—Qué brazalete más bonito —dice Brigid cuando voy a coger mi copa de vino—. Sencillo, pero llamativo.

Bajo los ojos hacia el medallón y me estiro un poco la manga para taparme más el brazo. Hasta ahora siempre me he preocupado de ocultarlo, lo mismo que la marca de la otra muñeca.

—Gracias —trato de decirlo con tono desdeñoso, aburrido—. En realidad, no es más que una cinta.

—Una cinta —se sirve unas patatas y me pregunto si son imaginaciones mías o si lo dice en tono forzado—. Qué accesorio más interesante.

—Sí, bueno, siempre me han traído sin cuidado las joyas —me sirvo un poco de la fuente que tengo delante, una especie de repollo frito con carne, e intento cambiar de tema—. ¡Mmm! ¡Qué bueno está esto!

La mirada de Brigid se endurece.

—Gracias. Es un plato irlandés. Me alegro de que le guste.

—¿Qué tal se les ha dado el día en los túmulos? —pregunta el señor O’Leary. Su indiferencia suena fingida, forzada.

—Precisamente —dice Dimitri, bebiendo un sorbo de vino—, nos preguntábamos si no le importaría acompañarnos mañana. Tenía usted razón: Loughcrew es muy grande. Nos vendría bien algo de ayuda para orientarnos. Solo le necesitaremos un día. Después nos las arreglaremos nosotros solos.

El señor O’Leary mira fijamente a Dimitri.

—¿No encuentran lo que andan buscando?

La sospecha se enciende en los ojos de Dimitri.

—No estamos buscando nada en particular, pero nos gustaría tener una visión de conjunto del lugar para presentar nuestro informe y resulta difícil decidir qué es importante y qué no, pues todo se parece mucho. Imagino que a un hombre como usted, con sus conocimientos sobre los túmulos, le resultará mucho más fácil.

Se trata de un descarado intento de adulación por parte de Dimitri. Me sorprende un poco que el señor O’Leary asienta, aunque es más que posible que solo quiera inspeccionar nuestras actividades.

—Será un placer para mí mostrarles mañana los túmulos. Es un lugar muy grande y como mejor se explora es a pleno día. Saldremos en cuanto amanezca.

El cielo, de un color naranja suave y rosa pálido, se abre sobre nosotros mientras cruzamos los campos a caballo. El señor O’Leary, a lomos de un viejo caballo capón de color gris, encabeza la marcha. A mí me gustaría que Dimitri y yo estuviésemos lo bastante capacitados como para explorar solos los túmulos; de hecho, ya sabemos más que ayer. Brigid nos ha hecho un almuerzo completo. El señor O’Leary ha preparado tres antorchas y lleva un duplicado del mapa que le dio a Dimitri, que incluye algunos lugares enmarcados en un círculo. Al menos veremos bien, comeremos bien y tendremos alguna idea de adónde vamos.

Comenzamos por el mismo túmulo grande con el que empezamos ayer. Dimitri protesta, pero el señor O’Leary levanta la mano para hacerle callar.

—¿Entraron a la galería por la parte delantera? —todavía a caballo, nos conduce al lado opuesto de la entrada.

—Bueno… sí —Dimitri frunce el ceño, pasmado—. ¿Por dónde íbamos a entrar si no?

El señor O’Leary detiene su caballo en la parte trasera del túmulo y salta al suelo.

—Esa es la entrada más lógica, pero aquí hay otra —nos mira mientras nosotros seguimos encima de nuestras monturas—. ¿Vienen?

Tras desmontar, Dimitri y yo atamos nuestros caballos al lado del suyo. Cuando levantamos la vista, él ya se encuentra a mitad de camino en dirección a lo alto del túmulo cubierto de hierba.

—Señor O’Leary —me protejo los ojos del sol poniéndome la mano como visera—, ¿qué está haciendo?

Él suspira y baja la vista para mirarme con hastío.

—A todos nos vendría bien ahorrarnos las preguntas. Ustedes me pidieron que fuese su guía, así que hagan el favor de seguirme —dice, gesticulando en dirección a la colina, como invitándonos a subirla.

Dimitri es el primero en poner un pie en la pendiente de rocas y hierba. Tras recobrar el equilibrio, me tiende una mano para ofrecerme ayuda, pero yo ya me encuentro casi a su altura. Él sonríe y la admiración que hay en sus ojos me inunda de un secreto placer.

