Ratingen
—El italiano y su amiga americana han desaparecido —explicó Hartlandt, mirando de reojo a Pohlen—. Y seguimos sin novedades en el caso Dragenau.
Miró a su alrededor. Dienhof estaba allí, igual que todos los directivos de Talaefer S. A., incluido Wickley.
—Las autoridades balinesas han enviado el informe sobre el lugar de los hechos y la autopsia. Según éste, Dragenau fue asesinado. Dos proyectiles: uno en el tórax y otro en el abdomen. Su habitación del hotel había sido registrada antes de que la policía diera con él, pero quien quiera que lo hubiese hecho, se había esmerado en no dejar rastro de huellas dactilares. Quizá encontraran algo de ADN, pero quién sabe cuánto esmero ponía en su trabajo el personal de limpieza del hotel y cuántos huéspedes podían haber dejado su marca en aquella habitación… El pasaporte de Dragenau había desaparecido, así como el dinero y las tarjetas de crédito.
Hartlandt hizo pública esta información a propósito, pues tenía más que contar:
—De hecho, hay un detalle realmente interesante: Dragenau no era Dragenau. Al menos no en el hotel, en el que se había registrado como Charles Caldwell. ¿Les dice algo este nombre? ¿Alguno de ustedes tiene algo que aportar?
Todos negaron con la cabeza.
—¿Por qué tendría que hacer algo así? —continuó Hartlandt—. Mi tesis es que Dragenau es nuestro hombre. Que no se fue a Bali de vacaciones. Que se marchó para esconderse. Y que por desgracia para él —y para nosotros— sus cómplices o sus clientes no se fiaron de él. De modo que lo hicieron callar, lo cual nos perjudica, puesto que ahora ya no podrá contarnos nada.
—Pero eso no son más que especulaciones —se apresuró a apuntar Wickley—. ¿Y si el muerto es en realidad Charles Caldwell? ¿Por qué iba Dragenau a esconder su identidad?
—¿Por dinero? —sugirió Hartlandt.
—La venganza se sirve fría —insinuó Dienhof.
Wickley le lanzó una mirada furibunda.
—Pero ¿por qué? —insistió Hartlandt—. Formaba parte del núcleo duro de la empresa. ¿A santo de qué iba a querer vengarse?
—Hace muchos años —suspiró Wickley—, cuando todavía era un estudiante de tecnología, Dragenau fundó una empresa de software de automatización. Tenía una mente brillante, pero no era un buen comercial. A pesar de sus excelentes productos, nunca llegó a triunfar en el negocio. Durante un tiempo pudo hacer la competencia a Talaefer, pero a la larga no tuvo nada que hacer. A finales de los noventa vendió su empresa a Talaefer, se convirtió en su desarrollador jefe, y, como tal, impulsó el desarrollo tecnológico en nuevos mercados.
—Sigo sin entender por qué iba a querer vengarse —objetó Hartlandt—. Parece que había conseguido dinero y un trabajo que le gustaba…
—No; no había conseguido dinero. Su empresa estaba muy endeudada, y no sólo por contenciosos jurídicos con Talaefer. La compra de su empresa no había sido más que una jugada estratégica para hacerse con él, y en los años que siguieron se demostró con creces que la gestión había merecido la pena. La empresa le debe numerosos y excelentes avances.
—¿Va a decirme ahora que un trabajador decepcionado y empujado a la bancarrota, además de antiguo competidor de la empresa, no les parecía un indudable peligro en potencia? —preguntó Hartlandt, incrédulo.
—Los primeros años sí, la verdad —contestó Wickley—, pero con el tiempo fue causando tan buena impresión que todas las dudas se disiparon. Incluso consideramos la posibilidad de ascenderlo a jefe de desarrollo de sistemas.
—Ya veo… Bien, por lo que parece, podrían haberse equivocado. Por el momento debemos centrar nuestras investigaciones en cada una de las áreas a las que Dragenau tenía acceso.
Entre Colonia y Düren
Shannon abrió los ojos y miró las cenizas. Ahí en medio todavía ardían algunos trozos de madera. Manzano dormía tras ella; le costaba respirar.
El sudor perlaba su pálida cara. El cielo, azul, relucía a través de los agujeros del techo.
Shannon se quedó tumbada mientras recapacitaba sobre su situación. Estaba en una sórdida cabaña de madera, en un país cuya lengua no entendía ni hablaba. El invierno imperaba en las calles. A su lado, un hombre herido de bala. Le habían robado su único medio de transporte, y no tenía nada para comer… ni para beber. La televisión no funcionaba, y lo mismo sucedía con todos aquellos medios con los que, en circunstancias normales, habría podido informarse sobre la situación actual. Ni siquiera el teléfono, que antes le habría servido para llamar a familiares, amigos o compañeros de trabajo y pedir ayuda, tenía ahora la menor utilidad.
Shannon sintió que el pánico se apoderaba de ella. Conocía esa sensación de cuando iba a la escuela y temía no haber aprobado los exámenes, o de cuando se iba de viaje y por algún motivo perdía el tren, o el rumbo, o se quedaba sin dinero. Pero había aprendido a lidiar con ello: sabía lo que tenía que hacer, y desde luego no era quedarse petrificada como un conejo ante una serpiente, sino decidirse a dar el primer paso. Hacer algo, ponerse en movimiento hacia su objetivo.
Pero… ¿cuál era su objetivo?
Se incorporó con cuidado, puso un leño en el fuego y sopló suavemente hasta que prendió. Manzano respiraba con mucha dificultad, pero no se había despertado. Salió despacio de la cabaña e hizo sus necesidades matutinas en la parte de atrás. Una capa de hielo blanco cubría los campos y bosques a su alrededor, brillando bajo los rayos del sol. Por un instante se sintió aliviada.
No podía valorar hasta qué punto se habían alejado del idiota de la noche anterior, pero lo que estaba claro era que no veía edificios en ninguna parte.
Sentía la boca seca y se apoyó en la pared de madera que el sol de la mañana había empezado a calentar. Cerró los ojos y disfrutó del cosquilleo de los rayos solares en su cara. Se mantuvo así durante un rato, mientras intentaba poner en orden sus pensamientos. Pensar un plan. Encontrar un rumbo. Hasta hacía dos días había tenido una meta muy clara: conseguir el mejor reportaje de esta historia, ya de por sí increíble. Se dio cuenta de lo fácil que lo había tenido en los días anteriores. Desde el comienzo del apagón cientos de millones de europeos vivían bajo estas condiciones que ella había empezado a conocer ahora. Condiciones que cada día empeoraban un poco más. Hasta el momento, aquellos cientos de millones de europeos no habían sido para ella más que el objetivo de sus reportajes, que se forjaban tras una cámara y se montaban cómodamente en la cálida habitación de un hotel. Se quedó en silencio y reflexionó. Ahora… ¿qué noticia le gustaría dar? En realidad, sólo una: «El apagón se ha acabado. Volvemos a tener electricidad». Sí, dar esa noticia le encantaría. Pero, para ello, primero tenía que suceder. Quizá no era el momento de informar sobre lo que hacían los demás, sino de hacer algo por una misma. Manzano, por ejemplo, había conseguido descubrir el código maldito en los contadores italianos.
Pero su boca áspera y el ronroneo del estómago le recordaron que los siguientes pasos debían dedicarse a cubrir sus necesidades básicas. Desde la tarde anterior, en casa de Hartlandt, no había vuelto a comer nada y sólo había bebido una vez en el riachuelo. Y Manzano… seguro que él estaba peor. Además, ni siquiera había probado el aperitivo de los policías.
Volvió a la cabaña.
Manzano abrió los ojos, febriles.
—Buenos días —dijo ella en voz baja—. ¿Cómo te encuentras hoy?
Él volvió a cerrar los ojos y tosió.
Shannon le puso la mano en la frente. Estaba ardiendo. Era posible que se debiera a las llamas, de las que estaba demasiado cerca… pero también era posible que no.
El italiano murmuró algo.
—Debemos encontrar a un médico —sentenció Shannon.
Ahí estaba. El primer paso.
La Haya
Marie Bollard corrió hacia uno de los vendedores que se habían colocado alrededor de la plaza. Vendía coles, nabos y manzanas maduras. Sacó el reloj que sus padres le habían regalado al aprobar la selectividad y guardaba, además, dos anillos de oro y un collar en la mano. Lo último que le quedaba. Ofreció al vendedor uno de los anillos.
—Oro auténtico —exclamó—. Está valorado en cuatrocientos euros. ¿Cuánta comida me ofrece a cambio?
Justo detrás de ella, alguien captó la atención del hombre, puesto que ofrecía dinero en metálico. Marie Bollard mostró el anillo a otro de los muchos vendedores, que tenían cien ojos puestos en sus mercancías.
—Oro auténtico —repitió ella—. ¡Dieciocho quilates!
El hombre no reaccionó. Impasible, miró cómo Marie se dirigía de nuevo a los otros puestos.
Gritó unas cuantas veces, hasta que él le lanzó una mirada fugaz.
—¿Y cómo voy a saber si es oro bueno? —preguntó él al fin.
Antes de que Marie Bollard pudiera contestar, el tipo cogió el dinero que le ofrecía el otro y a cambio le dio dos sacos llenos de sus coles, sus nabos y sus manzanas maduras.
Agotada, Marie Bollard se retiró del gentío. Pero no podía darse por vencida tan fácilmente. Había al menos treinta vendedores repartidos por la plaza. La gente se abría paso entre ellos a empujones, hambrienta, como en un mercado antiguo en un cálido día de otoño, pero con una intensidad y una agresividad aún mayores. Justo en el centro había un hombre con una larga barba. Iba vestido con una tela blanca enrollada al cuerpo, lo cual le hacía parecer una mezcla de gurú y Jesús. Con los brazos alzados, el barbudo repetía sin cesar:
—¡El final se acerca! ¡Arrepentíos!
