La Haya
Bollard estaba en la cocina, con el abrigo ya puesto sobre el traje, y se cortó una rebanada del medio pan blanco que les quedaba. Volvió a envolver el pan en el papel y lo dejó en el armario, junto a dos latas de conservas con zanahorias y guisantes. Afuera aún estaba oscuro.
Se quedó mirando los alimentos. No les quedaban demasiados… Cuando envió a Marie y a los niños a aquella granja, no pensó en ir a comprar para reponer lo que se iba gastando, y ahora que todos habían vuelto ya no quedaban tiendas ni supermercados abiertos —o cerrados— que no hubiesen sido saqueados.
Como cada mañana se había levantado muy pronto y había salido de su habitación sin hacer ruido, intentando no despertar a Marie. Ella y los niños aún tardarían una o dos horitas en levantarse.
—Creo que tengo fiebre —le dijo su mujer, apareciendo bajo el marco de la puerta.
Con los hombros encogidos, los brazos cruzados sobre el pecho y el jersey de cuello alto subido hasta la barbilla, Marie no tenía buen aspecto, la verdad. Pese al frío que hacía en la casa, tenía el rostro perlado de sudor y los ojos enrojecidos.
—Hoy no me veo con fuerzas de salir a recoger los alimentos…
Bollard le puso la mano en la frente. Demasiado caliente. Su mente estaba ya ocupada con todo lo que tenía que hacer en la Europol, y aquello lo desconcertó.
—Vuelve a la cama. ¿Tenemos algo contra la fiebre?
—Sí, ahora me lo tomaré. Hay que estar pronto allí, François; si no, te dejan sin nada.
—¿Adónde tengo que ir?
Düsseldorf
A Manzano lo despertó el silencio. No podía recordar la última vez que le había pasado algo así. Tenía la cabeza hundida en la almohada y estaba cubierto con varias mantas. ¿O había sido el suplicio de su muslo, y no el silencio, el que lo había sacado del sueño? La herida le dolía como si le estuvieran clavando un hierro incandescente en la pierna. Se quedó quieto, mirando hacia la ventana, tras la que empezaba a nacer un nuevo día gris. Pensó en lo que haría a continuación. Lo que más le apetecía era quedarse ahí estirado y descansar, aunque sabía que no serviría para mucho.
Recordó los acontecimientos de la noche anterior y pensó en los muertos que había tres pisos por encima del suyo, y de pronto se le pasaron todas las ganas de seguir acostado en una camilla. Además, su estómago empezaba a recordarle que llevaba veinticuatro horas sin comer.
Se libró de la montaña de mantas con la que se había cubierto y echó un vistazo a su vendaje. Vio manchas de su propia sangre, y también de algún que otro líquido corporal venido del exterior. Apestaba. Tenía que encontrar unos pantalones largos. Por lo menos tenía su chaqueta, que era muy abrigada…
Pero lo que más prisa le corría era encontrar algo para comer. El hospital había albergado pacientes hasta el día anterior, así que de algún modo tenía que haberlos alimentado, ¿no? Empezó a moverse. Se dio cuenta de que podía caminar sin muletas pero que con ellas le resultaba más fáci, así que las utilizó.
Mientras se dirigía a la planta baja le pareció oír un ruido, y una vez en recepción vio la cafetería… cerrada tras una imponente verja de hierro. Bueno, ¿dónde estaría la cocina? Mientras la buscaba no pudo librarse en ningún momento de la sensación de que estaba a punto de descubrir algo horrible y espeluznante como la noche anterior. Un cuarto de hora después, por fin, dio con una puerta en la que ponía «Cocina».
En su interior era todo como en el resto de la casa. Los armarios estaban abiertos, los cajones salidos de sus rieles, los platos, cubiertos y demás utensilios por el suelo… Un enorme saco de azúcar se había roto y estaba esparcido sobre las baldosas.
En una estantería encontró un trozo de pan blanco, y en otra una bolsa de plástico con algunos guisantes que en su día habían estado congelados. Movió el grifo del agua pero no salió ni una gota.
Por segunda vez en pocas horas se dio cuenta de lo bien que había vivido esos días. Mordisqueó el pan y se llevó los guisantes a la boca. Tenía que beber algo cuanto antes.
