Cabalgamos tan rápido como podemos al día siguiente, aunque no tanto como yo querría. Edmund va en cabeza, tirando de nosotros todo lo que puede, dada la inexperiencia de Elena como amazona y la fatiga evidente de tía Virginia.
Falta muy poco para Beltane. Yo he caído en un estado de hiperconciencia. Tengo los nervios en tensión, a pesar de que no siento la urgencia que me dominaba mientras huía de la guardia en Francia. Resulta difícil llevar mi cuerpo tan al límite cuando apenas me permito dormir a intervalos entre pesadillas en las que las almas —y cada vez más el mismo Samael— me dan caza. Me persiguen mucho después de haber despertado, pues ya no se limitan a representar simples destellos de mi captura final. Ahora es diferente. En estas pesadillas Samael me da la bienvenida.
En ellas yo le doy la bienvenida.
Representan uno de mis mayores temores: no tener fuerzas suficientes, permitir que me utilicen para desatar el más absoluto caos.
No quiero que los demás sientan que han confiado por completo en alguien que duda de su capacidad para luchar, de modo que mantengo mis temores en secreto.
Hemos aminorado la marcha para buscar un claro donde acampar por la noche. Tía Virginia se queda atrás para cabalgar a mi lado. Obviamente, tiene algo que decirme, pero durante un rato montamos en silencio hasta que por fin empieza a hablar.
—Lo siento, Lia.
La miro sorprendida.
—¿Que lo sientes? ¿Por qué?
Me percato de lo débil que está por su suspiro.
—Por insistir en venir, por ralentizar la marcha en un momento en que no puedes permitírtelo.
—No seas boba. Elena es diez veces más lenta. Habría dado lo mismo si te hubieses quedado en Londres. De todos modos, viajaríamos al mismo paso —le sonrío—. Y me consuela tenerte aquí.
«Además, puede que sean los últimos días que pasemos juntas —pienso—. Doy gracias por todos estos momentos».
Mi tía vuelve la vista hacia los árboles que nos rodean.
—Puede que no sea posible cerrar la puerta sin Alice, pero, como hermana y antigua guardiana, me gustaría estar contigo en el círculo de fuego. Me gustaría prestar mi poder, el poco que me queda, para cerrar la puerta. Por eso insistí en venir.
No le respondo de inmediato. Es imposible olvidar la sensación que he tenido en mis sueños sobre el ritual de Avebury. La sensación de ser dividida en dos, de ser partida por la mitad por Samael mientras intenta utilizarme para entrar en este mundo. La oscuridad se cierne sobre mi alma cuando lo recuerdo. No deseo que tía Virginia pase por algo así.
—Es peligroso. El poder de Samael es… Bueno, lo he sentido en mis pesadillas estas últimas semanas y no creo que le siente bien a tu salud.
Una sonrisa ilumina sus ojos. Por un momento veo en ella la sombra de mi madre.
—Lia, ¿crees que no conozco los riesgos? Es cierto que ni en el caso de tu madre ni en el mío había tantas cosas en juego. Nosotras solo éramos la guardiana y la puerta, como lo fueron cientos de hermanas antes que nosotras. Tú eres el ángel de la puerta, y eso conlleva mucha dificultad. Mucha más de la que pueda imaginarme —sus ojos, tan verdes como los míos, tienen una expresión cada vez más seria—. Pero no aspiro nada más que a eso y, aunque he legado mi título de guardiana a Alice, aún poseo cierto poder. No quiero vivir pensando que me mantuve al margen mientras tú te enfrentabas sola a esto —sonríe de nuevo—. Somos más que tía y sobrina, hija. Somos hermanas de la profecía. Y es mi deber estar a tu lado.
Hay un brillo desconocido en sus ojos que delata convicción y una fuerza oculta. Sé que no voy a rechazarla. No quiero ser responsable de que pierda esa luz.
—De acuerdo. Bienvenido sea tu poder, tía Virginia.
Ella inclina ligeramente la cabeza y yo lo entiendo como una señal de deferencia hacia mi posición como potencial señora de Altus.
—Gracias.
Agacho la cabeza a modo de respuesta y recito en silencio la oración que me viene a la cabeza: «Que los dioses, los Grigori y las hermanas estén con nosotros».
Esa noche me resulta más difícil dejar que Dimitri salga de mi tienda. Cuando trata de sentarse, le atraigo hacia mí y me pego a él encima de las mantas. Acurrucando mi cabeza bajo su barbilla, trato de olvidarme de todo, salvo de su aliento en mi pelo, de su corazón palpitando bajo mi oído.
