Una ambición sin límites
1939-1950
Mientras la Guerra Civil proseguía en toda su crudeza, Carrillo permaneció en Francia con otros miembros del Politburó. Líster afirmaba que su lugar debía ser la zona central, donde se hallaban la mayoría de los militantes de las JSU. Sin embargo, al igual que otros miembros del Politburó, no acompañó a Líster a España la noche del 13 de febrero. En una entrevista de 1974, afirmó que había querido volver a España, pero que una serie de motivos se lo habían impedido. El menos plausible de los que citaba era que el Politburó quería asegurarse de que no iba a acabar luchando contra su propio padre. Carrillo llevaba tres semanas en Francia cuando se enteró del golpe dado por el coronel Segismundo Casado el 5 de marzo. La Junta anticomunista de Casado incluía a Wenceslao Carrillo como consejero de Orden Público, un eco irónico del papel de su hijo en 1936, irónico porque la misión de Wenceslao era perseguir a los elementos comunistas. Santiago sostenía en 1974 que la noticia de la participación de su padre en el golpe le afectó más incluso que la muerte de su madre, acaecida pocos días antes. Pero esa noticia no puede explicar por qué Carrillo no había regresado a España tres semanas antes. Poco más creíble era su afirmación de que no pudo viajar a España porque no había sitio en ningún avión con destino a Alicante. Líster señaló que su avión de treinta y tres plazas, en el que voló el 13 de febrero, viajaba con veinte asientos vacíos. De sus tres excusas, la más probable, que poco contribuía a construir un pasado heroico, es que no pudo viajar por padecer sarna. Dado que Manuel Tagüeña pensaba que Carrillo simplemente había desobedecido las órdenes para que regresara, la sarna bien pudo ser la excusa que les dio a sus superiores[1].
El Politburó del PCE se reunió el 12 de marzo para debatir la situación. Más tarde se celebraron otras reuniones en las que se confeccionaron listas de los miembros elegidos para ser acogidos en la Unión Soviética[2]. Es fácil imaginar los sentimientos que pudo abrigar Santiago Carrillo durante esos encuentros. Tras haber enarbolado con firmeza la bandera del PCE, estaba, en el mejor de los casos, profundamente avergonzado, si no muy asustado. Debía de preocuparle sobremanera que la participación de su padre en la Junta de Casado hubiera borrado de un plumazo todos sus esfuerzos por ascender dentro de la jerarquía del partido. Necesitaba adoptar medidas drásticas para evitar verse mancillado ante la cúpula del PCE. Al fin y al cabo, las purgas de la Unión Soviética habían demostrado que imperaba la idea de que la traición de un pariente contaminaba la sangre de toda la familia y, por tanto, tendría terribles consecuencias para el militante. Carrillo relata en sus memorias que se encerró de inmediato en su habitación del hotel para escribir una carta abierta denunciando a su padre. Esto no es cierto, ya que el texto está fechado el 15 de mayo y empieza diciendo que es una respuesta a una misiva que le envió su padre desde Londres. Su padre no llegó allí hasta principios de abril. Asimismo, existen numerosos indicios en la carta de que esa demora de dos meses y medio había permitido una prolongada reflexión, si no una consulta a otras personas, en el proceso de redacción. El hecho de que fuera muy publicitada denota que la principal motivación de Carrillo era demostrar su ortodoxia estalinista por medio de la ferocidad del ataque contra Wenceslao.
La carta iba más dirigida a sus superiores que a su padre. Sin el menor indicio de tristeza o melancolía, el texto era una mezcla de comprensible indignación por las consecuencias del golpe de Casado y de retórica estalinista absurdamente exagerada. Carrillo declaraba que había decidido romper cualquier relación con su padre debido a su participación en «vuestro golpe contrarrevolucionario, vuestra traición por la espalda ha entregado al heroico pueblo español, atado de pies y manos, a Franco y a los destacamentos de la OVRA y de la GESTAPO». Asimismo, señalaba —y con razón— que, en el plano internacional, el golpe de Casado había inclinado la balanza a favor de Hitler y que, en España, había allanado el terreno para una represión brutal. En concreto, escribía con indignación sobre los comunistas que habían sido encarcelados por conveniencia de los franquistas.
Gran parte del texto, extremadamente largo, era un canto de alabanza a las víctimas del golpe de Casado. «Mi Partido y sus jefes más queridos; injuriasteis a Pasionaria, la mujer a quien todos los españoles consideran como un símbolo en la lucha por la libertad, la buscasteis como lobos para detenerla y entregarla a Franco». Carrillo escribía en términos similares sobre la denigración y la determinación de capturar y ejecutar a José Díaz, Jesús Hernández, Juan Modesto y Enrique Líster por parte de la Junta de Casado. Después insultaba al que fuera su ídolo, Largo Caballero, y a sus antiguos compañeros «bolchevizantes», Luis Araquistáin, Carlos de Baraibar y Carlos Hernández Zancajo, a quienes tachaba de trotskistas movidos por el «odio al gran país del socialismo, la Unión Soviética, y al jefe de la clase obrera mundial, el gran Stalin, porque son la vanguardia y el amigo fiel de todos los pueblos que luchan por la libertad; porque han ayudado constantemente al pueblo español, y también porque han sabido barrer con mano de hierro a vuestros hermanos gemelos, los traidores trotskistas, zinovietistas y bujarinianos».
La carta concluía con un último esfuerzo por convencer a los líderes del PCE de que era un elemento leal dispuesto a sacrificar a su familia por la causa: «Quiero recordarte y decirte que cada día me siento más orgulloso de mi partido que ha sabido dar el ejemplo de abnegación y de heroísmo en la lucha contra los invasores, el partido que en las difíciles horas de la ilegalidad no arría su bandera y, por el contrario, mantiene la batalla contra el fascismo con decisión y coraje. Cada día me siento más orgulloso de ser un soldado en las filas de la Gran Internacional Comunista. Cada día es mayor mi amor a la Unión Soviética y al gran Stalin». Carrillo terminaba con las siguientes palabras: «Cuando pides ponerte en comunicación conmigo olvidas que yo soy un comunista y tú un hombre que ha traicionado a su clase, que ha vendido a su pueblo. Entre un comunista y un traidor no puede haber relaciones de ningún género»[3].
La carta fue publicada a principios de junio en los medios de la Comintern y la KIM, La Correspondance Internationale y Jeunesses du Monde. Sin embargo, no todo el mundo en el PCE confiaba en su sinceridad. Manuel Tagüeña, que vivía en la clandestinidad en la misma casa segura que Carrillo, cerca de París, escribió entonces: «Entre Carrillo y yo nunca hubo confianza y menos amistad. Siempre lo había considerado dispuesto a subordinarlo todo a sus ambiciones políticas. En aquel momento, acababa de renegar públicamente de su padre Wenceslao Carrillo, colaborador del Consejo de Defensa. Por mucho aire espartano que se quisiera dar al gesto, nadie dudaba que lo había hecho para presentarse ante la dirección del Partido Comunista de España como militante íntegro, capaz de sacrificar a su familia en beneficio de la causa»[4].
Cuando Wenceslao la leyó semanas después, se negaba a creer que la hubiera redactado su hijo. Por ello, su respuesta, del 2 de julio de 1939, no iba dirigida a Santiago, sino a la persona a la que consideraba su verdadero autor, «el señor Stalin». Wenceslao mencionaba la posibilidad de que la carta hubiera sido dictada por La Pasionaria y Jesús Hernández, pero creía que se inspiraba en Stalin. Además, reconocía que aquella «puñalada» le había «llegado al corazón», y finalizaba con las proféticas palabras: «Yo, Señor Stalin, había educado a mi hijo en el amor a la libertad, ustedes me lo han convertido a la esclavitud. Como le sigo queriendo, a pesar de tan monstruosa carta, procuraré, con el ejemplo, que vuelva al lugar del que no debiera haber salido nunca»[5].
Transcurrirían casi cinco décadas hasta que Carrillo regresó al Partido Socialista y casi veinte años hasta que vio de nuevo a su padre. Entonces, Wenceslao Carrillo, que se encontraba gravemente enfermo, vivía en Bélgica con el apoyo del sindicato de metalúrgicos. Artur Gallí, el secretario general, había llevado a Wenceslao a la clínica que había fundado en Charleroi, donde pasó sus últimos años. Santiago afirmaba que, después de que el PCE desarrollara su estrategia de «reconciliación nacional» en 1956, La Pasionaria y otros propusieron que sería políticamente útil que se reconciliara con su padre. Según esa versión, cuando se reunieron, Wenceslao dijo: «Por lo que a mí respecta, siempre has sido mi hijo». Santiago le presentó a su mujer e hijos, y su padre pasó un tiempo con ellos en su casa de París. Cuando falleció en 1963, según el socialista asturiano Manuel Villa, Santiago compareció en el entierro. Los muchos socialistas españoles exiliados que desfilaron junto a la tumba dieron sus condolencias a otros miembros de la familia, pero se negaron ostentosamente a estrechar la mano a Santiago[6]. Sin embargo, aquello era cosa del futuro.
En 1939, mientras se encontraba en Francia, Carrillo se perdió el tortuoso proceso por el cual, desde abril, autoridades de la Comintern y los líderes del PCE exiliados en Moscú empezaron a preparar los informes sobre el papel del partido en la campaña bélica republicana y los motivos de la derrota. Se contó con varios borradores. Entre las autoridades de la Comintern que habían estado en España, aportaron informes el búlgaro Stoyán Mínev (Stepanov) y Palmiro Togliatti (Alfredo). Entre los españoles, hubo borradores de Jesús Hernández, Vicente Uribe y Antonio Cordón, y crónicas de otros muchos testigos de episodios concretos. Reinaba una considerable discrepancia sobre si los líderes del partido acertaron al dar por sentado que la guerra estaba perdida cuando cayó Barcelona. Líster estaba convencido de que una mayor previsión y resistencia podrían haber impedido el golpe de Casado[7].
El informe definitivo solo habían de verlo Stalin, Dimitrov y los más altos escalafones del PCE. El debate no se hizo extensivo a las bases, aduciendo, plausiblemente, que solo podía ocasionar escándalo y desmoralización entre los militantes en un momento en que el partido estaba dispersado por el mundo y todavía sufría el trauma de la derrota. Los rusos querían que la Comintern fuese eximida de toda responsabilidad y Dolores Ibárruri exonerada, sobre todo porque estaban preparándola para que tomara las riendas del partido. Carrillo salió indemne. En las pocas ocasiones que fue mencionado, se elogió su labor con las JSU[8]. El modo en que se gestionó el proceso garantizó la lealtad del PCE a Moscú, pero comprometió al partido con la defensa inquebrantable de su conducta durante la Guerra Civil. Cuesta imaginar qué podrían haber hecho los líderes exiliados del PCE en el contexto de las purgas soviéticas habida cuenta de su dependencia de la caridad rusa. No obstante, el compromiso con el estalinismo lo privó de flexibilidad y credibilidad en una época en que la unidad de la oposición antifranquista había cobrado suma importancia[9].
Durante el verano de 1939, Carrillo estuvo ocupado en un vano esfuerzo por impedir la expulsión de las JSU de la Internacional Juvenil Socialista. En julio, en un congreso celebrado en Lille para dirimir la cuestión, su postura se vio claramente debilitada cuando la carta que envió a su padre fue entregada a todos los delegados[10]. Aquella decepción vino seguida de la noticia de la firma del pacto Molotov-Ribbentrop el 23 de agosto. La adherencia de Carrillo a la causa estalinista era tal que, al parecer, no le provocó ninguna inquietud. Su opinión acerca de las consecuencias para las potencias occidentales, a las que culpaba de la derrota de la República, era: «Esos hijos de puta tienen exactamente lo que se merecen»[11].
Carrillo afirmó que fue por entonces cuando su mujer Chon y la hija de ambos, Amparo, llegaron a París. En 1977, para una biografía autorizada que iba a salir como parte de la campaña electoral, le contó a María Eugenia Yagüe que la dirección del partido no le había dejado correr el riesgo de ir a sacarlas de Madrid. La conclusión es que era demasiado valioso y que ponía la lealtad al partido por delante de consideraciones personales. La descripción que hizo a Yagüe de cómo habían pasado los diez meses que llevaba sin verlas difiere de lo que cuenta en sus memorias. Sin embargo, ambas versiones cuentan historias de sufrimiento y privaciones. A Yagüe le explicó que Chon y Amparo lograron cruzar la frontera francesa y fueron internadas en un campo de concentración francés. En sus memorias, Carrillo afirma que huyeron de Madrid en los últimos días de la guerra y llegaron al puerto de Alicante, donde la evacuación que esperaban no se materializó debido a las intrigas de Casado. Como decenas de miles de fugitivos, explica, fueron recluidas durante varios meses en el insalubre campo de Albatera, donde la falta de comida agravó la ya delicada salud de Amparo. Chon no había sido identificada y, finalmente, fueron liberadas. En ese momento, unos camaradas del partido en Valencia lograron esconderlas y por fin hacerlas cruzar los Pirineos para encontrarse con Santiago Carrillo. Aparte de las discrepancias entre las dos versiones, hay otros dos problemas con la historia que cuenta Carrillo. Primero, si Chon y Amparo hubieran pasado por Alicante, no habrían estado en el campo de Albatera, ya que no consta que ninguna mujer estuviera allí. Cuando las tropas franquistas llegaron al puerto, separaron a las mujeres y los niños, algunos fueron enviados a Madrid en tren y otros fueron conducidos a la ciudad de Alicante, donde los confinaron en la cárcel municipal, en unos cuarteles cercanos o en un cine. Por otro lado, Líster afirmó que Chon y Amparo dejaron España con Carrillo y que los había visto a los tres juntos en un hotel de Toulouse el 11 de febrero de 1939[12].
La carta a Wenceslao fue esencial para demostrar que Santiago no se había contaminado de la experiencia de Casado. Ahora que se había quitado de en medio ese problema, se beneficiaría del hecho de que, en opinión de la cúpula de la Comintern, su currículum vitae era espectacular. Había llevado a los centenares de miles de miembros de las JSU a la órbita comunista. Eso había dotado al PCE de una inmensa influencia dentro de las fuerzas armadas de la República durante la guerra. Al menos hasta mediados de los años sesenta, los miembros de las JSU reclutados durante el conflicto formarían el grueso de la organización clandestina del PCE en España y serían el vivero en el cual se elegiría a la futura cúpula. Por último, Carrillo no había vacilado en sus denuncias a los trotskistas, a sus ex compañeros socialistas o incluso a su padre.
Debido a su dependencia de la buena voluntad de la Comintern, los comunistas españoles difícilmente podían ser otra cosa que estalinistas ortodoxos de la línea más dura[13]. Carrillo no era una excepción, aunque no hay motivos para dudar de la sinceridad de su fe en Stalin. Esto quedaría demostrado por su tranquilidad ante el pacto Molotov-Ribbentrop, el tratado de no agresión firmado entre Alemania y la Unión Soviética el 23 de agosto de 1939. Carrillo escribió varios artículos en Nuestra Bandera, la revista teórica del PCE, en los que se mofaba de los socialistas españoles, entre ellos antiguos aliados comunistas como Julio Álvarez del Vayo y Juan Negrín, que respaldaban a las potencias democráticas. Puesto que era imposible introducir las publicaciones del PCE en España, los artículos contenidos en ellas iban dirigidos no tanto a iluminar a las bases del partido como a corroborar la lealtad del autor hacia el Kremlin. Cuando los alemanes invadieron la Unión Soviética el 22 de junio de 1941, a Carrillo no le importó cambiar de postura sin reconocer su error previo[14].
A principios de septiembre de 1939, le ordenaron que viajara a Bruselas, donde Vittorio Codovila dirigía la sede de la Comintern en Europa Occidental. La idea era que se uniera a Fernando Claudín, Manuel Tagüeña, Antonio Mije y otros, que serían enviados a Latinoamérica. Sin embargo, tras una demora de varias semanas, le ordenaron que se desplazara a Moscú, donde le esperaba un importante ascenso. La denuncia contra su padre había dado sus frutos[15]. Estaba a punto de recibir su recompensa en la Unión Soviética ascendiendo a los más altos escalafones de la KIM, la Internacional Juvenil Comunista. Con Chon y Amparo cruzó Alemania, sirviéndose de un pasaporte diplomático chileno, y llegó a Moscú el 26 de diciembre. A su llegada, Chon, que había sufrido durante mucho tiempo graves problemas cardíacos, y la pequeña Amparo, que no había mejorado tras un parto difícil, fueron hospitalizadas. Pese a un tratamiento y nutrición más adecuados, Amparo murió al cabo de un año. El día después de su llegada, Carrillo afirmaba que fue sometido a una rigurosa investigación llevada a cabo por lo que se conocía como la Sección de Grupos de la Comintern, una unidad de seguridad interna gestionada por el NKVD. Por varios motivos, puede haber dudas de si lo estaban investigando o formando. Existe la sospecha de que Carrillo fue reclutado por esa sección durante su visita a Moscú en 1936. Asimismo, Josif Grigulevich, especialista en asesinatos del NKVD, se describía como «la mano derecha de Carrillo» en la Consejería de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid[16]. Según los archivos de la KGB, Carrillo siguió siendo amigo íntimo de Grigulevich[17]. Otra razón para cuestionar lo que Carrillo aprendió en esa época son las brutales técnicas de interrogación que demostraría después contra compañeros de partido sospechosos, que recordaban a las que utilizaba la policía soviética. La sección militar del Departamento de Organización de la Comintern regentaba una escuela militar y política especial en Moscú, que ofrecía un curso de formación de tres meses en el que se aprendían técnicas de espionaje e interrogatorio. Entre sus titulados figuraban Palmiro Togliatti y Maurice Thorez[18]. Así como los comunistas españoles de más rango con formación militar fueron alistados en la Academia Militar de Frunze, hay motivos para pensar que Carrillo fue seleccionado para la formación «política».
