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La creación de un revolucionario

1915-1934

Santiago Carrillo nació el 18 de enero de 1915 en Gijón, en el seno de una familia de clase trabajadora. Su abuelo, su padre, Wenceslao, y sus tíos se ganaban la vida como metalúrgicos en la fábrica Orueta. Antes de casarse, su madre, Rosalía Solares, era costurera. Wenceslao Carrillo era un destacado sindicalista y miembro del Partido Socialista que puso gran empeño en que su hijo siguiera sus pasos. Como secretario del sindicato metalúrgico asturiano, Wenceslao había sido encarcelado tras la huelga revolucionaria de agosto de 1917. De hecho, Santiago afirmaría más tarde que el recuerdo más temprano que guardaba de su padre era ver cómo la Guardia Civil se lo llevaba periódicamente de la casa familiar en Avilés. Fue allí, y después en Madrid, donde se crio en el seno de una familia cálida y afectuosa, impregnada también por un acusado sentido de la lucha de clases. Su infancia se desarrolló, según sus propias palabras, en una cálida familia numerosa. Ello explicaría la indestructible confianza en sí mismo que siempre habría de sustentar su carrera. En sus memorias asegura que la familia siempre fue tremendamente importante para él[1]. Sin embargo, eso no explica la ferocidad con la que repudió a su padre en 1939. Por aquel entonces, como durante el resto de su vida, al menos hasta su retirada del Partido Comunista a mediados de los años ochenta, las lealtades y la ambición políticas contaban mucho más que la familia.

Santiago tenía seis hermanos, de los cuales dos murieron muy jóvenes. Su hermano Roberto falleció durante una epidemia de viruela en Gijón, de la cual Santiago salió indemne gracias a los desvelos de su abuela paterna, que dormía en la misma cama para impedir que se rascara las heridas. Su hermana menor, Margarita, murió de meningitis solo dos meses después de nacer. Al provenir de una familia de izquierdas, no escaseaban las tendencias rebeldes, que se vieron exacerbadas en una escuela primaria de signo católico. Para entonces, la familia se había trasladado a Avilés, veinte kilómetros al oeste de Gijón. Por una blasfemia involuntaria, fue obligado a pasarse una hora de rodillas y con los brazos en cruz mientras sostenía en cada mano un libro extremadamente pesado. Como respuesta al fanatismo de sus profesores, sus padres decidieron sacarlo del colegio. Poco después, el Centro Obrero de Avilés inauguró en el desván de su sede central una pequeña escuela para hijos de sindicalistas. Encontrar un profesor no religioso resultó difícil, y la tarea recayó en un barrendero municipal jorobado, un tanto más cultivado que la mayoría de sus compañeros. Más tarde, Carrillo recordaría con arrepentimiento las crueles burlas a las que él y otros niños traviesos sometían al pobre hombre.

Poco después, a principios de 1924, Wenceslao ya era un alto cargo sindicalista empleado a tiempo completo en la Unión General de Trabajadores y colaborador de El Socialista, el periódico del PSOE, y la familia se trasladó a Madrid. Allí, con el exiguo salario que la UGT podía pagarle, pasaron por diversos barrios de clase trabajadora. Al principio se vieron obligados a vivir en condiciones atroces, y Santiago incluso recordaría más adelante haber sido testigo de suicidios y crímenes pasionales. En el barrio de Cuatro Caminos tuvo la fortuna de poder acceder a un colegio excelente, el Grupo Escolar Cervantes[2]. Con el tiempo, atribuyó a sus comprometidos profesores y a sus jornadas lectivas de doce horas una enorme influencia en su desarrollo, sobre todo su indiscutible ética laboral. Entre las críticas que se pueden hacer a Carrillo no está la holgazanería. También lo curtieron las constantes peleas a puñetazos con varios matones del colegio.

A los catorce años, su ambición era ser ingeniero. Sin embargo, ni la escuela ni su familia podían costearle las pruebas de acceso para cada una de las seis asignaturas del bachillerato. Al no poder seguir adelante con los estudios, abandonó el colegio con una profunda sensación de injusticia social. No obstante, gracias a su padre, pronto emprendería una meteórica carrera en el movimiento socialista. Wenceslao le consiguió un trabajo en la Gráfica Socialista, el taller de imprenta del periódico del PSOE. Ello requería que se afiliara a la UGT y a la Federación de Juventudes Socialistas (FJS). En noviembre de 1929, el ambicioso Santiago, que todavía no había cumplido los quince años, publicó sus primeros artículos en el semanario ovetense La Aurora Social, donde pedía la creación de una sección estudiantil en la FJS. Merced a la posición de su padre, ascendió increíblemente rápido en la Federación, y fue admitido por votación en el comité ejecutivo casi de inmediato. En este sentido, tuvo una importancia crucial el hecho de que Wenceslao Carrillo fuera amigo personal de Francisco Largo Caballero, un líder sindical de gran influencia, al que llamaban afectuosamente «Don Paco» en casa de los Carrillo. Cada semana, ambas familias solían celebrar comidas campestres en Dehesa de la Villa, a las afueras de Madrid. Al parecer, además de la comida y el vino, solían llevar un organillo, que utilizaban para acompañar a Don Paco y su esposa, Concha, cuando demostraban sus habilidades con el chotis, el baile madrileño típico. Este vínculo había de suponer un enorme espaldarazo para la carrera de Santiago en las filas del PSOE. De hecho, el veterano líder había dado a menudo el biberón al pequeño Santiago, con lo que se estableció una actitud de paternalismo hacia Santiago que duró hasta la Guerra Civil. Cuando tuvo edad suficiente para entender las cosas, Santiago escucharía con avidez las conversaciones que mantenían su padre y Largo Caballero acerca de las disputas internas de la UGT y el PSOE. No cabe duda de que la postura absolutamente pragmática de esos dos curtidos burócratas sindicalistas ejercería una gran influencia en el desarrollo político de Santiago. El modo en que los conflictos tendían a personalizarse también quedaría reflejado en su gestión de las polémicas tanto en el Partido Socialista como en el Comunista en estadios posteriores de su vida[3].

Pronto empezó a publicar con regularidad en Renovación, el semanario de la FJS. Gracias a ello mantenía frecuentes contactos con la célebre y prodigiosa intelectual Hildegart Rodríguez, que había nacido un año después que él y que de adolescente ya ofrecía conferencias y escribía artículos sobre política sexual y eugenesia. A los ocho años de edad, Rodríguez hablaba seis idiomas, y obtuvo una licenciatura en Derecho a los diecisiete. Justo cuando empezaba a cobrar protagonismo dentro de las Juventudes Socialistas, fue abatida a disparos por su madre, Aurora, celosa de su creciente independencia. A principios de 1930, el director de El Socialista, Andrés Saborit, brindó a Santiago la posibilidad de abandonar la maquinaria de la imprenta para trabajar a tiempo completo en la redacción del periódico. Un ascenso en el que parece que pudieron influir su padre y Don Paco. Empezó de manera bastante modesta, cortando y pegando artículos de agencia y redactando titulares para estos. No obstante, pronto se convirtió en periodista en prácticas y obtuvo el puesto de informador municipal[4].

A finales de enero de 1930 se produjo la salida de España del dictador Miguel Primo de Rivera. Entre este momento y la instauración de la Segunda República, el 14 de abril de 1931, hubo una considerable agitación en las filas del movimiento socialista. Desde luego, se apreciaban todavía pocos indicios de la radicalización que se desarrollaría a partir de 1933 y que catapultaría a Santiago Carrillo a una considerable prominencia en el movimiento izquierdista. Los problemas en aquellos días giraban en torno a la validez y el valor de la colaboración socialista con el Gobierno. A finales de los años veinte, justo cuando Santiago Carrillo empezaba a involucrarse en las Juventudes Socialistas, existían básicamente tres facciones dentro de la Unión General de Trabajadores y el PSOE. La más moderada de las tres, aunque en apariencia la más radical por su adhesión a la rígida teoría marxista, era la liderada por el presidente del partido y del sindicato, Julián Besteiro, catedrático de Lógica en la Universidad de Madrid[5]. En el centro, aunque en aquel momento era la más realista y, paradójicamente, en el contexto de su época, la más radical, estaba el grupo asociado con Indalecio Prieto, propietario del influyente periódico bilbaíno El Liberal[6]. La tercera facción, a la que estaba vinculado Wenceslao, el padre de Carrillo, era la de Largo Caballero, vicepresidente del PSOE y secretario general de la UGT[7]. Gracias a su puesto de aprendiz en la plantilla editorial de El Socialista, donde mantenía contacto diario con Andrés Saborit, el colaborador más próximo a Besteiro, y a los vínculos con Largo Caballero a través de su padre, a Santiago Carrillo le resultaba fácil seguir las polémicas internas, aunque, para proteger su trabajo, todavía no tomaba partido públicamente.

El movimiento socialista español era fundamentalmente reformista y, a excepción de Besteiro, carecía de una tradición de marxismo teórico. En ese sentido, era fiel a sus orígenes entre los impresores, la aristocracia de la clase trabajadora en el Madrid de finales del siglo XIX. A su fundador, el austero Pablo Iglesias Posse, siempre le interesó más sanear la política que la lucha de clases. Julián Besteiro, su sucesor como líder del partido, también creía que un aislacionismo político marcadamente moral era la única opción viable en el corrupto sistema de la monarquía constitucional. Por el contrario, y en un tono en general más realista, Indalecio Prieto, una persona inusual, puesto que no tenía un sindicato detrás, creía que el movimiento socialista debía hacer cuanto fuera necesario para defender los intereses de los trabajadores. Sus experiencias en la política bilbaína lo habían convencido de la necesidad previa de instaurar la democracia liberal. Sus primeras alianzas con republicanos locales de clase media lo llevaron a defender una coalición republicano-socialista como un paso necesario para obtener el poder[8]. Ello ocasionó conflictos con Largo Caballero, que desconfiaba de los políticos burgueses y creía que la actividad apropiada para el movimiento obrero era la acción huelguista. La hostilidad que mostró Largo Caballero hacia Prieto durante toda su vida sería asumida en parte por Santiago Carrillo y, desde 1934, formaría parte de su carácter político.

No obstante, el conflicto subyacente entre Prieto y Largo Caballero tuvo escasas repercusiones antes de 1914. Esto obedecía en gran medida a que en las dos décadas previas al estallido de la Gran Guerra, los precios y los salarios habían sido relativamente estables en España, aunque los primeros figuraban entre los más elevados y los segundos entre los más bajos de Europa. De resultas de ello, apenas se mantuvieron debates relevantes sobre el ascenso al poder por medios electorales o a través de huelgas revolucionarias. En 1914, esas circunstancias empezaron a cambiar. Como país no beligerante, España podía suministrar comida, uniformes, material militar y transporte a ambos bandos. El auge industrial vertiginoso, acompañado de una temible inflación, alcanzó su punto álgido en 1916. En respuesta a un dramático deterioro de las condiciones sociales, el PSOE y la UGT participaron en una huelga general convocada en todo el país a mediados de agosto de 1917. Incluso entonces, los principales objetivos de los socialistas eran cualquier cosa menos revolucionarios, y no iban más allá de los llamamientos a la instauración de un Gobierno provisional, a unas elecciones a las Cortes Constituyentes y a unas medidas enérgicas para combatir la inflación. La huelga iniciada el 10 de agosto de 1917 fue fácilmente aplastada, y pese a su carácter pacífico desató una salvaje represión en Asturias y el País Vasco, dos de los principales bastiones socialistas, además de Madrid. En Asturias, provincia natal de la familia Carrillo, el general Ricardo Burguete y Lana, gobernador militar de la región, declaró el estado de guerra el 13 de agosto, y acusó a los organizadores de la huelga de ser mercenarios al servicio de potencias extranjeras. Tras anunciar que daría caza a los huelguistas «como bestias salvajes», envió columnas de tropas regulares y guardias civiles a las cuencas mineras, en las que emprendieron una orgía de violaciones, saqueos, palizas y torturas. Con ochenta muertos, ciento cincuenta heridos y dos mil detenidos, el fracaso de la huelga estaba garantizado[9]. Manuel Llaneza, líder moderado del sindicato de mineros de Asturias, escribió en aquel momento sobre el «odio africano» durante una acción en la que una de las columnas de Burguete se encontraba al mando del joven comandante Francisco Franco[10]. Como veterano sindicalista que había experimentado la huelga y la severidad de la posterior represión en Asturias, Wenceslao Carrillo destacó en adelante por su cautela a la hora de tomar cualquier decisión que pudiera desencadenar un conflicto peligroso con el Estado.

Los cuatro miembros del comité de huelga nacional fueron detenidos en Madrid. Se trataba de Besteiro, vicepresidente del PSOE; Largo Caballero, su homólogo en la UGT; Andrés Saborit, líder del sindicato de impresores y ya entonces director de El Socialista, y Daniel Anguiano, secretario general del sindicato de trabajadores ferroviarios. Los cuatro estuvieron a punto de ser ejecutados sumariamente, pero a la postre fueron condenados a cadena perpetua. Solo pasaron varios meses en prisión ya que gracias a una campaña de amnistía en todo el país, fueron puestos en libertad al ser elegidos a las Cortes en las elecciones generales del 24 de febrero de 1918. Aquella experiencia tuvo un efecto traumático en la trayectoria de los cuatro. En general, la cúpula socialista, y sobre todo la burocracia de la UGT, quedó conmocionada, y consideró que el papel del movimiento en 1917 había sido una osadía sin sentido. Largo Caballero, al igual que Wenceslao Carrillo, más interesados en la supervivencia material e inmediata de la UGT que en futuros objetivos revolucionarios, estaba decidido a no poner nunca más en riesgo los logros legislativos ya existentes y las propiedades del movimiento en un enfrentamiento directo con el Estado. Tanto Besteiro como Saborit se volvieron cada vez menos radicales. Cada uno a su manera, percibían la futilidad de un ataque frontal del débil movimiento socialista español contra el Estado. Anguiano, por el contrario, avanzó hacia posiciones más extremistas, y a la postre fue uno de los fundadores del Partido Comunista.

