—Fue el mapa lo que me llevó a pensarlo —me cuenta Dimitri mientras vamos camino de Oldcastle al día siguiente.

—¿Cuál de ellos?

Me muero de curiosidad después de haber pasado otra extraña velada con Brigid y el señor O’Leary.

—Los dos —Dimitri conduce a Blackjack a la derecha para bajar por un estrecho camino que conduce a un grupo de edificios a lo lejos—. Comparándolos, para ser más exactos.

Me muerdo el labio inferior, tratando de descifrar el significado de sus palabras.

—¿No son iguales?

Asiente con la cabeza.

—Son casi iguales, salvo por una pequeña diferencia.

—¿De qué se trata?

—El mapa que compramos en Londres tiene un túmulo más. Uno grande que no aparece en el que nos dio el señor O’Leary.

Sin prisas por llegar a Oldcastle, entramos en el pueblo con los caballos al trote. El suave ruido de sus cascos sobre el suelo de la calle resultaría relajante de no ser por la desazón que empieza a echar raíces en mi cabeza.

Me vuelvo hacia Dimitri.

—¿Es alguno de los que exploramos sin el señor O’Leary?

Dimitri niega con la cabeza.

—Utilicé su mapa el primer día, asumiendo que estaría más al día, puesto que él afirma que anota cada nuevo descubrimiento. Los comparé al día siguiente.

—¿Por qué no me comentaste nada? —no puedo evitar enojarme por que Dimitri me ocultara el descubrimiento.

—Pensé que quizás no era más que un error, pero ayer, cuando vimos a aquella mujer cerca del túmulo…

—Maeve.

—Maeve —asiente—. Bueno, estaba en el túmulo que no aparece en el mapa del señor O’Leary. Para no tratarse más que de una pequeña infracción, su reacción fue algo excesiva, ¿no te parece?

Ya lo veo más claro y empiezo a tener esperanzas de que por fin se nos presente una oportunidad.

—¿Y qué tiene que ver eso con la biblioteca de Oldcastle?

Un caballero mayor viene hacia nosotros montado a caballo y acompañado de un joven. Dimitri les saluda con la cabeza y les mira pasar atentamente. Aguarda a dejarlos bien atrás antes de proseguir.

—Puede que nada. Pero espero que en los archivos haya alguna información sobre ese túmulo que no aparece en el mapa del señor O’Leary. No dejo de pensar que nos oculta algo y pienso averiguar de qué se trata.

Aunque siempre he pensado que cualquier colección de libros, hasta la que cubre las paredes de mi propia casa, es una biblioteca, es difícil considerar el archivo de Oldcastle como tal. De hecho, creemos habernos confundido de edificio cuando nuestra pregunta tropieza con la vacía mirada de un viejo empleado. Solo cuando Dimitri dice: «Nos gustaría ver los documentos, por favor», nos conduce a una sala al fondo del edificio.

Por el camino pasamos delante de algunos hombres de aspecto tosco en la antesala, uno con una cabra amarrada a una cuerda. Todos parecen esperar algo, aunque ninguno nos sigue mientras nos llevan hasta los documentos. Agacho la cabeza al pasar, preguntándome si se darán cuenta de que soy una mujer con el pelo recogido dentro del sombrero, como me he acostumbrado a llevarlo cuando monto a caballo. Nos dejan, sin más explicaciones, en una sala abarrotada de libros y con toda clase de papeles sueltos. No parece haber mucho orden, pero tras una cuidadosa inspección nos atrevemos a distinguir tres categorías distintas: certificados de nacimientos, defunciones y matrimonios, pleitos legales y registros de propiedades.

Comenzamos con estos últimos. Los dividimos en dos, Dimitri trabaja con un montón y yo con el otro. Los registros se remontan a unos cien años atrás, más o menos, y en ellos buscamos menciones a los terrenos de Loughcrew. Los alrededores de Oldcastle casi no están explotados, así que aún está comenzando la tarde cuando ya hemos terminado con ambos montones.

—Seguramente, no tiene ningún sentido mirar los certificados de matrimonio —dice Dimitri, reclinándose en su silla para estirarse—. Vayamos derechos a los pleitos legales, ¿de acuerdo?

Las horas que pasamos estudiando pequeñas letras manuscritas, en buena parte ilegibles, se cobran su tributo. Yo me resisto a la necesidad de bostezar.

—Pero ¿por qué íbamos a encontrar información sobre el misterioso túmulo en los pleitos legales?

Dimitri endereza la silla sin un chirrido siquiera sobre el suelo de madera.

—Quizás hubiera algún pleito por los terrenos o algún permiso para estudiarlos o algo así. Es una de las pocas opciones que nos quedan. Creo que deberíamos eliminar esa posibilidad antes de recurrir a una investigación a fondo del despacho del señor O’Leary, ¿no crees?

—Supongo —contesto con un suspiro—. Trae —señalo con un gesto un montón de papeles a la derecha de Dimitri—. Dame la mitad.

No digo lo que estoy pensando: que una investigación a fondo de la biblioteca del señor O’Leary suena cada vez más prometedora. Pero, a pesar de que estoy segura de que él y Brigid ocultan algo, preferiría evitar un enfrentamiento hasta que sepamos más. Si trabajan a favor de las almas, como estoy empezando a pensar, sería preferible que encontrásemos lo que necesitamos para regresar de inmediato a Londres.

Los pleitos legales son mucho más difíciles de entender que los registros de propiedad. Mientras que los registros estaban redactados a menudo por hombres con cierta educación, los pleitos legales están escritos con letra apretada y tan llenos de faltas de ortografía que a veces soy incapaz de descifrar siquiera las palabras. Sin embargo, de lo que logro entender deduzco que hay bastantes disputas en las cercanías de Oldcastle que tienen que ver con ganado robado, hurtos en los pequeños escaparates que llenan las calles del pueblo, riñas de borrachos en los bares y deudas sin pagar.

