—Tu padre era mucho más inteligente de lo que pensaba, y eso que ya le tenía por un hombre muy capaz —Dimitri me mira por encima del vapor que sale de su taza de té.
Ha pasado menos de una hora desde que el señor O’Leary bajara su escopeta. Dimitri y yo hemos informado a los O’Leary de los detalles sobre la profecía, los otros mundos, las almas y las otras llaves. Esperaba ver a una Brigid incrédula, que rechazase cosas que pronunciadas en voz alta suenan tan fantásticas.
Pero no lo hace. Se queda sentada, arrobada, como si supiese desde el primer momento que todo es verdad.
La miro.
—Naciste en Inglaterra, como las demás, ¿no? ¿Cómo viniste a parar a Loughcrew, al lugar en el que se ocultaba la piedra?
No es Brigid quien contesta, sino su padre.
—Mi mujer murió durante el parto. Estábamos en Inglaterra para que su familia, que vivía en los alrededores de Newbury, pudiera asistirla durante el parto, pero no sirvió de nada.
Brigid se le acerca para darle una palmadita en la mano.
—Nos quedamos allí para que la familia de mi madre me cuidara, pero cuando cumplí los diez años apareció un visitante que lo cambió todo.
—Mi padre —pienso en sus numerosos viajes y me pregunto cuál de ellos me habrá facilitado el encontrar tantos años después a la última llave. Me pregunto qué estaría haciendo yo mientras él organizaba los acontecimientos que asegurarían mi posible futuro.
El señor O’Leary asiente.
—Supongo que sí. Al principio no quise aceptar el cargo de guarda en este lugar tan desolado, pero Thomas me prometió una buena casa donde poder criar a Brigid y una pensión para el resto de mis días. Parecía una oportunidad para empezar de cero y di gracias a Dios por ello pese al miedo que me daban las cosas que me contó.
—¿Y qué le contó? —pregunta Dimitri.
El señor O’Leary baja la vista hacia la estropeada mesa de té.
—Que la marca que lleva mi hija en la muñeca significa que algo malvado podría venir a buscarla, que nuestra única esperanza era desaparecer —levanta los ojos para mirarme—. Desaparecer y esperarla a usted.
Muevo la cabeza.
—¿Por qué no dijo nada? Pensábamos que eran…, es decir, nos preguntábamos si no estarían del otro lado.
El señor O’Leary suelta una risita.
—Nosotros pensábamos lo mismo de ustedes. Su padre no nos dijo su nombre. Pensaba que sería peligroso, no fuera alguien o algo a intentar… —se retuerce incómodo en la silla— obligarnos a revelar su identidad.
—¿Y cómo sabían que vendríamos? —pregunta Dimitri.
Brigid toma la palabra desde su asiento al lado de su padre.
—Nos dijo que una mujer con la marca en la muñeca vendría a buscar la piedra. Pero también nos dijo que vendrían otros a por ella. Y que se trataría de gente a quien debíamos temer —mira a Dimitri—. Lo que no mencionó fue que un caballero acompañaría a la mujer, y en estos años han venido unos cuantos «investigadores» algo cuestionables, a los que hemos apartado de la piedra a la espera de su eventual llegada. Aprendimos a ser precavidos y como no regresaban de su excursión a Oldcastle, bueno, pues dedujimos que habían encontrado algo que podía ayudarlos en la búsqueda de la piedra, especialmente por la coincidencia con el equinoccio.
Bajo la mirada hacia la marca de mi muñeca descubierta antes de mirar a Brigid.
—Y yo que he estado haciendo lo posible para que no vieras mi marca.
Brigid sonríe.
—Y yo también.
De pronto siento un estremecimiento al comprobar que ahora tenemos a la última llave y el ritual, que estamos dos pasos más cerca de terminar para siempre con la profecía.
Pero sin la piedra es una victoria agridulce.
Como si leyese en mi mente, Dimitri dice:
—¿Están seguros de que la piedra no está en el túmulo? Estuvimos allí esta mañana con Maeve McLoughlin durante el equinoccio. Está claro que la piedra debería encontrarse allí para ser iluminada una vez al año por el sol, pero me temo que no es así.
El señor O’Leary no parece sorprendido.
—Maeve es inofensiva, pero tiene la mala costumbre de atraer la atención sobre el túmulo cada primavera mientras espera el equinoccio. No podíamos arriesgarnos a que condujese hasta la piedra a la persona equivocada.
—Por eso —dice Brigid, metiendo la mano en el corpiño de su vestido—, llevo varios años custodiándola personalmente.