La Haya
Bollard ató la bicicleta a una señal de tráfico. No iba a poder avanzar más. En la placita del barrio, rodeada de edificios altísimos, se agolpaban cientos de personas, y también pudo ver varios carromatos tirados por caballos y custodiados por jóvenes con porras y azadas. En la distancia se oyó el pesado rugido de un camión, acercándose. La masa empezó a impacientarse. De una de las callejuelas laterales que daban a la plaza llegó una débil luz que fue haciéndose cada vez más grande hasta que, por fin, el camión se abrió paso entre la multitud. Inmediatamente, la gente empezó a subirse por las barras laterales y los guardabarros. Bollard corrió hacia el centro de la plaza, pero no fue el único. Apretujado entre toda aquella gente, no podía moverse hacia donde quería, sino que, irremediablemente, tenía que dejarse llevar. La multitud gritaba, maldecía, se quejaba. Así debía de sentirse uno al ser alcanzado por una enorme ola en el mar, pensó. Pese a sus esfuerzos por resistirse, fue apartado del centro de la sala, alejado del camión que en aquel momento estaba literalmente envuelto por muchas de aquellas personas, que más bien parecían abejas en una colmena.
Durante un minuto aproximadamente, en el camión no se notó ninguna actividad. Después, por fin, el conductor y el copiloto lograron abrir las puertas de la cabina apartando a todas aquellas personas que las bloqueaban y, en compañía de sendos policías, avanzaron por el lateral del camión hasta la parte de atrás. Una vez allí abrieron las puertas y subieron a la plataforma del camión, flanqueados por los agentes de seguridad, que mantenían a raya a los ciudadanos a golpes de porra.
La masa empujaba, gritaba, levantaba las manos. Bollard vio a dos mujeres que levantaban a sus bebés por encima de sus cabezas, como para indicar que ellas necesitaban más ayuda aún.
Estoicamente, los tipos del camión empezaron a entregar paquetes a todos los que habían logrado llegar hasta ellos. Bollard se dio cuenta de que estaba demasiado lejos como para conseguir que le dieran algo.
Empezaron a producirse las primeras peleas. Mientras unos llegaban a las manos, los otros aprovechaban la situación para abrirse paso hacia el camión. Estupefacto, Bollard se preguntó cómo se las había arreglado Marie para llegar a los alimentos el día anterior.
Pese a la dureza de sus golpes y a su firme resistencia, los policías cada vez tenían más dificultades para proteger la mercancía y contener a los ciudadanos. Uno de ellos gritó algo con todas sus fuerzas, y, al ver que no daba resultado, sacó su pistola y disparó al aire.
Durante unos segundos, la masa se quedó petrificada. Los encargados del camión aprovecharon el desconcierto para cerrar las puertas, dar una bolsa de comida a cada policía y correr hasta la cabina todo lo rápido que fueron capaces.
Pero después, en apenas unos segundos, el camión se cubrió de gente.
Bollard oyó el rugido grave del motor y no pudo hacer otra cosa que quedarse mirando el camión mientras éste se alejaba de allí empujando y apartando a los que se habían quedado sin bolsa. Y nadie se paraba justo delante porque sabía que sería atropellado, sin más.
Pese al griterío general, Bollard oyó el desagradable estallido de una piedra impactando contra el cristal delantero. El camión aceleró el paso sin preocuparse de la gente. Bollard siguió oyendo ruidos, golpes y chasquidos, a cual más angustioso, hasta que el camión salió por fin de la plaza y pudo aumentar la velocidad. Los pasajeros que se habían subido al camión fueron dejándose caer, o quizá cayendo en contra de su voluntad. Algunos se pegaron buenos golpes y se quedaron doblados en el suelo, y otros se levantaron con mayor o menor agilidad, pero todos, todos, tenían en su cara el reflejo del hambre, la rabia, la angustia y la decepción.