La continua inflación y el aumento del desempleo en la depresión posterior a 1918 propiciaron, tras la Revolución rusa, el nacimiento de un grupo subversivo dentro del movimiento socialista, particularmente en Asturias y el País Vasco. Anguiano y otros veían los hechos acontecidos en Rusia y el fracaso de la huelga de 1917 como una constatación de que era inútil trabajar hacia una fase democrática burguesa en la senda que conducía al socialismo. Entre 1918 y 1921, el movimiento socialista se vería dividido por tres amargos años de debate sobre la relación del PSOE con la Comintern; el problema fundamental que pretendían resolver era si el socialismo español había de ser legalista y reformista o violento y revolucionario. La tendencia pro bolchevique cayó derrotada en tres congresos de partido celebrados en diciembre de 1919, junio de 1920 y abril de 1921. En un pulso muy equilibrado, la cúpula ganó merced a los votos de la fuerte burocracia de trabajadores liberados del sindicato. Los elementos pro rusos abandonaron el PSOE para formar el Partido Comunista de España[11]. Numéricamente no fue una pérdida grave. Sin embargo, en una época de grave crisis económica y social, consolidaba la moderación fundamental del movimiento socialista y lo dejaba sin una dirección clara.

Indalecio Prieto había pasado a formar parte del Comité Ejecutivo del PSOE en 1918[12], y representaba a un sector importante del movimiento comprometido con la búsqueda de la reforma a través de la victoria electoral de un amplio frente de fuerzas democráticas. Prieto se sintió consternado cuando la parálisis del movimiento socialista quedó expuesta por la llegada de la dictadura militar del general Primo de Rivera el 13 de septiembre de 1923. La toma de poder por parte del Ejército fue básicamente una respuesta al malestar urbano y rural de los seis años anteriores. Sin embargo, los líderes socialistas no previeron el golpe ni mostraron gran preocupación por el hecho de que el nuevo régimen pronto empezara a perseguir a otras organizaciones de trabajadores. Una nota conjunta del PSOE y la UGT se limitaba a indicar a sus miembros que no iniciaran huelgas u otros actos «estériles» de resistencia sin instrucciones de sus respectivos comités ejecutivos para evitar represiones. Ello reflejaba la determinación de Besteiro y Largo Caballero de no poner nunca más en peligro la existencia de la UGT en un enfrentamiento directo con el Estado, máxime si hacerlo tan solo beneficiaba a la causa del liberalismo burgués[13].

Pronto quedó claro que había una delgada línea entre evitar un enfrentamiento arriesgado con la dictadura y la colaboración activa. En vista de la pasividad socialista durante su golpe de Estado, el dictador confiaba en una respuesta favorable cuando propuso que el movimiento cooperara con su régimen. En un manifiesto del 29 de septiembre de 1923, Primo agradecía a la clase trabajadora su actitud durante la toma del poder. Sin duda esto iba dirigido a los socialistas. También insinuaba que el régimen fomentaría la legislación social anhelada por Largo Caballero y los reformistas de la UGT, y alentó a los trabajadores a abandonar aquellas organizaciones que los llevaban por «la senda de la ruina». Esta referencia incuestionable a la CNT (Confederación Nacional del Trabajo), una formación de signo revolucionario y anarcosindicalista, y al Partido Comunista de España era un mensaje astuto y apenas velado para la UGT, y sugería que podía convertirse en la única organización de clase trabajadora en España. A cambio de colaborar con el régimen, la UGT tendría el monopolio de las actividades sindicalistas y podría atraer a las bases de sus rivales anarquistas y comunistas. Largo Caballero estaba encantado, pues era hostil a cualquier empresa que pudiera hacer peligrar las condiciones materiales de los miembros de la UGT. Consideraba que las actividades revolucionarias de comunistas y anarquistas estaban entre dichas empresas. Creía asimismo que, bajo una dictadura, si bien la lucha política podía quedar suspendida, la defensa de los derechos de los trabajadores debía continuar por todos los medios posibles. Por ello, estaba totalmente abierto a la propuesta de Primo[14]. A comienzos de octubre, los comités ejecutivos del PSOE y la UGT acordaron en una reunión conjunta la colaboración con la dictadura. Solo hubo tres votos contra la resolución, entre ellos los de Fernando de los Ríos, un distinguido catedrático de Derecho de la Universidad de Granada, e Indalecio Prieto[15].

Mientras estos argumentaban que el PSOE debía unirse a la oposición democrática contra la dictadura, Besteiro, al igual que Largo Caballero, respaldaba la cooperación, aunque por motivos algo distintos. Su lógica era crudamente marxista. A partir de la premisa errónea de que España todavía era un país semifeudal que aguardaba una revolución burguesa, razonaba que no era tarea de la clase trabajadora española cumplir las labores de la burguesía. Así, hasta que la burguesía completara su quehacer histórico, la UGT debía aprovechar la oportunidad que le brindaba la dictadura para gozar del monopolio laboral en todo el Estado. Su argumento se sostenía sobre unos cimientos poco firmes. Aunque España no había experimentado una revolución política de corte democrático como Inglaterra y Francia, los vestigios del feudalismo habían ido mermando a lo largo del siglo XIX, cuando el país se sometió a una profunda revolución legal y económica. La opinión de Besteiro, para quien la clase trabajadora debía hacerse a un lado y dejar la construcción de la democracia a la burguesía, era, por tanto, poco realista, y desembocaría en su aniquilación ideológica a manos de socialistas extremos, incluido Santiago Carrillo, en los años treinta.

Prieto y otros miembros del Partido Socialista, pero no de la UGT, se sintieron escandalizados por el oportunismo que demostraron los líderes del movimiento. Aceptaban que las huelgas contra el Ejército habrían sido autodestructivas, una heroica sentimental que habría puesto en peligro el movimiento de los trabajadores con el solo objeto de salvar el sistema degenerado de la monarquía de la Restauración. Sin embargo, no podían admitir que eso justificara una estrecha colaboración con él. Nadie les hizo caso, y la integración de los líderes nacionales con la dictadura fue considerable. La UGT incluso tenía representantes en varios comités estatales. Uno de los más importantes, el Consejo Interventor de Cuentas del Estado, tenía por representante socialista a Wenceslao Carrillo[16]. A buena parte de las secciones de la UGT se les permitió seguir en activo, y el sindicato estaba bien representado en un nuevo Consejo del Trabajo. Por el contrario, anarquistas y comunistas sufrieron una absoluta represión de sus actividades. A cambio de abstenerse de organizar huelgas y manifestaciones públicas, se ofreció un importante premio a la UGT. El 13 de septiembre de 1924, coincidiendo con el primer aniversario del golpe militar, un decreto real permitió que un representante de los trabajadores y otro de la patronal pertenecientes al Consejo del Trabajo se unieran al Consejo de Estado. Los miembros de la UGT eligieron a Largo Caballero. Dentro de la propia UGT, esto no tuvo repercusiones desfavorables; Besteiro era vicepresidente y Largo, secretario general. El presidente, el ahora envejecido y débil Pablo Iglesias, no se opuso. Sin embargo, hubo cierto grado de indignación en el PSOE.

Prieto estaba consternado; temía, y con razón, que el oportunismo de Largo Caballero fuese explotado por el dictador por su valor propagandístico. De hecho, el 25 de abril de 1925, Primo citó la presencia de Largo Caballero en el Consejo de Estado como una razón para gobernar sin Parlamento, afirmando: «¿Para qué queremos a los elegidos?»[17]. Cuando Prieto y De los Ríos escribieron a la ejecutiva del PSOE incidiendo en la necesidad de que los líderes del partido guardaran distancias con la cúpula militar, el Comité Ejecutivo repuso que el nombramiento de Largo Caballero era cosa de la UGT. Esto era absolutamente falso, puesto que los mismos individuos constituían las comisiones ejecutivas de ambos organismos, que normalmente llevaban a cabo deliberaciones conjuntas sobre asuntos nacionales de enjundia. En vista de tamaña deshonestidad, Prieto abandonó la comisión[18]. Inevitablemente, habida cuenta del egoísmo de Largo Caballero, su ya enconado resentimiento personal hacia Prieto quedó grabado a fuego[19], y proseguiría durante los años de la República y la Guerra Civil; de hecho, en muchos sentidos, influiría profundamente en Santiago Carrillo. Cuando sus propias posiciones políticas chocaron frontalmente con las de Prieto a partir de finales de 1933, Santiago adoptó una enconada hostilidad hacia él que se nutría de la mostrada por su mentor. Esta circunstancia dañaría seriamente a la República y, asimismo, a la causa antifranquista después de la Guerra Civil.

A los cuatro años de la instauración del régimen, el auge económico que había facilitado la colaboración socialista estaba tocando a su fin. El marcado aumento del desempleo vino acompañado de crecientes indicios de malestar entre los trabajadores. Las posiciones socialdemócratas de Prieto y De los Ríos empezaban a recabar apoyos, y constituían solo una de las tres tendencias dentro del movimiento socialista, cuyas divisiones se habían visto exacerbadas por la dictadura. La deteriorada situación económica confirmó en sus ideas a Prieto, Besteiro y Saborit, estos últimos marxistas de una rígida ortodoxia y profundamente reformistas. Sin embargo, alteró el estado de ánimo de las masas trabajadoras socialistas y, a consecuencia de ello, afectó gravemente a la visión de los pragmáticos sindicalistas que se encontraban a las órdenes de Largo Caballero. Este había apostado por garantizar a la UGT un monopolio casi absoluto dentro de la maquinaria estatal de arbitraje industrial, pero apenas había servido para mejorar la afiliación. De hecho, aunque se apreció un ligero incremento general en el número de miembros, fue decepcionante en comparación con la privilegiada posición de la UGT. Además, se produjo un descenso en la cifra de afiliados que pagaban sus cuotas en dos de las secciones más sólidas del sindicato: los mineros asturianos y los trabajadores del campo[20]. Siempre sensible a los cambios en el sentir de las bases, Largo Caballero empezó a replantearse su posición y a reconsiderar las ventajas de un radicalismo retórico. Como Wenceslao Carrillo hablaba abiertamente con su hijo de trece años, es de suponer que las posturas extremistas de Santiago en el período comprendido entre 1933 y 1935 podían provenir de entonces. La diferencia estribaba en que él creía en las soluciones revolucionarias, mientras que Largo Caballero simplemente empleaba la jerga revolucionaria con la esperanza de aterrorizar a la burguesía.

En el XII Congreso del PSOE, celebrado en Madrid del 9 de junio al 4 de julio de 1928, Prieto y otros abogaron por la resistencia contra la dictadura, y un comité especial creado para evaluar las tácticas del partido rechazó la colaboración por seis votos a cuatro. No obstante, pese a esta derrota de Largo Caballero, la mayoría seguía respaldando la cooperación. Esto quedó reflejado en las elecciones para nombrar a los cargos del partido y en las de la UGT en su XVI Congreso, celebrado entre el 10 y el 15 de septiembre. Pablo Iglesias había fallecido el 9 de diciembre de 1925. Después de haberle sustituido de forma temporal, Besteiro fue elegido formalmente para sucederlo como presidente del PSOE y la UGT. Todos los altos cargos recayeron en seguidores de Besteiro o de Largo Caballero. En el PSOE, Largo Caballero fue nombrado vicepresidente, Saborit tesorero, Lucio Martínez Gil secretario general y Wenceslao Carrillo secretario de actas. En la UGT, Saborit fue elegido vicepresidente, Largo Caballero secretario general y Wenceslao Carrillo tesorero[21]. Pese al aumento del desempleo hacia el final de la década y al creciente número de huelgas, en enero de 1929 Largo Caballero seguía oponiéndose a las acciones directas y apoyando la legislación del Gobierno[22]. Sin embargo, ante el deterioro de la situación, no pudo hacerlo con gran convicción. La oposición al régimen iba a más en las universidades y el Ejército. Intelectuales, republicanos e incluso políticos monárquicos protestaban contra los abusos de la ley. La peseta estaba cayendo y en el transcurso de 1929 empezaron a dejarse sentir en España los primeros efectos de la depresión mundial. Al margen de Unión Patriótica, la formación política del dictador, los socialistas fueron quedando paulatinamente aislados como sus únicos partidarios.

La situación alcanzó un punto crítico en verano, cuando el general Primo de Rivera ofreció a la UGT la posibilidad de elegir a cinco representantes para una propuesta de Parlamento no electo que se daría a conocer como la Asamblea Nacional. Cuando los comités nacionales del PSOE y la UGT se reunieron para debatir dicha oferta el 11 de agosto, Largo Caballero propuso rechazarla, mientras que Besteiro, con el apoyo de Wenceslao Carrillo, estaba a favor de aceptarla. Pero se impuso Largo Caballero, quien había cambiado de parecer por la pragmática razón de que la colaboración estaba desprestigiada ante las bases[23]. Dado que Besteiro consideraba la dictadura un estadio transitorio en la descomposición del régimen monárquico, le pareció lógico aceptar los privilegios ofrecidos por el dictador. Según su simplista y ortodoxo análisis marxista, la monarquía debía ser derrocada por una revolución burguesa y, por tanto, la labor de los líderes de la UGT y el PSOE consistía en mantener sus organizaciones intactas hasta que estuvieran preparadas para trabajar por el socialismo dentro de un régimen burgués[24].