Sus dedos agarran una cadena de plata. Tira de ella hasta dejar a la vista una bolsa de satén negro que cuelga del extremo. Se quita la cadena del cuello, coge la bolsa y la abre. Al ponerla boca abajo, un pedrusco cae dentro de su mano.
Me esperaba algo hermoso. Algo que brillara y reluciese con fuerza. Pero no parece más que una simple piedra gris, eso sí, perfectamente ovalada.
—¿Están… estás segura de que es esta? —no pretendo ofender a los O’Leary, pero me resulta difícil creer que una piedra así, que se parece a cualquier otra que haya en los túmulos de Loughcrew, pueda tener el poder de ayudarnos a cerrar la puerta a Samael.
Brigid sonríe. Me doy cuenta de que, hasta ahora, las sonrisas que han tocado sus labios no han sido más que un reflejo del resplandor de esta.
—Confía en mí. Cuando la ilumina el sol, su brillo es tan intenso que deja a las demás rocas en ridículo. Así fue como la encontramos, como supimos que era la auténtica. Aunque ese no es el único motivo —me la ofrece—. Compruébalo tú misma.
Al ir a cogerla, no noto nada, salvo indiferencia, pero en cuanto mi mano se acerca a la piedra, me siento extrañamente atraída por ella. En el momento en que mi mano se cierra a su alrededor, noto su poder. No es tan fuerte como el que tenía en su momento la piedra de víbora de tía Abigail, pero noto el mismo palpitar, la misma energía bullendo bajo la suave y fría superficie de la roca.
Miro a Brigid sonriendo.
Ella asiente.
—Es muchísimo más poderosa y también está más caliente cuando la ilumina el sol. Yo… —agacha la cabeza, avergonzada—. Yo misma me quemé la mañana que la encontré. Era tan espléndida —mientras recuerda, su voz parece provenir de lejos—. No me podía resistir a cogerla, pero cuando lo hice, cuando por fin la sostuve en la palma de mi mano, su poder fue como una sacudida por todo mi cuerpo que me abrasó en ese mismo instante, antes de dejarla caer al suelo.
Vuelve la mano para mostrarnos una cicatriz blanca en su palma.
Yo cierro los dedos alrededor de la piedra.
—¿No… no corres ningún peligro llevándola encima?
Ella niega con la cabeza.
—Hace años que la llevo debajo de la ropa. Solo se calienta cuando le da el sol al amanecer, y eso únicamente mientras dura el equinoccio. ¿Por qué?
—Porque tenemos que llevarla a Londres —miro a Dimitri antes de volverme hacia Brigid, inspirando hondo—. Y tú tienes que venir con nosotros.
Por primera vez desde la loca carrera hasta Chartres, viajo por el bosque sin la compañía de Dimitri.
Voy a caballo, galopo entre los árboles con la guardia pisándome los talones. Sé que el bosque está en Inglaterra, pese a que es de noche y está tan oscuro que apenas distingo siquiera el cuello de Sargento.
La guardia se encuentra aún a cierta distancia detrás de mí, pero ya oigo el ruido de los cascos de sus caballos a pesar de que hago lo posible por ampliar la distancia que nos separa. Las ramas bajas de los árboles me fustigan la cara y se me enredan en el pelo, agarrándome como dedos ávidos que buscan atraparme y entregarme a la guardia de Samael. Agachándome aún más sobre el cuello de Sargento, lo espoleo con desesperada insistencia, hundiendo mis talones en sus flancos mientras susurro palabras de ánimo en su oído.
No habrá una segunda oportunidad.
Estoy empezando a pensar que no hay esperanza, pues la negrura es interminable y los caballos que me siguen se acercan por momentos. Entonces salgo de entre los árboles y emerjo en un claro. Intuyo que ante mí se extienden los campos, aunque es el fuego que se ve a lo lejos lo que me llama la atención, como si fuera un faro.
Sus llamas lamen el cielo, la única luz entre la gris desolación de los campos ondulantes. Sé sin lugar a dudas que ese es mi destino. Me dirijo a él con premura justo cuando la guardia se precipita en el claro, saliendo de entre los árboles a mi espalda.
Cuanto más me acerco al fuego, más sombras surgen a su alrededor, primero formando un pequeño anillo muy cerca de las llamas y luego un círculo más grande más allá del primero. Cuando al fin me aproximo al primer círculo, lo entiendo.
Avebury. Estoy en Avebury.
Enormes piedras se levantan como guardianes alrededor del fuego. Mientras las atravieso, sé que me encuentro en el vientre de la serpiente. A modo de respuesta ante mi descubrimiento, el fuego ruge con más fuerza. Parece alcanzar el cielo mientras el viento arrastra un zumbido insistente por los campos hasta dentro de mi cabeza.
