicado, el problema era su falta absoluta de fe en el partido y en la clase trabajadora. José Moix denunció a Claudín y Semprún por su «subjetivismo», por sus ideas revisionistas de derechas y por su oportunismo burgués. Dolores Ibárruri fue la más vehemente de todos. Su infalible oratoria logró despertar las emociones de todos los allí presentes, pero su rechazo al análisis de Claudín no tenía nada que ver con su contenido ni con su llamamiento a que el PCE modificara su línea. Por el contrario, y con evidente desprecio, desestimó su análisis del desarrollo español, que consideraba una traición consecuencia de su pérdida de fe. Al igual que Carrillo, que habló a continuación, lo expresó todo en términos personales e insinuó de forma manipuladora que Claudín defendía el derrotismo.

La Pasionaria empezó mesurada, pero pronto se embarcó en una sonora denuncia: «Fernando aparece ante mí como bajo una nueva luz. Se me muestra como un hombre escéptico, pesimista que no cree en nada, que duda de la capacidad de lucha de la clase obrera, duda de la capacidad política del partido, duda del marxismo-leninismo, duda de sus compañeros de lucha y de dirección del partido, a los que trata de manera impropia de camaradas… Solo le impresiona la supuesta potencia de la oligarquía, asignándole un poder que el marxismo rechaza, para decidir a su antojo el desarrollo histórico de nuestro país. Sus conclusiones, más que de un marxista-leninista son las de un sociólogo burgués o socialdemócrata… Su método analítico no es el de un marxista, sino el de un reformista pequeño burgués, que se niega a ver la realidad porque le asustan las dificultades de la lucha». Esa presunta degeneración por parte de su otrora protegido la atribuía al desgaste propio de la edad, el exilio y los compromisos familiares.

Resucitando su característico poder de oratoria, emocionó al resto de la ejecutiva con una habilidosa referencia a la Guerra Civil: «¿Acaso hicimos la Guerra, esforzándonos en impedir el triunfo del fascismo, para que al cabo de 28 años de lucha contra las oligarquías que llevaron a Franco al poder lleguemos ahora a renegar de esa lucha, a entonar el mea culpa, a mendigarles a las oligarquías un puesto al sol?». Después preguntó retóricamente a Claudín si osaría presentar su análisis a los trabajadores de Asturias, el País Vasco, Madrid o Cataluña o a los campesinos de Andalucía, Extremadura o Castilla en lugar de en un entorno seguro como una reunión a puerta cerrada. Sin la aprobación de las masas, sus análisis eran simplemente «los devaneos de intelectuales con cabeza de chorlito». Aunque fue eficaz en el plano retórico, su discurso era absolutamente manipulador. ¿Dónde podían debatirse modificaciones importantes de la política del partido sino en esas reuniones? Cuando se elaborara una nueva línea que estuviera en sintonía con la realidad de España, estaría en manos del partido adaptar su propaganda.

Carrillo fue el siguiente, y empezó con una burda síntesis de la postura de Claudín: «Para Fernando, la cuestión se plantea así: el poder va a seguir en manos de la oligarquía. Vamos a un cambio de poder más o menos democrático, que abrirá un nuevo período de desarrollo del capitalismo español relativamente largo. Un largo período de estabilidad y de desarrollo del capitalismo en España. Por consiguiente, es la conclusión de Fernando, debemos adaptarnos a ese proceso y renunciar a plantearnos hasta una fecha muy lejana… los problemas de la revolución en nuestro país». Después pasó a tachar el análisis de Claudín de «libresco y abstracto», exactamente los mismos términos utilizados en la carta de Semprún a Pradera. Evidenciando la rigidez de su pensamiento, declaró que el análisis de Claudín no era científico «en el sentido que entendemos nosotros un análisis científico, es decir, en el sentido revolucionario, marxista-leninista, de clase, que han de tener nuestros análisis». Tras recordar la acusación de dogmatismo vertida en Arras, repitió en varias ocasiones que era Claudín el rígido y dogmático. Según la valoración posterior de este último: «Estaba claro que no podía soportar el reproche de dogmático y reaccionaba con el “más eres tú” de las peleas infantiles».

Es difícil no llegar a la conclusión de que la profunda hostilidad que mostraba Carrillo hacia la postura de Claudín y Semprún respondía a que no aceptaba de buen grado las críticas bajo ningún concepto. Como desvelaba su comentario a Semprún sobre Ignacio Gallego, se consideraba el árbitro supremo en el partido, «el poder». Otra cuestión que más tarde utilizaría para justificar su conducta era que, si estaban en lo cierto, eso significaba que la política de reconciliación nacional tardaría mucho tiempo en madurar, posiblemente décadas. Con el desarrollo económico en el horizonte, la burguesía difícilmente se uniría al PCE contra Franco. Tal como insinuaba Claudín, y como acabarían demostrando los acontecimientos, la política del partido solo sería relevante en el momento en que una nueva burguesía industrial considerara que los mecanismos políticos del franquismo eran un obstáculo para su prosperidad. Incapaz de contemplar la posibilidad de tener que decir a las bases del partido que, tras veinticinco años de lucha contra Franco, la dictadura podía durar otros veinticinco, Carrillo aprovechó su control del aparato del PCE no para esgrimir argumentos intelectuales, sino para aplacar las críticas y silenciar a Claudín y Semprún. En Praga, sus reiteradas afirmaciones de que las clases dominantes se hallaban en un estado de pánico e incluso que el partido podía preparar un levantamiento armado en cuestión de tres o cuatro meses eran de una falta de realismo risible.

El secretario general ridiculizó a Semprún y Claudín calificándolos de intelectuales y presentándose sarcásticamente a sí mismo y al resto de la ejecutiva como ignorantes. También realizó una teatral autocrítica. Sus «pecados» habían sido no darse cuenta de lo que se traían entre manos Claudín y Semprún y no haber relevado antes a este último de sus labores en la organización clandestina. Eran culpables, dijo, «de ir poco a poco, paso a paso, hacia una modificación de la línea del partido». Debido a esto, dio las gracias a Eduardo García por plantear la cuestión en la reunión celebrada en París en febrero: «tiró de la manta» para revelar aquellos crímenes atroces. Tras acusar a Claudín de ser más derechista que los socialistas e incluso que los democristianos, afirmó que seguía pensando que su lugar y el de Semprún era el PCE. Solo debían rectificar «sus errores» y corregir «sus posiciones erróneas»[36].

Claudín y Semprún declararon que no tenían intención de cambiar su postura. Al concluir la reunión, fueron suspendidos de la ejecutiva hasta que todos los documentos del caso fuesen entregados al Comité Central. Al aceptarlo, estaban renunciando a cualquier posibilidad de debate serio. Como cabría esperar, lejos de exponer el caso con honestidad, Carrillo mandó una circular a los líderes del partido en España en la que ofrecía una crónica sumamente tendenciosa del debate en la que acusaba a Claudín y Semprún de ser «revisionistas y capituladores». Ambos fueron excluidos de las reuniones y se emprendió una campaña de difamación contra ambos a la que no tuvieron posibilidad de responder. Por negar la caída inminente del régimen y mencionar el alto nivel de desarrollo capitalista en España fueron acusados de derrotismo y revisionismo. Luego, Carrillo tomó la asombrosa decisión de organizar una reunión masiva en París. Puesto que el PCE todavía era ilegal y seguía actuando desde la clandestinidad, corría un gran riesgo, pero lo hizo por deseo de agudizar el odio contra los dos «disidentes» del partido.

El 19 de abril, Carrillo escogió el emotivo primer aniversario de la ejecución de Grimau para pronunciar un discurso virulentamente demagógico ante los militantes de París. La elección de ese día garantizó que su intervención fuese recibida sin críticas. En un lenguaje altamente cargado, acusó de socialdemócratas y mencheviques revisionistas a quienes creían que la transición a la democracia sería un proceso gradual sin necesidad de enfrentamientos revolucionarios, y declaró que el PCE estaba preparado para aplastar al régimen de Franco por medio de la violencia. Curiosamente, reflejó los puntos de vista de Claudín y Semprún al reconocer que la preparación de la Huelga Nacional Política llevaría tiempo y que sería necesario esperar el momento propicio. Sin embargo, también intentaba justificar su triunfalismo y desacreditarlos cuando formuló la absurda y retórica pregunta: «¿Qué habrían dicho en 1939 los miembros del partido si les hubiesen anunciado que Franco seguiría en el poder en 1954?». La asamblea, al parecer convocada para conmemorar a Grimau, consistió principalmente en las escalofriantes denuncias de Carrillo contra los traidores en la nómina de Manuel Fraga, el ministro que había organizado la campaña de propaganda contra Grimau. Al no ser invitados, Semprún y Claudín fueron los únicos miembros de la ejecutiva que no estuvieron presentes sobre el estrado. Carrillo no los mencionó por su nombre, aunque dicha labor recayó en miembros del partido ubicados entre la multitud. El discurso estuvo repleto de refutaciones sobre cualquier dogmatismo por su parte, lo cual reflejaba su obsesión con la acusación de Claudín. Más tarde se publicó una versión un poco más moderada en forma de panfleto. Dejándose llevar por su retórica pro soviética, realizó la absurda afirmación: «La Unión Soviética no establecerá relaciones con España mientras no lo autorice el Comité Central del Partido»; en cambio, la versión impresa, más sobria, rezaba: «La Unión Soviética no dará un paso que no sea una ayuda a la lucha democrática del pueblo español». Jordi Solé Tura, que se encontraba entre el público, recordaba que él y muchos de los que lo rodeaban consideraron que el tono de Carrillo era aterrador[37].