A pesar de no haber habido ninguna señal de la guardia, sé que se encuentran cerca. No sabría decir si es que de verdad están más cerca o si, en realidad, están infiltrados en mi consciencia, pero el caso es que acechan en las sombras de mis pensamientos más íntimos.
Noto el peso de su seducción incluso en mis horas de vigilia. Resulta insidioso, pues no se me presenta como una coacción evidente. Más bien empiezo a sentir que he estado equivocada todo este tiempo, que he tentado al destino y que he hecho que todo se desequilibre al luchar contra mi papel como puerta, para el que estaba destinada.
—¿Qué pasa? —me pregunta al cabo de un rato.
—Nada —miento.
Su pecho se hincha al inspirar hondo.
—No te creo, pero estaré aquí por si cambias de idea y quieres hablar de ello.
Le agarro en cuanto comienza a moverse.
—No te vayas.
—No me voy a ninguna parte, Lia. Me quedaré aquí mismo —inclina la cabeza y toca con su boca la mía—. Pero tienes que dormir todo lo que puedas. Mañana llegaremos a Avebury. Vas a necesitar todas tus fuerzas.
Siento alivio cuando se acomoda entre las mantas, aparentemente sin intención de moverse de aquí. A ninguno de los dos nos preocupa lo que piense nadie. Me atrae hacia sí, especialmente cariñoso, y me parece entender que también él está empezando a despedirse.
Me quedo tendida a oscuras durante un buen rato, con mi cabeza sobre su pecho, mientras su respiración se vuelve poco a poco más lenta y regular. No ha dormido como es debido desde que se empeñó en vigilarme por las noches y no tengo valor para despertarle. Estoy aquí, en sus brazos. Eso es preferible a que permanezca despierto y alerta al otro lado de la tienda, mientras yo estoy sola, intentando dormirme. Froto la cara contra la suave tela de su camisa, disfrutando de esa sensación. El subir y bajar de su pecho resulta relajante. Al poco rato mis párpados se vuelven pesados. Es maravilloso estar tumbada a oscuras con Dimitri, saber que se encuentra cerca. Y momentos antes de caer en la nada del sueño, no siento ningún miedo.
Incluso soñando, sigo en brazos de Dimitri. En un estado de semiinconsciencia, que es lo más cerca que llego a estar del sueño, doy gracias por el regalo de su presencia. Aún siguen ahí, bajo mi oído, los latidos de su corazón, mientras me dejo llevar por el sueño en la oscuridad de la tienda.
Bum-bum. Bum-bum. Bum-bum.
Es una nana y yo me permito flotar en la oscuridad, pensar tan solo en los brazos de Dimitri rodeándome, en la reconfortante solidez de su pecho bajo mi oído. Ya no estamos sobre el duro suelo, bajo el techo de lona de la tienda, sino rodeados de seda escarlata y de lujosos almohadones de terciopelo. Suelto un suspiro de satisfacción cuando mis propios latidos se amplifican, palpitando al mismo ritmo que los suyos. Una mano comienza a acariciarme el pelo.
—Sí —me susurra—. Sí.
Su mano viaja de mi cabeza a mi cuello y se detiene en el punto en el que late con fuerza mi pulso bajo la piel. Sus dedos se quedan ahí, como deleitándose con el calor de la sangre que se mueve por mis venas. Luego continúan su trayectoria por la curva de mis hombros, por la piel de mis brazos.
Estiro el brazo paralelamente al suyo. Nuestras manos descansan palma con palma. Entrelazamos los dedos. Nunca me había sentido tan contenta. Tan a salvo. Tan segura de mi sitio.
Incluso cuando sus dedos abandonan los míos, deslizándose ligeramente por mi palma hasta mi muñeca, sigo sin querer moverme. Solo su piel hace saltar una alarma en algún lugar de mi subconsciente. No es suave y cálida, como suele serlo, ni está encallecida a causa de tantas horas de llevar las bridas, las correas, el rifle.
Es… distinta.
Seca y fría.
Hasta ahora no había prestado atención al revoloteo. Es un pequeño ruido, un susurro, pero cuando levanto la cabeza para buscar su origen, no veo nada. En mi sueño, de pronto, Dimitri ha crecido tanto que su cuerpo me impide ver. Trato de apartarle a un lado, de ver su rostro, pero cuanto más le empujo, más se arrima a mí. Una oleada de pánico invade mi corazón cuando empiezo a comprender.
