Voy en el carruaje camino del baile de disfraces cuando me parece verla.

Sonia y Luisa están sentadas frente a mí mientras recorremos las calles londinenses sujetando nuestras máscaras. Los lujosos tejidos de nuestros vestidos llenan el carruaje. La seda azul marino de Sonia contrasta con la de Luisa, de color ciruela. Bajo la vista hacia mi falda color escarlata y me siento indiferente por haber tomado la decisión de ponérmela. Hace un año habría escogido sin dudarlo el color esmeralda. Me digo a mí misma que el vestido escarlata era la elección más adecuada para la máscara que había encargado antes de pensar siquiera en el traje, pero sé que no es del todo verdad.

El vestido rojo es algo más que un elemento a juego con la máscara. Es un reflejo de mi propia sensación de poder desde lo que ocurrió en Chartres, desde que me enfrenté a uno de los más mortíferos esbirros de Samael, un miembro de su guardia. Me pregunto cómo puedo disfrutar de ese poder si hasta tengo dudas de que sea suficiente para afrontar el futuro.

En eso estoy pensando cuando me giro para echar un vistazo a las bulliciosas calles por la ventanilla cubierta por una cortina. La oscuridad acecha a la ciudad filtrándose por las esquinas en dirección al centro. Los numerosos ciudadanos de Londres deben de sentir su presencia, pues parecen apresurar aún más el paso mientras van camino de sus casas y lugares de trabajo. Parece como si sintiesen su aliento en su cuello, como si sintiesen que viene a buscarlos.

Aparto esa tenebrosa idea de mi cabeza cuando veo a una mujer joven parada bajo una farola de gas, cerca de una concurrida esquina. Lleva un peinado que podría calificarse de complicado incluso para el gusto de Alice y su rostro es más delgado que el que en mis recuerdos tiene mi hermana. De todos modos, hace tiempo que no la veo en persona y cada mañana yo misma me enfrento a mi propio reflejo cambiante.

Me echo hacia delante en el asiento, sin saber si es miedo, rabia o amor lo que galopa por mis venas mientras busco una perspectiva mejor de la joven. Casi estoy a punto de gritar su nombre cuando se vuelve ligeramente hacia el carruaje. No se me coloca de frente. No del todo. Pero se gira lo bastante como para que pueda contemplar su perfil. Lo bastante como para que no me quepa duda de que no es Alice.

Se da la vuelta para continuar andando por la calle y desaparece entre la humareda de las farolas. Me reclino en el asiento del carruaje sin saber si es alivio o decepción lo que me oprime el pecho.

—Lia, ¿te encuentras bien? —me pregunta Luisa.

Consciente de que tengo el pulso acelerado, respondo con voz calmada:

—Sí, gracias.

Ella asiente con la cabeza y yo intento sonreír. Luego cierro los ojos, tratando de calmar mi agitada respiración.

«Solo ha sido tu imaginación —me digo—. Alice y las almas llevan demasiado tiempo persiguiéndote. Las ves en cualquier esquina, en cualquier calle».

De pronto deseo tener a Dimitri a mi lado, su musculoso muslo pegado al mío, su mano acariciando mis dedos bajo los pliegues de mi falda. Y mientras lo deseo, me obligo a relajar mi respiración, a aclarar mi mente. No es muy prudente depender demasiado de los demás.

Ni siquiera de Dimitri.

Mientras Edmund conduce el carruaje en dirección a St. Johns, no puedo evitar asombrarme de lo normales que parecen todos. Desde luego que los miembros del club son normales en muchos aspectos, pero, a pesar de todo, nunca he visto a tantos de nosotros reunidos al mismo tiempo en un solo lugar. Casi esperaba que hubiese un resplandor, un murmullo, algo que hiciese destacar a los asistentes que tienen poderes sobrenaturales.

Pero no. Esta reunión se parece a cualquiera de gente adinerada y elegante de Londres.

—¿Cómo habrá conseguido Elspeth una iglesia?

Oigo la voz de Sonia muy cerca de mi oído y me doy cuenta de que las tres nos hemos echado hacia delante y estiramos el cuello hacia la ventanilla para intentar conseguir ver mejor a los hombres y mujeres que bajan de los carruajes y echan a andar por el sendero empedrado.

—¡No tengo ni idea de cómo consigue Elspeth la mitad de las cosas que hace! —Luisa suelta una carcajada con esa risa escandalosa, encantadora y desinhibida que me recuerda el nacimiento de nuestra amistad, ya hace más de un año.

