Ella sonríe abiertamente.

—Pues claro que sí. ¿Esperaba encontrarse a otra persona?

Madame Berrier da un paso atrás para permitirnos pasar y muestra cierto aire travieso en sus brillantes ojos.

—Adelante. Los caballeros de la calle no les harán ningún daño, pero lo mejor será ser discretos, ¿no les parece?

—Sí, sí, claro —aún estoy desconcertada por el hecho de que Madame Berrier haya venido de Nueva York a Londres y de que la tenga ahora mismo delante de mí.

La seguimos hasta el interior de la casa. Ella cierra la puerta y echa la llave detrás de nosotros. Edmund, que parece no inmutarse en absoluto, no dice nada y yo me pregunto si recordará a Madame Berrier de nuestro primer encuentro, cuando me reveló mi identidad como ángel de la puerta.

Al regresar con nosotros, nuestra anfitriona señala a Dimitri con un significativo gesto de cabeza.

—Y este, ¿quién es? ¿Hmmm?

—¡Ah! Lo siento. Le presento a Dimitri Markov. Dimitri, Madame Berrier. Ella me fue de gran ayuda para comprender el lugar que ocupo en la profecía —me vuelvo hacia Madame Berrier—. Y, desde entonces, Dimitri me ha sido de gran ayuda.

Ella sonríe maliciosamente.

—De eso estoy segura, querida.

Me ruborizo ante tal insinuación, aunque no me da tiempo a replicar algo ingenioso antes de que se dé la vuelta para dirigirse al pasillo central del fondo de la casa.

—Acompáñenme. Espero que ya esté preparado el té —su voz, con ese extraño acento, mezcla de francés y de algo que aún no soy capaz de identificar, se extingue a medida que se aleja de nosotros.

Edmund, Dimitri y yo caminamos deprisa para alcanzarla. Por el propio bien de Madame Berrier, espero que el resto de la casa sea más agradable que el pasillo. Este es lúgubre, su papel pintado está medio despegado y solo lo ilumina la escasa luz procedente de las habitaciones colindantes.

Pero no debería haberme preocupado. Madame Berrier tuerce a la derecha para entrar en un salón. De repente me siento como si hubiese ido a parar a un extraño cuento de hadas. La sala está iluminada por varias lámparas de sobremesa y por la luz de las llamas parpadeantes que proceden de la chimenea. Los muebles son antiguos, pero es evidente que al menos en esta habitación Madame Berrier parece estar bastante cómoda.

—¡Qué bien huele el té! —se dirige a una mesita frente al sofá, preparada con tazas y platos—. Ha sido un detalle por tu parte prepararlo.

El comentario me coge por sorpresa y, a juzgar por las caras de Edmund y de Dimitri, no soy la única a la que le sucede. Nos miramos unos a otros mientras Madame Berrier se sienta en el sofá. Se dispone a servir el té de una tetera colocada encima de una bandeja de plata y actúa como si fuese de lo más normal darle las gracias a alguien que no está presente.

Pero al fijarme más atentamente en las sombras que acechan por los rincones de la sala, me doy cuenta de que no somos sus únicos ocupantes. En un rincón, cerca de una librería con estantes combados por el peso de libros y objetos indescriptibles de todas formas y tamaños, se distingue una silueta ligeramente encorvada. Edmund y Dimitri siguen mi mirada hasta la figura y se ponen tensos al darse cuenta de que hay alguien más en el salón.

Madame Berrier gira la cabeza en dirección a la figura.

—Deja tus mohosos libros y reúnete con nosotros, ¿quieres? Estoy casi segura de que es a ti a quien ha venido a ver la señorita Milthorpe, aunque, por supuesto, yo estoy encantada de estar en su compañía.

La figura asiente con la cabeza y se da la vuelta.

—Sí. Presento mis excusas por haber sido tan grosero.

Me resulta imposible creer que Edmund y Dimitri puedan ponerse aún más tensos, pero en cuanto la figura sale de entre las sombras, casi puedo sentir cómo levantan sus defensas a mi alrededor. He de morderme la lengua para evitar recordarles que me defendí sola en Chartres y que no necesito que me rescaten cada vez que un extraño entra en la habitación.

Es evidente que se trata de un hombre. Avanza arrastrando despacio los pies, hasta que se hace visible del todo al colocarse a la luz de la lámpara de una de las muchas mesitas.

—¡Por fin ha venido! ¡Hace ya algún tiempo y muchas millas desde que nos vimos!

Parpadeo un instante, clavada al suelo mientras trato de asimilar otra sorpresa.

—¿Señor Wigan? —el tono de mi voz es estridente y pienso que seguro que suena como si fuese tonta, porque, por supuesto, es el señor Wigan.

La alegría de su risa es bienvenida en el silencio de la sala.

—¡Pues claro que soy yo! ¡He cruzado el océano con mi querida Sylvia, ya lo creo!

Continúa hasta el sofá y se acomoda al lado de Madame Berrier mientras ella le tiende una taza de té humeante.

Dimitri y Edmund siguen educadamente de pie y rígidos, pero a mí la impresión me ha dejado sin modales. Me dirijo hacia el señor Wigan y Madame Berrier, dejándome caer sin más en un sillón frente al sofá.

—Me temo que la hemos pillado desprevenida, cariño —hay un deje irónico en el tono de Madame Berrier—. Y yo que creía que estábamos siendo indiscretos en Nueva York.

—¿Indiscretos? —repito—. ¿Cariño?

