Pasamos el día en un taciturno silencio. Sonia, Luisa, Elena, Brigid, tía Virginia y yo jugamos a las cartas con desgana e intentamos leer pasajes de los escasos libros polvorientos que se alinean en las baldas, mientras los hombres se turnan para salir a vigilar la zona. A la hora de la cena aún no hay señales de la guardia y, aunque eso me alivia, no me cabe la menor duda de que están ahí afuera. No sé cuándo llegarán, pero sé que van a venir.
Al caer la noche me retiro a mi habitación con Dimitri para preparar el ritual. Estoy doblando mis cosas en silencio, empaquetándolas para que se las lleven de vuelta a Londres en caso de que yo no sobreviva a esta noche, cuando oigo la voz de Dimitri detrás de mí.
—He estado esperando el momento adecuado para darte esto —me vuelvo hacia él y me entrega un paquete envuelto en papel marrón liso—. Probablemente, confiaba en que no se presentase la ocasión, pero ya no me puedo mentir más a mí mismo.
No cojo el paquete de inmediato, sino que me lo quedo mirando, temerosa de tocarlo, como si hacerlo fuera a desencadenar una serie de acontecimientos irreversibles. Pero, por supuesto, es una tontería. Hace mucho tiempo que esos acontecimientos se desencadenaron y ya no puedo hacer nada para detenerlos.
Cojo el paquete y me quedo sorprendida por su peso.
—¿Qué es?
Dimitri se sienta en la cama a mi lado. Su peso hace que el colchón se hunda con tanta contundencia que resbalo hacia él y nuestros cuerpos se tocan.
—Algo que te servirá de consuelo esta noche. Ábrelo.
Tiro del sencillo cordón del paquete y le doy la vuelta hasta que encuentro el borde del papel. Cuando se lo quito, queda al descubierto un grueso montón de seda de un intenso color violeta. Al tocarlo, la brizna de un recuerdo, poderoso aunque casi inconsistente, se abre paso en mi mente como el vestigio de un hermoso sueño.
—No… no lo entiendo.
Una risilla ahogada escapa de su garganta con un trasfondo de melancolía.
—Eres un desastre recibiendo regalos. Termina de abrirlo y lo descubrirás.
Deposito el paquete en la cama y tiro de la tela que ha quedado encima. Debajo hay algo más, pero lo dejo donde está de momento y sacudo el montón de seda que tengo en mis manos hasta que se despliega un reluciente océano de color púrpura que se derrama en pliegues sobre el suelo. Me pongo de pie y lo aparto un poco de mí para verlo mejor. Entonces lo comprendo.
—¡Oh! Pero… —me vuelvo hacia Dimitri con la emoción oprimiéndome la garganta, hasta que me obligo a reponerme para poder hablar—. ¿Cómo lo has conseguido?
Hace una seña con la cabeza indicando el paquete que está encima de la cama.
—Creo que hay una nota que lo explica.
Dejo la prenda en la cama para ponerme a buscar entre el montón de tela y el papel marrón. Por fin, veo un grueso trozo de papel. No reconozco la letra escrita a mano. Me dirijo hacia la chimenea para poder leerlo con cierta intimidad. Quien lo haya escrito lo ha hecho solo para mí.
A mis ojos les cuesta poco habituarse al elegante sesgo de la escritura, pero en cuanto empiezo a leer, contengo la respiración.
Queridísima Lia:
Es extraño que algo tan pequeño pueda cambiarlo todo, ¿no es cierto? Tu presencia en Altus ha sido eso para mí. Aunque no estuviste aquí más que unos pocos días, tu amistad ha sido una bendición. Pienso a menudo en ti.
Sé que se acerca la hora de que te enfrentes con Samael y sus almas, y sé que lo haces a favor de las hermanas, de las que te precedieron y de las que te seguirán. Así pues, parece justo que nos tengas contigo de alguna manera. Como no podré estar en Avebury durante el ritual, espero que halles consuelo y fuerzas en la capa de nuestra comunidad. Espero que te traiga recuerdos de Altus y de mí. Espero que te recuerde que estamos contigo, aunque solo sea en espíritu.
Tu pueblo y tu isla te necesitan, mi señora, mi amiga.
Aguardamos tu regreso con impaciencia.
UNA
Me quedo mirando fijamente las palabras después de haberlas leído. Me trasladan a otro lugar. Por un instante puedo sentir la brisa que se levanta del mar, transportando con ella el aroma de los naranjales de Altus.
—Si Una pudiera, estaría aquí —dice Dimitri desde la cama.
Me vuelvo para mirarle con una pequeña sonrisa.
—Lo sé.
Cruzo la habitación hasta llegar al paquete y cojo la primera túnica antes de continuar con las otras.
