Ha pasado una semana y, mientras me preparo en mi habitación para acostarme, aún estoy sorprendida de que hayamos hecho el equipaje y estemos listos ya para marcharnos.
Gareth, Dimitri y Edmund se han encargado de la mayor parte y con gran rapidez, a pesar de que nuestro grupo es más grande que nunca. Luisa, Sonia y yo hemos hecho todo lo posible para preparar a Elena para los rigores del viaje, pues, mientras que Brigid se las arregló estupendamente a la vuelta de Loughcrew, hasta ahora Elena únicamente había montado a mujeriegas y, desde luego, nunca con pantalones.
Mientras me pongo el camisón y me cepillo el pelo, pienso en el tiempo que le hemos dedicado Sonia, Luisa y yo a intentar que Elena se sienta más segura a caballo. Después de dos frustrantes días en Whitney Grove, perdimos la paciencia por sus lloriqueos y por la desesperación que le producía pensar que no sería capaz de mantenerse encima del caballo. Para empeorar aún más las cosas, rechazó de plano ponerse los pantalones que Brigid aceptó sin rechistar. No me habría preocupado de su atuendo en otros momentos, pero, en este caso, su testarudez podría costarnos a todos la vida si tuviésemos que atravesar el bosque a la carrera, tal como ocurrió de camino a Altus.
Me vuelvo al escuchar una llamada en mi puerta, pensando que probablemente se trate de Dimitri.
—Pasa.
Cuando entra, sus ojeras me dicen que no está contento de haber aceptado el plan de esta noche. Tras cruzar la habitación, viene hacia mí y me coge de las manos para que me levante. Me atrae hacia él, envolviendo mi cuerpo con esos brazos que siempre me hacen sentir segura, por falsa que sea esa ilusión. No son imaginaciones mías: estos últimos días me ha abrazado con más fuerza, más tiempo, como si temiese que pudiera desaparecer de entre sus manos en cualquier momento.
Por fin, me aparto lo bastante como para mirarle a los ojos.
—¿Estás listo?
Asiente.
—Pero solo porque no hay manera de hacerte cambiar de opinión.
Percibo la tristeza en su sonrisa.
—Tienes razón. No la hay.
La decisión de visitar los otros mundos por última vez ha sido fácil de tomar. No sé lo que va a suceder en Avebury, pero he de ser sincera conmigo misma: sin la ayuda de Alice, lo más probable es que mi alma quede atrapada en el Vacío y mi cuerpo muera. Mis padres —y con ellos probablemente Henry— han arriesgado sus almas para quedarse en los otros mundos por si necesito su ayuda. Es justo que los libere para que puedan cruzar al último mundo, pues quizás las cosas no salgan bien. Y aunque estoy en paz con mi destino, quiero ver a mis padres y a mi hermano una vez más. Quiero hablar con ellos y abrazarlos.
Pero, más que nada, deseo despedirme de ellos.
Escapo de las manos de Dimitri y me dirijo a la cama para meterme dentro. Él se sienta a mi lado y recorre mi mejilla con sus dedos hasta llegar a la barbilla.
—Si me dejas ir contigo, podré asegurarme de que regresas sana y salva.
Niego con la cabeza. Ya he rechazado antes su oferta.
—No quiero que esto repercuta en ti o, peor aún, que se eche a perder tu posición con los Grigori por mi culpa.
Dimitri aparta la mirada apretando las mandíbulas.
—Sigues sin comprenderlo, ¿verdad? —lo dice en tono petulante.
—¿El qué? —me incorporo apoyándome en los codos—. ¿Qué es lo que no comprendo?
Se encara conmigo.
—¿Crees que me importa algo mi posición entre los Grigori? ¿Crees que, después de todo lo que ha sucedido entre nosotros, me importan otras «repercusiones»? —sacude la cabeza y aparta la vista un momento para volver a mirarme con fuego en sus ojos—. Para mí lo eres todo, Lia. Renunciaría en un instante al lugar que ocupo entre los Grigori si con eso pudiera verte a salvo.
