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La eliminación de la vieja guardia

1950-1960

Tras la Guerra Civil, derrotados, en el exilio y con una dependencia absoluta de la ayuda rusa, era comprensible que los líderes del PCE dieran más prioridad a ejercer de guardias fronterizos de la Unión Soviética que a la lucha contra Franco. Entretanto, dentro de España, los militantes habían padecido los horrores de la represión franquista y habían destacado en la guerrilla contra la dictadura. Inevitablemente, esto había provocado conflictos con la cúpula exiliada en Moscú o México. Muy alejados de la realidad cotidiana de la España de Franco, los expatriados habían reaccionado con incomprensión ante quienes cuestionaban el pacto nazi-soviético y con hostilidad hacia el pensamiento independiente de gente como Quiñones o Monzón. Incluso después de 1945, los líderes seguían aislados de la realidad española. Las expulsiones de Jesús Hernández y Enrique Castro Delgado, la vilificación de Quiñones y Monzón y las purgas de los militantes exiliados en la Unión Soviética no tenían nada que ver con la lucha contra la dictadura en España y todo con la necesidad de congraciarse con el Kremlin. La dependencia de Moscú tuvo un efecto corruptor en muchos líderes exiliados, aunque es probable que, al menos para algunos, la defensa del bastión del comunismo internacional pareciera un fin digno en sí mismo.

En 1950 había razones para pensar que nada había cambiado. Los juicios celebrados en Europa del Este seguían adelante en un ambiente de creciente paranoia y unas carestías materiales cada vez mayores. Todavía llegarían más purgas en el PCE, pero se apreciaban unos leves atisbos de cambio. A finales de los años cuarenta, el partido español daba señales de renovación en términos físicos, que no ideológicos. Cuando empezaron a salir militantes de la prisión, el PCE se dispuso a reconstruir sus células. Sin embargo, ni los nuevos miembros del interior ni los líderes exiliados eran plenamente conscientes del potencial de desarrollo económico en España cuando las relaciones de Franco con Estados Unidos mejoraron. Por este motivo, a principios de los años cincuenta, pese a que en 1948 Stalin había recomendado tener paciencia, la propaganda del PCE mantenía un tono agresivamente optimista que a largo plazo perjudicaría su credibilidad conforme las esperanzadoras predicciones se demostraran equivocadas. Dolores Ibárruri en Moscú, y Carrillo, Antón y Uribe en París, no vieron que era posible un crecimiento económico bajo la dictadura y que, en caso de llegar, la prosperidad podría generar una lealtad hacia el régimen mucho mayor que la que existía en los años cuarenta.

Según el análisis que realizaba el PCE de la situación, una pequeña camarilla franquista estaba dominando al resto del país y abocándolo a una ruina inminente. Por ello, se argumentaba que un frente amplio bastaría para derrocar al régimen. Reconocer la necesidad de una coalición amplia no era una idea desdeñable y situaba a los comunistas por delante de otros sectores de la oposición, aunque no tener en cuenta el plazo de ejecución resultaría un importante hándicap. En aquel momento, la prioridad no era tanto el debilitamiento a largo plazo del régimen de Franco, como la búsqueda inmediata e incesante de la aprobación del Kremlin. Quiñones y Monzón habían sido objetivos convenientes, pero sus delitos eran cosa del pasado. Carrillo escogió entonces a una víctima aún más adecuada: Joan Comorera, jefe del Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC). Comorera había sido un estalinista leal, por no decir brutal. En noviembre de 1944, el propio Carrillo alababa el modo en que había limpiado el PSUC de «la basura trotskista y su chusma»[1]. Aquellos servicios pasados no le servirían de nada. Ahora, como chivo expiatorio, Comorera ofrecía dos ventajas: en primer lugar, era culpable de un «delito» continuado y, en segundo lugar, al liderar un partido cuyas tendencias nacionalistas despreciaban la autoridad del PCE, ofrecía una analogía muy evidente con la relación que mantenían los comunistas yugoslavos con Moscú.

Comorera había sido invitado a unirse al Politburó del PCE en octubre de 1948, pero su presencia fue bastante conflictiva. Su defensa de una existencia independiente del PSUC no solo encontró oposición dentro del PCE, sino también entre los elementos más estalinistas del propio PSUC. El argumento a favor de un único aparato de partido centralizado era que, puesto que solo existía una clase trabajadora en España, solo debía existir un Partido Comunista. Esta tesis se aplicó implacable y unilateralmente a raíz de la campaña contra Tito. En julio de 1949, Comorera se indignó al enterarse de que un envío de ejemplares en catalán de El manifiesto comunista destinados al interior había sido quemado por el PCE. Poco después fue destituido del Politburó. Todavía se molestó más cuando descubrió que se había programado a sus espaldas un acto público para el 28 de agosto en París, en el que se anunciaría la incorporación del PSUC al PCE. Esto desencadenó un despiadado enfrentamiento entre Comorera y los miembros del PSUC favorables a la absorción: Josep Moix, Rafael Vidiella, Josep Serradell, Margarida Abril y Pere Ardiaca. Cuando Comorera se apoderó de los fondos del PSUC el 2 de septiembre, lo apartaron del cargo de secretario general del partido. Al cabo de una semana fue expulsado. Sus esfuerzos por recabar apoyos en Francia y Cataluña se consideraron una prueba de que era un titista dispuesto a socavar la unidad del PCE[2].

A continuación se vertieron absurdas acusaciones de ambición y megalomanía desmesuradas. Se dijo también que sus ataques contra la CNT, que seguían la línea política del partido, lastraban el reclutamiento de las masas. Lo que indicaba de forma más patente la autoría de Carrillo era la afirmación de que Comorera no había agradecido los esfuerzos del PCE «por reeducarle»[3]. El hecho de que todo el proceso viniera motivado por la obediencia a las directrices soviéticas queda reflejado en las referencias explícitas de Carrillo a los juicios del húngaro László Rajk y el búlgaro Traicho Kostov y en la afirmación de que «el partido se fortalece depurándose»[4]. En un extraordinario eco de la carta de Carrillo a su padre, Núria, la hija de Comorera, se vio obligada a redactar en marzo de 1950 una misiva similar en la que denunciaba a su progenitor. Núria estaba casada con Wenceslao Colomer, en su día un aliado de Comorera que, en la lucha de poder entre el PCE y el PSUC, se había aliado con Carrillo. En la carta declaraba su lealtad al PCE y a «la querida camarada Dolores» y tildaba de «miserable traición» cualquier esfuerzo por dividir el partido. Asimismo, anunciaba que comprendía por qué el PCE se había visto obligado a desenmascarar a su padre como un «rabioso anticomunista y antisoviético… un agente de la reacción y del imperialismo», expresaba su repugnancia y su odio sagrado y afirmaba: «El día que nació el traidor Comorera murió mi padre»[5].

Según Enrique Líster, basándose en la información que Vicente Uribe le proporcionó, Carrillo y Francisco Antón ya habían sentenciado a muerte a Comorera. El último día de 1951, partió de Francia rumbo a España. Más tarde, Líster habló con cinco de los seis miembros del escuadrón de la muerte enviado al lugar en el que se suponía que Comorera tenía que cruzar la frontera. Sin embargo, al cambiar la ruta planeada, Comorera los esquivó y logró ocultarse en Barcelona[6]. Acompañado por su esposa, Rosa Santacana, vivió tres años en la clandestinidad y, presuntamente, rechazó la ayuda económica de Tito. Poco después de su llegada, a través de la prensa del partido y su emisora, Radio España Independiente (también conocida como La Pirenaica), Carrillo orquestó una campaña de difamación contra Comorera. Se adujo que lo habían enviado a Barcelona sus patrones estadounidenses. Fue tachado de «reptil titista», de «perro titista», de agente de Franco y de traidor que lideraba «una banda de venenosos agentes del imperialismo». En Mundo Obrero, con la inconfundible prosa de Carrillo, Comorera y sus seguidores eran calificados de banda de «malhechores» y se alentaba a los militantes del partido catalán a «aislarlo y rodearlo», lo cual era una invitación encubierta a acabar con su vida: «Comorera y su banda cumplen el papel de lacayos y agentes policíacos del imperialismo y del franquismo, como lo han seguido en Yugoslavia el Judas Tito y otros “maestros” de Comorera». Aunque la intención era informar a la policía de su presencia en Barcelona, no se dio crédito a las emisiones. No obstante, la campaña garantizó que no recibiera ayuda de gran parte de los militantes del partido[7].

Comorera logró sacar en Barcelona una versión rival de Treball, el periódico oficial del PSUC, y en ella afirmó en marzo de 1953 que se había enviado un escuadrón a Barcelona para darle caza, y escribía: «Sin escrúpulos de ninguna clase habéis agotado el diccionario de los bajos fondos, habéis agotado el almacén de injurias y calumnias, habéis removido el puñal venenoso en la herida incurable de los sentimientos familiares más íntimos y profundos, lo habéis intentado todo. Ahora ¿qué os queda por hacer? ¿Un protocolo “M”? Es posible, pues los elementos técnicos no son difíciles de encontrar. Las intenciones del Buró Político se adivinan: encontrar nuestro secretario general, asesinarle si pueden o, en el caso contrario, dejar que le suprima la policía franquista». El protocolo «M» era el código utilizado por la NKVD para el asesinato de un militante disidente de un partido extranjero. Cuando Comorera fue detenido el 9 de junio de 1954, el PCE anunció que la policía había orquestado una farsa para ocultar el hecho de que en realidad era su agitador. Cuando fue juzgado finalmente tres años después, el 23 de agosto de 1957, le fue impuesta una condena de treinta años de cárcel. Ya estaba gravemente enfermo, y murió en la enfermería de la prisión de Burgos el 7 de mayo de 1958[8].

Más tarde, Carrillo lamentó que los españoles actuaran «como un rebaño» al organizar los ataques injuriosos contra los comunistas yugoslavos y al buscar víctimas sacrificiales como Comorera[9]. Irónicamente, el historial de Comorera desde 1936 denotaba que era tan estalinista como Carrillo. Sin embargo, su derrota, como la de Monzón antes que él, suponía otro triunfo para la burocracia central del PCE. El inconveniente era que, una vez más, la reivindicación del poder del Politburó era una reacción no solo a las directrices moscovitas, sino también al temor a la autonomía de los activistas locales. A consecuencia de ello, los líderes en París quedaron todavía más apartados de las realidades y las necesidades políticas de la oposición al régimen de Franco. Los problemas de la lejanía se agravaron cuando, el 7 de septiembre de 1950, el Gobierno francés ilegalizó el Partido Comunista de España. Sin previo aviso, los gendarmes irrumpieron en la sede del PCE, situada cerca del Arco de Triunfo, y se incautaron de gran cantidad de documentos. No solo se clausuraron los periódicos y las revistas del PCE, sino que muchos de sus cuadros fueron arrestados y deportados a Túnez, Argelia o Córcega. Muchos de ellos pudieron llegar más tarde a Europa del Este. Los que no fueron detenidos y deportados empezaron a actuar clandestinamente en Francia. Gracias a un soplo de algunos compañeros del Partido Comunista francés, Carrillo y Antón habían logrado esconderse y evitar el arresto. El mismo día de la actuación policial, Carmen Menéndez dio a luz al primer hijo de Carrillo, Santiago[10].

La consecuencia inmediata fue que los elementos más destacados de la jerarquía del partido que estaban en Moscú y, por tanto, no habían sido detenidos en París, Vicente Uribe, Antonio Mije y Enrique Líster, crearon una nueva sede en Praga. Carrillo y Francisco Antón permanecieron en la capital francesa donde llevaron una existencia semiclandestina. El primero tenía el control del aparato clandestino dentro de España y el segundo dirigía el partido en Francia. Esta nueva situación tan compleja, con cuatro centros —México, París, Praga y Moscú—, era incómoda, y el hecho de que La Pasionaria estuviese gravemente enferma generaba una considerable incertidumbre. Las distancias creaban divisiones sumamente complicadas, algunas personales y otras ideológicas, dentro de la cúpula. Incluso antes de la operación de la policía francesa, la malhumorada agresividad y la desorganización de Vicente Uribe habían provocado la hostilidad de Carrillo y Antón. Las cosas pudieron gestionarse mientras Dolores siguió en Francia para controlar a Uribe, pero, tras su regreso a Moscú, fue imposible. Además, estaba el problema añadido de que, si bien parecían funcionar bien como equipo, Carrillo no estaba del todo satisfecho con que Antón se considerara el mandamás en París. Esto se reflejaba en las maneras arrogantes y dictatoriales con las que trataba a otros miembros de la jerarquía. Sin embargo, por el momento Carrillo aguantó.

Tanto él como Antón estaban decididos a modernizar el partido marginando a Uribe, que a menudo estaba ebrio. Dolores Ibárruri coincidía con ellos, pero se mostraba reacia a posibles divisiones a un nivel tan alto de la jerarquía. Uribe, pese a sus frecuentes borracheras, fue astuto. Como habían hecho en México para desviar acusaciones similares de incompetencia e indolencia por parte de Jesús Hernández, él y Mije contraatacaron culpando a Carrillo y Antón de no haber pronosticado la ofensiva policial francesa ni haber realizado los preparativos adecuados para que el partido pasara a la clandestinidad. Esas discrepancias personales y generacionales se intensificarían en años posteriores. En París, Carrillo dirigía a varios agentes que entraban y salían de España, entre ellos Francisco Romero Marín y Julián Grimau. Otro era Jorge Semprún, un joven militante que había luchado en la resistencia francesa, había sido capturado por los alemanes, torturado y enviado a Buchenwald. Con el nombre de guerra de Federico Sánchez, Semprún desempeñaría un papel crucial en el PCE durante los siguientes quince años. Gracias a esos agentes, y pese a las limitaciones de su percepción sobre la realidad española, Carrillo mantenía mucho más contacto con lo que sucedía en la Península que la vieja guardia situada tras el Telón de Acero[11].

Carrillo fue lo bastante astuto como para esquivar los ataques llegados desde Praga. Francisco Antón, el otro líder parisino, no tuvo tanta suerte. Recordaremos que, en 1937, Dolores Ibárruri había iniciado un romance con Antón, que por aquel entonces tenía veintisiete años y era quince más joven que ella. La relación con aquel delgado y atractivo hombre se había prolongado inesperadamente, pero a menudo provocaba críticas de otros miembros de la cúpula del PCE. En 1940, Antón había sido capturado por la Gestapo en Francia tras la invasión alemana. Dolores quedó consternada por la noticia y se pasaba horas encerrada en su despacho sin hablar ni sonreír. Según varios comunistas renegados, finalmente pidió a Dimitrov que interviniera. Enrique Líster afirmaría muchos años después que Stalin comentó: «Bueno, si Julieta no puede vivir sin su Romeo se lo traeremos, pues siempre tendremos por aquí un espía alemán para canjearlo por Antón». Con independencia de si La Pasionaria realizó la petición o no, por aquella época la embajada soviética en París negoció canjes semejantes en numerosas ocasiones con Otto Abetz, legado de Hitler en Francia. En una de esas negociaciones, Antón fue liberado del campo de concentración de Le Vernet, le proporcionaron un pasaporte soviético y atravesó Alemania acompañado de un diplomático de la URSS[12].