Ese acto teatral, junto con los documentos que se habían repartido, garantizaron el apoyo instintivo de una gran mayoría de los miembros del Comité Central. Solo los exiliados recibieron las actas completas de la reunión; a los miembros del interior se les envió un resumen distorsionado. Entre las pocas excepciones figuraba Jordi Solé Tura, que sintió el impulso de unirse a los disidentes debido al siniestro espectáculo protagonizado por Carrillo el 19 de abril: «Me pareció que de golpe reaparecían todos los ritos macabros de aquel estalinismo que yo no había conocido pero que me asustaba». Confuso por la agresividad del discurso de Carrillo, el joven intelectual catalán creía que tal vez había algo personal detrás de aquella teoría. Sin duda, eso era lo que denotaban las insistentes refutaciones de lo que para Carrillo era la acusación de dogmatismo lanzada por Claudín. Puesto que se había acostumbrado a la adulación diaria que le dispensaba la mayoría del comité ejecutivo, no podía soportar ser cuestionado o criticado[38].

Claudín y Semprún trasladaron a Carrillo sus quejas por la distorsión de sus opiniones, pero fueron totalmente ignorados. Lejos del debate creativo al que aspiraban, el secretario general había generado una situación maniquea en la que cualquier consideración seria de la visión de Claudín y Semprún parecía un acto de traición al PCE. El 3 de septiembre de 1964, la ejecutiva recibió a ambos para informarles de la reacción de los miembros del Comité Central a los documentos tendenciosos repartidos por Carrillo. Ellos adujeron que los estatutos del partido habían sido violados al ser distribuidas unas versiones sesgadas de sus opiniones sin que tuvieran la oportunidad de responder. Los dirigentes ratificaron la decisión anterior de apartarlos de la ejecutiva y los excluyeron del partido[39]. Claudín y Semprún rechazaron la resolución y reclamaron el derecho a apelarla en el siguiente congreso. Cuando la petición fue denegada, Claudín preparó una larga exposición de su postura con la esperanza de reabrir el debate.

Entretanto, la campaña de difamación fue intensificándose. En otra asamblea de seiscientos afiliados celebrada en París el 13 de septiembre, a la cual Claudín y Semprún tampoco fueron invitados, Santiago Álvarez pronunció un discurso viperino. Después de aplaudir a un joven militante que, basándose en los documentos repartidos por Carrillo, declaró que Claudín y Federico Sánchez negaban la lucha de clases, hizo referencia a los emisarios del partido que habían sido capturados por la policía franquista. En un tono manipulador, dijo: «Yo no sé si para Claudín la vida y la sangre de esos camaradas cuenta», e insinuó que ambos figuraban en la nómina de Manuel Fraga. De manera más directa, dijo que estaban ayudando objetivamente al enemigo pese a cobrar su salario del PCE. En realidad, Semprún vivía de la literatura desde la publicación en 1963 de El largo viaje, y Claudín renunció inmediatamente a su salario y devolvió el resto de su última paga. Aquel era el comienzo de un intento por destruirlos social y económicamente. Ellos y sus familias fueron rechazados por los que habían sido sus camaradas. A Semprún le resultó más fácil gracias a su pujante éxito y celebridad. Sin embargo, para Claudín, su mujer, Carmen, y sus dos hijas, Carmen y Tania, las dificultades eran inmensas, y Carrillo no tardó en apretar las clavijas para que la situación se agravara todavía más[40].

Su determinación de acabar con Claudín y Semprún se vio intensificada por la caída de Nikita Jrushchov el 14 de octubre de 1964. Puesto que se consideraba el Jrushchov del PCE, le atemorizaba ser víctima del retorno de Moscú a la ortodoxia estalinista. Por ello, redactó un artículo en el que alababa a la Unión Soviética y buscó el respaldo de La Pasionaria, preocupado porque esta pudiera aprovechar ese viraje para reafirmar su posición. En su intercambio de misivas, Carrillo expresó su compromiso absoluto con la Unión Soviética y condenó la línea cada vez más independiente del partido italiano. Una vez convencida de la postura de Carrillo, este pidió y obtuvo su aprobación para una acción firme destinada a extirpar la amenaza «revisionista» de Claudín y Semprún[41].

Claudín, que probablemente lo ignoraba, entregó su documento a la ejecutiva el 8 de diciembre de 1964 junto con una carta que afirmaba que, puesto que el partido había publicado una versión distorsionada de las opiniones vertidas por él y Semprún, se sentía autorizado a distribuir el documento entre los miembros del partido para rectificar las falsedades. Con la ayuda de Semprún, Solé Tura y Francesc Vicens, y utilizando sus exiguos ahorros, en enero de 1965 Claudín publicó el texto en formato de libro en París. A modo de respuesta, la revista Nuestra Bandera del PCE reimprimió unos extractos cuidadosamente seleccionados del texto de Claudín con un comentario tendencioso (en una tipografía mucho más grande) y el titular: «Documento — Plataforma fraccional de Fernando Claudín». Este fue acusado de hundirse «en la charca oportunista». No hubo debate. En abril de 1965, Claudín y Semprún fueron expulsados, una decisión que no conocieron hasta que leyeron la noticia en Mundo Obrero.[42]

La brutalidad de los esfuerzos por destruir la vida de Claudín y Semprún dejaba entrever la mano de Carrillo aunque los instrumentos inmediatos eran sus fieles acólitos Santiago Álvarez e Ignacio Gallego. Los discursos y las publicaciones habían diezmado sus redes sociales. Ahora se empeñaban en garantizar que Claudín no pudiera trabajar. La única documentación que ofrecía una base legal a su existencia en Francia era un pasaporte cubano que le consiguió el PCE, pero no le fue devuelto. Su familia vivía en una casa alquilada por el partido, pero la renta no fue abonada. El 17 de noviembre de 1965, Gallego escribió a Carrillo: «Al sinvergüenza de Claudín le plantearemos las cosas con toda claridad y con toda fuerza. Aún no lo hemos hecho. Pero yo creo que este elemento no dejará la casa. Es una impresión. En cuyo caso creo que no debemos soltar un céntimo. Pero si él paga no será fácil echarle, si no es a la brava, recurriendo al propietario, un francés que vaya Vd. a saber si está dispuesto a dar esa batalla. Lo primero es plantear las cosas con toda claridad y desde luego no pagarle la casa a un canalla»[43]. En respuesta a esto, Carrillo envió a un militante llamado Pepe a que advirtiera a Claudín que abandonara la casa. Pepe amenazó con que, si no lo hacía, el PCE no pagaría los atrasos del alquiler, que se remontaban a mucho antes de la expulsión. Cuando Claudín respondió que no tenía dinero, Pepe le dijo que no debería haberse gastado lo que le costó un libro en el que atacaba al partido[44].

El cisma de Claudín otorgó a Carrillo un poder absoluto en el PCE, y no quedaba nadie que lo cuestionara. Al privar a la formación de sus pensadores más creativos, provocó su empobrecimiento. También reveló hasta qué punto estaba versado en las artes estalinistas de la manipulación de partidos. Francesc Vicens, el líder comunista catalán que fue expulsado por posicionarse con ellos, afirmó que, habida cuenta del dominio que ejercía Carrillo sobre el PCE, fue una locura táctica que Claudín planteara la cuestión en el comité ejecutivo. A su juicio, lo que deberían haber hecho él y Semprún era convencer en privado a Carrillo de que la línea oficial era un error y de que debía presentar la nueva orientación como propia. Sin embargo, eso difícilmente habría favorecido la creación de una estructura más flexible y democrática, que era el propósito del ejercicio[45]. En su respuesta al Comité Central, citó una manifestación similar de incredulidad por parte de un miembro anónimo de la ejecutiva (quien, según desvelaba en 1977, fue Gregorio López Raimundo): «Aunque tengas razón, debes someterte; tú, que has tragado tantas “culebras” en tu vida, ¿por qué no sigues tragando “culebras”? Yo le respondí: Todo tiene sus límites, incluso el consumo de “culebras”. Y, efectivamente, creo que es hora de que en el Partido se acabe con esa fea e indigesta costumbre. Creo que es hora de que en el Partido se discuta con argumentos, con razones, con datos, con hechos y no con “culebras”»[46].