Düsseldorf
Manzano no conocía aquella ciudad y no sabía dónde encontrar los comedores sociales… aunque quizá no debiera ir a ningún sitio concurrido, por si la policía había repartido carteles con su cara. Revisó la cocina una vez más para asegurarse de que no se le había pasado nada y salió al pasillo. Por el camino de vuelta al vestíbulo fue mirando en todas las habitaciones, en busca de algún pantalón que le pudiese ir bien. Y de paso encontró tiritas, vendas, gasas y desinfectante, y se lo fue metiendo todo en la mochila, junto con unas tijeras y dos escalpelos. Al final acabó dando con la lavandería, que estaba llena de pantalones y camisas blancas. Todo sucio. Quizá el hospital tuviera un servicio de lavandería externo… Volvió a subir hasta el segundo piso, donde además de la maternidad se hallaban también ginecología y medicina interna. Allí encontró, por fin, dos pares de pantalones que por lo visto alguien se había dejado colgados en un armario. El primero seguro que le quedaba demasiado apretado, pero el otro parecía ser de su talla, y estaba limpio.
Manzano se sentó en una cama, se cambió el vendaje de la herida y se puso los pantalones, que realmente le iban bien. Ahora al menos podría salir a la calle sin convertirse en foco de todas las miradas. Pero ¿adónde iba a ir?
—¿Piero?
Manzano se llevó un susto de muerte. No, por favor, no…
En la puerta estaba Shannon.
—Pero… pero… ¿qué haces tú aquí? —tartamudeó.
—He dormido en el hospital.
—¿En el hospital? Pero ¿cómo has llegado a Düsseldorf?
—¡Ah! Tú me enseñaste el camino desde La Haya. Tengo un coche rápido, como sabes.
—Pero…
—Te seguí a Talaefer y lo vi todo: cómo te sacaban de allí, tu escapatoria y la persecución, el disparo, la herida, tu ingreso en el hospital… Te tenía perfectamente localizado hasta ayer, que te perdí cuando te zafaste de tu vigilante. ¿Me contarás qué demonios está pasando? ¿A qué viene tanto lío?
—A mí también me gustaría saberlo —dijo, y se sentó en una camilla—. ¿Estás sola? —añadió en seguida, receloso.
—No te preocupes, no me he traído a tus amigos, si eso es lo que te preocupa.
Manzano se preguntó si podía confiar en ella. Quizá había podido seguirlo hasta La Haya porque en realidad ya sabía adónde se dirigía… ¿Era posible que hubiese sido ella la que se coló en su ordenador, envió el correo y manipuló luego la fecha en la que se había enviado el mail? ¿Pero cuándo habría podido hacerlo? ¿Y de qué le habría servido?
En unas milésimas de segundo, Manzano recordó los acontecimientos de los últimos días. Aparentemente, ella había ido a ver a Bollard y al final había acabado cenando con él. ¿Quién le aseguraba que aquello no había sido un truco desde el principio? Aunque… ¿por qué iba a serlo? En menos de tres horas, Shannon le había sonsacado una información que de la noche a la mañana la había convertido en una reportera famosa. Él la había visto en Internet y en la tele, de modo que en realidad no tenía razones para dudar de que fuera periodista… Claro que tampoco habría sido la primera agente secreta que se hubiese hecho pasar por periodista, ¿no? Pero aquello le hacía volver a la pregunta inicial: ¿qué conseguía ella colándose en su ordenador? Los únicos que, por lógica, podrían tener un cierto interés en sacárselo del medio serían los que se habían cargado el suministro eléctrico… ¿Sería Shannon uno de ellos? ¿Por qué habría anunciado entonces lo de los contadores? ¿Para despistar?
—¿Qué te pasa? —le dijo ella—, ¿por qué me miras así?
—¿Quién te dijo que iba a marcharme de La Haya?
—Nadie. Sólo sabía que te marchabas y que te lo llevabas todo, así que hice lo mismo con mis cosas.
Él se sentó, la miró, sintió el dolor de la herida en su muslo, y decidió que sólo tenía una opción: confiar en su intuición. De modo que empezó a contarle todo lo que había pasado.
La Haya
En la plaza, la masa había empezado a disolverse. Sólo quedaba algún que otro grupo en torno a los viejos carromatos, frente a los que la gente pujaba inconcebiblemente por unas patatas, unos rábanos, unas zanahorias, unas coles o unas manzanas arrugadas. Cada dos por tres, los vigilantes de los carros tenían que alejar de sí a sus «clientes» con azadas o bieldos. Bollard sacó su monedero y comprobó cuánto dinero llevaba. Treinta euros. ¿Cuánto podría comprar con eso?
