Esa noche, el señor O’Leary y Brigid nos bombardean a preguntas durante la cena. Yo me aferro a la empuñadura de mi daga a través de la tela del bolso mientras nos preguntan sin cesar sobre los túmulos, a pesar de haber afirmado Dimitri anteriormente que no habíamos hecho nada más que explorar a caballo. Solo después del postre parece que el señor O’Leary acepta la explicación sobre lo que hemos hecho en el día de hoy y no sabría decir si veo alivio o decepción en sus ojos.

Estoy deseando levantarme de la mesa y siento alivio cuando Dimitri y yo podemos darle al señor O’Leary las buenas noches sin parecer groseros. Subimos juntos las escaleras y nos detenemos a la entrada de mi cuarto para darnos un apresurado aunque apasionado beso de buenas noches antes de que Dimitri se dirija a su habitación al fondo del pasillo.

Es un alivio poder quitarme los pantalones de montar y la camisa. Son más cómodos que los vestidos y las enaguas, pero es una delicia notar cómo se desliza por mi piel desnuda el camisón.

Tras meterme en la cama, estiro las mantas de lana hasta la barbilla, agradeciendo el fuego de la chimenea. Me pregunto si será tarea de Brigid, pues no he visto a nadie más ayudando en la casa, aparte de la mujer que viene a cocinar. Ni me molesto en comprobar cómo está la piedra de víbora. Estos últimos días he abandonado la costumbre de controlar su calor. Resulta cada vez más difícil negar que está disminuyendo su fuerza. Sin embargo, me permito olvidarme de ello un instante y me deslizo en el abismo del sueño.

Estoy segura de que me encuentro en el interior de una de las cuevas de Loughcrew, aunque no hay nada que indique que se trate de uno de los túmulos. Lo sé con esa inexplicable certeza con la que se saben las cosas en los sueños.

Al principio estoy sola, atravieso el interior frío y húmedo con la única luz de una antorcha que me guía. Busco algo o a alguien, no lo sé. Apenas es un pensamiento. Continúo avanzando, examinando las paredes y suelos de roca mientras me adentro más y más en la caverna.

Primero escucho el susurro. No es el extraño murmullo que solía oír antes de despertarme cuando Alice recitaba sus hechizos en la habitación oscura, sino una simple conversación susurrada. A cada paso que doy se oye con más claridad. Cuando doy la vuelta a una de las esquinas de la cueva, las veo.

Las muchachas caminan juntas, cogidas de la mano. Son casi idénticas, incluso de espaldas. De pronto, una de ellas me resulta familiar.

Me viene a la cabeza la imagen fugaz de la niña de Nueva York que me entregó el medallón la primera vez.

La veo en el camino que conduce a Birchwood, entregándomelo de nuevo, chorreando agua, unos momentos después de haberlo arrojado yo al río.

Por último, la veo en un sueño, mientras su angelical rostro se metamorfoseaba en el de Alice justo antes de que me marchase a Altus.

He llegado a la conclusión de que la niña de mi sueño es Alice, a pesar de su pelo dorado, que contrasta con el pelo castaño de mi hermana.

La niña de la derecha tiene exactamente la misma estatura, pero su rizos son de color caoba. Se vuelve para mirarme y sus ojos se topan con los míos. Incluso a la débil luz de la antorcha puedo ver que son verdes como los míos. Quitando su pelo castaño, es idéntica a la niña que ha desempeñado un papel tan importante en mis momentos más tenebrosos con la profecía, pero su rostro es, de algún modo, más dulce e inocente.

—¿Vendrás con nosotras? —lo dice con voz trémula y con un miedo evidente en su rostro pequeño y delicado.

Asiento con la cabeza, aunque el corazón me late más aprisa. Sé que la otra niña es la de mis pesadillas y no me entusiasma la idea de adentrarme más con ella en la cueva.

Un segundo más tarde, la otra niña se da la vuelta. Sonríe enigmáticamente.