En la encarnizada lucha de poder que sobrevino en la cúpula del PCE tras la muerte de José Díaz en 1942, la relación de La Pasionaria con Antón fue utilizada como munición contra ella por su máximo rival, Jesús Hernández, y sus aliados, Enrique Líster, Juan Modesto y Enrique Castro Delgado. En la práctica, Antón había ejercido de director de campaña para Dolores. Carrillo había respaldado su candidatura y luego no había perdido ninguna oportunidad de alimentar el culto a la personalidad que la rodeaba. De resultas de ello, él y Antón eran colaboradores frecuentes y aparentemente cordiales. Después de los insultos que Dolores recibió de la alianza de Hernández y Castro, ella se esforzó por llevar su relación con Antón con más discreción. No obstante, siguieron unidos, y Antón ayudó a derrotar a Jesús Hernández en México. Cuando coincidieron de nuevo en París entre 1945 y 1948, retomaron la relación que habían dejado en suspenso hasta que Dolores volvió a Moscú para someterse a tratamiento médico. Lo que esta no sabía es que, desde octubre de 1947, Antón mantenía un idilio con Carmen Rodríguez, una hermosa militante del partido de veinticinco años[13].

En diciembre de 1948, La Pasionaria contrajo una grave infección pulmonar tras una operación practicada en Moscú para extirparle la vesícula biliar. Estuvo a punto de morir y pasó seis meses en el hospital. Su convalecencia fue prolongada y marcó el principio del fin de su liderazgo. A Carrillo y Antón les aterrorizaba que, en caso de fallecer, el PCE quedara en manos de Vicente Uribe, poco amigo de los antiguos líderes de las JSU. Aunque reemprendería paulatinamente sus actividades a partir de finales de 1949, La Pasionaria jamás recuperaría la energía que en su día fue su seña de identidad. Asimismo, debido a la ilegalización del Partido Comunista de España en Francia, continuaría su exilio dorado en Moscú hasta bien entrados los años sesenta. Sin embargo, a pesar de su debilidad física, pronto se vio obligada a lidiar con las crecientes divisiones que asolaban al partido. A corto plazo, la víctima sacrificial sería Francisco Antón. Carrillo, que era «culpable» de los mismos delitos de los que pronto se acusaría a Antón, la visitó a finales de 1948 y reforzó su relación con ella con frecuentes visitas durante su convalecencia[14].

En principio, tras la caza de brujas contra Comorera, el PCE necesitaba otra víctima para demostrar su disposición a emular las purgas soviéticas en los partidos de Europa del Este. La Pasionaria, Claudín e Ignacio Gallego en Moscú, y Uribe, Mije y Líster en Praga, acusaron a Carrillo y Antón de no facilitar informes adecuados de sus actividades. La acusación fue llevada a París por Gallego y, en respuesta, Carrillo y Antón formularon una contestación en junio de 1951 en la que mencionaban las dificultades físicas para recabar información para dichos informes y después transmitirlos a Praga y Moscú[15]; una explicación que se consideró insatisfactoria. Por ello, Antón viajó a Moscú para exponer sus argumentos a La Pasionaria. Para su absoluta sorpresa, esta se mostró fría y hostil, lo atacó violentamente y lo acusó de querer reemplazar a Uribe. La confianza que Antón tenía en sí mismo era tal que no se le había ocurrido que ella pudiera reaccionar al saber que, desde la última vez que se habían visto, se había casado con Carmen Rodríguez, quien había dado a luz a su primogénita en junio de 1949. A su regreso a París sufrió una crisis nerviosa y confesó a Carrillo: «Antón se acabó»[16].

Poco después, Uribe fue enviado a la capital francesa para que se ocupara del asunto. En junio de 1952, Carrillo escribió una extensa autocrítica de setenta y cinco páginas. En ella reconocía sus errores en la organización de la guerrilla y aceptaba que debería haberse producido una transición más temprana a la infiltración de los sindicatos legales en España. Implícitamente, parte de la culpa recaía en el resto del Politburó, pero mencionaba ostensiblemente su inexperiencia y el hecho de que había aprendido mucho gracias a la ayuda de Dolores Ibárruri y a los escritos de Stalin[17]. Lo más sorprendente era que reconocía que su mayor defecto era la impaciencia, «consistente en confundir nuestros buenos deseos con el estado real de la conciencia de las masas». En un documento similar, Antón aceptaba que su conducta había sido caciquil, pero La Pasionaria lo rechazó mientras que aceptó el que firmaba Carrillo. El 28 de junio de 1952 escribió a los otros miembros del Politburó y aseguraba que el comportamiento de Antón iba más allá del «vicio caciquil» y que constituía un fraccionalismo de la peor estirpe, el crimen de dividir al partido. Dolores lo acusaba incluso de ser agente de la policía[18].

Durante casi dos años, de mediados de 1952 a mediados de 1954, Antón tuvo que afrontar una oleada de acusaciones e interrogatorios incesantes en París. En varias reuniones del Politburó y con la aprobación de La Pasionaria, que no asistió, Antón fue sometido a juicio, acusado por Uribe de actividad fraccional y de métodos autoritarios. En la sesión del 2 de agosto de 1952, Antón alabó las excepcionales cualidades de liderazgo de Dolores Ibárruri a la vez que reconocía sus errores derivados de «la suficiencia y el orgullo necio». Carrillo se sintió lo bastante consternado por la flagelación a la que se sometió el propio Antón como para afirmar: «Yo estoy convencido que Antón, desde el punto de vista personal, es un camarada honesto». De ese modo evitó tener que explicar cómo ni él ni La Pasionaria habían podido colaborar durante años con una persona deshonesta. El 8 de agosto, Carrillo abandonó sus tímidos esfuerzos por defender a Antón y se volvió contra su aliado de tantos años, acusándolo de vanidad y egoísmo y de atacar a La Pasionaria: «Creo que la actividad fraccional de Antón consiste en que, llevado de su vanidad, de su egolatría, practicando métodos personales que en el Buró Político solo pueden llevar a la división de la dirección, Antón llevó una lucha contra los camaradas de la dirección del partido que se hallaban fuera, mostró resistencia y hostilidad a todas sus opiniones»[19].

Antón confesó su actividad fraccional y se le ordenó que escribiera un informe detallado de sus delitos. En él se degradaba aún más, confesando que su pasado burgués lo había llevado a intentar destruir el PCE. Obligado a revelar el número de activistas a los que había expulsado del partido, creó una tabla anual con un total de 1.320. Aquello no bastó a La Pasionaria, que tardó varios meses en emitir un veredicto, y decretó que eran necesarias más investigaciones, lo cual significaba más interrogatorios a manos de Carrillo, tal como había hecho con Azcárate y Carmen de Pedro. Se ordenó a Antón que se personara de nuevo ante el Politburó el 24 de marzo de 1953. Algunas de las acusaciones contra Antón (fraccionalismo y desobediencia a la autoridad del Politburó) eran comprensibles. Otras (minar la lucha revolucionaria de las masas e incumplir la democracia interna) rayaban en lo cómico. Acusaron a Antón de actividades de las que Carrillo también era culpable, como el empleo del terror para expulsar o «sancionar» (un término que incluía la eliminación de militantes que no convenían) con la excusa de mantener la máxima seguridad. Le indicaron que redactara una tercera autocrítica en la que se exigía que explicara por qué había ocultado el hecho de que su padre había trabajado para la Dirección General de Seguridad o el Ministerio de Interior. También le exigieron que respondiera a una serie de preguntas absurdas e imposibles de contestar, como qué influencias le habían llevado a planear la destrucción del PCE o si era «consciente de la política criminal puesta en práctica por él»[20]. Carrillo afirmó que la vanidad y el egoísmo que había detectado en Antón eran una mera fachada para ocultar su determinación de destruir el Partido Comunista. A la vista de los delitos alegados, sugirió que la condena fuese retirar a Antón de las funciones que había desempeñado hasta el momento y rebajarlo a los escalafones más bajos: «No debe seguir ocupando las funciones de responsabilidad tan elevadas que ocupaba hasta aquí; su reeducación debe hacerla desde un lugar más modesto en el Partido»[21].

Fernando Claudín, que por aquel entonces todavía se encontraba en Moscú, sospechaba que detrás de la extrema hostilidad de La Pasionaria se ocultaba el hecho de que conocía la relación entre Antón y Carmen Rodríguez. Sin embargo, Santiago Carrillo aseguró más tarde que en la mortífera atmósfera de sospecha que empezaba a apoderarse de Moscú, Dolores estaba protegiéndose a sí misma y a otros. Antón era el blanco más adecuado para un ataque precisamente porque la relación que había mantenido La Pasionaria con él podía verse como una peligrosa flaqueza. Además, le preocupaban las consecuencias del juicio a Rudolf Slansky en Checoslovaquia. Si el secretario general de un importante partido comunista podía convertirse en objeto de las purgas, la preocupante conclusión era que nadie estaba a salvo. Por añadidura, en 1951, La Pasionaria había entablado relaciones más estrechas con el partido checoslovaco para obtener una base de operaciones en Praga tras la ofensiva francesa contra el PCE. Antonio Mije e Irene Falcón, amiga íntima y ayudante de Dolores, habían sido los encargados de llevar las exitosas negociaciones con Biedrich Geminder, segundo de Slansky. En noviembre de 1952 comenzó en Praga el juicio contra Slansky y Geminder. Por tanto, no fue ninguna sorpresa que las acusaciones vertidas por La Pasionaria contra Antón reprodujeran las que se habían esgrimido contra Slansky.

En teoría, Antón podría haberse limitado a abandonar el partido, pero nunca se le ocurrió hacerlo. Esto obedecía, según Carrillo, a que el PCE era todo su mundo. Sin embargo, también es posible que temiera que lo enviaran de vuelta a España, donde se hallaría a merced de las autoridades franquistas, o de los escuadrones de la muerte que liquidaron a Trilla e intentaron acabar con Comorera. Al final del largo proceso, el Politburó volvió a reunirse en julio de 1953 y dio su veredicto: Antón era culpable de fraccionalismo e intentaba destruir el partido. Por eso, debía salir del Politburó y del Comité Central[22]. Después de un retraso provocado por la mala salud, el 13 de noviembre de 1953, Dolores Ibárruri respondió con un informe feroz y vengativo en el que indicaba que el problema con Antón no era su propia degeneración política sino lo que subyacía a su ambición sin límites. Según sus palabras: «Favorecía los enemigos más rabiosos del partido, los enemigos de la clase obrera, a los enemigos de la democracia, a los servicios policiacos de no importa que país imperialista». «Prueba» de ello era el hecho de que en 1940 había sido enviado por los alemanes a la Unión Soviética, una operación que había iniciado el propio PCE a instancias de La Pasionaria[23]. Los otros miembros del Politburó se abstuvieron de señalar que eso significaba que había dormido con el enemigo durante al menos diez años. Antón, psicológicamente destruido, recibió la orden de dejar a la que ya era su esposa, Carmen Rodríguez, y a sus hijos en París e irse a Varsovia, donde había de vivir y trabajar aislado, e incluso se le prohibió que mantuviera contacto con exiliados del PCE. Solo la muerte de Stalin en marzo de 1953 protegió a Antón de un castigo más severo. Las autoridades polacas le ofrecieron empleo en el mundo editorial, pero él eligió el martirio y la redención trabajando a destajo en la cadena de montaje de una fábrica de motocicletas por un exiguo salario. A la postre se unieron a él su mujer y sus dos hijas, la menor de las cuales padecía graves problemas de salud, y vivieron en una abyecta pobreza en Varsovia[24].

Más tarde, Carrillo afirmó que el hecho de que Antón hubiese aceptado su destino con docilidad no era algo inusual. En aquel momento, decía, eran «como unos cruzados de una orden militar». En sus memorias escribió que lo ocurrido fue «un ejercicio vergonzoso de autoflagelación y de tortura moral sobre Antón, que íntimamente no me he perdonado nunca». No obstante, pese a esa autocrítica, despachaba el asunto en tres páginas de su autobiografía[25]. En 1964 comenzó una rehabilitación extremadamente discreta por parte de un Carrillo un tanto arrepentido, que lo invitó a un pleno del Comité Central. El hecho de que la relación con Antón no fuera tan sincera como insinúa en sus memorias queda demostrado en su papel en la denuncia y el posterior interrogatorio al ex amante de La Pasionaria. De hecho, se ha afirmado que, en privado, Carrillo solía referirse a ella como «la vieja puta» y a Antón como «su chulo Paco». El testigo era Carlos, el hermano de Semprún, quien se escondió junto a Carrillo tras la operación policial francesa. La casa familiar de Semprún en París era utilizada para celebrar reuniones clandestinas del PCE y probablemente fue allí donde tuvo lugar el interrogatorio de Antón[26].

Este fue sustituido en la sede parisina por Ignacio Gallego, quien, según Claudín, «acostumbraba a ver en Carrillo a su jefe inmediato»[27]. Carrillo había sobrevivido en parte gracias a la traición a su amigo, pero también porque su conocimiento del aparato español, sumado a su asombrosa capacidad para el trabajo duro, lo hacían indispensable. Sin embargo, el conflicto generacional que los habían llevado a él y a Antón a enfrentarse a Uribe seguía hirviendo bajo la superficie. De hecho, Uribe fue el beneficiario inmediato de la destrucción de Antón. Tras sobrevivir a la tormenta, el siguiente objetivo de Carrillo sería la eliminación de Uribe. Un poderoso aliado en los hechos que se avecinaban era Fernando Claudín, y su papel le valdría la reputación de mártir liberal. No obstante, la dura rigidez con la que había cumplido su deber como jefe de la comunidad española exiliada en Rusia lo convertían en cualquier cosa menos en eso. Según Carrillo, en los años cincuenta Claudín era un estalinista ortodoxo de línea dura. Esa descripción no era merecida, como afirmaba Carrillo, porque Claudín hubiese estudiado el marxismo en la Universidad Leninista de Moscú, sino por la despótica brutalidad con la que trataba a los militantes exiliados. Con todo, es cierto que fruto de largas horas de estudio, Claudín se había convertido en el teórico marxista más sofisticado del PCE. Por tanto, otros líderes más pragmáticos como Carrillo y Dolores Ibárruri lo consideraban un activo útil. En lo que no reparó ninguno fue en que la aplicación de sus cavilaciones teóricas lo llevaría en direcciones que en última instancia resultarían perjudiciales para ambos[28].