El aleteo es más fuerte. Al principio suena como un pequeño grupo de pájaros levantando el vuelo en el aire, luego como toda una bandada. Empujo con todas mis fuerzas, retrocedo tambaleante y él deja de agarrarse a mi cuerpo.
Mi mirada se desplaza hacia arriba, más allá de la maciza forma cincelada, hacia su rostro.
Qué rostro tan hermoso. Es el rostro de un dios.
Pero no.
Es el rostro de un dios tan solo por un instante. Solo hasta que un trémulo resplandor lo deforma en algo vil, algo horrendo. Sus mandíbulas son descomunales, sus dientes afilados destellan y parecen un espejismo, un borroso recuerdo de aquel rostro masculino y hermoso.
Pero son sus alas lo que me cautiva. Apenas entrevistas en aquella ocasión en que vi a Samael junto al río en un sueño, ahora las despliega agitándolas con fuerza. Se extienden a lo alto y a lo ancho a ambos lados de la extraña figura.
No puedo apartar la vista. No quiero apartarla. Contienen una promesa de consuelo, de liberación. Entregarme a su seguridad ni siquiera puede considerarse una decisión. Ni siquiera me lo pienso. Simplemente, doy un paso adelante y suspiro aliviada cuando las sedosas alas me envuelven.
Experimento un pánico momentáneo. Noto cómo se debilita el cordón astral mientras los retazos de mi conciencia humana se resisten a agarrarse a este plano. Mi forma física parece ya muy lejana, pero yo opongo resistencia, pues algo me dice que estoy siendo retenida, que Samael me tiene presa, que no podré regresar a mi cuerpo, que cuando Dimitri despierte por la mañana, mi cuerpo no será más que una cáscara vacía.
Sin embargo, mi oposición no dura mucho. El alivio prometido por las sedosas alas de Samael, su corazón palpitando al mismo ritmo que el mío…, todo eso es demasiado para que mi apático espíritu pueda luchar en su contra.
Entonces, noto otro tirón del cordón astral, una llamada a ocupar mi sitio en el mundo que siempre ha sido el mío. Yo me resisto mientras avanzo hacia la bestia, hacia la única paz que puedo reclamar como mía.
Después me abandono del todo.
Me parece imposible poder sentir aún más vergüenza. Pero al día siguiente, después de que Dimitri me despertara del sueño durante el cual estuve completamente dispuesta a entregarme a Samael, me siento más desgraciada que nunca. No importa que los demás no estén al corriente de los detalles. Soy perversa. Y mientras cabalgamos en dirección a Avebury, el odio hacia mí misma crece en proporciones enormes, hasta que empiezo a creer que después de todo no merezco la oportunidad de cerrar la puerta.
Durante toda la mañana miro a Dimitri esperando ver piedad en sus ojos y yo intento mostrar fortaleza, pues sé que odiaré más esa piedad que escuchar cualquier crítica suya.
Pero mis temores no se cumplen.
Sus ojos, tan solo llenos de amor y resolución, están tan despejados como el cielo azul claro que hay sobre nosotros.
Sin embargo, eso no merma la confusión que se ha infiltrado en mi alma desde que desperté, pues, aunque es evidente que Dimitri sigue siendo el mismo de siempre, me lleva la mayor parte del día desterrar el recuerdo de su rostro transformándose en el terrorífico semblante de la bestia.
Poco después de nuestro descanso para comer, percibo lo próximos que estamos ya de Avebury. Lo noto por una pequeña vibración en mis huesos, que aumenta hasta un débil zumbido cuando aparecen ante nuestra vista las sombrías piedras grises, de pie como soldados en círculos concéntricos. Siento un dolor en la marca de la muñeca, como un lento latido, y echo un vistazo al medallón al notar la llamada del lugar sagrado desde el centro del Jorgumand.
Nos detenemos varias veces entre los árboles en busca de señales que pudieran indicarnos que la guardia ha llegado antes que nosotros. La atracción que siente mi cuerpo hacia Avebury es cada vez más fuerte. Solo mi fuerza de voluntad hace que me resista a la necesidad de seguir adelante.
Por fin, nos dirigimos a la casita situada en el centro.
El vientre de la serpiente.
Y aunque está todo en calma, no lo identifico con la paz del inminente cierre de la puerta, sino que me parece la constatación del principio del fin.