Vamos a un pequeño restaurante en las afueras del pueblo, donde pedimos comida para nosotros y para Maeve. Parece necesitarla. Permanecemos sentados en silencio mientras ella, concentrada en sí misma, se toma dos cuencos de sopa caliente. Tan solo después de que nos traigan una tetera con té recién hecho, se decide a hablar.
—No estoy loca —tiene una mirada limpia y no puedo evitar preguntarme si el señor O’Leary no distorsionaría intencionadamente ante nosotros la capacidad intelectual de Maeve para apartarnos de ella.
Dimitri no responde de inmediato a su afirmación, sino que señala con la cabeza el cuenco vacío que tiene delante.
—¿No le apetece más sopa?
Maeve baja la vista hacia el cuenco como si se lo estuviese pensando. Después dice que no con la cabeza.
—Aunque sienta bien tener el estómago lleno —buscando su mirada, hace un gesto con la cabeza—. Gracias.
Dimitri asiente a su vez, sonriendo.
—De nada.
Continuamos en silencio un momento hasta que me atrevo a hacer la pregunta que no se me va de la cabeza, por grosera que parezca.
—¿Por qué dicen que está loca? Si no lo está, quiero decir.
Me tranquiliza comprobar que no parece ofendida.
—Porque me paso los días y las noches paseando a todas horas. Porque me encantan los túmulos. Y porque… —se va apagando y baja la vista hacia su capa sucia y sus pantalones rasgados, no muy distintos de los míos, aunque sí algo más desgastados—. Bueno, porque no visto como una auténtica dama, supongo.
Sonrío, pues parece haber cierta afinidad entre nosotras.
—Entiendo muy bien lo que quiere decir.
La sonrisa que me devuelve no es del todo franca, pero creo percibir cierta camaradería en sus ojos.
—¿Por qué entra en la zona de los túmulos si el señor O’Leary le dice que no lo haga? —pregunto, suavizando el tono de voz antes de continuar, pues no quiero que piense que la estoy acusando o amenazando—. Podría hacerle daño.
Ella arruga la cara con un gesto de desagrado.
—¡Bah! El viejo Fergus no sería capaz de disparar —frunce el ceño mientras reflexiona—. Al menos, eso espero.
—De todos modos —dice Dimitri—, ¿es tan importante como para correr ese riesgo?
Maeve envuelve la taza de té que tiene delante con una mano sorprendentemente pequeña.
—Más que importante, es especial —murmura.
—¿El qué es especial? —intervengo con cautela, pues no quiero asustarla presionándola más de lo necesario—. ¿Los túmulos?
Asiente como para sí misma.
—Los túmulos lo son, claro, pero no solo eso —lo dice con suavidad, con una extraña cadencia que hace que parezca repetitivo lo que dice, aunque no lo sea. Entiendo por qué la gente ignorante del pueblo le ha puesto la etiqueta de loca, pero no creo que sea un juicio adecuado—. Es ese túmulo el que es especial.
Dimitri busca mi mirada. Sé que los dos estamos pensando en el túmulo que no aparece en el mapa del señor O’Leary.
Me vuelvo a mirarla otra vez.
—¿Y por qué, Maeve? ¿Por qué es tan especial?
Se pone a manosear la cucharilla curva que descansa sobre la mesa al lado de su taza. Es difícil no presionarla. Presiento que nos encontramos cerca de algo, algo que servirá para poner cierto orden, pero temo que si me entusiasmo demasiado podríamos no alcanzar la posible respuesta.
Por fin vuelve a hablar, aunque sin apartar los ojos de la cucharilla.
—No puedo hablar de ello. De verdad que no.
—¿Por qué? —la sondea Dimitri con amabilidad—. ¿Es un secreto?
Una carcajada corta e irónica escapa de su boca. Algunas personas de las mesas colindantes se vuelven a mirar con ojos entornados y desconfiados.
—Es una especie de secreto, sí.
Tomo una profunda bocanada de aire.
—¿Nos lo puede contar?