Más tarde, Carrillo aducía que lo que más le preocupaba durante todo el episodio era que la interpretación de la coyuntura que hacían Claudín y Semprún desmoralizara a las bases. Le inquietaba que rechazaran sus instrucciones y que se limitaran a decir: «Dejadnos tranquilos, no nos pidáis sacrificios, no pidáis que demos la vida y la libertad, dejadnos esperar tiempos mejores en que la lucha valga la pena». Al argumentar eso, Carrillo ocultaba el resentimiento personal que alimentó la furia con la que se dispuso a aplastar a Claudín y Semprún. También expresó el temor a que su interpretación implicara que podía desarrollarse una situación en la que se instaurase la democracia sin el PCE, revelando de ese modo que su organización era mucho más importante que la causa de la democracia a la que afirmaba estar consagrado. Básicamente, estaba diciendo que creía que podía permitirse mentir a los miembros del partido durante muchos años[47]. En cualquier caso, la idea que esgrimían Claudín y Semprún no era en modo alguno tan negativa como Carrillo pretendía. Por el contrario, reconocer la transformación de la sociedad abría muchas más posibilidades de alianzas contra el régimen[48].

Carrillo continuaría sembrando dudas sobre el análisis de Claudín y Semprún aun cuando ya había empezado a incorporarlo a sus escritos[49]. De hecho, en sus famosas conversaciones con Max Gallo y Régis Debray insinuaba que ambos habían sido engañados por los alardes de los tecnócratas del Opus Dei a quienes se había encomendado la tarea de supervisar el desarrollo económico dentro del régimen. Utilizando el dicho «se tromper, c’est avoir raison trop tôt», también afirmaba falazmente que se había desvivido por evitar una ruptura. Con eso se refería, por supuesto, a que no habían aprovechado la oportunidad para someterse humildemente a su línea, lo cual se apreciaba en la afirmación de que, al plantear la polémica en el ámbito más amplio del partido, estaban creando una fracción que paralizaría la libertad de acción del PCE. Asimismo, aseguraba que la publicación de sus opiniones dentro de la organización —y, por tanto, cuestionando su autoridad— era «un lujo demasiado elevado para un partido clandestino». No obstante, también decía que el asunto había resultado extremadamente doloroso, ya que él y Claudín habían trabajado juntos desde su época en la cúpula de las JSU en los años treinta. En realidad, abrir un debate estaba a años luz de la actividad conspiratoria del fraccionalismo. Además, la virulencia con la que Carrillo difundió una versión distorsionada de la tesis de Claudín y Semprún sobre el desarrollo español a fin de recabar apoyos para su expulsión no indicaba que se viese inhibido por el arrepentimiento.

En sus numerosas crónicas posteriores de la crisis, vibrando con una malicia apenas disimulada, Carrillo intentaba desviar la atención de los aspectos centrales de las discrepancias entre su análisis y el de Claudín y Semprún insinuando que sencillamente deseaban abandonar la lucha por motivos personales. En sus memorias fue más allá, alegando que ya habían decidido dejar el PCE y, por tanto, orquestaron su expulsión. Por añadidura, decía que Semprún quería consagrarse a su vocación de escritor y estaba buscando una excusa para aparcar su ardua labor como coordinador de las actividades clandestinas del partido en el interior. Asimismo, en numerosas ocasiones aseguraba que Claudín le había dicho en mitad del conflicto: «Santiago, tengo cincuenta y dos años y aún no he hecho nada. Ya no aguanto las reuniones de la dirección del partido». Según él, de esto podía desprenderse que si Claudín creía que su contribución a mantener vivo el PCE durante los largos años de la dictadura no era un logro, significaba que estaba decidido a marcharse. Claudín daba un matiz diferente a la cuestión. Reconocía que estaba harto de las reuniones, en las que la conformidad importaba más que la verdad, y estaba convencido de que Carrillo jamás llegaría a entenderlo. Para él, aquellas reuniones eran «como el oxígeno del aire». «Muchas veces he pensado que gozaba en ellas más que en una efusión amorosa», decía[50].

Al reducir el conflicto a presuntas dificultades personales en la vida de Claudín y Semprún, Carrillo manipulaba descaradamente la historia con el fin de ocultar su agresión durante la crisis y restar importancia a los asuntos planteados. En 1983, el secretario general publicó la transcripción de una conversación crucial que mantuvo con Claudín el 8 de enero de 1964. Es cierto que este manifestó que no le gustaba el trabajo en el partido y que desde hacía mucho tiempo quería dedicarse a la investigación teórica. Sin embargo, en ningún momento decía que quisiese renunciar a un papel destacado en el seno del PCE. Su argumento más reiterado era que la autoridad abrumadora de la que gozaba Carrillo era el principal obstáculo para un debate constructivo[51]. Asimismo, la afirmación que realizaba Carrillo a Debray y Gallo de que Claudín y Semprún siempre fueron bienvenidos en su casa de París difícilmente encajaba con los esfuerzos por desahuciar al primero de su casa o los obstáculos que le pusieron para encontrar trabajo una vez que le fue retirado su exiguo salario como funcionario del partido. Aquello no fue tan problemático para Semprún, quien, desde 1963, ya se encontraba en el camino de la fama internacional como novelista y guionista. Una carta escrita a La Pasionaria poco después de la reunión de abril de 1964 ponía de manifiesto el rencor que sentía Carrillo hacia una persona a la que había considerado su protegido, y se refería a él como un «señorito mentiroso». El delito de Claudín y Semprún había sido seguir discutiendo cuando se hallaban en minoría, y ahora la prioridad era «aislar totalmente esas posiciones derechistas»[52].

La postura estalinista de Carrillo en la crisis de Claudín y Semprún también se vislumbraba cuando, poco después de pisotear sus ideas, las incorporó rápidamente a la línea del partido. El hecho de que pudiera hacerlo demostraba que sus brutales esfuerzos por silenciarlos tenían poca justificación al margen de sus resentimientos personales. Esto quedó claro en el VII Congreso del PCE, celebrado en una escuela de Choisi Le Roi, cerca de París, del 6 al 11 de agosto de 1965. El congreso se preparó con mucha premura, ya que su principal objetivo era atar los cabos sueltos de la expulsión de Claudín. La reunión se desarrolló con un secretismo casi absoluto incluso dentro de las normas habituales de la clandestinidad. De hecho, en varios momentos se pidió a los delegados que no aplaudieran para no ser oídos desde el exterior. Esto obedecía en gran medida a que, después del VI Congreso, que se había publicitado relativamente bien, muchos delegados fueron detenidos a su regreso a España. También reflejaba un deseo de llegar a una resolución discreta para la expulsión. No hubo referencias a esta en las publicaciones periódicas del PCE, y no se dieron a conocer las actas.

El informe jactancioso y complaciente de Carrillo al congreso, cuya exposición le llevó día y medio, denunciaba a Claudín, Semprún y Vicens, y alababa con hipocresía el talante «democrático» con el que se habían desmontado sus argumentos: «El Partido se ha encontrado frente a una tentativa de tipo derechista y liquidacionista, más grave porque sus promotores fueron dos dirigentes del Partido que quedaron aislados en el C.E. y el C.C. y luego en el conjunto de nuestras organizaciones, tras un proceso de discusión que ha sido lo más amplio y democrático posible en un Partido que se desenvuelve en las condiciones de la ilegalidad fascista». Además, reafirmó su opinión de que un amplio frente de fuerzas podría derrocar rápidamente a la aislada camarilla franquista de terratenientes y financieros. No obstante, se apreciaban indicios de que ya se disponía a adoptar las posturas por las que Claudín y Semprún habían sido vilipendiados cuando habló más sobre la descomposición a largo plazo del régimen de Franco[53].