En 1951 había dado comienzo una apuesta seria por la expansión económica en la España de Franco. El resultado inmediato de las enormes inversiones fue una inflación galopante sin los correspondientes incrementos salariales. Para mantenerse en un nivel de subsistencia, los trabajadores tenían que aumentar la jornada. La primera consecuencia de ese empeoramiento de las condiciones fue una gran huelga en Barcelona, seguida de otras en Madrid y Asturias[29]. Esas huelgas respondían más a la cambiante situación económica que a la influencia comunista, pero sugieren que la política del partido estaba siguiendo la línea correcta.

No obstante, la reforma interna necesaria para que la búsqueda de alianzas fuese siquiera remotamente plausible supuso un proceso largo y doloroso. Dado que sus líderes dependían de los fondos y la hospitalidad de la Unión Soviética y que sus militantes se hallaban envueltos en una lucha clandestina contra una dictadura ferozmente reaccionaria, no es de extrañar que el PCE siguiera siendo firmemente estalinista tanto en su pensamiento como en sus métodos organizativos en los quince años posteriores a la Guerra Civil española. Hasta la muerte de Stalin no se realizó un esfuerzo lento y renuente por desestalinizar. A principios de los años cincuenta, el panorama parecía sumamente desalentador para el PCE. Buena parte de su organización se había visto desmantelada por las fuerzas de seguridad francesas. Un mes después de que el partido fuese ilegalizado en Francia, Naciones Unidas decidió permitir a sus miembros devolver a sus embajadores a Madrid. Fue el inicio de un proceso por el que el régimen de Franco gozaría de una aceptación cada vez mayor en el mundo occidental. La reacción del PCE fue emular a sus señores soviéticos y replegarse en un creciente aislamiento. Cualquier crítica por parte de otras fuerzas republicanas españolas contra la URSS o su política era tachada de colaboración con el imperialismo estadounidense y con la dictadura franquista. El Gobierno republicano en el exilio fue denunciado como «el cómplice de la banda fascista de Tito». La cúpula del PCE veía la cambiante situación diplomática como una prueba de que el imperialismo estadounidense pensaba utilizar la España de Franco como base para futuros ataques contra la Unión Soviética[30].

Las cosas cambiaron un poco con la gran huelga del transporte público celebrada en Barcelona en 1951. Aunque el PCE se apresuró a adjudicarse el mérito, la causa fue la deteriorada situación económica que imperaba en España. La escasez de alimentos y la inflación, más que la actividad comunista, propiciaron el renacer de la militancia obrera pese a la brutal maquinaria de represión. En 1950, el consumo de carne per cápita en España era tan solo la mitad que en 1926, y el de pan, la mitad que en 1936. Los precios superaban los salarios de la clase trabajadora en más de un 200 por ciento desde 1939. Asimismo, el estricto racionamiento significaba que mucha comida solo estaba disponible en el mercado negro, donde los precios eran más del doble de los oficiales[31]. La ineficaz agricultura llevó al país a depender de importaciones de alimentos en una época de menguantes reservas de divisa extranjera. El precio de las materias primas se había disparado en el contexto de la guerra de Corea, y la energía también escaseaba. Los cortes del suministro eléctrico detenían la actividad de las fábricas y se despedía a trabajadores o se les reducía la jornada.

En marzo de 1951, el descenso en picado del nivel de vida de la clase trabajadora provocó que las tensiones sociales en Barcelona terminaran por estallar. El Gobierno de Franco, ajeno al deterioro del nivel de vida local, había autorizado irreflexivamente un aumento del 40 por ciento en el precio del billete de los decrépitos tranvías de Barcelona desde diciembre de 1950. Reinaba la indignación porque la nueva tarifa media de 80 céntimos doblaba la impuesta en Madrid. Por ello, a finales de febrero, hubo un boicot al transporte público y algunos tranvías fueron apedreados[32]. El 12 de marzo, la ciudad estaba paralizada, ya que más de trescientos mil trabajadores participaron en una huelga general. Pese a los esfuerzos del PCE por adjudicarse la huelga como propia, participaron falangistas locales, además de activistas de la organización de trabajadores católicos HOAC (Hermandad Obrera de Acción Católica) y miembros de la clase media. Como de costumbre, la reacción del régimen fue exagerada. Franco insistió en que había que «mantener el orden público» y envió tres destructores y un dragaminas al puerto de Barcelona y desfilaron soldados de infantería de marina por las calles. Sin embargo, Juan Bautista Sánchez, capitán general de Barcelona y austero monárquico, se negó a utilizar el Ejército para contener los altercados provocados por la falta de visión del gobernador civil, e impidió un derramamiento de sangre a gran escala al confinar a la guarnición en sus cuarteles. De hecho, transcurridos dos o tres días y temiendo por su trabajo y el sustento de su familia, la mayoría de los obreros volvieron a sus puestos. Sin embargo, hubo casi mil detenidos. Entre ellos, en una aparente justificación de la afirmación del régimen según la cual la huelga era obra de agitadores comunistas, se contaban treinta y cinco miembros del PSUC[33].

No cabe duda de que los militantes del PSUC fueron participantes activos en los hechos acaecidos entre el 12 y el 14 de marzo en Barcelona, pero no se encontraban solos. Aunque estaba encantado con la noticia de la huelga, a Carrillo le molestó que la prensa francesa ni siquiera mencionara al PSUC, ya que pensaba transmitir la idea de que había sido obra exclusiva de los comunistas. Uno de los detenidos en la represión posterior fue Gregorio López Raimundo, que había sido enviado por Carrillo a Cataluña para ocupar el puesto de Comorera. Sin embargo, López Raimundo no había participado en la huelga ya que, según su propia versión, en aquel momento se encontraba en Francia recibiendo tratamiento médico. A Carrillo no le gustó la explicación de López Raimundo sobre cómo la capacidad represiva del régimen dificultaba que el partido ejerciese un control centralizado sobre las actividades de los militantes. Incluso cuando explicó que la única manera de aprovechar la militancia espontánea de las bases era infiltrándose en los sindicatos verticales de Franco, Carrillo insistió en mantener las estrictas normas de un grupo de resistencia clandestino. López Raimundo no partió hacia Barcelona hasta el 24 de marzo. Tras un complicado viaje a través del País Vasco, Navarra y Aragón, llegó a principios de abril. Fue detenido el 9 de julio, recibió duras palizas y fue sometido a juicio en junio de 1952, acusado de organizar la huelga de tranvías. El fiscal solicitó una condena de veinte años de cárcel, pero una gran campaña internacional orquestada por el partido consiguió reducirlo a una pena de cuatro años y, finalmente, el exilio a Latinoamérica. El partido acusó a Comorera de ser responsable de la detención de López Raimundo. Paradójicamente, en su autocrítica de junio de 1952, cuando intentaba evitar la suerte que había corrido Antón, Carrillo achacó a su impetuosidad el haber enviado a activistas con la vana esperanza de organizar huelgas[34].

Hubo acciones solidarias de estudiantes en Granada y Madrid, y se mantenía un paro en la industria textil de Manresa cuando el día 23 de abril de 1951, doscientos cincuenta mil hombres iniciaron una huelga de cuarenta y ocho horas en los astilleros, las plantas siderúrgicas y las minas del País Vasco. De nuevo, falangistas y miembros de la HOAC se unieron a izquierdistas y nacionalistas vascos. El régimen denunció que la huelga era obra de agitadores extranjeros. La patronal, consciente del problema del coste de la vida y negándose a perder mano de obra cualificada, ignoró las órdenes de despidos masivos dictadas por el Estado. Pese a las salvajes agresiones de la policía contra los líderes huelguistas, muchos de los cuales fueron acorralados y trasladados a un campo de concentración cerca de Vitoria, la movilización continuó esporádicamente durante varias semanas. En la tercera semana de mayo se celebró otra huelga de transportes en Madrid. La reacción inicial del régimen fue culpar a Moscú, una afirmación que el PCE se complació en secundar[35]. De hecho, la oleada de huelgas solo propició ínfimos pasos simbólicos hacia la liberación por parte de la dictadura. La ayuda estadounidense, garantizada por el Tratado de Washington, y el Concordato con el Vaticano, permitieron que el régimen fuera más fuerte que nunca. No obstante, las huelgas, y en especial el boicot al transporte en Barcelona, fueron la clave que finalmente convenció a Carrillo y al resto de líderes del PCE para que abandonaran la guerrilla y se decantaran por la infiltración en los sindicatos verticales del régimen. En su informe a La Pasionaria, Carrillo afirmaba que los acontecimientos de Barcelona obedecían a que el PCE había adoptado el consejo ofrecido por Stalin en 1948. Como era habitual, ningún aspecto de tal afirmación era cierto, pero se formuló de tal manera que el cambio de política resultara más aceptable[36].

El discurso pronunciado el 25 de octubre de 1951 ante un grupo de líderes del partido en Moscú, en el que Dolores Ibárruri atribuiría el mérito de las huelgas de ese año al PCE, había de adquirir más importancia de lo que parecía en su momento. El tema principal de su parlamento fue la acostumbrada profecía triunfalista del derrumbamiento inminente del régimen de Franco. Era la línea estalinista habitual. La Pasionaria hizo un llamamiento a la «vigilancia revolucionaria» permanente en la lucha contra «la banda de espías y provocadores titistas, a las órdenes de los servicios policíacos imperialistas». En realidad se refería a Antón, al igual que cuando denunciaba el sectarismo y el autoritarismo[37]. Sin embargo, ese discurso sería utilizado más tarde con inmensa astucia por Carrillo en el V Congreso, y citaría a Dolores como la autoridad para las que básicamente eran sus propias ambiciones. La conclusión práctica más importante e inmediata del discurso era que la combinación de la oleada de huelgas y el reconocimiento del fin de la guerrilla imponían la inevitable decisión de trabajar dentro de las organizaciones legales.

Los líderes del partido quedaron desolados por la muerte de Stalin el 5 de marzo de 1953. Cuando sucedió, el PCE seguía utilizando el lenguaje vitriólico de las purgas, denunciando a enemigos internos y «titistas». En Moscú, Lavrenti Beria, el jefe de seguridad de Stalin, a quien este llamaba «nuestro Himmler», tomó la iniciativa desde el Ministerio de Interior. Otras figuras destacadas fueron complacidas fugazmente con puestos claves. Klim Voroshilov se convirtió en jefe titular del Estado, Nikita Jrushchov en líder del PCUS, Viacheslav Molotov en ministro de Asuntos Exteriores y Georgi Malenkov en primer ministro.

Sorprendentemente, Beria, cuyo historial como mano derecha de Stalin estaba empapado de sangre, inició un proceso de liberalización. Para alarma de sus rivales, esto provocó agitación en toda Europa del Este, y en junio estalló una revuelta en Berlín. Se inquietaron aún más cuando Beria detuvo las purgas constantes y propuso que los crímenes de Stalin fuesen revelados. Temerosos de que saliera a la luz su participación en las decisiones colectivas, organizaron el arresto y la ejecución de Beria, que fue acusado de ser un agente estadounidense. El siguiente paso sería exonerarse a sí mismos achacando todos los crímenes y errores pasados a Beria y Stalin. En 1955 se produciría una reconciliación con Tito y, en 1956, un ataque contra el historial del propio Stalin[38].

Pese a los lamentos por el fallecimiento del líder soviético, la cúpula del PCE no podía mostrarse impasible ante esos cambios sísmicos en el corazón del Kremlin. Cuando empezó a filtrarse la retórica sobre la necesidad de una dirección colegiada, a Carrillo no se le pasaron por alto las posibilidades, y pensaba que un movimiento hacia el liderazgo colectivo podía ser un terreno favorable desde el cual librar la batalla contra la vieja guardia por el control del partido. Carrillo propuso y luego se ocupó de la organización de un congreso. Dieciocho meses después se celebraría el V Congreso del PCE, que tuvo lugar en el lago Máchovo, cerca de la ciudad de Doksy, al norte de Praga, del 12 al 21 de septiembre de 1954, si bien, por motivos de seguridad, las publicaciones del partido dieron la fecha del 1 al 5 de noviembre. Habían transcurrido casi veintidós años desde el IV Congreso celebrado entre el 17 y el 23 de marzo de 1932 en Sevilla. Obviamente, durante la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial no se habían organizado encuentros de ese tipo. Hubieran sido posibles durante los años de existencia legal en Francia, pero no habrían gozado de una buena acogida en la cúpula cuando su máxima preocupación era la imposición del control central a través de purgas que imitaban lo que estaba sucediendo en Rusia. La última vez que se celebraron elecciones al Comité Central fue en el pleno de marzo de 1937, en el que Carrillo fue designado al Politburó. De los sesenta y cinco miembros elegidos entonces, solo quedaban diecinueve en el partido. Otros tantos habían fallecido y veintisiete habían sido expulsados[39].

Incluso en 1954, en ausencia del gran hombre y en un PCE carente de democracia interna, apenas se apreciaba desestalinización. La elección de delegados era sintomática del espíritu con el cual se celebraría el congreso. Manuel Azcárate comentó más tarde: «Llamar “Congreso” a una reunión como la de 1954 es un eufemismo exagerado. Los “delegados” son las personas escogidas por Carrillo y Uribe para asistir. Ni siquiera en Francia, donde había posibilidades de hacerlo, hubo nada parecido a una elección de delegados». Los problemas de seguridad garantizaron que no pudieran llevarse a cabo elecciones abiertas, ni siquiera en Francia. Con todo, Carrillo se aseguró de que solo fuesen elegidos los militantes más leales y menos críticos[40].

El proceso del V Congreso apuntaba a una voluntad de cambio, pero también ponía de manifiesto lo exasperantemente gradual que sería la desestalinización. En comparación con asambleas anteriores, se percibía un tono un tanto más crítico en algunos discursos y se produjo cierta rehabilitación de algunas figuras menores que habían sufrido durante las purgas contra Tito. El congreso, presidido por Vicente Uribe, comenzó el 12 de septiembre de 1954 a las 16.20. Su discurso de noventa minutos de duración fue eminentemente un himno de alabanza a Stalin y dejó una pésima impresión entre los delegados allí reunidos. A las seis de la tarde, Dolores Ibárruri, secretaria general del PCE, se dispuso a leer un informe en el que denunciaba rotundamente la alianza de Franco con Estados Unidos por considerarla perjudicial para los intereses españoles, y vituperaba a los socialdemócratas por criticar a la URSS y por alabar iniciativas estadounidenses como el Plan Marshall, la OTAN y el rearme alemán. El informe fue interrumpido a las ocho, y Carrillo anunció que proseguiría al día siguiente[41].