Siempre hay gente para todo, se dijo Marie Bollard. ¡Y con el frío que hace!
Prosiguió su camino, desaprobando con la cabeza. Cada dos por tres se oían peleas y gritos coléricos. Hacia el final del mercado se había reunido algo más de gente de lo normal. Escuchaban a un orador que vociferaba, enfurecido.
Marie iba abriéndose paso entre los puestos de comida, hasta que descubrió uno que parecía no vender nada. Su mesa era más pequeña que las otras, y, sin embargo, estaba custodiada por seis hombretones enormes con cara de pocos amigos. Bollard se acercó un poco más. Un hombre con un monóculo en el ojo derecho examinaba una joya.
—Doscientos —le dijo a la mujer que tenía delante.
—¡Pero si vale ochocientos como mínimo! —gritó ella.
—Entonces véndaselo a alguien que le dé ochocientos —replicó él, mientras le devolvía el broche.
La mujer dudó unos segundos, pero al final lo cogió, apretándolo dentro del puño. El hombre se concentró en la siguiente joya que le ofrecían. La mujer seguía ahí quieta, dudando, pero los demás la apartaron a empujones.
Marie Bollard metió la mano en el bolsillo en busca de sus joyas, se mordisqueó los labios y se dio la vuelta.
Desorientada, se quedó quieta en medio del gentío y el estruendo. No estaba preparada para este tipo de negociaciones. Cada vez había más gente en torno a los oradores, que ocupaban ya media plaza.
Gritaban a coro algo que Bollard tardó en entender.
—¡Dadnos comida! ¡Dadnos agua! ¡Devolvednos nuestras vidas!
Entre Colonia y Düren
Shannon estaba de pie en la acera, y Manzano, a su lado, se había sentado en el suelo, apoyándose en la mochila de ella. Ya no le quedaban fuerzas para avanzar.
Llevaban media hora esperando que pasara algún coche. Si querían salir de allí, debían arriesgarse a hacerlo. Por suerte, el sol brillaba y compensaba un poco el intenso frío del inviermo.
Shannon oyó el motor de un coche antes de verlo siquiera. Entonces apareció un camión por la izquierda.
—Esperemos que no sean militares ni policías —susurró Manzano—. Si tienen nuestros retratos robot…
—Por el color no parece que lo sean —dijo Shannon—. Vamos, hay que intentarlo. Y además, ya es tarde para escondernos.
Estiró el brazo con el pulgar alzado.
Distinguió a dos personas en la cabina del conductor. El vehículo se detuvo junto a ella. Un hombre joven con el pelo corto y barba de varios días los miró desde la ventanilla. Preguntó algo que Shannon no comprendió. Una vez más, tuvieron que preguntar si el otro hablaba inglés. El joven los miró extrañado, pero entonces dijo: «Yes».
Shannon le explicó que Manzano estaba enfermo y que debían ir hasta la siguiente ciudad. El chico retiró la cabeza de la ventanilla, y Shannon lo oyó hablar con el conductor. Luego abrió la puerta y les tendió la mano. Shannon ayudó primero a subir a Manzano y después hizo lo propio.
Al volante iba un hombre más viejo, también con barba de varios días y una barriga prominente. El joven lo presentó como Carsten, él se llamaba Eberhart.
—Pero ¿dónde han estado ustedes? —preguntó mientras los olfateaba—. ¿En un ahumadero?
—Algo parecido.
En la cabina del conductor hacía un calor terrible. Detrás de los asientos de Carsten y Eberhart había espacio suficiente para ella, Manzano y las pertinencias de ambos.
Tan pronto ella y Manzano se hubieron abrochado el cinturón, Carsten puso primera y el camión reanudó la marcha.
Manzano se inclinó apoyándose en la pared de la cabina y cerró los ojos. Shannon le puso la mano sobre la cabeza. Era como si se hubiera llevado en la frente unas brasas del fuego de ayer.
—Somos reporteros —explicó Shannon—. Durante nuestras investigaciones, nuestro coche se quedó sin gasolina…
—Reportajes duros, a juzgar por el estado su compañero —dijo Eberhart y señaló la herida en la cabeza de Manzano.
—Un accidente de coche, al apagarse los semáforos —apuntó Manzano, ciñéndose a los hechos.
—… además, nuestro hotel cerró pocos días después —continuó Shannon—. Ahora queremos ir a Bruselas.
Y en ese mismo instante se dio cuenta de lo estúpido que había sonado aquello.
—¿Creen que la UE los va a ayudar? —se rió Eberhart.
—Bueno, a Bruselas o a cualquier otra gran ciudad, donde quizá podamos encontrar un consulado o una embajada —añadió enseguida—. O en una de las zonas que esté provista de corriente eléctrica. ¿Saben por casualidad dónde puede haber alguna?
—No. En nuestro recorrido, ni una. Mucho me temo que estas zonas ya sólo se encuentran en el país de nunca jamás.
Berlín
—Debemos decidir ya mismo qué les decimos a los rusos —requirió el canciller—. En dos horas empiezan los primeros vuelos.
—Por el momento seguimos sin desenmascarar a los autores de todo este horror —respondió el ministro de Defensa.
—Pero necesitamos toda la ayuda que puedan ofrecernos —advirtió Michelsen—. ¿Con qué argumento los detenemos ahora? ¿Y, sobre todo, por qué sólo los rusos y no los turcos o los egipcios?
—Pero ¿y si los rusos están detrás?
—Y si, y si… —replicó Michelsen—. Estaba harta de las constantes objeciones de los que creían estar en guerra. Desde buen comienzo, el ministro de Defensa se había decantado por el discurso de la guerra, mientras el canciller estaba a la expectativa, después del ataque a los Estados Unidos, no quería descartar un atentado terrorista. Sabía que el ministro del Interior, que ahora le ofrecía su ayuda, estaba de su parte.
—En su primera remesa, Rusia manda prácticamente sólo fuerzas civiles —respondió él—. Las fuerzas armadas sólo tienen la orden de coordinarse, al menos por ahora.
Todos los implicados tenían claro que la cuestión ya no giraba en torno a los argumentos, sino al poder. El ministro del Interior mandaba sobre la policía, unidad competente en cuanto a investigaciones terroristas se refiere.
Desde el ataque a Estados Unidos, el ministro de Defensa cada día veía más cerca su oportunidad. Dirigente de una pequeña coalición, como responsable del ejército alemán cobraría mayor importancia en caso de enfrentarse a un conflicto armado. Por poner, se pondría incluso por encima del canciller. Michelsen estaba prácticamente convencida de que el tipo estaría dispuesto a provocar una guerra.
Alguien llamó a la puerta de la sala de reuniones. Un secretario del canciller la abrió, asomó la cabeza, se dirigió con pasos apresurados hasta el jefe de Gobierno y le susurró algo al oído.
El canciller se levantó despacio y dijo a los presentes:
—Deberían considerarlo.
Y abandonó la sala.
Los demás, sorprendidos, le siguieron. El canciller cruzó el perímetro de seguridad hasta uno de los pasillos desde los que podía observarse la calle.
Michelsen se estremeció ante semejante visión; una lacerante piel de gallina le recorrió la espalda hasta la nuca, y más arriba, hasta el punto más alto de su cabeza.
—Les comprendo —le dijo a la mujer que tenía al lado y que, como ella misma y como tantos otros, miraba embobada a la muchedumbre que se concentraba un par de pisos por debajo de ellos, ante el Ministerio de Interior. Debían de ser millares. Gritaban consignas que Michelsen, tras los gruesos cristales, no podía oír. Sólo veía las bocas abiertas, los puños agitados y las pancartas.
¡Tenemos hambre!
¡Tenemos de frío!
¡Necesitamos agua!
¡Necesitamos calefacción!
¡Queremos luz!
Modestos deseos, pensó Michelsen. Pero cada vez más difíciles de satisfacer. Era consciente de la imagen que los de arriba estaban dando a los de abajo: directivos sin abrigo, sólo con jerséis gruesos y bufandas, que aparecían tras los cristales de un edificio iluminado y con calefacción, y que miraban hacia abajo, desde su fortaleza, al pueblo que se moría de frío.
La multitud se agitaba de un lado a otro, un mar de cabezas que periódicamente se acercaban al edificio, y luego retrocedían un poco, para acercarse de nuevo a él. Michelsen sabía que las puertas de abajo estaban cerradas y custodiadas por la policía, y sintió un alivio superlativo.
—Debo volver al trabajo —dijo, y se dio la vuelta.
En aquel momento, un ruido sordo hizo que volviera a darse la vuelta. Sus compañeros de trabajo habían retrocedido y miraban horrorizados por la ventana. Un objeto golpeó de nuevo un cristal, provocando una grieta que se extendió en forma de telaraña. Era una piedra. Luego volaron muchas más, hasta que se agrietó una segunda ventana. Aunque el cristal de seguridad era lo suficientemente resistente, todos retrocedieron hasta el pasillo, y se pusieron de camino a las dependencias del gabinete de crisis, que estaban protegidas con puertas especiales que tenían códigos de seguridad. Sólo unos pocos decidieron quedarse fuera.
Exactamente por eso estoy aquí, pensó Michelsen: para impedir que suceda algo así. La sensación de fracaso le recorrió todos los miembros del cuerpo, los dientes le rechinaron como si tuviera escalofríos, se apoyó en la pared y miró las piedras que se habían estampado contra el cristal.
Parecía que el ataque había acabado. Cinco de las dieciséis ventanas del pasillo habían quedado dañadas.
—Que vengan los rusos —oyó decir el canciller al ministro de Asuntos Exteriores.
Con mucho cuidado, Michelsen se aventuró a asomarse de nuevo por la ventana. Delante del edificio, la calle estaba anhegada de humo. ¿Fuego o gas lacrimógeno?, se preguntó.
Cerca de Düren
—¿Y ustedes? —preguntó Shannon al copiloto—. ¿Qué hacen aquí en la carretera?
