Antes de verlos, ya noto que nos estamos aproximando a los túmulos. Es una fuerza que nace del centro de mi cuerpo, que tira de mí tan poderosamente que estoy casi segura de que encontraría el camino aun sin Gareth. Estoy más segura que nunca de que allí está la piedra, porque ¿ante qué otra cosa reaccionaría yo con tanta fuerza en un lugar en el que nunca he estado? Trato de hallar consuelo en esta idea, mientras nos encontramos con un sendero que sale de un bosquecillo.
—Ese debe de ser el camino que conduce a la casa. No sé ustedes, pero yo estoy deseando meterme en una cama de verdad —dice Gareth, llevándonos al pequeño bosque.
Trato de sonreír a pesar del cansancio.
—A mí lo que más ilusión me hace es un baño.
—Yo me quedaría con las dos cosas, además de con una buena comida —añade Dimitri.
El sendero es demasiado estrecho para que vayamos en grupo, así que avanzamos en fila india entre los árboles. Durante un rato pierdo toda noción del tiempo y del espacio y casi me sobresalto cuando por fin salimos a un claro. La casa se ve en el centro, su piedra gris casi fundida con el acerado cielo invernal del fondo. Se me escapa una sonrisa al ver las volutas de humo que salen de la chimenea.
Sonrío mirando a Gareth y a Dimitri.
—¡Fuego!
Ellos me devuelven la sonrisa y guiamos a los caballos hasta la valla de la fachada principal de la casa.
—De momento los ataremos aquí —dice Gareth—. Vamos a conocer a nuestros anfitriones.
Tras desmontar, ato a Sargento en el poste de la valla y me entretengo un momento en acariciarle el cuello.
—Gracias —susurro, dándole una palmadita en el costado.
Después me reúno con los hombres en el sendero que conduce a la casa.
—¿Cómo se llama el guarda? —le susurro a Dimitri mientras nos detenemos en la entrada, esperando una respuesta a nuestra llamada.
—Fergus. Fergus O’Leary.
Asiento y repito en voz baja el nombre cuando de pronto se me forma un nudo en el estómago a causa de los nervios. Me he acostumbrado a mantenerme en silencio. En Londres, en Milthorpe Manor, con Dimitri y con todos aquellos que conozco. Se me va a hacer raro estar en casa de otra persona mientras buscamos la piedra.
Gareth levanta de nuevo la mano para llamar cuando se abre la puerta. Espero ver a un hombre mayor, así que parpadeo varias veces cuando veo a la chica que está plantada en el umbral ante nosotros. Entonces lo recuerdo. Dimitri comentó que el guarda tenía una hija.
—Buenas tardes —hace un gesto con la cabeza. Una suave cadencia irlandesa acompaña sus palabras—. Deben de ser ustedes el señor Markov y sus acompañantes.
Dimitri hace un gesto afirmativo con la cabeza y me mira a los ojos como recordándome que no use más que mi nombre de pila. Él es quien se ha encargado de los alojamientos y hemos acordado que es mejor guardar en secreto lo más posible el propósito de nuestro viaje y mi identidad.
—Estos son mis acompañantes, Lia y Gareth —Dimitri nos señala con la cabeza—. Gareth solo se quedará esta noche.
Le miro pasmada. No debería sorprenderme, pues a Gareth no se le ha informado del motivo de nuestra estancia en Loughcrew. Igual que la vez anterior, cuando salimos en busca de la página perdida. A Gareth apenas se le permite enterarse de los entresijos de la profecía. Así lo quiso tía Abigail y así debe ser.
—Por favor, pasen —la muchacha se aparta para permitirnos entrar en la casa antes de cerrar la puerta tras ella—. Yo soy Brigid O’Leary. Mi padre los espera en el salón.
Se da la vuelta y la seguimos por el pasillo. En las paredes, las velas parpadean derramando su luz sobre el pelo de Brigid. Al principio pensé que era rubia como Sonia, pero ahora veo que tiene mechas de color cobrizo.
