A la mañana siguiente espero a Alice fuera del Savoy. Inquieta por que pueda rechazarme, no he anunciado mi deseo de verla, así que estoy de pie, apoyada contra la pared de piedra del hotel, esperando a que aparezca, como sin duda hará. Alice nunca se quedaría metida dentro en un día como este. Por fin ha llegado la primavera a Londres y el día ha amanecido con un cielo cristalino.

Tenía planeado ensayar mi súplica, memorizar exactamente las palabras adecuadas para poner a Alice de nuestra parte. Pero, finalmente, soy incapaz de hacer nada, salvo contemplar las puertas del hotel con el corazón en un puño mientras aguardo para ver a mi hermana.

Aparece un rato más tarde y yo me pego a la pared, aún no me siento preparada. Mientras saluda al portero al salir, reconozco su brusca inclinación de cabeza. Alice nunca ha sido cariñosa con los que, según su punto de vista, están por debajo de ella. Me pregunto si verá del mismo modo a James, hijo de un simple librero.

Alice se encamina calle abajo, indiferente frente a los que la rodean, con la barbilla levantada en un gesto de rebeldía. Produce una extraña sensación observar a tu doble caminando por la calle. Ver a los hombres lanzándole miradas de admiración, mientras las mujeres la miran con envidia. Nunca me he tenido por guapa y me pregunto si no lo seré también o si será esa confianza en sí misma y esa actitud distante lo que hace a Alice merecedora de tanta atención.

Cuando se encuentra a casi media manzana de distancia de mí, me aparto de la pared y comienzo a seguir su ondulante capa. Me digo que no sería prudente anunciar tan pronto mi llegada, que sería más elegante ver adónde se dirige, esperar a encontrar un sitio en donde poder hablar en privado.

Pero estoy asustada. No es que me asuste Alice. Bueno, no del todo. No. Me asusta tener que provocar esta confrontación final. Perder la esperanza, de todos modos improbable, de que pueda acceder a ayudar a cerrarle la puerta a Samael.

Alice continúa caminando, pasa delante de las numerosas tiendas que jalonan la calle. No resulta difícil seguirla sin ser vista. Poca gente camina con su misma seguridad y son menos todavía quienes se fijan aún menos que ella en quienes les rodean.

Cruza una calle y yo acelero. Llego al otro lado en el momento en que comienza a pasar una hilera de carruajes que habrían hecho imposible seguirla siquiera con la vista. La sigo durante unos cuantos minutos más y no me sorprendo cuando la veo cruzar la entrada de un parque, escondido del mundo exterior por numerosos y frondosos árboles que forman una pared por todo su perímetro.

El parque es pequeño. Al franquear la entrada, voy a parar a un estrecho camino adoquinado. En un espacio tan cerrado, Alice parece estar más cerca, así que me quedo atrás para no quedar demasiado expuesta. Nos adentramos en el parque, serpenteando por el camino moteado de sol que se filtra por los numerosos árboles. Me agacho repentinamente tras un árbol cuando Alice se detiene por fin al borde de un estanque. Observo cómo se sienta en un banco de hierro cerca de la orilla. Una familia de patos chapotea a lo lejos. Me pregunto si les habrá puesto nombres, como solíamos hacer con los que vivían en el estanque de Birchwood Manor.

Respiro hondo y reúno todo mi coraje mientras me alejo de la seguridad del árbol. «Di algo», pienso cuando me aproximo a ella por detrás. Estar tan cerca me hace sentir un poco mareada. De pronto me invaden sentimientos contradictorios de aversión, tristeza y hasta amor.

Incluso ahora.

Me encuentro a pocos pasos detrás de ella, disponiéndome a decir su nombre, cuando comienza a hablar. Sus palabras son suavemente transportadas por el agua.

—¿Por qué te escondes, Lia? Ven, siéntate a mi lado, ¿quieres?

Estoy sorprendida, pero no por el hecho de que sepa que la he estado siguiendo. Es su voz, la ausencia de ira, de apasionamiento lo que me asusta.

No respondo. Simplemente, me acerco y me siento a su lado en el banco.

Sigo su mirada sobre el agua. Observo a los patos que vienen chapoteando hacia nosotras, probablemente acostumbrados a que les den pan o comida.

—¿Te acuerdas cuando íbamos con nuestros caballos al lago y alimentábamos a los patos con pan duro? —la voz de Alice suena nostálgica.