Largo Caballero pronunció varios discursos a finales de 1929 y principios de 1930 que sugerían un acercamiento a la postura de Prieto y De los Ríos a favor de la cooperación socialista con republicanos de clase media contra la monarquía[25]. Pragmático y oportunista, preocupado en todo momento por los intereses materiales del movimiento socialista y el mantenimiento del control de la burocracia sobre las bases del partido, siempre era proclive a cambios de posición repentinos e inconsistentes. Primo de Rivera dimitió el 28 de enero de 1930 y fue sustituido por el general Dámaso Berenguer. Justo en el momento en que el joven Santiago Carrillo era ascendido de la imprenta de El Socialista a la plantilla editorial, los socialistas parecían hallarse en una posición de fuerza pese a los fracasos de la colaboración. Otros grupos de izquierdas habían sido perseguidos. Los partidos de derechas habían puesto su fe en el régimen militar y permitieron a sus organizaciones, y lo que es más importante, a sus redes de falsificación electoral, entrar en declive. Era inevitable que la creciente oposición a la monarquía buscara el apoyo de los socialistas. Con unas bases socialistas cada vez más militantes, sobre todo al seguir los ejemplos de la resurgente CNT anarcosindicalista y el Partido Comunista, Largo Caballero avanzó cada vez más rápido hacia la posición de Prieto. El general Emilio Mola, director de Seguridad, estaba convencido de que lo que él denominaba la «gimnasia revolucionaria» de la CNT estaban obligando a la cúpula de la UGT a seguir su ejemplo por temor a perder miembros[26].

El 17 de agosto, Prieto y De los Ríos asistieron a un mitin de líderes republicanos en San Sebastián. De allí surgieron el denominado Pacto de San Sebastián, el comité revolucionario y el futuro Gobierno provisional republicano-socialista. Los comités nacionales de la UGT y el PSOE se reunieron el 16 y el 18 de octubre, respectivamente, para debatir la oferta de dos ministerios en el Gobierno provisional a cambio del apoyo socialista a un golpe de Estado por medio de una huelga general. Los besteiristas se oponían, pero Largo Caballero inclinó la balanza. Su cambio de parecer reflejaba ese mismo pragmatismo oportunista que había inspirado su colaboración inicial con la dictadura y más tarde su oposición a esta. El propio Largo Caballero decía entonces: «Estamos en una cuestión de táctica, no de principios»[27]. A cambio del respaldo de la UGT a una insurrección militar contra la monarquía, la oferta republicana aumentó a tres ministerios. Cuando el comité ejecutivo del PSOE se dio cita para valorar la oferta, fue aceptada por ocho votos a seis. Los tres ministros socialistas del Gobierno provisional serían Largo Caballero en la cartera de Trabajo y, para su mal disimulado enojo, Prieto en Obras Públicas y De los Ríos en Instrucción Pública[28].

Todas estas cuestiones eran comentadas por Santiago y su padre cuando se dirigían a casa a diario desde la Casa del Pueblo. Obviamente, Wenceslao defendía una versión que justificaba por entero las posturas de Largo Caballero. No cabe duda de que, al menos a partir de entonces, si no antes, el joven Santiago Carrillo empezó a venerar a Largo Caballero y a tomarse al pie de la letra sus afirmaciones[29]. Hasta los primeros meses de la Guerra Civil no repararía en el irresponsable oportunismo que subyacía en la retórica de su héroe. De adolescente, en los albores de su carrera política, asimiló las convicciones de sus dos mentores: su padre y Largo Caballero. Buenos amigos, ambos eran sindicalistas pragmáticos cuya principal preocupación era proporcionar bienestar material a la Unión General de Trabajadores. La situación económica y legal del sindicato, así como la adhesión de sus miembros, se anteponían a las consideraciones teóricas. Durante las largas conversaciones mantenidas con su padre y en las reuniones de ambas familias, el joven Santiago aprendió unas lecciones básicas qua más adelante aplicaría en su carrera política. Aprendió lo que era el pragmatismo y el oportunismo, cómo funciona una organización y cómo deben plantearse las reuniones y los congresos para garantizar su éxito. Aprendió que, aunque las polémicas teóricas pudieran encender el ánimo, esas lecciones sobre la organización constituían las verdades inmutables que más importaban. Estas le serían de una utilidad inestimable en su ascenso al poder dentro del Partido Comunista, a la hora de lidiar con las luchas internas que dividieron el Partido en la década de 1960, así como durante la transición y en los primeros años de la democracia en España. Pueden establecerse paralelismos entre la colaboración de la UGT de Largo Caballero con la dictadura del general Miguel Primo de Rivera en la década de 1920 y la adopción de la bandera monárquica por parte de Santiago Carrillo en 1977.Hasta los primeros meses de la Guerra Civil no repararía en el irresponsable oportunismo que subyacía en la retórica de su héroe.

Al margen de algunas huelgas esporádicas, el movimiento socialista no había participado oficialmente en los variados movimientos de la resistencia a la dictadura, al menos hasta sus últimos compases. El Pacto de San Sebastián supuso un cambio drástico. El compromiso de colaborar con la acción revolucionaria dividiría aún más a la UGT y al PSOE. Una huelga en apoyo a un golpe militar se topó con la oposición de Besteiro, Saborit y sus partidarios reformistas dentro de la UGT, Trifón Gómez, del sindicato de trabajadores ferroviarios, y Manuel Muiño. Largo Caballero y Wenceslao Carrillo estaban firmemente a favor. Santiago era un entusiasta simpatizante de la acción revolucionaria, y acababa de leer por primera vez a Lenin, a saber, el panfleto Dos tácticas de la socialdemocracia, que esbozaba los cimientos teóricos para la estrategia y las tácticas del Partido Bolchevique y criticaba las de los mencheviques durante la revolución de 1905. Santiago equiparaba la postura de Besteiro con la de estos últimos. También se vio influido por el hecho de que era la línea que habían adoptado su padre y Largo Caballero. Inevitablemente, fue una época incómoda en la oficina que compartía con Saborit en la Gráfica Socialista[30].

Santiago presenció la primera acción violenta a mediados de noviembre de 1930. El día 12, el derrumbamiento de un edificio en construcción situado en la madrileña calle de Alonso Cano acabó con la vida de cuatro trabajadores e hirió de gravedad a otros siete. La larga procesión funeraria por las víctimas sufrió el ataque de la policía y, a consecuencia de ello, la UGT, secundada por la CNT, convocó una huelga general para el 15 de noviembre. Santiago estuvo involucrado en los posteriores enfrentamientos con jóvenes que vendían el periódico católico El Debate, que fue el único que había ignorado el llamamiento a la huelga[31]. También participó tangencialmente cuando la UGT cooperó de manera discreta con el movimiento revolucionario pactado en octubre. Finalmente tuvo lugar a mediados de diciembre. Al «comité revolucionario» republicano le habían asegurado que la UGT apoyaría el golpe militar con una huelga. Las cosas se complicaron un poco cuando los capitanes Fermín Galán, Ángel García Hernández y Salvador Sediles se alzaron en Jaca (Huesca) el 12 de diciembre, tres días antes de la fecha acordada, con la esperanza de espolear un movimiento pro republicano en las guarniciones de Huesca, Zaragoza y Lérida. Galán y García Hernández fueron fusilados tras un consejo de guerra celebrado el 14 de diciembre, lo cual llevó a la artillería a retirarse de la conspiración. Y si bien las fuerzas del general Queipo de Llano y los aviadores de la base de Cuatro Vientos siguieron adelante, se dieron cuenta de que se encontraban en una situación desesperada cuando la huelga general no llegó a celebrarse en Madrid[32].

Esto obedeció en gran medida a la oposición manifiesta del liderazgo besteirista. Madrid, el bastión de la facción de Besteiro dentro de la burocracia de la UGT, fue la única ciudad importante donde no hubo huelga. Este fracaso fue objeto de una amarga discusión en el XIII Congreso del PSOE, celebrado en octubre de 1932, en el cual se acusó a los besteiristas de la cúpula de demorarse, aunque no de haber saboteado la huelga. El 10 de diciembre, cuando Julio Álvarez del Vayo, uno de los socialistas implicados en la conspiración, intentó imprimir en la Gráfica Socialista el manifiesto revolucionario para el día propuesto para la huelga, Saborit se negó de plano. El general Mola, al parecer basándose en afirmaciones del besteirista Manuel Muiño, presidente de la Casa del Pueblo socialista, estaba convencido la noche del día 14 de que la UGT no se uniría a la huelga a la mañana siguiente. Largo Caballero había facilitado a Muiño las órdenes de actuación, pero no hizo nada. Esto fue confirmado involuntariamente por Besteiro cuando dijo en el XIII Congreso del PSOE que, tras haber recibido presiones de algunos miembros de la FJS para que tomara medidas, finalmente le dijo a Muiño que siguiera adelante. Uno de esos miembros de la FJS era Santiago Carrillo, cuya versión posterior arroja dudas sobre la de Besteiro. El hecho es que ninguno de los poderosos sindicatos controlados por la burocracia besteirista impidió la actividad laboral. El grupo de la FJS, incluyendo a Santiago Carrillo (a quien habían entregado una pistola que no sabía utilizar), había ido al cuartel del Conde Duque la noche del 14 de diciembre con la esperanza de tomar parte en el levantamiento que nunca llegó a materializarse. Después de ser dispersado por la policía, pero divisando aviones que arrojaban propaganda revolucionaria sobre Madrid, ese grupo de adolescentes acudió a la sede socialista de la calle Carranza número 20 exigiendo saber por qué no había huelga, pero no recibieron ninguna explicación, tan solo una dura reprimenda del propio Besteiro[33].

Poco después, Santiago fue elegido para el comité ejecutivo de la FJS. Tras el fallido levantamiento de diciembre, el Gobierno celebró elecciones municipales el 12 de abril de 1931 en lo que esperaba que fuera el primer paso de un regreso controlado a la normalidad constitucional. Sin embargo, los socialistas y los republicanos liberales de clase media arrasaron en las principales ciudades, mientras que los monárquicos ganaron solo en las zonas rurales, en las que el dominio social de los caciques permanecía intacto. La noche de los comicios, cuando empezaron a darse a conocer los resultados, la gente se echó a las calles de las ciudades de España y, a medida que crecía la multitud, se gritaron eslóganes republicanos con un entusiasmo cada vez más marcado. Entre ellos estaba Santiago Carrillo con sus compañeros de la FJS, que participaron en manifestaciones a favor de la República. La noche del 12 de abril recibieron disparos de la Guardia Civil y al día siguiente sufrieron las cargas de la caballería[34]. No obstante, el general José Sanjurjo, comandante de la Guardia Civil, dejó claro que no estaba dispuesto a que se produjera un baño de sangre en nombre de Alfonso XIII. El jefe del Gobierno, el general Dámaso Berenguer, se mostraba igual de pesimista sobre la moral del Ejército. Pese a sus recelos, la mañana del 14 de abril, Berenguer, por lealtad, le dijo al rey que el Ejército lucharía para dar la vuelta a los resultados electorales. Alfonso XIII se negó, pues creía que debía abandonar España con dignidad antes de que lo expulsaran por la fuerza[35]. Carrillo, que tenía entonces dieciséis años, formaba parte de la multitud eufórica que se agolpó en la Puerta del Sol para recibir al Gobierno provisional republicano-socialista.

A pesar de la alegría de la gente que bailaba en las calles, el nuevo Gobierno hacía frente a una tarea amedrentadora. El Ejecutivo consistía en tres socialistas y un grupo ideológicamente dispar de republicanos burgueses insignificantes, algunos de los cuales eran conservadores, otros idealistas y varios de ellos simplemente cínicos. Esa fue la primera flaqueza de la coalición. Habían compartido el deseo de expulsar a Alfonso XIII de España, pero cada uno tenía un programa diferente para el futuro. Había elementos conservadores que no querían ir más allá de acabar con una monarquía corrupta. Luego estaba el Partido Radical de Alejandro Lerroux, cuya principal ambición era simplemente disfrutar de las ventajas del poder. La única exhortación real al cambio provino de los republicanos de izquierdas y los socialistas, cuyos objetivos reformadores eran ambiciosos, pero distintos. Unos y otros esperaban utilizar el poder del Estado para crear una nueva España. No obstante, eso exigía un amplio programa de reformas que comportaría debilitar la influencia de la Iglesia católica y el Ejército, establecer unas relaciones industriales más equitativas, acabar con los poderes casi feudales de los latifundistas y satisfacer las exigencias autonómicas de los regionalistas vascos y catalanes.

Aunque el poder político había pasado de la oligarquía a la izquierda moderada, el poder económico (la propiedad de los bancos, la industria y la tierra) y el poder social (el control de la prensa y la radio, y de la mayor parte del sistema educativo) permanecían intactos. Aunque la coalición no se hubiese visto coartada por sus miembros menos progresistas, ese enorme programa afrontaba temibles obstáculos. Los tres ministros socialistas se dieron cuenta de que el derrocamiento del capitalismo era un sueño lejano y limitaron sus aspiraciones de mejorar el nivel de vida de los braceros del sur, los mineros asturianos y otros sectores de la clase trabajadora industrial. No obstante, en una economía desacelerada, banqueros, industriales y terratenientes veían cualquier intento de reforma en los ámbitos de la propiedad, la religión o la unidad nacional como un desafío agresivo al equilibrio de poder social y económico existente. Asimismo, la Iglesia católica y el Ejército estaban decididos a oponerse al cambio. Sin embargo, los socialistas creían que debían cumplir las expectativas de quienes se habían deleitado en lo que creían que sería un nuevo mundo. También tenían otro enemigo: el movimiento anarquista.

Los líderes del movimiento anarquista esperaban poco o nada de la república, pues la consideraban otro sistema estatal burgués, poco mejor que la monarquía. A lo sumo, su ala sindicalista quería llevar adelante su rivalidad con la Unión General de Trabajadores, a la cual veía como una organización esquirol debido a su colaboración con el régimen de Primo de Rivera. Estaban sedientos de venganza por la eliminación en los años veinte de la Confederación Nacional del Trabajo por parte de la dictadura. La Federación Anarquista Ibérica, su rama activista de línea dura, aspiraba a una mayor libertad con la que propagar sus objetivos revolucionarios. La situación no podía ser más explosiva a causa del paro masivo, exacerbado por el regreso de los trabajadores emigrantes y por los peones no cualificados que se quedaron sin empleo al término de las grandes obras públicas de la dictadura. La fugaz luna de miel tocó a su fin cuando las manifestaciones de la CNT-FAI convocadas para el 1 de mayo fueron reprimidas violentamente por las fuerzas del orden. Aquello fue el desencadenante de una declaración anarquista de guerra contra la República, y el inicio de una oleada de huelgas e insurrecciones menores a lo largo de dos años[36].

