El señor O’Leary no trata de disuadir a su hija de que se venga con nosotros a Londres. Al parecer, también a Brigid la atormentan sueños en los que es perseguida por las almas, y cada vez se va haciendo más fina la frontera entre su existencia terrenal y los otros mundos. También ella ha llegado a la misma conclusión que todos nosotros: no recuperaremos nuestras vidas hasta que la puerta no quede cerrada para siempre.

Tras hacer los preparativos para el viaje de regreso a Londres, salimos de Loughcrew con provisiones frescas y una persona más. Brigid se acostumbra fácilmente a la rutina de levantarse, desmontar el campamento, cabalgar y dormir sobre el duro suelo con el único abrigo de las tiendas. No se queja y, aunque le agradezco su complaciente forma de ser, a menudo me descubro mirándola con disimulada sospecha. Recuerdo su rostro en el sueño sobre Avebury, su mano cogida a las de las otras llaves, formando un círculo con mi hermana. Lo recuerdo y no puedo evitar preguntarme si Brigid terminará convirtiéndose en mi enemiga, si el sueño no será un presagio de cosas que han de suceder.

La posibilidad de que me vaya a volver loca parece incluso más probable que antes. Trato de tranquilizarme, diciéndome que no es posible que todo el mundo sea mi enemigo. Ni siquiera a Sonia, por mucho que se haya resentido nuestra amistad, puedo considerarla mi enemiga.

«Es la profecía —pienso—. Las almas. Samael. Mi propia debilidad. Mi propia oscuridad».

Desde la noche que soñé con Avebury, mis sueños se han vuelto cada vez más intensos. He empezado a sentir claustrofobia en la oscuridad, que parece como si me presionara por todas partes, como si me encontrase ya en la tumba y tratase de apartar la tierra con las manos desnudas.

Como si ya no quedase esperanza.

Para Brigid fue un alivio poder quitarse la piedra. Yo la llevo colgada al cuello y guardada en la bolsa desde el día en que descubrí su poder. Esperaba que me proporcionase fuerzas adicionales ante la pérdida de poder de la piedra de víbora de tía Abigail, pero no es más que una pesada y fría piedra lo que llevo al cuello.

Me he acostumbrado a ir muy derecha, con una expresión de calma que impongo sobre el agotamiento y el miedo que me reconcomen por dentro. Sin embargo, una parte de mí es consciente de que mi artimaña no es más que cuestión de orgullo. Hasta cuando me finjo con fuerzas, es obvio que Dimitri conoce mi tormento. Es él quien acude corriendo a mi tienda al oír mis gritos. Es él quien me sostiene hasta que me vuelvo a sumir en un sueño intermitente.

Aun así, no me atrevo a permitirme un sueño profundo, por mucho que lo necesite, y mi mente permanece alerta incluso en la oscuridad de la noche.

Mi puñal y mi arco no me consuelan en esas oscuras horas, aunque siempre los tengo preparados. Cada vez estoy más segura de que una mañana me despertaré y encontraré la cinta de terciopelo negro del medallón atada a mi otra muñeca con el disco metálico con el Jorgumand acurrucado en la marca de mi piel.

Durante la tarde de nuestro cuarto día de viaje dejamos atrás los bosques y vamos a parar a un serpenteante camino que discurre entre tierras de labor y desemboca de cuando en cuando en algún bar aislado o en alguna posada. El aroma del té impregna el aire y al poco rato llegamos al pie de una colina y contemplamos Dublín y a lo lejos los muelles.

Me vuelvo hacia Dimitri.

—¿Nos volverá a acompañar Gareth en la travesía?

—Si todo va bien, sí —Dimitri espolea a su caballo hacia delante.

No pienso siquiera en la inseguridad de su tono de voz. Ambos hemos aprendido que puede suceder cualquier cosa cuando se trabaja a favor de la profecía. Intento olvidar mi miedo de que le haya pasado algo a Gareth, pero no respiro tranquila hasta que llegamos al puerto y le veo a lo lejos, plantado junto a un barco que me es familiar. Por primera vez desde hace días una sonrisa asoma con facilidad a mi boca.

