Nos marchamos de Londres sin tratar de hacerlo en secreto, pues nuestro grupo es demasiado grande para pasar inadvertido. Además, estamos demasiado cansados y tenemos demasiada prisa como para hacer los planes necesarios para viajar con menos fanfarrias. Nadie dice en voz alta lo que todos sabemos: no es ningún secreto que nos vamos a Avebury.
Alice lo sabe, y eso significa que las almas y, probablemente, el mismo Samael también lo saben.
El segundo día amanece con una luz espeluznante. Echo un vistazo al cielo mientras comenzamos a cabalgar, tratando de encontrar una explicación para esa extraña luz.
—Un eclipse solar —la voz de Edmund me sobresalta. Cabalgaba por delante de mí, pero debe de haberse quedado rezagado mientras yo estudiaba el sol—. No sucede a menudo, pero dentro de unas horas estará completamente oscuro.
Me limito a asentir, pues de pronto tiene sentido esa extraña luz, que se hará más rara a medida que se acerque la luna y oculte la luz del sol. De algún modo resulta apropiado el hecho de que estemos viajando a Avebury para cerrar la puerta en medio de un suceso tan extraño. Es inquietante. Un presagio de la prometida oscuridad en caso de que yo fracase.
Tales pensamientos me recuerdan a Henry y a mis padres. Me vuelvo hacia Edmund mientras cabalgamos.
—¿Edmund?
Sus ojos continúan mirando al frente.
—¿Sí?
—Yo… —aún me resulta difícil pronunciar el nombre de Henry en presencia de Edmund. No deseo volver a recordarle el dolor que sintió tras su muerte, pero en esta ocasión creo que le hará bien—. Quería que supieses que he visto a Henry en el plano astral. Con mis padres.
Edmund gira la cabeza para mirarme, un muro de inexpresividad cubre sus ojos.
—¿De verdad?
Noto en su voz el esfuerzo que hace por mantener el control.
—Sí. Quería despedirme de ellos y asegurarme de que pasasen al último mundo antes del ritual de Avebury.
—¿Y lo hicieron?
—Sí —le dedico una pequeña sonrisa—. Quería que supieses que se encuentran bien. Henry está bien, a salvo y feliz. Incluso puede caminar.
Sus ojos se llenan de asombro.
—¿Puede caminar?
Asiento y sonrío más ampliamente al recordar a Henry corriendo hacia mí en el plano astral.
—Sí, y bastante bien.
Se queda mirando a un punto en la distancia, más allá de mis hombros. Su voz adquiere un tono melancólico al hablar.
—Me gustaría poder verle.
—Edmund…
Vuelve la vista hacia mí.
—Lo harás. Le verás. Es lo que te estoy diciendo. Henry está a salvo en el último mundo —le miro a los ojos—. Y algún día volverás a verle.
La esperanza ilumina sus ojos momentos antes de que vuelva la mirada de nuevo hacia los campos.
—Volveré a verle.
Sonrío y miro al frente.
—Sí.
Cabalgamos en silencio durante un rato. Después centro mi atención en la otra persona a quien ambos queremos.
—¿Qué tal se encuentra ella? —señalo con la cabeza a tía Virginia, que se deja caer sobre el caballo mientras avanzamos por los campos que tenemos delante.
—Bien, dadas las circunstancias. Creo que es más fuerte de lo que nos pensamos y, de todos modos, es demasiado testaruda para quedarse atrás. Como otra persona a quien conozco —añade, sin mirarme.
Muevo la cabeza.
—No es lo mismo, Edmund.
Ha sido doloroso ver a tía Virginia esforzándose por mantener una fachada de fortaleza desde que salimos de Londres, pero no soy capaz de herirla en su orgullo preguntándole por su salud. Sus intenciones eran bien evidentes cuando salió de Milthorpe Manor el día de nuestra partida maleta en mano. Y aunque discutí con ella y me negué, se dirigió muy tranquila hacia el caballo que Edmund tenía preparado para ella e insistió en que seguía siendo mayor que yo y en que me acompañaría tanto si yo estaba de acuerdo como si no.
Mi insistencia en ir a Avebury es algo diferente. Ella ya ha desempeñado su papel en la profecía. Ha cumplido con su deber. Sin embargo, yo no cumpliré con el mío hasta que cierre la puerta a Samael o hasta que ya no pueda ayudarle en sus designios.
