Tras poner en orden mis pensamientos, me vuelvo hacia Maeve, que continúa mirando embelesada el lugar donde ha desaparecido el último punto de luz. Debe de sentir mi mirada, pues se vuelve hacia mí con unos ojos mucho más serenos de lo que los he visto hasta ese momento.
—Gracias —pronuncio las palabras en un susurro. Deseo decirle que reconozco la magia del momento, aunque no nos traiga las respuestas que buscábamos.
Su rostro se ilumina con una sonrisa.
—No me debería dar las gracias aún. Todavía tengo que enseñarles lo que han venido a buscar.
Pienso que irá a descifrar las marcas de la piedra, pero, en lugar de eso, tira de mí hacia un lado y se agacha para mirar algo muy cerca del suelo.
—Lo ve, no se trata de la misma piedra, aunque me pregunto si no dirá lo mismo usando signos desaparecidos hace mucho tiempo.
Le hace señas a Dimitri para que se acerque con la antorcha. Él se inclina, sosteniendo la llama muy cerca de la pared.
Yo no veo nada fuera de lo normal. Tan solo un saliente plano con una hendidura en el centro debajo de una gran pieza de roca que llega hasta el techo del túmulo.
—Espera… —Dimitri lleva la mano libre a la pared y la limpia un poco, levantando motas de polvo bajo la luz de la antorcha. Cuando vuelve a hablar, lo hace con un deje de sorpresa—. Aquí hay algo.
Me acerco a mirar, preguntándome si no estará volviéndose chiflado, pues yo no veo ni una sola marca. Pero entonces Dimitri mueve un poco la mano hasta que la luz capta una hendidura en la pared y empiezo a verlo.
Lo toco con el dobladillo de la blusa y limpio con más cuidado la pared del túmulo alrededor del sitio donde acabo de descubrir una especie de marca. Enseguida me doy cuenta de que Dimitri tiene razón.
Sí que hay algo allí.
—Sostén la antorcha —Dimitri me la entrega y yo llevo la llama hacia la pared, mientras él se inclina hacia delante.
Durante un buen rato no dice nada. Empiezo a preguntarme si no nos habremos precipitado, si tal vez las marcas no tienen nada que ver con la piedra.
Pero cuando se vuelve a mirarme, sé que sí tienen que ver con ella.
—Es la profecía. Está grabada aquí en latín.
—Se lo dije —Maeve está radiante.
—¿Eso es todo? —me inclino hacia delante para mirarlo, a pesar de lo mal que se me da el latín—. ¿No dice nada de la piedra? ¿Está escondida aquí?
Dimitri recorre con los dedos las letras grabadas en la pared.
—No exactamente.
—¿No exactamente? —no puedo disimular mi impaciencia.
—Aquí está el texto de la página que encontraste en la biblioteca de tu padre y el de la página que encontraste en Chartres —hace una pausa y su voz se vuelve más grave debido a la concentración—. Y luego dice más o menos en latín: «Con la primera luz de Nos Galon-Mai libera a los prisioneros de los caídos con el poder de esta piedra y las palabras de su ritual».
Muevo la cabeza.
—Espera un minuto… ¿Las palabras de su ritual? ¿Quieres decir que se refiere al ritual de los caídos? ¿Y dice en qué consiste ese ritual?
Se inclina aún más sobre la pared y frunce el ceño.
—Es… es posible. Dice algo sobre… vamos a ver… un círculo arrojado por los ángeles caídos y… no sé qué sobre convocar el poder de las hermanas para cerrar la puerta del guardián con el fin de mantener el mundo a salvo de la bestia de… los tiempos —se vuelve hacia mí con los ojos brillantes, su tono de voz refleja un nerviosismo que trata de evitar para que no le traicione—. Resulta difícil hacer una traducción exacta ahora mismo. La pared está sucia, las palabras fueron grabadas hace mucho tiempo, pero sí que parece una especie de conjuro.
—¿Un conjuro? ¿Es un hechizo? ¿Puede que lo usaran para cerrar la puerta en Avebury?
Dimitri asiente despacio, veo cómo trabaja su cabeza.
—Eso parece. Supongo que también podría llamarse ritual a un hechizo. Y dice: «… con el poder de esta piedra», lo cual podría significar que la piedra estaba aquí, escondida junto a las palabras del ritual.
—Pero no lo estaba. O, al menos, no lo está ahora —digo, observando alrededor—. A no ser que… —miro a Maeve—. ¿Se ha llevado usted algo, Maeve? ¿Había aquí algo antes que ya no esté?