El pasillo es estrecho y oscuro. No puedo evitar echar un vistazo dentro de las habitaciones por las que pasamos. El mobiliario no es ni remotamente tan espléndido como el de Milthorpe Manor, aunque me fijo en lo cómodo y antiguo que es y decido que me gusta la casa.
—Ya hemos llegado —Brigid nos guía a través de una puerta a la derecha y vamos a parar a una pequeña sala. Hay un caballero de pelo gris sentado ante una mesa de lectura, con un gran libro abierto delante. Mantiene la cabeza inclinada sobre un papel y mueve encima de este su mano derecha con una pluma—. Perdón, padre. Han llegado nuestros huéspedes.
Él levanta la vista con ojos nublados. Reconozco esa expresión. Es la mirada que solía tener mi padre cuando se pasaba horas inmerso en sus investigaciones en la biblioteca. La mirada de quien regresa de mala gana de otro mundo.
—¿De qué estás hablando, hija? —nos mira confundido y me pregunto si a Brigid no se le habrá olvidado hablarle de nuestra inminente llegada.
—Nuestros huéspedes, padre. Ya han llegado —repite con suavidad—. ¿No recuerdas que el señor Markov mandó recado de que necesitaría habitaciones mientras durara su estudio de los túmulos?
Dimitri y yo nos inventamos la historia de que somos unos estudiosos que están preparando un importante trabajo sobre el significado histórico de los túmulos. Eso nos permitirá movernos con bastante libertad y hacer preguntas que puedan llevarnos a localizar la piedra sin levantar demasiadas sospechas.
—¿El señor Markov? —nos mira por un momento con gesto interrogante antes de que se le iluminen los ojos—. ¡Ah, sí! El señor Markov. Le estábamos esperando —poniéndose en pie y viniendo hacia nosotros, lo dice como si no nos hubiese mirado momentos antes sin reconocernos.
Va derecho hacia Dimitri con la mano tendida y le estrecha la suya con cuidado antes de volverse a Gareth y hacer lo mismo. Pero cuando sus ojos se posan en los míos, me parece ver un muro derrumbándose. No puedo evitar pensar que su mirada muestra una sospecha.
—Mira, Brigid. ¡Una chica! La amiga del señor Markov puede hacerte compañía.
Dos intensas manchas rojas aparecen en las mejillas lechosas de Brigid, que agacha la cabeza.
—¡Calla, padre! Estoy segura de que el señor Markov y sus amigos tienen mucho trabajo del que ocuparse y tendrán poco tiempo libre.
Dimitri asiente.
—Nos encontramos en una especie de punto muerto. Tenemos que completar nuestra investigación y marcharnos cuanto antes. Pero —añade guiñándole un ojo a Brigid— estoy seguro de que tendremos tiempo de sobra para charlas amistosas.
Ella asiente sin entusiasmo.
El señor O’Leary se lleva las manos a la espalda.
—¿Ves? Ya verás cómo te gusta la compañía de una jovencita, Brigid.
Pero mientras lo dice, no da la impresión de estar pensando que se trate de algo agradable. De repente siento como si hubiese caído dentro de la madriguera de un conejo y hubiese aterrizado en otro mundo. Puede que solo se deba a mi cansancio, pero parece que hay algún mensaje oculto tras cada palabra que pronuncia el señor O’Leary y tras cada mirada que se lanzan padre e hija cuando creen que no les prestamos atención. Me reprocho para mis adentros estar tan agotada y ser tan melodramática, pero, de todos modos, siento alivio cuando el señor O’Leary da una palmada con las manos y dice:
—Bien, vamos allá. Dejen que me ocupe de sus caballos mientras Brigid les enseña sus habitaciones. Tienen caballos, ¿no?
Gareth asiente.
—Los caballos están ahí afuera, atados a la verja. Iré con usted y le ayudaré a instalarlos.
—No —responde él, chasqueando la lengua—. Lávese y descanse del viaje. Está todo bajo control.
Se da la vuelta para marcharse, pero la voz de Dimitri le detiene.