—Pero —le digo—, si estabas en contra de que viniese a Avebury, ¿por qué no me intentaste disuadir, lo mismo que los demás?
Edmund se encoge rápidamente de hombros.
—No habría servido de nada, ambos lo sabemos.
Me enderezo un poco más sobre mi caballo, notando una extraña sensación de satisfacción a pesar del agotamiento que impregna cada hueso de mi cuerpo.
—Bueno, eso sí que es verdad.
Cabalgamos un rato más en silencio, Gareth en cabeza, seguido por las llaves y por tía Virginia. Dimitri, como siempre, cabalga detrás de mí. Trato de no pensar en el motivo por el que lo hace, en el miedo que tiene de que nos pueda seguir la guardia o, mucho peor aún, que puedan acercarse sigilosamente hasta nosotros y apartarme sin más del grupo, antes de que nadie se dé cuenta. Todas las noches me asaltan las pesadillas y, aunque siempre trato de llevar encima mi arco, no me quedan fuerzas para pensar en las cosas que podrían pasarme a plena luz del día. Hago lo posible por dejarle esas preocupaciones a él.
Edmund rompe el silencio que se ha creado entre nosotros.
—Aunque conozco su fuerza de voluntad, creo que debo preguntarle si está usted segura, absolutamente segura, de que este es el rumbo que desea tomar.
No defiendo mi postura de inmediato, me tomo un instante para pensar en su pregunta, para pensar en las otras opciones. Mejor dicho, en la otra opción, pues, en realidad, no hay más que una: esperar hasta poder poner a Alice de nuestra parte. Esperar y esperar.
Me pregunto si se dará cuenta de lo renuente de mi gesto afirmativo, pues hasta yo misma desearía que hubiese otro camino.
—Estoy segura. No… —dejo vagar la vista por las ondulantes colinas verdes y grisáceas que se extienden ante nosotros hasta el siguiente bosque que aparece a lo lejos—. No quiero terminar como mi madre.
Durante un largo instante, Edmund no contesta. Cuando por fin habla, lo hace con palabras vacilantes.
—Su madre era una mujer maravillosa. Fuerte y vibrante cuando las almas no la tenían en su poder. No quiero hablar mal de ella. Hay pocas personas capaces de resistir la llamada de las almas. Pero creo que usted es una de ellas. Apostaría mi vida a que no le aguardaría el mismo destino que a su madre, por mucho tiempo que costara lograr la cooperación de Alice —hace un gesto con la cabeza para señalar a las llaves, a tía Virginia y a Gareth, que van delante—. Y, al parecer, cuenta usted con bastante ayuda, por no hablar del señor Markov.
—Sí, pero no me siento fuerte por dentro, aunque lo parezca. Samael trata de utilizarme hasta mientras duermo. Es la presencia de Dimitri, no mi propia fuerza, lo que evita que pueda hacer algo terrible.
Edmund me mira a los ojos.
—Su voluntad de mantener con usted a Dimitri es una prueba de su compromiso. Su madre, como también antes la mayor parte de las puertas, según he oído decir, lo intentó sola. Viajar por el plano astral con el consentimiento de las almas, permitir ser utilizadas por Samael…, bueno, es un placer para la mayoría de las puertas. Una vocación. Sin embargo, usted no lo siente así, ¿no es cierto?
Hago un gesto con la cabeza.
—Yo quiero renegar de las almas. Renegar de Samael —suspiro—. Pero mi voluntad se debilita, como yo, cada día que pasa. Con cada tormento nocturno. Un año es mucho tiempo. Después de Beltane, me vería obligada a esperar doce meses hasta el siguiente. Es un riesgo que no puedo asumir. Prefiero sacrificarme a mí misma en el Vacío y obligar a Samael a esperar a otro ángel. Entonces, al menos, tú y los demás quedaríais a salvo.
—Yo también lo he pensado mucho —aparta la vista para concentrarse en algo que tiene delante—. Será difícil encontrar un sentido a este mundo si le sucede algo a usted, aunque comprendo que necesite proteger a quienes ama. No puedo reprochárselo ni intentar disuadirla cuando yo me he pasado la vida haciendo lo mismo.