Obviamente, la derecha atribuyó las actividades anarquistas contra la República al nuevo régimen, que fue retratado en sus poderosos medios de comunicación y desde los púlpitos eclesiásticos como una fuente de anarquía impía[37]. Pese a esas enormes dificultades, la Federación de Juventudes Socialistas compartía el optimismo de la coalición republicano-socialista. Cuando el 14 de abril se proclamó la República en Madrid, militantes de la FJS habían custodiado edificios asociados a la derecha, especialmente el Palacio Real. Cuando el 10 de mayo se quemaron iglesias en respuesta a los monárquicos, la FJS también intentó protegerlas[38]. No obstante, cuando los obstáculos al progreso empezaron a acumularse, la frustración se instaló rápidamente dentro del movimiento socialista en su conjunto.

La máxima prioridad de los socialistas Francisco Largo Caballero, ministro de Trabajo, y Fernando de los Ríos, su homólogo de Justicia, era mejorar la atroz situación de la España rural. El desempleo se había disparado por causa de una sequía que sobrevino durante la temporada de 1930 a 1931 y de los miles de emigrantes obligados a regresar a España cuando la depresión mundial afectó a las economías más ricas. De los Ríos puso trabas a los desahucios y al aumento de los alquileres a los minifundistas. Largo Caballero presentó cuatro medidas fundamentales. El denominado «decreto de límites municipales», que ilegalizaba la contratación de mano de obra forastera mientras los trabajadores locales de cualquier municipio estaban sin empleo, neutralizaba el arma más potente de los terratenientes: la importación de esquiroles baratos para desbaratar huelgas y rebajar los salarios. También introdujo los jurados mixtos con representación sindical para adjudicar salarios rurales y condiciones laborales que antes se decidían por antojo de los propietarios. Los terratenientes se sintieron aún más molestos por la imposición de la jornada de ocho horas. Hasta la fecha, los braceros habían trabajado de sol a sol. En teoría, los propietarios tendrían que pagar horas extras o contratar a más hombres para realizar el mismo trabajo. A fin de impedir que los propietarios sabotearan esas medidas con paros forzosos, un decreto de cultivo obligatorio les impedía dejar sus tierras inoperativas. Aunque esas medidas eran difíciles de aplicar y a menudo se eludían, sumadas a los preparativos de una radical ley de reforma agraria, acabaron por enfurecer a los terratenientes, que aseguraban que la República estaba destruyendo la agricultura.

Mientras las poderosas cadenas de prensa y radio de la derecha presentaban a la República como una fuente de violencia callejera, se desarrollaron instrumentos políticos para bloquear el proyecto progresista de la coalición recién elegida. Los primeros en entrar en acción fueron los denominados «catastrofistas», cuyo objetivo era provocar la destrucción absoluta del nuevo régimen por medio de la violencia. Las tres principales organizaciones «catastrofistas» eran los partidarios monárquicos de Alfonso XIII, que serían el Estado Mayor y los pagadores de la extrema derecha: la ultrarreaccionaria Comunión Tradicionalista o carlistas (llamados así en honor a su pretendiente al trono) y, por último, pequeños grupos abiertamente fascistas, que acabarían unificándose entre 1933 y 1934 bajo el liderazgo de José Antonio Primo de Rivera, el hijo del dictador, como la Falange Española. Al cabo de unas horas de declararse la República, los monárquicos «alfonsinos» se reunieron para crear una revista que defendiera la legitimidad de un levantamiento contra el sistema, sobre todo dentro del Ejército, y de fundar un partido político que fuese simplemente un frente para realizar mítines, recaudar fondos y conspirar contra la República. La revista Acción Española difundiría la idea de que la coalición republicano-socialista era la marioneta de una siniestra alianza de judíos, francmasones e izquierdistas. En cuestión de un mes, sus fundadores habían recaudado considerables fondos para un golpe militar. Su primer intento tuvo lugar el 10 de agosto de 1932, y su fracaso conduciría a la determinación de garantizar que la próxima tentativa estuviese mejor financiada y fuese un éxito absoluto[39].

La otra respuesta principal de la derecha a la República era la obstrucción legal de sus objetivos. Creyendo que las formas de gobierno, ya fueran republicanas o monárquicas, eran «accidentales» y no fundamentales, y que solo importaba el contenido social de un régimen, estaban dispuestos a trabajar dentro de él. El cerebro de esos «accidentalistas» era Ángel Herrera, líder de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (ACNP), una organización de élite influida por los jesuitas e integrada por unos quinientos destacados católicos de derechas con influencia en la prensa, el poder judicial y las profesiones liberales. Controlaban la cadena de prensa más moderna de España, cuyo buque insignia era El Debate. El abogado José María Gil Robles, un inteligente y dinámico miembro de la ACNP, inició el proceso de creación de un gran partido de derechas. Conocido al principio como Acción Popular, sus pocos diputados electos aprovechaban cualquier recurso para bloquear las reformas en las Cortes. Una enorme campaña propagandística logró convencer a los minifundistas católicos conservadores del norte y el centro de España de que la República era un instrumento impío y agitador del comunismo soviético dispuesto a arrebatarles sus tierras y someter a sus mujeres e hijas a una orgía de amor libre obligatorio. Asegurándose así los votos, en 1933 la derecha legalista iba a arrebatar el poder político a la izquierda[40].

Los esfuerzos de Gil Robles por impedir la reforma en las Cortes y provocar a los socialistas fueron presenciados en nombre de El Socialista por Santiago Carrillo, quien había pasado de cronista municipal a desempeñar la ardua tarea de registrar textualmente los debates parlamentarios, lo cual solo podía lograr escribiendo frenéticamente. Sin embargo, dicho trabajo lo puso en contacto con la alborotadora Margarita Nelken, que redactaba las crónicas parlamentarias para El Socialista. Nelken, a la sazón seguidora de Largo Caballero, animó a Santiago en su proceso de radicalización y en su camino hacia el comunismo soviético[41].

En los primeros meses de la República, Santiago demostró su valía como orador y habló en varios mítines de la FJS en la provincia de Madrid. Esto culminó en un acto de partido celebrado en la Casa del Pueblo, el templo del PSOE en la capital. Tenía que abrir un programa que incluía a Julián Besteiro, presidente de la formación, y al principio se atoró. Sin embargo, recobró la compostura y ofreció un discurso de una templanza que contrastaba con su aspecto aniñado. Ahí dio señales de que el radicalismo pronto distinguiría a la FJS de sus mayores, y declaró que los socialistas no debían verse refrenados por sus aliados republicanos, amén de hacer constar que en una asamblea reciente, la FJS había decidido que España debía deshacerse de su Ejército. Su ascenso en las filas de la FJS fue meteórico. Sintió una profunda frustración al seguir de cerca la suerte que corrían los decretos de Largo Caballero e incluso ejerció de intermediario con los huelguistas de las aldeas en las que la legislación estaba siendo desoída. En el cuarto congreso de la FJS, celebrado en febrero de 1932, cuando Carrillo acababa de cumplir diecisiete años, fue elegido secretario de actas del comité ejecutivo, mayoritariamente besteirista, lo cual fue bastante sorprendente, ya que su apoyo al parecer de Largo Caballero sobre la importancia de la participación socialista en el Gobierno lo enfrentaba con José Castro, presidente de la FJS, y con Mariano Rojo, su secretario general. Su elección probablemente obedeció a dos cosas: el hecho de que fuese capaz de reflejar las frustraciones de muchos miembros de las bases y, por supuesto, los conocidos vínculos que mantenía su padre con Largo Caballero. Poco después se convertiría en director de Renovación, el semanario de la FJS, que gozaba de una considerable autonomía respecto del comité ejecutivo. Desde sus páginas promovió una línea aún más radical con varios colaboradores de mentalidad afín. Los más veteranos eran Carlos Hernández Zancajo, uno de los líderes del sindicato de transportes, y Amaro del Rosal, presidente del sindicato de empleados de banca. Entre los jóvenes había un grupo —Manuel Tagüeña, José Cazorla, José Laín Entralgo, Segundo Serrano Poncela (su compañero más próximo por aquel entonces) y Federico Melchor (un colaborador con quien más tarde trabaría una amistad de por vida)— que acabarían adquiriendo importancia en el Partido Comunista durante la Guerra Civil. Muy influidos por su idea superficial y bastante romántica de la Revolución rusa, abogaban vehementemente por que el PSOE cosechara más poder. Sus principales objetivos eran Besteiro y sus seguidores, que todavía defendían que los socialistas debían alejarse del Gobierno y dejar que la burguesía llevara a cabo su revolución democrática[42].

El radicalismo intensificado y, en aquel momento, temerario de Carrillo lo llevó a poner en riesgo su vida durante el golpe militar del general Sanjurjo el 10 de agosto de 1932. Cuando llegó a Madrid la noticia de que estaba produciéndose un levantamiento en Sevilla, según sus memorias, abandonó su puesto como cronista de los debates de las Cortes y se subió a un autobús de autoridades republicanas que habían decidido enfrentarse a los rebeldes. En su posterior descripción de esta temeridad de juventud, asegura que se marchó espontáneamente, sin solicitar permiso al director. Sin embargo, al día siguiente, El Socialista publicaba una versión menos heroica, y más plausible. El diario refería que había sido enviado a Sevilla como corresponsal y que había viajado en el tren que llevó a las tropas destinadas oficialmente a sofocar el levantamiento. Fuera cual fuese la verdad de su misión y su método de transporte, sí es cierto que, por fortuna, cuando llegó a Sevilla, Sanjurjo y los demás conspiradores ya se habían rendido y huido a Portugal. El hecho de que Carrillo se quedara en Sevilla recabando material para cuatro artículos sobre el levantamiento que fueron publicados en El Socialista apunta a que estaba allí con la bendición de su director[43].

Una lectura atenta de la lúcida prosa que caracteriza los artículos deja entrever que la visita a Sevilla fue un importante punto de inflexión en su proceso de radicalización. En el primero, relataba la connivencia de un alarmante número de oficiales de la guarnición sevillana. En el segundo, describía la indecisión, por no decir complicidad, del gobernador civil republicano, Eduardo Valera Valverde, y comentaba la implicación de la aristocracia local en el golpe fallido. En el tercero, tras algunas observaciones sarcásticas sobre la inacción de la policía, alababa a los trabajadores de la ciudad. A su juicio, el golpe fracasó porque los trabajadores comunistas y anarquistas que dominaban el movimiento obrero de la ciudad habían participado unánimemente en la huelga general convocada por la minoritaria UGT. En el cuarto, reiteraba su convicción de que eran los trabajadores quienes habían salvado la situación, ya fueran los huelguistas de la capital de provincia o los jornaleros sin tierras de las aldeas colindantes, que estaban preparados para interceptar a cualquier columna de tropas rebeldes que Sanjurjo pudiera haber enviado contra Madrid[44].

La experiencia en su conjunto consolidó la creciente convicción de Carrillo de que la gradualidad de la República, sobre todo la personificada por sus ineficaces gobernadores provinciales, jamás lograría vencer al inmenso poder social y económico de la derecha. Su idea de que era necesaria una revolución social verdadera la compartían cada vez más compañeros de las Juventudes Socialistas, pero no su comité ejecutivo. En aquella época emprendió también un recorrido propagandístico por las provincias de Albacete y Alicante. Más tarde pensaba que el itinerario que le impuso la directiva besteirista fue una mala jugada ideada para causarle una considerable incomodidad. Aunque algunos pueblos elegidos estaban dominados por los socialistas, la mayoría se hallaban bajo el control de la CNT. En Elda y Novelda, anarquistas fuertemente armados impidieron el desarrollo de sus mítines. En Alcoy pudo empezar, pero el acto fue interrumpido y tuvo que huir haciendo autoestop hasta Alicante. Tales experiencias formaron parte del endurecimiento de un militante[45].

Aún hay otro episodio en este proceso: a principios de 1933 fue encarcelado tras infringir la Ley de Defensa de la República. Irónicamente, Francisco Largo Caballero había apoyado con entusiasmo su implantación el 22 de octubre de 1931, ya que creía que iba dirigida contra la CNT. En enero, Carrillo y Serrano Poncela fueron detenidos y juzgados por subversión debido a unos artículos incendiarios publicados en Renovación durante el estado de emergencia decretado en respuesta a una insurrección anarquista. Se trataba de la revuelta en la que se produjo la famosa masacre de Casas Viejas, en Cádiz. Mientras Carrillo y Serrano Poncela se encontraban en la Cárcel Modelo de Madrid, llegaron varios prisioneros anarquistas, que rechazaron agresivamente las aproximaciones de los dos jóvenes socialistas. Más tarde, Carrillo consideraba su primera estancia breve en la cárcel como una especie de bautismo para un revolucionario en ciernes[46].