Al menos tenía que intentarlo. Se acercó a uno de los carromatos, levantó sus billetes en el aire y se puso a gritar: «¡Aquí, aquí!».
El campesino del carromato no le prestó la más mínima atención. En el resto de manos levantadas, Bollard vio cantidades muy superiores a la suya. Se preguntó por qué la policía no ponía fin a aquel comercio ilegal. Él no tenía poderes ejecutivos en el extranjero, así que no había nada que pudiera hacer, y, en todo caso, si no llevaba un arma nadie le haría el más mínimo caso. Aquella gente estaba desesperada, y lo más probable era que un carnet de policía sólo les provocara la risa.
Para aquel mediodía Marie y los niños tendrían suficiente con las conservas de casa, se dijo Bollard mientras volvía a casa en su bicicleta, pero… ¿qué iban a cenar?
Düsseldorf
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Shannon.
—Ni idea —respondió Manzano.
—Venga, tú eres el genio de la informática. Si lo que sospechas es cierto —es decir, que un desconocido se coló en tu ordenador para enviar un mensaje falso que te comprometiera lo suficiente como para apartarte del juego—, ¿crees que podías descubrir cómo lo hizo? ¿O, mejor aún, quién lo hizo?
—Quizá. Depende de lo profesional que fuera ese desconocido. Alguien realmente bueno no habrá dejado huellas. En cualquier caso, tendría que acceder a mi ordenador para saberlo.
Le dolía el muslo.
—Y la siguiente pregunta sería… ¿cómo ha podido alguien saber lo que te llevabas entre manos?
—Yo también me lo he preguntado bastante, y he llegado a la conclusión de que sólo ha podido ser alguien de la Europol, o alguien que conozca los planes de la Europol.
—O los policías que te han estado persiguiendo. Ellos también sabían que venías.
—Pero ¿qué motivos iban a tener ellos para meterme en un lío de semejante magnitud?
—Necesitan un chivo expiatorio, por si no encuentran a los verdaderos culpables.
—Pero eso no solucionaría el problema de la electricidad.
—¿Quién sabe lo que la gente desesperada es capaz de hacer?
—Yo. Yo lo sé —susurró Manzano, pensando en la noche anterior.
—Partamos de la base de que tanto los policías alemanes como nuestros queridos trabajadores de la Europol son personas honestas que sólo cumplen con su trabajo. ¿Cómo te imaginas que haya podido colarse la información de tu viaje? ¿A qué te referías con lo de «alguien que conozca sus planes»?
—Sólo se me ocurre una posibilidad, y es que la Europol esté siendo vigilada.
—Pero ¿cómo?
—Con facilidad. Ya sabemos que pueden colarse en los sistemas más cañeros, complejos y protegidos del mundo. ¡Se han colado en los consorcios energéticos europeo y americano! De modo que entrar en la Europol debe de haberles parecido un juego de niños. Y una vez en uno, llegar a los otros es un mero trámite. Yo mismo vi a Bollard hablando a través del ordenador con el director de la Europol. Una conversación que, si se le pincha la máquina, puede oirse en tiempo real.
—¿Y cómo han podido enviar mensajes desde tu ordenador?
—Bollard hizo que me revisaran el portátil. Si los ordenadores de la Europol estaban intervenidos, ahí abrieron la puerta de los virus al mío.
—¿Y no deberíamos decírselo a Bollard? Yo podría ir a hablar con él.
—Entonces sabría que te has puesto en contacto conmigo. Además, ¿qué vas a hacer, volver a La Haya?
—¿Crees que algunos de ellos llegará por sí solo a estas conclusiones?
—A Hartlandt ya le he explicado todas mis sospechas, aunque no sé si me ha escuchado y creído al margen de presionarme, dispararme y perseguirme.
—¿Hartlandt es el alto? ¿El jefe?
—Los dos son altos, pero sí: Hartlandt es el jefe de una unidad de la Policía Criminal Federal que está buscando códigos dañinos en Talaefer.