—Carsten trabaja para una gran empresa de alimentación —contestó Eberhart—. Se dedica a proveer de comestibles a las sucursales.
Ante la idea de comida, el estómago de Shannon dio un brinco.
—Usted habla bien el inglés.
—Lo estaba estudiando en la universidad —aclaró Eberhart—. Hacía filología, ¿sabe usted? Pero ahora trabajo como asistente de emergencia.
—¿Y qué obtiene a cambio?
—La comida que sobre al final del día y aún se pueda aprovechar. Conservas, harina, pasta. En todos los lugares en los que hemos parado durante nuestro recorrido hemos visto que ciertas sucursales han sido convertidas en centros de distribución, por lo general desde la misma administración local. Allí repartimos cantidades preestablecidas, directamente desde el camión. Es un buen trabajo, aunque sé que no puede durar demasiado. —Miró pensativo desde la ventana.
—¿Por qué?
—Porque nuestro almacén está prácticamente vacío. Éste será uno de nuestros últimos viajes. A partir de ahora tendremos que ser muy estrictos con las raciones y el reparto.
Shannon dudó unos instantes antes de formular la siguiente pregunta:
—Ustedes transportan alimentos, ¿verdad? Pues nosotros no hemos comido nada desde ayer por la mañana… —Como ninguno de los dos reaccionaba, añadió—: …y aún me queda algo de dinero.
Eberhart la miró con extrañeza.
—¿Todavía tiene dinero?
A Shannon le sobrevino una sensación desagradable que no calmaba en absoluto su afligido estómago.
—Poco —se apresuró a apuntar—. Pero lo suficiente como para comprarles algo. Pensé que podría…
Eberhart se rascó la barba.
—No estamos autorizados. Son las leyes del estado de emergencia. Debemos repartir gratis la mercancía, que está estrictamente racionada.
La miró muy fijamente a los ojos, como si estuviera esperando una oferta.
—Un paquete pequeño —insistió Shannon—, para mi compañero y para mí. Ya ven cómo se encuentra.
Eberhart echó un vistazo a Manzano, que ni siquiera era capaz de reaccionar, y Shannon rebuscó en su bolsillo.
—Aquí tengo cincuenta euros. Con esto seguro que tendría para un paquete, ¿no? Bien pagado.
—Cien —dijo Eberhart, haciendo ademán de coger el billete, pero Shannon lo retiró.
Eberhart se centró de nuevo en la carretera, como si nada hubiera pasado. Condujeron así un minuto, durante el cual los ácidos gástricos de Shannon parecían haber enloquecido y esparcirse por toda su cavidad estomacal.
Finalmente, cedió:
—Sesenta —dijo.
—Ahora son ciento veinte.
Shannon lo maldijo en silencio. Lo siguiente era echarla del vehículo.
—Ochenta.
—Esta mañana he desayunado bastante. —Eberhart mantenía la mirada clavada en la carretera—. Pronto almorzaré como es debido. Si usted también quiere hacerlo, ciento cincuenta.
—Ya no me queda tanto dinero.
—Quien no tiene dinero para negociar, no debería empezar a hacerlo.
¡Mierda! ¡Maldito bastardo!
—De acuerdo. Cien. Más es imposible.
Shannon sintió que estaba a punto de llorar de rabia.
Eberhart le hizo una seña a Carsten. El vehículo fue reduciendo paulatinamente la velocidad, hasta que se detuvo.
Eberhart se dirigió a Shannon, y le tendió la mano abierta.
—Primero la comida —exigió Shannon.
Eberhart bajó y regresó con un paquete.
Rechinando de dientes lo intercambió por sus cien euros.
Lo abrió bruscamente, encontró una barra de pan envuelta en plástico, dos latas de conservas con judías y maíz, una botella de agua mineral, un tubo de leche condensada, un paquete de harina y uno con pasta. ¡Genial! Había pagado cien euros por unos paquetes de harina y pasta, que sin horno, o al menos sin fuego, no iba a poder cocinar. Sacó el pan del envoltorio a toda prisa, rompió un pedazo, se lo dio a Manzano, cogió otro pedazo y se lo zampó con voracidad. A su lado, Manzano comía con la misma avidez. Se untó un poco de leche condensada sobre el pan.
Eberhart y Carsten, en la cabina, se reían a carcajadas.
Pero a ella no le importó.
Ratingen
—Hemos revisado alrededor de un treinta por ciento de los códigos que a nuestro parecer deben tenerse en cuenta —informó Dienhof—, y hasta el momento, todo parece correcto.
—Todavía queda el setenta por ciento. ¿Por qué van tan lentos? —preguntó Hartlandt.
Dienhof se encogió de hombros.
—¿Y qué esperaba? Tenemos que examinar las cifras de los códigos una a una y comprender la lógica del programador que se esconde detrás. En circunstancias normales ya es sumamente complicado, así que imagínese ahora.
Hartlandt dio por terminada la reunión, y trasladó la central de operaciones de su equipo a la habitación anexa.
Su colaboradora estaba hablando por radio. Al ver a Hartlandt finalizó la conversación y colgó.
—Era Berlín. Les he enviado algo que a su vez deben hacer llegar a la Europol y a los demás. Mire.
En su ordenador se abrió una imagen.
—Son datos reconstruidos de los antiguos discos duros y ordenadores que encontramos en casa de Dragenau. Resulta que éste no era demasiado meticuloso, o bien que le daba igual lo que encontráramos.
En la imagen, un retrato de un grupo congregaba al menos sesenta personas de todas las nacionalidades ante una ciudad que Hartlandt no supo identificar. Las caras eran difícilmente reconocibles.
«Shangai 2005», ponía como título, en la barra de la ventana. Ahora sí; ahora ya lo veía.
—En 2005 Dragenau participó en una conferencia de seguridad informática en Shangai. Ya he pedido al departamento de personal de Talaefer que me entreguen todos los documentos que tengan sobre este viaje, suponiendo que exista alguno, porque igual se trataba de un viaje privado de Dragenau. La foto debió de ser tomada en algún momento de la conferencia. Aquí está Dragenau. Y aquí arriba hay alguien a quien quizá también conozcamos.
Amplió la imagen hasta hacer visible la cara. Un hombre joven, de buen semblante, con la tez bronceada y el cabello negro sonreía a la cámara.
—Se parece muchísimo a… —Abrió otra imagen.
Hartlandt reconoció una de las imágenes fantasma que habían sido tomadas por los presuntos saboteadores de contadores inteligentes.
Ella la colocó al lado de la cara de Dragenau en la foto en Shangai.
—Hay cinco años de diferencia entre una y otra. El cabello es más corto ahora, pero…
—Que Berlín, la Europol, la Interpol y todos los demás organismos sean informados inmediatamente. Ya veremos de quién se trata y si sabemos algo de él.
«Todos los demás organismos» eran los servicios secretos de inteligencia de los países afectados, con los que debían contar sin lugar a dudas en la situación actual.
Más allá de Düren
—¿Qué, satisfecha? —preguntó Eberhart.
Shannon estaba indignada por el modo en que aquel sinvergüenza se había aprovechado de su situación, pero todavía los necesitaba, a él y a su camión, para seguir adelante, de modo que se tragó el orgullo y sonrió.
—¿Dónde estamos exactamente? —preguntó.
Eberhart sacó de la guantera una guía hecha trizas, la hojeó hasta encontrar la página, y le señaló una red de carreteras con muchas y pequeñas localidades. En el margen del mapa, Shannon reconoció algunas ciudades más grandes. Düsseldorf, Colonia, Aquisgrán.
—¿Cuál es su ruta?
—Recorremos pueblos y ciudades pequeñas —aclaró Eberhart, haciendo circular las yemas de sus dedos sobre el mapa, sin tocar una sola ciudad.
—¿Cuál es la ciudad más grande que tienen como destino?
—Nuestra estación final es Aquisgrán.
—¿Y nos llevarían hasta allí?
—Eso depende de si pueden pagar el viaje.
Otra vez no, pensó Shannon. Hizo chirriar los dientes y respiró hondo.
—Ya le dije que no me queda nada.
—Lástima. Entonces los dejamos en el siguiente pueblo. Llegaremos enseguida.
De hecho, las primeras casas aisladas bordeaban ya la carretera.
—Dentro de nada esto estará fatal —anunció Eberhart, lacónico.
Más adelante, la carretera se ensanchaba hasta llegar a una plaza en la que había un supermercado. Ante él se apiñaban cientos de personas.
—De acuerdo —dijo ella, en seguida—. ¿Cuánto quiere hasta Aquisgrán? Aún me quedan setenta.
—Seguro que tiene más.
—No —replicó Shannon, con firmeza. Es todo cuanto tengo. Se lo puede quedar. Si nos lleva hasta Aquisgrán. Si no, se lo quedará otro.
El camión se acercó a la multitud.
Eberhart intercambió un par de palabras con Carsten; después se dio la vuelta hacia ellos, de nuevo.
—Está bien, espérense aquí. Esto durará una hora más o menos.
Manzano estaba apoyado a su lado, sudando, con los ojos cerrados. Aunque había tomado los medicamentos del hospital, parecía que no le hacían efecto.
—Mientras tanto, ¿podemos buscar algún médico para mi compañero? —preguntó Shannon.
—Pueden intentarlo. Pero nos iremos en una hora. En la plaza no podrán subir al camión, enseguida verán por qué. Los esperamos en el siguiente cruce, pasada la plaza.
Carsten se abrió paso lentamente a través de la multitud y se detuvo en medio de la plaza. Shannon descubrió entonces, en medio del tumulto, tres carruajes en los que alguien vendía algo. Patatas.
Carsten y Eberhart no bajaron. Algunos de los que esperaban en la plaza ya habían empezado a subirse a los estribos y al parachoques. Preocupada, Shannon observó que cada vez había más caras mirándolos, todos con la boca abierta; todos gritando.
—Hace días que están así —aseguró Eberhart—. Pero aún debemos esperar.