Puede que Carrillo se encontrara a la vanguardia del radicalismo, pero no estaba solo. Habida cuenta de que el propósito de sus reformas había sido humanitario y no revolucionario, Largo Caballero se mostraba profundamente resentido por la ferocidad y la eficacia de los obstáculos que había puesto la derecha a la aplicación de sus medidas. El profundo odio que albergaba de joven hacia el capitalismo se reavivó. El asesor teórico más próximo a Largo Caballero era Luis Araquistáin, quien, como subsecretario del Ministerio de Trabajo, había compartido su frustración por las obstrucciones derechistas. Muy influido por Araquistáin, Largo Caballero empezó a dudar de la eficacia del reformismo democrático en un período en el que la depresión económica hacía inflexible al capitalismo. Inevitablemente, serían aquellos líderes socialistas que se hallaban más cerca de los problemas de los trabajadores —el propio Largo Caballero, Carlos de Baraibar, su director general de Trabajo y Araquistáin— quienes acabaron rechazando el reformismo por considerarlo algo sumamente inútil. En un artículo escrito en 1935, Araquistáin comentaba el error en el que cayó el socialismo al pensar que solo porque una ley fuera publicada en la Gaceta sería obedecida. Según rememoraba: «Yo veía en el Ministerio del Trabajo a Largo Caballero ocupado febrilmente día y noche en preparar y dictar leyes sociales de profundo alcance para la desarticulación del caciquismo tradicional». Fue inútil. Mientras el ministro redactaba esas nuevas leyes, Araquistáin tenía que lidiar con «comisiones obreras que venían diariamente de los campos castellanos, andaluces, extremeños, a denunciarnos que las leyes ya vigentes no se cumplían, que los caciques seguían mandando y que la fuerza pública nada hacía para meterlos en cintura». La consecuente furia y frustración se tradujo ineludiblemente en la creencia de que los socialistas necesitaban más poder[47].

En otoño de 1932, al menos verbalmente, Largo Caballero parecía estar alcanzando el radicalismo de su joven discípulo. El grado de su radicalización retórica se evidenciaba en su lucha contra el ala moderada del movimiento socialista, dirigida por Julián Besteiro. En el XIII Congreso del PSOE, celebrado del 6 al 13 de octubre de 1932, las posturas abstencionistas de Besteiro fueron derrotadas por los esfuerzos combinados de Prieto y Largo Caballero, que fue elegido presidente del partido[48]. De hecho, ese congreso del PSOE fue el último gran voto de confianza socialista en la eficacia de la colaboración con el Gobierno. Finalizó el 13 de octubre. Al día siguiente dio comienzo el XVII Congreso de la UGT; controlado por el voto en bloque de los sindicatos cuyos aparatos estaban en manos de los seguidores de Besteiro, los impresores (Andrés Saborit), los trabajadores ferroviarios (Trifón Gómez) y la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra, FNTT (Lucio Martínez Gil). Por consiguiente, y a pesar de la creciente radicalización de las bases de esos sindicatos, el XVII Congreso eligió a un comité ejecutivo con Besteiro como presidente y sus principales aliados en puestos clave. De hecho, Largo Caballero fue nombrado secretario general, pero envió de inmediato una carta de dimisión, alegando que el debate del congreso sobre la huelga de diciembre de 1930, que había justificado a Besteiro y Muiño, constituía una crítica a su postura. Estaba convencido de que el estado de ánimo de las bases exigía una política más decidida[49].

La posición de Largo Caballero estaba influida por los acontecimientos que tenían lugar tanto fuera como dentro de España. Él y muchos otros miembros del partido y del sindicato, y en especial el movimiento juvenil, estaban convencidos de que el fascismo constituía una grave amenaza para la República. Conscientes del fracaso de los socialistas alemanes e italianos en su oposición al fascismo, abogaban por tomar las riendas de la iniciativa. Durante la primera mitad de 1933, la prensa socialista había dejado constancia de su interés en los acontecimientos que tenían lugar en Alemania y de la idea de que Gil Robles y sus seguidores pretendían seguir los pasos de Hitler y Mussolini. Con frecuencia, Largo Caballero recibía cartas de Araquistáin, quien, como embajador español en Berlín, estaba presenciando con horror el auge del nazismo[50].

En verano de 1933, Largo Caballero y sus asesores llegaron a creer que la coalición republicano-socialista era incapaz de resistir el ataque conjunto de la patronal industrial y agrícola contra su legislación social. En vista de ello, decidió intentar recuperar un contacto más estrecho con las bases, que se había diluido un tanto durante su ejercicio ministerial. La primera revelación pública de sus posturas radicales recién adquiridas comenzó con un discurso pronunciado en el cine Pardiñas de Madrid el 23 de julio, como parte de un acto de recaudación de fondos para Renovación. En realidad, el discurso fue eminentemente moderado y pretendía defender la colaboración ministerial de las críticas de Besteiro. No obstante, su tono se endureció al hablar de la postura cada vez más agresiva de la derecha. Declarando que el fascismo era el último recurso de la burguesía en tiempos de crisis capitalista, aceptaba que el PSOE y la UGT tenían el deber de impedir su instauración en España. Olvidó las resoluciones tomadas tras la derrota de 1917, y anunció que si eso significaba hacerse con el poder y establecer la dictadura del proletariado, los socialistas, aunque reacios, deberían estar preparados para hacerlo. Los tramos más extremistas de su discurso fueron acogidos con vítores entusiastas, lo cual confirmó a Largo Caballero la validez de su aproximación a una línea revolucionaria. Serrano Poncela, Carrillo y otros consideraban a Largo Caballero su defensor y a sí mismos los pioneros de su nueva línea. «La figura señera de Largo Caballero» era descrita en términos aduladores que recordaban al servilismo del Partido Bolchevique estalinista «como representante de un estado de conciencia de las masas en la república democrática, como vitalizador de un partido de clase»[51].

Como la FJS estaba experimentando un incremento en el número de afiliados, muchos de ellos poco instruidos, se decidió organizar en 1932 una escuela de verano anual para la formación de becarios en Torrelodones, al noroeste de Madrid. La segunda se celebró en la primera mitad de agosto de 1933, y contó con la presencia de los principales barones del PSOE. Besteiro fue el primero en hablar el 5 de agosto, con un discurso titulado «Los caminos del socialismo». Era obvio que su propósito consistía en desacreditar la nueva línea radical propugnada por Largo Caballero en el cine Pardiñas. Insinuando que era un mero ardid para cosechar entre las masas una popularidad barata, condenó la idea de una dictadura socialista para derrotar al fascismo, y la tachó de «un absurdo y una vana ilusión infantil». Sin nombrarlo, habló con elocuencia de los peligros de un culto a la personalidad, que era precisamente lo que Carrillo y el grupo radical de la FJS estaban creando en torno a Largo Caballero. Un sentimiento que podía ser fruto de la genuina admiración que Carrillo le profesaba, aunque también le sería útil en sus ambiciones personales. Esta actitud volvió a repetirse más adelante en su relación con Dolores Ibárruri. El discurso de Besteiro fue recibido con abucheos. El Socialista se negó a publicarlo, reflejo de que el periódico estaba dirigido entonces por Julián Zugazagoitia, un seguidor de Prieto y simpatizante de la FJS que, por el momento, seguía fielmente la línea de Largo Caballero, el presidente del PSOE[52].

El 6 de agosto habló Prieto. Su lenguaje no fue tan condescendiente ni beligerante, aunque también advirtió de los peligros del radicalismo fácil. Si bien defendió, como ya había hecho Largo Caballero, los logros de la República hasta la fecha, también denunció la salvaje determinación de los poderes económicos de destruir la legislación social del sistema. No obstante, alentó a los doscientos jóvenes socialistas que formaban parte de su público y soñaban con una revolución bolchevique a tener en cuenta que la flaqueza de las clases dominantes y de las instituciones estatales y militares en la Rusia de 1917, un país asolado por la guerra, no estaba presente en la España de 1933. También recalcó que, aunque era factible que los socialistas se hicieran con el poder, era poco probable que los capitalistas de otras regiones de Europa se quedaran de brazos cruzados. Fue un discurso habilidoso en el que reconocía la justificación moral de la FJS al anhelar una línea más radical, pero rechazaba su validez para la política del PSOE. Eso no era lo que querían oír los becarios que se habían dado cita allí. Prieto fue recibido con menos hostilidad que Besteiro, pero aun así la acogida resultó fría, y su discurso también fue ignorado por El Socialista[53].

Al principio no estaba previsto que Largo Caballero hablara en la escuela de verano. Sin embargo, Carrillo le había hecho saber que los parlamentos de Besteiro y Prieto habían causado una gran insatisfacción y lo invitó a poner remedio a la situación. Largo Caballero aceptó de inmediato, convencido de que mantenía una comunicación única con las bases. En un discurso un tanto amargo, reveló su consternación por la virulencia de los ataques de la derecha contra la legislación socialista, y afirmó que las reformas a las que aspiraba eran imposibles dentro de los confines de la democracia burguesa. Según dijo, se había radicalizado a causa de la intransigencia de la burguesía durante sus veinticuatro meses en el Gobierno: «Hoy estoy convencido que realizar una obra socialista en la democracia burguesa es imposible». Aunque reiteró su compromiso continuado con la legalidad, aseguró: «En España se va creando una situación revolucionaria tal por el progreso del sentimiento político de las masas obreras y por la incomprensión de la clase capitalista, que no tendrá más remedio que estallar algún día. Ante esta posibilidad nosotros debemos prevenirnos». El discurso alarmó tanto a la derecha como complació a los jóvenes socialistas y, a decir de Fernando Claudín, se oyeron gritos de «¡Viva el Lenin Español!». La acuñación del atributo se ha atribuido al Kremlin, a Araquistáin y a Carrillo[54].

Transcurrido menos de un mes desde la escuela de verano, el 11 de septiembre, la coalición republicano-socialista había caído. Largo Caballero fue entrevistado por Carrillo para Renovación. Entre otras declaraciones incendiarias, proclamó: «Estamos a las puertas de una acción de tal naturaleza, que conduzca al proletariado a la revolución social… El socialismo tendrá que acudir a la violencia máxima para desplazar al capitalismo… De los jóvenes es la tarea de fortalecer a los indecisos y de apartar a los elementos pasivos que no sirven para la revolución»[55]. Alejandro Lerroux, líder del corrupto Partido Radical, formó un nuevo Gobierno. A falta de un apoyo parlamentario adecuado, el gobierno Lerroux cayó a principios de octubre. Le siguió el gobierno presidido por Diego Martínez Barrio, que fue el encargado de convocar las elecciones del 19 de noviembre.

En las semanas previas a los comicios de noviembre de 1933, la línea editorial de Renovación se mostró cada vez más transparente en su adopción de una retórica de violencia entreverada de frecuentes citas de Lenin. El propio Carrillo escribió el 7 de octubre que una huelga general no sería suficiente para una revolución y que eran necesarias otras «técnicas», una referencia velada a su deseo de ver a los trabajadores armados[56]. Carrillo, que en ese período de su vida era un lector voraz, empezó a consumir las obras más accesibles de Marx, Engels y, sobre todo, Lenin, así como los pocos libros de Stalin que se habían traducido al español. Leyó novelas y crónicas personales de la Revolución rusa y era un entusiasta del cine soviético. Años después, recordaría su idea romántica de lo que significaba ser un heroico revolucionario bolchevique[57].

Resentido por las frustraciones de los dos años anteriores, Largo Caballero se aseguró de que la coalición electoral con los republicanos no fuera renovada y de que los socialistas se presentasen en solitario a las elecciones, lo cual fue un terrible error táctico. Intoxicado por la adulación de la FJS e influido por la aflicción de los campesinos sin tierras, Largo Caballero acusó irresponsablemente a los republicanos de izquierdas de todas las deficiencias del sistema, a la vez que daba por sentado que el PSOE no perdería ninguno de los votos cosechados por la coalición republicano-socialista en 1931. Había pocos fundamentos para pensar de ese modo. Para empeorar las cosas, durante la campaña se ganó la antipatía de muchos progresistas liberales de clase media que antes habían votado por la alianza. Puede que su proclama de que solo la dictadura del proletariado podía desencadenar el necesario desarme económico de la burguesía entusiasmara a sus partidarios jóvenes y a los sectores rurales de la UGT, pero asustó a muchos votantes potenciales.

El domingo 29 de octubre, en plena campaña electoral, fue presentada en el Teatro de la Comedia de Madrid la Falange Española, una formación abiertamente fascista, y se repartieron porras entre los afiliados. En su discurso inaugural, el líder, José Antonio Primo de Rivera, otorgó gran relevancia a su compromiso con la violencia: «Si nuestros objetivos han de lograrse en algún caso por la violencia, no nos detengamos ante la violencia… Bien está, sí, la dialéctica como primer instrumento de comunicación. Pero no hay más dialéctica admisible que la dialéctica de los puños y de las pistolas cuando se ofende a la justicia o a la Patria»[58].

Puesto que la ley electoral vigente favorecía a las coaliciones, Gil Robles buscó aliados con ahínco en todo el espectro de la derecha, sobre todo en el Partido Radical. Los resultados de los comicios supusieron una amarga decepción para los socialistas, que obtuvieron solo cincuenta y ocho escaños. Tras unos pactos locales concebidos para sacar rédito de la ley electoral, la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas) consiguió ciento quince escaños y el Partido Radical, ciento cuatro. La derecha había recuperado el control del aparato del Estado y estaba decidida a utilizarlo para desbaratar las reformas de los dos años anteriores. El presidente de la República no invitó a Gil Robles a formar Gobierno, pese a que la CEDA era el partido con más escaños, aunque sin mayoría absoluta. Niceto Alcalá Zamora temía que el líder católico abrigara ambiciones más o menos fascistas de instaurar un Estado autoritario y corporativo. Por ello, Alejandro Lerroux, en calidad de líder del segundo partido más importante, se convirtió en primer ministro. Los miembros del Partido Radical, que dependían de los votos de la CEDA, serían las marionetas de Gil Robles. A cambio de desarticular la legislación social y promulgar duras políticas contra los trabajadores para velar por los intereses de los adinerados partidarios de la CEDA, a los radicales se les permitiría disfrutar de los beneficios del cargo. Una vez en el Gobierno, crearon una oficina para organizar la venta de favores, monopolios, órdenes de licitación pública, licencias y demás. La opinión del PSOE era que el Partido Radical no era el defensor adecuado de los principios básicos de la República contra los ataques de la derecha.

