Al entrar en el vestíbulo de Milthorpe Manor, oigo un murmullo de voces en el salón.

Cuelgo mi capa al lado de la puerta, me aliso la falda y me coloco las horquillas del pelo antes de atravesar el recibidor. Estoy nerviosa. Después de todo, desearía haber permitido a Dimitri que me hubiera acompañado a casa. O, al menos, que Edmund estuviese a mi lado en lugar de afuera, guardando el carruaje.

Según me aproximo a la puerta del salón, las voces se vuelven más nítidas. Reconozco la suave cadencia de Sonia y la risa estridente y sincera de Luisa, aunque aparte de ellas hay otra voz que jamás había oído hasta ahora. Más grave y sonora que las de mis amigas, esta voz habla de un enigma aún por resolver, de una existencia desconocida vivida en un lejano país.

Antes de entrar en la sala, me tomo un momento —tan solo un momento— para ordenar mis pensamientos. No sé si será el ir a conocer a Elena o la perspectiva de enfrentarme al enfado de Sonia y Luisa lo que provoca que se me acelere el corazón, pero quedarme en el umbral no me evitará ninguna de las dos cosas. No por mucho tiempo.

Al entrar en la habitación intento caminar con seguridad, evitando las miradas de Sonia y Luisa, mientras me dirijo a la muchacha desconocida que está sentada en el sillón de respaldo alto al lado del fuego.

—Buenas tardes. Siento llegar a esta hora. Esta mañana he tenido que ir a resolver unos asuntos que me han llevado más tiempo del previsto —sus oscuros ojos me inspeccionan con disimulado interés mientras me aproximo. Sus cabellos, recogidos en lo alto de la cabeza en un sobrio peinado, son negros como el cielo nocturno de Altus—. Tú debes de ser Elena Castilla —ella parpadea al ver mi mano tendida y yo la retiro, recordando que muchas jovencitas encuentran masculino darse la mano—. Soy Lia Milthorpe y estoy encantada de conocerte. ¿Te resultó agradable el viaje?

Ella asiente despacio.

—Ha sido un viaje largo, pero en absoluto desagradable. El señor Randall hizo todo lo necesario para que me sintiera cómoda —su inglés tiene un acento exótico. Su apariencia me parece similar a la de Luisa, aunque sus maneras no tienen nada que ver con la entrañable proximidad de mi amiga.

Al seguir su mirada, veo a Philip de pie entre las sombras.

—¡Philip! —me dirijo a él, acercándome para besarle en la mejilla—. ¡No te había visto! ¿Qué tal el viaje?

Él sonríe. Las arrugas de sus ojos son más profundas que la última vez que le vi. La profecía nos está haciendo pagar a todos su peaje.

—La travesía fue difícil. La mar gruesa nos amargó todo el camino, aunque la señorita Castilla se tomaba las cosas con bastante estoicismo —le dedica una breve sonrisa y ella se la devuelve con dulzura, aunque me pregunto si esto último no serán imaginaciones mías.

—Pero ¿por qué estás de pie? —le pregunto—. Debes de estar exhausto. Ven, siéntate. ¿Habéis comido ya?

Philip dice que no con la cabeza.

—Es un placer estar de pie. He estado demasiado tiempo sentado en el barco —mira de soslayo a Sonia y a Luisa—. Ya nos han ofrecido un tentempié, pero desgraciadamente estamos demasiado cansados hasta para comer. Imagino que la señorita Castilla querrá ver su habitación. Solo estábamos esperando a que volvieras.

Aunque no hay reproche en su voz, noto que me ruborizo de vergüenza por haberme descuidado tanto con la hora en casa de Victor.

—Por supuesto —me vuelvo hacia Luisa y Sonia—. ¿Han llevado ya las maletas de Elena a su habitación?

Luisa asiente con la boca tensa.

—El servicio la ha instalado en la habitación amarilla de arriba.

Su evidente enfado provoca una reacción irracional por mi parte y, a pesar de reconocer lo injusto de haber excluido a Sonia y a Luisa de la excursión matutina a casa de Victor, me resisto a buscar su perdón.

Me obligo a sonreír, tentada de dejar escapar mi resentimiento.

