La cena resulta algo embarazosa. No sé si debido a nuestras sospechas o a que no conocemos lo suficiente a nuestros anfitriones, pero el caso es que la mayor parte del tiempo comemos en silencio, salvo por algún intento ocasional por parte de Gareth de iniciar una conversación amistosa. Brigid se ha puesto un vestido que le queda demasiado largo, y sus mangas corren el peligro de hundirse en los diversos platos y salsas que tenemos sobre la mesa. Por un instante siento lástima por su soledad y por su evidente falta de una guía femenina.
Pero a pesar de lo embarazoso de la situación, comemos con entusiasmo. Con la ayuda de una mujer mayor que vive en un pueblo situado a cierta distancia de aquí, Brigid nos ha preparado una cena maravillosa, sencilla, pero en cantidades insólitas, y yo me como con ganas unas raciones que le quitarían el hipo a cualquier jovencita. Cuando después del postre nos estamos bebiendo una cerveza, el señor O’Leary se refiere, por fin, al propósito que nos ha traído a los túmulos.
—Supongo que necesitarán un guía —estoy casi segura de captar cierta esperanza en su tono de voz.
No he tenido ocasión de informar a Dimitri de mi conversación con Brigid, así que me lanzo a hablar antes de que pueda contestar.
—De momento preferimos trabajar solos, aunque apreciamos su oferta.
Dimitri lanza una mirada en mi dirección y yo trato de enviarle otra que dice: «Ya te lo explicaré más tarde».
El señor O’Leary asiente despacio.
—Supongo que tendrán un mapa del lugar.
—Efectivamente —responde Dimitri—. Aunque estoy seguro de que necesitaremos su experiencia más adelante.
A la derecha de su padre, Brigid apunta:
—Mi padre sabe mucho sobre los túmulos. Si están buscando algo en concreto, es el más indicado para ayudarles.
La risa del señor O’Leary se convierte en una corriente de aire en la habitación iluminada por las velas.
—Hija, se te olvida que el señor Markov y sus amigos solo están investigando los túmulos desde un punto de vista histórico. Y para un hombre acostumbrado a investigar eso es fácil —el sarcasmo de su voz es bastante obvio. Se vuelve para mirar a Dimitri—. ¿No es cierto, señor Markov?
—En efecto —responde Dimitri, sosteniendo su mirada.
Se produce un momento de silencio durante el cual ambos se quedan mirándose fijamente. Me pregunto si no acabarán fulminándose, pues se percibe una intensa hostilidad entre ellos, pero un minuto después el señor O’Leary empuja su silla para apartarla de la mesa.
—Ha sido un día largo y agotador, sobre todo para ustedes. Pónganse cómodos. Brigid servirá el desayuno a las siete.
Desaparece por el pasillo y Brigid se incorpora con una sonrisa incómoda.
—Mi padre no está acostumbrado a tener compañía. Rara vez tenemos huéspedes y es fácil olvidarse de cómo hay que comportarse con otras personas. Perdónenle, por favor.
Dimitri se reclina en su silla, relajado, ahora que se ha ido el señor O’Leary.
—No se preocupe.
Brigid asiente con la cabeza.
—¿Puedo hacer alguna cosa más por ustedes antes de que se retiren a dormir?
—Solo puedo hablar por mí —dice Gareth—, pero tengo cuanto necesito en el colchón que me espera arriba.
—Nosotros no necesitamos nada, gracias —trato de sonreírle. Para obligarme a rebajar mi malestar intento recordar que estamos todos cansados y nerviosos.
—Muy bien.
Le damos las buenas noches, pero continuamos sentados a la mesa un minuto después de que se haya marchado.
Gareth se yergue en su asiento y susurra fuerte:
—¿De qué iba todo eso?
Dimitri mueve la cabeza.
—Aquí no —se levanta y nos hace señas para que le sigamos—. Tenemos que hablar en una de nuestras habitaciones y sin hacer ruido.