Antes de contestar, ella toma un sorbo de té y acaba distrayéndose con algo que hay en su infusión.

—Alistair, querido, ¿a qué me sabe hoy?

Una sonrisa se abre paso en el despejado rostro de él.

—Son almendras, mi amor. Y una pizca de chocolate.

Madame Berrier asiente en señal de aprobación.

—Riquísimo —se topa con mis ojos y continúa—: Nunca me gustó el té. Pero Alistair lo prepara estupendamente. Ya llevamos… juntos un tiempo. Esa fue una de las muchas razones por las que yo era rechazada por la gente en esa pequeña ciudad tan estrecha de miras que es Nueva York. Y también una de las muchas razones por las que necesitaba un cambio.

Levanta la vista sorprendida hacia Edmund y Dimitri, como si casi se hubiese olvidado de que se encontraban allí.

—Siéntense, por favor. Creía que estaba bien claro que nosotros no nos andamos con tanta ceremonia.

Se sientan siguiendo sus órdenes. Entonces me vuelvo hacia Dimitri y señalo con un gesto al hombrecillo que está bebiendo té tan contento al otro extremo de la mesa.

—Te presento al señor Wigan, de Nueva York. Él nos ayudó a averiguar que Luisa y Sonia eran dos de las llaves —miro al señor Wigan—. Y este es el señor Dimitri Markov, señor Wigan. Es… un amigo.

Madame Berrier se queda mirando fijamente al señor Wigan con picardía.

—¡Yo diría que son tan amigos como nosotros, cariño!

Me ruborizo por el bochorno y evito la mirada de Edmund, a pesar de que seguro que él entiende mejor que nadie la naturaleza de mi relación con Dimitri tras haber hecho todo el viaje a Altus en nuestra compañía.

—Me alegro de verles a ambos —digo, tratando de cambiar de tema—. Pero no comprendo por qué nos envió Arthur aquí.

Madame Berrier me pone delante una taza de té y también a Dimitri y a Edmund. Me quedo callada, mientras se ocupa de pasarles la crema y el azúcar, convencida de que continuará hablando en cuanto haya terminado.

Pero es el señor Wigan quien toma la palabra primero.

—No quisiera dar la impresión de ser impulsivo, pero puede que yo sea la persona adecuada para ayudarla, ya que poseo unos conocimientos que no son habituales.

Al oír la indignación en su voz, me doy cuenta de que he herido su orgullo. Deposito mi té en la mesa y sonrío.

—Por supuesto que sí, señor Wigan. De hecho, si hubiese sabido que estaba usted en Londres, habría sido la primera persona a la que hubiera consultado.

Él baja la cabeza con modestia.

—No es que lo sepa todo, ojo. Sin embargo, este asunto en particular podría decirse que es parte de mi especialidad.

—Desde luego que sí —replico—. ¿Qué le ha contado Arthur? ¿Y cómo dio con usted?

—Me encontró a través de un antiguo socio —el señor Wigan le da un mordisco a una pasta y mira a Madame Berrier—. Están muy buenas, mi brujita. Muy buenas.

Edmund se remueve incómodo a mi lado.

—¿Señor Wigan? —pregunto.

Él levanta la vista con la mirada perdida.

—¿Sí?

—Arthur, ¿qué le contó acerca de nuestras indagaciones?

—Ah, sí. ¡Sí! ¡Claro que sí! —se zampa la pasta de un bocado, la mastica y se la traga antes de proseguir—. No he hablado con el señor Frobisher. No directamente. Él ha estado haciendo averiguaciones con discreción para enterarse de lo que se sabe sobre esta cuestión. Pero no había nadie capaz de ayudarle. Se pasaban el asunto unos a otros, hasta que por fin vino a parar a mí. Cuando me enteré de la clase de información que estaba buscando, enseguida supe que era usted quien debía de andar detrás del tema, por lo del asunto de Nueva York.

Madame Berrier se inclina hacia él.

—Querrás decir que nos dimos cuenta, querido.

El señor Wigan asiente enérgicamente.

—Cierto, precioso capullito de rosa. Cierto.

—Entonces, ¿puede darnos la información que necesitamos? —la voz de Dimitri me sorprende. Casi me había olvidado de que se hallaba en la habitación, por lo concentrada que estaba en la conversación con el señor Wigan y Madame Berrier.

El señor Wigan mueve la cabeza.

—Oh, no. Me temo que no.

—No comprendo —trato de recordar mi conversación con Arthur, cuando comentó que había encontrado a alguien que podría tener la información que buscaba—. Estoy casi segura de que Arthur dijo que ustedes podrían ayudarnos.

Madame Berrier asiente con la cabeza.

—Pues claro que podemos.

—Entonces no… no lo entiendo —me siento irremisiblemente perdida, como si hubiese ido a parar a un extraño país en el que cada cual hablara una lengua distinta. Sin embargo, tengo la impresión de que debería saber perfectamente de qué están hablando.

El señor Wigan se echa hacia delante. Habla con tono conspirador, como si temiese que alguien pudiese oírle.

—Yo no he dicho que no pueda ayudarla, sino que no soy yo quien tiene la respuesta.

Madame Berrier se pone en pie y se alisa los faldones del vestido.

—Hace tiempo nos vino bastante bien buscar en otro lugar, ¿no es así?

La miro preguntándome qué quiere hacer y replico:

—Supongo que sí.

—Pues vámonos. Imagino que habrán venido en coche, ¿no?