—¿No os importaría a ti y a Sonia llevar a Elena a su habitación mientras yo acompaño a Philip a la puerta?

Luisa asiente poniéndose en pie. Yo me vuelvo hacia Elena, le tiendo la mano y espero que esta vez la acepte como gesto de amistad.

—Me alegro de que hayas venido. Por favor, siéntete como en tu casa y no dudes en preguntar al servicio o a una de nosotras si necesitas cualquier cosa. Quizás, cuando hayas descansado, quieras reunirte con nosotras para comer, así podremos conocernos mejor.

Ella se levanta, su sonrisa es tan minúscula que parece casi invisible.

—Gracias.

Es todo cuanto dice antes de seguir a Luisa y a Sonia fuera de la sala, dejándome a solas con Philip. Se me escapa un suspiro cuando desaparecen por el pasillo.

Philip viene hacia mí.

—¿Va todo bien? Pareces cansada.

Me aparto de sus ojos escrutadores y voy hacia la chimenea.

—Todo marcha tan bien como cabría esperar, supongo. Solo es que creo que cada vez estamos más cansados de la profecía y de sus exigencias.

—Después de todo lo que ha sucedido, tienes derecho a estar cansada. ¿Hay algo más en lo que pueda ayudarte?

Cuando me vuelvo para encontrarme con su mirada, noto una triste sonrisa en mis labios.

—Me gustaría decirte: «Busca a la última llave», pero sé que ya estás trabajando en ello.

Él asiente despacio, frunciendo el ceño.

—He recibido noticias de un pueblecito donde hay otra muchacha con la marca. Tengo un par de cosas que atender aquí en Londres, pero podría estar listo para investigarlo dentro de unos días.

Estudio su expresión.

—¿Son imaginaciones mías o no pareces muy optimista?

—No se trata tanto de falta de optimismo como de falta de información. Me han dicho que la chica ya no vive en el pueblo. Al parecer, su madre murió durante el parto y su padre se la llevó de allí unos años más tarde.

Muevo la cabeza.

—No lo entiendo. ¿Para qué quieres ir a ese pueblo si ella ya no está allí?

Se encoge de hombros, resignado.

—De momento es la única pista que tenemos. Tengo la esperanza de que alguien pueda decirme adónde se fue. Es poco probable que sea ella, dada la suerte que hemos tenido en otras ocasiones, pero parece sensato seguir cualquier pista hasta el final.

Observo mis manos, de la marca de la serpiente apenas asoma un fragmento por debajo de la manga de mi vestido. Las palabras de Philip no revelan nada con exactitud. Lo más práctico es asumir que nuestras pistas han llegado a su fin en la búsqueda de las llaves. Hay demasiadas chicas de las que se informa que poseen una marca extraña. Noto cómo las energías abandonan rápidamente mi cuerpo y parecen desvanecerse por la alfombra que está a mis pies, hasta que me quedo sumida en un completo agotamiento.

—Sí —digo en voz baja—. Tenemos que esforzarnos en investigar todas las pistas, por improbables que sean. Tómate el tiempo que necesites para recuperarte de tu viaje con Elena. Has trabajado duro y pareces cansado.

Él sonríe al dirigirse a la puerta del salón.

—No más que tú, querida. No más que tú.

Engancho mi brazo en el suyo.

—Vamos, te acompaño a la salida para que puedas marcharte a casa y tener un merecido descanso.

Salimos al recibidor, donde Philip coge su abrigo del perchero de al lado de la puerta.

—Gracias por acompañar a Elena a Londres, Philip. De verdad. No me imagino lo que haría sin ti —espero transmitirle mi cariño con la mirada.

Tras devolverme la sonrisa, pone la mano en el pomo de la puerta.

—Tu padre era un buen amigo. La profecía y liberarte de ella se han convertido en el objetivo de mi vida. Solo rezo para poder llevar a cabo la tarea.

Me dispongo a hablar, quiero asegurarle que si hay alguien que pueda encontrar a la última llave, esa persona es él. Pero antes de que pueda decir una palabra más, ya se ha marchado.

