Al principio me siento algo cohibida. Las palabras del ritual suenan más extrañas en mi lengua que en mi cabeza. Las llaves y yo no siempre las recitamos sincronizadamente, a veces nos atrancamos con ellas en el círculo que formamos alrededor del fuego y de la piedra situada encima de él. Percibo con claridad a un lado la fresca mano de tía Virginia en la mía y al otro la de Sonia, ligeramente húmeda.

Frente a mí, al otro lado de las llamas, Brigid se concentra en las palabras. Elena y Luisa están situadas a cada uno de sus lados. Levanto la vista al cielo solo una vez. Me doy cuenta con indiferencia de que la luz aumenta a medida que el sol continúa su ascensión. Después cierro los ojos para concentrarme en las palabras del ritual, para recitarlas al mismo ritmo que las llaves y mi tía, para convocar a la bestia. Las palabras empiezan a salir más rítmicamente. Nuestra coordinación mejora conforme repetimos el texto del ritual una y otra vez. El mundo físico parece comenzar a distanciarse. Por fin, mi única conexión con él son mis pies, que tocan el suelo de Avebury, mientras las pulsaciones de la antigua energía de esta tierra trepan por mis piernas, por mi estómago y mis brazos hasta que todo mi cuerpo parece vibrar con ella. Pienso en Altus, deseando conectar con algo tan antiguo como la profecía y oler el embriagador aroma a naranjas mezclado con el aire salobre que surge del mar. Estoy segura de oír las olas rompiendo abajo, tan cerca que me parece estar en uno de los acantilados de Altus.

Cuando abro los ojos, ya no se trata de un pensamiento. Estoy flotando en el éter que hay entre el mundo físico y los otros mundos. Y me entrego a él. A las primigenias palabras que salen de nuestros labios. Al calor del fuego sobre mi rostro. Al sagrado suelo que pisan mis pies.

Mis ojos parecen abrirse a la fuerza a causa de una luz cegadora que ilumina el espacio que hay tras mis párpados. Entonces, veo la piedra encendida por un solo rayo solar que acaba de asomar por encima del horizonte. Un zumbido emana del centro del círculo y se extiende hacia fuera cuando la piedra, aparentemente encendida por dentro, cambia de color. Ya no es una piedra apagada y gris, sino una esfera verde incandescente. No soy capaz de apartar mis ojos de ella, pese a que mi boca continúa moviéndose con las palabras del ritual, como si se tratase de una silenciosa plegaria. La piedra contacta conmigo, me llama hasta llevarme a un placentero estado bastante similar al deseo. Es como ir soltando las amarras que me atan y disfruto enormemente de esa libertad.

Sin embargo, solo dura un instante. Segundos más tarde una luz cegadora sale de la piedra y se desliza hacia nosotras devorando hambrienta el terreno que se encuentra entre la piedra y nuestro corro. Cierro los ojos, pero la luz sigue estando ahí, iluminando la oscuridad detrás de mis párpados momentos antes de que perciba otras imágenes fugaces.

James y yo junto al río en Birchwood, ambos con un aspecto increíblemente joven e indiferente.

Henry con su sonriente rostro vuelto hacia mí mientras nos reímos con un libro en las manos en el salón.

Luisa, Sonia y yo poniendo juntas nuestras muñecas, nuestra piel lisa rubricada por marcas casi idénticas.

Yo misma sobre el risco con vistas al lago donde mi madre sacrificó su vida en nombre de la profecía.

Y, por fin, el rostro de Dimitri, su cuerpo moviéndose sobre el mío e iluminado por la luz del fuego en mi pequeño cuarto de Avebury.

Luego no hay más que oscuridad. Siento un enorme alivio mientras floto por ella preguntándome si estaré muerta. Pero, claro, no puede ser tan fácil. Un momento después abro los ojos y me encuentro a mí misma en la playa en la que conocí por primera vez las peculiaridades de los otros mundos y el poder del pensamiento. El océano fluye avanzando y retrocediendo a mis pies, la línea de cuevas rocosas bloquea cuanto queda a la izquierda de mi vista excepto la playa.

Al mirar alrededor, tengo un momento de duda. Ahora que me encuentro aquí, no estoy del todo segura de lo que he de hacer para terminar con la profecía. Después de todo lo que ha sucedido, después de todas las veces que he tratado de evitar ser detectada por las almas en los otros mundos, parece extraño que ahora vaya en su busca, pero creo que eso es lo que tengo que hacer. Si solo tuviera que desear que se cerrara la puerta, ya lo habría logrado. Me encuentro aquí, en los otros mundos, gracias a la piedra, al ritual y a las llaves. Solo puedo suponer que ellas siguen cogidas de mis manos en el mundo físico, que continúan entonando las palabras del ritual. Esa es la parte que les corresponde a ellas y ahora me doy cuenta con renovada claridad de que la mía consiste en convocar a la bestia, a pesar de que no haya pasado un solo momento en estos últimos dos años en que no me haya negado a ello.