Mientras continuamos subiendo por el túmulo, trato de mantener el paso de ambos hombres. No está demasiado empinado, pero las piedras, el barro y el desigual crecimiento de las hierbas hacen que la subida sea traicionera, de modo que piso con cuidado. El primero en llegar a la cima es el señor O’Leary, que se queda parado, mirando fijamente al suelo, como si hubiese algo fascinante a sus pies. Cuando Dimitri y yo le alcanzamos, entendemos el porqué.

Me cuesta unos instantes ver el enorme agujero del túmulo. Aún mirando abajo, pregunto:

—¿Qué es?

—Pues está claro, un agujero grande —el señor O’Leary parece aburrido, como si fuese lo más normal del mundo estar en la cima de una antigua cueva con un gigantesco agujero en la parte más alta.

—Ya lo veo —trato de disimular mi impaciencia—. Pero ¿cómo es que está aquí?

Él mueve la cabeza.

—Es una vergüenza. Uno de los primeros caballeros que descubrieron el lugar desmontó la parte de arriba de este túmulo. Decía que buscaba un enterramiento.

—¿Y lo encontró? —pregunta Dimitri.

El señor O’Leary niega con la cabeza.

—No. Y, además, ya no volvieron a poner las piedras en su sitio. Si bajamos a la cueva desde aquí, verán una parte de ella que es inaccesible cuando se entra por delante.

Echo un vistazo al interior.

—¿Y qué pasa con el túmulo? ¿No estropearemos nada?

—Cuando entro en los túmulos, no hay nadie más cuidadoso que yo. Pisaremos con cuidado, echaremos un vistazo y saldremos sin tocar nada. Mientras bajan ustedes, yo sujetaré las antorchas aquí arriba. En cuanto lleguen al suelo, se las tiraré.

La roca cae en picado hasta el suelo de la cueva. Yo no confío demasiado en mi habilidad para saltar sin lastimarme. Y, encima, hay que saltar sin las antorchas y con el señor O’Leary mirando desde arriba. La paranoia se apodera de mí y mi imaginación da vueltas y más vueltas hasta que me convenzo de que el señor O’Leary planea abandonarnos dentro del túmulo, para después poner encima la tierra y las piedras que había originariamente.

Todos estos pensamientos se arremolinan en mi cabeza, aunque sé que no voy a poner voz a mis miedos.

—Yo iré primero —no miro a Dimitri mientras lo digo.

Estoy a punto de bajar por el borde de piedra cuando trata de detenerme.

—¿Qué haces? Deja que yo vaya delante, así podré cogerte.

—No pasa nada —replico, con la mirada aún fija en las rocas mientras empiezo a descender—. Ya casi estoy a mitad de camino.

—¡Ten cuidado! —la preocupación en su tono de voz es evidente y sonrío mientras bajo el último par de pies hasta el suelo de la cueva. No puedo evitar alegrarme, sobre todo porque tenía miedo. La voz de mi padre resuena en mis oídos, tan clara como si estuviera aquí a mi lado: «Nunca debemos ser prisioneros del miedo, Lia. Recuérdalo».

Dimitri comienza a bajar. Enseguida está a mi lado y hace que el descenso que yo tenía por peligroso y lento parezca de lo más simple. Mi nerviosismo por las intenciones del señor O’Leary desaparece en cuanto tira las antorchas y queda claro que tiene intención de reunirse con nosotros dentro del túmulo. Esperamos a que emprenda el descenso. No tarda mucho más que Dimitri y me admiran su rapidez y agilidad cuando salta al suelo como un hombre la mitad de joven que él.

—Vamos.

Nos entrega una antorcha a cada uno y le seguimos dentro de la cueva. Explorar con el señor O’Leary no tiene nada que ver con nuestra excursión sin rumbo de ayer. Mientras andamos, sostiene la antorcha ante las paredes, iluminando los numerosos grabados y símbolos y proporcionándonos variadas teorías acerca de su significado. A lo largo del camino nos enteramos de que algunas personas creen que las marcas son parte de un calendario, mientras que otras piensan que tienen que ver con la salida del sol. Nadie lo sabe a ciencia cierta, y mi alma queda muda y en calma en señal de respeto por este lugar sagrado.