Me incorporo para envolver su cuello con mis brazos y para tocar sus labios con los míos. Poco tarda el tierno beso en transformarse en uno apasionado y urgente y pego mi cuerpo al suyo, sabiendo que los sentimientos que nos unen son incluso más poderosos por saber que quizás nos perdamos el uno al otro en los próximos días. Noto un cosquilleo en mi estómago, cada vez más intenso conforme se extiende por todos los miembros de mi cuerpo. Él debe de sentir lo mismo, pues inclina mi cabeza para acceder mejor a mi boca. Entonces me pego aún más a él, deseando fundirme con él en ese mismo instante, deseando estar dentro de su piel, de su cuerpo, de su alma.
Dimitri aparta sus manos de mis cabellos enredados y las posa en mis hombros.
—Lia… Lia… —alza una de mis manos, le da la vuelta y me besa la palma antes de arrastrar sus labios hacia la tierna piel del interior de mi muñeca. Deposita un último beso sobre la piel de mi marca para después buscar mis ojos—. Esperaba poder pasar toda la vida contigo, amándote.
Levanto la mano para tocar con la punta de mis dedos su frente. Luego la dejo caer de vuelta en mi regazo. No sé ni cómo puedo sonreír, pero de algún modo su amor me da fuerzas. No resulta tan duro después de todo.
—Te prometo que lucharé, Dimitri. Lucharé para quedarme contigo —me encojo de hombros—. El resto habrá que dejárselo al destino.
Él asiente mientras me deslizo bajo las sábanas y me recuesto en la almohada.
—Haz lo que debas y vuelve conmigo.
Deposita otro beso en mis labios y abandona el lado de mi cama para ocupar su sillón. Si extendiésemos las manos, probablemente nos tocaríamos con las puntas de los dedos. Sin embargo, me parece como si estuviéramos a un millón de millas de distancia.
Cierro los ojos, relajo mi mente y me deslizo en una duermevela que me preparará para viajar y mantener cierto control sobre mi destino. Pienso en mis padres, en los ojos verdes de mi madre y en la sonora voz de mi padre. Pienso en Henry y en su contagiosa sonrisa, que parecía iluminar no solo sus ojos, sino también los de quienes le rodeaban.
Pienso en los tres. Dibujo mentalmente sus rostros. Y, entonces, caigo.
Estoy segura de que voy a encontrarme con ellos en los campos que rodean Birchwood. Es el único lugar apropiado para despedirse.
Camino junto al río, detrás de la gran casa de piedra. Está todo tal y como lo recuerdo. La casa que construyó mi abuelo asoma entre los grandes robles. En este mundo no tiene nada de oscuro o siniestro.
Noto una punzada de tristeza al ver la gran roca que James y yo decíamos que era nuestra, y procuro no preguntarme si no la considerarán suya ahora él y Alice. El río gorgotea alegremente y me doy cuenta de que cada río suena diferente. Pero eso no tiene sentido, todos los ríos deberían sonar igual. Estén donde estén, en todos corre el agua por su lecho. Sin embargo, este es mi río y me llama como un viejo amigo.
Me paro en la orilla cerrando los ojos, concentrándome en las imágenes mentales de mi familia hasta que oigo el ruido de unas botas que se acercan pisando las hojas secas de la arboleda.
Debería estar preparada. Sé que vienen, pues los he convocado con todas mis fuerzas, ahora bastante considerables, pero me sorprendo cuando, al darme la vuelta, veo a mis padres y a Henry caminando hacia mí.
Mi tristeza apenas dura un momento, ya que, en cuanto Henry hace aparecer su sonrisa, no puedo hacer otra cosa que echarme a correr hacia él. También veo a mis padres, pero es a mi hermano a quien dedico un largo abrazo.
Y él me abraza a mí con una fuerza que nunca tuvo en vida. Entonces me doy cuenta de que nunca le había visto o sentido fuerte. Pasó su vida prisionero en su silla de acero. Vivió y murió con ella. Las lágrimas caen por mis mejillas mientras le abrazo, sabiendo que por fin es libre.
—¡Henry! ¡Oh, Henry! —es cuanto soy capaz de decir. Rebosa en mí un sentimiento tan inmenso y fuerte que no sé cómo llamarlo.
—¡Lia! ¡Puedo andar, Lia! ¿Lo ves? ¡Puedo andar! —su voz es tal como la recordaba, la voz aguda de un niño excitado y entusiasmado con sus regalos.
Me aparto un poco y le miro.
—Ya lo veo, Henry. Lo veo. Caminas estupendamente.
Su sonrisa es tan amplia como el cielo azul que tenemos encima.
—Entonces, ¿por qué lloras?