Carrillo y Chon pasaron seis meses en la capital soviética, alojados en el sombrío hotel Lux, que estaba infestado de cucarachas y albergaba a gran parte de los comunistas extranjeros, aunque es probable que por su trabajo la viera poco. Estuvo agregado durante un breve período de tiempo al secretariado de la KIM, y asistió a reuniones de la ejecutiva de la Comintern, lo cual posibilitó un acceso frecuente a Dimitrov y Manuilski. También pudo renovar su amistad con Michael Wolf y establecer vínculos con Boris Ponomariov, secretario de Dimitrov, quien años después se encargaría de las relaciones del Kremlin con los partidos comunistas extranjeros. Más tarde afirmaría en unas declaraciones poco plausibles: «Si había algún temor a Stalin en la Unión Soviética, yo no lo vi. Durante muchos años, solo una minoría estuvo al corriente de los juicios y las purgas. Fuera de ese círculo, las familias de las víctimas desde luego lo sabían, pero no conocí a ninguna. Había entrado en un mundo que no hablaba de tales cuestiones». La única ocasión en que se inquietó en la Unión Soviética fue una noche en que salió del hotel Lux sin su documentación. A su regreso, el portero se negó a dejarle entrar. Un legado de ese período en la Unión Soviética fue la adicción al tabaco. Cada día encontraba un paquete de fuertes cigarrillos rusos sobre la mesa. Esto sucedió mucho antes de la concienciación generalizada sobre el vínculo entre el hábito de fumar y el cáncer de pulmón. Curiosamente, en esa misma época le aconsejaron que tomara una aspirina cada día, un consejo que siguió religiosamente y que probablemente contribuyó a su longevidad. Nunca llegó a adquirir unos conocimientos prácticos de ruso[19].
Dimitrov consideraba que Carrillo podía resultar más útil sobre el terreno que ocupando un cargo burocrático en Moscú. Su primera idea fue enviarlo a Suiza para fundar un centro de operaciones de la KIM de ámbito europeo. Sin embargo, cuando la ocupación alemana, que abarcaba cada vez más territorios, lo imposibilitó, Dimitrov decidió enviar a Carrillo a Nueva York para que formara parte del triunvirato que controlaba los partidos comunistas en las Américas. Dicho triunvirato lo componían Vittorio Codovila, que a la sazón se encontraba en Argentina, Earl Browder, secretario general del Partido Comunista de Estados Unidos, y Carrillo. La elección de Carrillo en lugar de Michael Wolf, el candidato obvio, obedeció a que la jerarquía de la Comintern creía que la mejor manera de comunicarse con la organización comunista clandestina de España sería desde bases en Latinoamérica. Carrillo partió de Moscú en junio de 1940, y viajó hacia el este pasando por Vladivostok, Tokio, Vancouver y Montreal. Todo su bagaje cultural, que era relativamente limitado, era español y se sentía sumamente incómodo en Nueva York. Incapaz de comprender el idioma, era tratado con condescendencia e ignorado por Browder.
Transcurridos seis meses fue a Cuba, creyendo que podría cumplir mejor su función allí y en México, donde se hallaba concentrado el grueso de los españoles exiliados. La organización del PCE en Latinoamérica estaba dirigida por Vicente Uribe y Antonio Mije. Carrillo fue nombrado responsable de las JSU, y colocó a Fernando Claudín como segundo al mando[20]. El período de Carrillo en la región arrojó escasos éxitos. Como México había reconocido al Gobierno republicano español en el exilio, prácticamente no mantenía contacto con la España de Franco, y Cuba poco más. La entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial el 11 de diciembre de 1941, con el respaldo de Cuba, interrumpió el comercio con España. A consecuencia de ello, Carrillo fue enviado a Argentina, donde seguía existiendo un comercio regular con su país de origen. Viviendo como inmigrantes ilegales, él y Claudín lograron reclutar a varios marineros comunistas de origen español y portugués para que enviaran propaganda, agentes y mensajes a la organización clandestina de España[21]. Claudín recordaba que gran parte de sus conversaciones se centraban en sus conquistas femeninas. Al principio, Chon lo acompañó a Cuba y la pequeña se quedó en la Unión Soviética, donde no respondió al tratamiento médico. Sin embargo, no viajó con él a Argentina, y la posterior separación no ayudó al matrimonio. Es posible que Chon sintiera que, tal como había demostrado el trato que dispensó a su padre, Carrillo hubiese antepuesto su compromiso con el partido a las relaciones personales. Cuando finalmente llegó a Buenos Aires, descubrió que mantenía una relación con una chica argentina llamada Lidia, hermana de Ángela, la novia de Claudín. Chon acabó casándose con otro militante del PCE, apellidado Muñoz, en París y emigraron juntos a Cuba. Su salud siempre fue delicada y allí murió en 1958. En todo caso, no fue asesinada por Santiago, como alegaría más tarde Enrique Líster[22].
Pese a encontrarse lejos de Europa, los artículos de Carrillo que apoyaban la vacilante postura de la Unión Soviética sobre la naturaleza de la Segunda Guerra Mundial ponían de relieve su lealtad inquebrantable a Moscú, lo cual no le perjudicó en un momento en que la cúpula del PCE se hallaba en una situación de cambios constantes. El cáncer de estómago de José Díaz empeoró a pesar de las tres intervenciones importantes a las que fue sometido, una en Francia y dos en Rusia. Tras la invasión alemana fue evacuado a Tblisi, en Georgia. Profundamente deprimido por el dolor constante, su aislamiento y la desesperada situación militar de la Unión Soviética, se suicidó el 24 de marzo de 1942 arrojándose desde una ventana del sanatorio en el que recibía tratamiento[23].
Eso desencadenó una batalla por la sucesión en la que había tres candidatos: Dolores Ibárruri y Jesús Hernández en Rusia y Vicente Uribe en México. Hernández y su esposa, Pilar Boves, eran inmensamente populares entre los exiliados españoles de la Unión Soviética, que vivían en condiciones espantosas, lo cual era especialmente cierto en el caso de los elementos más jóvenes, ya que las chicas a menudo se veían obligadas a ejercer la prostitución y los chicos a robar. Hernández siempre estaba dispuesto a ayudar a los necesitados, incluso aquellos que querían abandonar Rusia[24]. Era el representante del PCE en la cúpula de la Comintern y trabajaba con Dimitrov como comentarista de radio en Kuibishev (Samara). Asimismo, contaba con el apoyo de Líster y Modesto. La Pasionaria estaba con el resto de los líderes de la Comintern en Ufa, Bashkiria. Vivía con un grupo muy unido de partidarios incondicionales que incluía a su amante, Francisco Antón, y a su secretaria, Irene Falcón. Eran considerados insufriblemente arrogantes e indiferentes a los problemas de otros exiliados. Además, habida cuenta de los valores ostensiblemente puritanos de los comunistas, el hecho de que Dolores Ibárruri, que estaba casada, tuviese un amante, por no hablar de que era quince años más joven que ella, se consideraba un escándalo. Dimitrov y Manuilski al principio apoyaron a Hernández, pero otros elementos del partido soviético desconfiaban de su popularidad y espíritu independiente. A la postre, la elección soviética sería La Pasionaria[25].
Para los comunistas españoles hubo una irónica contradicción en el hecho de que el verdadero poder se encontrara en Rusia pero la única conexión relevante con su país estuviera en Latinoamérica. Tanto Carrillo como Pedro Checa se mostraban hostiles al profundamente mediocre Vicente Uribe, conocido en el partido como «Herodes» por sus abusos. Debido a sus problemas de salud, Checa no era un candidato viable pese a sus lazos con los servicios de seguridad soviéticos y su implicación en el asesinato de Trotski. Padecía graves problemas pulmonares relacionados con la tuberculosis que contrajo durante la Guerra Civil. Él y Carrillo estaban decididos a que Uribe no sucediera a Díaz como secretario general, y declararon a favor de la candidatura de Dolores Ibárruri. Fue una apuesta arriesgada, pero a la larga obtuvo su recompensa. La muerte de su hijo Rubén en la defensa de Stalingrado inspiró una oleada de simpatía, y Dimitrov y Manuilski finalmente cerraron filas en torno a ella. El hecho de que La Pasionaria fuera consciente del apoyo de Carrillo le sería de ayuda durante las tres décadas posteriores. Poco después, el 6 de agosto de 1942, Pedro Checa falleció por una apendicectomía con múltiples complicaciones[26].
La victoria definitiva de La Pasionaria se confirmaría a finales del verano de 1943, cuando se permitió a Jesús Hernández viajar a México, lo cual indicaba que el Kremlin no respaldaba su candidatura. Su vana esperanza era cosechar apoyos entre los exiliados de Latinoamérica. Se granjeó la enemistad de Uribe y Mije al expresar su indignación por su indolencia e irresponsabilidad y por el lujo en el que vivían gracias a las cuotas del partido que pagaban los militantes de base. Estos replicaron acusándolo de intentar suplantar a Dolores Ibárruri. En mayo de 1944 fue expulsado del partido en México por «sectarismo y actividad fraccionada»[27].
Tanto Dimitrov como La Pasionaria creían que Carrillo desempeñaría una labor más provechosa para el KIM dentro del PCE que trabajando en Moscú. Uribe, que era tan incompetente como holgazán, se dio cuenta de que un adicto al trabajo eficiente como Carrillo era necesario para redimir al partido del caos organizativo que había desarrollado mientras Checa estuvo enfermo. De resultas de ello, se tragó su desagrado por él y propuso que fuese incorporado al Politburó del PCE como miembro de pleno derecho. Carrillo era miembro suplente desde marzo de 1937. Ahora se había convertido en una de las figuras más importantes de la jerarquía del partido después de La Pasionaria, Uribe y Mije[28]. El momento no pudo ser más oportuno, ya que Stalin disolvería la Comintern y la KIM en mayo de 1943 en un gesto hacia sus aliados, Gran Bretaña y Estados Unidos.
El ámbito de responsabilidad de Carrillo era la organización del partido, tanto en Latinoamérica como en España. Contaba con escasa información fiable sobre la Península y mostraba una inmensa desconfianza hacia lo que estaba sucediendo en el interior. La línea oficial del partido era que solo era aceptable la adherencia servil a Moscú. En las atroces condiciones del terror franquista, eso era prácticamente imposible, sobre todo por las dificultades para conocer en España cuál era la posición moscovita. A medida que trepaba en la jerarquía del partido, Carrillo demostró que había dejado atrás al agitador revolucionario que era antes de 1936. Ahora, su transformación en un estalinista de línea dura era completa. Durante e inmediatamente después del pacto entre los nazis y los soviéticos se exhibió una tendencia comprensible en el Politburó a la lealtad mimética con la línea de Moscú. Esto quedó demostrado con el caso de lo que vendría en llamarse «quiñonismo», un concepto que requiere cierta explicación y pone de manifiesto la poca empatía que mostraban Carrillo y el resto de los líderes exiliados por la situación de los comunistas que se habían quedado en España en 1939 al intentar mantener viva una organización primitiva que poco podía hacer salvo intentar ayudar a los prisioneros, distribuir propaganda y, de vez en cuando, atacar oficinas falangistas.
Al término de la Guerra Civil, el Partido Comunista era prácticamente inexistente. Se había hecho relativamente poco para planear su existencia tras la derrota, y el golpe de Casado supuso que decenas de miles de afiliados se quedaran en los muelles de los puertos de Alicante y Valencia y fuesen capturados. Uno tras otro, los intentos por crear redes clandestinas fueron desarticulados por el enorme aparato de seguridad de Franco. En Madrid, dichos esfuerzos se vieron socavados cuando Matilde Landa, el líder más importante del PCE que quedaba en España, fue arrestada el 4 de abril de 1939. Una cifra considerable de militantes de las JSU fueron capturados en la primavera de 1939 porque los casadistas se habían apoderado de las listas de miembros y las entregaron a los franquistas. Muchos fueron ejecutados, entre ellos las jóvenes conocidas como las «Trece Rosas». José Cazorla y Ramón Torrecilla Guijarro, que habían trabajado con Carrillo en la Consejería de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid, se habían quedado en España para tratar de reconstruir el partido. Ambos fueron detenidos el 9 de agosto de 1939, interrogados y torturados. El 16 de enero de 1940 fueron juzgados y condenados a muerte. Finalmente, Cazorla fue ejecutado el 8 de abril y Torrecilla, el 2 de julio de 1940[29].
La firma del pacto Molotov-Ribbentrop el 23 de agosto de 1939 y la invasión soviética de Polonia el 17 de septiembre no provocaron aparentemente ningún bochorno a la cúpula del PCE. En la historia oficial del partido que Carrillo encargó a finales de los años cincuenta, el pacto entre nazis y soviéticos no recibía mención alguna. La experiencia se sintetizaba así: «La Guerra empezó siendo una Guerra imperialista tanto por parte de Francia e Inglaterra, como de Alemania. Pero posteriormente fue modificándose su carácter. Este cambio estuvo originado, fundamentalmente, por la resistencia de los pueblos a la agresión hitleriana, por la entrada en la contienda de la Unión Soviética y la formación de la poderosa coalición antihitleriana integrada por la URSS, Inglaterra, los EE.UU. y otros países»[30]. A mediados de los años setenta, Carrillo aún afirmaba que, para el grueso de las bases, la firma del pacto nazi-soviético no supuso ningún problema de conciencia. Esto, aseguraba, «no obedecía solo» a su «confianza incondicional en Stalin, sino, por encima de todo» a que habían «dejado España llenos de odio hacia las denominadas potencias “democráticas” europeas» que los habían «traicionado» y «vendido». Puede que fuese cierto en el caso de Carrillo, el resto de los líderes y los estalinistas más obstinados, pero no era una visión unánime en las filas del partido[31].
Sin embargo, para muchos militantes que habían derramado sangre en la batalla contra Franco y sus cómplices del Eje, el pacto fue traumático. Manuel Tagüeña alegaba que a la mayoría de los españoles exiliados en Rusia les pareció vergonzoso[32]. Asimismo, causaría problemas importantes a las decenas de miles de miembros del partido exiliados en Francia. Tras el estallido de la guerra en septiembre de 1939, el pacto significó que los comunistas eran considerados enemigos del Estado por parte del Gobierno francés. A consecuencia de ello, la máxima preocupación de la cúpula del PCE era escapar, bien a Latinoamérica, bien a Rusia, y se marcharon sin preocuparse por quienes quedaron atrás en España o Francia. Sin embargo, contra todo pronóstico, Heriberto Quiñones emprendió la reconstrucción del partido en el interior con un éxito considerable, aunque fugaz.
Quiñones, que nació en la actual Moldavia y se llamaba en realidad Yefin Granowdiski, era un agente de la Comintern destinado a España en 1930. Primero trabajó en Asturias y más tarde se instaló en Mallorca, donde en 1932 se casó con Aurora Picornell, una destacada feminista y militante del PCE. Se libró de la muerte cuando los militares rebeldes conquistaron Mallorca porque en julio de 1936 se encontraba en un sanatorio para tuberculosos en Madrid. Quiñones, un hombre de por sí duro y decidido, reafirmó aún más sus convicciones cuando conoció la noticia de que su mujer había sido asesinada por los franquistas en enero de 1937. Por ello, al final de la guerra, cuando Togliatti le brindó la posibilidad de ser evacuado, decidió quedarse en España, una crítica implícita a los líderes que partieron al exilio. Fue capturado en Valencia, pero logró hacerse pasar por un soldado republicano más, y empezó a trabajar para reconstruir el partido en dicha provincia. Gravemente enfermo de tuberculosis, fue arrestado y torturado sin piedad por agentes de la Gestapo. Más tarde fue devuelto moribundo a la prisión, pero, gracias a un sacerdote corrupto que modificó sus registros a cambio de un soborno, fue puesto en libertad. Quiñones llegó a duras penas a Madrid, donde, en abril de 1941, emprendió la descomunal tarea de crear una nueva organización clandestina nacional del PCE. Asombrosamente, en los ocho meses previos a su arresto definitivo lo había conseguido. En ese tiempo logró conservar el anonimato vistiendo siempre con elegancia, un hecho que más tarde sería utilizado en su contra por el partido.