Un destello de ira pasa por sus ojos.
—¡Yo no me he llevado nada! Yo solo vengo a mirar —vuelve la cabeza y mira con insistencia la pared del túmulo. Cuando vuelve a hablar, apenas lo hace en un murmullo—. Se lo llevaron los otros. Yo solo miro. Lo único que hago es mirar.
Lo que dice mueve algún cabo suelto en mi cabeza y tiendo la mano hacia el rectángulo que está justo debajo de las palabras grabadas del ritual. La hendidura de la roca es suave y redondeada. Levanto la vista y los ojos de Dimitri encuentran los míos en la oscuridad de la cueva.
Me vuelvo hacia Maeve.
—Lo siento, Maeve. Ahora lo entiendo. Usted solo mira. Fueron los otros los que se lo llevaron. Los otros se lo llevaron, ¿no es cierto?
Ella apenas me mira un instante. Después aparta una vez más la vista, pero con eso me basta.
Me vuelvo hacia Dimitri.
—Vámonos.
Acabamos de meter los caballos en el establo y nos disponemos a ir hacia la casa cuando Dimitri me agarra por el brazo.
—No estamos del todo seguros de que ellos formen parte de la guardia.
—Sí, pero eso no significa que no trabajen a su favor, y no significa tampoco que no sean peligrosos por sí mismos.
Dimitri asiente con la cabeza.
—De algún modo están implicados, eso es seguro. Desde que llegamos han hecho cuanto han podido para que no encontráramos el túmulo.
—O la piedra. Además, hacen demasiadas preguntas, muestran demasiado interés por nuestras idas y venidas.
—¿Cómo te encuentras? —noto vacilación en su pregunta y sé que no lo pregunta por gusto.
Levanto la mirada hacia él, mientras la clara luz de la mañana se filtra por el establo. Me ofende que me crea débil y, al mismo tiempo, le agradezco que se dé cuenta de cómo menguan mis fuerzas.
—Estoy… luchando. Luchando por mantenerme fuerte.
Sus ojos muestran ternura.
—Siempre luchas, Lia. Eso es incuestionable. Lo que quiero saber es cómo estás de fuerte ahora mismo. En este momento —sus ojos se clavan con más intensidad en los míos—. Y tienes que ser sincera.
Trago saliva, aparto la mirada y tomo aire antes de contestar.
—No me siento tan fuerte como quisiera. La piedra de víbora casi se ha enfriado del todo. Mi poder… —me vuelvo para mirarle, deseando que, a pesar de mis dudas, vea convicción en mí—. Bueno, indudablemente se ha debilitado algo en estos tres meses, desde que aumentó con toda la fuerza de la autoridad de tía Abigail. Pero aún me siento más que capaz de luchar, si es eso lo que te preocupa.
—No sé a lo que nos enfrentamos, Lia. Quisiera… —se pasa una mano por la cara y deja escapar un suspiro de decepción—. Quisiera poder ponerte a salvo en algún lugar, pero me temo que no hay ninguno más seguro que estar a mi lado.
Yo levanto la barbilla.
—No me iría a ninguna parte. Mi sitio está aquí, haciendo lo que debo para dar fin a la profecía.
Una sonrisa de admiración asoma a sus labios.
—¿Y?
Me pongo de puntillas, le rodeo el cuello con los brazos y echo la cabeza atrás para mirarle a los ojos.
—Y contigo. Mi lugar está a tu lado.
Uno de sus brazos se desliza por mi cintura y acerca aún más mi cuerpo al suyo.
—De modo que te quedas.
Su boca, que busca la mía, es suave y tierna. Nuestro beso dura solo un instante, pero cuando nos separamos me siento más fuerte y, mientras nos encaminamos hacia la casa, me digo a mí misma que juntos podremos con todo. Me digo que no importa que el señor O’Leary y Brigid trabajen a favor de las almas, la guardia o el mismísimo Samael.
Luego me digo que estoy convencida de ello, a pesar de que una voz en lo más recóndito de mi mente me está llamando embustera.
Creo estar preparada para todo, pero, al entrar en el salón y encontrarme de cara con la escopeta, me doy cuenta de que no es así.
—¡Adelante, adelante! —el señor O’Leary está sentado en el salón, en su sillón, y sostiene el arma como quien está acostumbrado a ello—. Me parece que tenemos que hablar sobre algo.
Detrás del sillón se encuentra Brigid, sus ojos oscuros e indescifrables a la luz del fuego.