—¡Gareth!

Mientras conducimos a los caballos hasta donde está Gareth en los muelles, la sonrisa de bienvenida se desvanece de su rostro. En su lugar aparece una auténtica preocupación.

—Mi señora…, ¿se encuentra bien? ¿Ha sucedido algo?

Yo me enderezo en mi silla de montar, avergonzada por su alusión a mi apariencia.

—Estoy cansada, eso es todo. Con este frío no resulta fácil dormir.

Él asiente despacio.

—Sí, mi señora. Está usted igual de encantadora que siempre. Cualquiera acabaría cansado después de un viaje así —pronuncia esas palabras con intención apaciguadora, aunque me percato de la mirada que lanza en dirección a Dimitri. Sé que más tarde discutirán acerca de mi salud, cuando no ande yo por ahí para ofenderme.

Hago lo posible para cambiar de tema y le informo brevemente de la presencia de Brigid.

—Estoy segura de que te acordarás de la señorita O’Leary. Nos acompañará el resto del camino —me doy cuenta de que ella no tiene ni idea del papel que Gareth desempeña en nuestro grupo, así que me vuelvo para explicárselo—. Gareth es un amigo de la infancia de Dimitri que nos ha sacado de más de un apuro. Nos escoltará durante la travesía.

Gareth asiente con la cabeza mirando a Brigid.

—Es un placer verla de nuevo. Pero perdóneme que le diga que parece usted más amigable que antes.

El rubor invade las mejillas de Brigid.

—Le pido disculpas por mi pasada grosería. Hubo cierta confusión en cuanto a nuestra capacidad de confianza mutua.

Le sonrío, agradecida por su discreción, y Gareth asiente, comprensivo.

—Estos tiempos son enormemente confusos —se vuelve hacia mí—. Y hablando de confusión, debo corregirla.

—¿A mí? ¿Por qué?

—Me han dado el visto bueno para que la escolte después de llegar a Inglaterra. Seré su guía hasta Londres —por su sonrisa, es evidente que está encantado con los acontecimientos.

—¿De verdad? —no espero que me responda—. ¡Es la mejor noticia que podías haberme dado!

Dimitri asiente.

—Estoy de acuerdo. No hay ningún guía o amigo en quien confiemos más. Y necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir.

Gareth nos hace señas para que desmontemos.

—Vamos. Acomódense en el barco mientras yo me ocupo de sus caballos.

Desmontamos y Gareth les hace gestos a dos hombres que están apoyados en un edificio cubierto de hollín, no muy lejos de donde estamos nosotros. Acuden sin prisas, se hacen cargo de las bridas y nos saludan a Brigid y a mí tocándose el sombrero antes de volver hacia la sucia pasarela.

—Hombres de pocas palabras, ¿eh? —dice Dimitri, riéndose entre dientes.

Gareth se dirige al borde del muelle y extiende su mano para agarrar la de Brigid.

—Los mejores en circunstancias como estas, ¿no cree?

—De eso no cabe duda —responde Dimitri, cogiéndome de la mano mientras subo al barco tras Brigid.

Momentos después, Gareth y Dimitri desamarran el barco del muelle. Yo contemplo el agua con recelo mientras nos alejamos de los pilotes, dejando atrás poco a poco el puerto y los ruidos que lo acompañan.

Brigid se asoma por la borda del barco y contempla el agua como si esperase encontrar algo oculto en las profundidades. Creo que debería protegerla, decirle que tenga cuidado, que permanezca dentro del barco y no meta jamás la mano en el agua.

Pero no lo hago. Me doy la vuelta y me acurruco aún más en el fondo del barco sin plantearme la razón de mi traicionero silencio.

Nada interrumpe la travesía marítima salvo el balanceo del barco y, de cuando en cuando, el reparto de comida y agua. Nuestros víveres han sido cuidadosamente racionados para que nos duren hasta que lleguemos a Londres y nos atenemos escrupulosamente a las raciones.

