Al día siguiente continuamos nuestro viaje sin incidentes. Gareth y Dimitri regresan sobre sus pasos una y otra vez en busca de huellas, pero no encuentran ni un solo indicio de que alguien nos esté siguiendo. El sol, al fin liberado de las nubes dominantes, trata de abrirse paso entre las ramas y las hojas de los árboles, moteándolo todo de oro. El paisaje es hermoso y tranquilo, y el sol trae consigo un calor que se agradece. No obstante, eso no me sirve para levantarme los ánimos. Estoy obsesionada con que alguien o algo nos sigue.

Conozco bien las fuerzas del mal. Volverán.

Gareth y Brigid van delante haciéndose mutua compañía, mientras que Dimitri cabalga justo detrás de mí. No tenemos necesidad de hablar. Trato de recordar si alguna vez James y yo pasamos tanto tiempo juntos, solos y en silencio. Me sorprende comprobar que no soy capaz de recordarlo, como si todo cuanto ha pasado desde que dejara Nueva York hubiera convertido mi pasado en una desvaída acuarela. Distingo las formas, pero todos los detalles se han esfumado.

Todo salvo Henry, que permanece tan vivo en mi recuerdo como si acabara de verle ayer mismo.

Me obligo a apartar ese pensamiento de mi cabeza. Como Henry, también James ha desaparecido, aunque de otra manera bien distinta. Pensar en él no me hará ningún bien, salvo para tratar de ponerle a salvo de Alice. Mi tiempo con James vino y se fue. Y no volverá.

Y a pesar de que quiero a Dimitri, tampoco puedo tenerlo en cuenta en mis planes. Mi futuro no puede estar determinado tan solo por el amor. Hay muchas más cosas en juego.

Para mí. Para los habitantes de Altus. Incluso para el mundo.

Cuando me duermo, regreso al Vacío. Los perros están aún más cerca, las almas pegadas a sus colas, y yo conduzco a mi caballo por el frígido paisaje, captando imágenes esporádicas de rostros congelados en muecas y gritos bajo el hielo. Un rato después me despierto a causa de mis propios gritos. Me sorprende encontrar a Dimitri inclinado sobre mis mantas sacudiéndome para que me despierte.

—¡Despierta, Lia! ¡No es más que un sueño! —sus ojos son pozos negros en la oscuridad de la tienda y durante un instante terrorífico tiene el aspecto de un cadáver.

Me incorporo para sentarme, llevándome una mano al pecho y tratando de calmar los rápidos latidos de mi corazón y la respiración demasiado acelerada que sale de mis pulmones.

—¿Te encuentras bien? —el tono de Dimitri es afectuoso—. Llevo ya un rato aquí. Te oí gimotear, pero no he podido despertarte hasta ahora mismo.

Me paso la mano por el pelo revuelto, me toco las sienes con los dedos y noto los latidos bajo la piel.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí?

—Unos cinco minutos, creo.

Le miro a los ojos.

—¿Y no… no me despertaba?

Dice que no con la cabeza. Incluso en la oscuridad de la tienda noto su preocupación.

—No pensarás que estaba viajando, ¿no? —no estoy segura de querer saber la respuesta, pero tampoco puedo permitirme el lujo de ignorarlo.

Dimitri suspira intensamente y aparta la mirada como si temiese encontrarse con mis ojos.

—No lo sé. Va contra las leyes de los otros mundos y contra las de los Grigori obligar a alguien a ir al plano astral en contra de su voluntad.

—¡Yo no he ido voluntariamente allí, si es eso lo que estás insinuando!

Él estira el brazo y me coloca un mechón de pelo tras la oreja.

—Pues claro que no. Solo trato de tener en cuenta todas las posibilidades.

Arrepentida de mi irritabilidad, me arrimo a él y descanso mi cabeza sobre su hombro.

—Lo siento. Estoy tan cansada, Dimitri. Ya no sé si sueño o viajo. No sé si las almas intentan debilitar mi voluntad jugando con mi mente o si… —me da miedo hasta terminar de decirlo.

—¿O si qué? —pregunta él con calma.

Levanto la cabeza para mirarle.

—O si soy yo, que me estoy volviendo loca. O peor aún, si me están atrayendo poco a poco a su lado sin que me dé cuenta siquiera de ello.

Nos quedamos un buen rato en silencio hasta que Dimitri me atrae hacia él.

—No te estás volviendo loca, Lia, y no te están atrayendo a su lado. Es…

Pero lo interrumpe un grito en el exterior de la tienda. Dimitri alza la cabeza y se vuelve hacia el ruido antes de levantarse y dirigirse a la entrada de la tienda.

Le sigo con la mirada.