Hubo una procesión incesante de militantes del interior que ratificaron la idoneidad del compromiso de Carrillo con la Huelga General Política. Después, Eduardo García, en calidad de secretario de organización, presentó un informe en el que subrayaba la importancia de una ejecutiva fuerte[54]. En su discurso de clausura, el propio Carrillo afirmaba con orgullo que el PCE había mantenido «un gran debate» que, con igual complacencia, declaró finalizado. Asimismo, apostilló que, «sin impaciencias, sin prisas», el partido debía emprender la importante tarea de la organización y la preparación necesarias para aprovechar las circunstancias cambiantes. No solo estaba reconociendo implícitamente las tesis de Claudín y Semprún, sino que también demostraba la absurdidad de los catastrofistas argumentos según los cuales adoptar dichas tesis destruiría al partido[55].

De hecho, la coreografía no estuvo tan exenta de dificultades como podría haberlo estado. Algunos miembros del Comité Central que habían recibido una versión distorsionada de los argumentos de Claudín y Semprún se encontraban en la cárcel de Burgos. Entre ellos estaban Miguel Núñez y Pere Ardiaca, del PSUC, y Ramón Ormazábal, del Partido Comunista vasco. Basándose en sus experiencias en la clandestinidad, creían que Carrillo había subestimado el alcance del cambio social y económico que estaba produciéndose en España y, por ende, llegaron a la conclusión de que la estrategia de alianzas del PCE no era lo bastante audaz. Esa parte de su análisis guardaba similitudes con el de Claudín y Semprún, pero difería enormemente en que todavía conservaban su fe en la eficacia de la HNP si podía organizarse de forma rápida y enérgica. Consiguieron remitir a Carrillo un documento de ochenta páginas que exponía unas opiniones bastante contradictorias. En él lo acusaban de ser demasiado cauteloso y prácticamente lo tildaban de claudinista. Ni que decir tiene, el documento no se repartió entre los asistentes al congreso, aduciendo que no había medios suficientes para realizar copias y que su contenido conmocionaría a los allí presentes.

Sin embargo, sus posturas fueron objeto de un feroz ataque por parte de León Lorenzo, un miembro del Comité Central procedente de Madrid. Es razonable suponer que su intervención fue dictada, o al menos editada, por Carrillo, que de ese modo reaccionaba a lo que decidió interpretar como un desafío a su autoridad. El trío de Burgos fue reprobado, como ya ocurriera con los recién expulsados Claudín y Semprún, por su osadía al criticar a Carrillo y el Comité Ejecutivo, y les impartieron una lección sobre la necesidad de centralismo democrático. Todo ello era de esperar. Sin embargo, lo verdaderamente sorprendente es que también encajaron críticas por no aceptar que la HNP todavía era un horizonte lejano. En unos términos que podrían haber sido formulados por Claudín, fueron reprendidos por afirmar que la HNP estaba a la vuelta de la esquina: «Estos camaradas no comprenden o han olvidado que toda huelga general ha sido, es y será un proceso largo, trabajoso, irregular, no meramente declamatorio o mitinesco, sino sobre todo organizativo, paciente, reconstructor de las masas trabajadoras»[56].

Inmediatamente después de la finalización del congreso, se celebró un pleno del Comité Central. En él, el propio Carrillo calificó el documento de Burgos de negativo y realizó un comentario que desvelaba su rechazo a cualquier crítica, por constructiva que fuera: «Si cada grupo de miembros del Comité Central se van considerando y se van sintiendo un centro de dirección del Partido, entonces ni habrá dirección del Partido, ni habrá Partido». Dijo que no los acusaba de ser «agentes enemigos», pero que eran menos fiables. Tras recibir una contundente carta de la ejecutiva, todos cesaron en sus reprobaciones, ejercieron la autocrítica y aceptaron la disciplina del partido[57].

Las intervenciones en el VII Congreso demostraron que, en su quincuagésimo año, Carrillo, cuyo poder en el PCE era indiscutible y cuya fuerza de voluntad permanecía intacta, tenía la confianza suficiente para empezar a alterar la línea del partido de acuerdo con las tesis formuladas por Claudín. Los argumentos expuestos por este y Semprún acerca del PCE fueron adoptados a escala europea por Palmiro Togliatti en el documento conocido como la Promemoria di Yalta. Este memorándum había sido redactado en Yalta, en el mar Negro, donde Togliatti esperaba reunirse con Jrushchov, y era básicamente un llamamiento a que este diese un paso en la liberalización anunciada en 1956. Togliatti falleció antes del encuentro, y el documento fue publicado poco después por Luigi Longo, su sucesor en el PCI[58]. Al principio, Carrillo, que empezaba a ver a uno de sus viejos mentores de la Comintern como un revisionista antisoviético, se mostró impasible ante la defensa que hacía Togliatti de un mayor debate y democracia internos. Sin embargo, su postura no tardaría en cambiar.

Las revelaciones del XX Congreso del PCUS habían convencido a Carrillo de que la URSS se hallaba en la senda de la democratización. Una de sus diferencias iniciales con Claudín y Semprún era lo que veía como sus peligrosos y gratuitos esfuerzos por examinar la naturaleza del socialismo soviético. De hecho, en sus ataques a ambos, Carrillo declaró que el PCE nunca adoptaría posturas antisoviéticas con el solo propósito de facilitar una alianza con elementos burgueses[59]. Después de basar su disciplinado y limitado cambio en el modelo de Jrushchov, a quien admiraba enormemente, Carrillo se sentía confuso por la caída en desgracia de su mentor en octubre de 1964.

No obstante, durante los años sesenta, y pese a insistir en la idea de la huelga general que había recibido las críticas de Claudín y Semprún, en sus discursos y escritos Carrillo hizo cada vez más concesiones teóricas a ambos, aunque, por supuesto, sin mencionarlos. Entre 1965 y 1970, las únicas menciones públicas de los debates en el seno del PCE fueron las de los discursos de Carrillo y las de sus diversos libros y artículos, que tenían más repercusión que los informes internos del partido y difundían la idea de que el Partido Comunista era sinónimo de Santiago Carrillo. En dichos artículos y libros, Carrillo adoptó posturas similares a las que habían motivado la expulsión de Claudín y Semprún. Contrariamente a sus predicciones de que hacerlo destruiría la moral de los miembros del partido, sus llamamientos a tener paciencia no tuvieron efectos negativos, como seguramente supo en todo momento. En cualquier caso, sin renunciar nunca a su compromiso con la Huelga General Política, muchas de sus declaraciones se caracterizaban todavía por el exceso de optimismo complaciente o el «triunfalismo» criticado por sus antiguos camaradas[60].

Su admisión de que el desarrollo capitalista estaba generando una burguesía disidente, el reconocimiento más explícito de la validez de las tesis de Claudín, se reflejó en el nuevo lema que adoptó, «la alianza de las fuerzas del trabajo y de la cultura», en sustitución de la vieja proclama revolucionaria, «la alianza de los obreros y campesinos»[61]. Este cambio también recogía la realidad de que, junto al desarrollo económico, se había producido una fuerte expansión de las universidades españolas. Una consecuencia era que muchos estudiantes se unían al PCE como la oposición más seria a la dictadura. El desarrollo industrial también fomentaba un crecimiento considerable del sindicato clandestino comunista, Comisiones Obreras. Cada vez más confiado, algunas de sus insinuaciones a la burguesía eran tan exageradas que dañaron su credibilidad entre muchos militantes. Carrillo realizó ofertas al Ejército y la Iglesia que, aun teniendo escasas posibilidades de convencer a generales u obispos, solo podían desilusionar a los miembros más comprometidos del partido. Es difícil saber si en realidad se creía sus optimistas predicciones sobre la disposición de los católicos y los mandos castrenses a aceptar los planes del Partido Comunista para una futura España democrática o si simplemente pretendía mantener el ánimo del grueso de los afiliados.

En el caso de la Iglesia, puede que Carrillo se dejara llevar por varios indicios cuyo impacto sobrestimó. Desde los años cincuenta habían existido grupos católicos como la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC) y su rama juvenil, la Juventud Obrera Católica (JOC), que mostraban un compromiso cada vez mayor con la justicia social. A partir de ellas había surgido, en respuesta al incipiente desarrollo industrial, el fenómeno de los curas obreros que colaboraban con los sindicatos comunistas clandestinos. Después se celebró el Concilio Vaticano II del papa Juan XXIII, que dio comienzo en octubre de 1962, y la consiguiente oleada de actividad de grupos democristianos en territorio español. En 1961, Mater et magistra, la encíclica del Papa, hablaba de salarios justos y condiciones humanitarias para los trabajadores industriales y agrícolas, impuestos redistributivos y derechos sindicales. En el congreso de Múnich, católicos y monárquicos se habían asociado con demócratas exiliados, y los grupos patrocinados por la Iglesia impulsaron el renacer de la oposición interna. En España había nacido Cuadernos para el diálogo, una revista católica influyente y vacilantemente liberal, y Ecclesia, el semanario semioficial de la Iglesia, mostraba una creciente preocupación por temas sociales. Carrillo se embebió de optimismo por las actividades de Joaquín Ruiz-Giménez, un ex ministro franquista de Educación que fue destituido por sus actividades liberales en apoyo a los estudiantes. Asimismo, aplaudió la labor realizada en Sevilla por el democristiano Manuel Giménez Fernández, que sería una gran inspiración para Felipe González[62].