El tema principal de Ibárruri era la necesidad de unidad democrática contra la camarilla franquista. Incluso ofreció una rama de olivo a Indalecio Prieto, pero había varios aspectos del documento que difícilmente seducirían a los socialistas, republicanos y anarquistas, a quienes se propuso unidad. Solo tres años antes había denunciado a aquellos grupos por su «juego sucio a favor de las fuerzas reaccionarias y fascistas»[42]. En su extenso análisis de la historia española de 1931 a 1939 los acusaba de responsabilidad en la victoria de Franco en 1939, y afirmaba que al PCE le resultaba difícil plantearse una alianza con ellos. También insinuaba que sus actitudes antisoviéticas eran síntomas de servilismo al imperialismo estadounidense. Asimismo, achacaba el fracaso de la guerrilla a su falta de cooperación. Tras asegurar que el PCE lideraba la oposición antifranquista, exhortaba a las bases de otros grupos a seguir el ejemplo comunista. El intento más notable de unidad, la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas, promovido por esos grupos en 1944, fue tildado de montaje político[43]. Si esas referencias ya preocupaban a socialistas, republicanos y anarquistas, su efecto difícilmente se vio minimizado por las alabanzas reiteradas a los países del Este y a las declaraciones de la intención de seguir el ejemplo del PCUS[44].

El informe de La Pasionaria apenas ocultaba la convicción de que las cúpulas de los otros grupos de izquierdas podían ser obviadas y sus bases absorbidas por el PCE[45]. Por otro lado, en comparación con la virulencia que había caracterizado la actitud comunista hacia socialistas y anarquistas desde el abandono del Gobierno republicano en el exilio por parte del PCE en 1947, hubo elementos de lo que, según Dolores Ibárruri, constituía un cierto esfuerzo de moderación. De este modo, reconocía como un error el no haberse infiltrado en los sindicatos verticales del régimen. De hecho, habló largo y tendido de la necesidad de eliminar actitudes sectarias dentro del partido, cuya responsabilidad se atribuyó, no obstante, a miembros de rango medio o a elementos ya caídos en desgracia como Quiñones, Monzón, Trilla, Hernández y Comorera.

Sin embargo, el lenguaje utilizado por Ibárruri para justificar la expulsión de aquellos «traidores» difícilmente resultaría tentador para aquellos a los que intentaba atraer al redil: «El Partido ha tropezado con la perfidia de un grupo de gentes turbias, de degenerados políticos que habían vivido agazapados ocultando su verdadera faz de agentes del enemigo y cuya misión consistía en castrar el Partido… Hemos desenmascarado y arrojado de nuestras filas a los Hernández, a los Comorera y a los Del Barrio, tipos de conciencia podrida, cuyos dientes ratoneros se han mellado en el acerado tejido muscular del Partido… Y ahí están, engargantados como capones en cebadero, contando las glorias del imperialismo de cuyos desperdicios se alimentan… Hemos debido enfrentarnos con las deserciones de los menos firmes, de los más influenciables por la propaganda enemiga, con el derrumbamiento moral que las derrotas producen siempre, y también con la traición de gentes que accidentalmente cayeron en nuestras filas con la esperanza de hacer carrera y que al fallarles esta esperanza se han convertido en perros rabiosos que babean sobre el Partido su hidrofobia de impotentes y de tarados»[46]. Es necesario explicar que José del Barrio, que abandonó el partido en 1939 como protesta por el pacto nazi-soviético, fue uno de los pocos «titistas» auténticos del PCE, y había creado un grupo rival con financiación de Belgrado[47].

Así las cosas, no era difícil que los pasos vacilantes de La Pasionaria hacia la liberalización se vieran superados por los de Carrillo, a la sazón secretario de organización del PCE. A Carrillo le preocupaba que la rigidez de la cúpula veterana del partido en el exilio minara la capacidad de los militantes de España para reaccionar a los cambios económicos y políticos y, además, se interpusiera en el camino de sus propias ambiciones. Como secretario de organización, era una figura poderosa en la jerarquía del partido, con responsabilidad sobre el aparato del interior. Su espectacular ascenso en el PCE entre 1936 y 1944 y su carrera posterior habían estado marcados por una adhesión estricta a Moscú. Sin embargo, en 1954, su experiencia personal y sus vínculos con militantes de España lo habían convencido de que el tosco y alcohólico estalinista Vicente Uribe estaba desconectado del interior y de que era incapaz de dirigir el centro operativo del PCE en París. La cúpula del partido durante la Guerra Civil —La Pasionaria, Uribe, Antonio Mije y Enrique Líster— se inclinaban por restablecer la República y crear un frente amplio de fuerzas de izquierdas para conseguirlo. Carrillo pensaba que el PCE debía poner en juego aún más recursos en busca de socios democráticos contra Franco y aceptar que no se produciría un retorno a 1936. Tenía aliados en el Politburó, concretamente Ignacio Gallego y Fernando Claudín, pero su estatus era secundario en comparación con el de Uribe, Mije y Líster. Por tanto, Carrillo hacía frente a un problema delicado. Dolores Ibárruri seguía siendo el gran árbitro y probablemente favorecería a la vieja guardia.

Así pues, cuando Carrillo se dirigió al V Congreso el 18 de septiembre a última hora de la tarde, su informe sobre los estatutos del partido y la organización interna fue cauteloso y técnico. Con un lenguaje moderado, hizo un llamamiento a la renovación del aparato dentro de España. Sin embargo, al abogar por la responsabilidad colectiva como la clave del liderazgo, no pudo ser criticado, ya que parecía estar reproduciendo simplemente lo que sucedía en Moscú. Esto, junto con una ofensiva para incorporar a militantes más jóvenes del interior al Comité Central, no solo mejoraría la posición de Carrillo para una futura lucha de poder, sino que también prepararía al partido para la búsqueda de una alianza políticamente más amplia contra la dictadura[48]. Su exposición del centralismo democrático, en el que militantes de las bases votarían a los comités que elegirían al Comité Central, que a su vez elegiría al Politburó, era risible por su hipocresía. Aunque argumentó de forma plausible por qué esos procedimientos eran imposibles dentro del territorio español, siguió afirmando que en Latinoamérica, Francia y Rusia el centralismo democrático estaba a la orden del día. En una teatral muestra de autocrítica, expresó su pesar por el autoritarismo arbitrario que en ocasiones había caracterizado a los líderes del partido, pero, indudablemente, culpaba de ello a Antón sin citarlo.

Asimismo, los nuevos estatutos que había redactado —y distribuido antes del congreso— tendían a dar más iniciativa a los militantes de España y socavaban el poder de la vieja guardia en Moscú. En su discurso, y en los parlamentos de apoyo de Fernando Claudín e Ignacio Gallego, se afirmaba constantemente que lo que se proponía entonces era lo que Dolores Ibárruri había sugerido en su discurso de octubre de 1951. Eso era absurdo, ya que en su momento, la denuncia del sectarismo y el autoritarismo del partido obedecía a las motivaciones estalinistas más extremas: el deseo de eliminar a Antón y Comorera, emulando los juicios que estaban celebrándose en Europa del Este. En las actas del congreso hay notas manuscritas de Carrillo que indican que partes de su discurso no debían publicarse posteriormente. La censura de algunos comentarios relativos a actividades en fábricas de España podía justificarse por cuestiones de seguridad. Sin embargo, otras, ya fueran ecos de las actitudes estalinistas dentro del partido o insultos a los socialistas, fueron omitidas por su probable impacto negativo en aliados potenciales[49].

Otros discursos pronunciados ante el congreso reflejaban la persistencia de actitudes estalinistas de línea dura y gestos triunfalistas. Por ejemplo, «Román» (Josep Serradell), del PSUC, tachaba a Quiñones y Monzón de terroristas degenerados y declaraba que el éxito de las huelgas de 1951 era consecuencia de la expulsión de Comorera. Carrillo también denunció a Quiñones y Monzón, aunque en términos no tan vehementes, y vertía críticas implícitas a Antón sin nombrarlo[50]. No obstante, su discurso dejaba entrever un llamamiento a la renovación de las estructuras del partido. Su intervención vino precedida el 14 de septiembre por las de otros miembros de la clandestinidad, entre ellos «Federico Sánchez» (Jorge Semprún) y «Vicente Sainz» (Simón Sánchez Montero)[51]. Sus palabras tuvieron un impacto considerable y fueron incorporados al Comité Central, aunque no al Politburó. Otros seguidores leales de Carrillo, como Víctor Velasco, Julián Grimau y Tomás García, también se convirtieron en miembros del comité. «Se nombró un Comité Central, pero este se reunía una o dos veces al año para escuchar y aprobar lo que decía el buró político», protestaba Azcárate[52]. De este modo, el partido seguiría estando dirigido por el Politburó, pero las reformas de Carrillo no fueron del todo superficiales. La renovación del Comité Central, que incluía a cuarenta y cinco nuevos miembros, entre ellos varios dentro de España, mejoraría la capacidad del partido para reaccionar a la situación en el interior. No es de extrañar que el grueso de los nuevos miembros hubiesen pertenecido en su día a las JSU y fuesen seguidores de Carrillo. Esto fortalecía significativamente su posición en la latente lucha de poderes. Aunque los cambios conllevaban una democratización del funcionamiento interno del PCE, la intención de Carrillo era mantener un control férreo.

El impresionante progreso de Carrillo entre 1936 y 1954 se había cimentado en su identificación con La Pasionaria y la vieja guardia. El V Congreso fue el comienzo de una nueva fase en la que su ascenso se haría en oposición a la vieja guardia y se basaría en su identificación con una nueva generación de jóvenes que residían en Francia pero mantenían vínculos estrechos con España, especialmente a través de Jorge Semprún (Federico Sánchez) y Simón Sánchez Montero. Semprún en particular estaba adquiriendo una especial importancia como enlace con un destacado grupo de intelectuales y estudiantes de España. El siguiente paso para Carrillo, con la ayuda entusiasta de Claudín e Ignacio Gallego, sería eliminar a Uribe. El éxito en dicha empresa allanaría el terreno para un enfrentamiento con Dolores Ibárruri. La decisión de la cúpula de poner fin a la estancia de Claudín en Moscú y enviarlo a París en enero de 1955 sería un elemento crucial de este proceso. El propio Claudín creía que la iniciativa se derivaba de una propuesta de Carrillo a La Pasionaria. No obstante, la decisión fue de ella, que confiaba en él y tal vez creía que el centro operativo francés requería el refuerzo ideológico que solo Claudín podía aportar. Carrillo estaba encantado en lo personal; su amistad se remontaba a mucho tiempo atrás, y habían compartido experiencias en México y Buenos Aires, donde, recordemos, mantuvieron relaciones con dos hermanas argentinas, Lidia, en el caso de Santiago, y Ángela, en el de Claudín. En términos políticos, su alianza era poderosa. Claudín era el perfecto estratega en la sombra, el pensador profundo. Carrillo seguía siendo el cínico rápido y osado, siempre flexible y con la simpatía necesaria para enmascarar su ambición. Sin embargo, en aquel equipo aparentemente perfecto se ocultaba un posible conflicto entre las estrategias teóricas de Claudín, los intereses a largo plazo del partido y las improvisaciones tácticas y a corto plazo de Carrillo, basadas en su propia ambición[53].

Con todo, Claudín se convirtió por el momento en la mano derecha indispensable de Carrillo. Tras la penumbra y la lejanía de Moscú, Claudín estaba encantado de encontrarse en París y de participar en la organización de la lucha en territorio español. Al principio compartía, e incluso superaba, la triunfalista convicción de Carrillo de que la caída de Franco era inminente. Esto exacerbó la tensión con la vieja guardia encabezada por Uribe, cuyo escepticismo e indolencia percibían como un obstáculo derrotista para sus esperanzas revolucionarias[54]. Ambos se sentían más próximos a España que el resto del Politburó, que solo viajaba a París para asistir a reuniones. Uribe, Mije y Líster vivían en Praga, y Dolores Ibárruri estaba permanentemente instalada en Moscú. Sin embargo, el enfrentamiento inevitable no se produciría por discrepancias sobre la situación en la Península, sino a consecuencia de cambios extraordinarios en el panorama internacional. Carrillo quedó estupefacto por la reconciliación del Kremlin con Tito y la visita de Jrushchov a Belgrado a finales de mayo de 1955. Siendo el antititista más vehemente del PCE, estaba decidido a que no volvieran a cogerlo a contrapié. En doce meses había de producirse un momento decisivo, probablemente antes de lo que Carrillo esperaba. Hacia finales de 1955, el grueso de la cúpula del partido había de viajar a Bucarest para celebrar el sesenta cumpleaños de La Pasionaria el 9 de diciembre, y el centro operativo de París era gestionado por Carrillo, Claudín y Gallego. Entonces llegó la noticia de que Naciones Unidas, incluida la Unión Soviética, había votado a favor de la entrada de dieciséis nuevos miembros, entre ellos España.

La reacción del grupo parisino del PCE fue positiva. El voto ruso, un inevitable reconocimiento por parte de Moscú de la realidad de la estabilidad del régimen de Franco, había garantizado la incorporación de Hungría, Bulgaria, Rumanía y Albania en Naciones Unidas. La inclusión de España se interpretó como un gesto soviético hacia Occidente como parte de la búsqueda postestalinista de una coexistencia pacífica. Asimismo, entre los «jóvenes leones» reinaba la sensación de que el fin del aislamiento internacional favorecería la difusión de ideas democráticas en España, intensificando las relaciones culturales, comerciales y políticas con países democráticos. Esa impresión fue confirmada por Jorge Semprún, que regresó de una misión en el interior para informar del creciente sentimiento antifranquista entre estudiantes universitarios, disidentes falangistas y católicos[55].

Carrillo no tardó en escribir un artículo entusiasta sobre el voto de Naciones Unidas en Mundo Obrero y una versión más extensa para la revista Nuestra Bandera. Ensalzándolo como una victoria para la política pacífica de la URSS, señalaba asimismo que ello impedía que los franquistas achacaran el aislamiento internacional del régimen a una conspiración comunista. Carrillo esperaba que eso llevara a la burguesía española a abandonar el falso dilema «franquismo o comunismo» a favor del verdadero «franquismo o democracia»[56]. La vieja guardia del Politburó no compartía su opinión. Por el contrario, el exabrupto del grupo moscovita del PCE, integrado por Dolores Ibárruri, Uribe, Mije y Líster, consistió en denunciar la inclusión de España en la ONU como prueba de otra traición a manos del imperialismo anglo-estadounidense. Sin criticar a la Unión Soviética, lanzaron una salvaje denuncia contra la admisión de la España franquista en la ONU, que el 30 de diciembre de 1955 fue retransmitida por la emisora del partido, Radio España Independiente. Su sensación de afrenta por la traición a la «legalidad republicana» revelaba la rígida mentalidad de los exiliados frente a la postura notablemente más flexible y realista de la sección más joven.

