Pero no está. Aguardamos mientras Victor hojea las páginas del libro, primero deprisa y luego más pacientemente, mientras parece leer detenidamente cada palabra. Pero es incapaz de encontrar la referencia que anda buscando. Tras varios intentos más con distintos libros, un reloj da la hora en algún lugar apartado de la casa y de mala gana decidimos regresar a Londres sin estar más cerca de la respuesta que por la mañana.
El rostro de Victor se arruga lleno de consternación cuando nos despedimos de él. Al parecer, no está acostumbrado a fallar en asuntos de investigación, así que nos promete continuar investigando y mandar recado de inmediato si se topa con la solución.
Durante nuestro viaje de regreso a Londres permanecemos todos en silencio, con el sol descendiendo por el cielo tras las nubes que cubren el campo. Hasta al señor Wigan le falta su habitual entusiasmo. Me siento aliviada cuando le dejamos con Madame Berrier ante la sucia fachada de arenisca frente a la que llegamos Dimitri y yo pocas horas antes.
—Lo siento —me dice Dimitri cuando el carruaje se abre paso por las calles del centro en dirección a Milthorpe Manor—. Sé cuántas esperanzas tenías puestas en el contacto de Arthur, y probablemente aún más cuando descubriste que se trataba del señor Wigan y de Madame Berrier.
—Ya se arreglará todo —replico con un suspiro. Mis palabras no suenan tan convincentes como esperaba y miro a Dimitri a los ojos—. Todo se arreglará, ¿de acuerdo?
Me detesto a mí misma por manifestar en voz alta mi temor a que no se arregle todo, a que no encontremos nunca las respuestas que buscamos, a que después de todo las almas y Alice reinen en la oscuridad del mundo.
—Lia —Dimitri me coge de la mano. En sus ojos está la respuesta, pero aun así lo dice—: Tienes la piedra de víbora de lady Abigail. Te protegerá del peligro mientras buscamos, y buscaremos hasta que encontremos la respuesta a la profecía. Tienes mi palabra.
Finjo una sonrisa calmada, pero me doy cuenta de lo falsa que resulta. No le digo que la piedra de víbora se enfría más cada día que pasa. No le digo que Sonia, Luisa y yo puede que no estemos dispuestas a mantener nuestra alianza lo bastante como para combatir juntas la profecía, por no hablar ya de Elena, que llega mañana para añadir aún más incertidumbre a nuestros conflictos.
Y no comparto con él mi mayor temor: cada día que pasa se debilita más mi firmeza. Me estoy convirtiendo en el mayor enemigo de mí misma, más de lo que podrá ser Alice jamás.
Después de dejar a Dimitri en el club, me paso el trayecto de vuelta a casa preocupada por cómo reaccionarán Luisa y Sonia por la hora de mi regreso. La oscuridad ha reclamado la poca luz diurna que quedaba. Lo de estar en casa para la hora del té, para pasar juntas nuestra última tarde antes de la llegada de Elena por la mañana, ha sido una promesa vana.
Pero no tendría que haberme preocupado. Sonia y Luisa se han retirado a sus habitaciones. La casa está en silencio, salvo por el tictac del reloj del abuelo que está a la entrada y por el apagado ruido de pasos de los criados en la cocina.
La ausencia de mis amigas constituye un reproche. Me siento en el sofá cerca del fuego. Aún es pronto para irme a mi cuarto a dormir. Y dormir no me reporta ninguna paz. De modo que dedico mis pensamientos a las interminables exigencias de la profecía para darles un repaso: la última llave, la localización de la piedra, la invocación del ritual necesario para dar por concluida la profecía o la incógnita de si tendré que buscar respuestas a más cosas. Los interrogantes se amontonan sin más en mi subconsciente. No es desagradable, así que dejo que mis pensamientos me lleven adonde quieran, sabiendo que a veces las respuestas llegan cuando menos las esperas.
Una suave llamada a la puerta principal me saca de mis ensoñaciones. Me levanto del sofá para echar un vistazo al pasillo y preguntarme si no habrán sido imaginaciones mías. Nadie parece haberlo oído. Estoy a punto de regresar al salón, cuando lo oigo de nuevo. Esta vez estoy segura de que están llamando con los nudillos. Y viene de la puerta de la casa.
Tras mirar a derecha e izquierda en el recibidor, me convenzo de que nadie más ha percibido la llamada. Aún se oye a los criados moviéndose por la casa, pero ninguno de ellos parece que vaya a dirigirse a la puerta. Mientras me encamino al recibidor, me doy cuenta de que estoy contenta. No sé cómo, pero estoy segura de que la visita es para mí.
Mi reflejo aparece distorsionado en el gran picaporte de bronce de la puerta. Ni siquiera me permito vacilar antes de abrirla. Y, en cuanto lo hago, no me sorprende encontrar a mi hermana en el umbral.