—Debo confesar que no pregunté nada sobre el lugar donde se celebra el baile de disfraces, pero me parece que ahora siento bastante curiosidad —digo—. Seguramente, a la reina le disgustaría toparse con una reunión de paganos en una de las iglesias de Londres.

—¡Psa! —suelta Sonia antes de continuar—: Byron me contó que en St. Johns se celebran muchos conciertos y bailes.

Pronuncia esas palabras con tal calma que me cuesta un poco darme cuenta de lo que acaba de decir. Al parecer le ha pasado lo mismo a Luisa, pues de pronto ambas nos volvemos hacia Sonia.

—¡Byron!

Ella se ruboriza y a mí me sorprende que después de todo lo que ha pasado aún pueda ruborizarse por la mención de un caballero.

—Le vi en el club cuando regresamos de Altus —su mirada se dirige desafiante a Luisa—. Él fue la primera persona que me habló del baile de disfraces.

Una ráfaga de aire frío invade el interior del carruaje cuando Edmund, muy elegante con su traje de etiqueta, abre la puerta.

—Señoritas…

Temblando, Luisa se enfunda los hombros en su chal.

—Vamos allá, ¿no? ¡Me parece que Dimitri no es el único caballero que espera ansioso nuestra llegada!

Qué fácil es sonreír con ella. A nadie más que a Luisa se le ocurriría ser tan cortés como para desearnos suerte a Sonia y a mí, habiendo dejado ella a su propio pretendiente en Altus.

El recuerdo de la isla me alegra el corazón con una serie de sensaciones: el aroma de las naranjas, las olas rompiendo sobre las rocas debajo del santuario, las túnicas de seda sobre la piel desnuda.

Sacudo la cabeza y me dispongo a estar con la única persona que me trae el recuerdo más cercano de todos, a pesar de que me encuentro en otro universo.

Nos ponemos las máscaras en el carruaje antes de abandonar su calor y encaminarnos a la oscura entrada. Al atravesar la multitud que la atesta por completo, no puedo evitar sentirme dentro de un extraño espectáculo. Los rostros enmascarados de los que me rodean se me antojan de pronto estridentes y mi propia máscara demasiado ceñida a mi cara. Las máscaras dificultan la conversación y siento alivio cuando un hombre alto y delgado como una espiga se quita la máscara. Se trata de Byron. Se inclina para saludarnos, toma a Sonia de la mano y ella sonríe tímidamente mientras se dirigen a la pista de baile. Un instante después, Luisa se marcha con un caballero rubio que no le quita los ojos de encima. Veo a mis amigas deslumbrantes bajo las miradas de adoración de los hombres que revolotean a su alrededor en la pista y apenas alcanzo a comprender que podamos ser las mismas chicas que se conocieron en Nueva York no hace tanto tiempo.

Estoy pensando si merece la pena ir a por un refresco cuando me fijo en un hombre parado a cierta distancia en medio de la multitud. Sé que es Dimitri a pesar de que acordamos mantener en secreto nuestras máscaras hasta esta noche. Me parece que son sus hombros, su erguida postura, siempre dispuesto a defenderse a sí mismo —y a mí—, y me convenzo de que es él.

Se da la vuelta sosteniendo mi mirada momentos antes de abrirse paso a zancadas entre la multitud con decisión.

Su máscara es exquisita, grande y adornada con piedras de ónice colocadas entre brillante purpurina plateada y plumas de intenso color rojo.

Como si hubiera sabido que iba a escoger el vestido escarlata desde el primer momento.

En cuanto se me acerca, me toma de la mano, aunque no se inclina para besármela. Dimitri no finge seguir las reglas londinenses. Su mano grande envuelve la mía, más pequeña, y tira de mí hasta que noto la dura superficie de su cuerpo. Me mira intensamente a los ojos antes de bajar su boca hasta la mía. Su beso es apasionado e intenso y, sin pensármelo, levanto la mano para acariciarle el pelo negro y ensortijado de la nuca. Nos separamos muy a nuestro pesar, mientras algunas de las personas que están más cerca nos miran con asombro para volver luego a ocuparse de sus asuntos.

Dimitri se me acerca al oído para que solo yo escuche su voz.

—Estás deslumbrante.

—¡Vaya, caballero, es usted un atrevido! —levantando la barbilla para mirarle a los ojos, parpadeo fingiendo timidez. Un instante después, no pierdo más el tiempo y me echo a reír—. ¿Cómo podías estar tan seguro de que era yo?