Sin embargo, pese al optimismo de Carrillo, la actitud de Gil Robles en Múnich constató que los democristianos no estaban ni mucho menos dispuestos a recibir propuestas del Partido Comunista. Aunque existía un ala liberal dentro de la Iglesia, sobre todo en Cataluña y el País Vasco, e incluso miembros izquierdistas en las HOAC y la JOC, no había ni la más remota posibilidad de que la jerarquía eclesiástica española, de signo profundamente reaccionario, estuviese abierta a un proyecto de futuro que implicara al Partido Comunista[63]. En el caso del Ejército, Carrillo estuvo muy influido por un libro publicado en 1967 por uno de sus oficiales más liberales, el capitán Julio Busquets, futuro fundador de la Unión Militar Democrática. Carrillo se aferraba a los argumentos esgrimidos por Busquets al efecto de que el cuerpo de oficiales había cambiado desde los años cuarenta y la dominación de la oligarquía de los terratenientes ya no era aparente. No obstante, era extremadamente optimista en su convicción de que, como el Ejército de mediados de los años sesenta, en el plano sociológico, ya no era el Ejército de la Guerra Civil, estaba preparado para una alianza con el PCE[64].

Sin embargo, Carrillo obviaba el hecho de que el alto mando de Franco estaba dominado por una hornada de generales de la línea más dura. En su mayoría se habían alistado como voluntarios durante la Guerra Civil y se habían convertido en «alféreces provisionales» y, a mediados de los años sesenta, estaban alcanzando puestos de una importancia crucial en la jerarquía militar. Incluso aquellos que no estaban activamente vinculados a la Falange habían pasado por la Academia General Militar, donde habían sido adoctrinados en un anticomunismo feroz y en la creencia de que el Ejército era el árbitro supremo del destino político de la nación[65]. Tal como descubrirían Carrillo y todo el espectro democrático de España en los años setenta, la férrea lealtad a Franco garantizó que los ex alféreces provisionales fueran los defensores más acérrimos del régimen en su agonía de muerte. A finales de los años sesenta, los denominados «generales azules» falangistas, como Alfonso Pérez Viñeta, Tomás García Rebull, Carlos Iniesta Cano y Ángel Campano López, empezaron a atesorar mandos operativos de una importancia crucial. En colaboración con el búnker civil, aprovecharían su influencia política para bloquear la reforma desde dentro del sistema y su aparato represivo para aplastar la oposición llegada desde el exterior[66].

Entre los jóvenes izquierdistas y los estalinistas más veteranos del partido se vertieron duras críticas contra las ramas de olivo ofrecidas por Carrillo a los pilares militares y eclesiásticos del régimen de Franco. Las concesiones teóricas que tuvo que realizar para atraer a los grupos burgueses solo sirvieron para que el PCE fuese sometido a acusaciones de traición y oportunismo por parte de la juventud de izquierdas[67]. Entre los militantes más jóvenes imperaba la idea de que los representantes de la oligarquía, la Iglesia y el Ejército únicamente negociarían con los comunistas si podían garantizar el control de los impulsos revolucionarios de la clase trabajadora. Muchos miembros del partido estaban convencidos de que Carrillo, o se engañaba a sí mismo o, por el contrario, su ambición de poder le llevaría a aceptar un papel tan reaccionario[68]. El primer signo visible de ese tipo de oposición fue la escisión de los jóvenes pro chinos, que denunciaron el supuesto revisionismo de Carrillo, y exigieron una táctica revolucionaria de violencia armada contra el régimen. De ahí surgió una compleja proliferación de facciones maoístas y trotskistas, entre las cuales, las más importantes probablemente eran el PCEML (marxista-leninista), el PCE-Internacional, Bandera Roja, la Organización Revolucionaria de los Trabajadores y la Liga Comunista Revolucionaria[69].

La existencia de esa multitud de facciones comprometidas con la revolución violenta generó graves dificultades a Carrillo y sus intentos por moldear una imagen moderada del partido. Los actos esporádicos de violencia no hicieron sino confirmar a muchos miembros de las clases medias la valoración que hacía el régimen del comunismo como un movimiento agresivo y anárquico. La opinión pública en general no siguió las idas y venidas doctrinales de esos grupos y los veía a todos como «comunistas». Las acciones violentas contra el régimen también provocaron represalias indiscriminadas. El grupo más notable entre los activistas nació del PCE-ML. Conocido como FRAP, el Frente Revolucionario Antifascista y Patriota fue creado en enero de 1971 por Julio Álvarez del Vayo y Benita Martínez Lanuza («Elena Odena») en un piso parisino propiedad de Arthur Miller, el dramaturgo que había estado casado con Marilyn Monroe[70]. El FRAP pretendía crear un frente amplio de grupos dedicados al derrocamiento violento del franquismo. Dicho frente apenas iba más allá del PCE-ML y su grupo de estudiantes FUDE (Federación Universitaria Democrática Española). La acción más importante del FRAP fue el asesinato de un policía secreto el 1 de mayo de 1973, que, como reconocía incluso el boletín del FRAP, causó una tremenda oleada de detenciones y la tortura de izquierdistas que no tenían vinculación alguna con el incidente[71]. El asesinato desembocó asimismo en la creación del represivo gabinete del almirante Carrero Blanco, y eso provocó sospechas de que en el FRAP se habían infiltrado agentes provocadores.

Pero todo aquello aún estaba por llegar. En la segunda mitad de los años sesenta, Carrillo tuvo que plantearse si su línea fervientemente pro soviética era un obstáculo para su deseo de forjar alianzas con las fuerzas burguesas de España. Algunas de las críticas más vehementes dirigidas a Semprún y Claudín en el conflicto de 1964 fueron el resultado de sus intentos por cuestionar la naturaleza socialista del régimen soviético. Por aquel entonces, Carrillo todavía sentía una fe absoluta en la capacidad de Jrushchov para corregir la degeneración burocrática del estalinismo. El secretario general español, que había basado su reforma estrictamente controlada y limitada en la de Jrushchov, estaba muy desorientado por la inesperada caída en desgracia del líder ruso en 1964[72]. A partir de entonces, y hasta 1968, se advierte cierta ambigüedad en sus numerosas referencias a la Unión Soviética. Por un lado, imperaban los hábitos de treinta años de apoyo incondicional a Moscú, sobre todo los injuriosos ataques de Carrillo a los chinos[73]. Por otro lado, empezaron a asomar atisbos de pensamiento independiente que se derivaban en parte de su incomodidad ante el severo liderazgo de Leonid Brezhnev, pero también porque sabía que la reconciliación nacional exigía que el PCE convenciera a sus aliados potenciales en España de que no compartía las tendencias dictatoriales de los rusos[74].

El PCE todavía actuaba en la clandestinidad y sufría la persecución de la policía franquista, su cúpula se encontraba en el exilio y dependía de la solidaridad internacional, en particular de la rusa; con lo cual, los primeros esfuerzos de Carrillo en este sentido fueron titubeantes y ambiguos. En 1967 todavía abundaban en la prensa del partido artículos rituales y serviles sobre los líderes soviéticos y los logros de la Revolución rusa. Sin embargo, pese a que afirmaba que la Unión Soviética jamás entablaría vínculos con Franco sin su aprobación, no podía ignorar la calidez cada vez mayor de las relaciones entre Moscú y Madrid. En 1966, criticó moderadamente el juicio al que fueron sometidos en Moscú los satiristas Andrei Siniavski y Yuli Daniel, que marcaría el fin del proceso de liberalización inaugurado en 1956. Sin embargo, al mismo tiempo y por orden suya, Manuel Azcárate obstaculizó una campaña para redactar una protesta firmada por escritores españoles. En noviembre de 1967, Carrillo, junto con La Pasionaria y otros, fue recibido en el Kremlin por Brezhnev y Boris Ponomariov, jefe del Departamento Internacional del PCUS. Carrillo se sintió muy molesto cuando dijeron que había llegado el momento de que el PCE abogara por una sucesión monárquica de Franco. Todavía le molestó más que un artículo firmado por «Ardatovski» y publicado en Izvestiya expusiera el mismo argumento. Carrillo lo organizó todo para que el PCE respondiera en Mundo Obrero con un texto titulado «No, camarada Ardatovski». El artículo estaba formulado en unos términos profundamente respetuosos hacia el Kremlin y provocó una disculpa[75]. Carrillo realizó un revelador comentario sobre el incidente a Debray y Gallo. Cuando los líderes soviéticos le reprocharon que deseara ser independiente, respondió: «No es lo que queremos; es lo que necesita nuestra política»[76].