Sé de inmediato que la playa no es un buen lugar para hacerlo, con el agua a un lado y las cuevas al otro. Tampoco quisiera encontrarme con las almas en el Vacío, pues si bien es verdad que puede que mi destino sea ser sepultada allí, no quiero ponérselo tan fácil a Samael.

No, debería encontrarme con ellas, con él en terreno conocido. Y en cuanto lo pienso, sé exactamente adónde ir. Recuerdo lo que Sonia me dijo hace mucho tiempo, cuando viajar por el plano astral aún era extraño y desconocido para mí: «Los pensamientos son poderosos en el plano astral, Lia».

Pienso en Birchwood. En las ondulantes colinas que se extienden en todas direcciones. En los bosques que alfombran los campos y en el río que fluye detrás de la gran casa de piedra. En el camposanto donde reposa el cuerpo de Henry, junto a los de mi padre y mi madre.

Me resulta reconfortante y doloroso al mismo tiempo. Un final perfecto para la profecía.

Un instante después estoy en el aire, volando sobre las cuevas pegadas a la playa, las dunas de arena y las posidonias que dan paso a llanuras de color gris verdoso y que pronto se convierten en extravagantes praderas verdes. Hay muchas criaturas debajo de mí; todas corren en dirección contraria a la de mi vuelo, como si huyesen de un fuego. Ni siquiera los animales quieren estar en el lugar adonde me dirijo. Solo yo vuelo hacia la bestia, todos los demás se alejan de ella.

Pero no me queda tiempo para darle vueltas a esta idea. Comienzo a descender a tierra y me maravillo una vez más del poder del plano astral: con solo pensar en la persona a la que deseas ver o en el asunto que deseas tratar, te trasladas únicamente por la fuerza del pensamiento.

Al tocar el suelo, espero notar en mi piel las mullidas hierbas primaverales, pero algo basto me raspa las plantas de los pies. Miro abajo y me sorprende ver que la hierba está parda y seca. Lo entiendo cuando levanto la vista hacia el paisaje gris y negro que me rodea. Aunque parecen los alrededores de Birchwood, me doy cuenta de que son los campos adonde fui convocada en una ocasión para reunirme con Alice.

Hay más cosas desprovistas de vida aparte de la hierba y los árboles. Hasta al mismo aire parece faltarle el oxígeno, como si fuese un mundo abandonado, como si en los otros mundos todos supieran que nada bueno puede desarrollarse aquí y hubiesen decidido escapar. Me vuelvo trazando un pequeño círculo para buscar alguna señal de las almas.

Al principio las oigo. No, las siento.

Comienza como un rumor en el suelo bajo mis pies, como si un animal grande viniese hacia mí a toda velocidad y fuese a aparecer entre los árboles en cualquier momento. Los latidos de mi corazón se aceleran. Aguardo y escucho. No me sorprendo cuando por fin me doy cuenta de que se trata de ruido de cascos de caballos en la distancia. Por el ruido está claro que son muchísimos. Muchos más que nunca. La bestia no ha dudado en enviar a todos y cada uno de sus fieles para la captura final y el destierro de quien es capaz de hacerle pasar al mundo del que procedo.

Sus caballos se aproximan con tal rapidez que la velocidad de los perros infernales parece lenta en comparación. Me vuelvo hacia la fila de árboles de donde procede el mayor ruido, preparándome para la aparición de las almas y sus corceles. Por el sonido es obvio que vienen por todas las direcciones, pero solo me es posible fijar la vista en una zona cada vez. Un instante más tarde me alegro de la elección que he hecho.

Las almas salen en tropel del bosque con los brazos en alto y empuñando feroces espadas de color rojo incandescente. Me había olvidado de lo inmensas que son, pues en el mundo físico un miembro de la guardia no rebasa el tamaño de un hombre normal. En cambio, las almas tienen un tamaño equivalente a dos hombres mortales y cabalgan en monturas que harían parecer diminuto a Sargento. No aminoran la marcha ni se lo piensan al verme plantada en el campo, sino que avanzan con renovado vigor, como si tratasen de apresarme antes de que escape.

Pero yo no hago nada. No me preocupa no llevar encima mi arco ni cualquier otra clase de defensa física. Ese momento ya pasó. Ahora soy yo quien las llama para que acudan a mí.

Y para luchar con la fuerza que me legaron mis antecesoras de la comunidad.