Le seguimos escaleras arriba. Pasamos por delante de las habitaciones que les han asignado a él y a Gareth tras nuestra llegada. Dimitri se detiene ante la puerta de mi cuarto y la abre. Arquea las cejas a modo de interrogante mudo y yo asiento, dándole permiso para entrar en mi habitación, aunque solo lo pregunta por Gareth. Dimitri es bienvenido en mi cuarto y él lo sabe.
Cuando pasamos, Dimitri cierra la puerta y nos adentramos en la habitación. El fuego está encendido en la chimenea y nos dirigimos al pequeño sofá y a los asientos dispuestos delante de ella. Gareth se sienta en uno de los sillones de respaldo alto, con la tapicería raída, mientras yo me acurruco en un extremo del sofá. Dimitri se deja caer sobre la alfombra, frente al fuego, se estira con un suspiro y se apoya en sus brazos.
—Buenos —dice con calma—, ¿qué sospechas?
Tomo aire.
—No estoy segura, pero Brigid me preguntó si veníamos de Londres, y no como lo pregunta alguien que necesita oír la respuesta.
—Pues creo que no sé lo que es, en realidad, preguntar —el tono de Gareth está teñido de humor—. ¿No es así como se hace una pregunta?
Le miro a los ojos, tratando de disimular mi exasperación.
—No. A veces, uno hace una pregunta para confirmar algo que ya sabe.
—¿De modo que piensas que Brigid ya sabía que veníamos de Londres? —me pregunta Dimitri desde el suelo.
—Eso parecía, la verdad —paseo la mirada de uno a otro—. ¿Estáis seguros de que ninguno de vosotros ha mencionado de dónde venimos?
—Totalmente —dice Dimitri sin dudarlo—. Me he tomado muchas molestias para proteger nuestras identidades, nuestros antecedentes, todo, aparte de la historia que nos inventamos. Después de lo que sucedió de camino a Chartres no quiero correr más riesgos en lo que respecta a tu seguridad, Lia —su voz es grave y sonora y noto cómo me ruborizo.
—¿Gareth?
Se encoge de hombros.
—No sé lo bastante sobre sus motivos para estar aquí como para contarlo y no he tenido ni tiempo ni ocasión de parlotear sobre Londres. Usted y Dimitri hablan muy bien, y probablemente haya muchos estudiosos que vengan de Londres por los túmulos. ¿No es posible que, simplemente, lo supusiera?
—Tal vez —me quedo mirando el fuego como si contuviese las respuestas a todas nuestras preguntas—. Supongo que es posible… —levanto la vista buscando los ojos de Gareth—, pero presiento que saben más de lo que se les ha dicho.
—Estoy de acuerdo con Lia —Dimitri habla en voz baja sin mirar a nadie—. Puede que no sea nada, pero no podemos arriesgarnos. Mientras estemos aquí, tendremos que andar con los ojos bien abiertos y guardar celosamente cualquier descubrimiento.
—¿Quieren que me quede? —pregunta Gareth—. Al menos, podría vigilar y velar por su seguridad.
Dimitri me mira a los ojos, dejándome la decisión a mí. Conoce muy bien mi deseo de hacer las cosas como las habría hecho tía Abigail, al menos hasta que sepa lo bastante como para actuar de otro modo.
Sí, la propuesta de Gareth me tienta. Desde la traición de Sonia, el número de personas en las que confío ha disminuido alarmantemente.
Pero tía Abigail no quiso contárselo todo a Gareth. Cuando nos lo asignó como guía para ir a Chartres, tan solo le confió un pequeño tramo de nuestro viaje, tal como hizo con los demás guías. Es imposible creer que yo, con mi escasa experiencia y conocimientos, podría tomar una decisión más sabia que la suya.
Sonrío a Gareth y busco su mano. Él contempla sorprendido mi brazo extendido y mira a Dimitri como buscando permiso. Cuando Dimitri asiente brevemente con la cabeza, Gareth me toma de la mano.