Antes, en el informe al Comité Central fechado a principios de 1967 y publicado con el título Nuevos enfoques a problemas de hoy, Carrillo había afrontado tímidamente la falta de democracia en Europa del Este, aunque intentaba justificarla, de manera poco convincente, esgrimiendo las exigencias de la Guerra Fría. Reconocía que era poco probable que un Partido Comunista fervientemente pro soviético y comprometido con la dictadura del proletariado atrajera a aliados burgueses[77]. Al mismo tiempo, las referencias a la reducida camarilla franquista empezaron a desaparecer de sus escritos. Por el contrario, se advertía una valoración más realista del hecho de que la burguesía estaba beneficiándose del crecimiento económico bajo el gobierno de Franco, pero que bien podía llegar a rechazar la arcaica maquinaria política del régimen. Comprometido como estaba con su nuevo eslogan de «la alianza de las fuerzas del trabajo y la cultura», Carrillo había manifestado su apoyo al movimiento estudiantil que tuvo lugar en Francia en mayo de 1968[78]. Asimismo, su combinación de un planteamiento crítico con el Bloque Soviético y una línea más flexible respecto de las relaciones con otros grupos en territorio español se vio corroborada por lo que se vivió en Checoslovaquia tras la caída de Novotny. Carrillo se había aferrado a dichos acontecimientos como prueba de que socialismo y libertad eran compatibles. El entusiasmo por la Primavera de Praga y la defensa del socialismo con un rostro humano por parte de Dub ek se sumaban a las alabanzas a la tolerancia de la URSS[79].

Al principio, el optimismo de Carrillo se vio alimentado por los informes de Francisco Antón, que en aquel momento se encontraba en Praga, pero duró poco. Estaba a punto de enfrentarse a lo que más tarde definía como «uno de los momentos más amargos» de su «vida de comunista». En julio de 1968, había sido informado por el embajador ruso en París de que la Unión Soviética pretendía poner fin al experimento checo. Por tanto, disponía de tres semanas en pleno mes de agosto para ponderar su reacción cuando se asestara el golpe inevitable. Carrillo informó a los rusos de que si se producía una invasión, el PCE la condenaría públicamente. En un principio, decidió cancelar sus vacaciones en Crimea como invitado del PCUS. Sin embargo, en una conferencia celebrada en Bratislava a la que asistieron representantes de las cúpulas de Alemania Oriental, Hungría, Polonia, Checoslovaquia y Rusia, parecía que la crisis se había evitado. En una declaración realizada el 14 de agosto, el PCE anunció su alegría por la aparente resolución. Más tranquilo, Carrillo y su familia viajaron a Rusia acompañados de Francisco Romero Marín y Simón Sánchez Montero. La mañana del 21 de agosto, se despertó con la noticia de que las tropas rusas habían entrado en la capital checa. Después del gran entusiasmo que había demostrado por la Primavera de Praga, se vio en una posición extremadamente incómoda debido a la acción soviética.

La publicidad negativa dada en España a la invasión fue gravemente perjudicial para la estrategia de reconciliación nacional del PCE. No obstante, parecía inconcebible que el partido se posicionara en contra de Moscú, ya que tradicionalmente había sido considerado una de las formaciones nacionales más leales y subordinadas. Justo un año antes, Carrillo había autorizado una violenta campaña contra Mao Zedong durante la disputa sino-soviética, que había comenzado en 1959 cuando este acusó a Jrushchov de ser un traidor revisionista, se intensificó en 1966 con el lanzamiento de la Revolución Cultural China y en 1967 degeneró en disputas fronterizas. Teniendo en cuenta que la cúpula exiliada del PCE dependía de la financiación soviética, Carrillo no estaba en posición de condenar la actuación soviética en Checoslovaquia. Sin embargo, para mantener la credibilidad del partido como segmento democrático moderado de la oposición antifranquista, el secretario general tenía que arriesgarse a un conflicto abierto con el PCUS y a acusaciones de antisovietismo, nacionalismo y revisionismo al condenar la intervención.

De este modo, dejó su dacha y viajó a Moscú, donde, el 24 de agosto, él y Dolores Ibárruri mantuvieron una reunión muy tensa con Mijail Suslov, segundo al mando de Brezhnev, y Ponomariov. Carrillo anunció que tendría que criticar la invasión. Discutió la absurda línea oficial que aseguraba que la intervención soviética había sido solicitada por los líderes checos. Suslov recordó brutalmente a La Pasionaria y Carrillo la posición dependiente del PCE delante de Luigi Longo y Gian Carlo Pajetta, del PCI. El tono de Suslov difícilmente pudo sorprender a Carrillo, que lo conocía desde el encuentro de Stalin con la delegación comunista española en 1948 y con toda probabilidad sabía que había desempeñado un papel clave en las purgas de rusos que habían luchado para la República durante la Guerra Civil. Sin duda, el insultante recordatorio de que el suyo era un partido pequeño le infundió una mayor determinación para mantenerse en sus trece. Partió hacia Bucarest para retransmitir desde Radio España Independiente su denuncia a los rusos. Allí entabló conversaciones con el Partido Comunista rumano y, más tarde, en Roma, con el PCI. Ambos compartían su oposición a la invasión de Checoslovaquia[80].

La víspera del regreso de Carrillo a París, Agustín Gómez Pagola, que desde 1960 era jefe del Partido Comunista vasco, escribió una emotiva carta a Dolores Ibárruri. Además de declarar su apoyo a la acción soviética, que, según él, tenía como propósito aplastar la contrarrevolución, expresó su preocupación por los esfuerzos de Carrillo y otros, «desde hace algún tiempo, de sembrar la desconfianza y la duda respecto al PCUS»[81]. Gómez no era el único miembro de la ejecutiva que pensaba de ese modo. Sin embargo, al día siguiente, Carrillo fue suficientemente persuasivo como para convencer al comité ejecutivo del PCE de que emitiera un comunicado que distaba mucho de ser una condena. La única voz discrepante era la de Eduardo García, secretario de organización del partido, que casi con total seguridad era un agente de la KGB. La declaración empezaba con una afirmación de lealtad a la URSS: «Proclamamos y proclamaremos siempre con orgullo nuestra adhesión a la gloriosa Revolución Socialista de octubre, nuestra solidaridad con los logros del pueblo soviético y del PCUS y nuestra entrañable amistad con la Unión Soviética. Condenamos con la mayor energía cualquier intento de utilizar el trágico error cometido en Checoslovaquia para denigrar la historia gloriosa del PCUS y del pueblo soviético».

No obstante, tras comentar el «trágico error», la declaración justificaba semejante atrevimiento en unos términos que, sin querer, ofendieron aún más a la cúpula soviética. En la práctica, Carrillo estaba aceptando el «policentrismo» de Togliatti, la idea de que la divergencia debía ser factible dentro del mundo comunista. «¡En el movimiento comunista internacional ya no hay partido guía, partido dirigente! Todos los partidos somos igualmente responsables de la orientación de nuestro movimiento… Ya no somos —y nunca aceptamos limitarnos a ese papel— simples grupos de propagandistas de las realizaciones del socialismo en un país o en varios; pretendemos realizar nuestra propia revolución… La culminación de esta tarea exige obligatoriamente una línea que tenga en cuenta la realidad y las particularidades de la situación en nuestro país». Por otro lado, lo describía como la conclusión lógica al discurso de Jrushchov ante el XX Congreso del PCUS. No obstante, con un ojo en su público potencial en España, realizaba la extraordinaria aseveración de que «cuando» (no «si») el PCE llegara al poder, organizaría una enérgica resistencia a cualquier intervención similar en un país socialista[82].