Las telas se inflan alrededor del más pequeño de los círculos de sombras. Casi estoy a su altura, el zumbido aumenta cada vez más y entonces comprendo lo que son.
Las figuras se apartan a medida que me aproximo. Sargento se abre paso hacia el centro de su ardiente círculo antes de tener yo siquiera ocasión de instruirle en otro sentido. El pánico aprieta sus garras alrededor de mi garganta mientras el círculo se cierra de nuevo, atrapándome en su interior. Quienes me rodean continúan con sus cánticos.
Sin embargo, no tengo tiempo de detenerme en su extraña ceremonia.
El ruido de los cascos de los caballos de la guardia es como el estallido de un rayo en el suelo cuando forman otro anillo detrás de las figuras que me rodean.
No me doy cuenta de que el cielo está iluminado hasta que las figuras con túnicas que tengo delante agarran con sus manos las capuchas que mantienen sus rostros en sombras. Cuando la primera se aparta la capucha, me quedo atónita y casi sin aliento al ver los oscuros ojos de Elena mirándome. Las demás continúan en una rápida sucesión: Brigid, Luisa y, finalmente, Sonia, con sus fríos ojos azules abrasando los míos con una furia candente.
Eso me hace gritar en voz alta. Sin embargo, no me prepara para lo que me espera a continuación. Aún hay una figura más que todavía no ha revelado su identidad. Una figura cuyo rostro permanece envuelto en el misterio.
Esa figura se lleva con delicadeza las manos a la tela que envuelve con suavidad su rostro. Apenas soporto mirarla mientras aparta el tejido de su delicada cara. Pero tampoco puedo dejar de observarla cuando el fuego y el cielo, cada vez más brillantes, iluminan sus rasgos.
Es Alice. Alice está con las llaves mientras que yo permanezco apartada, rodeada no solo por la odiosa guardia, sino por muchas personas con las que he trabajado para terminar con la profecía.
Pero eso no es todo.
Sonia levanta los brazos y coge a Alice con la mano derecha y a Brigid con la izquierda. Las demás hacen lo mismo, juntan las manos y forman de nuevo el círculo. Sus marcas son claramente visibles al sol del amanecer, y eso me demuestra cuán equivocada estaba. Alice coge a Sonia de la mano y me llama la atención sobre su muñeca.
No es la muñeca tersa e inmaculada de mi hermana.
No.
Lleva impresa la marca. Y no una marca cualquiera, sino la mía.
Incluso a la etérea luz de la mañana distingo la serpiente retorciéndose, enroscada alrededor de la C que lleva en el centro.
Me dejo caer del lomo de Sargento casi sin pensarlo. Camino tambaleante hacia el fuego y me levanto la manga buscando desesperadamente la marca que siempre he odiado, pero que ahora deseo ver allí más que cualquier otra cosa, aunque sea tan solo para demostrarme que sigo siendo yo misma.
Pero ya no está. Mis ojos tan solo ven la piel sin marca alguna.
Unos instantes más tarde, el sol avanza un milímetro más en el cielo. Cuando lo hace, veo una piedra encima de un trípode de madera sobre el fuego. Es la misma piedra plana y gris que me enseñó Brigid.
Entonces, un rayo de sol la toca con sus delicados dedos.
La piedra emite un agudo sonido metálico y un zumbido que parece sintonizar con el de las figuras con túnicas que me rodean y que aún siguen cantando. La vibración de la piedra provoca una sacudida en mi cuerpo y caigo al suelo, retorciéndome de dolor mientras todo se inclina precariamente a un lado. Los cascos de los caballos de la guardia parecen galopar dentro de mi mente. No obstante, no es eso lo que hace que se me hiele el corazón de terror, sino la desagradable certeza que tengo cuando por fin consigo encajar todas las piezas.
La marca en la muñeca de mi hermana. Su sonrisa cuando se percata de que lo he comprendido.
Alice ocupa mi lugar en medio del círculo y yo me he apoderado del suyo. Esta vez no soy la salvadora de las hermanas.
Soy su enemiga.
Me siento en la cama con un grito atrapado en la garganta y con el corazón latiéndome tan aprisa y tan fuerte que hasta me cuesta respirar. No sé lo que significa el sueño. La verdad es que no. Pero sí sé por qué lo he tenido incluso antes de llevarme la mano al pecho.
El calor de la piedra de víbora, aun debilitada, siempre me ha acompañado desde que desperté en Altus muchos meses atrás. Ahora la agarro para tratar de extraer de ella alguna pizca de calor.
Pero está fría.
El poder de tía Abigail ya no es más que un recuerdo. Las almas lo saben. Samael y su guardia lo saben.
Y ahora vendrán de verdad a por mí.