Los riesgos y penurias sufridos por el achacoso Quiñones y sus camaradas lo llevaron a mostrarse muy crítico con los líderes que no solo huyeron al exilio, sino que además lo hicieron sin dejar los preparativos adecuados para después de la inevitable derrota. Tal vez por el hecho de ser un agente soviético, Quiñones se sentía autorizado para criticar a la jerarquía del partido. Estaba plenamente convencido, y con toda justificación, de que los líderes exiliados, ya fuera en México o en Moscú, eran incapaces de comprender la realidad de la batalla que estaba librándose en el interior. Asimismo, le escandalizaba el pacto entre los nazis y los soviéticos, y no ocultaba que le parecía absurdo que a los miembros del PCE se les hubiera ordenado que no se mezclaran en un enfrentamiento reaccionario e imperialista. Quiñones consideraba que, al igual que en la Guerra Civil, era necesario forjar vínculos con otros elementos de la oposición antifranquista que respaldaban la causa aliada. En esto se anticipaba a la política de unión nacional que adoptaría de nuevo la cúpula del partido en agosto de 1941, después de la invasión alemana de la Unión Soviética, que tuvo lugar el 22 de junio de 1941[33]. Sus crímenes, según los líderes exiliados, iban más allá de sus «desviaciones» teóricas. Había iniciado la reorganización del partido en el interior sin esperar instrucciones. En una medida aún más escandalosa, había creado lo que bautizó como «buró político central» como sustituto en el interior de «la dirección efectiva que se encuentra en el exterior». Quiñones justificaba su estrategia a los líderes exiliados en México con un extenso documento titulado «Anticipo de orientación política» en el que se limitaba a solicitarles ayuda para contactar con la Comintern en Rusia. La insinuación de que el PCE del interior no podía estar dirigido desde México por personas que no sabían nada acerca de la situación que se vivía en España le valió la hostilidad de los exiliados de Latinoamérica.
Por ello, en verano de 1941, Uribe envió a varios militantes a España, pasando por Lisboa, para que tomaran las riendas en lugar de Quiñones. Los más veteranos eran Isidro Diéguez y Jesús Larrañaga, pero otros eran miembros de las JSU, con lo cual, Carrillo fue consultado al respecto de la operación. Su llegada probablemente fue destapada por informadores de la policía en Lisboa que permitieron que su incipiente organización estuviese sometida a una estrecha vigilancia en Madrid. Diéguez y Larrañaga fueron detenidos por la policía portuguesa, entregados a sus homólogos españoles y ejecutados en enero de 1942. Cuando Eleuterio Lobo y «Perpetua Rejas» (pseudónimo de Mari Ibarra), dos militantes de su grupo pertenecientes a las JSU y carentes de experiencia alguna, se pusieron en contacto con Quiñones, este informó imperiosamente a los líderes mexicanos de su indignación por su incapacidad e irresponsabilidad y rompió todo contacto con ellos. Estaba en lo cierto. Cuando fueron detenidos y torturados, Lobo reveló a la policía la existencia de la organización de Quiñones. Uribe envió a otro miembro, Jesús Carreras, para castigarlo, pero, antes de que pudiera actuar, Quiñones fue arrestado el 5 de diciembre de 1941. Durante los meses de tortura que padeció en el sótano de la Dirección General de Seguridad, donde le rompieron la columna y las piernas, Quiñones recibió una carta en la que le informaban de su expulsión del PCE. Cuando fue ejecutado el 2 de octubre de 1942 por un pelotón de fusilamiento, tuvieron que atarlo a una silla porque no podía mantenerse en pie[34].
Para los líderes exiliados se convirtió en una obsesión el extirpar el crimen del quiñonismo, el pecado de la autonomía respecto de su autoridad. Pese a su heroica carrera, a Quiñones se le insultó durante décadas en artículos, libros y discursos de los líderes de su propio partido, acusado de traicionar a Diéguez para impedir ser reemplazado, de ser un agitador e informador al servicio de la policía franquista o de ser un espía inglés. Carrillo encabezó la ofensiva y se vertieron acusaciones de quiñonismo contra aquellos elementos que rechazaban la autoridad de los líderes exiliados o cuando los cambios de la línea estalinista requerían víctimas sacrificiales[35]. Carrillo jamás titubeó en sus acusaciones a Quiñones. No obstante, otros líderes del partido, entre ellos Enrique Líster, Santiago Álvarez e Irene Falcón, expresaron su convicción de que el PCE había tratado injustamente a Quiñones. Aún en 2006, en la segunda edición de sus memorias, Carrillo seguía insinuando que Quiñones era un agente británico[36], y su figura no fue reivindicada por el PCE hasta la expulsión de Santiago en 1985.
Era inevitable que el crimen del quiñonismo, o una excesiva independencia de los líderes exiliados, siguiera aflorando, habida cuenta de la ignorancia sobre las verdaderas condiciones que reinaban en España. Una vez que la policía desmanteló la organización de Quiñones, al PCE le llevó un tiempo considerable reconstruir el interior. La cúpula en el exilio, dividida entre Moscú y México, todavía no ejercía prácticamente ningún control sobre los acontecimientos, ni en España ni en la Francia ocupada por los alemanes. En Francia, la única persona con autoridad en el PCE era una joven y atractiva militante de las JSU llamada Carmen de Pedro, que había sido mecanógrafa del Comité Central del PCE en Madrid y secretaria de Togliatti. En 1939 había sido destinada a la embajada chilena en París para tramitar visados de salida para los máximos líderes del partido. Tras organizar su evacuación, supuestamente debía viajar a Chile o México, pero se quedó y, en la práctica, estaba al cargo de la organización, casi inexistente, en Francia. Su experiencia difícilmente encajaba en tales responsabilidades, pero podía recurrir a un veterano líder del partido, Jesús Monzón Repáraz, que seguía en la capital francesa. Monzón, un abogado perteneciente a una familia aristócrata navarra, había ejercido de gobernador civil en dos provincias durante la guerra. Estuvo en Alicante desde el 31 de julio de 1937 hasta finales de mayo de 1938 y en Cuenca hasta finales de ese año. Más tarde empezó a trabajar en el Comité Central de Madrid. El 2 de marzo de 1939, dos días antes del golpe de Casado, fue nombrado secretario general del Ministerio de Defensa. El 5 de marzo abandonaba España en el mismo avión que Dolores Ibárruri[37].
Monzón ayudó a Carmen de Pedro en sus esfuerzos por garantizar la evacuación de comunistas de menor relevancia. Tras la ocupación alemana de París, acontecida el 14 de junio de 1940, pusieron rumbo a Burdeos. Después de supervisar la marcha del mayor número posible de exiliados, pudieron establecer un cuartel general en Marsella, en la zona controlada por la Administración de Vichy. Aunque los líderes del partido, fieles a las directrices de Moscú, se oponían a cualquier colaboración con la campaña aliada, Monzón recomendó que los militantes se unieran a compañías de trabajo que a la postre formarían la base de las unidades españolas de la resistencia francesa. Si bien el líder nominal era Carmen de Pedro, la gestión diaria del interior estaba en manos de Monzón, un hombre mucho más experimentado y dinámico que se había convertido en su amante. Para ello contaron con la ayuda de Manuel Azcárate, un joven de veintitrés años e hijo de Pablo Azcárate, embajador de la República en Londres. Debido a los orígenes sociales de Monzón, a su elegante aspecto y a sus contactos con la derecha de su Navarra natal, era objeto de cierta desconfianza dentro del PCE. No obstante, Azcárate lo consideraba de lo más inteligente, capaz de escuchar y muy abierto de mente, unas cualidades que difícilmente se ajustaban a los líderes comunistas del período estalinista[38].
Las cosas cambiaron un poco con la entrada de la Unión Soviética en la Segunda Guerra Mundial. Los rusos se apresuraron a garantizar a los Aliados occidentales que no pretendían propagar la revolución en Europa tras una victoria futura. Concretamente, en relación con España, estaban desesperados por asegurarse que Franco no entrara en guerra del lado del Eje. A consecuencia de ello, Dimitrov ordenó a la cúpula del PCE que abogara por la unidad de todas las fuerzas antifranquistas. En respuesta a ello, en agosto de 1941 se realizó una declaración a favor de una coalición de las fuerzas republicanas. El 16 de septiembre, Dolores Ibárruri iba mucho más allá con un Manifiesto de Unión Nacional que adoptaba la idea de una alianza con monárquicos desencantados y disidentes falangistas, y dejaba abierta la posibilidad del regreso de la monarquía en un futuro, mencionando solo «una asamblea constituyente sin signo institucional». La radio comunista cesó sus ataques contra muchos miembros de la coalición franquista, excepto los falangistas más progermánicos y generales belicosos como Juan Yagüe y Agustín Muñoz Grandes. Cada domingo se emitía incluso un programa para católicos en el que Dolores Ibárruri hablaba del espíritu humanitario de la cristiandad. Los socialistas, anarquistas y republicanos españoles que habían seguido la causa aliada con sumo interés se sintieron asqueados por el evidente cinismo de ese viraje político. La mayoría de los republicanos, ya indignados con la política comunista oficial que, conforme al pacto nazi-soviético, había abominado de los Aliados por considerarlos solo un bando de una lucha imperialista, veían la declaración de unión nacional de La Pasionaria como una prueba de la rígida dependencia que tenía el PCE de Moscú. Asimismo, la idea de que la lucha contra el fascismo español pudiera emprenderla por una amplia coalición nacional como la que estaba combatiendo a Hitler en otros países ignoraba el sufrimiento infligido a la izquierda española por aquellos con quienes ahora Moscú recomendaba entablar amistad. Era básicamente una política sensata y había de permanecer en el centro de la estrategia del partido hasta la transición a la democracia en España. No obstante, la manera brusca e irreflexiva en que fue lanzada solo sirvió para desacreditar al partido ante sus militantes y los demás izquierdistas. Su inevitable fracaso a corto plazo fue añadido a la lista de «crímenes» achacados a Monzón[39].
Monzón ya había empezado a defender la política de unión nacional a través de su hoja informativa Reconquista de España, una publicación asombrosamente exitosa. A finales de 1942, mientras Azcárate intentaba crear una organización del PCE en la Francia ocupada, Monzón había realizado grandes progresos en la formación de unidades de guerrilla españolas dentro de la resistencia francesa. En esto tuvo como ayudante a Gabriel León Trilla, un importante veterano del partido. Trillo había sido uno de los fundadores del PCE en los años veinte, fue expulsado del partido en 1932 tras un giro político del Kremlin, y regresó a las filas durante la Guerra Civil. En la primavera de 1943, Monzón decidió que había llegado el momento de volver a España para intentar reconstruir el partido. Desde Madrid anunció en septiembre la creación de una Junta Suprema de Unión Nacional. Cuando la noticia llegó a Moscú, La Pasionaria se mostró exultante por lo que percibía como el triunfo de su anuncio político realizado dieciocho meses antes. La Junta Suprema era menos impresionante de lo que parecía, aunque contaba con miembros de un amplio espectro de organizaciones de izquierdas, así como algunos franquistas desencantados. Durante los meses siguientes, Monzón también consiguió entablar relaciones con grupos católicos de Sevilla. El millonario Juan March, que había ayudado a financiar la campaña bélica de Franco, ofreció dinero, y el cardenal Segura, un antifranquista acérrimo de la capital andaluza, también manifestó su interés. Pese a que más tarde sería utilizado por Carrillo como una prueba de que Monzón era un traidor, en aquel momento suscitó efusivas alabanzas de los líderes exiliados en México, así como de Dolores Ibárruri desde Moscú[40].
Durante su estancia en Madrid, Monzón tomó una decisión personal que acabaría por ocasionarle inmensas dificultades en el futuro. Él y Carmen de Pedro habían elegido a una joven militante de Valencia, Pilar Soler, para que fuese su ayudante en la capital. La tapadera es que eran un matrimonio, pero el engaño se convirtió en realidad y, al parecer, se enamoraron. Cuando Monzón escribió a Carmen para contárselo, esta quedó destrozada, pero, al ser una militante leal, continuó su trabajo. Tiempo después, Carmen conoció en Toulouse a Agustín Zoroa, un emisario de Carrillo con quien pronto iniciaría una relación. Ambos se casaron en 1945. Zoroa sería uno de los acusadores más despiadados de Monzón, y cabe sospechar que sus motivos no eran enteramente políticos. No está claro si le movían los celos del ex amante de su mujer o si veía el ataque a Monzón como una manera de protegerla a ella y a sí mismo. En cualquier caso, la ejecución de Zoroa a manos del régimen franquista en diciembre de 1947 la dejó a merced de Carrillo. Cuando fue interrogada implacablemente por este, todavía se sentía atribulada por la noticia del fusilamiento de su marido. Según Líster, el interrogatorio estuvo a punto de llevarla al suicidio[41].
A principios de junio de 1944, el signo de la Segunda Guerra Mundial estaba cambiando, y Carrillo presionó para regresar a Europa. Consiguió un pasaporte uruguayo con el nombre de Hipólito López de Asís y viajó a Lisboa en barco. Mientras se encontraba a bordo, se enteró de los desembarcos aliados en Normandía. Haciéndose pasar por un empresario que esperaba aprender el negocio del pescado enlatado, trabó amistad con el embajador uruguayo y su hijo, ambos llamados Carlos Gurméndez. Durante el día visitaba fábricas de enlatado, y por la noche establecía contacto con miembros exiliados del PCE y con Álvaro Cunhal, líder del Partido Comunista portugués, con quien no congenió. Al cabo de unas semanas viajó a Casablanca, y de allí a Orán, en Argelia. Escribió a Dolores Ibárruri el 14 de agosto explicando los planes para la reorganización del partido en el interior de España[42].
Las triquiñuelas de los estibadores y camioneros españoles servían para desviar armas, comida y suministros médicos pertenecientes a los envíos a las fuerzas aliadas. Se compraron lanchas de motor con la esperanza de desembarcar guerrilleros en el sur de España, que enlazarían con los grupos que habían estado combatiendo allí desde el final de la Guerra Civil, los denominados huidos, republicanos separados de sus unidades durante el conflicto que optaron por echarse al monte en lugar de rendirse. Según Carrillo, pensaba dirigir a esos grupos él mismo, de lo cual se desprende que, a sus treinta años, había redescubierto la temeridad impetuosa de su juventud[43].
Su idea era poco realista y típica de su retórica triunfalista. Es cierto que, transcurridos pocos meses desde el final de la Guerra Civil, había un número importante de guerrilleros en zonas rurales y, sobre todo, en las montañas. Allí era más fácil ocultarse, evitar a las patrullas de la Guardia Civil e incluso encontrar recursos para vivir, cuando no la ayuda de campesinos simpatizantes, al menos para cazar y recoger frutos silvestres. Como en otras guerras de guerrilla del siglo XX, la actividad primordial de los huidos era defensiva, y su objetivo inicial, la mera supervivencia. A diferencia de sus homólogos chinos y cubanos, los guerrilleros españoles tenían pocas posibilidades de crear zonas liberadas que hubieran podido servir de bases para la futura lucha contra el régimen. Los únicos lugares suficientemente alejados de las fuerzas de represión que permitían sopesar la creación de comunidades revolucionarias autónomas se encontraban en las regiones más inhóspitas de la Península. Asimismo, las terribles circunstancias de la derrotada izquierda española entre 1939 y 1944 difícilmente propiciaban una guerra revolucionaria. La represión, el hambre, las familias destruidas por la muerte y el exilio y, sobre todo, el intenso hastío que dejaron las luchas titánicas de la Guerra Civil garantizaron que no se produjera un levantamiento popular en apoyo a los huidos, que se vieron condenados a una dura y solitaria existencia.
De vez en cuando podían abandonar sus posiciones defensivas. Se llevaban a cabo ataques contra barracones de la Guardia Civil, oficinas locales de la Falange y ayuntamientos franquistas. Es absurdo afirmar, como hacía Enrique Líster en 1948 y como seguía haciendo la historia oficial del partido en 1960, que la guerrilla tuvo ocupadas a suficientes tropas como para impedir que Franco participara en la Segunda Guerra Mundial en el bando del Eje. Con todo, las actividades de los huidos provocaban una irritación constante para el régimen[44]. En caso de que la prensa controlada mencionara sus actividades, era para tacharlas de actos de bandidaje y saqueo. Sin embargo, en algunas zonas rurales, las actividades de los guerrilleros tuvieron el efecto de levantar la moral de la población derrotada hasta que las salvajes represalias de las autoridades pasaban factura al apoyo popular.