Así, las elecciones de noviembre de 1933 pusieron el poder en manos de una derecha decidida a subvertir las escasas leyes reformistas que había logrado la coalición republicano-socialista. Dado que numerosos trabajadores de la industria y el campo estaban sumidos en la desesperación a causa de las deficiencias de dichas reformas, un Gobierno que pretendía destruirlas solo podía abocarlos a la violencia. A finales de 1933, el país carecía de un sistema de protección social que actuara como red de seguridad, un 12 por ciento de la población activa estaba en paro, y en el sur las cifras rondaban el 20 por ciento. La patronal y los terratenientes celebraron la victoria electoral recortando salarios, despidiendo a trabajadores, desahuciando a inquilinos y elevando los alquileres. Incluso antes de que el nuevo Gobierno tomara las riendas, la legislación laboral era abiertamente desobedecida.

La indignación en el movimiento socialista era absoluta, pero en ningún lugar era tan vehemente como en la FJS. La respuesta de Carrillo en Renovación llegó con el titular: «Todo el poder para los socialistas». Su editorial llevaba por subtítulo: «Nos han robado la victoria electoral». El error táctico de Largo Caballero al rechazar una coalición con los republicanos fue un factor crucial en la derrota electoral del PSOE, pero eso no impidió que Carrillo echara la culpa a los republicanos. Compartía la idea tan extendida dentro del partido de que las elecciones habían sido fraudulentas[59]. En el sur es indudable que habían perdido los escaños por culpa del poder de los caciques sobre los hambrientos braceros. En las zonas rurales donde imperaban el hambre, la inseguridad y un desempleo endémico, había sido fácil conseguir votos con la promesa de puestos de trabajo o la amenaza de un despido. Matones armados contratados por los caciques impedían con frecuencia que los candidatos socialistas llegaran a los mítines e interrumpían otros. El día de las elecciones constituyeron una amenazadora presencia junto a las urnas de cristal.

En toda España, los 1.627.472 votos del PSOE le habían supuesto cincuenta y ocho escaños en las Cortes, mientras que los 806.340 de los radicales se habían visto recompensados con ciento cuatro. Los partidos unificados de la derecha habían obtenido un total de 3.345.504 votos y doscientos doce escaños, a 15.780 votos cada uno, mientras que la fraccionada izquierda había sumado 3.375.432 votos y solo noventa y nueve escaños, 34.095 papeletas por cada uno[60]. En algunas provincias meridionales como Badajoz, Córdoba y Málaga, el margen de victoria de la derecha fue lo bastante ajustado como para que el fraude electoral influyera en los resultados. El enojo de las bases socialistas por haber perdido las elecciones de manera injusta se vio agravado por la consternación ante la posterior ofensiva sin cortapisas de la patronal. La indignación popular fue aún mayor debido a la contención y el sacrificio que habían caracterizado la política socialista entre 1931 y 1933. Según Largo Caballero, varios representantes de delegaciones de trabajadores llegaron a Madrid desde provincias para pedir al comité ejecutivo del PSOE que organizara una contraofensiva. La dirección caballerista se esforzó en llegar a un acuerdo con los besteiristas de la UGT para emprender acciones a fin de bloquear cualquier intento por instaurar el fascismo, restablecer la monarquía o forjar una dictadura. En una reunión de las directivas del PSOE y la UGT celebrada el 25 de noviembre, Besteiro, Saborit y Trifón Gómez dejaron claro que la cúpula del sindicato era hostil a correr riesgos de cualquier índole. Un furioso Largo Caballero declaró: «Los mismos trabajadores reclaman una acción rápida y enérgica». Incluso Prieto coincidía finalmente con Largo en la necesidad de una «acción defensiva». Se creó un comité conjunto del PSOE y la UGT para elaborar dicha acción[61].

Huelga decir que la FJS no tardó en desplegar una retórica radical en respuesta al cambio de situación. Llevando la lógica de Largo Caballero a sus extremos, Carrillo declaraba en aquel primer editorial publicado tras las elecciones: «El proletariado sabe a qué atenerse. Y ha comprendido que tiene que acudir al camino de la insurrección». A la semana siguiente, el titular de portada de Renovación era: «¡Viva la revolución social!», y Largo Caballero dijo supuestamente que era necesaria una revolución social para garantizar todo el poder para los socialistas. Ese radicalismo manifiesto, recogido en Renovación y también en El Socialista, motivó un registro policial en el taller de Gráfica Socialista y la prohibición temporal de ambos periódicos[62].

La acentuación de la retórica revolucionaria fue una respuesta a la ascendente oleada de militancia y, en el caso de Largo Caballero, una subversión meramente verbal que pretendía apaciguar la desesperación de las bases. La vana esperanza de Largo Caballero era que sus amenazas asustaran a la derecha y la llevaran a limitar su beligerancia y a convencer al presidente de la República, Alcalá Zamora, de que convocara unas nuevas elecciones. En el caso de Carrillo, era algo más auténticamente revolucionario. El siguiente número de Renovación (igual de provocador) hubo de ser remitido a la censura gubernamental, a consecuencia de lo cual no se permitió su publicación, y Carrillo y su aliado más próximo, Segundo Serrano Poncela, fueron detenidos y encerrados en la Cárcel Modelo. Al cabo de unos días fueron juzgados por subversión y hallados no culpables por un tribunal de urgencia. Cuando reapareció, la línea editorial de Carrillo en Renovación era ligeramente más comedida. Bajo el titular «Otro grito fascista», respondía a un discurso pronunciado en las Cortes el 19 de diciembre, en el que Gil Robles había expuesto las políticas que el nuevo Gobierno del Partido Radical tendría que desplegar para mantenerse en el poder con los votos de la CEDA. Sus exigencias revelaban los limitados intereses que defendía esta última: amnistía para los condenados a prisión por el levantamiento militar de agosto de 1932, una revisión de la legislación religiosa de las Cortes Constituyentes y un ataque de gran envergadura contra las reformas sociales. Todos los decretos que habían sido acogidos favorablemente por buena parte de los campesinos sin tierras —la ley de términos municipales, la de cultivo obligatorio y la implantación de jurados mixtos— habían de ser revisados. También exhortó a la reducción del área de tierra sujeta a expropiación de acuerdo con el proyecto de reforma agraria. El artículo de Carrillo finalizaba con una perspicaz comparación de las tácticas de Gil Robles con las de Dollfuss en Austria, una apelación a organizar una respuesta enérgica y la amenaza de que la FJS moriría luchando[63].

El 13 de diciembre de 1933, el Comité Nacional de la UGT debatió los llamamientos a la acción del PSOE en respuesta a la deteriorada posición de la clase trabajadora tanto en la España rural como en la urbana. Ante las peticiones de calma de Saborit y Trifón Gómez, Amaro del Rosal, aliado de Carrillo e irascible presidente de la Federación de Trabajadores de Banca y Bolsa, propuso que la UGT se uniera al PSOE para organizar un movimiento revolucionario con el propósito de hacerse con el poder e instaurar el socialismo. Del Rosal contaba con el apoyo, entre otros, de Carlos Hernández Zancajo, líder de los trabajadores del sector del transporte. Su propuesta salió derrotada, pero en un enconado debate posterior se decidió convocar un congreso extraordinario de la UGT para resolver las amargas divisiones entre los besteiristas moderados y los jóvenes revolucionarios que apoyaban a Largo Caballero[64]. Cuando tuvo lugar esa reunión el 31 de diciembre, uno tras otro, los líderes de las grandes federaciones de la UGT, los mineros, los trabajadores de la industria textil, los panaderos, los empleados de hoteles, los metalúrgicos, los empleados de banca y los transportistas, se alzaron para declarar que respaldaban la línea de la directiva del PSOE y no la de la UGT. Solo contaron con la oposición de los representantes de los bastiones besteiristas: los impresores, la FNTT y los trabajadores del sector ferroviario. Amaro del Rosal propuso que la UGT se uniera al PSOE para organizar «un movimiento revolucionario nacional y hacerse con el poder e instaurar el socialismo». Cuando él y Carlos Hernández Zancajo hablaron de imponer la dictadura del proletariado, la propuesta perdió por veintiocho votos a diecisiete[65].

Su altavoz, Renovación, hacía frente a constantes dificultades con las autoridades, recibía multas y, algunos días, la tirada completa era confiscada. Como es comprensible, Carrillo lo consideraba un intento deliberado por destruir económicamente al periódico. A consecuencia de ello, y bajo el titular «Nos empujan a la clandestinidad», escribió que, como grupo revolucionario, la FJS tal vez debería pasarse a la ilegalidad. En respuesta a ello, la FJS empezó a organizar provisionalmente sus propias milicias. Los esfuerzos de Carrillo en este sentido fueron fundamentales para lo que pasó por la creación de unas milicias socialistas antes de la huelga general de octubre de 1934 en Madrid. Tanto en las páginas de Renovación como en numerosas circulares, la FJS dictó instrucciones para la formación de una organización paramilitar[66].

Carrillo, que no percibía del todo la vacuidad de la retórica de Largo Caballero, podía sentir legítimamente que contaba para esto con el pleno respaldo de la cúpula del partido. El PSOE había nombrado una comisión especial, presidida por Largo Caballero, para evaluar la vertiente práctica de un movimiento revolucionario y, tras otra tensa reunión celebrada el 9 de enero, el Comité Nacional de la UGT aceptó participar a regañadientes. Largo Caballero insistió en que las políticas del PSOE debían ser remitidas al Comité Nacional de la UGT, que había de citarse el 27 de enero[67]. Entretanto, el 13 de enero, la dirección del PSOE aprobó un programa en cinco puntos para la acción inmediata, que había elaborado el propio Largo Caballero. Dicho programa propugnaba: 1) la organización de un movimiento abiertamente revolucionario; 2) la declaración de dicho movimiento en el momento oportuno, preferiblemente antes de que el enemigo pudiera adoptar precauciones definitivas; 3) establecer contactos entre el PSOE y la UGT y cualquier otro grupo dispuesto a cooperar con el movimiento; en caso de triunfo, 4) la toma del poder político por parte del PSOE, la UGT y otros participantes de la revolución, y 5) la aplicación de un programa de reformas en diez puntos confeccionado por Prieto[68].

Cuando el Comité Nacional de la UGT se reunió el 27 de enero para debatir los diversos proyectos, contra la encendida oposición de Besteiro, el proyecto revolucionario del PSOE fue aprobado por treinta y tres miembros. Solo Trifón Gómez, del Sindicato Ferroviario Nacional, y Lucio Martínez Gil, de la FNTT, votaron a favor de la dirección, que inmediatamente dimitió en pleno. Dos días después se eligió una nueva dirección de la UGT, en la que Largo Caballero ejercía de secretario general y que incluía a algunos de los miembros más radicales de la FJS: a Ricardo Zabalza, de la FNTT; a Carlos Hernández Zancajo y a Amaro del Rosal. El 30 de enero, el Comité Nacional de la FNTT también se había reunido para debatir las propuestas revolucionarias y se produjo una situación idéntica entre sus filas. La cúpula al completo, todos ellos besteiristas, dimitió, y se eligió un nuevo comité integrado por jóvenes caballeristas bajo la presidencia de Zabalza. Las organizaciones del movimiento socialista estaban cayendo rápida y gradualmente en manos de la juventud extremista. Una reunión de la Agrupación Socialista Madrileña estuvo abarrotada de jóvenes socialistas, que aprobaron una moción de censura contra su presidente, Trifón Gómez, y lo obligaron a dimitir. Gómez fue sustituido por partidarios de Largo Caballero, con Rafael Henche como presidente y Julio Álvarez del Vayo como vicepresidente, respaldados por un grupo de los «bolchevizantes» más fervientes, entre ellos Hernández Zancajo y Santiago Carrillo.

Ahora que Largo Caballero controlaba las directivas de la UGT y el PSOE y que la FJS estaba en manos de sus partidarios más fervientes, se creó de inmediato un comité conjunto para preparar un movimiento revolucionario. Dicho comité lo componían: Juan Simeón Vidarte, Pascual Tomás y Enrique de Francisco por el PSOE; Felipe Pretel, José Díaz Alor y Carlos Hernández Zancajo por la UGT, y Santiago Carrillo por la FJS. Carrillo estaba encantado y se tomó el nombramiento más en serio que el resto de los miembros del comité. Era algo extraordinario para una persona que acababa de cumplir dieciocho años. Con sus grandes gafas y sus mofletes rechonchos e imberbes, parecía incluso más joven. Operando desde la sede de la UGT en Madrid, el comité se puso en contacto con las organizaciones del PSOE, la UGT y la FJS en cada provincia y dictó setenta y tres instrucciones para la creación de milicias, la adquisición de armas, el establecimiento de contactos con unidades locales del Ejército y la Guardia Civil que simpatizaran con su causa y la organización de equipos de técnicos capaces de gestionar los servicios básicos. La respuesta de las provincias fue profundamente desalentadora y existen escasos indicios, al margen del aluvión de comunicaciones generadas por el comité, de que se emprendiera alguna acción práctica[69].

Dado que todas las secciones del movimiento socialista estaban indignadas por la presunta injusticia de los resultados electorales y el rápido desmantelamiento de los avances sociales realizados de 1931 a 1933, era comprensible que se recurriera a la retórica revolucionaria. Sin embargo, llegado el momento de organizar el enfrentamiento con el aparato del Estado, pese a la arrolladora conquista de las cúpulas del PSOE, la UGT y la FJS por parte de los caballeristas, cundía un temor considerable. La mayoría de los funcionarios y militantes sindicales se mostraban cautelosos, e incluso Largo Caballero y sus partidarios sindicalistas más veteranos estaban sumamente inquietos con las políticas «bolchevizantes» de Carrillo y los demás jóvenes radicales. Largo Caballero podía solicitar la disolución del Ejército y la Guardia Civil y el aprovisionamiento de armas para los trabajadores[70]. No obstante, para él y para los sindicalistas más veteranos, las amenazas revolucionarias eran poco más que eso, amenazas para cuya materialización no tenían inclinación ni experiencia. Los jóvenes bolchevizantes, por el contrario, sentían una intensa euforia por las ideas expresadas en las páginas de Renovación. Ellos tampoco sabían muy bien cómo poner en práctica su retórica y, por tanto, solo los unía a Largo Caballero su irresponsabilidad e incompetencia.