—Yo podría preguntarte lo mismo —me dedica una sonrisa—. ¿O debo entender que siempre miras embobada a cualquier caballero que lleve una máscara enjoyada y con plumas?

—Jamás —hay seriedad en mi tono de voz—. Solo tengo ojos para ti.

Los ojos de Dimitri se oscurecen. Reconozco esa expresión de deseo por las muchas horas que hemos pasado abrazados desde nuestro regreso de Altus.

—Ven —extiende una mano—. Vamos a bailar. No será como en Altus, pero podríamos imaginar que estamos allí si cerramos los ojos.

Me arrastra entre la multitud, abriéndose paso con su sola presencia. Cuando nos aproximamos a la pista de baile, Sonia pasa como un remolino en brazos de Byron. Parece feliz y no le reprocho que disfrute.

—Buenas noches, señorita Milthorpe. He oído que tal vez necesite cierto tipo de información —la voz, que viene justo de detrás de mí, no es enérgica, pero atrae mi atención.

Tirando del brazo de Dimitri, dejo de avanzar y me vuelvo hacia el hombre parado entre la multitud que se divierte. Es un anciano, como evidencian sus cabellos blancos y las arrugas que surcan sus manos. Su máscara es negra y verde con plumas de pavo real, pero lo que le delata es la túnica azul marino, ya que es muy aficionado a llevarla puesta hasta en las reuniones más privadas del club.

—¡Arthur! —sonrío al reconocer al anciano druida—. ¿Cómo me ha reconocido?

—Ay, señorita. Mis sentidos ya no son lo que eran, pero sigo siendo un druida de la cabeza a los pies. Ni siquiera su extravagante disfraz puede ocultar su identidad.

—¡Qué sabio es usted, ya lo creo que sí! —me vuelvo hacia Dimitri, intentando hacerme entender por encima del alboroto sin gritar—. Supongo que ya conocerás del club al señor Frobisher, ¿no?

Dimitri asiente con la cabeza y extiende una mano.

—Hemos coincidido en varias ocasiones. Arthur se ha mostrado siempre muy cordial desde que ocupo una habitación allí.

Arthur estrecha la mano de Dimitri con un destello de admiración en sus ojos. Habla pausadamente, inclinándose hacia delante para hacerse oír.

—Siempre es un honor ofrecer hospedaje a la fraternidad.

Terminados los saludos, le recuerdo a Arthur sus palabras de antes.

—¿Ha hablado de información?

Él asiente. Se saca algo del bolsillo y me lo entrega.

—Dicen por ahí que está buscando ciertos datos. Esta es la dirección de unos conocidos míos. Tal vez puedan ayudarla.

Extiendo la mano. Noto la superficie suave y crujiente del papel doblado cuando lo deposita sobre mi palma.

—¿Quién le ha comentado que necesitábamos información, Arthur? —la preocupación ensombrece la mirada de Dimitri—. Se supone que mantenemos nuestras indagaciones en la más absoluta reserva.

Arthur asiente y se inclina al agarrar el hombro de Dimitri para tranquilizarle.

—No hay que preocuparse, hermano. Por aquí las palabras circulan despacio y con discreción —se endereza señalando con un gesto el papel entre mis manos—. Hágales una visita. La estarán esperando.

Tras darse la vuelta para marcharse, desaparece entre la multitud sin añadir nada más. Me encantaría abrir ahora la nota para ver quién puede ser el depositario de las respuestas que buscamos, aunque va a ser imposible leer el nombre y la dirección con los empujones del baile. Dimitri me observa mientras doblo la nota antes de abrir la limosnera que llevo colgada de la muñeca. Introduzco el papel entre el forro de seda y tiro de los cordones para cerrarla.

La presencia de esa nota me arrebata el goce que sentía apenas hace unos momentos. Me recuerda que aún queda mucho por hacer, que ninguna mascarada, ningún baile, ningún hombre de ojos oscuros puede redimirme de la profecía. Eso es algo que solo yo puedo hacer.

Como si intuyese mi preocupación, Dimitri vuelve a cogerme de la mano.

—Ya habrá tiempo de sobra para eso mañana —sus ojos me miran fijamente—. Ven. Vamos a bailar.

Me dejo llevar por él hasta el centro de la gran sala, donde no duda en arrastrarme a la pista de baile. No hay lugar para la preocupación mientras damos vueltas entre los trajes de llamativos colores, entre las plumas y la bisutería de las máscaras, y me dejo llevar por él, aliviada por permitir que alguien esté al mando, aunque no sea más que durante un baile.