Cuando escribió los artículos, Carrillo al principio no planeaba emprender una iniciativa fraccional y provocar un conflicto. Al fin y al cabo, su argumento secundaba la línea adoptada por Jrushchov, que probablemente se convertiría en el vencedor de la lucha de poder soviética. Intentó retirar el texto de las imprentas y, cuando vio que era imposible, decidió salir en su defensa. Carrillo eligió a Jorge Semprún y lo mandó al Este para exponer los argumentos del grupo de París. Semprún era una opción atractiva: joven, brillante y con el mérito indiscutible de su conocimiento único de la organización del PCE en el interior de España. Cuando llegó a Praga, le notificaron que La Pasionaria se encontraba en un congreso del Partido Comunista de Alemania Oriental en Berlín y que regresaría con la delegación rumana en un tren especial cerrado. Uribe y Líster, que fueron quienes le recibieron, quedaron estupefactos por lo que consideraron una provocación rebelde en el artículo de Carrillo, cuyo texto Semprún había llevado consigo. Por si fuera poco, se enfurecieron cuando Semprún citó sus experiencias como Federico Sánchez para criticar la rigidez de las políticas del partido y explicar su absoluta irrelevancia para la realidad de la España de Franco. Les indignó especialmente que un miembro del Comité Central recién elegido tuviese la temeridad de censurar al Politburó. Líster lo amenazó, pero como Semprún se mantuvo en sus trece, Uribe decidió que había que discutir el asunto con La Pasionaria.

Cuando el tren llegó a Praga, indicaron a Semprún que la acompañara hasta Bucarest en un trayecto de más de cuarenta y ocho horas. A Semprún le asombró el grado de opulencia con el que vivían los miembros destacados del partido, primero en el lujoso tren que les habían asignado y más tarde en Rumanía. Le impresionó que Dolores, a quien unos camareros enfundados en guantes blancos ofrecían todo tipo de exquisiteces, solo tomara un vaso de agua mineral. Le pareció que estaba dispuesta a escuchar, pero se mostró hostil cuando se dio cuenta de que las palabras de Semprún anunciaban un gran cambio estratégico en interés de Carrillo y el grupo de París. Ansiosa por no precipitar una importante división en el partido, dijo que la declaración del Politburó contra la entrada de España en la ONU sería retirada y que las opiniones expresadas en los artículos de Carrillo serían consideradas en una futura reunión del Politburó[57]. Cuando debatió el tema con el resto del órgano ejecutivo, llegaron a la conclusión de que podía aplacarse la amenaza dividiendo al grupo de París, para lo cual bastaba con manejar cuidadosamente la prometida reunión del Politburó, que tendría lugar en Moscú. Por ello, se incluyó a Claudín, junto con Uribe, Mije, Líster y La Pasionaria, en la delegación del PCE enviada al XX Congreso del PCUS en febrero de 1956, y se ordenó a Carrillo que permaneciera en Francia para dirigir la organización en la capital.

La intención era «recuperar» a Claudín antes de denunciar a Carrillo por reformismo y oportunismo socialdemócrata, citando su pasado en el PSOE y su postura «fraccionalista». Sin embargo, antes de dejar París rumbo a Moscú, Claudín había pactado con Carrillo que no cedería ante la vieja guardia. Si no salía bien, ambos acabarían derrotados en la lucha por renovar el partido. La reunión del Politburó se celebró antes del congreso de Moscú y en los intervalos entre las sesiones. Previamente al inicio de dicho congreso, y utilizando el lenguaje más duro, La Pasionaria denunció que Carrillo había creado un aparato propio dentro del partido utilizando la red que se había forjado cuando era líder de las JSU. Ella y Mije se esforzaron en demostrar a Claudín que no lo hacían responsable de los delitos de Carrillo. Sin embargo, Claudín se resistió con valentía a las lisonjas de la vieja guardia y expuso enérgicamente a Dolores Ibárruri la postura de su grupo. La vieja guardia y los jóvenes parisinos no solo diferían en lo tocante a la situación internacional, sino también en la afirmación realizada por Claudín de que los fracasos del PCE en el interior debían atribuirse a las rígidas políticas surgidas de la cúpula en Praga y Moscú.

Al principio, La Pasionaria se alineó con Uribe, y las perspectivas eran desesperanzadoras para los liberalizadores. Luego, tras consultar el informe secreto de Jrushchov en el que denunciaba el estalinismo, llegó a la conclusión de que las opiniones de Claudín y Carrillo concordaban con las nuevas corrientes de liberalismo que emanaban del Kremlin. Lo que dotó de urgencia a sus deliberaciones fue que se dio cuenta de que ella misma podía estar en peligro. A eso le llevó la intervención llevada a cabo el 12 de marzo por Claudín, quien, aun dedicando su ataque principal a Uribe, hizo una observación maliciosa: «También en nosotros, dirigentes del PC de España, ha pesado considerablemente el culto a la personalidad… Pero si esas dificultades hemos tenido para criticar al camarada Uribe ¿quién de nosotros hubiera sido capaz en años anteriores de hacer una crítica seria a la camarada Dolores Ibárruri?». Si los líderes soviéticos habían decidido que el culto a la personalidad de Stalin era el culpable de todos los males del sistema comunista, los «pequeños Stalin» de los diversos partidos nacionales estaban en apuros. A La Pasionaria le convenía que el «pequeño Stalin» del PCE fuese Uribe y no ella.

Así, La Pasionaria aceptó el argumento de Claudín, quien afirmaba que la cuestión no podía dirimirse sin la presencia de Carrillo. Se programó una reunión unas semanas después en Bucarest, y Carrillo fue enviado allí. Cuando llegó al aeropuerto de la capital rumana no había ningún coche esperándolo, lo cual le llevó a pensar que ya estaba condenado. Antes de afrontar la acusación de «fraccionalismo» en la futura reunión, Carrillo mantuvo una prolongada conversación privada con La Pasionaria, durante la cual hizo un comentario extremadamente revelador: «Yo he venido aquí para discutir sobre los cambios ineludibles en la línea del partido y en el funcionamiento de su dirección. Solo pido una cosa: que me escuchéis. Después decidís lo que queráis. Si yo no tengo razón, la solución es fácil: me dejáis aquí o en el Asia Central». La mención de Asia Central era extremadamente sintomática. Era una referencia al campo de concentración de Karaganda, en Kazajistán, donde se retenía a los disidentes comunistas de origen español, y demostraba que Carrillo conocía perfectamente su existencia.

En el transcurso de la conversación, en la que lanzó un feroz ataque contra Uribe, dejó claro a La Pasionaria que su postura coincidía más con las nuevas corrientes del Kremlin de Jrushchov. Asimismo, Vittorio Codovila, que había estado en Moscú para asistir al XX Congreso, le aconsejó que apoyara a Carrillo. La Pasionaria había vivido demasiado tiempo en la URSS para no darse cuenta de que su posición podía verse amenazada si entraba en conflicto con la nueva línea. En cualquier caso, ya no poseía el mismo espíritu combativo que la había caracterizado antes de su enfermedad. Durante las sesiones del XX Congreso del PCUS, el comunista italiano Vittorio Vidali, quien, con el pseudónimo de «Carlos Contreras», la había conocido en España durante la Guerra Civil, se encontró con Dolores en los pasillos del Kremlin y le sorprendió cómo le habían afectado sus achaques: «¡Cómo había cambiado! Siempre la recordaba tal como la conocí durante su período de ilegalidad, en el que me ayudó a colaborar con los prisioneros políticos y sus familias tras el levantamiento de Asturias y durante la Guerra Civil española: hermosa, majestuosa, ahora alegre, ahora triste; inteligente y espléndida oradora espontánea; su hermoso rostro había quedado marcado por la enfermedad y su mirada era menos brillante, pero su voz era la misma y resonaba como una campana de plata». Para Vidali, era «la figura más trágica del congreso», agotada por diecisiete años de exilio. El informe de Jrushchov había supuesto una amarga conmoción. La Pasionaria reverenciaba a Stalin y el sistema soviético. Ambos habían sido cruciales para sus actividades políticas durante casi treinta años. La destrucción de todas sus certidumbres perpetrada por Jrushchov atenuó en cierto modo su deseo de seguir luchando.

En ese momento, durante sus conversaciones con Carrillo, La Pasionaria se dio cuenta de que mantener su alianza con Uribe sería un suicidio. Por ello, en el que originalmente había de ser el juicio contra Carrillo, Uribe sería la víctima sacrificial, el culpable de los mismos delitos que Jrushchov había denunciado en su informe secreto. En una serie de reuniones del Politburó celebradas en Moscú entre el 5 de abril y el 12 de mayo, la minirréplica del PCE al XX Congreso del PCUS, quedó clara la postura de Dolores Ibárruri. Mije y Líster no tardaron en ver qué estaba sucediendo y cambiaron de bando inmediatamente. De las ciento sesenta y nueve páginas de las actas de la reunión, cincuenta y nueve documentan el discurso pronunciado por Carrillo el 2 de mayo, y treinta de ellas consistían en una larga diatriba contra Uribe, quien, según el comunista italiano Vittorio Vidali, parecía «vivir en otro mundo».

Con gran inteligencia, Carrillo logró dar la impresión de que su ataque a Uribe era en realidad una defensa de La Pasionaria, acusándolo de egolatría y de un culto exagerado a la personalidad, lo cual restaba prestigio a Dolores: «El camarada Uribe, sobre todo en los últimos años, se caracteriza por un enfatuamiento [sic], por una egolatría que le ha llevado a establecer un verdadero culto a su personalidad. No pierde ocasión de realzar su propio papel, la importancia decisiva de su actividad, el papel de sus ideas en la dirección del Partido. Esto lo hace, entre nosotros, en todas las reuniones, con una inmodestia y una falta del sentido del ridículo verdaderamente lamentable. Cuando Uribe realza su papel, rebaja el del Buró Político y el del secretario general del Partido sin ningún respeto para ellos». Uribe quedó atónito ante la artera descarga de acusaciones que bien podría haberse aplicado a Dolores Ibárruri o al propio Carrillo. Lo que hizo este con Uribe fue lo que Jrushchov había hecho con Stalin: enmascarar sus propios crímenes pasados, y los de La Pasionaria, culpando de todo a otro, en este caso, Uribe. Para ello contó con el respaldo de Claudín, que se confesó avergonzado por haber colaborado en Moscú con Uribe en la organización de los juicios contra los camaradas acusados de actividades antisoviéticas en 1947. Puede que su arrepentimiento fuera sincero, pero no mencionó que todo el episodio había sido orquestado por Carrillo. Claudín llegó a criticar al Politburó por no explicar las medidas adoptadas contra Jesús Hernández, Enrique Castro Delgado e incluso Francisco Antón, cuestiones en las que tanto Dolores Ibárruri como Carrillo eran tan culpables como Uribe.

Carrillo previó inteligentemente posibles ataques afirmando que cualquier sospecha de que había creado un aparato de partido propio basado en las JSU existentes en tiempos de guerra estaba por completo fuera de lugar. A fin de cuentas, dijo, el partido difícilmente podía sobrevivir en España si solo corrían riesgos los militantes de sesenta años. Recordó a los allí presentes que de los sesenta y un miembros del Comité Central «elegido» en el V Congreso, diecinueve habían formado parte de las JSU y que otros dieciséis se habían unido al PCE durante la guerra; en otras palabras, la base misma de la fuerza de Carrillo. Luego declaraba: «Si algún día yo me volviera loco o canalla, lo que creo no sucederá, e intentara realizar una labor personal o de grupo con ellos, esos camaradas serían los primeros en denunciarme al partido… Yo podré ser poco capaz, podré llegar a cometer errores, pero en lo que tengo plena confianza es en que yo no seré jamás un peligro para el partido»[58]. Dolores Ibárruri reconoció que el testigo estaba cambiando de manos cuando afirmó al final del ciclo de reuniones sobre la cuestión del voto ruso respecto de la entrada española en Naciones Unidas: «Para satisfacción del camarada Carrillo, yo debo declarar que él tenía razón y yo no», ya que el artículo de Santiago apreciaba la importancia del voto de la Unión Soviética a favor de la incorporación de España en la ONU[59].

Por ello, tanto en la provocación como en la resolución del conflicto, los desestalinizadores vieron cómo sus aspiraciones encontraban paralelismos en las de la cúpula rusa. Totalmente aislado, Uribe fue sustituido poco después como director del centro de París por Carrillo, que en aquel momento ejercía prácticamente de secretario general. Le permitieron seguir formando parte del Politburó, pero ya no era del círculo de confianza. En 1958 contrajo la enfermedad que se cobraría su vida tres años después. Antes de su derrota, los elementos más jóvenes liderados por Carrillo se habían mostrado reacios a socavar el liderazgo de La Pasionaria para no favorecer las ambiciones de Uribe. Ahora que lo habían quitado de en medio, el camino estaba despejado para apoyar a Carrillo. Dolores Ibárruri era muy consciente de que sus días como secretaria general estaban contados. Por el momento, Carrillo se contentaba con interpretar el papel de respetuoso lugarteniente. Fingía mantenerla informada de todo, aunque en realidad solo le comunicaba lo que quería que ella supiera. La denuncia del culto a la personalidad estalinista por parte de Jrushchov y el ataque de Carrillo contra Uribe habían mancillado el halo de santidad e infalibilidad de La Pasionaria. Aislada en Moscú, cada vez estaba más deprimida y era más consciente de que Carrillo y el grupo de París le ocultaban noticias. Su sensación de derrota inminente se intensificó cuando Carrillo le sugirió que se dedicara a presidir un comité para escribir la historia oficial del PCE durante la Guerra Civil[60].

Carrillo tenía todos los motivos para estar encantado con las políticas de Jrushchov, que aparentemente coincidían con sus deseos de renovar el PCE. Las revelaciones del XX Congreso representaron para él una prueba satisfactoria de que la URSS se encontraba en la senda de la democratización. Por el contrario, para Claudín, el recital de crímenes de Stalin resultaba profundamente inquietante y lo empujó a un largo peregrinaje intelectual para comprender cómo el ideal socialista había sido deformado por la experiencia estalinista. La invasión soviética de Hungría en octubre de 1956 exacerbaría aún más las dudas de Claudín, mientras que Carrillo declaraba que Jrushchov tenía razón[61]. A la postre, esas divergencias conducirían a la traumática crisis que sufrió el PCE en 1964. Entretanto, Carrillo intentaba aprovechar su victoria sobre la vieja guardia estalinista del PCE. Hasta cierto punto, representaba un espíritu de reforma dentro del partido, pero nunca se lo aplicaría a sí mismo. En su incapacidad para aceptar un debate crítico, perpetuaría las actitudes estalinistas en el PCE[62]. En el pasado, solo había aceptado opiniones contrarias de quienes ejercían autoridad sobre él, o sea, en defensa propia, o de posibles aliados, con el fin de hacer prosperar sus ambiciones.