Tía Abigail. Tía Virginia. Mi madre.

Ahora ya da lo mismo. Han llegado a mi altura de golpe, apareciendo en tropel por todas partes, cercándome hasta que a sus ojos no soy más que un animalillo. Cuando estoy completamente acorralada, las almas perdidas, tantas por todas partes que no consigo ver hasta dónde llegan, levantan sus espadas al unísono. De sus gargantas emerge un aullido gutural y, aun sin palabras, lo identifico como un grito de victoria.

Incapaz de ocultar mi miedo, comienzo a temblar. Son enormes, sus cuerpos descomunales son masas de músculos tensados bajo los jirones de su ropa, sus rostros victoriosos se muestran aterradores y horrendos bajo las enmarañadas barbas.

Se cierran sobre mí y acercan más sus caballos. Los gigantescos animales muestran sus dientes, tratando de morderme. Las almas los contemplan evidentemente complacidas. Comienzo a pensar que voy a evitar ir al Vacío, que voy a morir aquí mismo, pateada por los cascos de los caballos hasta la muerte, antes de tener siquiera la ocasión de cerrar la puerta.

Pero, entonces, noto de pronto como si los latidos de mi corazón se multiplicasen. Al principio es una sensación lejana, por lo que no estoy segura de qué se trata, pero al momento empieza a intensificarse. Noto cómo se aproxima tanto desde fuera como desde dentro de mi cuerpo, hasta que me rodea del todo, cuerpo y alma. La multitud de las almas perdidas se abre despacio por un lado, mientras levantan sus espadas e inclinan la cabeza. La intensidad de mis latidos aumenta conforme las almas se hacen a un lado para dejar pasar a la bestia.

Se alza ante mí, vestida de negro. Como las almas, es de un tamaño aterrador. Aunque su semblante es atractivo, me viene a la cabeza un breve recuerdo de aquel momento en el plano astral en el que su rostro se metamorfoseó en el de la terrorífica bestia que me estuvo persiguiendo por los bosques durante mi viaje, intentando darme zarpazos con sus uñas afiladas como cuchillas. No debo olvidarlo. No me debo dejar arrullar por su falso y cautivador rostro, por los latidos que tratan de acompasarse a los míos.

Permanece amenazante ante mí. Si me embistiese, quedaría reducida a escombros bajo sus pies. Sin embargo, no se acerca a caballo, sino que me sorprende bajando al suelo con un movimiento rápido, mucho más grácil que el de cualquier mortal a pesar de su corpulencia.

—Señora, me honras con tu presencia —su voz suena retorcida y distorsionada, como si se tratara de un animal que extrajera el sonido del cuerpo de otro.

Trago saliva, obligándome a mantener firme mi voz.

—No te estoy haciendo tal honor. Vengo en nombre de la comunidad para cerrar la puerta y desterrarte para siempre del mundo físico —sueno como una chiquilla, incluso a mí me lo parece, pero es todo lo que se me ocurre.

Se me acerca a grandes zancadas. Sus botas hacen temblar el suelo bajo mis pies y parecen reverberar más allá del mundo en el que nos encontramos.

—No tienes a la guardiana.

Levanto la barbilla.

—Tal vez, pero he decidido cerrar la puerta, tal y como dice la profecía que estoy en mi derecho de hacer.

Sus ojos se estrechan a medida que se acerca. Me fijo en que son casi dorados en el centro y que los rodea un anillo de color rojo.

—Eres testaruda, señora —su voz parece penetrar por mis poros y abrirse paso por mi cuerpo. Oigo el susurro de sus alas a su espalda—. Solo encontrarás la paz si te liberas de tus falsas ideas.

Se me acerca aún más, deteniéndose a un paso de mí, mientras sus ojos taladran los míos. El mundo que me rodea comienza a desenfocarse. El campo muerto, las almas… se desvanecen a medida que su espeluznante voz se cuela por mis venas y conforme sus palabras se extienden con un repulsivo siseo.

—Tu sitio está conmigo, señora, como bien sabesss. Así lo sientesss.

Sus alas se abren con una tremenda sacudida, desplegándose de lado a lado hasta que hacen desaparecer incluso a las almas que están detrás. Las alas son una invitación, las suntuosas plumas relucen como ónices pulidos comunicándome paz y seguridad de parte de Samael y, más importante aún, de parte de mí misma.

Muevo la cabeza, aferrándome al recuerdo de mi primitivo propósito.

—No, no es verdad.

Pero el latido del corazón ha aumentado dentro de mi cabeza. Ya no late independientemente del mío. Ahora nuestros corazones palpitan en una perfecta sincronía y noto que mi determinación comienza a desvanecerse.