Por tanto, la idea de Carrillo de que podría trasladar unidades desde el norte de África que enlazarían con los grupos guerrilleros ya existentes, e iniciar una revuelta nacional contra la dictadura, era cuando menos ilusoria. Para entrar en España necesitaba autorización del partido, y al principio no mantenía contacto con los principales centros de la dirección del PCE en Latinoamérica y Moscú. Sin embargo, mediante la legación rusa en Argelia consiguió informar a Dolores Ibárruri de su plan. Esta aprobó su espíritu, pero se opuso totalmente a la propuesta de participar en la invasión del sur de España. Por el contrario, puesto que París había sido liberada el 25 de agosto de 1944, le ordenó que viajara a Francia y tomara las riendas del PCE allí[45]. Carrillo viajó de polizón en un acorazado francés y llegó a Tolón, y después cogió un tren con destino a París. La criatura demacrada y sin afeitar que hizo aparición en la sede del Partido Comunista francés era irreconocible en comparación con aquel Carrillo rollizo de antaño. Había perdido mucho peso a causa de la desnutrición sufrida en Argelia y la falta de alimento durante los días que permaneció oculto en el acorazado y el trayecto de quince horas en tren hasta París. Más tarde afirmaría que en la capital francesa había sido informado de que los líderes del PCE habían ido a Toulouse a supervisar la invasión de España a través de la Val d’Aran.
Era comprensible que miles de maquisards españoles que habían destacado en la resistencia francesa respondieran a los indicios de desmoronamiento alemán avanzando hacia la frontera de España con la esperanza de que aquella derrota presagiara la de Franco. En sus memorias, Carrillo afirmaba que hasta su llegada a Toulouse no supo que la Agrupación Guerrillera Española había recibido órdenes de invadir España por la Val d’Aran de la Junta Suprema de Unión Nacional, que, según decía cincuenta años después, era «existente tan solo en la imaginación de Monzón». Olvidaba que sin duda existía en la imaginación de La Pasionaria, Uribe y el resto del Politburó del PCE, incluido él mismo. En realidad, su correspondencia al parecer cordial con Monzón, tanto antes como después de la invasión, sugería que también creía firmemente en la Junta Suprema. Tan cálida era la correspondencia, que Monzón le mandó cigarrillos «como una pequeña muestra del gran cariño que sentimos Anita [Pilar Soler] y yo hacia ti»[46]. En sus memorias, y en informes a La Pasionaria en 1945, Carrillo alegaba que las órdenes de la Junta Suprema eran la única base para una operación excesivamente optimista que se había preparado de forma inadecuada. De hecho, a finales de agosto de 1944, Monzón había enviado a la delegación de Francia una orden de invasión, pero sin especificar dónde debía producirse. Enardecidos por el éxito de las guerrillas españolas contra unidades alemanas y apenas conscientes del considerable apoyo social del que gozaba Franco, la idea fue acogida con entusiasmo no solo en Francia, sino también en Moscú. El 20 de septiembre, La Pasionaria publicó una declaración elogiando la guerrilla como el mejor medio para provocar un levantamiento en España[47]. Dado su frecuente contacto con ella, no es posible que Carrillo desconociera su entusiasmo por la guerrilla, que, en cualquier caso, coincidía con el suyo propio. Como era de esperar, cuando Carmen de Pedro y Manuel Azcárate viajaron a París para debatirla con los líderes del Partido Comunista francés, André Marty y Jacques Duclos, no se plantearon objeciones[48].
Es inconcebible que Carrillo no estuviera al tanto de la invasión antes de que se produjera. Cuando los subordinados de Monzón en Francia decidieron embarcarse en dicha empresa, fue organizada prácticamente como una operación militar convencional, sin apenas seguridad. Los preparativos eran un secreto a voces, con emisiones de reclutamiento por parte de Radio Toulouse y la moscovita Radio Pirenaica. Antes de partir hacia el sur de Francia, algunas unidades guerrilleras fueron objeto de tributos públicos y grandes despedidas de las gentes de pueblos y ciudades en los que habían participado en la resistencia. El PCE ordenó a sus organizaciones del interior de España que se prepararan para una insurrección popular inmediata. El régimen de Franco estaba plenamente informado de lo que se avecinaba gracias a sus agentes, así como por la prensa y las retransmisiones sobre «la reconquista de España».
Manuel Azcárate escribiría más tarde que cuando Carrillo llegó al sur de Francia, «sus intenciones fueron perversas con respecto a Monzón. Quiso evitar como fuera el reconocimiento de los méritos indiscutibles que le correspondían por la acción que había llevado a cabo». De hecho, lejos de oponerse a la ilusión de Monzón de que una incursión de guerrilleros desencadenaría una insurrección popular contra Franco, Carrillo la compartía. En marzo de 1944, un militante llamado Tomás Tortajada había sido expulsado del partido por discrepar con esa línea[49]. Monzón no era el único dispuesto a poner en riesgo el mayor activo del PCE, sus miles de maquisards curtidos en la batalla, en un enfrentamiento militar convencional con las fuerzas de Franco. Al fin y al cabo, ahora que los alemanes hacían frente a la derrota, era una opción atractiva. Es posible que Carrillo, como indicaba su crónica de los preparativos en Argelia, fuese partidario de una estrategia más mesurada en la que se infiltrara paulatinamente a grupos reducidos para iniciar una guerra de guerrillas. No obstante, su relato novelado exagera sobremanera las diferencias que había entre él y un Monzón supuestamente descontrolado. Como indicaba la respuesta de La Pasionaria a los planes de Carrillo para una invasión a menor escala desde el sur, la idea de una guerra de guerrillas fue aprobada por la cúpula del PCE en Moscú, y también por la delegación en Francia, como ya había hecho en su día Heriberto Quiñones. La actitud de Carrillo hacia Monzón solo es comprensible atendiendo a su ardiente ambición.
Desde el 19 de octubre de 1944, unos cinco mil hombres del ejército invasor empezaron a adentrarse en territorio español a través de los Pirineos, y el ataque principal se concentró en la Val d’Aran. Esta región de pastores y leñadores, cubierta de nieve gran parte del año y escasamente poblada, era bastante inapropiada como foco de un levantamiento popular. Pese a la ostentosa estructura militar creada por los líderes comunistas de los maquis, la invasión fue esencialmente improvisada. Desdeñaba un hecho tan obvio como que una incursión militar convencional daba ventaja a las enormes fuerzas terrestres de Franco. Pese a ello, durante las tres semanas posteriores, los invasores se apuntaron varios triunfos y algunas unidades se adentraron más de cien kilómetros en el territorio. En algunas acciones individuales, derrotaron con rotundidad a unidades del Ejército español e hicieron gran cantidad de prisioneros en poco tiempo. Parte del Estado Mayor del general Rafael García Valiño cayó en manos de los guerrilleros. Incluso el general José Monasterio estuvo a punto de ser capturado. Sin embargo, en última instancia, las cuarenta mil tropas marroquíes al mando de experimentados generales franquistas como Monasterio, Juan Yagüe, Rafael García Valiño y José Moscardó fueron demasiado para el ejército relativamente pequeño de los guerrilleros. Las esperanzas que abrigaba la invasión de desencadenar un levantamiento siempre fueron remotas. Se lanzó en un momento de enorme desmoralización de la izquierda española, que todavía no se había recobrado del trauma de la derrota, se vio desalentada por el temor a la represión diaria y, por último y más importante, solo era vagamente consciente de lo que sucedía en Francia. El control férreo del régimen sobre la prensa y la minúscula distribución en España de al menos la Reconquista de España, la hoja informativa clandestina de Monzón, garantizaron que la invasión guerrillera tuviera lugar en medio de un silencio ensordecedor.
Carrillo afirma que cuando tuvo conocimiento de la operación en Toulouse, se dirigió a toda prisa a la Val d’Aran para intentar impedirla, pero descubrió, por desgracia, que la invasión ya había comenzado. Debió de ser una de las pocas personas en Francia o uno de los pocos líderes del PCE que no sabía nada al respecto, lo cual es aún más raro porque llevaba varias semanas en Francia cuando comenzó la operación. Es mucho más probable que fuera a Aran con la intención de apuntarse un tanto si salía bien y poder atacar a Monzón si salía mal. Según dice, aunque actuó por iniciativa propia, pudo convencer a los líderes de que llegaba en representación de la cúpula del PCE y, de ese modo, hacerles ver que toda la operación era una locura. No cabe duda de que actuó motu proprio, pero hay razones para sospechar que su viaje, más que impedir un fracaso, pretendía minar la posición de Monzón. La entusiasta cooperación de la resistencia francesa propició que las fuerzas invasoras estuviesen bien pertrechadas con suministros de alimentos, combustible, armas ligeras, munición y vehículos, en su mayoría proporcionados por los Aliados. Sin embargo, se vieron enormemente superadas en número de efectivos y armamento, sobre todo cuando empezó a agotarse la munición. Los guerrilleros de las fuerzas invasoras ya empezaban a replegarse y no necesitaron persuasión alguna, pese a las afirmaciones de Carrillo. Este, acompañado de Azcárate, no llegó hasta el 28 de octubre, momento en el cual los guerrilleros sabían que la partida estaba perdida y ya habían recibido la orden de retirada por parte de Vicente López Tovar, el comandante de campo. Más tarde, López Tovar aseguraría que Carrillo no había tomado ninguna iniciativa y que hubo que convencerlo para que aprobara lo que ya estaba decidido. La idea de que Carrillo evitó un desastre fue una exageración desmesurada. El número de bajas durante los combates en el valle fue relativamente pequeño y se cifró en menos de treinta[50]. Sin embargo, a finales de mes le mandó un telegrama a La Pasionaria en el que afirmaba haber impedido la captura de mil quinientos guerrilleros; asimismo, sostenía que la preparación de la invasión había sido defectuosa y que pensaba hablar de ello con los responsables[51].
Desde que se sintió seducido por Moscú en 1936, Carrillo siempre defendió su firme sentido de la jerarquía y la autoridad. Su vertiginoso ascenso en el PCE solo puede entenderse en relación con su inquebrantable lealtad a Moscú, simbolizada por su traición al PSOE en 1936, cuando introdujo la FJS en la órbita comunista, y por la denuncia a su propio padre en 1939. Otro factor que contribuyó al éxito de Carrillo fue siempre una sensibilidad exquisita hacia las vicisitudes de la política soviética y las luchas de poder en el seno del PCE. Esto quedó patente en un discurso extremadamente largo que pronunció en noviembre de 1944 en la sede de la Agrupación de Guerrilleros Españoles de Montrejeau ante un grupo de las figuras militares y políticas más destacadas del PCE en Francia. En él alababa la invasión de la Val d’Aran. La premisa básica era que la fuerza de la Junta Suprema de Unión Nacional era tal que el desmoronamiento del régimen franquista era inminente. Pese a que cincuenta años después observaría con desdén que la Junta existía «tan solo en la imaginación de Monzón», ahora aseguraba que no era «un fantasma». Afirmaba asimismo que el régimen sería incapaz de resistir un levantamiento nacional. A renglón seguido alababa servilmente a Dolores Ibárruri, lo cual ponía de manifiesto que su objetivo era apartar a Monzón de su propio camino hacia la preeminencia en las filas del PCE[52].
El episodio de la Val d’Aran fue el comienzo de los esfuerzos de Carrillo por postularse ante la mayoría de los militantes en Francia y España como el auténtico representante de los líderes del partido. Puesto que Monzón había reconstruido con éxito el PCE en ambos países, con el control de unas fuerzas guerrilleras considerables en Francia y una envidiable red de contactos con otros grupos dentro de España, no era un objetivo fácil. Para consolidar ese primer triunfo sobre Monzón, poco después dio comienzo la verdadera caza de brujas. Aprovechando la ausencia de los grandes líderes exiliados, Carrillo no perdió la oportunidad de reemplazar a los subordinados de Monzón por seguidores fieles que habían vivido la guerra confortablemente desde Latinoamérica, como era el caso de Fernando Claudín y Ramón Ormazábal. La condena de Monzón, el único líder relevante que había quedado atrás, ayudó a salvar su conciencia sobre la huida. Al igual que Monzón, quienes habían estado en los campos y en la guerra de guerrillas eran considerados sospechosos. Entre los primeros informes críticos sobre Monzón que Carrillo pudo utilizar estaban los de Agustín Zoroa, marido de Carmen de Pedro[53].
A principios de diciembre de 1944, Agustín Zoroa le había entregado a Monzón, aún en Madrid, unas cartas de Carrillo. Escritas en términos cordiales, consistían fundamentalmente en advertencias sobre la infiltración de la policía en la organización en el interior e instrucciones sobre cómo solucionar ese problema. Entre las detalladas instrucciones de seguridad sobre pisos francos y lugares de contacto, había un aviso apenas disfrazado: «Hay que plantear ante el Partido la cuestión de la corrección de los errores políticos del Partido y de la Junta Suprema… Hay que utilizar esto para sacudir la negligencia y la falta de vigilancia dentro del Partido». A continuación, decía que era necesario que Monzón regresara a Francia para discutir esas cuestiones[54]. Comprensiblemente, Monzón no se consideraba a las órdenes de Carrillo, sino solo responsable ante Dolores Ibárruri. Sin embargo, contestó en términos conciliadores, sin mencionar un posible regreso más que en su pomposa despedida: «Hasta que podamos rehacer adecuadamente nuestras relaciones, que será en breve, te enviamos, querido Santi, un fuerte abrazo». No se sabe si esto era una manera de tranquilizar a Carrillo o solo un sarcasmo[55].
El 6 de febrero de 1945, Carrillo le mandó un informe a La Pasionaria en el que la malicia y la invención iban de la mano. Describió la situación del PCE en términos tan exageradamente optimistas que la caída del régimen parecía inminente. La implicación era que si no había ocurrido aún era culpa de Monzón por no haber conectado a los grupos que había por toda España. Afirmaba que la Junta Suprema «continúa creciendo en popularidad y prestigio». Luego pasaba a una crónica totalmente falsa del episodio de la Val d’Aran, en la que sostenía que los líderes guerrilleros no habían querido participar y solo lo hicieron renuentemente por obediencia a Monzón. Se atribuía haber evitado un desastre («Hemos evitado una carnicería por pocas horas»). Por culpa de la mala preparación de la invasión por parte de Monzón, dijo, se habían perdido tres valiosos meses que habrían podido emplearse en preparar una insurrección general en toda España. Después acusaba a Monzón porque «realiza un trabajo de dirección caciquil en compañía de P.S. y T. [Pilar Soler y Trilla]» y sugería que ese grupo iba a acabar actuando contra el partido.
Tras una larga lista de faltas que iban desde infravalorar el papel de las masas por tener demasiado contacto con la oposición de derechas hasta la poca vigilancia sobre los agentes provocadores, Carrillo dijo que iba a enviar a Zoroa de nuevo para que le dijera a Monzón que regresara a Francia. El mensaje era que, de no hacerlo, debía ser liquidado: «Si resiste o busca subterfugios, le plantearé que eso significa enfrentarse con la dirección del Partido. En caso de que llegase a una posición extrema, los camaradas de allá romperán el contacto con él y le dejarán aislado del Partido. Espero que no habrá que llegar a esto, pero no vacilaremos ante nada»[56].
Al no obtener respuesta, Carrillo mandó un telegrama a Moscú en el que reiteraba sus críticas. Se quejaba de que Monzón rehusaba obedecer sus instrucciones y de que obstruía el funcionamiento del partido en el interior. Por ello, afirmaba que, si Monzón se negaba a viajar a Francia, «se le alejará de la organización y se tomarán las medidas necesarias». Finalmente, Carrillo recibió el permiso para expulsar a Monzón y Trilla[57]. Zoroa había sido enviado para informar a Monzón de que eso ocurriría si no regresaba.
Puesto que Pere Canals, su delegado en Cataluña, había sido asesinado cuando regresaba a la sede del PCE en Toulouse, Monzón sospechaba, y con razón, que le habían tendido una trampa, cosa que más tarde confirmaría Vicente Uribe a Tagüeña. Tras recibir las amenazas de Zoroa, Monzón finalmente se marchó con Pilar Soler, su amante. De camino, la enfermedad lo obligó a demorarse en Barcelona, donde fue detenido el 8 de junio de 1945 por la policía franquista como parte de una operación que se había estado pergeñando durante mucho tiempo. Con su habitual malicia, Carrillo insinuaría más tarde que Monzón había orquestado su propia detención para no tener que dar explicaciones sobre la invasión. Este absurdo podría reflejar la preocupación que abrigaba Santiago de que se hubiera entregado para evitar ser asesinado. Líster afirmó que la persona enviada para guiarlo por los Pirineos había recibido la orden de eliminarlo de manos de Carrillo. Las versiones franquistas indican que fue traicionado por el partido, lo cual es más cuestionable. Dados los antecedentes de Monzón en España, una vez detenido, la sentencia de muerte se cernería sobre él. Por eso es significativo que, pese a ser un cargo importante en el PCE, la dirección no organizara una campaña internacional de protesta, algo habitual en esos casos[58].