Las secciones provinciales apenas respondieron a las esperanzadas misivas del comité revolucionario. Ello, sumado a los prudentes instintos sindicalistas de Largo Caballero, garantizó que, excepto en los barrios mineros de Asturias, las actividades revolucionarias nunca fueran mucho más allá de la oratoria. El comité dictó la instrucción «secreta» de que había que lanzar un movimiento revolucionario en caso de que la CEDA se uniera al Gobierno. Puesto que ello pretendía constituir una amenaza para el presidente de la República, la directriz fue puesta en su conocimiento, y Gil Robles y otros líderes de la derecha estaban al corriente de su existencia. La ausencia de secretismo y de vínculo alguno entre el «momento revolucionario» elegido y cualquier lucha real de la clase trabajadora en la práctica dejó todas las cartas en manos del Gobierno. El 3 de febrero, la nueva directiva de la UGT se reunió para decidir si ponía freno a todas las acciones huelguistas para que el movimiento reservara sus energías de cara a la revolución prevista. En una medida reveladora se decidió, a instancias de Largo Caballero, que la UGT no pidiera a sus miembros que se abstuvieran de participar en huelgas en defensa de sus intereses económicos[71]. Sin embargo, ante los sucesivos problemas que se planteaban, la FJS siguió dando una cobertura cada vez más amplia a los logros de la Unión Soviética y haciendo llamamientos a la revolución social, la insurrección armada y la dictadura del proletariado[72]. Ese carácter revolucionario indiscreto, por no decir estridente, fue la excusa perfecta para que el Gobierno reprimiera severamente las huelgas celebradas durante la primavera y el verano de 1934, unas acciones que no eran revolucionarias, sino que estaban limitadas y consagradas a unos objetivos económicos.

La preocupación por las intenciones de la derecha se había intensificado con el nombramiento a comienzos de marzo de un nuevo ministro de Gobernación, Rafael Salazar Alonso, de treinta y nueve años. Aunque era miembro del Partido Radical, en la práctica representaba a los terratenientes de Badajoz, con quienes mantenía muchos contactos personales[73]. Poco después de ocupar el cargo, dijo al director general de la Guardia Civil que sus fuerzas no debían inhibirse en sus intervenciones en los conflictos sociales[74]. Gil Robles estaba encantado con Salazar Alonso, quien el 7 de marzo declaró el estado de alarma y clausuró las sedes de la FJS, del Partido Comunista y de la anarcosindicalista CNT. Renovación fue prohibido y no reaparecería hasta principios de abril.

La defensa cada vez más vehemente de posturas ultrarrevolucionarias por parte de Santiago Carrillo le valió una nueva detención en febrero de 1934 por un discurso pronunciado en la pequeña población de Campo de Criptana, en la provincia de Ciudad Real. Su delito fue insultar a Niceto Alcalá Zamora, presidente de la República, al que acusó de allanar el terreno al fascismo disolviendo las Cortes Constituyentes. Durante su breve estancia en la cárcel de Ciudad Real, Carrillo conoció la noticia del levantamiento de los socialistas austríacos contra Dollfuss, lo cual alimentó su creciente entusiasmo por la violencia como el único medio válido para combatir el fascismo. Aunque la revuelta austríaca fue aplastada, la citaba incesantemente como un ejemplo para los socialistas españoles[75]. En el V Congreso de la FJS, celebrado la tercera semana de abril de 1934, se contrajo un etéreo compromiso con la insurrección armada. Se eligió un nuevo comité ejecutivo, con Hernández Zancajo como presidente y Carrillo como secretario general. Sus amigos más íntimos entre los bolchevizantes —que más tarde se unirían al Partido Comunista— José Laín Entralgo, Federico Melchor, Serrano Poncela, José Cazorla y Aurora Arnaiz, también formaban parte del nuevo comité. Se habló largo y tendido sobre la insurrección armada y la dictadura del proletariado y se fundó Espartaco, una revista teórica. El primer número apareció tres meses después y contenía un ataque contra el grupo parlamentario del PSOE. Durante los meses siguientes se produjo una embestida sistemática contra Prieto y los socialistas que creían en la acción parlamentaria, pues pensaban que ello constituía un obstáculo para la inevitable revolución[76].

El grado en que la FJS estaba dejando atrás a su ídolo Largo Caballero quedó ilustrado por la decisión de su nueva directiva que, sin consultar con la cúpula del PSOE o la UGT, convocó una huelga general en Madrid. Mientras el congreso de la FJS celebraba una sesión, la Ley de Amnistía de la CEDA para los ataques de la derecha contra la República, que incluía a los conspiradores responsables del golpe militar de agosto de 1932, pasaba por las Cortes. Al tiempo que el presidente vacilaba sobre la ratificación de la ley, la CEDA realizó un siniestro gesto en forma de gran concentración de su movimiento juvenil, la JAP (Juventud de Acción Popular). El acto estaba planeado desde enero, y Renovación había advertido que podía culminar con una marcha fascista sobre Madrid. La JAP celebró centenares de mítines para recabar apoyos, y organizó trenes especiales con billetes subvencionados. Al coincidir con la crisis política por la amnistía, era inevitable que pareciera un intento por presionar a Alcalá Zamora. La elección del monasterio del Escorial de Felipe II como sede era un gesto manifiestamente antirrepublicano. Creyendo que acabaría en una marcha fascista sobre Madrid, se convocó la huelga general. En la manifestación, debido a la lluvia torrencial y al efecto del paro sobre las facilidades para el transporte ofrecidas por los organizadores, acabó participando menos de la mitad de los cincuenta mil asistentes que estaban previstos, pese a la gigantesca campaña publicitaria y a las grandes sumas de dinero invertidas[77]. Es probable que la verdadera iniciativa de la huelga no fuese obra de Carrillo y de la FJS, sino de Izquierda Comunista. Este grupo trotskista había sido fundado por Andreu Nin, en su día secretario privado de Trotski, y en Madrid estaba liderado por Manuel Fernández Grandizo, que utilizaba el pseudónimo de «Grandizo Munis». Con todo, la orden de la huelga fue dictada por la FJS[78].

Izquierda Comunista formaba parte, al igual que la FJS, de la «Alianza Obrera». Había sido creada por Joaquín Maurín, líder del Bloc Obrer i Camperol, una organización casi trotskista. Maurín afirmaba que solo una clase obrera organizada podía resistir los grandes avances de la derecha autoritaria[79]. Para Largo Caballero, la Alianza Obrera era solo un posible medio para dominar el movimiento de los trabajadores en ámbitos en los que la UGT era relativamente débil, no tanto un instrumento de unidad de las bases obreras como un comité de enlace que vinculaba organizaciones ya existentes controladas por socialistas[80]. En Madrid, la Alianza estaba dominada por los líderes socialistas, que imponían sus políticas. Durante la primavera y a principios de verano de 1934, bloquearon todas las iniciativas revolucionarias propuestas por Fernández Grandizo, representante de Izquierda Comunista, y lo hicieron con el supuesto argumento de que la UGT debía evitar acciones parciales y reservarse para la última batalla contra el fascismo. Al parecer, la única excepción fue la huelga general en protesta por el mitin de la JAP en El Escorial. No obstante, Carrillo era un entusiasta de la Alianza Obrera, ya que estaba profundamente comprometido con la idea de la unidad de la clase trabajadora.

En la práctica, dejando al margen a los anarquistas, en 1934 había dos procesos vigentes dentro del movimiento obrero. Por un lado estaban los jóvenes revolucionarios de los sectores socialista y comunista y la Alianza Obrera. Por el otro, los sindicalistas tradicionales de la UGT, que intentaban proteger el nivel de vida de los envites de terratenientes e industriales. Largo Caballero abarcaba ambos, lo cual fue perjudicial y transmitió la errónea impresión de que unas huelgas enteramente económicas tenían fines revolucionarios. La represión se había intensificado desde el nombramiento de Salazar Alonso como ministro de Gobernación, quien consideraba que todas las huelgas tenían tintes políticos. Él mismo provocó varias en primavera y verano de 1934, lo cual le permitió eliminar a los sindicatos más poderosos uno a uno, empezando por los impresores en marzo. Salazar Alonso no tardó en aprovechar la excusa para tomar medidas severas. Los impresores, los trabajadores de la construcción y los metalúrgicos fueron derrotados sucesivamente.

La mayor victoria de Salazar, que para su gran satisfacción empujó todavía más a los socialistas a cumplir sus amenazas revolucionarias, se produjo en junio. Tras un debate agónico, los líderes de la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra llegaron a la conclusión de que una huelga general era la única manera de contener la ofensiva de los propietarios. Bajo la extrema presión de unas bases hambrientas llevadas al límite de su resistencia por la constante provocación de los caciques y la Guardia Civil, Ricardo Zabalza, el recién elegido secretario general de la FNTT, convocó varias huelgas, que habían de efectuarse en estricto cumplimiento de las leyes. Aunque la motivación de la huelga era económica, Salazar Alonso aprovechó la oportunidad para asestar un golpe a la sección más numerosa de la UGT. Sus medidas fueron rápidas y despiadadas, y socavó las negociaciones de compromiso entre la FNTT y los ministros de Agricultura y Trabajo criminalizando las acciones del sindicato con un decreto que declaraba la cosecha un servicio público nacional y la huelga un «conflicto revolucionario». Miles de campesinos fueron subidos a punta de fusil a camiones y deportados a cientos de kilómetros de sus hogares, y más tarde puestos en libertad sin comida ni dinero para regresar por sí solos. Renovación ofreció una amplia cobertura del paso por Madrid de cientos de campesinos desaliñados que se dirigían hacia sus casas en el sur. Se clausuraron centros obreros y se eliminaron numerosos ayuntamientos, que fueron sustituidos por delegaciones del Gobierno. Un tribunal de emer gencia condenó a líderes obreros destacados a un mínimo de cuatro años de cárcel. Se cerraron las Casas del Pueblo y la FNTT quedó incapacitada hasta 1936[81].

La FJS también se topó con varios obstáculos para su funciona miento normal. Renovación recibió una multa demoledora a princi pios de julio. A la semana siguiente, Salazar Alonso promulgó un decreto que prohibía el uso del saludo con el puño cerrado. Como cabría esperar, esto endureció la retórica revolucionaria de la FJS y acercó más a la organización a la Unión de Juventudes Comunistas (UJC)[82]. El 26 de julio de 1934, atraídos por las incesantes alabanzas a la Unión Soviética plasmadas en las páginas de Renovación, los líde res de la Unión de Juventudes Comunistas propusieron negociar con la FJS con vistas a una posible unificación. Aunque la invitación vino precedida de algunas observaciones condescendientes que des cribían a la FJS como socialdemócratas reformistas, las conversacio nes siguieron adelante. La FJS estuvo representada por Carrillo, Melchor, Serrano Poncela y Cazorla; la Unión de Juventudes Co munistas, por Trifón Medrano, Segismundo Álvarez y Fernando Claudín, que más tarde se convertiría en el pensador más sofisticado del Partido Comunista de España. Las conversaciones estuvieron dominadas por Carrillo, que presentó a la FJS como la vanguardia revolucionaria del movimiento socialista, mientras que la UJC era simplemente una rama muy joven del diminuto Partido Comunista.

Las reuniones fueron tensas, aunque ligeramente más cordiales de lo que se podía prever teniendo en cuenta su historial de críticas mutuas, y no se esbozaron planes concretos para una unificación formal. Tal como dejó claro Carrillo, la FJS ya estaba preparando una acción revolucionaria, y tendría lugar dentro de la Alianza Obrera. No obstante, afirmó también que pensaba que la FJS debía estar preparada para adquirir compromisos a fin de acercarla más. A partir de entonces hubo cada vez más acciones conjuntas sobre el terreno. En el ámbito local, los militantes de ambas organizaciones ya actuaban juntos, particularmente en cooperación contra la JAP. Celebraron manifestaciones, como la que siguió al asesinato el 10 de junio de la joven militante Juanita Rico a manos de los falangistas. En adelante, sus dos nuevos periódicos, Renovación y Juventud Roja, informaron sobre las actividades de ambas formaciones. Claudín quedó muy impresionado por la sorprendente confianza que el joven Carrillo, de diecinueve años, tenía en sí mismo, por la fuerza y la lucidez con las que exponía sus argumentos y por su profundo conocimiento de la revolución bolchevique. Lo mismo le ocurrió a Amaro del Rosal al conocer el talento, la energía y la capacidad de trabajo de su joven camarada[83].

Carrillo también había concitado el interés de personas ajenas a la FJS. Tras las conversaciones con la UJC, Trifón Medrano lo invitó a conocer a un representante de la KIM (Internacional Juvenil Comunista), con lo cual se refería en realidad a un agente soviético. Carrillo consultó a sus compañeros del comité ejecutivo de la FJS y estos aceptaron que acudiera al encuentro. Le fascinaba la idea de conocer a alguien a quien imaginaba relacionado con el asalto al Palacio de Invierno. De hecho, su admiración por la Unión Soviética era tal que su despacho como secretario general de la FJS estaba dominado por un gran retrato de Stalin. Cuarenta años después dijo a Fernando Claudín que en el conflicto interno entre el PSOE y la UGT asociaba al defensor de los trabajadores Largo Caballero con Stalin y al intelectual Besteiro con Trotski. Al llegar al parque en el que había de citarse con el agente ruso, se sintió profundamente decepcionado cuando no le presentaron a un duro revolucionario bolchevique, sino a «Carmen», el pseudónimo de una corpulenta mujer alemana perteneciente a la oficina española de la KIM. Su primer encuentro con un representante de la fortaleza del comunismo internacional fue de mal en peor. La mujer acusó a la FJS de ser trotskistas en potencia. Entonces, creyendo por error que los seguía la policía, propuso súbitamente que huyeran del bar en el que estaban tomando una copa y se subieran a un tranvía en marcha. Al saltar, Carmen tropezó y cayó al suelo del tranvía, para regocijo de los transeúntes[84].