El aire se me queda atascado en la garganta cuando levanta la vista para mirarme, entrecerrando los ojos. Hay demasiada lucidez en ese gesto.
—¿Por qué no se lo preguntan a Fergus O’Leary?
Dimitri no aparta sus ojos de ella.
—Se lo estamos preguntando a usted.
Sus ojos se posan en mi muñeca antes de fijarse en mi rostro de nuevo.
—Ya vinieron antes otros a investigarlo —algo más tenebroso que el miedo se filtra en su expresión—. ¿Es usted uno de ellos?
No sé a qué se refiere. No exactamente. Ni siquiera sé si piensa con claridad. Sin embargo, sí sé lo que estoy viendo. Sé que tiene miedo de los que han venido antes que nosotros.
Niego con la cabeza.
—No. No soy uno de ellos.
Se reclina en su asiento y nos examina a Dimitri y a mí antes de hablar.
—Tendremos que ir de noche. He estado esperando, pero aún no ha sucedido. Será cualquier día de estos.
—¡Hace un frío que pela! Dígame otra vez por qué tenemos que esperar a que sea de noche.
La insistencia de Maeve para que esperáramos en el interior del túmulo hasta la mañana resultaba fascinante al principio, pero después de horas agazapados en la oscuridad del fondo de la cueva, con una sola antorcha para calentarnos, he perdido el entusiasmo.
—Se trata del amanecer. No es algo exacto. Y si se lo pierden, tendrán que esperar otro año.
—¿Y hace esto siempre, sentarse dentro del túmulo y esperar a que salga el sol? —el escepticismo es evidente en la pregunta de Dimitri.
Maeve sacude la cabeza. El pelo negro enmarañado que le cae sobre los hombros concede cierto crédito a su apariencia de loca.
—Solo en marzo.
—¿Solo en marzo? —pregunto, enarcando las cejas—. ¿Por qué?
Ella suspira y me habla como si fuese una niña pequeña.
—Porque es cuando sucede. ¡Por Dios, no para usted de hacer preguntas! Si espera, verá a lo que me refiero.
Estoy dispuesta a quedarme en silencio solo un momento.
—Perdóneme, pero…
—¡Señor! —lanza las manos al aire—. ¿Y ahora qué pasa?
Yo enderezo la espalda, tratando de conservar mi dignidad, a pesar de que está empezando a volverme loca la impaciencia.
—Solo me estaba preguntando cómo puede estar segura de que ese… suceso… o lo que sea ocurrirá con la salida del sol.
Maeve se apoya sobre la fría roca del túmulo.
—Aunque nada puede afirmarse con certeza, estoy todo lo segura que se puede estar.
—Sí —dice Dimitri. Su voz oculta sus dudas, a pesar de sentirse inclinado a incitar a la ira a Maeve—. Pero ¿por qué? ¿Por qué está tan segura?
Maeve permanece con los ojos cerrados mientras habla.
—Porque hoy es veintidós de marzo, y no sucedió ni ayer ni antes de ayer, así que tendrá que suceder hoy o mañana.
Arrastro el dedo, distraída, por el suelo.
—¿Y siempre sucede esos días?
Cada vez resulta más difícil no enloquecer mientras damos vueltas al suceso del cual Maeve está tan segura, pero que parece más absurdo cuanto más tiempo llevamos sentados, muertos de frío, en el túmulo.
—Bueno, no exactamente. Hace dos años sucedió el decimonoveno día del mes, pero no es lo normal. Ahora vengo antes, por si acaso.
—Ya veo. Hábleme otra vez de los otros. Los que vinieron antes que nosotros —tenía miedo de preguntar, pero al parecer tenemos tiempo de sobra, así que podemos pasarlo averiguando todo cuanto podamos.
Maeve despega la cabeza de la pared de piedra del túmulo. Sus ojos, rebosantes de fuego y misterio, buscan los míos a la débil luz de la antorcha.
—No me apetece hablar de ellos.
Asiento con un suspiro.
—Está bien, Maeve.