Poco tiempo después del arresto de Monzón, Carrillo envió un largo informe a La Pasionaria, Uribe y Mije. El principal objetivo del texto era marcar las diferencias entre los espectaculares éxitos obtenidos desde que él se había hecho cargo y lo que consideraba los fracasos de Monzón, que denunciaba como fruto de traiciones y sabotajes. Al agrupar todas las huelgas, manifestaciones y ataques a policías y falangistas, y exagerar sus resultados, Carrillo daba la impresión de que el régimen se estremecía ante las primeras etapas de lo que parecía una inminente rebelión popular. Dedicaba muchas páginas a enumerar los triunfos de la guerrilla, pero aunque todo lo que contaba hubiera sido cierto, la lista contenía solo incidentes aislados y episódicos. Una de sus exageraciones más disparatadas socavaba sin querer su propio triunfalismo, al sostener que el régimen tenía 500.000 hombres cerca de la frontera francesa. Carrillo atribuía todos los éxitos a que había mandado al interior a un equipo con sus hombres de confianza: «Felizmente, los camaradas que se encuentran a la Dirección de la Delegación del CC hoy en Madrid y en los lugares principales de dirección del partido y de guerrilleros son camaradas enviados directamente desde América o desde aquí por la Dirección del partido».
Todos los fracasos se achacaban a Monzón, entre cuyos crímenes también estaba, según Carrillo, haber tratado de subordinar el PCE a los elementos conservadores de la Unión Nacional, y haber fracasado en la organización de una rebelión popular por su pasividad. La acusación repetida contra Monzón y Trilla era la de «provocación», que implícitamente les consideraba agentes franquistas: «Como ya os decíamos en el anterior informe ellos ordenaron las operaciones del Valle de Arán, verdadera provocación que nos costó no pocas vidas y quebrantos y estuvo a punto de costar mucho más si no intervenimos a tiempo». Tras este autoelogio, Carrillo pasó a exponer más claramente las acusaciones contra Monzón: «Está fuera de dudas que Monzón trabajaba ya contra la Dirección del Partido desde hace varios años. Y aprovechándose de la situación de relativa libertad que poseía se rodeó de elementos que como Trilla, con su turbio pasado, podían fecundar sus planes». Por último, al usar el arresto de Monzón para sugerir su complicidad con el régimen, Carrillo revela sin querer sus propios planes frustrados para eliminarle, e incluso su voluntad de perseguir tanto a Monzón en la cárcel como a Trilla, aún en libertad: «Es significativo que Monzón haya sido detenido en el momento en que ante su resistencia a venir aquí, la organización del partido iba a tomar medidas contra él. Es evidente que presos o en libertad estos elementos son un gran peligro»[59].
En primavera de 1945, aunque con fecha anterior, Nuestra Bandera publicaba una carta abierta de signo absurdamente triunfalista para los miembros del PCE y la resistencia antifranquista, casi con total seguridad redactada por Carrillo. En ella se alababa con euforia la invasión de la Val d’Aran y se exageraba la acción de la guerrilla en España calificándola como el gran triunfo de la Junta Suprema de Unión Nacional. Esto contrastaba con la presunta pasividad, descrita en términos insultantes, de quienes habían depositado sus esperanzas en los Aliados. La apelación a todos los antifranquistas para que se unieran a la Junta Suprema, sumada a la condena de varias figuras anarquistas, socialistas y republicanas, se basaba en la creencia de que las bases de sus organizaciones ingresarían en tropel en las filas del PCE. Sin embargo, al principio del documento, Carrillo decía que imperaba cierta pasividad dentro del partido, que se habían producido graves errores en la planificación de huelgas y manifestaciones antes del esperado levantamiento y que faltó audacia en la organización de las masas. Todo ello había demorado la inevitable revuelta y la derrota de Franco. El blanco anónimo pero incuestionable de esas acusaciones de pasividad, elitismo y falta de fe en los trabajadores era Monzón. La insinuación, que solo pudo realizar una persona totalmente desconectada de la verdadera situación que se vivía en España, era que Madrid era un polvorín de fervor revolucionario y que Monzón no había prendido la mecha.
Además de atacar a Monzón, la carta abierta exhortaba con un lenguaje extremadamente violento a todos los españoles que poseyeran un cuchillo o una pistola a asesinar a los involucrados en la represión, desde los magistrados que firmaron condenas a muerte hasta los torturadores y los verdugos. La violencia no solo había de ejercerse contra los franquistas. Había un pasaje ambiguo en el que declaraba: «Pasemos resueltamente a la liquidación física de los agentes de la provocación. Cada delator debe pagar con la vida su traición. Y en esta tarea los guerrilleros deben jugar el papel principal». Este llamamiento a la eliminación física de los agitadores era el comienzo de los ataques directos a Monzón. La afirmación de que «los residuos del quiñonismo deben ser extirpados a sangre y fuego» podía interpretarse como que Monzón sería el siguiente[60].
Si Monzón hubiera visto un ejemplar de Nuestra Bandera antes de salir de Madrid hacia Francia, habría confirmado las sospechas ya despertadas por las cartas de Carrillo. Cuando Pilar Soler, la pareja de Monzón, consiguió llegar a Francia, fue retenida en una casa, sometida a interrogatorio por Carrillo, Claudín y Ormazábal, y obligada a escribir un informe sobre sus «desviaciones». Cuando ninguna de las versiones satisfizo sus necesidades, la forzaron a firmar un texto que ellos mismos habían redactado. Este sería el primero en una serie de interrogatorios a colaboradores de Monzón, entre ellos Carmen de Pedro, Azcárate y otros. La información recabada fue distorsionada y utilizada para confeccionar varios informes que lo acusaban de tener amistad con reaccionarios, de mujeriego, de homosexualidad, de hábitos sibaritas y de que en la cárcel había podido costearse una vida de lujo burgués. Esas acusaciones ridículas vinieron seguidas de firmas falsificadas, y contenían alabanzas a Carrillo, que aparentemente había abierto los ojos del denunciante a la infamia de Monzón[61].
Mientras aguardaba juicio en prisión, sufrió un intento de asesinato. Poco después, supo que había sido expulsado del PCE. Tras innumerables retrasos, fue procesado el 16 de julio de 1948 y condenado a treinta años de cárcel. Evitó la ejecución merced a testimonios del líder carlista Antonio Lizarza, a quien había salvado la vida durante la Guerra Civil, del obispo de Pamplona, Marcelino Olaechea, y del capitán general de Barcelona, José Solchaga, un amigo carlista de sus padres. Esas iniciativas humanitarias explican las viperinas observaciones de Carrillo sobre las amistades de Monzón con generales y obispos en el artículo publicado en Nuestra Bandera en 1948 y otros medios. Monzón fue puesto en libertad el 24 de enero de 1959 y murió el 24 de octubre de 1973[62]. Según Líster, para Carrillo el delito de Monzón fue su valentía[63].
El 16 de septiembre de 1945, el veterano Gabriel León Trilla, segundo de Monzón, fue asesinado en Madrid por militantes de la guerrilla urbana creada por Cristino García, un minero de Asturias y héroe de la resistencia francesa a quien Carrillo había enviado a España para reorganizar a las fuerzas guerrilleras dispersas en las sierras de Gredos y Guadarrama, al norte de Madrid. Estos grupos habían quedado diezmados por la Guardia Civil, así que García llevó a quienes quedaban a la capital e intentó montar una guerrilla urbana. Debido a la inexperiencia de sus hombres, los atracos a bancos y ataques a funcionarios falangistas que llevaron a cabo provocaron varias detenciones y resultaron ser contraproducentes. En una carta fechada el 1 de diciembre de 1944, Carrillo le había pedido a Monzón que aislara a Trilla, pero este había hecho oídos sordos a la petición. Ahora, su orden de matar a Trilla también fue desobedecida, ya que, aduciendo que era un revolucionario y no un asesino, Cristino García se negó a cometer el crimen. Por eso la ejecución la llevaron a cabo otros miembros del partido. Trilla murió apuñalado en un cementerio abandonado, conocido como el Campo de las Calaveras. Aunque la excusa para liquidarlo fue que un informador de la policía lo había acusado de ladrón, su auténtico crimen había sido su vínculo con Monzón y su opinión declarada de que los exiliados desconocían la auténtica situación que se vivía en España[64].
El hecho de que Alberto Pérez Ayala, mano derecha de Trilla, fuera asesinado poco después, el 15 de octubre de 1945, incidía en la determinación de Carrillo de eliminar al equipo de Monzón. Tanto Líster como Vicente Uribe le dijeron a Manuel Tagüeña que el asesinato de Trilla había sido una orden directa de Carrillo y La Pasionaria. Es más, el propio Carrillo lo admitió cuando escribió en sus memorias: «Líster nos ha acusado a Dolores y a mí de haber dado la orden de ejecución de Trilla. En aquellos momentos, no había que dar esas órdenes; quien se enfrentaba con el partido, residiendo en España, era tratado por la organización como un peligro. Ya he explicado que la dureza de la lucha no dejaba márgenes». Cincuenta años después, saltaba a la vista que Carrillo había olvidado que la organización a la que atribuye la muerte de Trilla estaba bajo sus órdenes[65].
Cristino García fue apresado el 20 de octubre, pocas semanas después del asesinato de Trilla. Su juicio se celebró el 22 de enero de 1946. Cuando el abogado militar que lo defendía alegó que el PCE lo había engañado para que volviera a España, Cristino se levantó para contradecirle y afirmó: «Somos patriotas antifranquistas convencidos, que no hemos abandonado la lucha contra los verdugos que oprimen a nuestro pueblo. He sido herido cinco veces en lucha contra los nazis y sus lacayos falangistas. Sé bien lo que me espera, pero declaro con orgullo que mil vidas que tuviera las pondría al servicio de mi pueblo y de mi patria». Estas palabras conllevaron la pena de muerte y fue ejecutado el 21 de febrero. Tras la sórdida eliminación de Trilla y la muerte de Cristino García, el PCE prácticamente abandonó la guerrilla urbana, que a partir de entonces pasaría a ser terreno casi exclusivo de los anarquistas del Movimiento Libertario Español. Jorge Semprún alegó que alguien había traicionado a Cristino García desde dentro del partido, porque no ocultaba su repugnancia ante lo que le habían mandado que hiciera con Trilla[66].
En las semanas posteriores a la retirada de la Val d’Aran, con Carrillo al mando de la guerrilla, el PCE cambió de estrategia de inmediato. Así como no tardaron en desechar la táctica de la guerrilla urbana, también abandonaron la posibilidad de una invasión a gran escala. Al igual que Monzón, Carrillo y el resto de los líderes del PCE seguían convencidos de que era posible un levantamiento popular si la chispa necesaria lograba encenderlo. En ese momento se llegó a la conclusión de que, más que una invasión a gran escala, era más factible la infiltración gradual de grupos reducidos de guerrilleros por la frontera francesa, tras lo cual enlazarían con las unidades de huidos ya existentes[67]. Era un poco más realista, pero solo por un breve espacio de tiempo, entre mediados de 1945 y mediados de 1947. La simpatía y el apoyo franceses hacia la operación de la Val d’Aran junto con la enorme influencia de los partidos comunistas galo e italiano alimentaron la esperanza de que, tras la derrota alemana, Franco sería el siguiente.
En una reunión plenaria del Comité Central celebrada en Toulouse entre el 5 y el 8 de diciembre de 1945, Carrillo se ofreció a tomar el control de la guerrilla y retomó la opinión ya expresada por Dolores Ibárruri de que sería un catalizador del alzamiento popular con una base lo bastante sólida para asegurar el apoyo internacional[68]. En su euforia, no había calibrado suficientemente la abrumadora capacidad represiva del régimen. Asimismo, pronto quedó claro que los Aliados no tenían intención de acabar con el Eje eliminando al Caudillo. Los comentarios sobre la guerrilla fueron el preludio de una diatriba contra el frente rival de la Junta Suprema de Unión Nacional, creado por el resto de las fuerzas antifranquistas, esto es, la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas. La ANFD nació de la Junta Española de Liberación, fundada en México en noviembre de 1943 por los socialistas y varios grupos republicanos liberales y, más tarde, se amplió en Toulouse en agosto de 1944 con la inclusión de la CNT. En octubre de 1944, esto llevó a la creación en el interior de la ANFD, que difería de la política del PCE en la acción directa contra el régimen de Franco recurriendo a la entrada de los ejércitos aliados en España. La ANFD representaba un intento espontáneo por superar las continuas divisiones de los exiliados y aprovechar el inminente aislamiento de Franco. Sin embargo, con la Guerra Fría en el horizonte, las potencias occidentales empezaban a ver el autoritarismo del Caudillo como un activo valioso. En su discurso de noviembre de 1944 en Toulouse, Carrillo había dejado claro a los militantes que el objetivo comunista debía ser que la incipiente Junta Suprema se hiciera con las bases de la ANFD. En un artículo publicado en 1948, Carrillo afirmaba de nuevo que la Junta Suprema de Unión Nacional había sido un éxito rotundo y que las bases socialistas y anarquistas se habían unido a ella en tropel. Los líderes de esos grupos estaban tan alarmados, aseguraba en las mentiras más absurdas, que sir Victor Mallet, el embajador británico, y el Servicio Secreto de Londres utilizaron a los colaboradores de Casado para crear la ANFD con el solo propósito de perjudicar a la Junta Suprema y el PCE[69].
Al final de la Segunda Guerra Mundial, Carrillo demostró su conversión al estalinismo más absoluto imitando el modo en que los rusos devolvían a los prisioneros de guerra. El eslogan «vigilancia revolucionaria» se utilizaba para encubrir un estilo paranoico de lidiar con los asuntos internos propio de la policía secreta. Los miembros del PCE que regresaban de los campos de concentración alemanes no eran tratados como héroes, como ocurrió con sus camaradas franceses e italianos, sino interrogados y alejados de cargos de responsabilidad en una suerte de cuarentena política. En un discurso pronunciado ante una asamblea de miembros del partido en Toulouse el día 14 de mayo de 1945, Carrillo insinuó que entre los comunistas que retornaban había agentes de la Gestapo y la Falange. Pese a que Alemania había sido derrotada y Hitler estaba muerto, proclamó la necesidad de «mucha vigilancia, mucha atención, para impedir que se infiltren en las filas de nuestro Partido y en las filas del movimiento antifascista agentes de Franco que vengan de esta manera. Sin desconfiar de nuestros camaradas, debemos conocer qué es lo que han hecho, cómo se han comportado, vigilar aquellos cuya situación sea algo dudosa, todo esto con la ayuda de los camaradas que vienen de Alemania, pues ellos mismos son los primeros que nos van a permitir realizar este control».
Entonces, en su habitual contribución al culto a la personalidad de Dolores Ibárruri, cantó un servil himno de alabanza a «esta mujer que es un verdadero arquetipo de la mujer española, además de un gran dirigente político… nuestra grande y querida camarada Pasionaria»[70].
Tuvo que ser desmoralizador para los militantes comunistas el ver a sus camaradas y líderes de la lucha antifranquista denunciados por líderes en el exilio, tachados de traidores y provocadores y considerados agentes de la Gestapo y del imperialismo estadounidense[71]. Todavía más grave fue el efecto en otros grupos que fueron testigos de la perpetuación de los odiados métodos comunistas del período de la Guerra Civil. No había nada que asegurase a los republicanos y socialistas que el trato que recibirían a manos de los comunistas sería mejor que el que les dispensaron a los militantes del PCE, ya que, por lo común, eran considerados traidores.
Como cabría esperar, teniendo en cuenta su obsesiva dedicación al partido y su ascenso dentro de este, el matrimonio de Carrillo con Chon había tocado a su fin. En 1944, antes de regresar a Europa de su exilio en Latinoamérica, se separaron. Desde 1947 trabajaba con una joven de su equipo llamada Carmen Menéndez que se encargaba de la correspondencia en los archivos del partido. Se casó con ella (o la reconoció abiertamente como su pareja) en 1949. Carmen había de ser su compañera fiel —e igual— hasta la muerte. En Francia vivieron como monsieur y madame Giscard y tuvieron tres hijos: Santiago (1950), José (1951) y Jorge (1952)[72].