En el transcurso del verano, Carrillo siguió defendiendo la línea revolucionaria en Renovación, cuyas páginas, cuando la policía no confiscaba el número completo, incluían cada vez más secciones tachadas por la censura[85]. Por el contrario, Largo Caballero avanzaba en la dirección opuesta. El Comité Nacional de la UGT se reunió el 31 de julio para realizar una investigación sobre el fracaso de la huelga de campesinos. El representante del sindicato de maestros de escuela criticó a la directiva de la UGT por no acudir en auxilio de los agricultores, y prácticamente acusó a Largo Caballero de ser reformista. Este respondió tachando esa retórica de extremismo frívolo y declarando que el movimiento socialista debía abandonar su peligrosa retórica revolucionaria. Por lo visto, había olvidado su discurso cuatro meses atrás y la existencia del comité revolucionario conjunto. Cuando el líder de los maestros leyó en voz alta unos textos de Lenin, Largo Caballero repuso que la UGT no actuaría ciñéndose a él ni a ningún otro teórico. Recordando a su joven camarada que la España de 1934 no era la Rusia de 1917, afirmó acertadamente que no existía un proletariado armado y que la burguesía era fuerte. Era exactamente lo opuesto a la línea que estaban propagando Carrillo y los jóvenes exaltados de la FJS. De hecho, al parecer le molestaba cada vez más su extremismo fácil, y se quejaba de que «actuaban como les venía en gana, sin consultar a nadie». Sin embargo, Carrillo escribiría más adelante que, por lo que sabía en aquel momento, Largo Caballero seguía adelante con sus detallados preparativos revolucionarios, utilizando para algunos de ellos a la FJS[86].

En realidad, el comité revolucionario de Largo Caballero que mediaba entre el PSOE, la UGT y la FJS había hecho poco más que recopilar numerosas fichas con detalles sobre posibles comités y milicias revolucionarios locales. Ese fichero era el único lugar en el que existía una estructura de la revolución. Cada sección de la UGT, el PSOE o la FJS realizaba sus disposiciones para la creación de milicias, lo cual no solía ir más allá de confeccionar listas con los nombres de quienes podían estar dispuestos a tomar las calles. Por más que Carrillo lo creyera ingenuamente, no existía una coordinación central. El propio Largo Caballero reconocía que la mayoría de los líderes de los partidos y sindicatos locales consideraban «inevitable la revolución, pero la temían y confiaban en que cualquier gestión o incidente la evitase y por eso no desplegaron gran actividad en prepararla, pero tampoco querían aparecer como adversarios de ella al objeto de seguir conservando la adhesión de los trabajadores». De este modo resumía a la perfección su propia actitud. Para el grueso de los líderes socialistas, aunque no para los jóvenes bolchevizadores, jamás hubo una intención real de llevar a cabo una revolución. Largo Caballero estaba convencido de que el presidente Alcalá Zamora nunca invitaría a la CEDA a formar parte del Gobierno, ya que sus líderes no habían declarado su lealtad a la República[87].

La estridente oratoria revolucionaria de la FJS fue recibida con entusiasmo por Gil Robles y Salazar Alonso. Ambos eran conscientes de que el comité había vinculado específicamente sus amenazas de revolución a la entrada de la CEDA en el Gabinete. También sabían —como también lo sabía Largo Caballero pero, al parecer, Carrillo no— que la izquierda no estaba en posición de materializar un conato de revolución. La intensa actividad policial durante la primavera y el verano de 1934 había minado la mayoría de los preparativos descoordinados del comité revolucionario. Gran parte de las escasas armas adquiridas por la izquierda habían sido confiscadas. Gil Robles reconocería más tarde que estaba ansioso por entrar en el Gobierno debido a la violenta reacción que cabía esperar de los socialistas, o a pesar de ella: «Más pronto o más tarde habíamos de enfrentarnos con un golpe revolucionario. Siempre sería preferible hacerle frente desde el poder, antes de que el adversario se hallara más preparado»[88]. En diciembre, recordaba con complacencia en las oficinas de Acción Popular: «Yo tenía la seguridad de que la llegada nuestra al poder desencadenaría inmediatamente un movimiento revolucionario… y en aquellos momentos en que veía la sangre que se iba a derramar me hice esta pregunta: “Yo puedo dar a España tres meses de aparente tranquilidad si no entro en el gobierno. ¡Ah! pero ¿entrando estalla la revolución? Pues que estalle antes de que esté bien preparada, antes de que nos ahogue”. Esto fue lo que hizo Acción Popular: precipitar el movimiento, salir al paso de él; imponer desde el gobierno el aplastamiento implacable de la revolución»[89]. En términos similares, Salazar Alonso escribía: «El problema era nada menos que iniciar la ofensiva contrarrevolucionaria, para acabar con el mal». No solo era cuestión de aplastar la apuesta revolucionaria inmediata, sino de asegurarse de que la izquierda no volvía a levantar cabeza[90].

Se acercaba el momento de la verdad, pero la realidad distaría mucho de las ínfulas leninistas de la insurrección armada que soñaban Carrillo y los demás jóvenes «bolchevizantes», que tenían poca o ninguna idea de cómo convertir sus amenazas en hechos concretos. Largo Caballero y sus curtidos seguidores sindicalistas ahora utilizaban expresiones revolucionarias con menos frecuencia y cada vez con menor convicción. Su indignación tras las elecciones de noviembre de 1933 había dado paso a la alarma por cómo Salazar Alonso había conseguido diezmar el movimiento obrero organizado durante las huelgas de la primavera y principios de verano de 1934. Durante el mes de septiembre hubo numerosas huelgas menores y actividad policial. El día 8, en respuesta a un paro de veinticuatro horas en Madrid, Salazar Alonso ordenó el cierre de la Casa del Pueblo, que fue registrada infructuosamente por la policía. Cuando fue reabierta seis días después, la policía irrumpió de nuevo y presuntamente encontró un enorme arsenal de bombas y armas de fuego. Este inverosímil descubrimiento fue la excusa necesaria para que la sede socialista fuese clausurada una vez más. Al día siguiente, 14 de septiembre, tuvo lugar un acontecimiento que simbolizó las ingenuas esperanzas de los bolchevizantes. Ochenta mil personas asistieron a un espectacular mitin conjunto de la FJS y la Unión de Jóvenes Comunistas en el Estadio Metropolitano de Madrid en respuesta a un decreto de Salazar Alonso que prohibía a los menores de veintiún años unirse a organizaciones políticas sin un permiso por escrito de sus padres. Aunque hubo discursos de miembros del PSOE y el PCE, los principales oradores fueron Carrillo, en nombre de la FJS, y Trifón Medrano, en el de la UJC. Todos hablaron de la inminente toma del poder. Carrillo fue recibido por un mar de puños alzados, y declaró: «Si este gobierno, entregado a las derechas, no rectifica, serán estas Juventudes las que asalten al Poder, implantando su dictadura de clases». Mencionó la identificación de la FJS con «el jefe de la revolución española», una referencia obvia a Largo Caballero. Intoxicado por el momento, cerró su intervención con gritos de «¡Muera el gobierno!», «¡Muera la burguesía!», «¡Viva la revolución!», «¡Viva la dictadura del proletariado!». El acontecimiento finalizó con un desfile de los afiliados al paso militar, ondeando una profusión de banderas rojas. El Socialista describió con bastante ingenuidad el acto como «una demostración de fuerza del proletariado madrileño»[91].

El momento decisivo llegó el 26 de septiembre, cuando la CEDA abrió la crisis al anunciar que ya no podía seguir apoyando a un Gobierno en minoría. El nuevo escenario exigía la convocatoria de elecciones o la entrada en el Gobierno de la CEDA. La llegada al poder de dicha organización se había considerado el primer paso hacia la imposición del fascismo en España. Era la coyuntura para la tan presagiada insurrección revolucionaria. En ella, la eficacia de la amenaza sería inversamente proporcional a la grandilocuencia de los bolchevizadores. Buena parte del movimiento socialista quedó paralizado por las dudas. Los directivos del PSOE y la UGT se reunieron y pactaron que si el presidente hacía lo que estaban convencidos de que no haría —invitar a la CEDA a formar parte del Gobierno—, debía iniciarse la revolución. Se enviaron telegramas en clave —con mensajes como «Llego mañana», «Ángela está mejor» o «La operación de Pepe salió bien»— a los comités locales de todas las provincias.

Sin embargo, tras pensar que las amenazas de revolución bastarían para que Alcalá Zamora convocara nuevas elecciones, Largo Caballero no podía creerse que hubiera fracasado. El comité revolucionario no hizo nada respecto de los preparativos finales para la anunciada toma del poder. Por el contrario, se pasaron los tres días siguientes «esperando ansiosamente» noticias sobre la composición del Gabinete en el piso de Prieto. Largo seguía creyendo que Alcalá Zamora jamás otorgaría poder a la CEDA. Asimismo, las milicias revolucionarias de la FJS carecían de liderazgo y organización. El 3 de octubre, a las once de la noche, llegaron Carlos de Baraibar y José María Aguirre, dos periodistas socialistas, con la noticia oficiosa de que se había formado un Gobierno con la participación de la CEDA. Varios miembros del comité revolucionario declararon que había llegado el momento de tomar medidas. No obstante, Largo afirmó con rotundidad: «Hasta que no lo vea en la Gaceta, no lo creo». Finalmente solo quedó convencido por la llegada de algunos soldados después de que el nuevo Gabinete declarara el estado de guerra. Por lo visto, incluso entonces, los socialistas se prepararon para la acción con renuencia. Sin embargo, creían que no había elección. «La suerte estaba echada», escribió Largo[92].

En ese momento, la UGT avisó al Gobierno de una huelga general pacífica con veinticuatro horas de antelación. Esperaban que el presidente cambiara de parecer, pero solo consiguieron dar tiempo a la policía para que detuviera a los líderes de la clase trabajadora. En casi toda España, la huelga fue un fracaso, sobre todo gracias a la presurosa intervención del Gobierno al declarar el estado de guerra y reclamar al Ejército que gestionara los servicios básicos.

La entrada de la CEDA en el Gabinete puso de relieve la vacuidad de la grandilocuencia revolucionaria en los meses previos. Todo ello vino seguido de la proclamación de una República Catalana independiente que existió durante diez horas, de una desganada huelga general en Madrid y de la creación de una comuna obrera en Asturias. Con la excepción de la revolución asturiana, que resistió contra las fuerzas armadas durante dos semanas de combate encarnizado y que debió su «éxito» al terreno montañoso y a las habilidades especiales de los mineros, la tónica del octubre español fue su falta de entusiasmo. Nada en los acontecimientos de aquel mes, ni siquiera los de Asturias, indica que la izquierda hubiese preparado a conciencia un levantamiento. De hecho, la escala del fracaso era directamente proporcional a la retórica optimista que la había precedido. Es más, durante la crisis, se vio a los líderes socialistas conteniendo el fervor revolucionario de sus seguidores[93]. En consecuencia, el nuevo Gobierno pudo apresar a los líderes obreros y a los miembros sospechosos de la policía y el Ejército con considerable facilidad. Sin instrucciones que indicaran lo contrario, los sindicalistas socialistas y anarquistas de Madrid solo se mantuvieron alejados de sus puestos de trabajo en lugar de dar muestras de fuerza en las calles. El Ejército tomó las riendas de los servicios básicos —los reclutas fueron clasificados de acuerdo con su ocupación en tiempos de paz—, y las panaderías, los periódicos de derechas y el transporte público pudieron funcionar prácticamente con normalidad. Los líderes socialistas que consiguieron eludir el arresto se escondieron, como hizo Largo Caballero, o se fueron al exilio, como en el caso de Prieto. Sus seguidores se quedaron en las esquinas aguardando instrucciones y, en cuestión de una semana, la huelga se había extinguido. La dialéctica de la toma del poder por parte de las milicias revolucionarias quedó en nada. Las esperanzas de colaboración por parte de simpatizantes dentro del Ejército no se materializaron y los pocos militantes con armas no tardaron en abandonarlas. En la capital, unos cuantos disparos aislados de los francotiradores y numerosos arrestos fueron el saldo total de la guerra revolucionaria[94].

Carrillo fue detenido el 7 de octubre a altas horas de la noche. Él y otros miembros destacados de la UGT y la FJS se ocultaban en un estudio de Madrid perteneciente al artista Luis Quintanilla, que era amigo de gran parte de la plana mayor del PSOE. Según Quintanilla, mientras esperaban unas instrucciones que nunca llegaban, pasaron el día primero preparando y luego degustando una enorme paella. Según Carrillo, compartieron una tortilla a la francesa. Quintanilla se acostó hacia las diez de la noche, pero despertó poco después por la llegada de la policía. Habían sido descubiertos porque Carrillo y otros compañeros de la FJS salieron a la amplia terraza del estudio a disfrutar de la cálida noche de octubre. Quintanilla les había advertido que no lo hicieran, ya que tenía una vecina que, según él, «era una bruja y estaba todo el día fisgando». Se sentaron a comentar las malas noticias que escuchaban, ya fuera sobre la no materialización de la prometida participación militar o acerca de la detención de algunas secciones de la FJS. Como era de esperar, la vecina los oyó y los denunció a la policía. Los agentes llegaron extremadamente nerviosos y apuntaron con fusiles a los aspirantes a revolucionarios en el piso mientras eran esposados y sacados a la calle. Metieron a cada uno de ellos en un coche con dos policías, uno de los cuales los apuntaba en todo momento en el costado con un revólver. Tras un somero interrogatorio, a la mañana siguiente Carrillo fue trasladado a la Cárcel Modelo y encerrado en una celda maloliente[95]. Sus sueños de gloria revolucionaria se habían esfumado. Durante los diecisiete meses que pasó en prisión, sus reflexiones sobre los motivos de aquel fracaso cambiarían profundamente el rumbo de su vida política.