En pocos minutos las caras desaparecieron, y en su lugar apareció una nueva. Llevaba una gorra de policía. Shannon sintió que la sangre le golpeaba en las sienes.
Carsten y Eberhart abrieron las puertas.
—Deben salir de ahí, si quieren ver un médico —dijo Eberhart.
Shannon ayudó a Manzano a bajar. El policía no les dedicó la más mínima atención. Eberhart cerró las puertas tras ellos.
—Una hora —le gritó Eberhart, y señaló su reloj.
Shannon asintió con la cabeza y arrastró a Manzano a través del gentío. En inglés preguntó por un médico a todos aquellos que fueron cruzándose en su camino, pero nadie les dio respuesta alguna, al menos hasta llegar a un extremo de la plaza, donde por fin les dieron una primera indicación.
La consulta del médico estaba a tan sólo cinco minutos. Todavía tenían tres cuartos de hora antes de partir.
Centro de mando
De modo que habían encontrado los cadáveres de los alemanes en Bali, y ahora buscarían mucho más a consciencia en Talaefer S. A. Bueno, que buscaran. Podían pasarse allí mucho tiempo. Nadie podría analizar millones y millones de líneas de código de décadas pasadas en un par de días, ni aunque toda la Oficina Federal de Investigación Criminal se hubiera puesto a ello. ¡Vamos! ¡Si ni siquiera habían podido detener a un simple hacker!
No pudo evitar pensar en sí mismo unos días antes, cuando estaba de visita en el país de este tal Manzano: tras manipular los contadores inteligentes, se había ido a Bari y había cogido unos de los últimos ferris. Algo parecido habían hecho los otros dos. El equipo sueco se había escapado en coche a Rusia, pasando por Finlandia, y desde allí había cogido un vuelo para reunirse con él, apenas tres días después.
Las discusiones internas sobre la situación en Saint Laurent habían cesado, igual que aquellas otras sobre las centrales nucleares y las fábricas químicas a ambos lados del Atlántico. Ellos no habían atacado sus sistemas informáticos, y por lo tanto no tenían que sentirse responsables de sus accidentes. Quienes sí debían hacerlo, sin duda, eran los explotadores de dichas centrales y sus deficientes sistemas de emergencia. Incluso los más escépticos debían aceptar este argumento durante sus tertulias: que, cuando todo hubiera acabado, la población no volvería a permitir que las empresas y políticos desatendieran sus obligaciones con excusas y mentiras. Sí, en cuanto se hubieran acostumbrado a las nuevas condiciones, los responsables asumirían su responsabilidad. Y las cosas empezarían a cambiar de verdad.
Langerwehe
En una casa con entramado de madera, a un par de calles del centro de distribución de alimentos, Shannon encontró lo que buscaba. En el pasillo ya había gente apoyada en las paredes o sentada en el suelo. Shannon se abrió paso a la fuerza, llevando a Manzano mientras repetía «sorry, sorry», sólo para encontrar una sala de espera más llena si cabe, con el aire asfixiante y viciado.
Una vez más, los problemas de lenguaje. Por fin, un señor mayor con sombrero y abrigo le dio la información que necesitaba: que todos esperaban allí, algunos incluso desde hacía horas; que a ella le tocaba hacer cola en el pasillo; que él mismo había estado ayer allí, esperando, pero que no había tenido tiempo para que le llegara el turno. Y que no, que él no sabía hasta qué hora recibiría el médico hoy.
Estaba claro que aquella no era una opción. No podían esperar tanto tiempo. Manzano necesitaba asistencia ya.
Shannon preguntó al hombre si sabía dónde encontrar provisiones.
—¿Cree usted que en ese caso yo seguiría aquí? —le preguntó él, a su vez.
Una niña empezó a bramar de dolor; otros que esperaban se dieron la vuelta hacia él, ya enervados, ya compasivos. La madre la cogió en brazos, le susurró una canción al oído para que se calmara, pero ésta gritó aún con más fuerza. Shannon se dio cuenta de que aquellos gritos la ponían de los nervios.
—¿Conoce usted a alguien que me pueda ayudar?
—Quizá la policía, o alguien del ayuntamiento. Está a dos calles.
El ayuntamiento, pintado de amarillo y rojo y con mucho cristal, tenía una ecléctica mezcla de estilos. En su interior se toparon con una nueva y generosa cola. Gruesos abrigos de invierno, gorros, bufandas, guantes, zapatos de invierno o botas. La primera persona a la que se dirigió no supo contestarle en inglés, pero la segunda sí lo hizo, y en un inglés más que aceptable:
—Por varias razones —le dijo—, aunque la principal es para conseguir cartillas de racionamiento.
—¿Cartillas de racionamiento?
—Sin ellas no te dan nada en el reparto.
—¿Y dónde se consiguen? ¿Quién puede darme una? ¿Qué tengo que hacer?
La mujer la miró, extrañada.
—Pues esperar aquí, supongo. La funcionaria hace un garabato en un papel, marcando a qué tienes derecho, y lo sella.
—¿Tardan mucho en atender?
La mujer se encogió de hombros. Y tampoco supo responderle a la pregunta sobre cuáles eran las zonas en las que aún había corriente. No tenían otro remedio que seguir adelante con Eberhart y Carsten.
Salieron del ayuntamiento sin haber logrado nada y llegaron en un par de minutos al lugar de encuentro. Desde lejos, Shannon observó cómo el camión se desplazaba, un par de personas se aferraban a él, pero cayeron a la carretera cuando el vehículo aceleró.
Eberhart había calculado bien la distancia hasta el lugar. Cuando el camión se paró ante Shannon y Manzano, la gente de la plaza ya no podía alcanzarlos.
—¡Arriba! —ordenó Eberhart, nervioso.
Shannon y Manzano aún no se habían sentado del todo cuando Carsten apretó el acelerador.
Orléans
Annete Doreuil se arreglaba el cabello ante un espejo lleno de manchas. Contuvo la respiración cuando otra bocanada de aire procedente del retrete le llegó hasta la nariz. Rápidamente se pasó la mano por el pelo, siguiendo la trayectoria del peine, hasta que, de repente, descubrió un mechón entre sus dedos. Asustada, olvidó el mal olor y cogió aire. Sacudió la fina mecha en el lavabo. Se tocó de nuevo el pelo, y tiró de él con suavidad. Volvieron a quedarle mechones grises en la mano. Bueno, siempre se pierde algo de pelo, pensó ella, yo lo he hecho toda mi vida. Ya volverá a crecer… Sin embargo, al mismo tiempo le vinieron a la mente imágenes de una película de los años ochenta que denunciaba la guerra nuclear. En ella, los protagonistas empezaron a perder el pelo a los pocos días de haber sido contaminados por las bombas. Unas semanas más tarde, tods los personajes sufrieron una muerte muy dolorosa. Sintió que su tez palidecía.
A su izquierda, una mujer de su edad se lavaba los brazos con una manopla; a su derecha, una mujer joven lavaba a un bebé en un lavabo.
Doreuil deslizó temblorosa la mano una vez más por su pelo. Esta vez no le cayó nada. Tampoco se había atrevido a tirar de él. Abandonó rápidamente la zona húmeda comunitaria. Las baldosas del suelo estaban tan sucias que aunque llevara zapatos apenas quería pisarlo.
El aire, grasiento y frío, reposaba en el ancho pasillo que rodeaba el recinto, y la luz de algunos neones ardía desde el techo. Durante todo el día, una mezcla de susurros, parloteos, ronquidos, llantos e improperios había llenado la sala, reservada normalmente a deportistas y público. Ahora los ruidos atravesaban incluso las grandes puertas del vestíbulo llegando hasta el pasillo.
Doreuil fue hacia la entrada en la que los ayudantes emplazaban a los recién llegados, repartían alimentos y mantas, y respondían a sus preguntas. Un hombre uniformado, que quizá tuviera la edad de su hija, clasificaba latas de conserva.
—Disculpe —dijo Doreuil.
Él interrumpió su tarea y la miró con un semblante cándido.
—Vinimos ayer desde cerca de Saint Laurent —prosiguió ella, pero notó su voz muy ronca y tuvo que carraspear.
—¿Cuándo nos examinarán?
El hombre puso los brazos en jarras.
—No se preocupe, señora —replicó—. No van a hacerlo.
—Pero ¿no deberían examinarnos?
—No, señora. Esta evacuación es sólo de una medida preventiva.
—Después de la desgracia de Japón en 2011 enseñaron por televisión cómo se analizaba a la gente con unos aparatos…
—Aquí no estamos en Japón.
—Quiero que me examinen —exigió Doreuil. Su voz sonó extraña y penetrante.
—Mire, ahora mismo no tenemos ni aparatos ni gente que pueda utilizarlos. Pero, como le he dicho, no debe tener miedo. En Saint Laurent no hay nada…
—¿Cómo que no debo tener miedo? ¡Pues sí lo tengo! ¡Tengo mucho miedo! —gritó ella—. ¿Por qué nos han evacuado, entonces, si no van a hacernos nada?
—Ya se lo dije —replicó el hombre, bastante más brusco—. Por prevención. —Y dicho aquello se dio la vuelta y siguió ocupándose de sus latas de conserva.
Annette Doreuil sintió cómo su cuerpo temblaba, y la cara le ardía. Sus ojos se anegaron en lágrimas. Cerró los párpados para hacerlas caer.
Cerca de Aquisgrán
Eberhart y Carsten repartieron alimentos en dos pueblos más. Mientras tanto, Manzano y Shannon se habían quedado sentados en el camión. A Shannon le daba la sensación de que a él ya no le ardía tanto la frente. Quizá los medicamentos del hospital surtían efecto poco a poco.
En el cielo ya se adivinaba el atardecer. Se encontraban cerca de Aquisgrán, en una zona poco edificada, llena de campos y bosques, cuando Carsten frenó de golpe y Shannon se clavó el cinturón de seguridad. Cuando se hubo incorporado de nuevo, descubrió un árbol atravesado en medio de la carretera.