En aquel momento, Carrillo era líder de facto del PCE en Francia, la sección más importante del partido en el exilio después de la de Moscú. Eso significaba que también controlaba a la formación en territorio español. Desde 1945 figuró en el Politburó como secretario de Propaganda y director de la Comisión Interior, lo cual lo situaba al mando del partido en España y, por tanto, de la guerrilla. Aunque Uribe y Mije ocupaban cargos superiores al suyo en la jerarquía, en la práctica, su poder era considerablemente mayor[73]. Una vez que la dirección del partido se hubo trasladado a París, Dolores Ibárruri volvió a Moscú y entre 1947 y 1950 sufrió graves problemas de salud, lo cual otorgó a Carrillo una autonomía considerable. No obstante, la financiación del partido dependía por completo de la Unión Soviética, y Carrillo hizo cuanto estuvo en su mano por demostrar su identificación con las necesidades del Kremlin. Mientras dirigía las operaciones de la guerrilla, Carrillo mostró la misma determinación y confianza en sí mismo que había mostrado con las Juventudes Socialistas. Al hacerlo, dejó entrever el carácter implacable que caracterizaría su futura carrera política. Lo que presentaba como discrepancias ideológicas y tácticas con Monzón no eran más que un mecanismo para enmascarar su propia decisión de tomar el control absoluto. Lo primero que hizo fue enviar a España un equipo de seguidores totalmente leales, en su mayor parte salidos de las filas de las JSU durante la Guerra Civil[74].
Las críticas contra la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas amainaron bruscamente cuando el PCE decidió que debía aspirar a tener representación en el Gobierno de la República en el exilio, formado en agosto de 1945 y presidido por el moderado doctor José Giral. El PCE se unió a la ANFD y, en marzo de 1946, Carrillo fue nombrado ministro sin cartera en el Gabinete de Giral, cargo que ocuparía solo hasta enero de 1947. El nombramiento de Carrillo indignó a los socialistas, que nunca habían perdonado el «robo» de la FJS ni la carta a su padre. Y lo que es más importante, redujo enormemente la ya exigua simpatía británica y estadounidense hacia Giral. La presencia de Carrillo propició que el Gobierno de Giral fuese reconocido por varios países del Bloque Oriental, lo cual no hizo sino intensificar la hostilidad anglo-estadounidense. A juicio de Washington y Londres, las fuerzas republicanas debían llegar a un acuerdo con los monárquicos antifranquistas como un primer paso para restablecer la democracia en España. Como es obvio, Carrillo reafirmó la obstinada negativa de Giral a cuestionar su compromiso con el restablecimiento de la República. Curiosamente, Stalin no reconoció su Gobierno.
Giral fue sustituido por Rodolfo Llopis y, en su Gabinete, Carrillo fue reemplazado por Uribe, que había sido ministro en España y no era tan odiado por los socialistas. Aun así, las duras críticas vertidas por Llopis sobre el trato recibido por los exiliados españoles en la Unión Soviética lo convirtieron en un colaborador incómodo. Entre el 19 y el 22 de marzo de 1947, el partido celebró un pleno en el ayuntamiento de Montreuil en París. En su informe, Dolores Ibárruri habló de la agonía de muerte del régimen de Franco, y declaró que los capitalistas, financieros y mandos castrenses españoles estaban uniéndose en oposición a la dictadura, mientras que elementos importantes de la jerarquía católica también estaban distanciándose de ella. Ibárruri manifestó su apoyo a Llopis y la ANFD, y abogó por su ampliación. Cuando Carrillo tomó la palabra, hizo referencia en términos aduladores al llamamiento realizado por La Pasionaria en diciembre de 1945 para que España se viese inundada por «una ola de protestas, de huelgas, de manifestaciones». Gracias a su inspirada orientación, decía, se había puesto en marcha una clase trabajadora resurgente que amenazaba a la dictadura. Insistió en que los trabajadores industriales debían boicotear a los sindicatos corporativos oficiales del régimen. También aseguraba que existía una resistencia masiva del campesinado —que solo él conocía— que vinculaba a la guerrilla[75]. El Gobierno de Llopis duró aún menos que el de Giral. En agosto de 1947, el PSOE decidió negociar con los monárquicos, y Llopis dimitió, para ser sustituido por un Gabinete enteramente republicano presidido por Álvaro de Albornoz. Para entonces, el PCE, totalmente solo y fuera del Gobierno republicano y la ANFD, quedó reducido a insultar sin freno a sus antiguos aliados[76].
El equipo directivo de Carrillo realizó algunos intentos desesperados por justificar su existencia defendiendo el argumento absurdamente triunfalista de que la caída del régimen de Franco era inminente[77]. Al parecer, ignoraban por completo el hecho de que Franco gozaba de un notable apoyo social. Era cierto que las grandes potencias habían emplazado a Franco a ceder poder a un Gobierno provisional representativo. En respuesta a ello, su Gabinete había empezado a organizar una enorme campaña propagandística para dar la impresión de que la nación estaba unida en torno al Caudillo. Dicha campaña había de incluir un mitin de «obreros» cuidadosamente orquestado que lo aclamarían como «el primer trabajador de España» en la plaza de Oriente[78]. La cuestión española fue debatida en el Comité de Política y Seguridad de la Asamblea General de Naciones Unidas entre el 2 y el 4 de diciembre de 1946 en Lake Success, situado en el estado de Nueva York. Pese a la vacua retórica en contra de Franco, los representantes estadounidenses y británicos desestimaron la intervención extranjera para no provocar una guerra civil en España. A la postre, se nombró un subcomité para redactar una resolución que sería presentada ante la Asamblea General. Dicha resolución se basaría en una propuesta de Estados Unidos consistente en una denuncia de los lazos de Franco con el Eje y otra invitación a que «cediera el poder al Gobierno»[79].
La manifestación masiva de la plaza de Oriente, celebrada frente al Palacio Real el 9 de diciembre de 1946, demostró que el derrocamiento de Franco no era inminente. Por supuesto, fue un acto coreografiado en el que se ordenó que las tiendas cerraran todo el día y para el que los Sindicatos Falangistas, el Frente de Juventudes y las organizaciones de excombatientes de la Guerra Civil se movilizaron en pleno. La policía franquista dio la cifra poco creíble de setecientos mil asistentes. No obstante, fotografías de la época muestran la plaza y las calles colindantes llenas a rebosar. Cientos de banderas llevaban eslóganes contra los rusos, franceses y extranjeros en general. Se oyeron cantos insistentes y ensordecedores de: «¡Franco sí, comunismo no!»[80]. La resolución definitiva y pactada sobre España fue adoptada por una sesión plenaria de la Asamblea General el 12 de diciembre de 1946.
La resolución, claramente ineficaz, excluía a España de todos sus organismos dependientes, llamaba al Consejo de Seguridad a estudiar medidas que adoptar si, en un tiempo razonable, España todavía contaba con un Gobierno que careciera del consentimiento popular, y conminaba a todas las naciones-miembro a retirar a sus embajadores. La resolución fue aprobada por treinta y cuatro votos a favor, incluidos el de Francia, Gran Bretaña, la Unión Soviética y Estados Unidos, y seis en contra, todos ellos países latinoamericanos, con trece abstenciones[81]. Cada vez resultaba más obvio que los Aliados no iban a hacer nada por derrocar al dictador. Sus afirmaciones de que estaba en manos de los españoles coincidían con las declaraciones del PCE pero, por desgracia, era una tarea más difícil de lo que sugería la propaganda optimista.
Aunque este acontecimiento no hizo mella en la confianza de la dirección de Carrillo, los hechos que tuvieron lugar en el aparato del partido en Rusia sí influyeron. Después de la Segunda Guerra Mundial, varios españoles exiliados en la Unión Soviética manifestaron su deseo de regresar a su país o de unirse a sus parientes en Latinoamérica. Muchos exiliados habían muerto luchando por la URSS durante la Segunda Guerra Mundial y otros estaban totalmente integrados en la vida soviética. Sin embargo, otros eran profundamente infelices. Sus peticiones fueron consideradas automáticamente una prueba de «mentalidad antisoviética». Se temía que, en caso de permitirles marchar, su testimonio sobre la vida en la Unión Soviética fuera utilizado por el régimen de Franco. Aquellas personas sospechosas tendrían que ser «reeducadas». Entre el 4 de agosto de 1945 y el 1 de enero de 1947, de los 1.763 exiliados a los que se permitió abandonar la Unión Soviética, solo 41 eran españoles. A partir de entonces, el goteo cesó por completo.
A finales de los años cuarenta hubo purgas dentro del PCE en Rusia y una campaña continua contra los presuntos «enemigos» y «traidores» que había entre los exiliados. El PCE, totalmente desconectado de las demás organizaciones antifranquistas, se refugió en un estalinismo rígido. A comienzos de 1947, Santiago Carrillo llegó para abordar el problema. Huelga decir que la situación de los emigrantes empeoró tremendamente. Moscú presenciaría una serie de juicios políticos desde noviembre de 1947, todos ellos liderados por Carrillo, Fernando Claudín y Vicente Uribe. El endurecimiento de las condiciones en la Unión Soviética había llevado a numerosos exiliados españoles a solicitar visados en las embajadas de México, Francia, Argentina y Chile. El PCE creó un comité para interrogar a quienes deseaban marcharse y averiguar sus motivos, y se les informó de que expresar el deseo de abandonar el país constituía una traición, ya que el «verdadero comunista» siempre preferiría quedarse en la Unión Soviética. Los aspirantes fueron obligados a firmar un documento en el que declaraban: «El abajo firmante ha decidido residir voluntariamente en la URSS y, por tanto, rechaza cualquier reclamación por parte de sus familiares o de cualquier Gobierno extranjero para marchar al exterior del país; desde este momento, ha decidido no abandonar la URSS en ninguna otra circunstancia que no sea la de ser enviado al extranjero, en servicio especial, por el Gobierno soviético». Solo firmaron dos.
Por temor a que los exiliados a los que se permitiera marchar difamaran a la Unión Soviética, el Politburó había pedido a Carrillo que viajara a Moscú, ya fuera porque las autoridades rusas requerían su intervención o porque a los dirigentes les preocupaban las repercusiones que podían sufrir. Carrillo presidió repetidas reuniones con los militantes que habían conseguido visados y habían sido acusados de antisoviéticos. Fueron intimidados para que desecharan la idea de marcharse y rompieran el visado a fin de demostrar su amor por la Unión Soviética y su fidelidad al partido. Cuanto más intensa era la presión, mayor el mérito que acumulaban los interrogadores. Algunos resistieron, pero la mayoría capitularon. Una noche de julio de 1947, los emigrantes españoles fueron convocados a una reunión para debatir la «traición» de aquellos que querían irse. Cuando Carrillo cargó contra «los traidores que dejan el país socialista para ir a vivir entre los capitalistas», fue recibido con una ovación en medio de la cual se oyó a alguien gritar: «Hay que darles un tiro en la espalda». Esto provocó más aplausos. Poco después estaba de vuelta en Francia, donde pronunció un servil discurso sobre el amor de los exiliados por Dolores Ibárruri. Amén de las denuncias contra la vida en los países capitalistas, habló con entusiasmo sobre la Unión Soviética: «Nuestro pueblo grita: ¡Gracias, Stalin! Por haber hecho de nuestros hijos hombres. Y gracias a ti, Dolores Ibárruri, que volcaste sobre ellos toda tu ternura». Mientras tanto, en Rusia, el aparato que dejó Carrillo al mando de Claudín envió a los presuntos exiliados antisoviéticos a campos de Siberia o Asia Central. Los cuadros de más responsabilidad que fueron acusados de «blandura» con los exiliados fueron condenados a trabajar en fábricas soviéticas[82].
Después de viajar a Moscú para poner freno a la «vergüenza» de los emigrantes que pretendían regresar, y antes de volver a París, Carrillo había organizado una intriga estalinista a gran escala. Dicha intriga adoptó la forma de un falso complot para asesinar a Dolores Ibárruri y Francisco Antón en el hotel Lux. Supuestamente, había sido urdido por Jesús Hernández y Enrique Castro Delgado con la ayuda de Líster y Modesto. Este fárrago absurdo resultó muy sencillo porque Hernández y Castro no estaban allí para desmentirlo, pues hacía mucho tiempo que habían sido expulsados del PCE. Según Líster, fue «inventado de todas piezas por él [Carrillo], pero matando dos pájaros de un tiro: aparecer como un decidido defensor del secretariado general del Partido y, principalmente, intentar ensuciar toda nuestra emigración en la Unión Soviética, calumniando y golpeando a toda una serie de camaradas que habían pasado con honor, al lado del pueblo soviético, todas las tremendas dificultades de la guerra, mientras Carrillo y otros “acusadores” dirigentes del Partido estaban viviendo tranquilamente la gran vida al otro lado del “charco”»[83].
El complot presuntamente había tenido lugar en la habitación que ocupaba Jesús Hernández en la sexta planta del hotel Lux. El sumario fue confeccionado por Fernando Claudín y Vicente Uribe, que inauguraron el «juicio» el 25 de noviembre de 1947 convocando una reunión masiva de residentes españoles en Moscú. Ante la asamblea, cuyos integrantes no eran todos miembros del partido, se alineó a cinco líderes destacados para someterlos a una humillación ritual. Sus delitos eran la complicidad en el descontento de los emigrantes antisoviéticos y, más grave aún, el no haber desvelado el complot de Hernández y Castro para asesinar a La Pasionaria y Francisco Antón. Se les prohibió el acceso a cargos de responsabilidad del partido. Solo confesando sus «errores» y aceptando su culpabilidad evitaron ser enviados a los campos y recalaron en la fábrica de coches de Stalin en Moscú. Aunque fueron Claudín y Uribe quienes llevaron a cabo la inquisición, el cerebro que se ocultaba detrás del «complot del hotel Lux» era Carrillo. Con una lógica retorcida, los cinco hombres responsabilizados de no controlar a los emigrantes que querían marcharse fueron convertidos en cómplices de la trama. A diferencia de los miembros de los partidos comunistas del Bloque Soviético, las consecuencias de esas «farsas legales» no fueron la muerte, la tortura o los campos de trabajo. Aun así, las víctimas fueron sometidas a graves torturas psicológicas y humillaciones rituales[84].
Al tiempo que proseguía la pantomima, la situación de Franco mejoraba de forma permanente. Tras el apoyo popular manifestado en la plaza de Oriente, Luis Carrero Blanco, asesor del Caudillo, urdía planes para institucionalizar el régimen como una monarquía y darle una pátina de legitimidad «democrática» con un referéndum. Además, la ayuda del dictador populista argentino Juan Perón fue crucial para salvar el lapso de tiempo entre la exclusión de España del Plan Marshall y el esperado cambio en la actitud de Washington. Se enviaba trigo a crédito, Argentina había defendido a España en la Asamblea General de las Naciones Unidas en diciembre de 1946 y, contraviniendo la resolución de la ONU, había enviado un nuevo embajador en enero de 1947. Su llegada fue recibida con manifestaciones orquestadas y una cobertura eufórica por parte de la prensa[85]. La propaganda fue todavía más espectacular por la visita a España de la elegante María Eva Duarte de Perón (Evita), en verano de 1947[86]. Dicha visita coincidió con el referéndum organizado para ratificar la denominada Ley de Sucesión, que declaraba que el régimen era una monarquía regentada por Franco, quien a la postre podría nombrar a su sucesor. En la víspera del referéndum, las apariciones junto a la hermosa Evita, los mítines y la publicidad fueron extremadamente útiles para el dictador. Los llamamientos a votar por el «sí» aparecían inmediatamente antes o después de la cobertura de la gira de la señora Perón. Sus discursos contenían generosas alabanzas al Caudillo[87]. En respuesta a la exclusión de España del Plan Marshall, se firmó el Protocolo Franco-Perón, mediante el cual se concedía más crédito a España y se garantizaban entregas de trigo hasta 1951. La noche antes de la votación, la propaganda favorable a Franco se tornó más frenética. Se pidió a los españoles que dieran el «sí» en caso de que fueran católicos y no quisieran ver su patria en manos de los comunistas, y el «no» si pretendían abandonar el catolicismo, traicionar a quienes murieron en el bando nacionalista durante la Guerra Civil y ayudar al marxismo internacional a destruir la prosperidad de España[88]. Dado que se movilizó todo el poder de la Iglesia y que las autoridades falangistas aseguraron que las cartillas de racionamiento no serían válidas a menos que fuesen selladas en las urnas, era inevitable una gran participación. Según las cifras oficiales, para las cuales no hubo un escrutinio independiente, en el referéndum celebrado el lunes 6 de julio de 1947 participó un 89 por ciento de los 17.178.812 votantes cualificados. De los 15.219.565 votos emitidos, un 93 por ciento lo hicieron por el «sí». El 7 por ciento restante estaba integrado por un 4,7 por ciento (722.656) de votos por el «no», y un 2,3 por ciento (351.746) eran papeletas en blanco o no aptas. Pese a la presión, la intimidación y la falsificación, los resultados demostraron que Franco gozaba de un respaldo social considerable.