—Querido Gareth, de haber alguien con quien pudiera compartir mis secretos, serías tú. Sin embargo, tengo que rehusar, por tu propio bien y por el mío. Aunque desearía de todo corazón que no fuese así.
Él asiente.
—Siempre a su servicio, mi señora —apretándome la mano, sonríe abiertamente antes de que yo pueda replicar—. Y no necesita recordarme que aún no ha aceptado el cargo. La gente de Altus, su gente, la necesita. Ninguna auténtica señora puede ignorar la llamada de su gente, y no hay señora más auténtica que usted.
Trago saliva por la emoción que me invade, pero Gareth se pone en pie y me ahorra la vergüenza de intentar hablar de ello.
—Les dejo que descansen. Buenas noches.
—Buenas noches, hermano —la voz de Dimitri refleja respeto y afecto a partes iguales, mientras Gareth sale de la habitación.
Dimitri y yo nos quedamos sentados en el silencio dejado por la marcha de Gareth. Los únicos sonidos de la habitación son los producidos por los crujidos y por los movimientos de los troncos de la chimenea. Al volver la vista, me doy cuenta de que Dimitri me está mirando con sus ojos oscuros e inescrutables. Cuando vuelve a apoyarse en sus antebrazos, su camisa blanca se tensa sobre el pecho y el nudo deshecho de la corbata revela una parte de la tersa piel de su cuello. Si le desabrochase el resto de los botones, podría apartarle la camisa de los hombros y besarle en el pecho y en el estómago.
—¿Por qué me miras así? —me sorprende la marea de sus ojos y soy incapaz de negar el deseo en mi voz.
La pasión de su mirada es un reflejo de la mía.
—¿No puedo mirarte por el simple placer de hacerlo, mi señora?
Aparto la mirada.
—No me llames así, Dimitri. Aquí no. No ahora. No quiero ser la señora de Altus. Aún no.
Da una palmadita a su lado, sobre la alfombra.
—Ven —su voz expresa un intenso deseo.
Me acerco a él, salvando la escasa distancia que nos separa, y me dejo caer a su lado en el suelo.
—Más cerca —lo dice tan suavemente que casi ni le oigo.
Me acerco más y solo me detengo cuando mi rostro está a escasas pulgadas del suyo.
—Más cerca aún —dice.
Sonrío y me acerco hasta que nuestros labios se encuentran a apenas una pulgada.
—¿Así?
Su sonrisa es traviesa y oscura.
—Creo que será suficiente —me coge la cara y la levanta un poco para tenerla a su altura—. Incluso cuando llegue el momento de tu reinado, para mí no serás nunca solo la señora de Altus.
Acerca su boca a la mía. Sus labios se relajan en el momento de deslizarse hacia la sensible piel de mi cuello. Echo la cabeza atrás e intento evitar que escape un gemido de mi boca.
—Entonces, ¿qué seré? —susurro.
—Muy sencillo —dice, hablando sobre mi piel—. Serás mi amor, mi vida —sus labios continúan su recorrido hasta el centro de mi cuello—. Por muy fuerte que tengas que ser para enfrentarte al mundo, conmigo podrás estar desnuda y no sufrir ningún daño.
Mi cuerpo arde en llamas encendidas en mi interior por la chispa de su boca y por las dulces palabras pronunciadas en un susurro. Me deslizo hacia abajo, para quedarme en parte sobre él y en parte sobre la alfombra, y le empujo contra el suelo. Mi pelo se convierte en una oscura cortina a nuestro alrededor, la luz del fuego apenas puede atravesarla.
—Creo que me encantaría quedarme desnuda ante ti, Dimitri —esta vez es mi boca la que está sobre la suya y me quedo allí enganchada, notando el movimiento de sus labios contra los míos.
Cuando me aparto, él me toca con un dedo la boca inflamada de besos.
—Puedo esperar, Lia. Nunca dejaré de esperar.