Sigue con la espalda bien derecha y con rostro impasible. En mi pecho aflora el afecto y me llena el corazón hasta tal punto que me cuesta hablar de ello.
—Gracias, Edmund. Sé que, suceda lo que suceda, puedo contar contigo para que te ocupes de tía Virginia.
Su gesto de asentimiento es tan imperceptible que casi ni lo veo. Continuamos cabalgando y ya no volvemos a hablar de ello.
El viaje, que Dimitri y yo podríamos haber hecho en tres días cabalgando deprisa, se hace más largo con un grupo tan grande. La forma de montar de Elena nos impide ir más rápido, lo mismo que la frágil salud de tía Virginia. Pero no se lo reprocho. Pase lo que pase, es un alivio para mí marchar hacia mi destino en lugar de esperar pasivamente a que Alice cambie de parecer.
Al tercer día, nos encontramos justo a mitad de camino hacia Avebury. Tía Virginia está cansada y acampamos mientras el sol aún está alto, ya que pensamos que es más prudente permitirnos un descanso extra y retomar el viaje por la mañana. Trato de no pensar en que faltan tan solo cuatro días para Beltane, aunque se trata de una realidad imposible de ignorar. Mi mente me dice que sería sensato tener en cuenta otras alternativas, contemplar la posibilidad de que no lleguemos a tiempo.
Pero no. Destierro esa idea de mi cabeza. Lo conseguiremos. Tenemos que hacerlo.
Con el campamento montado y los caballos acomodados, Elena se retira a su tienda a descansar, mientras Sonia, Luisa y Brigid se reúnen bajo un fresco y frondoso árbol para estudiar tres hojas de papel. No tengo necesidad de preguntarles para saber que están memorizando las palabras del ritual, que les entregamos antes de salir de Londres. No les va a resultar fácil recitar en latín, pero parece más seguro que emplear una traducción correcta en inglés.
Yo no necesito estudiarlo. El ritual ya me resulta tan familiar como mi propio nombre. Así que decido aprovechar lo concentradas que están en las extrañas palabras para convencer a Dimitri de que monte guardia mientras me baño en un arroyo de tranquilas aguas no muy lejos del campamento.
Después de decirle a Gareth adónde vamos, Dimitri y yo nos escapamos del campamento y nos dirigimos al agua. No hay ruidos en el bosque, salvo los producidos por el ir y venir de pequeños animales y por el movimiento de los pájaros de un árbol a otro. Hablamos mientras caminamos por un sendero oculto entre las largas ramas de los árboles y doy gracias por el consuelo que nos proporciona nuestra mutua compañía. Por primera vez en días siento cierta paz.
Unos instantes más tarde, cuando por fin salimos de entre los árboles, vamos a parar a una orilla en pendiente que va a dar al agua. La corriente serpenteante del riachuelo hace que me lata más aprisa el corazón, pero ignoro mi miedo y me vuelvo hacia Dimitri sonriendo.
—Gracias —le digo mirando el infinito color castaño de sus ojos.
—De nada —me sonríe perezosamente, sin moverse.
—Haga el favor de esperar allí, caballero —le digo, alzando juguetonamente las cejas y señalando con la cabeza en dirección a los árboles.
—¿Y si prometo no mirar?
Suspiro tratando de reprimir una sonrisa.
—Te agradezco enormemente el esfuerzo, Dimitri, pero me temo que tienes que marcharte. Ya es bastante escandaloso tenerte en mi habitación de guardia estando los dos completamente vestidos, pero tenerte tan cerca estando desnuda podría provocarle un síncope a tía Virginia.
Se inclina hasta quedarse tan solo a unas pulgadas de mi cara.
—Entonces, si no fuera por Virginia, ¿me dejarías quedarme?
Le doy un empujoncito amistoso.
—Bueno, eso no lo sabrás nunca.
—Sí que lo sabré, Lia —sostiene mi mirada un momento más con sus ojos encendidos de deseo. Después se da la vuelta para regresar al camino por el que hemos venido—. No estaré lejos.