El 15 de septiembre, Carrillo habló en una asamblea de militantes. Tuvo que ser cauteloso, ya que hasta el momento había puesto mucho empeño en inculcar una línea pro soviética en el PCE y las bases mostraban una simpatía considerable hacia la invasión, tanto en España como entre los exiliados. Por ello, su discurso estuvo trufado de alabanzas a la Unión Soviética e incluía una defensa de las invasiones de Hungría y Polonia en 1956, que no debían confundirse con el error cometido en Checoslovaquia. El 18 de septiembre, el Comité Central se reunió en París para debatir la actuación de la ejecutiva. En su informe, Carrillo argumentaba que el problema era que los soviéticos habían permitido que sus intereses nacionales se antepusieran a sus ideales socialistas. Hasta cierto punto, era otro paso en la adopción de las posturas de Claudín y Semprún. Aun así, no era un paso muy grande. Carrillo no se embarcó en un análisis sobre el hecho de que la cúpula del PCUS se hubiese convertido en una oligarquía inflexible, sino que se limitó a declarar que los sucesores de Jrushchov no habían seguido su ejemplo. Sin embargo, su argumento fundamental, dirigido a un Comité Central cuya mayoría era ferozmente pro soviética, era que las diferencias con los rusos no iban más allá de la cuestión checoslovaca: «Nosotros podemos discrepar en una cuestión de la Unión Soviética, pero que eso no cambia en absoluto ni nuestro afecto, ni nuestra devoción, ni nuestro sentimiento de lo que la Unión Soviética representa. Ni tampoco de nuestra disposición a defender a la Unión Soviética si la Unión Soviética se encontrase en cualquier momento amenazada como se encontró en 1941». Aunque hubo numerosos discursos que apoyaban la acción soviética, el comité votó a favor del informe de Carrillo por sesenta y seis a cinco. Que Dolores Ibárruri no se manifestara en contra del secretario general sin duda jugó enormemente a su favor[83].

El hecho de que se esforzara tanto por aferrarse a la relación umbilical del PCE con la URSS en su discurso al Comité Central denota que Carrillo no percibía el pleno alcance del cambio que acababa de iniciar. Es más, en muchos sentidos, serían los rusos, y no Carrillo, quienes llevarían esa disputa a su conclusión lógica. La consecuencia sería su celebridad internacional a raíz de haberse convertido en el defensor de lo que vendría en llamarse «eurocomunismo».

Los dos miembros más notables de los cinco que votaron contra Carrillo en la reunión del Comité Central eran conocidos rusófilos que, durante la Guerra Civil, cuando todavía eran adolescentes, fueron evacuados a la Unión Soviética. Eduardo García López había combatido en la Segunda Guerra Mundial en un destacamento del NKVD. Agustín Gómez Pagola, que también había participado en el conflicto, era alabado en Rusia por haber ejercido de defensa central y capitán en el Torpedo de Moscú y por haber sido elegido para el equipo olímpico del país en 1952. Desde 1960 había sido jefe en funciones del Partido Comunista vasco. Al acatar las normas del centralismo democrático, ambos pudieron conservar sus cargos[84]. En abril de 1969, Carrillo convocó al comité ejecutivo para evaluar su postura, y se aseguró de que los disidentes no tuvieran ninguna oportunidad oficial de airear sus opiniones o recabar apoyos.

Aunque les negaron el acceso a Mundo Obrero y Nuestra Bandera, García y Gómez lograron hacer llegar a los militantes del partido sus opiniones, que fueron relativamente bien recibidas entre los miembros del PCE que residían en el Bloque Oriental y entre los militantes más longevos que recordaban la ayuda rusa a España durante la Guerra Civil. Carrillo estaba furioso por lo que parecía una actividad fraccional impulsada por los soviéticos. El secretario general endureció su postura y escribió al PCUS para denunciar la situación en Checoslovaquia en el contexto del suicidio ritual del estudiante Jan Pallach en Praga el 16 de enero de 1969[85]. Puesto que Gómez y García contaban con cierto apoyo potencial dentro del partido, Carrillo utilizó su destreza para controlar a la organización interna con el propósito de silenciarlos. El 22 de mayo de 1969, una reunión de veintisiete miembros del Comité Central, de un total de ochenta y nueve, votó a favor de excluir a Agustín Gómez. En julio, Carrillo obligó a García a dimitir del secretariado y la ejecutiva, amenazándolo con expulsarlo del partido[86]. Los disidentes pro soviéticos respondieron redoblando sus actividades, y enviaron varios documentos a miembros del Comité Central en los que acusaban a Carrillo de antisoviético, liquidacionista, oportunista y antimarxista. Este respondió asegurando que sus actividades estaban financiadas por los servicios de seguridad soviéticos. Según Líster, también difundió rumores de que estaban en la nómina de la CIA[87].

Al mismo tiempo, los rusos reforzaron la presión directa sobre el propio Carrillo. En julio debía encabezar una delegación del PCE que participaría en una conferencia internacional de partidos comunistas organizada en Moscú tras la crisis checa. Lo acompañaron La Pasionaria, Azcárate y Líster. De hecho, Azcárate había intentado convencerlo de que no asistieran, aduciendo que la credibilidad del partido exigía una ruptura total con los rusos. Carrillo se negó, citando la dependencia económica que tenía el PCE de Moscú y su convicción de que el PCUS evolucionaría[88]. El texto de la intervención del PCE había sido preparado por Azcárate y entregado previamente para su traducción al ruso y después a otros idiomas. Este proceso ofrecía innumerables posibilidades para que los soviéticos sesgaran el resultado final. No obstante, en los tensos enfrentamientos que afloraron durante las reuniones preparatorias, Azcárate logró salvar el grueso de un discurso que se basaba en el informe de Carrillo al Comité Central en septiembre de 1968, con sus críticas a la intervención checa y sus afirmaciones del derecho a la autonomía de cada partido comunista.

Cuando Carrillo llegó a Moscú, la delegación española fue tratada con generosidad, al punto de que les ofrecieron mujeres jóvenes, una invitación que solo aceptó Líster. Se trataba de un proceso de suavizado antes de pedirles que eliminaran los fragmentos ofensivos de la intervención del PCE. Cuando se negaron, los convocaron a una reunión con Brezhnev (secretario general del PCUS), Alexei Kosigin (primer ministro soviético), Nicolai Podgorni (presidente de la URSS) y Suslov. El encuentro dio comienzo con bastante cordialidad y abundante vodka y caviar. Sin embargo, Carrillo y La Pasionaria fueron sometidos a una intensa presión para que cambiaran de postura. Cuando Carrillo se mantuvo en sus trece, Brezhnev espetó en tono amenazador: «Piensen en lo que están haciendo. Con esa actitud suya, corren el riesgo de causar una ruptura en un partido con catorce millones de miembros y un país con doscientos cincuenta millones de habitantes». Sin embargo, su discurso durante la conferencia concluyó con una declaración de fe en la revolución bolchevique. Y lo que es más importante, Carrillo firmó el comunicado final de la conferencia, algo que Enrico Berlinguer, en nombre de la delegación italiana, rehusó hacer. La declaración de aprobación contradecía sus críticas a la invasión checa: «Queremos reiterar nuestra amistad al PCUS y el reconocimiento por la ayuda que presta a los pueblos que luchan por su libertad»[89].

La amenaza de Brezhnev se materializó en el renovado respaldo soviético a Gómez y García y en una reconciliación entre el Kremlin y el régimen de Franco que permitió la venta de carbón polaco a España durante la huelga de los mineros asturianos en diciembre de 1969. Carrillo aceptó el desafío, y en una reunión del Comité Central celebrada ente el 27 y el 31 de diciembre de 1969, Gómez y García fueron expulsados del PCE, a pesar de la decidida oposición de Enrique Líster, que fue adulado por el Kremlin para que enarbolara la bandera pro soviética[90]. A la sazón, la marcha de los estalinistas liderados por Líster parecía incluso más grave para el PCE que el cisma de los maoístas, aunque, volviendo la vista atrás, fue una bendición disfrazada. A favor de Líster estaba el respaldo del Kremlin y un considerable grupo de miembros del PCE residentes en Rusia, quienes, casi con total seguridad, tenían pocas opciones al margen de apoyar la línea soviética. Líster emprendió una activa campaña a través de una serie de cartas para que las expulsiones de García y Gómez fuesen revocadas y para que se revisara la administración de Carrillo en el partido. Varias cosas propiciaron su derrota: su planteamiento caótico, el control que ejercía Carrillo sobre el aparato y la actitud de La Pasionaria.