El primer fruto de la aparente nueva flexibilidad del Politburó fue la elaboración de la política de reconciliación nacional. Liberados del yugo estalinista, ahora era posible satisfacer las exigencias de los militantes en el interior de España, que pedían esfuerzos para buscar un terreno común con la nueva oposición antifranquista que estaba aflorando entre estudiantes y católicos. La primera semana de febrero de 1956 se habían producido importantes altercados estudiantiles en Madrid. Los estudiantes, incluso los de ideología izquierdista o liberal, pertenecían de manera casi exclusiva a familias acomodadas de clase media y no podían ser sometidos a la salvaje represión que se dispensaba despreocupadamente a los huelguistas de clase trabajadora. Para aprovechar la situación cambiante sobre la cual Semprún había informado al grupo operativo de París, Carrillo, a su regreso de Bucarest, había publicado un documento titulado Por la reconciliación nacional, por una solución democrática y pacífica del problema español. En él argumentaba que la idea de que España estaba dividida entre vencedores y vencidos de la Guerra Civil ya no era válida y que la auténtica división existía entre quienes se beneficiaban de la dictadura y la mayoría de quienes se veían perjudicados por ella. De hecho, «reconciliación nacional» era simplemente una nueva denominación para una política que el PCE había aplicado esporádicamente desde 1941. No obstante, cuando Semprún llevó el documento a Madrid, el aparato clandestino comunista lo acogió con entusiasmo[63].

Tras unos extensos debates mantenidos entre el 15 de julio y el 4 de agosto de 1956, en el transcurso de una reunión plenaria del Comité Central en la antigua cabaña de cazadores de Hermann Göring, situada cerca de Berlín, Carrillo pronunció una importante declaración que abogaba por enterrar los odios de la guerra alimentados por la dictadura. La nueva política no solo expresaba la disposición comunista a unirse a monárquicos y católicos en un futuro régimen parlamentario, sino que también apuntaba a un compromiso con un cambio pacífico[64]. El pleno de Berlín sería testigo de una dramática extensión del proceso de liberalización que había comenzado vacilantemente en el V Congreso del PCE, aunque no era difícil percibir la supervivencia de algunos hábitos estalinistas.

Los dos informes principales fueron presentados por Dolores Ibárruri y Santiago Carrillo. Ambos reflejaban un deseo de emular el ejemplo del PCUS, otro ejemplo de la influencia de Moscú en la «democratización» del PCE. Sin embargo, también anunciaban cambios importantes en los métodos del partido. La Pasionaria rendía tributo al PCUS por su valor para reconocer públicamente sus errores y por señalar nuevos caminos hacia el socialismo. Habló también de la creciente importancia de la oposición estudiantil en España y de la necesidad de alianzas con fuerzas conservadoras y liberales del país a fin de garantizar una transición pacífica a la democracia[65]. Ello representaba claramente un nuevo distanciamiento del sectarismo pasado, pero era moderado en comparación con lo que diría Carrillo. Su informe de tres horas fue una evaluación muy crítica de los defectos de la cúpula del partido. Prácticamente ningún miembro del Politburó, con la excepción del propio autor, fue inmune a sus mordaces y lúcidas reprobaciones hacia los líderes en el exilio por impedir la democracia interna y por su dogmatismo, subjetivismo, sectarismo y aislamiento de las realidades del interior.

Y lo que es más importante, en cuanto a su propia ambición, hizo una devastadora demolición del culto a la personalidad de la secretaria general del PCE, aunque con un florido tributo parecía absolver a Dolores Ibárruri de su complicidad en el mismo: «Sobresalen las manifestaciones externas del culto a la personalidad en nuestro Partido. Esas manifestaciones externas han existido en torno al camarada José Díaz, en vida de este, y en torno a la camarada Dolores Ibárruri. Han consistido en presentar a estos dos camaradas como los artífices exclusivos, únicos, de todo lo que en realidad ha hecho el Partido. En presentarlos poco menos que como taumaturgos, de cuyo cerebro y actividad ha surgido todo lo que se debe al pensamiento y a la actividad de miles de comunistas. En estas manifestaciones del culto a la personalidad hemos llegado a formas que, apreciadas con rigor, pueden considerarse verdaderamente infantiles». Aunque mencionaba que Dolores Ibárruri siempre se había opuesto a esa práctica, estaba destruyendo su legendario estatus. Más tarde, Semprún opinaría que aquel discurso fue el apogeo de la disposición de Carrillo a liberalizar el partido. Así pudo criticar el papel de secretario general porque todavía no era él quien ocupaba ese puesto. Argumentó que los líderes identificaban sus intereses personales con los del partido y que castigaban las críticas vertidas hacia ellos interpretándolas como ataques contra la formación. Esas mismas críticas fueron las que un día le valdrían la expulsión del PCE[66].

Cuando Carrillo habló del autoritarismo acérrimo del Politburó, culpó explícitamente a Uribe de ser un obstáculo para el liderazgo colectivo y la autocrítica. Tanto Uribe como Mije habían de convertirse en víctimas sacrificiales y confesar públicamente sus errores ante el pleno. Los dos informes principales fueron aprobados por unanimidad por el Comité Central. Las serviles autocríticas y la uniformidad dejaban entrever que pocas cosas habían cambiado. Nada en la sesión plenaria evidenciaba una repentina adopción de procedimientos democráticos. El programa y las conclusiones habían sido decididos de antemano por Carrillo y el nuevo Politburó. Según Líster, Carrillo se aseguró de que los miembros del Comité Central no tuvieran detalles de la lucha de poder que se había producido en Bucarest. Simplemente debían respaldar las conclusiones presentadas en los dos informes principales. No hubo un debate serio. Lo único que se supo de la caída en desgracia de Uribe fue su humillante autocrítica, y no la destrucción que había llevado a cabo Carrillo en la capital rumana.

No se analizó que las cosas que «confesó» Uribe eran igualmente características de Dolores Ibárruri y de Carrillo. Los errores del partido, en los que había sido un cómplice activo, fueron expurgados sin coste alguno para Carrillo. Los métodos y el pensamiento estalinista seguirían siendo un elemento intrínseco del repertorio de este último. Toda la culpa de los pecados pretéritos —la persecución de Quiñones, Monzón, Comorera y Antón, entre muchos otros— recayó en Uribe. Según afirmó Jorge Semprún: «Desde 1956, la dirección del PCE ha rehusado toda autocrítica pública, limitándose a barrer la basura estalinista en casa ajena, rechazando todo análisis histórico objetivo de aquel período de su propio pasado»[67].

Asimismo, el renovado compromiso de la cúpula con las reglas del centralismo democrático se vio un tanto devaluado por el hecho de que los miembros del Comité Central todavía eran nombrados por el Politburó. Sin embargo, en esta ocasión había una diferencia. Hasta el momento, era el secretario general quien proponía los nombres que había que elegir. El 1 de agosto, para estupefacción de La Pasionaria, se propuso que el recientemente fallecido Víctor Velasco fuese sustituido por Luis Zapirain, uno de los protegidos de Carrillo. Dolores se quejó de ese incumplimiento de los estatutos, pero la reunión siguió adelante y votó por unanimidad a favor de la incorporación de Zapirain al Comité Central. La Pasionaria se sintió humillada y protestó con vehemencia, pero no sirvió de nada. No se sabe qué pensó sobre la exitosa propuesta de Claudín para que se levantaran las sanciones contra Francisco Antón. En la práctica, ella había dejado de ser la persona más importante del PCE[68].

Airear un espíritu crítico y ampliar el Politburó y el Comité Central prometían, al menos en teoría, un cierto progreso hacia la democratización. Esto se reflejaba especialmente en la medida adoptada para incorporar al Politburó a militantes veteranos que trabajaban en el interior, como Semprún, Simón Sánchez Montero y Francisco Romero Marín. Sin embargo, pese a que reflejaban la creciente oposición al régimen de Franco, sus opiniones, y en especial las de los intelectuales reclutados por Semprún, como Javier Pradera, a menudo serían ignoradas por Carrillo. Cuando cuestionaron sus ideas, como ocurría a principios de los años sesenta, reaccionó recurriendo a los hábitos estalinistas de los veinte años anteriores. Por ello, con sus limitaciones, el pleno de Berlín celebrado en verano de 1956 fue el equivalente del PCE al XX Congreso del partido soviético, con Carrillo interpretando el papel de Jrushchov[69].

En verano de 1956, Carrillo y su familia fueron de vacaciones a Bulgaria y allí coincidieron con el comunista checoslovaco Artur London y su mujer Lise Ricole, de origen francés. Carrillo los conocía desde la Guerra Civil, cuando London formó parte de las Brigadas Internacionales. Después del conflicto, London combatió en la resistencia francesa, fue capturado por la Gestapo y sobrevivió al campo de concentración de Mauthausen. Luego regresó a Checoslovaquia, donde en 1948 fue nombrado viceministro de Asuntos Exteriores. En 1951, fue uno de los detenidos durante las purgas de Slansky. Sufrió horribles torturas y se le obligó a confesar actividades sionistas, trotskistas y titistas. Entonces fue condenado a cadena perpetua. Cuando Carrillo lo conoció en Bulgaria, London había sido puesto en libertad recientemente gracias a las revelaciones de Jrushchov en el XX Congreso. Carrillo decía en sus memorias que quedó profundamente afectado por el relato de London sobre lo que le había ocurrido y que más tarde plasmó en su libro L’Aveu y en la película del director griego Costa-Gavras. El hecho de que Carrillo, después de tantos años en un partido estalinista, se sorprendiera de los comentarios de London es sumamente difícil de creer. Su trato a Carmen de Pedro y Francisco Antón, por nombrar solo dos, denota que poco tenía que aprender en materia de arrancar falsas confesiones. Sobre ellos dijo que habían sido «relegados» y que «no merecían ser tratados así». Al respecto de su encuentro con Artur London, Carrillo decía: «Me hice el propósito de no creer en adelante en nada que yo no hubiera visto con mis propios ojos y tocado con mis propias manos, dijéralo quien lo dijese»[70].

La seriedad con la que se tomó esta buena resolución puede calibrarse por su reacción a la invasión soviética de Hungría el 4 de noviembre de 1956. Las fuerzas rusas aplastaron brutalmente el movimiento reformista de Imre Nagy, que se había inspirado en la aparente liberalización iniciada por Jrushchov en el XX Congreso. La preocupación dentro del movimiento comunista en general y el PCE en particular por una amenaza de las potencias occidentales sin duda se había visto intensificada por la crisis del canal de Suez a finales de octubre. Como decía en sus memorias: «Nos sirvió para sacar la consecuencia de que cualquier debilitamiento del bloque soviético comportaba el peligro de que potencias imperialistas emprendieran peligrosas aventuras para la paz y la independencia de los pueblos»[71]. En el análisis realizado más tarde por Manuel Azcárate: «La invasión de Hungría es quizá el momento en que los partidos comunistas occidentales caemos más bajo: nuestra estrategia se reduce a respaldar los intereses de Estado de la Unión Soviética». Paradójicamente, los intereses imperialistas de Estados Unidos y la Unión Soviética coincidieron durante la crisis de Suez en su deseo de poner fin al colonialismo anglo-francés. Los rusos apoyaron a Egipto y los estadounidenses retiraron su respaldo a Gran Bretaña, Francia e Israel[72]. Fue revelador que Carrillo no advirtiera contradicción alguna entre la acción soviética para proteger la libertad y la paz del pueblo egipcio y la intervención para erradicar la libertad y la paz del pueblo húngaro.

Pese a que más tarde dijo que le preocupaba la invasión de Hungría, en su momento Carrillo estaba totalmente de acuerdo con la línea oficial del Kremlin, según el cual, había sido necesario aplastar una contrarrevolución organizada por una alianza de agentes imperialistas y reaccionarios húngaros. Años después, Claudín afirmaba que él había argumentado que aquellas eran cuestiones secundarias y que el detonante de la revolución húngara fue la política del Partido Comunista. Una agria discusión en el Politburó acabó dejando solo a Claudín. Carrillo envió un telegrama al Kremlin en el que expresaba el apoyo del PCE a la intervención rusa. También escribió un artículo justificando la invasión soviética como una respuesta necesaria a las maquinaciones fascistas e imperialistas. Fue el principio del enfriamiento en la hasta entonces estrecha colaboración de Carrillo y Claudín[73]. La nueva línea de Carrillo coincidía plenamente con la posición adoptada por Jrushchov, pero más tarde aseguró que no fue universalmente bienvenida en el mundo comunista. Cuando Alvaro Cunhal, secretario general del partido hermano portugués, salió de la cárcel a finales de los años cincuenta, emprendió una purga en la cúpula comunista de su país. El delito que castigaba, según Carrillo, se llamaba «españolismo», es decir, simpatía hacia la política de «reconciliación nacional» recientemente adoptada por el PCE[74]. De todos modos, poco después de apoyar la acción soviética en Budapest, Carrillo declaró: «El PCUS es el guía más autorizado del comunismo mundial»[75].

El año 1956 supondría el apogeo de los esfuerzos de Carrillo por liberalizar el partido, al menos hasta que la invasión soviética de Checoslovaquia en 1968 propició un mayor progreso hacia la democracia interna. Sería un error subestimar los cambios que se produjeron entre 1954 y 1956. En comparación con otras fuerzas de la oposición, y en particular con los socialistas y los anarquistas, el PCE era relativamente fuerte, estaba unido y contaba con vínculos importantes entre el interior y los líderes en el exilio. Sin embargo, la flexibilidad que tanto había costado alcanzar entre 1954 y 1956 pronto se vio lastrada por la rígida reacción de Carrillo al hecho de que la política de reconciliación nacional no posibilitara el derrocamiento inmediato de la dictadura. El PCE siempre había estado dotado de un generoso componente de optimismo subjetivo. Esto era especialmente cierto en el caso de Carrillo; de hecho, era una de sus mayores virtudes. Cuando resultó obvio que la dictadura no se tambaleaba ante una oposición de ámbito nacional, reaccionó con una intensificación tanto de su optimismo como de su hostilidad ante los militantes que cometieron la temeridad de señalar la falta de realismo de la línea del partido.

Carrillo debía su ascenso en el partido, entre otras cosas, a su capacidad para trabajar duro y a su fuerte personalidad. A partir de 1956 empezó a amasar un poder sin parangón. En aquel momento era jefe del centro operativo de París y secretario de organización. Ello conllevaba jornadas de catorce a dieciséis horas diarias, lo cual significaba que apenas gozaba de vida familiar, excepto cuando pasaba unas vacaciones en centros turísticos de Europa del Este. Se desplazaba por París en un vehículo con chófer que le proporcionó el Partido Comunista francés. Entre reunión y reunión del Politburó, además de redactar y recibir informes y comunicar a los cuadros enviados su destino en el territorio español, casi todos los aspectos de la vida del partido estaban en manos de Carrillo. Sin embargo, le quedaba poco tiempo para estudiar la verdadera situación que se vivía en el país. Los miembros del Comité Central solían confeccionar informes que se amoldaban a la línea del partido y no a la realidad palpable. Las condiciones de clandestinidad exacerbaban este problema en el interior. Los agentes del PCE entraban en España con instrucciones del centro parisino y las entregaban a sus contactos siguiendo una especie de cadena. Era inevitable que la creatividad de las bases se viera asfixiada por la simple transmisión de orientaciones o eslóganes abstractos. Los informes provenientes de células del interior solían ser esfuerzos por demostrar la validez de la línea del partido. La máxima preocupación de Carrillo era mantener su posición, que rara vez era cuestionada. Cuando Claudín comentó que, entre 1956 y 1964, el Comité Central jamás se había opuesto a los deseos de Carrillo, Mije replicó que había sucedido en una ocasión. Aun así, consistió en negarle permiso para poner en peligro su persona en una misión clandestina a España[76].