Sus palabras resuenan en mi mente, haciendo que me ruborice incluso estando a solas en el bosque. Espero hasta que desaparece de mi vista. Luego me quito los pantalones de montar y la blusa y los dejo en un gran peñasco junto al agua. No estoy segura de dónde me espera Dimitri exactamente, pero tengo la certeza de que está lo bastante cerca como para oírme en caso de que necesite ayuda. No puedo evitar pensar en lo mucho que han cambiado las cosas: ahora me preocupa más mi integridad física que el hecho de meterme desnuda en el agua cristalina de un río a la vista de cualquiera que pudiera pasar por casualidad. Por supuesto, es bastante improbable que alguien lo haga, pero me siento como una desvergonzada.
El agua helada me estremece y casi chillo cuando sumerjo la cabeza, decidida a pasar el mal trago de una vez. Al nadar hacia el centro del río tengo cuidado de mantenerme lo bastante cerca de la orilla como para poder alcanzarla sin dificultad. Me tranquiliza que la corriente se mueva tan despacio. Mientras fluye perezosa a mi lado con un pequeño y feliz gorgoteo, echo la cabeza atrás dejando que mi pelo flote tras de mí.
El agua sobre mi piel desnuda es una delicia a pesar de lo fría que está. Nunca me había sentado tan bien un baño, nunca había notado el agua deslizarse por mi cuerpo desnudo. Pienso en Dimitri y en su promesa de permanecer cerca. Qué fácil sería llamarle. Se me pone la carne de gallina en los brazos y en los muslos al imaginar su piel desnuda sobre la mía en el agua, sus brazos rodeando mi cuerpo desnudo.
Me pongo en pie sobre el fondo pedregoso del río y alejo esa idea de mi mente. Me siento temeraria. Como si no tuviese nada que perder. Pero no quiero entregarme a Dimitri de esta manera. No quiero degradarme ni a mí misma ni a nuestro amor entregándome a él sin tener la mente despejada.
Paso las manos por la superficie del agua, alisándola con las palmas en un esfuerzo por aclarar mis ideas. Y, entonces, lo veo.
Al principio creo estar imaginándome el peculiar brillo del agua, esa extraña distorsión.
Pero no.
Mientras contemplo la superficie del agua, se hace visible una figura cabalgando por un bosque no muy distinto a este en el que me estoy bañando. El dorado cabello del hombre brilla tanto al sol que casi puedo sentirlo. Más que verlos, presiento que le siguen muchos más.
Alguien delante de él trata de escapar.
Es la guardia de Samael en plena caza, con el terrorífico hombre que casi me capturó en Chartres encabezando la partida. Asomando por el cuello abierto de su camisa, se ve la marca de la serpiente enroscada en su cuello. Su rostro es una máscara de expresión vengativa y recuerdo su aullido gutural en el exterior de la catedral cuando le clavé en la garganta el puñal de mi madre antes de refugiarme dentro de la iglesia.
El corazón empieza a palpitarme con fuerza. Dejo a un lado mi pánico para tratar de determinar si es una visión del pasado, del presente o del futuro. Por la brillante luz del sol, bien podría tratarse de otro día o simplemente de otro bosque, pues el cielo que tengo encima está salpicado de grandes nubes primaverales y no se muestra tan despejado como el de mi visión, por el que pasa tanta luz.
Pero eso es todo cuanto logro descifrar. Sé que no está solo y sé que tanto él como el resto de la guardia persiguen a alguien que va a caballo. Siguiendo este planteamiento hasta su lógica conclusión, solo se me ocurre una persona a la que puedan estar persiguiendo: yo.
Vadeo el río en dirección a la orilla, salgo del agua y cojo la toalla que me he traído para secarme. Tras envolverme con ella, agarro mi ropa y me dirijo hacia los árboles.
—¿Dimitri? ¿Estás ahí? —hablo más bajo de lo que lo habría hecho hace quince minutos. Es difícil no volverse paranoica sabiendo que puede que nos esté persiguiendo la guardia.
Dimitri apenas tarda un momento en aparecer bajo los árboles que hay a lo lejos. Algo en mi expresión debe de haberle alarmado, pues salva el resto del camino corriendo y se planta frente a mí unos segundos más tarde.
Me coge de los hombros y me abraza antes de hablar.
—¿Estás bien? —se echa hacia atrás con expresión alarmada—. ¿Qué ha pasado?
El agua me gotea desde el nacimiento del pelo sobre la cara. Noto los regueros que bajan por mi piel mientras trato de buscar las palabras. No quiero decirlas, pero, al final, no puedo hacer otra cosa.
—Es la guardia. Ya vienen.