Dimitri me coge de la mano, tira de mí hacia él y se pone delante para escudar mi cuerpo con el suyo.
—No creo que sea necesaria la escopeta, señor O’Leary. Estoy seguro de que podemos ser muy razonables.
Él suelta una sarcástica carcajada.
—Ya he tenido ocasión de comprobar lo que los de su clase consideran razonable. No creo que esté de acuerdo con su definición.
No puedo ver la expresión de Dimitri, aunque percibo su confusión.
—No estoy seguro de lo que quiere decir con lo de «mi clase», pero sí que creo que usted tiene algo que necesitamos.
El señor O’Leary entrecierra los ojos para mirar a Dimitri.
—Estoy seguro de que no tengo nada que le pertenezca.
Dimitri asiente despacio.
—Desde luego que no es mío. Pero tampoco es suyo, ¿verdad? Y le prometo que nuestro propósito es mucho más noble que aquel para el que usted trabaja.
—¿Cómo se atreve? —interviene Brigid con mirada iracunda—. ¿Nos cree tan tontos como para que nos traguemos sus mentiras? ¿Cree que vamos a dejar en sus manos el oscuro destino que le espera al mundo?
La confusión en los ojos de Dimitri es patente en el silencio que sigue, mientras yo trato de orientarme entre las turbias aguas de mis pensamientos. Veo a Brigid examinándome con su mirada demasiado curiosa, con sus muchas preguntas, con sus singulares conocimientos.
Abandono mi posición detrás de Dimitri y trato de imprimir calma a mi voz.
—Aunque no lo crean, les prometo que estamos de su parte.
Dimitri se vuelve para mirarme con expresión sobresaltada y confusa.
—Lia, ¿qué estás haciendo?
Me dirijo hacia Brigid tratando de no mirar la escopeta que apunta en mi dirección.
—La cogió usted, ¿verdad? ¿Se llevó usted la piedra del túmulo?
Dicho sea en su honor, ni siquiera parpadea al ver cómo me aproximo. En cambio, su padre se pone tenso cuando me acerco a ellos.
—Ya va siendo hora de que se aparte de mi hija, va siendo hora de que se marchen de esta casa.
—Lo siento, señor O’Leary, pero no puedo hacerlo —tengo que tragarme el miedo que me atenaza la garganta para poder soltar esas palabras.
Dimitri da un paso hacia nosotros.
—Lia, yo…
El sonido de la escopeta siendo amartillada hace que Dimitri vuelva a retroceder.
—No está sola, Brigid.
Me subo la manga izquierda de la blusa lo bastante como para dejar al descubierto la marca. Sus ojos se posan en mi muñeca y veo cómo sube y baja su pecho al acelerarse su respiración ante la vista de mi marca.
Extiendo la mano hacia su brazo.
—¿Puedo?
Ella asiente, aunque su padre exclama:
—No lo haga. ¡Quítele las manos de encima a mi hija!
Pero no puedo hacerlo. Oigo a lo lejos la voz de Philip: «Me han dicho que la chica ya no vive en el pueblo. Al parecer, su madre murió durante el parto y su padre se la llevó de allí unos años más tarde».
Espero oír el rugido de la escopeta, pero es la voz de Brigid, mucho más calmada de lo que la he oído desde que estamos en Loughcrew, la que rompe la tensión.
—Es ella, papá. Tal como dijo Thomas.
Trato de evitar la impresión que siento al oír el nombre de mi padre y la cojo de la mano. Ahora comprendo por qué sus vestidos y sus mangas son tan largos, pues cuando le levanto la manga para dejar al descubierto la suave piel de su muñeca izquierda, me encuentro con la marca.
La marca de Sonia. La marca de Luisa. La marca de Elena.
La marca de la última llave.
—Me lo imaginaba —noto la piel caliente de Brigid bajo mis dedos y recorro con el pulgar el familiar símbolo. El Jorgumand. La serpiente que se muerde la cola. El círculo.
Tras girar mi propia muñeca, coloco mi brazo sobre el suyo, alineando nuestras marcas. Nuestros ojos se miran un instante antes de que los suyos miren a su padre, detrás de mí. Su gesto afirmativo es apenas perceptible, pero parece que es cuanto necesita el señor O’Leary.
Pone la escopeta a un lado y hace una larga pausa antes de hablar.
—Después de todo, sí que parece que tenemos un montón de cosas de las que hablar, y no mucho tiempo para hacerlo.