Me echo a reír y me limpio las lágrimas de las mejillas con el dorso de la mano.
—Es que estoy rebosante de felicidad, Henry. Tanta que no me cabe dentro.
Al lado de Henry, mi padre ríe quedamente y, entonces, les presto atención a ellos.
Abrazo a mi padre, agarrándome fuerte a él e inhalando su aroma a humo de pipa y a cedro.
—Papá, te he echado tanto de menos…
—Y yo a ti, hija.
Luego, me vuelvo hacia mi madre y repito el abrazo. Noto una nueva afinidad con ella desde que estuve en Altus.
—Lia —me dice, respirando en mi pelo—, estás bien.
Nos separamos y nos miramos la una a la otra.
Ella sonríe y mueve la cabeza asombrada.
—Has crecido y te has convertido en una preciosa jovencita.
Siento un placer pasajero por su cumplido. Al momento, mi padre echa una mirada a su alrededor, la preocupación nubla sus fuertes facciones.
—Aunque por ahora estás a salvo aquí, Lia, no deberíamos arriesgarnos demasiado.
Quiere decir que debo apresurarme, aunque a ninguno de nosotros le apetece que se termine esta visita. Lo más duro para mí es saber que será la última. Le tomo de las manos.
—Papá, he venido a pedirte que cruces al último mundo con mamá y con Henry.
Pienso que va a sorprenderse, pero tan solo baja los hombros y veo resignación en sus ojos.
—¿Ya no nos necesitas?
Niego con la cabeza.
—Os necesitaré siempre —le miro a él y después a mamá y a Henry—. Siempre. Pero aquí no estáis a salvo. Hace algún tiempo que este sitio ya no es seguro. Debería haberos pedido hace mucho que cruzaseis por vuestra propia seguridad. He sido una egoísta al dejar que os quedarais en este lugar intermedio.
—Lia —el tono de voz de mi madre es calmado. Me vuelvo para mirarla. No puede haber secretos entre nosotras. La inherente conexión entre madre e hija es muy fuerte, a pesar de que nos hayamos visto solo una vez en los otros mundos desde su muerte—, hay algo más, algo que no nos estás contando.
Me preparo para sonar fuerte y despreocupada.
—Va siendo hora de que me reúna con las llaves en Avebury, pero, aunque la profecía dice que Alice y yo debemos estar unidas, ella se ha negado a ponerse de nuestro lado.
Mi madre frunce el ceño.
—Si la profecía dice que necesitas la ayuda de Alice, ¿para qué vas a viajar ahora a Avebury?
—No puedo… —la miro a los ojos, consciente de que si hay alguien que comprenda la tortura de las almas, esa es mi madre—. No voy a poder resistir mucho más a las almas. Tengo que intentar usar el poder que aún me queda, pues cada día estoy más débil.
—Es una apuesta peligrosa —opina mi padre—. Debes esperar a tener todo lo que precises para poder salir indemne.
Sacudo la cabeza.
—No soy solo yo, papá. También las llaves son frágiles. Al igual que yo, también ellas están sufriendo el acoso de las almas.
—¿Has encontrado a las llaves? —me pregunta—. ¿A las cuatro?
Asiento con la cabeza.
—A las cuatro, pero no creo que pueda retenerlas a todas en Londres un año más —trato de sonreír—. Es un problema de tiempo. Yo estoy preparada para luchar, para usar el poder que tengo junto con el de las llaves, para intentarlo. Y si he de morir en el intento, si tengo que enviar mi alma al Vacío para asegurarme de que Samael no pueda utilizarme como puerta, bueno, pues lo prefiero.
Sus rostros se ensombrecen cuando reflexionan sobre lo que acabo de decir. Mi madre habla primero.
—La decisión es tuya, Lia. Conozco bien los estragos que pueden causar las almas. Debes hacer lo que consideres correcto.
Le sonrío mirando sus ojos, iguales que los míos.
—Gracias, mamá. Sabía que lo entenderías. Solo desearía…
Ella estira el brazo para acariciarme la cara.
—¿Qué es lo que desearías, cariño?
Suspiro dejando al descubierto una triste sonrisa.
—Solo desearía que hubiéramos podido pasar más tiempo juntas, que nuestro tiempo en el mundo físico no hubiese sido tan corto.
Ella asiente.
—Y yo desearía haber tenido tu coraje, Lia. Tu fuerza.