Las puertas de la cabina se abrieron a toda velocidad y se oyó gritar a unos hombres. Primero vio sus fusiles; luego, sus cabezas cubiertas con bufandas, gorros y cuellos muy altos.
—¡Abajo! —gritaron los encapuchados, y empezaron a trepar a la cabina. Carsten quiso poner la marcha atrás, cuando uno que iba armado le pegó en la mano con el fusil, y otro le apuntó la cabeza con el cañón de la pistola. Lanzando un grito de dolor, Carsten soltó la palanca de cambio y levantó las manos. Los hombres tiraron de él; casi se había caído del camión. Consiguió mantenerse de pie, bajó enseguida, y Eberhart hizo lo propio por el otro lado. Shannon escuchó golpes secos y gritos que venían de fuera. Se apretó contra el respaldo y levantó instintivamente las manos. Los hombres abrieron la parte de atrás del camión y los apuntaron también con sus armas, mientras gesticulaban y gritaban. Shannon desabrochó el cinturón de Manzano, y lo ayudó a incorporarse al máximo para que pudiera bajar solo del camión. Se echó a la espalda su bolsa, con el portátil de Manzano dentro. Un hombre tiró del italiano hacia fuera y quiso empujarlo del camión. Shannon cogió a Manzano y se puso por delante, chilló «Easy, easy!». Manzano se apoyó sobre sus hombros. Con la ayuda de ella sí podría bajar sin darse de bruces contra el asfalto. En el arcén, Eberhart y Carsten se retorcían en el suelo. Uno se cubría la cabeza; el otro, la entrepierna.
Uno de los encapuchados se sentó en el asiento del conductor, dos se metieron en la parte de atrás, y un tercero se sentó en el asiento del copiloto. Cerraron las puertas tras ellos, de un golpe, y, después de dar marcha atrás y dar la vuelta en un cruce del camino, se alejó en la dirección por la que habían llegado.
Primero chantajeados por Eberhart y después asaltados por unos desconocidos. Fantástico. Eso era lo que pasaba cuando el Estado perdía el control y ya no podía ofrecer ayuda o protección a sus ciudadanos. Tuvo que pensar en antiguos compañeros de colegio, que entonces se entusiasmaban con los radicales detractores del Estado del Tea Party. Se preguntaba si en su país las cosas estarían igual. Era de suponer que sí. Maldita sea, pensó, de verdad nos estamos transformando en unos primitivos.
—¡Hijos de puta! —gritó Eberhart al camión, mientras éste se esfumaba tras una nube de humo hasta desparecer.
Mira quién habla, pensó Shannon.
Mientras tanto, Eberhart se había incorporado, aunque seguía gimiendo.
Shannon no le compadecía. Le pareció que se había ganado una paliza por el chantaje. Sin embargo, le preguntó:
—¿Estás bien?
—¡El camión estaba vacío! —jadeó él.
Carsten también se sentó.
—¿Cuánto falta hasta Aquisgrán?, —preguntó Shannon.
Eberhart señaló a lo largo de la carretera.
—Cuatro kilómetros tal vez.
—¿Crees que puedes andar? —preguntó Shannon a Manzano.
—Tengo que hacerlo —contestó él.
Shannon se puso la bolsa a la espalda, sosteniendo a Manzano.
—¡Eh! —les gritó Eberhart—. ¡Nuestros setenta euros!
—No nos habéis llevado hasta Aquisgrán como habíamos acordado —contestó Shannon, sin detenerse. Vio que Eberhart hacía un esfuerzo por incoporarse y empezar a perseguirlos, pero a los pocos pasos se detuvo y renunció. Ella se concentró en la carretera, y ayudó a seguir avanzando a Manzano.
—On the road again —suspiró él.
La Haya
—Lo siento —dijo Ruiz—, no podemos ofrecer una atención especial a los trabajadores de la Europol.
Bollard se pasó la mano por la barbilla, notando la barba que cada vez le crecía más densa. Hacía días que había dejado de afeitarse para ahorrar agua, como la mayoría de sus colegas.
—De hecho, tal como están las noticias me pregunto si volverán a darnos algo alguna vez…
Todo estaba mal. La comunicación con el extranjero era cada vez peor. En la mayoría de empresas y organizaciones se pasaban horas sin poder contactar con nadie, y la misión de la Europol, que debía coordinar todas las investigaciones, era de una dificultad extrema. No había vuelto a oír nada de Saint Laurent desde el día anterior. Lo último que había llegado a sus oídos era que los habitantes de la zona habían sido evacuados, y que la radiactividad en París, por lo visto, se había estabilizado. Pero Bollard no sabía cuánta verdad había en lo que decían los franceses. En su país, la energía atómica había esquivado hasta la fecha cualquier tipo de crítica, pues estaba perfectamente ligada a la industria y a la política, y su influencia en la sociedad era incuestionable. Aun así, si los datos de la OIEA de Viena eran ciertos, la situación en el resto de centrales no había empeorado. Pero los datos eran del día anterior… El mayor problema, ahora, era que muchas de esas centrales habían empezado a advertir que les faltaba carburante. Bollard se preguntó cuánto tiempo más iban a poder sostener aquella situación. ¿Acaso los operadores y gobiernos no podían mover sus hilos para pedir ayuda y conseguir más carburante? Claro, seguro que todos luchaban con los mismos problemas que ellos: sistemas de comunicación interrumpidos, falta de visión general, escasez de recursos, pérdida de camiones cisterna, ausencia de conductores…
Las noticias llegaban siempre tarde y mal, incluso las que venían de la policía. Sobre el asesinato de Dragenau, por ejemplo, las autoridades no habían dicho aún nada nuevo. Nadie había hablado del arma ni del autor, ni había aportado testimonios. Y del asunto de los contadores inteligentes en Italia y Suecia tampoco tenían la menor novedad.
Bollard estaba pensativo, observando el mapa de Europa que pendía de la pared, cuando alguien carraspeó a sus espaldas. Se dio la vuelta y vio al belga de los servicios informáticos, quieto bajo el umbral de la puerta. Sin decir nada, Bollard le hizo una señal para que se acercara. Al llegar hasta él, el hombre se apoyó en una pared y hundió las manos en los bolsillos.
—Tenemos un problema —dijo en voz baja.
Aquisgrán
Las calles oscuras estaban prácticamente desiertas. La basura se acumulaba en todas las esquinas, y apestaba. Shannon y Manzano siguieron las indicaciones de tráfico hasta que fueron a parar a un edificio alto y de piedra gris.
—La estación —dijo ella.
Las puertas parecían cerradas; Shannon intentó girar el pomo, pero fue en vano.
—Aquí no hay nada —dijo.
—Bollard aseguró que los trenes seguían funcionando —afirmó Manzano—, porque los trenes cuentan con su propia red eléctrica, que está mucho menos afectada.
—Pues entonces, ¿por qué la estación está cerrada?
—Quizá porque la estación, al contrario que los trenes, sí depende de la red eléctrica tradicional.
—Aquí hay un horario de trenes —dijo Shannon, inclinándose para ver mejor en la oscuridad. Encendió una cerilla y continuó—: Aquí pone que sólo se tarda una hora en llegar a Bruselas. —Miró su reloj—. No nos queda más opción que esperar a ver si mañana llega algún tipo de transporte que nos conduzca hasta allá. Ahora son las ocho y media. Necesitamos un lugar para pasar la noche. ¿Crees que nos dejarán meternos en alguno de los pabellones de acogida?
—No lo sé, pero en cualquier caso no tenemos ni idea de dónde están.
Anduvieron por las calles y no tardaron en encontrar un hotel. Las ventanas estaban oscuras. Llamaron a la puerta. Esperaron. Llamaron de nuevo. Como nadie les contestó, dieron la vuelta al edificio y direron unos golpecitos con la mano en una de las ventanas, a través de las cuales se veían unas cortinas amarillentas y corridas. La chica lanzó a Manzano una mirada conspiradora y le dijo:
—Si no hay nadie… ¿Qué te parece si…?
Shannon apoyó las manos en el cristal y puso la cara en medio, para poder ver lo que había ahí dentro.
—¿Se puede saber qué está buscando? —dijo una voz malhumorada a sus espaldas.
Eran tres hombres. Shannon y Manzano no los habían oído llegar. Uno llevaba un bate de béisbol, el otro una vara de hierro y el tercero un rifle colgado del hombro y cruzado sobre su pecho, apuntando hacia delante. Uno era igual de alto que Manzano; los otros dos, algo más bajos. Al del medio, el abrigo que llevaba le hacía parecer más gordo de lo que era en realidad. En su manga derecha se veían varias rayas naranjas sobre las que había escrito algo de lo que Shannon sólo pudo leer las últimas letras:
… rheits
… ife
—Do you speak English? —preguntó.
—A Little —respondió el del rifle.
—We are journalists —dijo ella, hablando despacio para que el hombre pudiera entenderla—. We are looking for a place to stay overnight.
Los tres hombres se miraron con desconfianza.
—Periodistas… —repitió—. Ah… —Se pasó una mano por la mejilla—. Noche… dormir…
El tipo estaba diciendo en voz alta lo que había entendido. Se suponía que quería ayudar a los otros, pero estaba claro que ellos habían entendido lo mismo que él. Señaló la cabeza de Manzano.
—What happened?
—Accident —respondió Shannon—. What is this?
—We security —dijo el hombre, con una mezcla de seriedad y orgullo—. Guards —añadió, mirando a sus compañeros.
—Ah, very good! —exclamó Shannon, fingiéndose impresionada.
Una patrulla auto-electa, se dijo. Tipos peligrosos, como los de mi barrio cuando era niña. Paranoicos de las armas y obsesionados con su propia justicia, encantados de que alguien les tenga miedo. Tendría que irse con cuidado…
—You know a place for us to stay?