—Sí, ven con nosotras, Lia. Os lo enseñaré a las dos —su voz tiene ese misterioso acento que recuerdo, una voz infantil, pero, de algún modo, falsamente ingenua.

No me da tiempo a preguntarle a qué se refiere, pues vuelve a darse la vuelta y tira de la mano de la otra niña. Yo las sigo. Noto cómo el aire se hace más húmedo mientras me llega un aroma metálico transportado por una húmeda corriente.

—Ya casi estamos —dice la niña Alice sin detenerse ni darse la vuelta.

La otra, a la que lleva a rastras, estira el cuello para mirarme. El terror que hay en sus ojos hace que el corazón me pese como una losa. Da un traspié y se vuelve al frente para enderezarse. Da unos cuantos pasos más. Después se detiene bruscamente. Comprendo la razón al oír el débil sonido del agua más allá. Se trata de un goteo constante y rápido sobre la piedra de la cueva.

La pequeña Alice no deja de caminar. Se limita a tirar más fuerte de la mano de la otra niña.

—Vamos, no tengas miedo. Solo es agua.

Yo no quiero seguirlas. En dos ocasiones he estado a punto de encontrar la muerte en el agua. Solo a mi hermana la temo más que al agua.

No obstante, sigo caminando y observo cómo la aterrorizada niña se ve obligada a adentrarse cada vez más en la cueva. Su miedo no me permitirá marcharme, ni siquiera en mi sueño.

De pronto, la oscuridad inunda la cueva. Ya no veo a las niñas, pues mi antorcha no ilumina más allá de un par de pies delante de mí. Más allá todo es negrura hasta que torcemos por otra esquina y de pronto se abre un espacio delante de nosotras.

Parece una sala amplia debido al techo que se alza más allá de nuestro campo de visión. Pero no lo es. De hecho, es más bien pequeña, iluminada por un inquietante resplandor rojo que deja a la vista un estanque a pocos pasos de distancia de nosotras. Gotas de agua caen de algún lugar por encima de nuestras cabezas, rebotando por las paredes de la cueva hasta llegar al estanque. Tienen un largo recorrido por delante, pues la superficie del agua no llega hasta el borde donde estamos. No. Ese borde desciende por una profunda extensión de piedra que va a dar al agua, negra como boca de lobo, allá abajo, a lo lejos.

Ni siquiera tengo que pensar en alejarme. Mi cuerpo se estremece de miedo y tengo que obligarme a sujetar bien la antorcha. Lo que realmente quiero hacer es agarrarme a las paredes de la cueva y salir del sueño lo antes posible.

Pero estoy como clavada allí. No puedo marcharme porque está a punto de suceder algo.

Y estoy aquí para verlo. En un sueño así es lo único que puedo hacer.

—Acércate más, Lia —dice la Alice de mi sueño—. Quiero verte.

Quisiera negarme a hacerlo, pero los ojos de la otra niña me suplican, como si mi proximidad pudiese salvarla de algún modo, cuando ya sé que no puedo hacerlo. No podré.

No obstante, debo intentarlo. Avanzo un poco para tenderle una mano a la aterrorizada niña, para apartarla del abismo de agua que se extiende bajo ella.

Pero no tengo ocasión de hacerlo. Apenas me encuentro a unas pulgadas de ella con mi brazo extendido hacia su pequeño y tembloroso cuerpo cuando Alice la suelta. Por un instante me alegro, pensando que le está ofreciendo la libertad.

Entonces, la Alice de mi sueño da un paso hacia ella y extiende las manos. La empuja con tanta suavidad, con tanta elegancia que me cuesta un poco darme cuenta de que la niña del pelo castaño ha caído por el precipicio.

Me adelanto tambaleante, olvidándome de mi propio miedo. Cuando llego al borde, aún sigue cayendo. No se oyen gritos ni ningún sonido mientras cae. Tan solo el ligero aleteo de sus miembros. En su rostro hay una sobrecogedora calma. Pero no es solo su rostro, pues se convierte en el mío mientras cae.