Mi intención es retirarme a mi habitación para descansar antes de comer, pero me quedo parada pocos pasos más allá de la habitación de Sonia. Sé que está al otro lado, probablemente descansando, cepillándose el pelo o leyendo uno de los libros de la biblioteca de Milthorpe Manor. La puerta cerrada me produce una gran tristeza. En otros tiempos habría entrado para compartir con ella los acontecimientos del día.

En realidad, no. Tiempo atrás Sonia me habría acompañado a todas partes. No había necesidad de ponerla al corriente, ya que, ante todo, era mi compañera y mi amiga. De pronto me parece inconcebible haber perdido eso y regreso hasta su puerta. Llamo suavemente con los nudillos antes de tener ocasión de cambiar de idea.

Me abre un momento después. Su expresión pasa de la curiosidad a la sorpresa en el instante en que se percata de mi presencia.

—¡Lia! ¿Qué estás…? ¡Pasa!

Su evidente sorpresa al verme en el umbral de su puerta me llena de remordimientos. No recuerdo la última vez que busqué su compañía.

Entro en la habitación y Sonia cierra la puerta detrás de mí.

—Ven, siéntate. Sarah acaba de alimentar el fuego.

Me dirijo hacia su cama, ignorando los asientos próximos a la chimenea. Es el único sitio en el que me he sentado en las raras ocasiones en que he estado en la habitación de Sonia desde nuestro regreso de Altus. Esta vez me reclino sobre el mullido colchón, contemplando fijamente la alfombra bajo mis pies, mientras recuerdo cuando nos poníamos cómodas en su cama o en la mía y cuchicheábamos, reíamos y mirábamos al futuro. En este momento solo deseo que las cosas sean como antes.

—Solo quería decirte que… bueno, que lo siento —decirlo es mucho más difícil de lo que esperaba.

Ella me coge de la mano.

—Lo sé.

No lo dice en tono desagradable, pero su falta de rechazo provoca que una oleada de indignación invada mis venas. Trato de sofocar mi amargura, un ente con vida propia que amenaza con devorarme.

Sonrío a pesar de sentir el gesto como una máscara que cubre mi rostro.

—Yo también estoy tratando de que las cosas vuelvan a ser como antes.

Me devuelve una sonrisa triste.

—Sí, pero hay una diferencia.

—¿Cuál?

Sonia levanta las palmas de las manos a modo de rendición.

—Tú buscas respuestas a la profecía y te esfuerzas por perdonarme, mientras que yo, simplemente, espero mi destino —se encoge de hombros—. Tú lo controlas todo. Y yo lo único que puedo hacer es esperar.

Querría rebatir sus palabras, negar lo que tienen de verdad. Pero Sonia está en lo cierto. Desde que salimos de Altus me he aferrado al poder. Y mientras asiento y me levanto para salir de su cuarto, no puedo sino preguntarme si me aferro al poder porque temo una traición o porque empiezo a disfrutar de la sensación de tenerlo en mis manos.

Al principio, la comida resulta un tanto incómoda. Tía Virginia trata de entablar conversación compartiendo los cotilleos de Elspeth sobre la noche del baile de disfraces, pero la tensión se percibe en todo el mundo.

Yo me noto extrañamente paralizada. Mi preocupación por localizar la piedra, lo que he hablado con Sonia y mi conversación pendiente con James, todo eso conspira para hacerme callar. Soy incapaz de pronunciar palabras que puedan competir con los pensamientos que me rondan por la cabeza.

Por fin me tranquilizo y trato de recordar cómo se comporta una anfitriona de verdad.

—¿Estás cómoda en tu cuarto? —le pregunto a Elena mientras me llevo a los labios una copa de vino.

Ella asiente bajando su tenedor.

—Sí, gracias.

—¿Has podido descansar del viaje?

—Sí.

Su expresión es impasible. Me pregunto si está empeñada en poner las cosas difíciles o es que, simplemente, es incapaz de mantener una conversación.

—Tiene que haber sido doloroso dejar tu casa —las palabras de Sonia son amables. Hacen que recuerde a la muchacha de Nueva York.

—Era… necesario —responde Elena—. Pero sí, no es fácil dejar todo lo que conoces.

Me parece ver cómo se agrieta su estoica fachada, aunque tan solo sea un poco.