—Ssssí —dice, dando un último paso hacia mí. Me toca la mejilla con el dorso de su mano enguantada—. Es natural que sientas que nos complementamos. No tienes por qué avergonzarte de ello. Naciste para dejarme pasar al mundo físico, para reinar a mi lado.

Sacudo la cabeza para negarlo de nuevo, pero la apatía se extiende como niebla desde mi mente hasta que todo cuanto dice parece tener sentido. Una reconfortante sensación de certeza se instala en mis hombros cuando sus alas se pliegan a mi alrededor, rodeándome de calor y suavidad. Los latidos suenan más fuerte. Ahora no hay más que un corazón —el nuestro— que late unido.

Y es todo tan sencillo.

Somos uno, tal como establece la profecía. No le he convocado para rechazarlo. Hacerlo solo me ha acarreado tristeza, pérdida y oscuridad, todas las cosas que buscaba evitar al negarle la entrada.

Me acomodo en sus sensuales alas y restriego la piel de mi mejilla contra sus plumas, permitiendo que mis propios latidos se sincronicen aún más con los suyos. Instantes después, mi alma parece desgarrarse en dos.

Al gritar, levanto la cabeza del velludo pecho de la bestia. Un tirón del cordón astral que me conecta con mi cuerpo me arranca de su abrazo hasta que de nuevo me desplazo dando vueltas por la silenciosa oscuridad. Mi caída parece interminable. Acto seguido, tomo conciencia del sonido de voces lejanas que cantan al unísono palabras que me resultan extrañas y familiares al mismo tiempo. El tacto de algo sólido a mi espalda me dice que ya no estoy cayendo. Entonces abro los ojos con esfuerzo, como si despertara de un largo sueño.

Las figuras que están de pie a mi alrededor aparecen retorcidas y distorsionadas, el lugar en el que deberían estar sus rostros está negro y vacío. Me cuesta un momento dar un sentido a esas figuras con túnicas y capuchas, pero enseguida lo recuerdo: son las llaves. Aún siguen recitando las palabras del ritual. Yo estoy tendida en el suelo cerca del fuego. He roto el círculo. Recuerdo el deseo de la bestia cuando otro desgarrón destroza mi cuerpo haciendo que grite en medio de la noche. La muñeca me arde como si estuviese en llamas. Levanto el brazo con esfuerzo y me pregunto si realmente la marca se estará fusionando con el medallón, abrasándome la piel al convertirse ambos en uno.

Arrojo mis brazos al aire a ambos lados de mi cuerpo a modo de gesto de rendición, pero entonces me doy cuenta de que la bestia está pasando. Está pasando a través de mí y me dejo llevar por el dolor, liberándome de la carga de tener que luchar. Me agarro a la efímera paz y a la razón de ser que siento mientras sus alas me rodean.

Comienzo a hundirme en ese alivio cuando llega a mis oídos el ruido de unos cascos de caballos. Pienso que son las almas, que acuden para ayudar a Samael, que vienen a conducirme a mi bien ganada serenidad por servirles de puerta.

Pero ese ruido no proviene de la parte distante de mí que continúa en los otros mundos. No. Estos caballos están aquí, al otro lado el corro de figuras cubiertas de túnicas. Vuelvo la vista hacia ellos, aún débil para levantar la cabeza.

Oigo voces masculinas tras las figuras sin rostro que me rodean. Las voces masculinas son interrumpidas por una femenina más allá del círculo.

Esa voz se impone sobre las demás.

—¡Dejadme pasar! Tengo que ayudar a mi hermana.

De repente, Alice está aquí. Se arrodilla a mi lado y coge mi mano entre las suyas. Veo otras figuras a caballo fuera del corro. Veo aparecer en la oscuridad el rostro del guardián rubio, distorsionado por mi propio dolor y por el parpadeo del fuego, que contempla a Alice con expresión iracunda.

Ahora lo sé. El guardián nos perseguía. Nos han estado persiguiendo todo este tiempo. Pero no era a mí a quien trataban de detener. Esta vez no.

Era a mi hermana.

—¿Estás conmigo, Lia? ¿Estás allí o aquí? —trato de abrir la boca para hablar, pero no consigo que las palabras salgan de mi garganta. Ella continúa sin esperar a que le conteste—. No importa. Estés donde estés, no le escuches. Es todo mentira.

Se deja caer a mi lado en el suelo, se estira y me coge de la mano. Sus ojos rebosan tristeza y algo más que no había visto en ellos desde hacía mucho tiempo: amor.

—¿Crees que así podré ser buena otra vez?

No me da tiempo a contestar. En cuanto su mano toca la mía, noto otro fuerte tirón y ruedo como una peonza por la oscuridad, pero esta vez en compañía de mi hermana.