El señor O’Leary nos da un nuevo mapa después de dictaminar que el de Dimitri está completamente anticuado. Al parecer, las obligaciones del señor O’Leary incluyen poner al día el mapa con los nuevos descubrimientos y dárselo a los que vienen a estudiar el lugar. Así lo ha hecho a lo largo de todos estos años, cuando exploradores y estudiosos venían a visitar los túmulos, y aunque no parece contento de ayudarnos, está claro que se siente obligado a proporcionarnos la versión más reciente. No estamos seguros de si debemos aceptar su ayuda, pero parece que lo más sensato es utilizar todo lo que tengamos a nuestra disposición.

Tras haber discutido el asunto durante un rato, comenzamos por uno de los túmulos más grandes. Yo creo que la piedra podría estar escondida en un lugar más pequeño con el objeto de evitar que la descubra cualquier explorador, pero Dimitri es de la opinión de que estará en uno de los lugares más significativos de Loughcrew y, probablemente, eso signifique que estará en una de las cuevas más grandes. Al final me dejo convencer por esa teoría. Sea como fuere, tendremos que buscar en todas hasta que encontremos la piedra o hasta que eliminemos los túmulos como potenciales escondrijos.

Nos acercamos a caballo al túmulo más grande, situado un poco a la izquierda del primer grupo. Sigue siendo desconcertante ver aflorar en el paisaje los túmulos cubiertos de césped, formando extrañas alineaciones entre las ondulantes colinas. Parece imposible que un lugar así pueda ocultar una intrincada y laberíntica cueva, pero cuando Dimitri y yo amarramos a los caballos y nos adentramos en el frío interior, comprobamos que es así.

El hecho de que no sepamos exactamente qué es lo que buscamos al mismo tiempo dificulta y acelera nuestros progresos, pues aunque empezamos despacio, comprobando cualquier cosa que pueda parecer fuera de lo normal, nuestros pasos se aceleran al adentrarnos en la primera cueva. Hay que tener demasiadas cosas en cuenta, pero cuanto más andamos, sorteando cuidadosamente las rocas que bloquean el camino y agachándonos a veces porque el techo es bajo, muchas cosas empiezan a tener el mismo aspecto.

Las paredes rocosas de la cueva, a veces reforzadas con largas piedras colocadas delante de ellas, están cubiertas con extraños grabados: espirales, agujeros practicados en la roca, zigzags, en fin, buena parte del interior presenta elaboradas marcas. No puedo evitar preguntarme qué significará todo aquello. Al mismo tiempo, rezo para que la localización de la piedra no se oculte en alguno de esos ilustrados enigmas de las paredes de la cueva. Ni siquiera domino bien el latín. Estaríamos perdidos si tuviese que descifrar esos antiguos grabados.

—Aquí termina el camino —Dimitri se detiene delante de mí y casi tropiezo con él—. Deberíamos volver.

Suspiro, no sé si aliviada o desalentada.

—De acuerdo.

—No te des por vencida, Lia. Este es solo el primero. Quedan muchos más por explorar.

—Claro —no puedo disimular mi tono quejumbroso mientras regreso sobre mis pasos por la cueva, en dirección a la entrada—. ¿Y si todos son exactamente igual que este? ¿Cómo encontraremos el sentido de todo esto?

—No lo sé —el eco de su voz rebota en las paredes del túmulo—. Ya se nos ocurrirá algo.

Su respuesta no sirve para aliviar mi preocupación, pero no vuelvo a hablar hasta que nos encontramos fuera, bajo el cielo gris y primaveral. Examino el terreno en todas las direcciones, hay túmulos pequeños a derecha e izquierda, el más grande está situado a lo lejos.

—¿Cuál es el siguiente?

Puedo ver cómo trabaja el cerebro de Dimitri, como si pensar más aumentase nuestras posibilidades de encontrar la cueva correcta, cuando cada vez parece más evidente que quizás todo no sea más que una maniobra al azar.