Antes de que el tipo tuviera que admitir que no había entendido una sola palabra de lo que ella decía, Shannon interpretó su cara de asombro y repitió, más despacio y acompañándose de gestos:
—Do you know a place where we can sleep?
El hombre, dándoselas ahora de entendido, tradujo la frase a sus acompañantes, y luego añadió algo que ella no entendió y que hizo reír obscenamente a los otros dos.
—Vámonos —le dijo Manzano.
—Maybe there is an emergency shelter around? —insistió ella—. Or a pólice station? —Se frotó las manos mientras buscaba la palabra adecuada—. ¿Policía? —dijo al fin, en alemán.
La palabra frenó la hilaridad de los tres hombres.
—Policía… —dijo uno de ellos.
—Yes. Or a place… you know… where people sleep… who can not sleep in their houses…
El hombre se quedó mirando a Shannon como si al hacerlo fuera a desvelarse el contenido de sus palabras, y parece que funcionó, porque al final se le iluminó la cara y dijo:
—¡Ah! ¡El dormitorio social! —Y añadió—: It’s completely full. Yu must find a diferent place
Berlín
Michelsen estaba estudiando unas estadísticas sobre las reservas alimenticias del país cuando alguien le susurró al oído:
—A la sala de reuniones. Todos. ¡Ya!
Desde que empezó el apagón, todas las noticias le habían sido comunicadas de viva voz, ya fuera por alguien presente en la misma sala que ella en los medios.
Pero en esta ocasión fue diferente. En esta ocasión había un tipo que iba de mesa en mesa, susurrando al oído de todos los presentes las mismas cinco palabras. Era como si quisieran mantenerlo en secreto. Como si en aquel sitio protegido, su refugio, el único lugar en el que Michelsen aún creía reconocer algo de esperanza, algo de fe en el porvenir, hubiera un misterio que debiera mantenerse bajo control. En este sentido, es susurro de las palabras parecía la primera grieta que se llenaba de agua en el Titanic.
Michelsen se levantó como una autómata y obedeció la indicación. De camino hacia la sala de operaciones, nadie se atrevió a decir una sola palabra.
Una vez allí, vieron que no quedaba ni un solo asiento libre en la enorme mesa de la sala. A la cabeza, el canciller y la mitad de los miembros de su gabinete. Ninguno de ellos llevaba ya americana o corbata, y ninguno pronunció una sola palabra hasta que el de los susurros entró último en la sala y cerró la puerta detrás de él.
—Damas y caballeros —dijo el ministro del Interior—. El ataque ha alcanzado un nuevo nivel. Según nos han comunicado nuestros técnicos del departamento informático hace apenas unos minutos… Nuestros sistemas han estado todo este tiempo intervenidos por los agresores. Todavía no tenemos ni idea de cómo lo han conseguido ni de a qué han logrado tener acceso, pero hay algo de lo que no nos cabe la menor duda: nuestros ordenadores, todos ellos, han sido hackeados. Tenemos además la confirmación de la Europol de que los franceses, los británicos, los polacos y otros tres países más del continente están exactamente igual. Los demás aún no han podido revisar sus sistemas, pero partimos de la suposición de que todos estamos en el mismo saco. —Levantó las manos para llamar a la calma—. Para evitar malentendidos —continuó—, no estamos sugiriendo que ninguno de ustedes haya tenido o tenga contacto con nuestros atacantes. La incursión en los sistemas viene de lejos y tiene que haber estado preparándose minuciosamente durante años, del mismo modo que los ataques a la infraestructura eléctrica.
Volvió a bajar los brazos, carraspeó y continuó:
—Sea como fuere, los agresores no se han contentado con observar nuestras comunicaciones. No, ellos se han dedicado a manipularlas a conciencia, saboteando, dificultando o directamente imposibilitando nuestras actividades. Por desgracia, todo cuanto hemos hecho en los últimos tiempos ha sido —o ha sido susceptible de ser— observado por ellos. Piensen que pueden haber leído cualquier correo, noticia, informe, y haber escuchado cualquier llamada o conversación que hayan mantenido en los últimos tiempos.
Michelsen, que hasta ese momento estuvo escuchándolo todo como si estuviera en trance, oyó un susurro en la otra punta de la sala.
—Sí, he dicho que también cualquier conversación —repitió el ministro, que por lo visto había entendido lo que se dijo en aquel susurro—. Sus ordenadores están dotados de cámaras y micrófonos que pueden activarse también a distancia con la ayudad de un software adecuado. De este modo puede verse y oírse todo lo que se desee. ¡Es como si los agresores hubieran estado todo este tiempo entre nosotros! Por ahora no tenemos noticias de si a los franceses, los polacos, la Europol, el CIMUE o a la OTAN les ha pasado lo mismo, pero a mí no me extrañaría nada que así fuera…
Tuvo que coger aire para tranquilizarse.
—Y por si eso fuera poco, también han podido intervenir en nuestras acciones. Quiero decir que han enviado datos e incluso han mantenido conversaciones. No nos queda más remedio, pues, que cambiar radicalmente nuestro modo de comunicarnos. En este mismo momento tenemos a un equipo de expertos estrategas trabajando en ello, pero, en cualquier caso, los agresores no deben saber nada de este descubrimiento. ¿Entienden lo que les digo? ¡Nadie hablará de este asunto fuera de esta sala! ¡No pueden despistarse ni un segundo! Por el momento, todos seguirán trabajando como si nada. Su trabajo seguirá siendo el mismo que siempre, con una única salvedad —y sé que me odiarán por ello, porque les supondrá un esfuerzo añadido—: cada vez que realicen un intercambio de información con un interlocutor externo, ya sea nacional o internacional, deberán confirmarlo inmediatamente con un proceso comunicativo paralelo. Dicho con otras palabras: cada vez que envíen datos a alguien o den una orden o lo que sea, ese alguien deberá llamar por radio para confirmar que los datos o la orden o lo que sea se han recibido y entendido, y tanto el emisor como el receptor deberán corroborar la validez de la comunicación. Lo realizaremos de este modo porque, según todos los indicios, el sistema de radio ha sido lo único que se ha salvado de ser intervenido por los agresores.
Miró a todos los allí presentes para asegurarse de que lo habían entendido.
—Esperamos poder darles más indicaciones en pocas horas. Hasta entonces… vuelvan, por favor, a su trabajo.
—Pero ¿no han podido realizar el trayecto inverso de los hackers para saber a qué servidor se envía todo? ¿No han podido dar aún con los agresores?
—Los primeros resultados de las investigaciones nos han llevado hasta un servidor de Tonga (Polinesia), en el que alguien pagó con una tarjeta de crédito robada. Una calle sin salida. Y los dos intentos posteriores no han tenido mejores resultados…
Alguien abrió la puerta de la sala para empezar a salir.
—¡Un momento! —dijo aún el ministro, y la puerta volvió a cerrarse silenciosamente—. Supongo que han entendido perfectamente la importancia de mantener la más absoluta discreción en todo este asunto, ¿verdad? Quien puede espiar nuestras comunicaciones, también puede interrumpirlas a su gusto.
Aquisgrán
—¡Por Dios, qué frío! —dijo Shannon, estirada junto a Manzano, mientras buscaba otro jersey en su mochila—. Quiero que esto se acabe, por favor —gimió—. No puedo más. ¡Sólo quiero meterme en una cama calentita y darme una ducha caliente, o mejor un baño!
¿Y qué iba a decir él? Manzano estaba temblando de los pies a la cabeza, no sabía si por fiebre, frío o agotamiento, aunque quizá fuera por la suma de las tres cosas.
—Quiero comer algo caliente y quiero estar rodeada de gente civilizada —continuó Shannon—. Quiero…
Una voz gutural la interrumpió inesperadamente. Se trataba de un hombre que estaba en un estado casi tan patético como el suyo. Movía las manos de un lado a otro, excitado, y a Manzano le llamaron la atención sus largas uñas. A sus pies, varias bolsas y hatillos.
—Sorry, I don’t understand —dijo Shannon.
—Oh, yu dont anderstand —dijo el tipo, imitándola burlonamente—. Ok. Dis is mai pleis!
—Your place? Here? —preguntó Shannon.
El hombre tenía la cara demacrada, pero la nariz hinchada y el labio superior le caía sorprendentemente sobre el inferior, que a su vez se apoyaba sobre su cerrada barba.
—Fuck off! —gritó él entonces—. I sleep here!
—Nice place —le respondió Shannon—. You can keep it.
—¡Me parece que no lo pillas, niña! —volvió a gritar, esta vez en alemán.
Ni Manzano ni, por supuesto, Shannon entendieron lo que había dicho, pero estaba claro que no era un cumplido. El hombre se tambaleó. ¿Estaba borracho?
—Ahora resulta que los extranjeros vienen a quitarnos hasta nuestras cabañas de las carreteras —chilló él, desmedido.
¿Qué había dicho?
Manzano hizo un esfuerzo por apelar a sus conocimientos de alemán para preguntar a aquel tipo dónde se hallaba el refugio social más cercano.
El vagabundo murmuró algo entre dientes y a continuación les describió el camino a un asilo y un refugio, en una mezcla imposible de alemán e inglés. Después extendió en el suelo un saco de dormir y se estiró en él a descansar.
—Vamos a buscar otro sitio —propuso Manzano.
Ratingen
—¿O sea que el maldito italiano tenía razón? —vociferó Hartlandt al teléfono—. ¿Hola? ¿Alguien nos está espiando? —Y luego, calmándose un poco, repitió la pregunta a su interlocutor—. ¿Es posible que esta conversación haya sido intervenida?
—Es muy poco probable —contestó una voz al otro lado de la radio, desde Berlín—. Para hacerlo tendrían que tener un dispositivo que no nos consta como robado o perdido, o bien tendrían que haberse colado en la Oficina Federal para la Seguridad de la Información —BSI—, que es donde se crean las claves digitales que utilizamos y…
—Bueno, tampoco sería tan extraño, teniendo en cuenta todos los sitios en los que ya se han colado —le interrumpió Hartlandt—. Pero, por favor, al grano.