Es interesante escuchar las explicaciones del señor O’Leary mientras andamos por la cueva, pero cuando vemos el agujero en el techo que marca el lugar del que partimos seguimos sin haber encontrado nada que nos ayude en nuestra búsqueda. Desde luego, no nos gustaría encontrar la piedra en presencia del señor O’Leary, pero yo me siento defraudada porque tampoco esta excursión tan minuciosa por el pasado nos ha llevado a hacer nuevos descubrimientos sobre la profecía y la piedra.

El resto del día es igual de tranquilo. El señor O’Leary nos lleva a otro gran túmulo y a tres más pequeños, pero no encontramos ninguna pista sobre la piedra por ningún sitio. Hay marcas en forma de espiral por todas partes, pero nada indica la presencia de una piedra sagrada.

Permanecemos callados mientras damos una vuelta por el último túmulo pequeño. Me pregunto qué será lo siguiente que hagamos, pues ya hemos decidido volver hoy a la casa y ni me imagino por dónde continuaremos mañana. Evidentemente, pasear de cueva en cueva no nos servirá de nada.

Dimitri echa un último vistazo al mapa antes de ponerse el abrigo. De repente se para y mira muy concentrado los campos.

—¿Qué es eso?

Sigo su mirada. Es la misma mancha amarilla que vi ayer, solo que esta vez puedo comprobar que se trata de una mujer, cuya capa amarilla ondea bajo la brisa, cerca del más grande de los túmulos.

—Por Dios —murmura el señor O’Leary—, mira que se lo dije, que se mantuviese alejada de los túmulos.

—¿Qué está haciendo? —me apresuro a colocarme al lado del señor O’Leary y le pongo una mano en el brazo que sostiene el rifle que acaba de sacar de su alforja.

Él frunce el ceño como si no comprendiese por qué me preocupa que empuñe un rifle y que apunte a una mujer.

—Es la loca de Maeve McLoughlin. Se pasa todas las horas del día y de la noche merodeando por ahí, a pesar de que le he dicho que esto es una propiedad privada.

—No creo que sea necesario el rifle —Dimitri levanta la vista hacia él—. Bájelo, ¿quiere?

El señor O’Leary pone mala cara al sopesar el tono de seriedad de Dimitri.

Cuando vuelvo la vista en dirección a la figura, me alivia ver que la mujer llamada Maeve ha desaparecido. Por lo menos, hemos entretenido lo bastante al señor O’Leary como para permitir que se ponga a salvo.

Al seguir mi mirada, él nota su ausencia y regresa a su caballo fastidiado. Guarda el rifle en su bolsa sin parar de rezongar.

—No pensaba dispararle. Solo asustarla. Después de todo, es mi trabajo.

Montamos en nuestros caballos y regresamos a la casa. Por supuesto, le damos las gracias al señor O’Leary por haber hecho de guía. Mientras conducimos a los caballos al pequeño establo de detrás de la casa, Dimitri plantea una pregunta, no dirigida a mí, sino al señor O’Leary.

—¿Hay algún pueblo cerca con biblioteca?

Le miro sorprendida, preguntándome en qué estará pensando.

El señor O’Leary lleva su caballo a uno de los compartimentos del establo sin mirar a Dimitri.

—Oldcastle tiene una pequeña colección de libros, la mayoría sobre historia local y esas cosas. No es lo bastante grande como para llamarla biblioteca, pero supongo que es lo más parecido que puede encontrar a un día de distancia a caballo —se da la vuelta para salir del establo y, mientras, observa a Dimitri con una curiosidad apenas disimulada—. Pero aquí mismo tenemos una buena colección con material sobre los túmulos, si es eso lo que busca.

Dimitri conduce a Blackjack al establo que ocupa desde que llegamos a Loughcrew.

—Se trata más bien de la historia local. Si no le importa indicarnos el camino, tal vez Lia y yo podamos ir mañana a Oldcastle. Además —me mira sonriente—, imagino que a Lia le gustaría hacer algunas compras.

Me callo mis protestas, pues sé que únicamente trata de encontrar una excusa para hacer una excursión al pueblo sin levantar sospechas en el señor O’Leary. Sin embargo, no puedo dejar de enfadarme.

Me obligo a sonreír.

—Pues sí. Hay un par de cosas que quisiera comprar antes de nuestro viaje de regreso.

El señor O’Leary asiente despacio.

—¿Y cuándo será eso? Me refiero a su viaje.

Dimitri me coge de la mano y me la aprieta como si quisiera transmitirme un mensaje secreto.

—Imagino que dentro de poco.