La música va in crescendo y luego da un vuelco espectacular. Esta vez soy yo quien tira de Dimitri cogiéndole de las manos para sacarle de la pista de baile.

Le hablo pegada a su oído.

—Vamos a beber algo, ¿me acompañas?

Él asiente con una sonrisa.

—¿Está sedienta por mi culpa, señora?

—Podría decirse que sí —digo enarcando las cejas.

Él alza la cabeza y se echa a reír. Oigo el eco de su risa incluso por encima de la música y las conversaciones de la sala.

Nos abrimos paso entre la multitud en busca de refrescos cuando la visión fugaz de unos pómulos me llama la atención. Angulosos y femeninos, se elevan hasta unos ojos tan verdes que distingo su brillo desde el otro lado de la sala. No debería poder reconocerla desde tan lejos, teniendo en cuenta que su rostro se encuentra casi enteramente oculto entre destellos de purpurina dorada y de bisutería de color púrpura.

Sin embargo, estoy casi segura y comienzo a moverme en su dirección sin decirle una sola palabra a Dimitri.

—Lia, ¿adónde vas? —oigo que dice su voz a mi espalda.

Pero mis pies se mueven por sí solos, sin que nada importe salvo la mujer que está parada a unos pies de distancia en una pose increíblemente familiar.

En cuanto llego hasta ella, la agarro del brazo sin pensar siquiera que podría estar equivocada.

Ella no parece sorprendida. Lo cierto es que ni se molesta en bajar la vista a la mano con la que sujeto su fino brazo. No. Se vuelve despacio hacia mí, como si haberla encontrado no fuese en absoluto una sorpresa.

Lo sé antes de que se haya dado la vuelta por completo. Lo veo en el orgulloso perfil de su barbilla, en el desafiante brillo de sus ojos.

—Alice —dejo escapar su nombre. No es una pregunta. La he visto en los otros mundos y en el mío. He contemplado su fantasmal presencia durante los meses en los que su poder fue creciendo lo bastante como para permitirle pasar de un mundo a otro. Dormía a su lado de niña y de noche escuchaba su suave respiración. Incluso bajo la máscara, estoy segura de que se trata de Alice.

Sonríe tranquila y despreocupada. Mi hermana siempre ha disfrutado de la intuitiva capacidad de saber las cosas antes que los otros. Sin embargo, aún hay algo más. Algo oculto e indefinible.

—Buenas noches, Lia. Qué casualidad encontrarte aquí.

Hay algo en sus ojos, algo oscuro y secreto que me asusta más que saber que se halla ahora en Londres con su notable poder.

Muevo la cabeza, tratando de reponerme de la impresión de ver por primera vez a mi hermana en persona desde que me fui de Nueva York.

—¿Qué estás haciendo aquí? Quiero decir… ¿Por qué has venido?

Hay otras cosas que debería decir. Cosas que debería exigir y decir a gritos. Pero el baile de disfraces y la impresión conspiran para que no pierda la compostura, aun a pesar de que un chillido amenaza con abrirse paso por mi garganta.

—He venido a hacer algunas compras para los preparativos —lo dice como si fuese obvio y no puedo evitar sentir que he ido a parar a los otros mundos, a un lugar con la misma apariencia y los mismos sonidos que mi propio mundo, pero que es, de hecho, una visión distorsionada y falsa.

—¿Preparativos? ¿Para qué?

Me siento como la tonta del pueblo. Está claro que Alice está jugando conmigo y, a pesar de ello, soy incapaz de marcharme. Me tiene a su merced, igual que siempre.

Incluso aquí. Incluso ahora.

Sonríe y por un momento casi me parece sincera.

—Para mi boda, claro.

Me trago el presentimiento que se forma en mi garganta como una piedra, mientras Alice se vuelve hacia el caballero que está a su lado. He estado tan concentrada en ella que ni he reparado en su acompañante enmascarado.

Pero ahora sí que me fijo en él. Lo hago y nada más verle siento un vacío en mis entrañas.

Levanta la mano para quitarse la máscara. Tarda demasiado, su rostro y sus cabellos van quedando a la vista poco a poco, hasta que pierdo la esperanza de haberme equivocado.

—¿Lia? ¿De verdad eres tú? —su expresión de sorpresa es indudable y sus ojos buscan en los míos respuestas que no puedo darle.

—Te acuerdas de James Douglas, ¿no? —Alice se coge de su brazo en una clara muestra de posesión—. Vamos a casarnos esta primavera.

Y, entonces, la sala comienza a moverse y los rostros de los invitados se transforman en algo extraño y espantoso.