Además, las cosas no iban bien en la guerra de guerrillas. Al principio, los ex maquisards, que llegaban con comida y armas, habían podido organizar unidades relativamente eficaces. A falta de iniciativas de liderazgo de los anarquistas o los socialistas, el PCE llenó el vacío al coordinar esos grupos y enviar a curtidos militantes entrenados en la resistencia francesa o incluso en la guerrilla ucraniana. Se atacaron barracones de la Guardia Civil, se hicieron estallar trenes y se destruyeron tendidos eléctricos. Al principio, la reacción del campesinado parecía de una solidaridad pasiva, sobre todo cuando los guerrilleros emprendían acciones concretas a petición, como la quema de archivos municipales para impedir la recaudación de impuestos. Pero, en general, los maquis siguieron el ejemplo de la resistencia francesa en lugar de adoptar el método del «foco», o el territorio seguro impregnable, un concepto utilizado entonces con gran éxito por los chinos y más tarde por los cubanos. Los guerrilleros españoles, que se consideraban la vanguardia de un futuro ejército invasor, no dedicaron mucho esfuerzo a echar raíces entre los campesinos locales. En cualquier caso, la derrota de la incursión en el Val d’Aran demostró que, en las condiciones que vivía España a finales de los años cuarenta, la táctica del foco habría sido imposible de ejecutar. Después de tres años de guerra civil y cinco más de terrorismo de Estado, el grueso de la población tenía suficiente con intentar sobrevivir a la hambruna imperante sin participar en el gran levantamiento que constituía el objetivo de la guerrilla.
Aunque estaba condenada al fracaso, entre 1945 y 1948 la guerrilla fue considerablemente irritante para el régimen. Parte de la táctica comunista consistía en hinchar su importancia inventando una estructura nacional de «ejércitos guerrilleros» para cada región del país. De este modo se esperaba apaciguar los temores de la población civil y minar la creencia de las fuerzas represoras en la estabilidad del régimen. De hecho, las fuerzas desplegadas en la lucha contra las guerrillas, sobre todo la Guardia Civil, pero también unidades regulares del Ejército, de la Legión Extranjera y de los Regulares Indígenas, tenían la impresión de que estaban combatiendo con decenas de miles de guerrilleros. Es difícil, habida cuenta de las exageraciones de ambos bandos, calcular las cifras exactas de hombres y mujeres que participaron en la guerrilla. En su momento se calcularon unas quince mil, pero Francisco Moreno Gómez argumenta plausiblemente que eran más bien siete mil. La impresión de que eran más obedecía a la técnica de atacar en días sucesivos lugares separados por cuarenta o cincuenta kilómetros de distancia.
Sin embargo, dada la dificultad para crear focos o zonas liberadas, no es de extrañar que los campesinos empezaran a rechazar poco a poco a los maquis. Cuando, como sucedía a veces, los guerrilleros lograban conquistar una aldea y ondear la bandera republicana desde el ayuntamiento, acababan retirándose siempre con la llegada de refuerzos de la Guardia Civil. En ese momento, se tomaban violentas represalias contra los aldeanos acusados de prestar ayuda a los guerrilleros. La brutalidad de los castigos se relacionaba con lo que constituía una política deliberada de tierra quemada en la que pueblos enteros eran devorados por las llamas. El proceso del rechazo campesino a la guerrilla se vio acelerado por otra táctica empleada por la Guardia Civil. Dicha táctica consistió en la creación de unidades especiales de agitadores, conocidas como «contrapartidas». Estas imitaban la rutina de los auténticos guerrilleros: entraban en un pueblo y, pidiendo comida y cobijo, alentaban a los simpatizantes a dar un paso al frente. Una vez que las redes de apoyo quedaban al descubierto, eran desmanteladas con violencia. Otras veces, esos falsos guerrilleros se limitaban a arrasar aldeas, violando y saqueando. El efecto de esas operaciones especiales imposibilitó gradualmente que los guerrilleros regresaran a los pueblos en los que en su día habían sido bienvenidos. Una vez que ya no pudieron contar con las simpatías del campesinado, cosa que ocurrió a finales de los años cuarenta, se vieron obligados a robar para sobrevivir. Ello daba entidad a las afirmaciones del régimen, según el cual, nunca fueron más que bandidos. Los presuntos guerrilleros y los meros simpatizantes solían ser arrestados y, sin pasar por un tribunal, asesinados por la aplicación de la denominada «Ley de Fugas»[89].
Las dificultades que afrontaba la guerrilla a principios de 1947 no impidieron que el PCE siguiera postulando una línea ferozmente triunfalista. Pero pese al discurso de Carrillo ante el pleno celebrado en marzo de 1947, no se podía obviar que, en aquel momento, el tan esperado levantamiento no iba a producirse. En mayo de 1947, los partidos comunistas francés e italiano se vieron obligados a abandonar el Gobierno. Debido a la vigilancia militar a la que estaba sometida la frontera francesa, cada vez era más difícil conseguir comida, armas y munición. Las condiciones en España se habían deteriorado de tal manera que muchos guerrilleros estaban dispuestos a dejar las armas. Para impedir más pérdidas inútiles de militantes curtidos, probablemente debería haberse iniciado una evacuación en 1947, pero Carrillo seguía creyendo que la guerrilla estaba a punto de derrocar a Franco. Los pocos guerrilleros que lograron salir de España por iniciativa propia fueron tachados de «traidores» y «desertores»[90].
El deterioro de las condiciones sumado a unos intereses soviéticos más amplios indicaba la necesidad de una retirada. Hay quien afirma que el primer paso en la senda del repliegue fue obra del propio Stalin desde Moscú; al fin y al cabo, en febrero de 1945, cuando La Pasionaria se disponía a viajar a Francia, Stalin le había dado su aprobación para la guerrilla[91]. Todavía en febrero de 1948, Carrillo llevó a una delegación del PCE a Belgrado a fin de recabar apoyos para las operaciones. En una larga conversación con Milovan Djilas y el propio Tito, demostró una enorme irresponsabilidad y una ignorancia culpable al pedir que se lanzaran unidades en paracaídas en la costa levantina. A la sazón, la guerrilla había sido derrotada en Toledo, Cáceres y La Mancha, y el resto de las fuerzas desplegadas en Galicia, León y Asturias, así como Córdoba, Jaén, Granada y Ciudad Real, se encontraban sumamente desmoralizadas. Sin duda, Carrillo había perdido el contacto no solo con la realidad de la situación en España, sino también con los diversos cambios trascendentales que se habían producido en el contexto internacional.
Los partidos comunistas francés e italiano habían sido declarados ilegales. Tras cuatro años de relaciones cada vez más tensas, Moscú estaba al borde de romper con Tito. Si la solicitud de apoyo aéreo planteada por Carrillo para la asediada guerrilla hubiera sido satisfecha, Tito probablemente habría tenido que acabar declarando la guerra a España, cuyas consecuencias, en plena Guerra Fría, habrían sido catastróficas. Tito, comprensiblemente desconcertado, respondió preguntándole si había consultado a «los camaradas soviéticos» y le entregó 30.000 dólares, no para la guerrilla, sino para sufragar los costes burocráticos que suponía la gestión del PCE en Francia. En el año 2000, Carrillo declaró, sorprendentemente, que en aquella época el PCE no tenía por costumbre consultar cambios políticos con los soviéticos. Cabe suponer que la pregunta de Tito supuso un inquietante toque de atención. Los líderes yugoslavos habían impedido un monumental paso en falso de un hombre normalmente sensible a las necesidades soviéticas. Este error infrecuente tuvo sus orígenes en la arrogancia de Carrillo y en el hecho de que, como la mayoría de los líderes españoles, sus conocimientos de lenguas extranjeras eran limitados. La Pasionaria hablaba ruso con dificultad, y Carrillo, Uribe y Mije lo desconocían por completo y tenían un francés muy pobre[92].
Finalmente, Stalin rompió relaciones con Tito en junio de 1948. Cuatro meses después, Dolores Ibárruri, Carrillo y Antón fueron recibidos en el Kremlin por Stalin, Molotov, Voroshilov y Suslov. Una audiencia de esa índole no tenía precedentes. Incluso durante la Guerra Civil española, el gran timonel no había mantenido contacto directo con la cúpula del PCE. Su invitación sin duda obedecía a la reunión de Carrillo con Tito y al hecho de que, al necesitar carta blanca en los Balcanes, no quería causar dificultades con las potencias occidentales por culpa de España. Según el testimonio presencial de La Pasionaria, mientras tomaban té, pasteles y chocolate, Stalin no insistió en que se abandonara la guerrilla. Por el contrario, y citando a Lenin, abogó por la necesidad de que el PCE pusiera más énfasis en otras formas de lucha, sobre todo la infiltración en las organizaciones de masas del régimen, y en ser pacientes. Que el principal objetivo de Stalin era garantizarse la docilidad de los líderes españoles quedó ejemplificado en el hecho de que, al día siguiente, Suslov visitó las oficinas del partido español y llevó un regalo del líder ruso: un pequeño maletín que contenía 500.000 dólares estadounidenses[93].
A pesar de esa generosidad, o tal vez debido a ella, a Carrillo, como defensor de un boicot total a los sindicatos verticales franquistas, debía de inquietarle su futuro. En sus memorias afirma que había discutido vehementemente con Stalin, cosa harto improbable. Por otro lado, sí reconocía que no había mencionado su petición a Tito, aunque es absolutamente impensable que Stalin no estuviera al corriente de ello. Carrillo ya había empezado a expiar sus pecados convirtiéndose en el crítico más feroz de Tito en el partido español. Su nivel de estrés queda patente por las úlceras de estómago que empezó a sufrir por aquel entonces. El régimen empezaba a desplegar su campaña contra la guerrilla. Su éxito y las recomendaciones de Stalin provocaron una reunión urgente del Politburó con los líderes de la guerrilla en Francia, que decidieron realizar un cambio drástico de estrategia. Se infiltrarían en los sindicatos falangistas y se desmantelaría la guerrilla. Las unidades guerrilleras deberían cesar las acciones ofensivas y concentrarse en defender los comités del PCE en el interior. Esto abrió las puertas al desastre. Muchos activistas se negaron a abandonar la lucha. El propio Carrillo tenía sus dudas y no se esforzó por organizar una evacuación[94]. Sin embargo, el cambio se plasmó en un artículo de Carrillo con un tono bastante menos triunfalista que los anteriores.
De hecho, el artículo contenía una crítica al partido por su «incomprensión de la necesidad de utilizar las formas legales de la lucha y la resistencia a atrincherarse tras las organizaciones legales». Apenas se mencionaba la guerrilla, solo la resistencia; tampoco la caída inmediata del franquismo, solo la necesidad de tener paciencia, ya que la dictadura contaba con el apoyo de los imperialismos británico y estadounidense. Utilizando los mismos textos de Lenin que había citado Stalin, Carrillo declaraba que fomentar sindicatos ilegales era aislar a los trabajadores y que el camino correcto era entrar en las organizaciones del régimen[95].
La decisión del PCE de renunciar a la lucha de guerrillas fue autónoma, pero evidentemente estuvo influenciada por las palabras de Stalin. El deterioro de las relaciones con Estados Unidos bastó para llevar a Stalin a suprimir el elemento irritante y gratuito que constituía el conflicto cada vez más insostenible en España. Su propuesta de adoptar una táctica de infiltración no era más que el pretexto para la reunión que le sugirió uno de sus funcionarios. Sin embargo, los líderes españoles le profesaban tal lealtad que sus palabras sagradas provocaron un giro de ciento ochenta grados inmediato por parte de Carrillo. No obstante, la noticia «de la presunta desconvocatoria de la guerrilla», según Moreno Gómez, no llegó a «las sierras del Centro Sur de España». En 1950, el partido aún emitía comunicados en los que aseguraba que la guerrilla proseguía y que la labor de propaganda, agitación y organización en la población rural seguía en activo.
Carrillo siempre intentó mantener un control igual de rígido sobre los militantes del interior de España. Líster aseguraba que ejercía un «verdadero terror». Incluso los miembros más heroicos del partido podían ser acusados de ser agentes provocadores si cuestionaban las opiniones de Carrillo. Los enfrentamientos entre el secretario general y los militantes del interior eran constantes, y Líster dijo que el partido denunciaba a los militantes recalcitrantes a los franquistas. A Líster le convenía olvidar la eficacia despiadada de la operación policial llevada a cabo por Roberto Conesa, quien durante la Guerra Civil había sido agente provocador desde las propias filas del PCE. Cuando capturaban a los militantes del interior, los sometían a una tortura sádica e, inevitablemente, algunos se desmoronaban y revelaban información clave. Visto desde Francia, el único método seguro de tratar la cuestión era eliminar a todo aquel que pareciera sospechoso. A propósito de cómo combatir las posibles infiltraciones de la policía, Carrillo recomendó a Monzón lo siguiente: «No tener ningún sentimentalismo ni temor a cometer injusticias. Tiempo habrá de repararlas»[96].
Por supuesto, es imposible distinguir entre quienes fueron eliminados por una colaboración auténtica o sospechada con las autoridades y quienes, por los motivos que fuera, desobedecieron sus instrucciones. Trilla y Alberto Pérez Ayala distaron de ser las únicas víctimas de Carrillo en el interior. El propio Carrillo relató la condena y ejecución de un «distinguido activista del PCE». No está claro si el delito del hombre anónimo fue establecer un comité provincial sin el permiso de Carrillo o ser sospechoso de haber capitulado ante la tortura policial y haberse convertido en agente doble. Fueran cuales fuesen sus delitos, Carrillo le ordenó que se desplazara a Francia, donde lo interrogaron antes de reenviarlo a España. Su paso por la frontera fue apalabrado con una «agrupación guerrillera donde finalmente es sancionado por sus crímenes»[97]. Existen varios casos de militantes en el interior sentenciados a muerte por Carrillo y eliminados ya fuera por los grupos que vigilaban los pasos de la frontera o por guerrilleros.
Hubo cuadros importantes castigados por negarse a abandonar a Monzón, por excesiva independencia o por la sospecha de que eran agentes de la Guardia Civil. En Galicia, por ejemplo, se acusó a Víctor García Estanillo, el líder local apodado «el Brasileño», por haber mostrado demasiada afinidad con Monzón. En enero de 1946, las muertes de García Estanillo y de su subordinado Teófilo Fernández fueron organizadas por José Gómez Gayoso, su sustituto enviado desde Francia, quien acusó en falso al Brasileño de ser un agente de la Gestapo y un delincuente. Un caso parecido fue el de otro de los líderes gallegos, Manuel Fernández Soto («el Coronel Benito»), a quien Carrillo condenó por traidor pero que, antes de que pudiera llevarse a cabo la sentencia, fue asesinado por la Guardia Civil en abril de 1948[98]. Otro ejemplo típico de los enfrentamientos entre los emisarios de Carrillo y las personas a las que debían sustituir fue el caso de Baldomero Fernández Ladreda («Ferla»), en Asturias. Tras unas violentas confrontaciones en las que intervinieron las armas, declaró que no estaba «dispuesto a aguantar a ningún pedante que no haya vivido la realidad del terror franquista porque son ellos [los] que tienen que escuchar a nosotros y no nosotros a ellos, que han estado a muchos kilómetros de la realidad del abandono en que nos dejaron». Ferla fue denunciado ante la Guardia Civil desde dentro del partido y acabó ejecutado[99].
Como la guerrilla era incapaz de llevar a cabo la tan anunciada promesa de derrocar al régimen, Carrillo se volvió cada vez más paranoico y desconfiaba de todo el mundo, pues buscaba la justificación en la traición y no en la eficacia de la Guardia Civil. Antonio Beltrán («el Esquinazao») era un militante veterano que, después de tener un papel importante durante la Guerra Civil, fue seleccionado para formarse en la Academia Militar de Frunze y participó en la defensa de la Unión Soviética durante la Segunda Guerra Mundial. En 1948, estando ya bajo sospecha por sus vínculos con los socialistas, cometió el error de decir durante una reunión del partido que la política exterior de la URSS era casi tan imperialista como la de Estados Unidos. Al poco tiempo, mandaron a dos asesinos a Bayona para que lo mataran, pero él iba bien armado y consiguió repelerlos. Huyó a México y su mujer quedó retenida en Rusia para asegurar su silencio[100].