—Resulta que toda la información que teníamos inicialmente sobre los incendios y los postes eléctricos y demás es correcta.
—¿Lo de la ruta desde Schleswig Holstein a Cloppenburg pasando por Güstrow?
—Ahora hay uno más. Un poste caído en Braunschweig.
—¿Las presuntas correcciones en la causa de las alarmas fueron creadas a propósito?
—Eso parece, sí.
—O sea que están yendo hacia el este. Bueno, ¿y de qué nos sirve saberlo? Difícilmente podremos ponernos a vigilar todos los postes de Alemania, ¿no le parece? Aunque… ¿y si plantamos a alguien cerca de cada torre de alta tensión que se encuentre en el camino que potencialmente estarían siguiendo los agresores?
Berlín
—Pero para eso necesitamos a cientos de personas —exclamó Michelsen—, y las necesitamos suministrando alimentos a la gente, asegurando el orden público, vigilando…
—Nosotros estamos de acuerdo —la interrumpió el general de la OTAN.
En principio, el ejército seguía aportando sólo medidas de protección y apoyo a la sociedad civil en el marco de una situación de emergencia, pero lo cierto es que desde el atentado en Estados Unidos la intensidad de sus intervenciones se había alterado significativamente. Y ahora sólo faltaba el tema de las escuchas. Muchos de los analistas consideraban que en todo el mundo sólo había una nación capaz de llevar a cabo un ataque semejante: China. Y eso ya eran palabras mayores, y para eso no había que contar con la policía, sino con el ejército federal. Pero todo seguían siendo meras suposiciones. Había que esperar.
—Pero ¿cómo quieren que pillemos a esos locos, si no? —preguntó el ministro de Defensa, que también estaba conmocionado con el nuevo descubrimiento—. Esos supuestos comandos nómadas son la única pista que tenemos.
—Estamos especulando —dijo el oficial de relaciones públicas de la Oficina Criminal Federal—. Nuestros especialistas en terrorismo opinan que unos equipos de este tipo, suponiendo que existieran, no incluirían en ningún caso a las cabezas pensantes del atentado a las redes eléctricas —y por tanto a toda Europa—, sino que estarían formados por simples soldados rasos que ni siquiera conocerían la identidad de quienes los hubieran contratado.
—Entiendo que esto debe de ser así cuando se observa desde el punto de vista del terrorismo —dijo el ministro de Defensa—, pero… ¿y cuándo se trata del ataque de un ejército extranjero?
—Vamos, usted es un estratega militar —dijo Michelsen—. ¿No cree que un poder enemigo enviaría también soldados rasos para quedar lo más impune posible en caso de que los descubrieran?
El ministro de Defensa lanzó una mirada de socorro al general, pero éste no salió en su ayuda.
—Lo cierto es —dijo el canciller, cambiando el tono de la discusión—, que los atentados han sido llevados a cabo con una profesionalidad y una coherencia incuestionables y que no dejan lugar a dudas: sea quien sea nuestro atacante… no va a detenerse ante nada. Seguirán cayendo postes y sucediéndose incendios. Aumentarán los daños. Seguirán sembrando el terror. Y nosotros debemos aprovechar cualquier oportunidad que se nos brinde para detenerlos o, cuando menos, para localizarlos. El objetivo es detener toda esta tragedia, más allá de descubrir quién se esconde tras ella.
Aquisgrán
—Ya lo ve —dijo el guardia del refugio a Shannon, en inglés—: lo lamento mucho pero no nos queda ni un espacio libre.
Si bien le costaba ver con claridad a la luz del crepúsculo, Shannon supo que el hombre estaba diciendo la verdad. El refugio se había habilitado en un antiguo cine abandonado, y Shannon y Manzano ni siquiera pudieron acceder a su interior. Había gente hasta en el pasillo, apretados los unos contra los otros para darse un poco de calor. Algunos ni siquiera tenían colchones y descansaban sentados en el suelo, apoyados contra una pared. Pese al frío, en el cine apestaba como a papilla caducada. Por tercera vez pidieron que les explicaran cómo llegar a la residencia de ancianos.
—¿Cómo vas? —preguntó la chica a Manzano.
—Tirando, pero el asilo ya está cerca —respondió él.
En muchos de los porches de las casas la gente dormía en sus sacos, a menudo entre montañas de basura, que les protegía del sol y estaban blanditas.
Un hombre con un candelabro les abrió la puerta del asilo. A sus espaldas se abría un pasillo oscuro. Él hablaba un inglés muy básico, pero suficiente.
Shannon le preguntó si tendrían un lugar donde pasar la noche.
—Éste es un asilo de hombres… —dijo—, o al menos lo era normalmente —añadió.
—¿Hay alguna mujer, ahora?
—Alguna.
—¿Y tendrían quizá dos sitios libres? Él —dijo, señalando a Manzano— es un hombre.
—En alguno de los cubículos del fondo queda algún espacio libre —dijo el hombre—. ¿Traéis sacos de dormir?
—No.
—Entonces estaréis muy incómodos.
—Pero menos que en la calle.
—Si tú lo dices…
—Se hizo a un lado para dejarlos pasar, y luego los precedió iluminando el camino con la linterna.
Shannon le dijo a Manzano que se apoyara en ella. A derecha e izquierda del pasillo salían nuevos pasillos más cortos y estrechos, apenas separados del primero por finas cortinas. Tras ellas, Shannon oyó susurros, quejas, llantos, ronquidos.
—¿No tienen luces de emergencia?
El hombre levantó la vela sin detenerse.
—Sólo ésta de aquí.
—¿Dónde están los lavabos?
—Al final del pasillo. Pero no funcionan. Si tienen que hacer algo, que sea en unos cubos que encontrarán allí. Y hagan el favor de apuntar bien, que por lo visto es algo que la mayoría no tiene muy en cuenta.
La imagen que se formó al oír aquellas palabras, unida al hedor que emanaba de todo el asilo, hizo que a Shannon le entraran arcadas.
El hombre abrió una puerta que estaba cerrada con llave. La única que habían visto hasta ahora. Cogió dos mantas de una estantería y se las ofreció. Tenían unas manchas horribles y Shannon creyó que iba a vomitar de verdad.
—No podemos lavarlas —dijo el hombre con rudeza, al verle la cara.
Los empujó afuera de la habitación y volvió a cerrarla con llave. Avanzaron por el pasillo casi hasta el final, donde el olor era cada vez más insoportable. Por fin, el hombre corrió la cortinita de uno de los cubículos laterales e iluminó el interior. Cuatro literas de metal en una habitación de paredes desnudas. Las cuatro estaban ocupadas. En una de las camas había incluso dos personas. Una vela a punto de consumirse iluminaba débilmente el cubículo. Los habitantes levantaron las cabezas y los miraron con ojos vacíos y rostros devastados.
—Fuera de aquí —les dijo uno.
—Dormirán en el suelo —respondió el dueño del asilo.
—¡Aquí ya no cabe nadie más! —dijo otro hombre.
—¡Que se vayan, que se busquen otro sitio! —insistió el primero.
—¡Eh, pero la chica puede quedarse! ¡Seguro que nos dará calor! —dijo un tercero.
—¡Joder, callaros ya! ¡Quiero dormir!
—¡Basta! —dijo el dueño del asilo—. ¡O entran ellos o salís todos! —Luego señaló el suelo y, dándose la vuelta, se pasó al inglés—. Podéis dormir aquí. Tened mucho cuidado con vuestras pertenencias. Es fácil que desaparezcan.
Y dicho aquello, desapareció
—No puedo quedarme aquí —susurró Shannon a Manzano—. Notó la presión en el cuello, que no venía de las ganas de vomitar sino de reprimir las lágrimas. Levantó la manta y preguntó:
—¿De qué crees que serán estas manchas?
—A mí tampoco me gusta nada —le susurró Manzano, a su vez—, ¿pero quieres dormir en la calle? Moriríamos congelados.
La Haya
Bollard se frotó los ojos, pero no le sirvió de nada. Estaba demasiado cansado. Necesitaba dormir unas cuantas horas. Justo cuando se levantaba para irse, sonó el teléfono, y una voz en inglés le dijo:
—Buenas tardes, soy Jürgen Hartlandt.
Bollard recordó inmediatamente al alemán cuyo ayudante disparó y luego perdió a Manzano.
—¿Han encontrado al italiano? —preguntó.
—No. ¿Aún cree que puede tener algo que ver con los agresores?
—No podemos descartarlo.
A Bollard le daba una cierta rabia que el italiano hubiese vuelto a dar en el clavo con el tema de las infiltraciones en la red, aunque al mismo tiempo estaba encantado de que gracias a sus sospechas hubiesen podido descubrirlas, y… bueno, de vez en cuando le sobrevenía una cierta vergüenza al pensar que había sido injusto con Manzano y lo había juzgado mal. Y entonces la vergüenza intensificaba la rabia que sentía contra Manzano. Complicado, pero cierto.
—Yo no lo creo —dijo Hartlandt.
Bollard no respondió.
—En estos momentos quien nos importa es Draguenau —dijo Hartlandt—. ¿Tenemos alguna pista sobre él y el hombre de la foto?
—Todo el mundo está buscando intensamente en sus bancos de datos. La Europol, la Interpol, las comisarías de policía de Europa, la CIA, el FBI, la NSA… Ya tenemos los primeros indicios, y en cuanto tengamos las cosas más claras y hayamos cotejado y unificado datos, compartiremos la información.
El alemán cambió su tono de voz al hacer la siguiente pregunta, que sonó más cálida, más cercana:
—¿Y cómo les van las cosas en La Haya? Quiero decir… ¿cómo está la gente? Cuesta tener noticias últimamente…
—En estos momentos mi mujer está luchando por conseguir comida en el mercado negro —le contestó Bollard—, porque el suministro estatal ha fallado.