—Hay seis. Una para mí, otra para cada una de las llaves y otra para tía Virginia —aún estoy asombrada por la amabilidad de Una.
Dimitri asiente.
—Son las túnicas que usaban las hermanas de Altus en las antiguas fiestas y ritos.
—Son preciosas —estrecho la seda violeta contra mi pecho, como si hacerlo me conectase con la fuerza de las hermanas de Altus—. Tienes que agradecérselo a Una de mi parte.
Dimitri se pone en pie y me atrae a sus brazos, aplastando la túnica entre nosotros.
—Cuando todo esto termine, podrás decírselo tú misma.
Su voz enronquece con la emoción. Yo no digo nada. Simplemente, me quedo quieta en el círculo protector de sus brazos, dejándole por el momento fingir que mi supervivencia es una conclusión que hay que dar por hecho, y no el acto de fe que ambos sabemos que es.
Espero que la noche pase con rapidez. Pero eso solo ocurre cuando no se desea. En cambio, ahora las horas pasan con una enorme lentitud. Dimitri y Edmund van a intervalos regulares a explorar el lugar donde se encuentran las piedras de Avebury. Aún no hay señal alguna de la guardia, pero eso no me tranquiliza.
En realidad, saber que todavía no han llegado me causa aún mayor inquietud. Anhelo montar a lomos de Sargento y patrullar con los hombres, pero ni me molesto en preguntar. Tan solo me dirían que es demasiado peligroso, que debo quedarme dentro de la casa hasta el momento de la ceremonia. Sin embargo, no puedo evitar pensar que preferiría morir sobre mi caballo en los campos abiertos de Avebury y a manos de la guardia que sola y confinada en el Vacío.
Pero eso significaría que no podría tratar de cerrar la puerta, y esa alternativa no existe.
Para cuando el reloj de la mesa da las tres de la mañana, estoy deseando que pase todo. Estoy cansada de esperar, de hacerme preguntas.
Estoy sentada en el pequeño sofá con Dimitri, apoyada en él, acurrucada en su brazo, cuando se inclina para susurrarme al oído:
—Creo que va siendo hora de que coja la piedra.
Me separo de él para incorporarme. No hay necesidad de hablar. Dimitri se encargará de colocar la piedra para el ritual al sol del amanecer, mientras yo espero dentro con las llaves y tía Virginia hasta que se acerque la hora de la salida del sol. Todo está dispuesto.
Noto los ojos de los demás mientras me quito del cuello la cadena, de cuyo extremo pende la pesada piedra. Se la tiendo a Dimitri sin más ceremonias. Mantengo su mirada hasta que se levanta y hace un gesto con la cabeza a Edmund y a Gareth, que salen de la casa. Cuando ellos se van, no hablamos en el vacío dejado por su ausencia.
No me resulta fácil evitar sentirme como si fuera camino de mi propia ejecución. Cerca de la puerta de la casa esperamos las llaves, tía Virginia y yo a que nos digan que es el momento de reunirnos alrededor del fuego. Desde la ventana veo las altas llamas que lamen el cielo.
Ya casi no me queda tiempo.
Levanto la mano derecha, me quito el medallón y lo sujeto fuerte con la izquierda. Desde que tuve el sueño sobre Avebury en el que el medallón me abrasaba la piel, sé que ese es el último requisito de la profecía, la prueba final. Debo llevar el medallón sobre mi marca para cerrar la puerta.
Eso significa que podría abrirla si fracaso.
Pero es necesario. Tengo que hacerlo, así que coloco el deslustrado disco dorado encima del Jorgumand de mi piel. Mi alma parece expandirse, casi suspirar en voz alta cuando el símbolo grabado del medallón se aloja sobre la réplica de mi muñeca. Durante un instante me parece una locura haberlo impedido con tanto ahínco todo este tiempo, teniendo la paz tan cerca.
Aparto este pensamiento de mi cabeza y dejo caer nuevamente la mano. Unos dedos cogen los míos y, cuando me doy la vuelta inclinando la cabeza para ver más allá de la capucha de mi túnica, veo la elegante nariz de Luisa y sus carnosos labios asomando bajo su capucha de seda.
Se vuelve hacia mí y me habla en voz tan baja que me pregunto si podrá oírla alguien aparte de mí.
—Lia… yo… —me mira a los ojos con una triste sonrisa—. Bueno, eres muy valiente. Pase lo que pase, sé que vencerás. En este mundo o en el siguiente. Espero que puedas llevarme contigo en cualquiera de ellos.