Líster y otros instaron en varias ocasiones a Dolores Ibárruri a que denunciara a Carrillo. Por el contrario, La Pasionaria cerró filas en torno al secretario general. Pese a sus simpatías pro soviéticas, presumiblemente era reacia a presidir la desintegración del PCE, y también muy consciente de que la supervivencia del partido dependía de las posturas más modernas asociadas a Carrillo. Por su parte, el secretario general no corrió ningún riesgo. Líster no era informado de las horas ni de los lugares donde se celebraban las reuniones de la ejecutiva y el Comité Central. Finalmente, en septiembre de 1970, se organizó un encuentro del Comité Central para dirimir la cuestión de la disidencia de Líster, que se había vuelto más histéricamente anticarrillista y consistía en un amargo ataque al secretario general por supuestos crímenes estalinistas, cuya culpa compartía también el propio Líster. Para garantizarse una mayoría a su favor, Carrillo nombró a veintinueve miembros nuevos para el Comité Central. Una vez más, a los partidarios de Líster no les fue comunicado cuándo o dónde se celebraría la sesión, y él recibió la información con tan poca antelación que apenas pudo preparar su discurso. Más tarde, Líster alegaba que a dos de sus seguidores se les impidió entrar en el pleno y que él fue físicamente amenazado. La reunión terminó con la expulsión de Líster y otros cuatro disidentes pro soviéticos: Celestino Uriarte, Jesús Saiz, José Bárzana y Luis Balaguer, todos ellos residentes en la URSS, miembros del PCUS y figuras destacadas de la sección rusa del PCE[91].

Líster y un considerable número de seguidores, a quienes se impidió expresar sus opiniones al partido, se vieron impulsados a abandonarlo y formar un PCE rival. Con financiación rusa, Líster, Gómez y García formaron un PCE con un Mundo Obrero y un Nuestra Bandera propios. El partido consistía en miembros veteranos y tenía poco futuro. No obstante, la gravedad del cisma solo se vio atenuada cuando el PCE de Líster también fue víctima de divisiones internas que a la postre se disgregaron en fragmentos liderados por él y García. Líster creó otra formación, conocida como Partido Comunista Obrero Español (PCOE). Carrillo había conservado el aparato central del PCE y, por consiguiente, ganó la partida. Aunque los ataques de Rusia prosiguieron, el secretario reaccionó utilizando gradualmente su control sobre la maquinaria del partido para eliminar no solo a elementos estalinistas destacados del PCE, como García y Gómez, sino también a militantes de todos los niveles, acelerando de ese modo el proceso de modernización. Veteranos de línea dura que habían combatido en la Guerra Civil y residían en el Este fueron sustituidos en todos los ámbitos del aparato del partido por militantes de clase obrera procedentes de España. Los rusos fueron tomando conciencia de ello paulatinamente y llegaron a una entente con el PCE.

Esta renovación de afiliados aceleró el proceso de modernización e intensificó la sensibilidad del PCE hacia los acontecimientos que tenían lugar en territorio español[92]. Se apreciaba una contradicción subyacente en aquella renovación a tenor del modo implacablemente estalinista en que Carrillo nombró de forma unilateral a esos nuevos miembros. Como secretario de organización, Carrillo había utilizado la sabiduría burocrática acumulada del apparátchik estalinista a fin de preparar el terreno para la renovación que se produjo entre 1954 y 1956. En 1969 y 1970, movido, de una parte, por la hostilidad rusa y, de otra, por la necesidad de responder a la situación cambiante en España, Carrillo recurrió a los mismos métodos fiables y eficaces para dotar al PCE de la imagen que consideraba esencial para su supervivencia. Fueran cuales fuesen los métodos, los cambios que impuso tuvieron el efecto de abrir el PCE, de hacerlo más atractivo para los intelectuales y los estudiantes y, en última instancia, de reducir la media de edad de los militantes.

Las críticas originales del PCE a la invasión de Checoslovaquia no pretendían provocar un enfrentamiento total con el PCUS. Sin embargo, fue la crudeza de la respuesta soviética, en especial al cuestionar la autoridad interna de Carrillo en el partido, lo que lo llevó hacia una independencia cada vez mayor. Alejado por el PCUS, el PCE se acercó más a los comunistas italianos, otro acontecimiento que tendría un efecto liberalizador en el partido español. Las reformas iniciadas por Carrillo a principios de los años cincuenta en respuesta a los hechos acontecidos en el seno del PCUS se consolidaron veinte años después utilizando los mismos métodos pero en reacción contra los rusos.

La victoria de Carrillo se basaba sobre todo en su férreo dominio del aparato, lo cual se puso de manifiesto en el informe al pleno ampliado de septiembre de 1970, redactado por Ignacio Gallego, a la sazón su aliado más próximo, que había sustituido a García como secretario de organización. Al igual que García y Gómez, el sinuoso Gallego había destacado hasta el momento por sus convicciones pro soviéticas. Sin embargo, como ya hiciera Carrillo antes que él en relación con Uribe y La Pasionaria, sabía cómo congraciarse con el secretario general. A la luz de la evidente incomodidad de algunos miembros del Comité Central respecto de las expulsiones, Gallego denunció la labor fraccional de Gómez y García y, aún con más vehemencia, la de Líster. Contrastó lo que describía como sus calumnias contra Carrillo y la cúpula con la postura teórica de Claudín y Semprún[93]. En defensa de su expulsión declaró: «Cada uno de nosotros tiene derecho a expresar y defender su opinión sobre cualquier problema; pero aquí no se trata de ese derecho. Aquí se trata de la unidad del Partido, de sus principios de organización, de la actitud que un militante, y más aún si es miembro del Comité Central, debe tener frente a un intento de dividir al Partido. En un Partido clandestino es imposible aceptar la ambigüedad en torno a una cuestión como esta. El que no condena y combate a la fracción de hecho la ayuda, actitud incompatible con la permanencia en el Comité Central del Partido… En estas condiciones no podemos dejarnos llevar por un liberalismo absurdo que solo serviría para perder tiempo y energías que nos son necesarias para impulsar la labor del Partido en todos los terrenos, contribuyendo a precipitar la caída de la dictadura»[94].

El uso de la expresión «un liberalismo absurdo» por parte de Gallego reforzaba el mensaje de que no podía tolerarse ninguna desviación de la línea marcada por Carrillo. En 1970, Claudín señalaba que los pro soviéticos podrían haber sido derrotados en un debate abierto y que el PCE habría gozado de más salud gracias a la experiencia: «Si en el PCE el “centralismo” ha pesado siempre más que la “democracia” —o más exactamente, ha anulado toda democracia— el fenómeno no se explica por la clandestinidad sino por la “estalinidad”, y lo mismo sigue ocurriendo hoy, como lo demuestra la forma en que la dirección ha abordado el conflicto con el PCUS y la lucha interna contra los “pro-soviéticos”. ¿Por qué no se ha permitido a Eduardo García, Agustín Gómez y demás “pro-soviéticos” expresarse con toda libertad en Mundo Obrero y Nuestra Bandera, abriendo un debate en el que —para demoler sus posiciones— hubiera sido necesario llegar al fondo de lo que significa el sistema soviético, el tipo de partido estaliniano, etc.? ¿Por qué no haber abierto el mismo tipo de debate sobre los problemas de la estrategia y la táctica del partido?». Claudín observaba asimismo que, para que el PCE desempeñara su papel en el futuro, era necesario un debate de gran alcance, tanto dentro del partido como con otros grupos de izquierdas, sobre la naturaleza de la lucha antifranquista y el capitalismo español. Desde luego, no era algo que pudiera agradar a Carrillo[95].

Aun dejando de lado la posibilidad de que el número de veteranos estalinistas que continuaban en el PCE a finales de los años sesenta obligara a Carrillo a proceder como lo hizo, sí es cierto que el partido salió de la crisis vivida entre 1968 y 1970 con un cambio considerable en las bases, aunque no en su secretario general. Detrás de una retórica de moderación y apertura podía discernirse la innegable confianza de Carrillo en métodos autoritarios para la gestión del partido. No obstante, el efecto de la crisis de Claudín y Semprún lo había hecho, a un precio enorme, más consciente de la necesidad de responder a las realidades españolas. Ahora, con un coste numérico mayor, aunque intelectual y moralmente inferior, la crisis checoslovaca había convertido al PCE en una formación menos rígida. Durante los años sesenta, en respuesta a las reformas presentadas en el VI Congreso, el PCE multiplicó sus afiliados en las universidades y fábricas de una España sometida a un rápido proceso de modernización. Cuando Carrillo rebautizó la estrategia de reconciliación nacional como «el Pacto por la Libertad» en 1969, el PCE era más moderno, moderado y receptivo que diez años antes. Al responder al desafío fomentado por los rusos en un partido con una elevada proporción de veteranos estalinistas, puso en riesgo su unidad para fortalecer su credibilidad personal en España. La apuesta dio sus dividendos y lo situó en una posición de fuerza dentro del partido que le permitió aprovechar la agonía del régimen.