En mi mente puedo ver los campos que rodean Birchwood, a mi hermana cabalgando veloz y segura delante de mí, con sus cabellos ondeando al viento a su espalda.

—Sí —resulta difícil hablar mientras trato de olvidar el peso que me oprime el corazón—. Siempre corrías demasiado, siempre ibas muy por delante de mí. Me daba miedo quedarme atrás.

Una sonrisa juguetea en las comisuras de su boca.

—Nunca me alejaba tanto como creías. Y nunca hubiese permitido que nos separáramos, aunque tú lo creyeras.

Tardo unos instantes en procesar esta nueva información. Incluso esa pequeña confesión hace que cambie mi forma de ver a mi hermana.

—¿Y por qué lo hacías si sabías que me asustaba?

Se encoge ligeramente de hombros.

—Supongo que en parte me hacía gracia tu dependencia. Tu miedo. Pero la verdad es que no sé por qué lo hacía.

Dejo vagar la vista sobre el agua. La superficie está rizada, gris y plomiza pese a la luz del sol. De repente no sé qué decir, cómo empezar. Busco la orilla contraria y observo la hierba que crece en su borde, los árboles de más allá, como si allí estuviesen las palabras que necesito. No me sorprende que Alice hable primero.

—Ya sé que él no me quiere.

Obviamente se refiere a James, pero lo que dice no me hace sentirme victoriosa.

—No pensaba hablar de ello.

Posa la vista sobre sus manos, cruzadas en su regazo.

—Ni tienes por qué hacerlo. Cuando le miro a los ojos, solo te veo a ti.

Dejo que las palabras se asienten entre nosotras. No para hacerle daño a Alice, sino porque estoy tratando de pensar en el modo de motivarla para que nos ayude ahora que piensa que James no la quiere.

Al final, le digo únicamente la verdad.

—Sea cual sea la situación ahora, Alice, James no podrá amarte nunca si te niegas a ayudarnos a cerrar la puerta, si se entera de tu juego para permitir a Samael gobernar el mundo.

—Al parecer, tan solo tengo dos posibilidades —su tono de voz es suave, sin ese deje de rebeldía que siempre ha caracterizado a mi hermana—. Ayudarte y casarme con un hombre que te quiere a ti u ocupar mi lugar al lado de Samael y gobernar el mundo —se vuelve a mirarme, sus ojos tienen el verde más intenso que jamás he visto en ellos—. ¿Tú qué harías?

Estudio su pregunta poniéndome en su lugar. Apenas me cuesta un instante hallar la respuesta.

—No aceptaría ninguna de las dos. Buscaría una salida para labrarme a mí misma un futuro. Un futuro en el que pudiera ser amada, amada de verdad, en el que no hubiera que canjear el poder por ese amor.

Alice sostiene mi mirada un momento y me parece ver un destello de duda en sus ojos. Pero no es más que una pequeña llama que se extingue sin que me dé tiempo a comprobar si realmente está allí.

Se vuelve a mirar de nuevo al agua.

—Entonces, eres mejor persona que yo, Lia —sonríe con ironía. Cuando habla de nuevo, sus palabras se tiñen de un sutil sarcasmo—. Seamos sinceras, no teníamos necesidad de mantener esta conversación para llegar a esa conclusión, ¿verdad?

No quiero volver a escuchar las aseveraciones de Alice acerca de que yo era la gemela preferida.

—Todos juzgamos las cosas basándonos en nuestras propias percepciones, Alice. Pienses lo que pienses, papá te quería. Te sigue queriendo. Todos te queremos.

Ella levanta la barbilla evitando mirarme.

—Todos, excepto James.

Me levanto y me acerco a la orilla del agua, de espaldas a ella.

—James es… Bueno, la situación con James es culpa mía. No… —las palabras se me atragantan, pues aún me apena el recuerdo de haberle abandonado, de haberle causado dolor—. No lo hice bien. Debería haber hablado con él. Me fui dejándole con muchos interrogantes en el aire —me doy la vuelta para mirarla—. Pero ¿no te das cuenta, Alice? Ahora eso ya no importa. Estoy enamorada de Dimitri. James y yo, bueno… Nuestro amor tuvo su momento, su lugar. Si quisieras quedarte conmigo hasta ver la puerta cerrada, podrías empezar de cero con él. Podrías tener ocasión de vivir una vida feliz, con un amor de verdad, sin la sombra de la profecía ni de tu lugar en ella.