Volvemos a quedarnos en silencio y me arrimo más a Dimitri, tratando de absorber algo del calor de su cuerpo. Un rato después, su respiración se calma y apenas unos instantes más tarde el sueño se apodera también de mí.
—¡Despierten! ¡Está ocurriendo!
Me despierta una brusca sacudida y abro los ojos para encontrarme con la sucia cara de Maeve justo delante de la mía. No tengo que preguntar a qué se refiere. Aun medio dormida, estaba preparada, tenía la mente alerta, a la espera del evento por el que Maeve nos ha traído aquí.
Dimitri se pone en pie al instante y me tiende una mano para ayudarme a levantarme.
—¿Dónde? —le pregunta a Maeve, mirando alrededor mientras tira de mí.
—¡Ahí mismo! ¡Ahí mismo! —es incapaz de contener su excitación. Yo echo una ojeada por la cueva, preguntándome qué me estaré perdiendo—. ¡Vamos! Por aquí.
Maeve tira de mí hacia un lado, girando mi cuerpo, y me quedo frente al fondo de la cueva y de la pared de piedra que parte del suelo.
—Ya verán —lo dice apenas con un suspiro y sé que está a punto de ocurrir lo que está esperando.
Comienza con el sol, mientras Dimitri está a mi espalda. Ambos nos encontramos a un lado del estrecho corredor que atraviesa la cueva hasta el lugar en el que estamos ahora. El túmulo, antes a oscuras salvo por la mínima iluminación de la antorcha, comienza a iluminarse ligeramente con el amanecer.
La salida del sol, que se levanta en algún lugar del cielo fuera del túmulo, derrama sus rayos por la cueva. Un rectángulo de luz dorada comienza a hacerse visible en la esquina de la pared más alejada de la entrada. Aunque parece poca cosa, no puedo comprender cómo la luz, cuyo foco está a una distancia de millones de millas, puede abrirse paso por los recovecos de la cueva para iluminar la pared del fondo.
Y eso no es todo.
Mientras miramos, la luz se desplaza de izquierda a derecha. Crece por momentos mientras trepa por el fondo del túmulo. Cuando alcanza el centro, toda la pared de piedra parece arder, dejando a la vista sus complicados grabados en todo su sagrado y misterioso esplendor. Resulta imposible imaginar cómo la gente que construyó los túmulos hace miles de años fue capaz de idearlo. El hecho de que se diseñara todo para realzar la piedra del fondo una única vez al año es un gran misterio. Sin embargo, instantes después acuden a mi mente unas palabras, igual que las nieblas de Altus: «Equinoccio de primavera».
El túmulo está diseñado de ese modo para que el sol ilumine la piedra del fondo solo durante el equinoccio de primavera.
Ahora lo percibo todo con más plenitud. Dimitri sigue detrás de mí, nuestros cuerpos se tocan lo justo para que pueda percibir el ritmo acelerado de su respiración mientras contempla la trayectoria del sol por los grabados de la pared. Percibo el suelo del túmulo, frío y duro, centenario, bajo mis botas, al igual que el olor metálico y a moho de la piedra del interior de la cueva y la tierra que la cobija.
La luz tarda unos cuantos minutos en hacer su recorrido desde el centro de la piedra hasta la derecha. Se reduce según va avanzando. Nos quedamos quietos, sin movernos y sin hablar, contemplando el camino que traza la luz por la piedra, hasta que de nuevo se oscurece el túmulo, reduciéndose más aún el rectángulo de luz hasta que toma el tamaño de la cabeza de un alfiler, brillante como una estrella, momentos antes de su definitiva desaparición.
Durante un rato no nos movemos. Cuando por fin levanto la vista, giro la cabeza para mirar a Dimitri, que está detrás, y sus ojos se topan con los míos. En ellos encuentro los vínculos de nuestra historia compartida, la historia de nuestro pueblo y, sí, el futuro que ambos nos imaginamos juntos. Su sonrisa es una promesa y de algún modo tengo la certeza de que a partir de este momento también nos unen el tiempo y el espacio.