Apenas me doy cuenta de la corriente de aire frío que invade la casa antes de que Alice se disponga a hablar.
—Buenas noches, Lia… —me saluda, vacilante—. Perdona por lo tarde que es. Esperaba encontrarte despierta para poder hablar a solas.
Busco su mirada y no hallo hostilidad en ella. Además, soy bastante más vulnerable en el plano astral, estando dormida, que de pie en la entrada de mi casa, con cantidad de criados y con Edmund dentro.
Retrocedo y abro más la puerta.
—Entra.
Alice entra en la casa con cautela. Mira hacia el techo mientras cierro la puerta.
—La verdad es que no me acuerdo de esta casa —murmura—. Creo que estuvimos aquí con mamá y papá cuando éramos niñas, pero no me resulta nada familiar.
Asiento despacio.
—A mí me pasó lo mismo cuando llegué. Supongo que hace mucho tiempo de aquello. ¿Dónde te hospedas aquí en Londres? —me arrepiento de la pregunta nada más formularla. Normalmente es lo que se les pregunta a los conocidos en las reuniones sociales.
A ella no parece importarle.
—Hemos tomado unas habitaciones en el Savoy. Sabía que no sería bien recibida aquí.
Nos quedamos de pie, sin movernos, inspeccionándonos mutuamente, hasta que empiezo a sentirme ridícula. Nos separa un mundo, pero Alice sigue siendo mi hermana.
—Vamos al salón —me doy media vuelta para cruzar el vestíbulo sin esperar a ver si me sigue, aunque noto su mirada en mi espalda y sé que lo está haciendo.
Una vez en la caldeada sala, me acomodo en un sillón y le dejo a Alice el sofá que estaba ocupando yo tan solo unos minutos antes. Ella echa un vistazo a la habitación, me pregunto si la estará comparando con el salón de Birchwood.
—¿Qué estás haciendo aquí, Alice? —mis palabras me sorprenden por su suavidad. Contienen únicamente una pregunta, sin la acusación que noto acechando en los rincones de mi corazón—. ¿Por qué has venido?
Alice inspira hondo y se mira las manos antes de responder.
—Eres mi hermana, Lia. Mi gemela. A menudo he deseado haber podido compartir contigo estas últimas semanas.
La referencia a su compromiso vuelve a hacer aflorar la rabia que llevo dentro.
—En tu lugar, yo no esperaría verme participar en los festejos prematrimoniales. Sobre todo, teniendo en cuenta que eres la prometida de mi antiguo novio —mi tono de voz es duro y supongo que no debería sorprenderme que sea amargo.
—Estás enfadada.
Una carcajada crispada escapa de mi garganta.
—¿Pensaste que iba a montar una fiesta para celebrarlo? ¿Para desearte suerte?
Alice levanta la vista, me mira a los ojos.
—Supongo que esperaba que en el fondo te alegrases por mí, Lia, pese a todo lo que se interpone entre nosotras.
Sus palabras hacen que me levante de un salto. Me dirijo a la chimenea dando grandes zancadas, tratando de calmar el repentino temblor de mis manos.
—¿Alegrarme? ¿Pensaste que me alegraría por ti? —no encuentro palabras a causa de la incredulidad que inunda mi mente.
—Tú le dejaste, Lia. Le dejaste. ¿Qué esperabas? ¿Que aguardara ansioso tu regreso? —su tono es más duro que hace unos instantes.
Me vuelvo hacia ella con el ardor de mi furia más encendido que las llamas de la chimenea que está a mi espalda.
—Tú me los arrebataste a todos, Alice. No tenía a nadie por quien quedarme.
Sus ojos centellean al levantarse.
—No seas ingenua, Lia. Yo no soy la única culpable. Las dos hicimos nuestra propia elección. Tú podrías haberle pedido la lista a Henry y habérmela entregado a mí para protegerle. Podrías haber ayudado a las almas, como es tu obligación de puerta. Tú también elegiste —su tono de voz es cada vez más frío—. Y no eres inocente.
Cruzo la alfombra en tres furiosas zancadas para detenerme justo delante de ella. Estoy temblando de rabia.
—Cómo te atreves. Cómo te atreves a hablar de Henry. No tienes derecho, Alice. No tienes derecho alguno a hablar de él jamás.
Ella empieza a tirar de sus guantes. Su respiración está tan acelerada que veo cómo sube y baja su pecho.
—Ya veo lo inútil que es todo esto. Únicamente esperaba que pudiésemos dejar de lado la profecía en cuestiones más personales, que pudieras darme tu aprobación sincera.
—¿Mi aprobación? ¿Quieres mi aprobación? —mis carcajadas están teñidas de histeria—. Ay, Alice, te aseguro que no vas a necesitar para nada mi aprobación.
—¿Y eso, Lia? —pregunta, ladeando la cabeza.
De repente se me pasa la histeria. Mi voz se va calmando mientras la miro a los ojos.
—Porque no va a haber boda. No con James.