—Suponiendo que tu teoría fuera cierta… ¿Crees que los de la Europol acabarán dándose cuenta de que les han intervenido los ordenadores?
—Yo creo que sí, sin duda. El problema es que ahora están despistados con demasiados problemas.
—Está bien. Quédate aquí. Voy a intentar una cosa.
—¿Aquí? ¿Y qué quieres que haga?
—Descansar. Créeme: no encontrarás muchos sitios mejores que éste. Estaré de vuelta en dos horas. Tú, espérame.
La Haya
Bollard no tuvo ni que bajar de la bicicleta para ver que la sucursal bancaria estaba cerrada, así que siguió pedaleando. Dos esquinas más allá había otro banco; pero tras su puerta también había un cartelito que ponía «cerrado hasta nuevo aviso». Cada vez más nervioso, encaminó su bici en dirección a la Europol. ¡Llegaba demasiado tarde! Aún pasó por delante de otros tres bancos más, y todos estaban cerrados. Entonces se le ocurrió una idea: el Hotel Gloria, aquel en el que habían instalado Manzano, le quedaba de camino. Como estaba pensado para atender a los invitados de la Europol, estaba mejor acomodado que la mayoría del resto de la ciudad.
En el vestíbulo de la entrada, la mayoría de las luces estaban apagadas. Bollard enseñó sus credenciales al portero y éste asintió sin hacer preguntas. Bollard fue al restaurante y entró en la cocina.
El cocinero le salió al paso.
—Esto está reservado para el personal.
Bollard le mostró sus credenciales.
—Necesito comida.
—¿Es cliente del hotel?
—¿Quiere conservar su puesto de trabajo?
—Tenemos verduras con patatas o patatas con verduras, lo que prefiera —le dijo el hombre, con voz cortante.
—Me llevaré las dos cosas.
—No tengo recipientes para llevar.
—Entonces volveré luego con alguno. Asegúrese de no vender estas tres raciones, o le aseguro que perderá su trabajo.
Düsseldorf
Shannon encontró en el hospital varios tubitos de goma, escalpelos, embudos y un cubo de plástico. En el garaje, diseminados, algunos coches abandonados. Con la linterna en la boca, Shannon midió la abertura del depósito de gasolina de su Porsche y luego fue hasta el siguiente coche. La tapa del depósito estaba cerrada, de modo que volvió al suyo, abrió el maletero y sacó una llave de tuercas y otra herramienta que utilizaría como palanca. Así fue como abrió la tapa del depósito de aquel coche. La de dentro no necesitaba llave y era del mismo tamaño que la de Shannon: gasolina súper, así pues, como el suyo. Metió el tubito, se arrodilló junto al coche y empezó a aspirar. Notó la resistencia del líquido. En un par de ocasiones apartó la boca y tapó el tubito con un dedo, asqueada ante la idea de estar a punto de notar el líquido en la boca. Sucedió tras la quinta aspiración. Shannon escupió la gasolina con repelús y luego la vació toda en su cubo. A medida que iba cayendo, el líquido iba impregnando el garaje con su olor.
La fuerza motora de nuestra civilización, pensó Shannon. Al menos hasta ahora. ¿Qué pasaría en el futuro?
Cuando se acabó el líquido, Shannon sacó el tubito del depósito. Su cubo estaba casi lleno. Lo llevó hasta el Porsche y lo vació con la ayuda del embudo.
Depués forzó la tapa del coche siguiente. La abertura era mayor que la del suyo. Eso significaba diesel, con lo que se habría cargado el Porsche. Un coche más allá, de nuevo gasolina.
Tras repetir el ejercicio un par de veces más, Shannon ya tenía su Porsche perfectamente a punto. Dejó los utensilios en el maletero, para cuando volviera a necesitarlos, y puso el coche en marcha. En el interior del garaje, su motor sonaba el doble de potente que en el exterior.
Ratingen
—No, ni rastro del italiano —admitió Hartlandt.
La conversación vía satélite con el francés en La Haya se iba interrumpiendo continuamente. Había demasiada gente intentando hablar así y las líneas estaban sobrecargadas.
—¿Cómo dice?