—Sé bien cómo te sientes —dice Sonia—. A mí me mandaron lejos de mi familia para vivir con una extraña en Nueva York. Yo era muy pequeña, pero aún recuerdo lo desorientada que me sentía en un entorno distinto —le sonríe a Elena—. De todos modos, terminé acostumbrándome y también espero que lo hagas tú.

Elena se endereza mientras se derrumba de pronto el muro que cubre su rostro.

—Me parece que no me has entendido. No quiero acostumbrarme a Londres. Quiero regresar a España lo antes posible.

Luisa sacude la cabeza con la mirada nublada por los interrogantes.

—Entonces, ¿por qué has venido?

Elena deposita de nuevo su copa sobre la mesa, su elegante cuello se tensa al tragar el vino.

—Porque quiero que se acabe esta locura. Estoy cansada de que me persigan mientras duermo, de tener oscuros pensamientos incluso a plena luz del día. Al hacerme mayor, cada vez ha ido a peor. Si venir a Londres y unirme a vosotras significa que tal vez me libere de todo eso, pues… que así sea.

El gesto afirmativo de tía Virginia está lleno de comprensión. Me pregunto si no estará pensando en mi madre y en su batalla perdida contra las almas.

—¿Te sorprendiste cuando Philip te encontró, cuando te contó el lugar que ocupabas en la profecía? —le pregunta.

Elena se queda mirando su plato, se ha olvidado de la comida. Me doy cuenta de que va recordando según habla.

—Yo siempre he sido diferente. Era algo más que la marca. Hasta donde me alcanza la memoria, recuerdo haber escuchado las voces de quienes están al otro lado. Me hablaban incluso cuando les rogaba que pararan. Y eso no era todo. Ya de niña tenía sueños en los que volaba. Yo sabía que no era normal que me trajese cosas de mis sueños, pero a menudo lo hacía: una piedra, una pluma, una brizna de hierba —se encoge de hombros—. Lograban abrirse paso hasta mi cama por la noche y yo sabía que mis sueños eran reales.

El parpadeo de las velas sobre la mesa y el acento cadencioso de Elena me mecen hasta llevarme a un estado de relajación.

—Pero al poco tiempo se convirtieron en algo desagradable. Me sentía perseguida en los paisajes de aquellos sueños y no volví a traerme de vuelta detalles agradables, solo los pies ensangrentados o magulladuras producidas mientras intentaba escapar de cosas oscuras y aterradoras —hace una pausa—. No sabía cómo contárselo a nadie salvo a mis padres, y ellos ya sospechaban que algo pasaba a causa de la marca y de otras cosas extrañas que me habían sucedido desde que era niña.

—¿Comprendían tus capacidades? —percibo dolor en la pregunta de Sonia, pues ella recuerda que sus padres eran incapaces de aceptar sus extraordinarios dones.

Elena asiente con la cabeza.

—Hasta donde han sido capaces de comprenderlo. Pero con eso no basta —nos mira de una en una—. Tengo casi dieciocho años. Sin embargo, no puedo permitirme enamorarme o reírme en compañía de otras chicas jóvenes sin medir cada palabra que digo, pues ¿quién aceptaría algo así? ¿Cómo podría siquiera tratar de explicarlo?

Pienso en James y la comprendo.

—Aquí en Londres hay personas como nosotras —dice Luisa con suavidad—, con habilidades poco corrientes. No hay razón para sentirse tan sola.

La voz de Elena ya no suena tan distante.

—Es muy amable de tu parte intentar que me sienta a gusto, ofrecerme tu amistad. Pero no quiero esa clase de vida. No quiero ser una curiosidad, vivir al margen. Solo quiero que esto se termine para poder volver a España y vivir una vida normal.

Recuerdo cuando mis aspiraciones eran igual de simples. Antes de Dimitri. Antes de que tía Abigail me legara el cargo de señora de Altus y las leyes de la isla.

Pero ya no importa que nuestros sueños sean simples o complicados, que deseemos vivir discretamente como esposas de alguien o de forma pública gobernando a muchas personas. Al final, todas queremos lo mismo: vivir. Vivir la vida que nos plazca sin el peso de la profecía colgado del cuello como una piedra de molino.