—¿Qué ha sido eso?

—No lo sé —sale de la tienda y se vuelve a mirarme—. Quédate aquí.

No sé cuánto tiempo llevo en la tienda, aunque seguro que no tanto como querría Dimitri. Las voces, cada vez más fuertes, son imposibles de ignorar, así que me cubro los hombros con una manta y salgo. Veo a Dimitri y a Gareth plantados en medio de un montón de desperdicios, nuestras mochilas están otra vez abiertas y vacías en el suelo.

—¿Qué es esto? —giro sobre mí misma contemplándolo todo.

Brigid sale de su tienda frotándose los ojos.

—Te dije que te quedaras en la tienda —me dice Dimitri en tono tenso.

Me quedo mirándole fijamente.

—No siempre hago lo que me dicen, como ya habrás podido comprobar.

Él suspira.

—Solo trato de protegerte, Lia.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué sucede? —la voz de Brigid es una intrusión en mi muda guerra con Dimitri. Me vuelvo para mirarla.

Aún tiene puesto el camisón y un gesto de asombro en la cara mientras contempla la escena.

Al contestarle, trato de evitar que me tiemble la voz.

—Alguien o algo ha estado revolviendo en nuestras mochilas.

Gareth se pasea enfadado por el campamento. Finalmente, arroja algo hacia los árboles, desesperado.

—Me temo que es peor que eso. Esta vez han venido a por nuestra comida.

Brigid da un paso al frente.

—¿Nuestra comida? ¿Nos la han echado toda a perder?

—No exactamente —interviene Dimitri—. Creo que podremos recuperar una parte.

—Pero ¿quién podría hacer una cosa así? ¿Y cómo? —Brigid abre los ojos como platos a causa del miedo. De pronto me pregunto si no estará fingiendo.

—Es una buena pregunta —la miro entrecerrando los ojos—. ¿Tú quién crees que podría hacerlo? Aquí no hay nadie más que nosotros, y me imagino que si Dimitri y Gareth se ponen a buscar huellas por el campamento, no van a encontrar más que las nuestras, lo mismo que la última vez.

Su rostro palidece.

—¿No estarás insinuando que lo he hecho yo?

—Yo no insinúo nada. Solo constato los hechos.

—¿Por qué iba a hacer yo algo así?

Dudo un instante, pero insisto con terquedad.

—Dínoslo tú.

—Lia… —la voz de Dimitri es una advertencia, pero no le da tiempo a terminar.

Brigid cruza decidida el campamento para plantarse justo delante de mí.

—La respuesta es que no lo haría. Desde luego que no —el tono de su voz es suplicante—. Estaba durmiendo en mi tienda, como tú.

—Sí, pero Dimitri estaba conmigo. Y contigo, ¿quién estaba? —sé que es injusto lo que estoy diciendo.

—Bueno, nadie, claro, pero… —mira a Gareth y a Dimitri—. ¡Díganselo! ¡Saben que yo no haría una cosa así!

Gareth sostiene su mirada antes de volverse hacia mí.

—Mi señora, a mí me pareció oír algo en el bosque. Alguien caminando. Me alejé unos minutos. Cuando volví, Dimitri estaba con usted en la tienda y las cosas estaban como las está viendo ahora.

Me envuelvo aún más en la manta, sin querer abandonar mi teoría. No quiero admitir el miedo que corre por mis venas, la sensación cada vez más acuciante de que me sigue de cerca algo que no puedo controlar.

—¿Y qué tiene que ver eso con Brigid? —pregunto.

—Creo que ninguno de nosotros habría sido capaz de montar este desastre en tan poco tiempo sin alertar a Dimitri —responde Gareth—. La tienda no es lo suficientemente gruesa como para amortiguar el ruido de alguien que merodeara por el campamento.

Echo un vistazo a Brigid y siento vergüenza al ver el dolor y el enfado que hay en sus ojos. Sin embargo, soy incapaz de darme por vencida.

—Bueno, pues alguien o algo lo hizo.

Dimitri se agacha a recoger algo del suelo.

—Sí. Y hasta que descubramos de quién o de qué se trata parece que no tendremos paz.

Al día siguiente cabalgamos en silencio, prescindiendo de la camaradería a la que nos hemos ido acostumbrando.

La tensión colma el aire mientras salimos del bosque y yo respiro aliviada cuando aparecen ante nosotros las llanuras. Desde nuestro horroroso viaje a Altus, durante el cual nos persiguieron los perros y yo me vi obligada a renunciar al sueño casi durante tres días, no soy capaz de dormir bien cuando me rodea el sobrecogedor silencio de un bosque.