El problema quedó subrayado por la aplicación práctica de la política de reconciliación nacional que, según pudo comprobarse, fue prematura, aunque superficialmente los acontecimientos parecían justificar la nueva línea. En 1957, como respuesta a las duras condiciones generadas por el plan de estabilización del Gobierno, se produjo una importante oleada de huelgas que comenzaron en Cataluña y luego se propagaron a Madrid, Asturias y el País Vasco. La primera acción se produjo en la capital catalana a mediados de enero. De resultas de otro incremento en las tarifas del tranvía, Miguel Núñez, del PSUC, junto con otros grupos de la oposición, habían pergeñado con éxito un boicot masivo al transporte público durante dos semanas. Dicho boicot se vinculó a manifestaciones contra el régimen organizadas en la universidad con el pretexto de la solidaridad con la rebelión en Hungría. El general Felipe Acedo Colunga, que ocupaba el cargo de gobernador civil, empleó una violencia considerable para evacuar la universidad y poner freno a las manifestaciones en favor de los huelguistas. El monárquico Juan Bautista Sánchez, capitán general de la región militar de Barcelona, se mostró crítico con los duros métodos de Acedo Colunga, aconsejó cautela y, por tanto, algunos círculos consideraron que había prestado apoyo moral a los huelguistas. Por Madrid circularon rumores, que al parecer se creyó el propio Franco, de que Bautista Sánchez planeaba un golpe de Estado a favor de la monarquía. Aunque el general falleció poco después, la especulación sobre la oposición monárquica al régimen suscitó en la organización del PCE en París la idea de que la reconciliación nacional tenía una base real[77].

Inspirados por lo sucedido en Barcelona, los veteranos del PCE en Madrid Simón Sánchez Montero, Luis Lucio Lobato y Juan Soler decidieron convocar un boicot al transporte público de la capital para los días 7 y 8 de febrero. Sánchez Montero redactó un llamamiento a la huelga, que sería leído en la emisora del partido, Radio España Independiente, y en el cual no se mencionaba al PCE. Luego envió el texto al centro operativo de París. Cuando se puso en contacto con Semprún, que estaba acompañado por Francisco Romero Marín, expresaron sus dudas sobre la idoneidad de aquella iniciativa. Sin embargo, no intentaron ponerle freno. Carrillo, igual de escéptico pero reacio a perder una oportunidad de demostrar la validez de su política de reconciliación nacional, autorizó la emisión y, utilizando una primitiva multicopista casera, la organización de Madrid imprimió laboriosamente unos panfletos de la huelga que se repartieron en los barrios obreros. Para sorpresa de la cúpula parisina, el boicot fue total[78].

Cegado por su optimismo, Carrillo se apresuró a atribuir el mérito al PCE, y afirmó que los acontecimientos de Barcelona, Asturias y Madrid eran fruto de su nueva política y prueba de que la clase trabajadora respaldaba la línea del partido. Señalando que habían participado socialistas, anarquistas, católicos y liberales no afiliados, el PCE anunció con impaciencia su disposición a sellar pactos y alianzas con ellos[79]. El compromiso de Carrillo con esa política quedó confirmado por la reorganización del Gabinete de Franco el 22 de febrero, cosa que, a su juicio, reflejaba la creciente debilidad de la dictadura. Desde luego, a principios de 1957 hacía frente a una bancarrota política y económica. No obstante, la incorporación de tecnócratas del Opus Dei en el nuevo Gabinete propiciaría a la postre una enorme inversión extranjera, una masiva industrialización interna y emigración al extranjero, la urbanización de la población y la expansión educativa. A largo plazo se produciría un gran cambio económico cuyas consecuencias sociales no solo convertirían a Franco y al falangismo en anacronismos históricos, sino que harían de las triunfalistas predicciones de Carrillo sobre la inminente caída del régimen algo irrelevante. En cinco años, esos cambios y sus consecuencias desembocarían en un amargo conflicto en el seno del PCE.

Sin embargo, en aquel momento, Carrillo, que interpretó los cambios en el Gabinete como un síntoma de la decadencia del régimen, pensaba que era factible una amplia alianza contra el Estado. Según anunció al Politburó: «La clase obrera de Madrid responde en bloque a las orientaciones del partido comunista, justamente elaboradas sobre la base de un análisis correcto de la situación». Simón Sánchez Montero informó al pleno del Comité Central, en mayo de 1957, que la amplia participación social en las acciones pacíficas en Madrid y Barcelona «ha hecho de los boicots verdaderos plebiscitos contra la dictadura, ejemplos vivos de la reconciliación nacional entre los españoles y ha demostrado la posibilidad real del derrocamiento pacífico de la dictadura». El optimismo de Sánchez Montero no era del todo subjetivo, ya que se había sentido enormemente impresionado por las riadas de gente que fueron caminando al trabajo durante el boicot al transporte público de Madrid[80].

De hecho, lo que no habían percibido ni Sánchez Montero ni Carrillo era que la participación en las huelgas del transporte no tenía nada que ver con las directrices del PCE y todo con la masiva inflación y la caída del nivel de vida, que fueron la primera consecuencia de la liberalización económica impuesta por el nuevo Gabinete tecnocrático. Una enorme devaluación había sido la primera fase de un duro programa de estabilización monetaria. Carrillo no vio el grado en que las huelgas habían constituido una reacción no política a las condiciones económicas resultantes. Al mismo tiempo que Sánchez Montero redactaba su informe, la dictadura del general Gustavo Rojas Pinilla caía en Colombia a consecuencia de un día de protesta nacional celebrado el 10 de mayo, conocido como el «golpe de Estado de la opinión pública». Alentado por las huelgas del transporte, Carrillo se convenció de que a España le aguardaba algo similar en el horizonte. En septiembre de 1957, anunció en un pleno del Comité Central una «Jornada de Reconciliación Nacional» para el 5 de mayo de 1958. Tal era la confianza de Carrillo en sus propias convicciones que, con cierta estrechez de miras, dio por sentado que una acción cuyo éxito se había debido al descontento social que se vivía en Madrid y Barcelona, podría repetirse a nivel nacional.

Los militantes de Barcelona quedaron asombrados por la iniciativa. El prometedor afiliado Jordi Solé Tura lo llamó «el salto al vacío». A pesar de la pesimista respuesta del interior, Carrillo insistió en que sería un paso decisivo hacia la caída de Franco. Su manifiesto extremadamente optimista convocaba una huelga de veinticuatro horas y exhortaba a que los estudiantes y profesores no asistieran a las universidades, a que los tenderos cerraran sus establecimientos, a que los campesinos no salieran al campo, a un boicot del transporte en las grandes ciudades, e incluso a que los industriales colaboraran cerrando las fábricas. Los efectos de la jornada de acción fueron mínimos, pero Carrillo, como principal artífice de la idea, aseguró que millones de españoles habían participado en un exitoso ensayo para un gran movimiento nacional contra la dictadura: «Con esta Jornada se ha abierto una nueva etapa en la lucha del pueblo español por la libertad, en la cual el derrocamiento de la dictadura está a la orden del día de manera urgente y concreta… Marchemos unidos hacia nuevas acciones, hacia un gran movimiento nacional de masas que ponga fin a la aborrecida dictadura franquista y traiga el triunfo de la libertad y la democracia»[81].

Jordi Solé Tura viajó a París para informar del fracaso absoluto de la jornada. Después fue enviado a Praga, donde se reunió con buena parte de la cúpula del PCE, incluida Dolores Ibárruri. Su testimonio presencial de la ausencia de acciones huelguistas el 5 de mayo fue ignorado, y le dijeron que había sido un éxito masivo en el que participaron millones de trabajadores. Sin embargo, es probable que La Pasionaria recordara la larga conversación con Solé Tura cuando conoció el siguiente plan que tramaba Carrillo, aun de mayor envergadura[82]. De vuelta en París, y tras declarar que la dictadura estaba en la cuerda floja y que el alto mando del Ejército estaba volviéndose contra Franco, Carrillo ideó un movimiento de masas denominado «Huelga Nacional Pacífica» (HNP) para el 18 de junio de 1959. Hasta cierto punto, su iniciativa guardaba relación con la sensación creada en Madrid por una cena de tinte político celebrada el 29 de enero de 1959 en el hotel Menfis. Un grupo de influyentes monárquicos liderados por el abogado Joaquín Satrústegui había creado la Unión Española. Durante la cena, en la que estaba presente el socialdemócrata Enrique Tierno Galván, se debatió la creación de un frente democrático no comunista. Carrillo escribió a La Pasionaria que había un complot monárquico-socialista para excluir al PCE de la futura democracia. Era un temor real. Por un lado, el Partido Comunista era la fuerza antifranquista más efectiva en España, pero, por otro, existía el peligro de que la creciente oposición no comunista pudiera conseguir una reforma democrática limitada de la que el PCE quedara al margen. Era necesario obtener el apoyo de los demás grupos, como quedaba claro en un informe de Tomás García. De ahí la decisión de publicar los tres editoriales sucesivos de Mundo Obrero, donde fuera perfilándose la idea de la acción nacional plasmada finalmente en la huelga general de veinticuatro horas. Con ella, Carrillo pretendía una demostración de fuerza para dejar claro que nada era posible sin el PCE[83].

La elección del momento fue desastrosa. Los efectos del plan de estabilización se estaban haciendo notar y los trabajadores, como es comprensible, se mostraban reacios a perder el trabajo, sabedores de que los empresarios aprovecharían la oportunidad que les brindaba una huelga para reducir la mano de obra. Uno de los grandes logros de la dictadura fue la despolitización de las masas. Por ello, las huelgas basadas en problemas locales reales eran una cosa, y las grandes manifestaciones nacionales cimentadas en ideas teóricas otra bien distinta. Además, las posibilidades de garantizar un frente amplio de oposición eran sumamente escasas. En España, la HNP fue organizada con considerable preocupación por Sánchez Montero, Semprún y Francisco Romero Marín (cuyo brusco y sensato estilo le había valido el apelativo de «el Tanque»). En París, los intentos de Carrillo por garantizarse la cooperación del Partido Socialista solo habían servido para recordarle el profundo anticomunismo que movía a Rodolfo Llopis, fiel seguidor de Indalecio Prieto.

De hecho, Llopis llegó a denunciar la huelga en sus editoriales para El Socialista. En Madrid, varios grupos universitarios se retiraron, repugnados por lo que consideraban la arrogancia condescendiente propia de los comunistas. Semprún se reunió con el falangista arrepentido Dionisio Ridruejo, quien manifestó su simpatía, pero confesó que su Partido Social de Acción Democrática era diminuto y que difícilmente podría aportar algo. El único grupo que mostró solidaridad con el PCE fue el Frente de Liberación Popular (FLP), una amalgama revolucionaria de reciente creación integrada por católicos progresistas y estudiantes castristas liderada por el diplomático cristiano Julio Cerón y el abogado Ignacio Fernández de Castro.

Tras semanas de preparativos, Sánchez Montero viajó a París y expuso a Carrillo sus dudas de que la huelga fuera a propagarse debido a la fortaleza del aparato represivo del régimen. En Barcelona, Solé Tura y sus camaradas veían con escepticismo las posibilidades de éxito, sobre todo porque sabían que no existía una amplia alianza de fuerzas. Claudín, Ignacio Gallego y Julián Grimau realizaron visitas clandestinas para participar en los preparativos. Claudín se entrevistó con Ridruejo y Cerón. Ridruejo le dijo que el régimen se estaba fortaleciendo, no debilitando. También le advirtió que su grupo era muy pequeño («somos cuatro gatos») y que la actitud negativa de los socialistas impediría el éxito. Claudín pensó que eso era una excusa, pero Cerón era igual de pesimista. Así pues, tanto Claudín como Gallego y Grimau temían que el derrocamiento del régimen no fuese tan inminente como solía decir Carrillo. Claudín transmitió obedientemente la visión de Santiago y, cuando regresó a París, restó importancia a las dudas y reservas de los militantes del interior, considerándolas una respuesta natural a la gran dificultad que entrañaba organizar una acción de semejante alcance. Carrillo estaba decidido a que la huelga siguiera adelante, pese a que había recibido cartas de Dolores Ibárruri desde Moscú en las que cuestionaba la idea. Le irritaba que Carrillo hubiese decidido celebrar la HNP sin cumplir su deber de consultar con ella, pero también le preocupaba que el aparato del partido fuese destruido en un desafío tan claro al régimen. Santiago Álvarez, que actuaba como enlace entre Carrillo y ella, tuvo considerables dificultades para convencerla de que la acción propuesta era una buena idea[84].

La declaración de huelga llamaba a obreros, campesinos, estudiantes, funcionarios, empleados de comercios y artistas a dejar de trabajar y a los católicos a rezar por la libertad. Cuando se llevó a cabo, supuso un fracaso aún mayor que la Jornada de Reconciliación Nacional del año anterior. Ninguna fábrica importante cesó su actividad y solo hubo una participación aleatoria de individuos aislados de otros partidos. El PSOE condenó oficialmente la iniciativa. En su optimista anhelo por cerrar acuerdos con otros sectores sociales, el PCE trataba de utilizar a la clase trabajadora para movilizaciones públicas con el fin de demostrar su peso como aliado. Esto implicó un considerable autoengaño sobre el nivel de politización de los obreros en aquel momento y sobre la influencia del PCE entre las masas. Era un planteamiento subjetivista que solo podía minar la credibilidad del partido entre aquellos a los que más debería haber intentado impresionar: los propios trabajadores. Con el aumento del desempleo y el temor de los obreros a perder sus puestos de trabajo, los fracasos no fueron en modo alguno sorprendentes. Además, la fanfarria sobre la huelga anunciada desde la prensa y la radio del PCE dieron a las fuerzas de seguridad tiempo de sobra para prepararse. La consecuencia fue que se produjeron numerosos arrestos, entre ellos los de militantes comunistas cruciales como Lobato y Sánchez Montero[85].