Me siento atrapada, como si las almas siguiesen cada uno de mis movimientos, a pesar de que no hay ninguna otra embarcación a la vista. Ni siquiera con el agradable balanceo del barco consigo conciliar fácilmente el sueño. Aprieto mi cuerpo contra el de Dimitri para combatir el frío nocturno, aunque no sabría decir si es calor físico o fuerza mental lo que ando buscando. Entro y salgo del estado de consciencia, casi esperando que alguna bestia monstruosa surja del agua y me arrastre por la borda. Creo que no lucharía contra el destino si este decidiese que mi vida había de terminar bajo las negras aguas.

A la mañana siguiente, cuando por fin aparece la costa inglesa ante nuestra vista, casi ni me doy cuenta de si recalamos o no. El barco, al menos, supone un aplazamiento de la carga que siento más pesada a cada minuto que pasa, según avanzamos en nuestro camino de regreso a Londres.

Apenas soy capaz de poner en orden mis propios pensamientos. ¿Cómo voy a transmitírselos a Sonia, a Luisa, a Elena y ahora también a Brigid? ¿Cómo voy a hacerlo estando tan deteriorada mi relación con Sonia y Luisa? ¿Cómo voy a conseguir que vayan todas a Avebury a realizar el ritual que ordena la profecía?

Y lo más imposible de todo, ¿cómo voy a poner a Alice de nuestro lado? Pero la profecía determina con claridad que la guardiana y la puerta deben trabajar unidas para cerrar la puerta para siempre.

Estas cuestiones pugnan por apoderarse de mi mente mientras Dimitri y Gareth conducen el barco más cerca de la orilla. Gareth lleva la nave a un embarcadero vacío y al rato desembarcamos con paso vacilante y subimos al muelle.

—¿Vamos a ir a caballo? —Brigid no le pregunta a nadie en particular.

Gareth escruta el puerto.

—Desde luego que sí.

Dimitri me coge de la mano y seguimos a Gareth y a Brigid por las maderas astilladas que hay sobre los pilotes hasta la calle que discurre paralela al agua.

—¡Ah, ahí están! —Gareth se dirige dando grandes zancadas hacia dos jóvenes. Cada uno de ellos conduce dos caballos.

Reconozco de inmediato a Sargento, aunque no me alegro como lo hacía antes al verlo. Noto ese placer por ver a mi caballo como entumecido y distante, y apenas puedo sonreír siquiera mientras le acaricio el cuello.

Gareth murmura algo en voz baja a los jóvenes, que le entregan las riendas y desaparecen en las populosas calles. A nuestro alrededor la gente va dando topetazos y empujones. De pronto me sobreviene un momento de pánico cuando intento observarlos a todos, buscando en sus cuellos la marca de la guardia.

—No pasa nada, Lia —Dimitri está a mi lado. Coge las riendas de Sargento de mis manos y le da una palmadita en el cuello al animal—. Súbete al caballo, yo me encargaré de abrirte paso entre la gente.

No sé cómo percibe mi pánico, pero mi corazón acelerado se calma un poco. Siento más alivio que vergüenza por el hecho de que su presencia me reconforte, así que me agarro a la silla y monto a lomos de Sargento. Estar por encima de la multitud enseguida me proporciona una sensación de seguridad. Tomo las riendas de manos de Dimitri e inspiro hondo, tratando de ahuyentar el momentáneo pánico que sentí hace unos instantes.

Brigid monta en su caballo, un corcel con pintas blancas, sin dificultad alguna y acto seguido nos alejamos del puerto. Según vamos dejando atrás los malos olores y la basura para internarnos en el campo abierto y en los lejanos bosques de la campiña, disminuye mi pánico.

Sin embargo, mi alivio solo es temporal, sé que es efímero. En apenas una semana habré vuelto a Londres y me rodeará gente desconocida: las llaves y mi hermana.