—En eso te equivocas, Lia —replica, sonriendo—. Sí que habrá boda. Voy a convertirme en la esposa de James.
—¿De verdad? ¿Estás segura de que se casará contigo cuando averigüe el lugar que ocupas en la profecía?
Se queda muy quieta.
—¿Cómo sabes que no está enterado ya?
—Porque James Douglas es un buen hombre, Alice —contesto con una sonrisa—. Un hombre que, si lo supiese, no se casaría jamás con alguien con un corazón tan negro como el tuyo.
Ella se estremece. El color de sus mejillas desaparece instantes antes de recomponerse en mi favor.
—No te creerá.
—¿Estás segura? ¿De verdad? ¿Estás segura de que James no me mirará a los ojos y verá la verdad?
Su garganta se tensa cuando traga saliva frente a mi amenaza.
—James me ama. Es cierto que durante muchos meses veía tu sombra en sus ojos, pero todo eso está olvidado —levanta la barbilla desafiante—. Y aunque se lo digas, aunque te crea, James estará de mi parte, como lo habría estado hace tiempo de la tuya si hubieses tenido el valor de contárselo.
Sus palabras se me clavan en el corazón como un puñal. Lleva razón. Tengo parte de culpa en todo lo sucedido, al menos en lo que respecta a que James sea usado como un peón en la profecía. Si hubiese confiado en él, si se lo hubiese contado todo, probablemente se habría puesto de mi parte y no se habría prometido en matrimonio con mi hermana.
Pero, entonces, yo no tendría a Dimitri. Y también eso me resulta inconcebible.
—Supongo que nos veremos, Alice.
Ella se alisa la falda.
—Supongo que sí.
Se encamina hacia la entrada, yo la sigo fuera de la habitación y por el vestíbulo. Tras poner una mano en el pomo de la puerta, se gira hacia mí.
—Todo esto no ha sido nada fácil.
—¿El qué? —pregunto, a pesar de que me trae sin cuidado. Solo quiero que se marche.
Me parece entrever un destello de pena momentos antes de que el velo de hostilidad descienda de nuevo sobre su rostro.
—En los ojos de todo el mundo se ve la adoración que sienten cuando hablan de ti. Papá, James y hasta nuestra propia madre te preferían a ti antes que a mí. ¿Por eso te resulta tan difícil creer que tal vez James haya perdonado que le abandonaras? ¿Que puede que me quiera de verdad? ¿Que quizás, solo por esta vez, no sea a ti a quien adoren por encima de todos los demás?
Muevo la cabeza.
—No sé de lo que me hablas, Alice. He estado a tu sombra desde nuestro nacimiento. El amor que James sentía por mí era una de las pocas cosas que me pertenecían a mí sola —percibo consternación en mi voz. Todos consideraban siempre a Alice la mejor.
Hermosa. Brillante. Viva.
Su sonrisa carece de la conciliadora calidez que había mostrado en el salón.
—Qué testaruda eres, Lia. Y tan reacia a ver las cosas como son en realidad si no te conviene. No sé por qué espero siempre que las cosas cambien. Pero nunca lo hacen.
—No. Y nunca lo harán, Alice. No en lo que concierne a la profecía y al lugar que ocupo en ella.
Me asusta la sonrisa que aflora en sus labios. Es la que recuerdo de nuestros encuentros en el plano astral, la que revela la lealtad de Alice hacia las almas, aun estando en peligro la humanidad.
—Me sorprende que sigas siendo tan mojigata, Lia. Que sigas sin ver la verdad.
Cruzo los brazos sobre el pecho.
—¿Y qué verdad es esa, Alice?
Ella inclina la cabeza como si fuese obvio.
—Que no eres tan distinta de mí, después de todo. Que cada día te pareces más a mí.
Abre la puerta, pasa por ella y la cierra a sus espaldas.
Me quedo allí plantada durante un rato, contemplando la puerta, pensando en mi hermana, en James y en la profecía. En lo enredada que está nuestra telaraña.
Cuando por fin me doy la vuelta para subir las escaleras, trato de concentrarme en James y en lo que le diré. Trato de concentrarme en el destino que le espera y en la importancia de salvarle de Alice. Pero todo cuanto oigo son las últimas palabras de Alice. Su eco resuena en mi mente hasta que ya no estoy segura de si son suyas o mías.
No puedo dormir bien. Mis sueños están plagados de figuras oscuras y de susurros que parecen provenir del interior de mi cabeza.
Incluso mientras vago sin rumbo por los paisajes de mi duermevela, soy consciente de estar dándole vueltas en mi cabeza a la posible localización de la piedra. Allí está Victor subido en su escalera, desplazándose de libro en libro. Dimitri se encuentra debajo con un papel en la mano. Momentos antes de despertar, noto cómo la respuesta se me escurre entre los dedos.
Un minuto más tarde, sentada en la cama, creo tenerlo.