Pero hay que pagar un precio por la transparencia de los campos: nos pasamos el día vigilando las tierras de labranza para detectar si nos siguen o cualquier posible problema. Al recordar mi delirante carrera para escapar de la guardia en Chartres, sé que nada me salvará de ellos, excepto el cierre de la puerta.

Al caer la noche, buscamos un lugar donde resguardarnos. Acampamos en medio de una pequeña arboleda que linda con una llanura abierta. Trabajo con Brigid en un tenso silencio para preparar una cena sencilla, mientras Gareth y Dimitri se encargan de los caballos. Por fin, ella deja caer el cuchillo que está usando y lanza un intenso suspiro. Noto cómo me mira, pero no me vuelvo.

—Yo no lo hice, Lia. Te lo juro —no hay enfado en su voz, lo que hace que me avergüence, aunque no sabría decir por qué.

Cojo una barra de pan duro y la corto en rebanadas. Está claro que ha sido víctima de una de las incursiones nocturnas, así que la limpio mientras empiezo a hablar.

—¿Cómo estás tan segura? Las almas son muy astutas, ¿sabes?

—Lia —pone una mano sobre mi brazo y por fin levanto la vista para mirarla—, no fui yo.

—No digo que fueras tú. Tampoco que, en caso de que lo fueras, lo hicieses intencionadamente. Las almas… —incapaz de sostener su mirada, vuelvo a ocuparme de nuevo del pan—. Bueno, a Sonia la volvieron en contra de mí en una ocasión. Sonia, que era más que una hermana para mí, en muchos sentidos mucho más que Alice.

Brigid aparta la mano de mi brazo.

—Yo no soy Sonia. Ni Luisa ni Elena ni Alice.

Es la primera vez que percibo que está de verdad enfadada. Eso hace que me calme y que hable pausadamente.

—Lo sé. Y siento que el pasado se interponga en nuestra reciente amistad. De verdad que lo siento.

Ella inspira hondo y se vuelve del todo para ponerse frente a mí.

—No es culpa mía haber llegado cuando han sucedido ya tantas cosas con la profecía. Solo pido una oportunidad para demostrar lo que valgo, como la tuvieron antes las demás.

Un destello limpio y brillante ilumina sus ojos y, de repente, la creo.

Extiendo los brazos para abrazarla.

—Tienes razón, Brigid. Te lo mereces, además de una disculpa. Siento que mi pasado con la profecía y con las almas me haya convertido en una escéptica incluso en lo que a tu amistad respecta.

—No pasa nada. Solo dime que me crees.

—Te creo, sí —le digo convencida, guardándome las palabras que me rondan en la cabeza: «Pero si no has sido tú, entonces ¿quién ha sido? ¿Y qué pretende?».

Los perros están tan cerca que puedo olerlos. Recuerdo el extraño olor a piel mojada y a sudor ácido del viaje a Altus. Por eso sé que están tan cerca como lo estaban cuando nos alcanzaron en el río y llegó Dimitri para ponernos a salvo en la isla.

Pero esta vez no están ni Dimitri ni Edmund.

Cabalgo por la tundra helada del Vacío sin nada más que una capa sobre los hombros. Hasta mi mochila —y con ella mi arco— está ausente de este sueño.

El viaje a través del hielo parece eterno, como un sueño en el que se corre por un pasillo interminable. El ruido de los cascos de las cabalgaduras de las almas va in crescendo mientras corren tras los perros, dispuestas a rodearme y a confinarme en el Vacío para la eternidad.

Casi estoy dispuesta a caer, a ceder a la lenta tortura de mi destino, cuando comienza a soplar un viento fortísimo. El pelo me fustiga la cara, en el aire hay partículas de nieve y hielo que giran desenfrenadamente, impidiendo que vea nada más allá del cuello de mi caballo. Estoy absolutamente aterrorizada, pero también siento algo más.

Es una euforia que surge dentro de mí, estremeciéndome con su poder. La interminable extensión del Vacío está más allá de mi vista, pero al menos en ella reina el silencio. Ya no se oyen los gruñidos de los perros, tampoco el atronador ruido de los caballos de las almas. Ha quedado todo en silencio y por primera vez desde la muerte de mi padre estoy en paz.

Pero esa sensación apenas dura un instante. Solo uno, antes de que una voz se abra paso en mi mente nublada por el sueño.

Intento no escucharla, ignorarla. He trabajado mucho para conseguir este inusual momento de serenidad y me resisto a renunciar a él, incluso en mi sueño. Sin embargo, la voz es insistente. No me permite el lujo de la ignorancia. Unos instantes después se abre paso con palabras que hacen que abandone ese mundo.

—¡Lia! ¿Qué has hecho?