—¿Señor O’Leary?
—¿Sí?
—Tengo entendido que alquila usted cinco habitaciones, ¿no?
Dimitri se mete la mano en el bolsillo.
El señor O’Leary asiente.
—Sí, pero ustedes no son más que tres, ¿no es así? Hasta mañana, hasta que él se marche —dice, señalando a Gareth—. Aunque podríamos prepararle más habitaciones si las necesita.
Dimitri le tiende la mano al viejo caballero.
—No necesitamos más habitaciones, señor O’Leary, pero mi trabajo es muy importante y ha de hacerse en silencio. Quisiera que fuésemos lo únicos huéspedes mientras estemos aquí. Por supuesto, le pagaré por las habitaciones vacías.
El señor O’Leary se queda dubitativo, mirando la mano de Dimitri con aparente disgusto, a pesar de que seguramente no debe de recibir muchos visitantes en estos meses, recién estrenada la primavera. Me pregunto si no le habremos ofendido, pero un momento después coge el dinero de la mano de Dimitri. No dice nada más antes de darse la vuelta para marcharse.
Dimitri y yo nos miramos a la débil luz de la sala y sé que estamos pensando lo mismo: nadie se libra de la sospecha de trabajar para las almas, ni siquiera el señor O’Leary y su hija.
—¿Puedo hacer algo más por usted?
Brigid ha llenado una gran bañera de cobre en el centro de mi habitación. Por encima de ella se eleva el vapor en forma de volutas y desaparece como éter en la habitación suavemente iluminada.
—No, gracias. La bañera es preciosa.
Brigid asiente.
—Servimos la cena a las seis, si le parece bien.
Me percato de que sus mangas, demasiado largas, tienen los puños húmedos de preparar mi baño. Siento una punzada de remordimiento por mis anteriores críticas, no obstante justificadas, a los O’Leary.
—Estupendo. Gracias por todo —le digo con una sonrisa.
Nos quedamos en un silencio embarazoso por lo que dura y tengo la sensación de que hay algo más que quiere decirme. Aguardo y al poco rato habla.
—Entonces, ¿vienen de Londres?
—Sí.
Evito entrar en detalles a propósito. La vaguedad es amiga de quienes tienen algo que ocultar.
Ella baja la vista, mordiéndose el labio inferior mientras piensa en lo siguiente que va a decir.
—¿Y estarán aquí mucho tiempo?
«No es más que pura curiosidad —me digo—. Está sola en medio de la nada sin otra compañía que su viejo padre».
No obstante, endurezco el tono de voz para disuadirla de que haga más preguntas.
—El tiempo que sea necesario para completar nuestro trabajo.
Ella asiente una vez más antes de darse la vuelta para marcharse.
—Disfrute de su baño.
Me quedo de pie, inmóvil, tratando de contener la marea de sospechas que se ha levantado en mí nada más llegar a Loughcrew. Algo me sugiere mi subconsciente y llego a estar completamente segura de que ahí se oculta una importante pista.
Después, mientras reclino la cabeza contra la bañera, con el agua del baño enfriándose sobre mi piel, caigo en la cuenta de qué se trata.
Dimitri y yo no somos londinenses. La verdad es que no. De hecho, ninguno de los dos lleva bastante tiempo en Londres como para haber tomado el acento propio de la ciudad. Yo sigo hablando con acento más bien americano y generalmente cosecho miradas de extrañeza de los naturales de la ciudad. Por su parte, Gareth es un trotamundos que viaja mucho en nombre de los hermanos y hermanas de Altus. Tiene incluso menos acento londinense que yo. Además, todos llevamos ropas corrientes, pues hemos evitado a propósito cualquier cosa elegante para no llamar la atención.
Y si esto es así… si esto es así y Dimitri ha tenido la precaución de no mencionar nuestra procedencia, no hay razón para que Brigid deduzca que hemos venido de Londres. Por lo tanto, o bien ha hecho una suposición muy acertada o sabe de nosotros más de lo que debiera.