Otro caso fue el de Luis Montero Álvarez («Sabugo»), ejecutado en la frontera con Francia, según dijo Líster, por un escuadrón que comandaba uno de los compinches más leales a Carrillo, Eduardo García. Luis Montero era un ferroviario asturiano que había combatido en la Guerra Civil y en la resistencia francesa y que había sobrevivido al campo de concentración de Mauthausen, aunque quedó en unas condiciones deplorables. A pesar de su pésima salud, Carrillo insistió en utilizarlo para las misiones de la guerrilla en Asturias. A finales de 1949, pidió permiso para abandonar la lucha por motivos de salud, pero Carrillo se lo denegó. Poco después, lo apresó la Guardia Civil y es posible que se rindiera ante la presión. Carrillo lo denunció y dijo que era un «agente provocador monzonista» que trabajaba para la Benemérita. Por eso mandó a un escuadrón para que lo matara[101].
Líster aseguró que en 1948 había redactado un informe sobre unas muertes misteriosas en el que indicaba que la única explicación era que el aparato del partido contara con algún policía infiltrado. En la década de 1970, Líster publicó acusaciones en las que decía que varios guerrilleros y otros militantes habían sido asesinados a manos de José Gros, jefe de seguridad del PCE y otros colaboradores incondicionales, por orden de Carrillo. Estas alegaciones repetían lo que ya había dicho de forma más detallada Francisco Abad Soriano, en aquella época miembro del equipo dirigente en París, en un largo informe presentado ante el Politburó. A partir de las sospechas de que había agentes dobles dentro del aparato del partido, Abad había llegado a la conclusión de que algunas de las muertes habían sido en realidad asesinatos premeditados y que otras, perpetradas por la policía, habían sido la respuesta a denuncias surgidas desde el propio partido. Al parecer, el informe fue suprimido por La Pasionaria y Claudín, quienes consiguieron la reclusión de Abad en un centro psiquiátrico soviético. Salta a la vista que es a este episodio al que se refería Carrillo en sus memorias cuando escribió que había sido objeto de una denuncia por parte de alguien que «sufría de un tumor en la cabeza y pensé que no estaba en sus cabales». Hizo esta alusión velada al informe y al destino de su autor, sabiendo que, como había muerto en 1979, Abad no podría contradecirle. De hecho, Abad no sufría ningún desequilibrio y, cuando consiguió enviar una copia del informe a la KGB, le dejaron salir del psiquiátrico. Le entregó un resumen del informe a su hija, quien al final reconoció la veracidad de los comentarios iniciales de Líster. Cuando en 2008 se le preguntó directamente por esta cuestión a Carrillo, alegó la poco convincente excusa de que el informe de Abad había sido un intento de la KGB por desacreditarlo debido a su opinión antisoviética. Sin embargo, hasta muchos años después del incidente, Carrillo no manifestó ninguna crítica a los rusos[102].
Poco después del final de esa década, cuando la guerrilla daba sus últimos coletazos, Carrillo envió a España en agosto de 1950 a dos de sus veteranos más curtidos: José Gros y Adelino Pérez Salvat («Teo»). Teo abogaba por la evacuación desde 1949, pues Gros y él consideraban que la mayor preocupación de los guerrilleros era simplemente conseguir alimento. Cuando salieron con una partida de guerrilleros en junio del año siguiente, Carrillo organizó una reunión con ellos y con miembros de la Agrupación Guerrillera del Levante (AGL), «Galán» y «Jacinto». Los procedimientos dejaron claro que la intención de Carrillo era culpar a los guerrilleros y quedar absuelto él de toda responsabilidad por el fracaso. Hizo oídos sordos ante las excusas de que el campesinado no los apoyaba y ante la existencia dentro de las filas de anarquistas y otros militantes que rechazaban la disciplina comunista. Con aire paternalista, comentó que se habían cometido errores, sobre todo al no saber identificar y eliminar a los elementos sospechosos. Lo más sorprendente fue su menosprecio de la guerrilla, pues dijo que no era una medida política central del PCE sino un mero movimiento espontáneo al que el partido había intentado ayudar dándole contenido político.
Los únicos errores que reconoció que habían cometido los líderes ubicados en París fueron: «Hemos dado demasiada importancia a la guerrilla; hemos distraído demasiadas energías en ella». Todos los errores de la AGL fueron atribuidos, con razonamientos bastante enrevesados, a los combatientes del interior. Los denunció con estas palabras: «Estos elementos tenían su propia línea, una línea anarquizante y aventurera, que consistía en subordinar la organización del Partido a sus fines; en menospreciar el papel de la clase obrera y de los campesinos; el papel de las masas; en negar el papel dirigente del Partido; en considerar que un grupo de héroes que estaban en el monte eran los que iban a derribar al régimen». Tras dar este veredicto poco realista y del todo cínico, Carrillo volvió a mandar a Gros a Levante para empezar la evacuación[103]. Fue una respuesta completamente inadecuada ante una situación desesperada. No hubo una evacuación organizada, sino una larga marcha forzada de grupos concretos, que no se debía a una orden general de Carrillo, sino como respuesta a las condiciones insoportables que se vivían en España. Las últimas unidades no salieron del país hasta bien entrado el año 1952[104]. Pasada esa etapa, Gros continuó al lado de Carrillo hasta la década de 1980 como guardaespaldas y jefe de seguridad.
Incluso antes de reunirse con Stalin, se apreciaban numerosas pruebas de la servil dependencia del PCE con respecto al Kremlin en la respuesta al Politburó al ataque soviético contra Tito. El 16 de junio de 1948, la Cominform emitió un comunicado desde Bucarest en el que denunciaba políticas antisoviéticas y «liquidacionistas» del Partido Comunista Yugoslavo. El Politburó del PCE secundó de inmediato la expulsión de los yugoslavos y alabó en especial la «clarividencia, firmeza y vigilancia» del PCUS. A lo largo del año siguiente, más de doscientos miembros del PCE serían expulsados y una cifra más reducida liquidada por cuestionar el ataque a Tito. Supuestamente, la confusión vino motivada por el hecho de que, hasta hacía poco, los líderes españoles habían superado a la mayoría de los partidos en sus elogios a Tito[105].
Como es comprensible, Carrillo estaba ansioso por disociarse de Tito y reafirmar su lealtad a Moscú. Su primera respuesta fue matar dos pájaros de un tiro relacionando los «crímenes» de Tito con los de Monzón. Lo acusó de tramar la destrucción del PCE, lo cual se justificaba por el hecho de que Monzón era «un intelectual de formación burguesa, lleno de ambiciones personales, ligado por lazos familiares y por su formación a elementos reaccionarios». Para llevar a cabo sus viles planes, Monzón se había rodeado de un grupo de «resentidos, amargados, ambiciosos y aventureros». Uno de los más destacados era Trilla: «Este viejo provocador había vuelto al Partido durante la guerra, fingiendo un jesuítico arrepentimiento por su conducta pasada, y esperando la oportunidad, que Monzón le deparó, de volver a hacer daño al Partido». Monzón y Trilla fueron acusados de aventureros y agentes enemigos que organizaron la invasión de la Val d’Aran para causar «el aniquilamiento físico de nuestros militantes». En un increíble acto de hipocresía, Carrillo tachó igualmente de traidores a aquellos camaradas que, en el norte de África, habían defendido el envío de grupos guerrilleros a España, una política que él también había respaldado[106].
El vehemente entusiasmo con el que Carrillo repetía sus ataques despiadados contra Quiñones y Monzón denotaba algo más que una mera ambición. La venganza que había perpetrado desde finales de 1944 contra aquellos que siguieron luchando en España era un reflejo de algo que también se daba en los partidos comunistas de Europa del Este. El grueso de los líderes comunistas españoles reprodujo la experiencia de sus homólogos de la mayoría de los países de esa región. Con la excepción de albanos y yugoslavos, se habían ido al exilio (en general, a Moscú). Inevitablemente, la proximidad y la dependencia del Kremlin llevaron a esos funcionarios del partido a pensar que eran los portadores de la llama sagrada de la ortodoxia comunista. Como era predecible, sus serviles ideas estalinistas cada vez discrepaban más de las percepciones de quienes permanecieron en el interior para continuar la batalla antifascista. En un proceso ejemplificado en el caso del partido español por las actividades de Carrillo desde finales de 1944, los burócratas de las formaciones polaca, húngara, rumana, checoslovaca y búlgara regresaron para purgar a quienes habían luchado contra el fascismo pero habían perdido contacto con la ortodoxia estalinista. Dado que Tito no tuvo ese problema, pudo seguir una línea independiente que desafiaba a Moscú.
Otros líderes comunistas serían ejecutados tras unos juicios cuidadosamente ensayados en los cuales, tras meses de torturas y privaciones sensoriales, realizaron confesiones redactadas con anterioridad sobre crímenes que no habían cometido. El proceso comenzó con el ex ministro de Interior de Albania, el pro Tito Koçi Xoxe (ejecutado en junio de 1949), seguido de su homólogo húngaro, László Rajk (ejecutado el 16 de octubre de 1949), el ex primer ministro de Bulgaria, Traicho Kostov (ejecutado el 16 de diciembre de 1949), el ex secretario general del Partido Comunista Checo, Rudolf Slansky (ahorcado el 4 de diciembre de 1952) y el ex ministro de Justicia de Rumanía, Lucre iu P tr canu (fusilado el 17 de abril de 1954). Las víctimas elegidas fueron acusadas de traición y de ser agentes de una potencia extranjera. La «prueba» era que habían mantenido contacto con Noel Field, director de la organización benéfica American Unitarian, que actuó en Europa del Este después de la guerra. El propio Field fue acusado de ser un espía estadounidense. En realidad, como antifascista a ultranza, trabajó para los soviéticos y los estadounidenses y respaldó al bando republicano en la Guerra Civil española. Trabajando para la Sociedad de Naciones en España entre 1938 y 1939, Field ayudó a repatriar a brigadistas internacionales. En la Francia ocupada y en Suiza, había trabajado desinteresadamente por los refugiados, sobre todo judíos. Muchas de las personas a las que había ayudado llegarían a desempeñar un papel notable en el Bloque Soviético, y el contacto con Field era una conveniente acusación de traición.
Dentro del partido español, quienes mantuvieron contacto con Noel Field incluían a Jesús Monzón, Carmen de Pedro y Manuel Azcárate. A finales de 1942, Monzón había enviado a los otros dos a Ginebra para establecer una base desde la que era posible comunicarse con el PCE en Moscú y Latinoamérica. Mientras se encontraban allí conocieron a Field, de quien recibieron fondos para ayudar a los refugiados españoles en Francia. Cuando empezó a circular la noticia sobre los juicios celebrados en el Bloque Soviético, Azcárate informó a Carrillo de su inocua conexión con Field. Carrillo le ordenó que cesara inmediatamente sus labores para el PCE y se personara en un piso de París que pertenecía al partido. Allí, a lo largo de muchos días entre mediados de enero y principios de febrero de 1950, él y Carmen fueron sometidos a feroces interrogatorios por parte de Carrillo, quien, con gran destreza, casi como si estuviese siguiendo un manual del NKVD, aprovechó las revelaciones de uno para empujar al otro a ofrecer más información para defenderse.
Carrillo aseguró que habían sido enviados a Ginebra por Monzón para establecer contacto con Field. Cualquier intento de Azcárate por defender a Monzón fue refutado por Carrillo como una prueba de que eran sus cómplices. El interrogatorio fue tan despiadado que Azcárate casi llegó a creerse que era un espía capitalista. Carmen de Pedro estuvo al borde de un ataque de nervios por la presión a la que fue sometida. El hecho de que ella y Monzón vivieran bien, en realidad gracias al dinero que enviaba a este último su adinerada madre, fue considerado una prueba de que era un asalariado de Field. Tras horas de tortura psicológica, Carrillo la acusó de traición por no revelar los delitos de Monzón y la amenazó con expulsarla del partido, señalando que ya lo había perdido todo y que fuera de él no era nada. Carmen se sentía tan desorientada por aquella experiencia que firmó la confesión más humillante y aceptó que Monzón era un traidor que debía ser liquidado.
El documento que rubricó es un testamento revelador de la naturaleza de los interrogatorios que llevó a cabo Carrillo. Carmen afirmaba que su declaración era «el reflejo del estado de ánimo de una pequeña burguesa, llena de graves defectos, aniquilada moral, física y políticamente por el peso de los graves errores cometidos». El grado de la humillación que sufrió puede calibrarse por su afirmación de que, puesto que ya no se sentía merecedora de conservar la fotografía que Dolores Ibárruri le había firmado con una afectuosa dedicatoria, se la devolvería al partido. A lo largo de toda la confesión reiteró que, gracias a las explicaciones que le dio Carrillo, había podido ver el horror de los delitos cometidos por Monzón y se había dado cuenta de su propia culpabilidad como cómplice. Por ello, reconoció que, debido al complejo de inferioridad que subyacía en su devoción a Monzón: «He sido el instrumento de esa línea de traición que tenía como finalidad liquidar al Partido como vanguardia de la clase obrera, despojarle de su carácter y contenido de partido proletario revolucionario marxista-leninista-stalinista al servicio de los imperialistas extranjeros». También aseguraba que había actuado de común acuerdo con Monzón en la operación de la Val d’Aran por «vanidad, ambición, podredumbre y deformación política», y de la invasión decía: «Las repercusiones de este trabajo del enemigo fueron enormes y la operación del Valle de Arán que yo hice llevar a la práctica, siguiendo las instrucciones que al servicio del enemigo el traidor Monzón nos ordenó realizar, con dicha operación se retrasó en proporciones que para mí son incalculables la liberación de nuestra Patria».
El grado de desesperación y confusión al que Carrillo la había conducido llevó incluso a afirmar: «Estoy abrumada y si no supiera que el Partido no desea eso reconocería incluso cosas que no recuerdo haber hecho, convencida de que no merezco ser miembro del Partido». Después de destruirla prácticamente, Carrillo ordenó su expulsión del partido. Por el contrario, al protegerse respaldando las acusaciones de Carrillo contra Monzón, Azcárate simplemente fue retirado de sus cargos de responsabilidad. No obstante, conservó su salario como funcionario del partido y finalmente sería «recuperado» como uno de sus asistentes más próximos. Carrillo distorsionó la información que obtuvo de ambos y la convirtió en la base de las acusaciones que publicó, en las cuales afirmaba que Monzón era un espía reclutado por Noel Field para los estadounidenses, además de ser un agitador franquista[107].
Según una grotesca diatriba que escribió Carrillo en 1950, «Quiñones era un aventurero, audaz y sin escrúpulos, con toda evidencia un agente del Intelligence Service inglés» y culpable de denunciar a Diéguez, Larrañaga y otros. Carrillo acusaba a Quiñones de sectarismo e indisciplina con respecto a la cúpula del partido y del delito de criticar el pacto nazi-soviético. Además de calificarlo de agente británico, alegó que trabajaba para la policía franquista. En una extraña observación, decía que las actividades de Monzón en Francia y España estaban dirigidas por Noel Field. «Esto», proclamaba, «explica la enorme analogía entre la política de Monzón y la de los bandidos titistas»[108]. En el mismo número de la revista del PCE se incluía un histérico artículo de Ignacio Gallego que denunciaba el «titismo». En él acusaba a Tito de ser un asesino fascista y afirmaba que sus espías se habían infiltrado en las Brigadas Internacionales para ayudar a Franco. Entre los culpables de ese crimen se encontraban Trilla, Monzón, Jesús Hernández y Enrique Castro Delgado[109].
Las nauseabundas mentiras de Carrillo sobre Monzón y Quiñones y el trato que procuró a Carmen de Pedro no solo eran manifestaciones de la esencia de su ambición y de su rígido compromiso con la línea de Moscú. La agresividad de su lenguaje reflejaba dos cosas más. Por un lado, estaba la necesidad de encubrir el hecho de que no había denunciado a Tito a tiempo. Por otro, la derrota de la guerrilla constituía el fracaso de una política en la que había invertido buena parte de su credibilidad. La adhesión al consejo de Stalin, según el cual, la dictadura solo podría ser derrocada por una amplia alianza de fuerzas de oposición, hacía frente a dos obstáculos. El primero era la enorme dificultad de infiltrarse en los sindicatos verticales falangistas. La segunda, el grado en que el resto de las fuerzas democráticas españolas recibían la atmósfera anticomunista de la Guerra Fría y en que todavía abrigaban un ardiente resentimiento por la prepotencia del PCE en la década anterior. A consecuencia de ello, la creación de un frente amplio obligaría a la cúpula comunista a orquestar un espectáculo de moderación creíble. Y eso conllevaría cierto grado de desestalinización. A la postre, Carrillo emprendería dicha tarea, pero una vez que se dieron los cambios apropiados en el Kremlin. Siempre estaba dispuesto a recrearse en la imagen soviética. Por ello, cualquier desestalinización estaría relacionada con directrices políticas, no con la estructura interna del partido. Como habían demostrado las purgas asociadas con Quiñones y Monzón, la preservación del poder de los líderes exiliados siempre sería prioritaria. Además, la campaña contra Tito no había terminado todavía.