Lo más inesperado fue el modo en que Carrillo hizo valer su autoridad e impuso su opinión de que la huelga había sido un gran éxito propagandístico. Era una demostración de una de sus obsesiones: mantener el optimismo dentro del partido. En la primera reunión del Politburó celebrada tras el acontecimiento, Carrillo presentó la HNP como un triunfo, afirmando vagamente que había inspirado la simpatía de las masas y sembrado el pánico entre las autoridades franquistas. Claudín se opuso a su interpretación con el tibio apoyo de Ignacio Gallego, que había estado en Asturias, y Santiago Álvarez, que informó de los recelos de La Pasionaria. Aunque todos aceptaron su responsabilidad colectiva en la autorización de la huelga, Carrillo, que sin duda temía por su posición, decidió ver como un ataque personal lo que había sido una crítica de Claudín al Politburó al completo, él incluido. Acusó a Claudín de querer desmoralizar a las masas y declaró que se avecinaba una exitosa huelga nacional. Cuando llegó la hora del voto, Gallego y Álvarez se alinearon con Carrillo, y Claudín quedó en minoría absoluta. Luego, Carrillo publicó un panfleto sobre la huelga que la presentaba como un éxito arrollador[86].

No obstante, le preocupaba que, puesto que había vencido las dudas expresadas por Dolores Ibárruri sobre la HNP gracias a unas predicciones exageradas de su inevitable éxito, ella pudiera culparlo de su fracaso. Para exponerle sus argumentos, a finales de julio de 1959 Carrillo llevó una delegación a Rusia compuesta por Líster, Gallego, Álvarez, Tomás García y Semprún. Antes de partir, Carrillo le explicó a Semprún lo ocurrido en el Politburó. Le dijo que la postura de Claudín no le había sorprendido, pero realizó un comentario sobre la breve disidencia de Ignacio Gallego que revelaba mucho de sí mismo: «Es muy raro que Gallego se ponga en contra del poder». El grupo se reunió con La Pasionaria en su dacha de Uspenskoie, cerca de Moscú. Carrillo apenas había empezado a justificar la HNP cuando Dolores Ibárruri dejó caer una bomba al anunciar su dimisión como secretaria general. La Pasionaria era plenamente consciente de que Carrillo trataba de reemplazarla desde que sufrió las humillaciones en el pleno de agosto de 1956 y de nuevo en 1957, cuando este intentó convencerla de que escribiera una historia del PCE durante la Guerra Civil. Entonces, para disgusto de Carrillo, había propuesto la creación del puesto de vicesecretario general. El hecho de que rara vez le consultara asuntos importantes del partido y, en especial, que no siguiera el consejo de no lanzar la HNP, la convenció de poner fin a una situación falsa en la que solo era secretaria general sobre el papel. Fue un gesto de dignidad. Siguiendo su costumbre de juzgar a otros acorde con sus criterios, la reacción inmediata de Carrillo fue espetar a Semprún: «¿Qué maniobra nos estará preparando?». Tras las protestas de rigor y unos tibios esfuerzos por hacerle cambiar de opinión, Líster propuso que Carrillo se convirtiera en secretario general y La Pasionaria en presidenta del partido[87].

La reacción de Carrillo al desastre de la Huelga Nacional Pacífica confirmó que 1956 había sido el momento álgido de cualquier inclinación que hubiera sentido por desestalinizar el PCE. De hecho, indicaba que esa disposición había sido en buena medida un instrumento de su ambición para suplantar al grupo de líderes integrado por La Pasionaria, Uribe y Mije. No habría más liberalización hasta los acontecimientos de 1968. Cuando la nueva línea de reconciliación nacional no garantizó el derrocamiento inmediato de Franco por parte de una amplia coalición de fuerzas democráticas, Carrillo reaccionó con rigidez estalinista y un subjetivismo excesivo. Su determinación de ver confirmada la idoneidad de la nueva línea en todos los acontecimientos que tuvieran lugar en España ya estaba sumiéndolo en un conflicto con su antiguo aliado, Fernando Claudín. Incapaz de tolerar cualquier discrepancia, se puso furioso cuando Claudín contradijo su interpretación de la HNP y pidió más sensibilidad hacia la cambiante situación del interior.

La ocultación de la debacle por parte de Carrillo había de tener consecuencias de gran calado en el seno del PCE. Fernando Claudín y Jorge Semprún habían empezado a reflexionar sobre las deficiencias del análisis del PCE respecto del desarrollo social y político de España como la clave de la ineficacia de la línea oficial. Cuando afrontaron una mendaz interpretación de lo que había ocurrido realmente, respaldada por la considerable autoridad de Carrillo, se vieron obligados a realizar una exhaustiva evaluación de la democracia interna del PCE. Sin embargo, existía una diferencia entre ellos, en el sentido de que Semprún creía que una crítica directa a Carrillo no llevaría a ningún sitio y que sería mejor intentar convencerlo gradualmente de los defectos de la política del partido[88]. Las consecuencias de sus reflexiones tardarían otros cuatro años en afectar al partido. Entretanto, Carrillo siguió plenamente comprometido con la idea de una huelga general en todo el país y reaccionó al fracaso de 1959 con medidas destinadas a garantizar el éxito la próxima vez. En el inminente VI Congreso se introducirían cambios que pretendían otorgar más flexibilidad al aparato interior del PCE.

El 24 de diciembre de 1959, y sin especificar el propósito, se convocó al Comité Central para una reunión en una gran escuela situada a las afueras de Praga. A su llegada fueron informados de que el VI Congreso daría comienzo al día siguiente y que proseguiría hasta el 1 de enero. El Politburó había decidido el programa con mucha antelación y no lo había distribuido por motivos de seguridad. En una endeble medida preventiva para proteger a los miembros venidos del interior, se eligió aquella fecha para que pareciese que viajaban a Francia por Navidad. Con este fin, se dejaron postales en París, que fueron enviadas a sus familias en España. Asimismo, declaraciones posteriores sobre el congreso aseguraban que se había celebrado entre el 28 y el 31 de enero de 1960. Ninguna de esas medidas protegió a quienes tuvieron que regresar a España, sobre todo porque a la policía le resultó muy fácil descubrir quién había ocupado los vuelos casi vacíos entre Zúrich y Praga. Después del congreso, las detenciones de muchos de los delegados desencadenaron un efecto dominó que diezmó a la organización del interior. Casi con total seguridad, la causa fue que uno de los delegados, un individuo desconocido, asombrosamente, de Pamplona, era un informador de la policía. Sin embargo, hubo otros fallos de seguridad. Se tomaron muchas fotos de grupo y Santiago Álvarez celebró reuniones en su casa en las que se utilizaron nombres reales[89].

En cuanto al debate, no fue más allá de las críticas más leves y consistió fundamentalmente en un respaldo entusiasta a los discursos de los miembros del Politburó[90]. Carrillo inauguró los actos el día de Navidad a las 9.15 y terminó de leer su discurso de noventa y cinco páginas a las 16.15. Con un tono triunfalista, superó incluso su historial anterior. Ante sesenta delegados de España, hombres que sabían que la Huelga Nacional Pacífica no había tenido ninguna posibilidad de éxito, su feroz oratoria los convenció de que había sido un triunfo arrollador. Anunció que la derrota del régimen de Franco era inminente, e incluso que el Ejército estaba profundamente dividido. Aún más asombrosa fue su afirmación de que algunos elementos de la Guardia Civil y la policía habían ayudado a preparar la Jornada de Reconciliación Nacional de 1958 y la Huelga Nacional Pacífica. Asimismo, aseguraba, «con la abstención de comprar, de tomar los transportes, y con los paros, millones de hombres y mujeres se pronunciaron contra la dictadura». Alegando que eran innecesarios más detalles porque los propios delegados habían participado en la HNP, preguntó: «¿Era justo o no, plantear en el momento en que lo hicimos la consigna de huelga nacional?». También reconoció que la huelga no había estado a la altura de las previsiones, pero afirmó que el partido había salido reforzado por lo que la acción había enseñado a las masas. Incluso adujo que el partido se había «templado» gracias a las detenciones de militantes clave como Simón Sánchez Montero. Su declaración más descarada no fue que el fracaso de la HNP respondía al sabotaje del PSOE de Rodolfo Llopis y la Unión Española de Satrústegui, sino que los líderes de ambas organizaciones habían admitido de forma explícita su terrible error al no apoyar la iniciativa del PCE[91]. Las dos jornadas posteriores consistieron eminentemente en intervenciones de delegados de toda España, que confirmaron por unanimidad la opinión de Carrillo de que la HNP estuvo del todo justificada[92].

El anuncio de cambios en el Comité Central lo realizó Ignacio Gallego, quien el 30 de diciembre por la tarde leyó un guión preparado en colaboración con Carrillo. El tema era la necesidad de que una nueva generación tomara las riendas del partido. Sin embargo, según Solé Tura, el discurso de Gallego adoptó la forma de un ajuste de cuentas con la vieja cúpula. A Solé Tura, su tono y sus argumentos, al estilo de las viejas denuncias estalinistas, le parecieron escalofriantes. Gallego entró en detalles concretos sobre por qué algunos camaradas estaban siendo apartados del Comité Central, y se dieron nombres de personas excluidas por alcoholismo, incompetencia, holgazanería, indiscreción sexual o confesión bajo tortura[93].

Carrillo fue confirmado formalmente como secretario general y Dolores Ibárruri «elevada» al recién creado puesto de presidenta del partido. En su discurso, una revisión de la historia del PCE en su cuadragésimo año de existencia, La Pasionaria no hizo mención del ascenso de Carrillo. El tema principal fue la importancia del compromiso del PCE con la defensa de la URSS[94]. Como parte de la aparente modernización del partido, el Politburó fue rebautizado como comité ejecutivo y ampliado a quince miembros. También el Comité Central aumentó de tamaño. Esta democratización formal quedó compensada con la creación de un secretariado de partido compuesto por cinco miembros, a saber, el secretario general, Fernando Claudín, Ignacio Gallego, Antonio Mije y Eduardo García, un agente del KGB, los tres últimos partidarios incondicionales de Carrillo. Dicho secretariado era considerablemente más reducido que el Politburó[95].

El papel de Claudín consistía en presentar el programa de partido, que necesariamente conllevaba una valoración de los cambios socioeconómicos que justificaban su renovación. En esencia, argumentó que el desarrollo del capitalismo bajo el régimen de Franco apuntaba a que la siguiente fase tendría un cariz burgués democrático y que, para posibilitar su materialización, la política de reconciliación nacional era correcta. Solé Tura señaló que, en el debate posterior, el tono de Claudín denotaba que «no estaba seguro de algunas de las cosas que él mismo decía, y sobre todo, de las que decían otros miembros de la dirección»[96].

El compromiso de Carrillo con la Huelga Nacional Pacífica fue confirmado por el congreso, y se realizarían cambios para garantizar su éxito. Lo más cerca que estuvo el congreso de reconocer el fracaso de la huelga de 1959 fue un informe de Semprún, como Federico Sánchez, que no fue leído. Presentaba lo que tácitamente constituía una investigación sobre el desastre de 1959 que, en la medida en que fue reconocido, se atribuía a deficiencias en la organización. Tiempo después, Nuestra Bandera publicó una versión expurgada. En ella se subrayaba la rigidez del sistema clandestino de contactos, en el que los líderes del partido debían reunirse con activistas de España de uno en uno en esquinas, frente a las fábricas o en encuentros «casuales» en trenes o autobuses. Esta cadena solo permitía la transmisión de instrucciones desde arriba. Además de laborioso y arriesgado, reducía las posibilidades de nuevos reclutamientos. Para remediar dichas limitaciones, Semprún pidió una estructura de comité más democrática, e indicó que esos comités debían poder seguir actuando aunque se rompiera el contacto con los líderes. En un partido que había condenado a tantos activistas por sus iniciativas cuando estaban aislados del centro, aquella recomendación era dramática.

Semprún también realizó un comentario que tal vez debería haber hecho saltar las alarmas de Carrillo: «Un dirigente comunista no solo tiene que saber exponer nuestra política, también tiene que saber escuchar. Y saber escuchar no es tan fácil como parece; saber escuchar a los camaradas, saber escuchar a las masas, saber escuchar las voces y los rumores de la realidad social de nuestro país». Si Carrillo pensó que aquellas observaciones contenían algún comentario acerca de su estilo, en su momento no reaccionó[97].

El congreso reconoció que las políticas de reconciliación y la huelga nacional significaban que el PCE debía abrirse a las clases medias y profesionales. Los estatutos del partido fueron modificados para admitir condiciones más flexibles de acceso, y se tomó la decisión de intensificar las campañas de reclutamiento. Carrillo expuso sus ambiciones de forma reveladora al predecir que el PCE sería el partido más importante en una futura democracia, con una tercera o una cuarta parte del voto. Las sesiones concluyeron con un breve discurso de Carrillo, en el que reiteró la necesidad de avanzar hacia la Huelga Nacional Pacífica definitiva. Asimismo, insistió en la necesidad de seguridad, y explicó por qué el PCE anunciaría que el congreso se había celebrado a finales de enero de 1960. Sus advertencias serían en vano[98].

La posterior transición de un partido de militantes a un partido de masas, junto con la reconciliación nacional y la huelga pacífica, eran conceptos eminentemente correctos pero prematuros que al final darían sus frutos entre 1975 y 1977[99]. Las resoluciones del VI Congreso situaron firmemente al PCE en la vanguardia de la lucha antifranquista, pero también marcaron un progreso irreversible hacia la liberalización del partido. Sin embargo, a corto plazo surgieron discrepancias entre la liberalización retórica y la falta real de democracia interna. La nueva línea no solo era difícil en el territorio español, sino que su formulación teórica despertaba ciertas dudas entre sus posibles seguidores. Muchos de los estudiantes radicales formados en las batallas universitarias de mediados de los años cincuenta abrigaban serias dudas sobre la nueva política moderada del Partido Comunista. Consideraban la reconciliación nacional una negación de las realidades de clase y, en cualquier caso, la apertura del PCE no pareció calar entre las clases medias. Algunos consideraban que el PCE había desempeñado un papel reaccionario durante la Guerra Civil. Por ello, muchos jóvenes de izquierdas, en lugar de afiliarse al partido, empezaron a buscar una alternativa revolucionaria comunista no ortodoxa. El primero de los grupos aparecidos a finales de los años cincuenta fue el Frente de Liberación Popular, que se había visto debilitado por la represión posterior a la HNP. A la postre fue destruido por la persecución policial, pero representó el comienzo de una tendencia anticomunista de la izquierda que constituiría el semillero para muchas otras organizaciones, incluido el propio PCE. Las manifestaciones disidentes más ruidosas provinieron de varios grupos pro chinos y ultraizquierdistas que tachaban a Carrillo de revisionista burgués. Si acaso, deseaban deshacer las reformas organizativas y tácticas realizadas por el PCE desde 1945[100]. Las facciones marxistas-leninistas privaron al partido de algunos estudiantes revolucionarios, pero probablemente contribuyeron a la imagen cada vez más asentada del PCE como partido serio y moderado. Para Carrillo, solo eran rumores llegados desde fuera del escenario. Había alcanzado su objetivo de convertirse en secretario general del Partido Comunista y estaba convencido de que tenía la clave para la próxima fase de su imparable ascenso.