Durante unos segundos reinó el silencio entre ambos, y por fin Hartlandt acertó a decir:
—Aquí está todo igual.
—Tenemos que encontrar a esos desgraciados, y tenemos que hacerlo ya —dijo Bollard.
—Lo haremos —dijo Hartlandt, de nuevo en su tono frío y profesional—. Seguimos en contacto.
Eso espero, pensó Bollard. Lo más probable era que los servidores no aguantaran mucho tiempo más y que las comunicaciones se interrumpieran en breve…
A-6
Manuel Amirá parpadeó en mitad de la noche. Llevaba treinta años conduciendo un camión por toda Europa. Estaba acostumbrado a los trayectos largos. Cuarenta o cincuenta horas, sin problemas, manipulando los aparatos de medición de las pausas obligatorias. Hecha la ley, hecha la trampa. Había llevado pepinos desde el sur de España hasta Suecia, cerdos polacos hasta Italia, pimientos ucranianos a las islas británicas, leche alemana a Portugal y cualquier otro producto que debiera ser transportado por el continente. El trabajo nunca fue fácil, pero cada año que pasaba se volvía peor. Desde la caída del telón de acero, las empresas de transportes del antiguo bloque del Este bajaron escandalosamente los precios, aumentaron las medidas de seguridad, añadieron controles y duplicaron las multas, lo cual hizo que su trabajo dejara de ser a todas luces rentable. Tras varias décadas al volante tenía la columna vertebral destrozada, problemas en la motricidad y —sí, su mujer tenía razón— la salud algo mermada por la mala alimentación. De hecho, hacía tiempo que tendría que haberse prejubilado. Pero Manuel Amirá tenía una casita al sur de León cuya hipoteca aún no estaba pagada, su hija estaba en la universidad, y él no sabía hacer ninguna otra cosa. Así que debía sentirse afortunado de poder mantener su trabajo.
Cuando se produjo el apagón, Amirá llevaba el camión cargado de carne de ternera de Noruega para llevarla a Grecia. —A saber por qué los griegos tenían que comer carne noruega—. Y en mitad de Alemania se quedó sin gasolina. Y las gasolineras ya no funcionaban. La carne congelada se echó a perder en menos de dos días, y él no podía moverse de donde estaba, es decir, de una gasolinera perdida entre Hanover y Nürenberg. Estuvo ahí tres días. Desde entonces no había vuelto a saber nada de su familia. Al tercer día de espera llegaron los equipos de ayuda militar, les montaron un par de letrinas, repartieron agua y comida y desaparecieron de nuevo. Dos días después volvieron a pasarse por ahí. Habían empezado a reclutar a los conductores de los camiones. Les ofrecían alojamiento, manutención e incluso una compensación económica, aunque no a efectos inmediatos, sino en cuanto pasara aquel horror. Para suministrar alimentos y agua a la población se necesitaban urgentemente conductores y camiones. Y Amirá se había ofrecido a ayudar. Le habían cargado el depósito hasta la mitad y le habían indicado el camino hasta el almacén de alimentos más próximo. Durante dos días había estado yendo y viniendo del almacén a los centros de reparto, pero al tercero, su camión se estropeó. Mientras los mecánicos del ejército intentaban arreglarlo —algo especialmente difícil teniendo en cuenta que no les llegaban piezas de repuesto—, Amirá fue enviado a conducir un camión cisterna con el que tenía que abastecer a los sistemas de emergencia de organizaciones de ayuda al ciudadano, hospitales, plantas químicas, organismos y empresas varias.
Aquel día tenía que ir hacia el oeste, a una central nuclear situada en algún sitio entre Karlsruhe y Mannheim. No tenía ni idea de para qué necesitaban allí el carburante; ¿quizá fuera para sus sitemas de emergencia? La verdad es que Amirá jamás se había hecho demasiadas preguntas, pero ahora le daba por pensar por qué una central nuclear no era capaz de producir su propia electricidad.
El contenido de su camión, que en aquella ocasión era un tráiler enorme de tres cuerpos, tenía que ser realmente importante, pues le precedían y le sucedían varios vehículos militares con soldados armados.
Amirá parpadeó varias veces para sacudirse el sueño, y justo en ese momento se iluminaron los faros traseros del coche que iba delante de él. El clavó el pie en el pedal del freno, pero no había mantenido la distancia de seguridad y tuvo que dar un volantazo para no comerse a los militares que llevaba delante. De modo que se pasó al carril izquierdo, chocó contra la valla protectora, dio otro volantazo y pasó junto al vehículo militar arañándole todo el lateral izquierdo y empujándolo contra la valla de la derecha y hasta el campo de al lado, mientras en la parte de atrás oyó volcar a los diferentes vagones del tráiler. Intuyó entonces —porque para verlo no tuvo tiempo— que los vehículos que iban detrás del suyo tenían que haber chocado con él o haber perdido el rumbo por culpa del carburante esparcido por el suelo y que debería estar convirtiéndose en una mancha densa y peligrosísima, y cada vez mayor. Con el primer choque vio aparecer una nube enorme de llamas por el retrovisor. Le siguieron una segunda, una tercera y una cuarta, hasta convertirse en una colosal bola de fuego. Durante unos segundos pareció que el tiempo se detenía en ella, pero después eclosionó devorando la cabina de Amirá, haciendo explotar todos los cristales y, finalmente, reduciendo a cenizas todo cuanto encontró a su paso a doscientos metros a la redonda.
Aquisgrán
Manzano no supo qué le había despertado. En realidad tampoco supo cómo había podido dormirse con aquella peste, en aquel suelo tan duro y en compañía de unas personas tan peligrosas como las que se hallaban en aquella misma cabina. Tras él estaba Shannon, apretada contra la pared. La regularidad de su respiración le hizo ver que estaba dormida.
Oyó un ruido. Abrió los ojos unos milímetros. La vela se había consumido definitivamente, pero él pudo distinguir una silueta junto a él, en el suelo, y no era Shannon. Se movía. Unas piernas pasaron frente a él y se acercaron a la americana. La sombra se inclinó sobre ella.
Manzano se levantó de un salto y dio un cabezazo a la figura en la barriga. Ésta se tambaleó y cayó de culo entre dos literas. Manzano quiso darle una patada, pero la pierna le dolía demasiado, así que lo intentó con un puñetazo; entonces notó que la figura llevaba algo en las manos. ¡La mochila de Shannon! El dueño del asilo ya les había advertido sobre los ladrones…
El ruido despertó al resto de la gente.
—¡Al ladrón! —gritó Manzano—. ¡Ayudadme!
Alguien se precipitó sobre la figura, pero otro alguien hizo lo propio sobre él. La luz de una linterna lo iluminó brevemente, y luego iluminó el resto de la habitación. Manzano no pudo hacer nada por evitar que el ladrón saliera corriendo de allí con la mochila de Shannon en las manos.
—¡Quieto! ¡Se escapa! ¡Socorro!
El que lo sujetaba dejó de hacerlo de golpe, justo antes de caer al suelo desmayado. Shannon acababa de pegarle en la cabeza con el zapato de uno de los que dormía en las literas y salió corriendo tras su mochila.
Manzano la siguió tan rápido como pudo, dejando atrás a sus impresentables, primitivos y malolientes compañeros de habitación.
Mientras se esforzaba por correr pese al dolor del muslo, Manzano sentía que la rabia le iba a explotar en el pecho. Esa gente lo estaba pasando muy mal, de eso no cabía la menor duda, ¡pero precisamente por ello tendrían que poder ayudarse unos a otros, para hacer las cosas más fáciles y no para convertir el mundo en un lugar aún peor! Lo que no podían saber, obviamente, era que el ordenador que Shannon llevaba en su mochila podía esconder el primer paso hacia la solución de todo aquel horror.
Shannon volvió hacia él.
—¿Dónde está? —preguntó, jadeando.
—Ni idea —respondió él—. Pensé que lo tenías.
—¡Mierda! —gritó ella—. ¡Mierda, mierda mierda! ¡Ahí estaban todas mis cosas, y tu ordenador! Pero no ha salido de aquí, lo habría visto. Eso quiere decir que se ha escondido en alguna de las habitaciones.
Shannon fue hasta la entrada, corrió la primera cortina e iluminó su interior. Luego hizo lo mismo con la siguiente cabina, y con la otra, y con la otra. Iluminaba cada cama y cada trozo de suelo. De pronto, una figura saltó sobre ella, la tiró al suelo, y luego pasó corriendo junto a Manzano, quien tuvo tiempo de ver que el hombre cogía la mochila de debajo de una de las camas de otra cabina.
Shannon se levantó a toda velocidad y volvió a correr detrás del hombre. Manzano no pudo ir tan rápido como ellos. Cuando llegó al pasillo alcanzó a ver la sombra de la chica saltando sobre una figura que estaba en el suelo. ¡De verdad, saltó literalmente sobre el ladrón! Manzano oyó un ruido y luego un grito, y corrió cojeando hasta allí tan rápido como pudo. En la puerta, un revoltijo de brazos y piernas bajó rodando las dos escaleras de entrada al asilo. Manzano se acercó, cogió al tipo por el pelo y lo obligó a levantarse soltando a Shannon, que dio un paso atrás. Empezó entonces la pelea entre ellos, hasta que el dueño del asilo apareció en la puerta y gritó:
—¡Basta! ¡Ya es suficiente!
Manzano se detuvo al instante, y el otro se quedó en el suelo jadeando, maldiciendo, escupiendo. Shannon se acercó entonces hasta él, y sin decir ni una palabra, recuperó su mochila y se dio la vuelta hacia el dueño.
—¡Quería robarnos! —dijo.
—¡Iros al infierno! —gritó éste, por toda respuesta. Y luego, dirigiéndose al que estaba en el suelo, añadió—: ¡Y tú también, estúpido! ¡No quiero volver a veros por aquí nunca más!
Y dicho aquello, se dio la vuelta y entró en el asilo, cerrando la puerta tras él.