—Gracias, Luisa. Espero que tú hagas lo mismo —le agradezco su franqueza. Es la única vez que alguien ha admitido abiertamente que es probable que muera y, de algún modo, es un alivio no tener que fingir. Aun así, no tengo valor para devolverle la sonrisa, pues sé que no es cierto, no soy valiente. Estoy casi temblando de miedo y no paro de reprimir las ganas que tengo de escapar a lomos de Sargento mientras hablamos. Deseo correr y esconderme de la guardia, de las almas y de Samael tan lejos como pueda.
Solo la verdad me evita hacerlo. Y la verdad es que ya estoy muerta viviendo de esta manera. No tengo lugar adonde escapar. Mientras la puerta permanezca abierta, Samael y las almas me encontrarán.
Luisa me aprieta la mano. Ambas nos volvemos hacia la puerta cuando se abre. En ella aparece Edmund a contraluz, con el fuego a lo lejos.
—Es la hora —dice acompañándose con un gesto de la cabeza—. Queda menos de una hora hasta la salida del sol y, aunque no quiero que se quede desprotegida, no me atrevo a esperar más.
Se me forma un nudo en la garganta a causa del miedo, pero asiento y franqueo la puerta abierta. Las demás siguen mis pasos. Oigo sus pisadas sobre las piedras del pequeño sendero que nos lleva desde la casita hasta las hierbas silvestres de los campos. Luego, todo queda en silencio mientras seguimos a Edmund hasta el fuego, cercado por las llamas más pequeñas de unas antorchas que lo circundan. Alzo la cabeza hacia el cielo color añil y me fijo en la débil luz que asoma por el Este. Ese es el reloj que regirá el ritual y mi futuro, y me pregunto cuánto tardará en salir el sol para iluminar la piedra.
Al prestar atención a la oscura figura de Dimitri, cuya silueta se proyecta ante el fuego, me percato aliviada de la sombra del rifle en su mano. Le he pedido que no intervenga excepto para mantener alejada a la guardia de mi cuerpo mientras esté en los otros mundos, porque no me cabe la menor duda de que allí es adonde debo ir. Y no soy más que una persona, así que no podré mantener mis facultades en dos lugares al mismo tiempo. En caso de que estalle la batalla aquí mientras yo me encuentro en los otros mundos, será tarea de los demás combatir en ella.
Según me aproximo al fuego, mis sentidos se agudizan. Siento la hierba fresca bajo mis pies y una renovada satisfacción por haber decidido no llevar calzado. Noto la energía de Avebury en la corriente que discurre bajo mi piel, más intensa aún conforme me acerco a las piedras que están a lo lejos. Parece importante que esté conectada al suelo sagrado y me tranquiliza la vibración que siento como un hormigueo en la planta de los pies. Extraeré fuerzas de cualquier fuente disponible, hasta de la piedra de víbora, ahora fría, que llevo al cuello. Puede que no contenga ya ningún poder espiritual, pero es una parte de tía Abigail y, por débil que sea su presencia, me sirve de consuelo.
La mirada de Dimitri no se aparta de la mía mientras cruzo el círculo de las antorchas y me detengo frente a él. Quisiera más que nada poder borrar la pena y la resignación de sus ojos.
Pero todo cuanto puedo hacer es dejar que perciba firmeza en mi voz.
—Estoy lista.
Él asiente y aparta sus ojos de los míos para señalar hacia el fuego que se encuentra a unos cuantos pies de distancia.
—Está todo preparado. El ritual no requiere fuego, pero nos facilitará a Edmund y a mí echar un vistazo a los alrededores, por si se aproximase alguien. Hemos…
—¿No es arriesgado usar fuego si no es uno de los requisitos del ritual? —interrumpe Elena.
Dimitri suspira con cansancio.
—El fuego es una parte sagrada en muchos rituales antiguos, pero también se emplea simplemente para iluminar. Mientras se cumplan los demás requisitos, Lia podrá convocar a Samael.
«Pero no se cumplen los demás requisitos —pienso—. No tenemos a Alice».
Me pregunto si los demás estarán pensando lo mismo, aunque no tiene sentido decir obviedades. Ya no hay vuelta atrás.
Dimitri vuelve a contemplar el fuego y alza la vista hacia un alto trípode de madera.
—Hemos colocado la piedra encima de un montón de leños para que así pueda captar mejor la luz del sol naciente. Ahora tenéis que formar un corro, unir las manos y recitar las palabras del ritual mientras esperáis a que el sol dé sobre la piedra.
No va a ser tan sencillo como parece, pues aunque la escasa luz que asoma a lo lejos ya empieza a extenderse por el cielo, la oscuridad que nos cubre apenas pierde cierta intensidad.
Me vuelvo hacia las demás. Las miro por turnos: a Elena, a Brigid, a Luisa, a Sonia y a tía Virginia.
—Gracias por estar aquí conmigo. ¿Empezamos?