Pero ni una mención de Loughcrew. Para cuando Dimitri y yo terminamos con nuestros respectivos montones, el viejo caballero que nos condujo a los archivos ya ha intentado cerrar en dos ocasiones porque se hace de noche.

El gesto de desilusión es evidente en el rostro de Dimitri. Yo trato de parecer animada, disimulando mi propia consternación.

—Bueno, yo sigo pensando que el esfuerzo ha merecido la pena.

—No puedo decir que esté de acuerdo —murmura él, extendiendo su brazo hacia mí—. Aunque sí que te debo una comida decente después de haberte obligado a pasar la tarde aburriéndote de este modo. Deberíamos ver si hay una taberna donde podamos comer algo.

Sé que oculta su propio malestar por consideración hacia mí y le aprieto el brazo mientras salimos a la calle, frente al edificio del archivo.

—Veamos… —Dimitri inspecciona la calle, tratando de determinar cuál será el mejor sitio para tomar algo mientras comenzamos a recorrer la pequeña calle donde están las tiendas y bares de Oldcastle.

Él mira a la derecha y yo a la izquierda, tratando de participar en la búsqueda, cuando veo a una persona que desaparece por una esquina más adelante. La figura no habría llamado mi atención de no haber sido por un pequeño detalle: la capa amarilla que ondea al aire, deslizándose por la esquina como una estela. Resalta como un rayo de sol entre las ropas marrones y grises de la gente del pueblo. Sin pensármelo, retiro mi brazo del de Dimitri.

Y echo a correr.

El suelo está resbaladizo, pero ni siquiera me molesto en disminuir la velocidad de mis pasos. Los primeros brotes de desesperación se han apoderado de mi conciencia. La profecía no nos concede un margen ilimitado de tiempo. La piedra de víbora está cada día más fría, y mi hermana es cada día más poderosa. Con que haya una mínima posibilidad de que Maeve sepa lo que necesitamos, ya merece la pena aprovechar la ocasión.

—¡Espere! ¡Deténgase! ¡Usted, la de la capa! —grito, mientras corro haciendo señas con las manos entre la multitud cuando me es posible y empujando cuando hace falta.

No debe de ser nada raro ver a una persona persiguiendo a otra por las calles de Oldcastle, pues nadie me presta atención, salvo un peón que me grita al pasar:

—¡A ver si tenemos un poco más de educación!

Al tratar de frenar agarrándome a un edificio mientras doy la vuelta a una esquina, no paro de rezar y de desear no perder de vista a la mujer llamada Maeve. Intento mantener el equilibrio y siento un gran alivio al ver su capa balanceándose más adelante, entre la multitud.

—¡Maeve McLoughlin! —grito, alzando la voz lo más que puedo sobre la gente—. ¡Espere! ¡No quiero hacerle daño!

Al oír su nombre, se da la vuelta. Consigo atisbar un instante su rostro sucio y unos ojos asustados. Mientras corro, me llegan retazos de conversaciones: «La loca de Maeve… Ya sabes cómo es… ¡Esos McLoughlin!».

Luego oigo la voz de Dimitri a mi espalda:

—¡Lia! ¿Qué estás haciendo?

Corro más deprisa. No tengo tiempo para contestar las preguntas que Dimitri querrá hacerme si me alcanza. Tendrá que esperar hasta que haya alcanzado a Maeve McLoughlin.

La distancia que nos separa se acorta al llegar ella a un polvoriento cruce que hay más adelante, así que obligo a mis piernas a moverse más deprisa, a pesar de que me arden los pulmones por el esfuerzo de correr tanto y tan deprisa. Cuando ella llega a la siguiente calle, apenas nos separan unos cuantos pies. Yo me lanzo para agarrar la capa amarilla justo en el momento en que ella pone un pie en la calzada.

Nos caemos las dos. El sombrero sale volando de mi cabeza y caen sobre mis hombros las matas de rizos, mientras nos golpeamos con el suelo. Tiro de la mujer un par de pies hacia atrás, justo antes de que un carruaje pase peligrosamente cerca.

Con respiración acelerada la ayudo a incorporarse. Dimitri aparece detrás de mí.

—En nombre de las hermanas, ¿se puede saber qué estás…? —se calla de pronto, cuando al colocarse a mi lado se percata de que tengo agarrado el brazo de Maeve para tratar de evitar que vuelva a huir.

Ella no habla. Por lo menos, no al principio. Tan solo me mira a los ojos. Los suyos están aterrorizados y llenos de interrogantes mudos que sospecho que lleva muchos, muchos años guardándose.

—Por favor, no eche a correr —le pido con un tono de voz lo más suave y amable posible, pese a que aún sigo tratando de recuperar el aliento—. No vamos a hacerle daño. Solo queremos hacerle algunas preguntas. ¿La puedo soltar ya? ¿Hablará con nosotros?

Se queda mirándome fijamente a los ojos durante un largo instante. La gente pulula a nuestro alrededor y pasa junto a nosotras mientras sigue a lo suyo.

Por fin, Maeve baja la vista hacia mi muñeca y hacia el retazo de la marca visible por el hueco que ha dejado la manga de mi blusa, ligeramente descolocada. Estoy a punto de bajármela para esconderla de su vista, pero entonces me topo con su mirada y percibo comprensión en ella. Justo después asiente con la cabeza y pronuncia las únicas palabras que necesito oír:

—La ayudaré.