—Vayamos hacia el grande partiendo de este más pequeño de aquí —señala a la derecha y yo sigo su mirada.

A mí me parece no ver nada, salvo ese verdor uniforme que nos rodea por todas partes, pero cuando examino el campo, distingo un destello amarillo cerca de la cueva más pequeña.

—¡Espera! ¡Allí hay algo! —exclamo, señalándolo.

Dimitri entrecierra los ojos, siguiendo la dirección de mi dedo.

—Yo no veo nada.

Miro más fijamente, tratando de encontrarlo de nuevo para mostrárselo a Dimitri. Pero ha desaparecido.

—Ya no está. Puede que me lo haya imaginado.

Él mueve la cabeza.

—No. Eres bastante realista. Si dices que has visto algo, será así. Vamos allá a echar un vistazo, ¿te parece?

Nos lleva apenas un momento llegar hasta el siguiente túmulo. Podríamos haber dejado los caballos en el último y haber ido caminando, pero el extraño paisaje me hace sentir bastante inquieta. Y aunque no se ve a nadie hasta donde alcanza la vista, sigo con mis manías. Siempre me estoy preparando por si hay que huir, siempre estoy planeando cómo defenderme.

Resulta casi imposible explorar como es debido el túmulo más pequeño. Los techos son bajos y prácticamente ha desaparecido la galería interior. Tratamos de adentrarnos paso a paso, intentando no alterar nada, pero enseguida nos damos por vencidos y optamos por descansar hasta después del almuerzo.

—¿Y ahora qué? —trato de disimular mi desesperación.

Estamos sentados sobre el césped, fuera del túmulo más pequeño. Intento mostrar entusiasmo por la comida que nos ha preparado Brigid, aunque la frustración que siento por nuestros nulos progresos no hace mucho en favor de mi apetito.

Dimitri suspira.

—Demos por finalizado el día de hoy y regresemos a la casa. Por mucho que odie admitirlo, estamos mal preparados. No es que me fíe del señor O’Leary, pero puede que tengamos que aceptar su oferta para que sea nuestro guía.

Aunque la idea de pasar el día con el señor O’Leary en la oscuridad de las cuevas hace que me estremezca, puede que Dimitri lleve razón.

—Bueno, supongo que no nos pasará nada por permitirle acompañarnos al principio. Podríamos aprender algo de él y luego continuar solos la exploración.

Dimitri asiente.

—Me parece que es la opción más sensata. Además —se estira y bosteza—, me vendría bien descansar un poco antes de la cena. No duermo bien en este sitio.

Me vuelvo bruscamente para mirarle, pues no recuerdo que Dimitri haya dormido mal en ninguna de las situaciones en que hemos estado juntos.

—¿Por qué no?

—Me noto… inquieto. No sé si será porque estamos cerca de la piedra, porque puede que este lugar tenga antiguos vínculos con nuestro pueblo o por lo extraños que son el señor O’Leary y su hija, pero me siento incapaz de descansar como es debido.

Asiento con la cabeza.

—A mí me pasa lo mismo.

Extiende el brazo para cogerme de la mano.

—¿Sigues teniendo malos sueños?

—Algunos —son más que algunos, claro, pero no quiero alarmar a Dimitri ni darle más motivos para que no duerma.

Se lleva mi mano hasta su boca y me besa con suavidad en los nudillos.

—Siempre que tengas miedo puedes venirte conmigo.

Su ternura me hace sonreír.

—Gracias. De momento me las arreglo bien.

Se pone en pie y tira de mí para que yo también me levante.

—Vamos. Hablaremos con el señor O’Leary para que nos acompañe mañana.

Regresamos a la casa bajo un cielo gris que nos es cada vez más familiar y todo el rato me pregunto qué será peor, si no encontrar la piedra o arriesgar nuestras vidas confiando en alguien como el señor O‘Leary.