Me acerco a ella para abrazarla.
—Adiós, mamá. Rezaré para que encuentres la paz en el último mundo y recuerda que siempre te querré.
—Yo también te quiero, Lia —me dice con voz ronca y los ojos llenos de lágrimas sin derramar—. Nunca una madre estuvo tan orgullosa de su hija.
La miro a los ojos cuando nos separamos.
—Y ninguna hija estuvo nunca tan orgullosa como lo estoy yo de ti.
Finalmente, las lágrimas caen por sus mejillas. Sé que está pensando en la decisión que tomó cuando prefirió acabar con su vida para no hacerse cargo de su papel en la profecía. Quizás ahora se libere de su propia vergüenza y se perdone a sí misma como yo la he perdonado.
Me vuelvo hacia mi padre, tratando de memorizar su rostro, su mirada amable y su agradable sonrisa, que siempre me ha hecho sentir segura en cualquier mundo. Su recuerdo me reconfortará, sea cual sea mi destino.
—Gracias por haberte quedado aquí tanto tiempo, por cuidar de mí y preocuparte de que pudiera encontrar todo lo que necesitaba.
Me coge entre sus brazos y aspiro su aroma mientras me habla.
—Solo siento que no haya bastado.
Le suelto, me aparto de él y le miro a la cara, pues necesito devolverle la paz de saber que ha hecho todo cuanto ha podido.
—No estaba en tus manos dármelo todo, papá —pienso en Alice, en su decisión de quedarse con las almas en contra de su hermana, de su melliza, de su misma sangre—. De haber podido, no dudo que me lo habrías dado.
Me agarra por los hombros y su mirada cobra una nueva intensidad.
—No te rindas, Lia. Tienes mucho poder. Si alguien puede terminar con esto, esa persona eres tú.
—No voy a rendirme, papá. Te lo prometo —sonrío, pretendiendo tranquilizarle—. Puede que pronto me veas en el último mundo.
Me toca la frente.
—Ojalá, mi querida niña. Pero que eso no suceda hasta dentro de muchos años.
Retrocedo tratando de tragarme la emoción que empieza a embargarme. No quiero mirar a Henry. No quiero mirarle a los ojos, oscuros como los de mi padre. Despedirme de él una vez casi acabó conmigo.
Esta vez tengo que ser más fuerte.
Como si leyese mis pensamientos, me dice:
—No estés triste, Lia. Volveremos a estar juntos.
Algo oscuro aflora desde mi interior y una sonrisa asoma a mis labios.
—Sí, Henry. Lo estaremos —me agacho y le abrazo.
—Yo sabía que tú no eras la mala, Lia. Lo sabía.
Ahora sí que miro sus oscuros ojos. Y veo amor en ellos. Amor, verdad y luz.
Todas las cosas por las que lucho.
—Siempre tuviste razón. No soy mala, Henry —me quedo pensativa mirándole a los ojos—. Puede que no lo sea nadie. Puede que no sea tan sencillo.
Y mientras lo digo, pienso que realmente podría ser así.
Henry asiente con semblante sombrío.
—Te echaré de menos —sonríe—. Pero volveré a verte.
—Sí —asiento y me inclino hacia delante para besarle en la mejilla. Está tan tersa y suave como la recordaba.
Por una vez, no lamento que no vaya a crecer hasta tener las ásperas mejillas de un hombre. Por una vez, me parece que creo que Henry está predestinado a estar en el último mundo con mi madre y con mi padre, y que yo debo estar en mi mundo, al menos por ahora. Estoy predestinada a terminar con la profecía por mí y por todas las hermanas que habrán de venir.
Me levanto y sonrío.
—Marchaos ahora. Daos prisa. Buscad refugio en el último mundo y sabed que siempre os llevaré en mi corazón.
Mi padre toma a mi madre de la mano y ella coge la de Henry. Se dan la vuelta para marcharse y mi madre vuelve la cabeza por última vez. Creo que quiere decir algo importante y, en cierto modo, lo hace. En cierto modo, es lo más importante que podría decir, y consigue que en mi cara aparezca una amplia sonrisa.
—Ahora mismo no envidio para nada a las almas, hija. No las envidio nada en absoluto.
Sigo sonriendo cuando los veo desaparecer entre los árboles. En ese momento, tampoco yo envidio a las almas. En ese momento, me creo capaz de cualquier cosa.