Alice no responde de inmediato. Y cuando lo hace no es para hablar de James, sino de nuestro padre.

—¿Sabías que solía observaros a ti y a papá cuando estabais en la biblioteca? Me paraba en la ventana, desde fuera de la casa, o me quedaba en el umbral de la puerta viéndoos reír y hablar de libros. Parecía muy sencillo el modo en que lo compartíais todo, pero cuando yo me interesaba por la biblioteca o por la colección de papá, él me escuchaba a medias, siempre deseoso de volver a estar en tu compañía.

Suspiro.

—Estoy segura de que papá sabía que, en realidad, no te interesaba la biblioteca, Alice. No dudo que apreciara tus esfuerzos, pero no le gustaba que lo hicieras.

—Claro. No puede ser que simplemente no le interesase yo, ¿no? —le tiembla la voz—. Yo estaba sola, Lia. Mamá había muerto. Tú tenías a papá y a Henry. Henry tenía a Edmund. Y tía Virginia siempre estaba pendiente de ti, incluso antes de que comprendiese por qué me miraba con suspicacia.

Sus palabras caen como el plomo. Lleva razón. Para mí ser consciente de ello es como una cuchillada en el corazón, ¿pues no me hace eso también a mí culpable de que Alice decidiera rechazar su papel de guardiana? ¿No es posible que si hubiese recibido el amor que le fue negado, se hubiera puesto de parte de las hermanas?

Cruzo el pedregoso camino para volver a ocupar mi sitio en el banco, a su lado. Me vuelvo hacia ella y tomo su caliente mano con la mía.

—Supongo que nunca me di cuenta de lo sola que estabas. Siempre parecías feliz, despreocupada. Hablar de la biblioteca parecía aburrirte y supongo que después de intentarlo unas cuantas veces dejé de hacerlo.

—No quería que ni papá ni tú os dierais cuenta de lo mucho que me dolía. No quería que tuvieses ese poder sobre mí —se encoge de hombros y aparta la vista—. Así que fingía que no me importaba.

—Lo siento, Alice. Siento haberte hecho daño —me es más difícil de lo que esperaba decir esas palabras. No porque no sean ciertas, sino a causa de Henry. Porque cada injusticia, cada dolor infligido a Alice parece merecido a la luz de lo que le hizo a Henry.

Sin embargo, pronuncio esas palabras. Las digo porque Alice necesita escucharlas y, sí, las digo porque debo hacerlo si quiero llegar a tener la más mínima esperanza de ganarme su apoyo.

—Ya no tiene importancia —su garganta se tensa al tragarse la emoción de hace unos momentos.

—Tal vez no. ¿Podemos, entonces, dejar atrás el pasado? ¿Podemos trabajar juntas para cerrar la puerta a Samael y poder comenzar de nuevo? ¿Para que puedas comenzar de nuevo con James?

Alice retira despacio su mano de la mía, la pone sobre su regazo y vuelve la vista de nuevo al agua.

—Ese no es mi lugar —se limita a decir.

Es una extraña afirmación. Me doy cuenta de que me veo obligada a disimular mi asombro.

—Sí que lo es, Alice. Como guardiana, es el lugar que debes ocupar antes que ningún otro.

—Trata de entenderlo, Lia —su voz parece provenir de muy, muy lejos y sé que la estoy perdiendo, que estoy perdiendo la ocasión de ponerla de nuestro lado—. Siempre me he identificado con las almas. Siempre he colaborado con su causa. Siempre.

Sus palabras suenan con una contundencia que no puedo rechazar.

De nuevo siento un peso en el corazón cuando le respondo.

—Entonces, ¿no vendrás a ayudarnos? ¿No desempeñarás tu papel como guardiana, aunque puedas perder a James?

Se vuelve para mirarme.

—Lo siento, Lia. Es demasiado tarde. La única certeza que tengo sobre mí es que apoyo la causa de las almas. Es la parte que domina en mí. Es la parte que domina mi voluntad. Sin ella creo que dejaría de ser yo —se pone en pie y me mira desde arriba con algo triste e indescriptible en los ojos mientras se dispone a marcharse—. Lo siento por ti, Lia. Te deseo suerte en el cumplimiento de tu destino. Me temo que la vas a necesitar, y mucha.