Tuvo que esperar unos segundos hasta recibir la respuesta de Bollard.
—… muy sorprendido de que Berlín haya corregido la información del sabotaje en las centrales y postes eléctricos.
—Sí, yo también lo he oído, aunque aún no me he puesto en ello. Lo haré en cuanto colguemos. Y lo mantendré informado sobre Manzano, ¿de acuerdo? ¿Han comprobado ya su ID?
—Me pasa lo que a usted: que aún no lo he hecho. Necesitaríamos todos diez cerebros y veinte brazos.
—Como la diosa india, ¿no?
—Sí. Y cien horas al día.
—Eso sin contar con las que necesitamos para dormir.
—Seguimos en contacto, ¿de acuerdo?
En su ordenador, Hartlandt se puso a estudiar el informe de lo sucedido a lo largo del día anterior y escribió un comunicado sobre las novedades en la teoría del sabotaje:
Como título puso «CORRECCIÓN», para que todos se dieran cuenta enseguida de lo que estaba pasando. La novedad no era baladí, y echaba por tierra cualquier posibilidad de seguir el rastro de los asaltantes… entre otras cosas porque negaba que los hubiera.
Hasta el día anterior, Berlín había recibido la orden de revisar todas las indicaciones sobre los incidentes en las centrales y los postes eléctricos, pero entonces recibieron una llamada en la que se les informaba de que la mayoría de los casos no habían sido resultado de un único sabotaje, sino que tenían causas muy distintas. El incendio de Lübeck, por ejemplo, se habría producido por un cortocircuito; uno de los postes del norte habría caído por el peso de la nieve y otro por la fuerza demoledora de un rayo. En Baviera, por su parte, se habría descubierto un poste sospechosamente partido, y en Sajonia-Anhalt habría habido también un incendio probablemente provocado. Sea como fuere, al comparar todos estos datos, la teoría de la ruta planeada dejaba de tener sentido. Los sabotajes, en todo caso, parecían fruto de asaltantes espontáneos y aislados.
Con el Bos-Funk llamó a los responsables de la central de Berlín.
—Es usted la tercera persona que me importuna con esto —dijo el hombre, al otro lado de la línea, después de oír lo que Hartlandt tenía que decirle—. Yo no he enviado esta información ni tengo la menor idea de quién ha podido haberlo hecho. Además, a nosotros nadie nos ha comunicado nada semejante.
—Pero yo sí he recibido la noticia —insistó Hartlandt.
—Lo sé —respondió el otro—. Y también sé que salió de mi ordenador. Pero le juro, una vez más…
A Hartlandt le vino una idea a la cabeza.
—¿Está sugiriendo —intervino entonces, interrumpiendo a su interlocutor— que quizá alguien haya podido tener acceso a su ordenador y lo haya usado para enviar la noticia?
—Pues sí, eso mismo —dijo el otro, algo vacilante.
—Entonces… ¿la teoría del atentado generalizado seguiría en pie?
—Sí, sí, todo lo que les he dicho siempre ha sido cierto, pero esto último… es como si mi ordenador…
—¡Pues haga el favor de informar de ello inmediatamente! —gritó Hartlandt, iracundo. Luego hizo un intento por contenerse y continuó con más calma—. ¿Tiene alguna novedad más sobre el tema?
—Bueno… hace sólo unos minutos ha llegado algo que quería enviar a revisar —dijo el hombre, con una cierta rudeza.
—Pues envíemelo —le ordenó Hartlandt, y dicho aquello, colgó. Estaban todos al borde del ataque de nervios…
Volvió a marcar el número de Bollard.
—No creerá lo que acabo de descubrir —dijo, explicándole su conversación—. Volvemos a encontrarnos ante unos datos que nadie ha escrito ni enviado. Como en el caso del italiano.
En el aparcamiento de Talaefer había menos coches que el día anterior. Shannon aparcó su Porsche semiescondiéndolo tras un cuatro por cuatro, para no llamar la atención. El coche de Manzano seguía lógicamente en el sitio en que lo había dejado. Shannon se colgó al hombro la cámara y el ordenador.
En el vestíbulo se encontró con la misma recepcionista del día anterior, en el que había hecho ver que se había perdido.
—¿Ha vuelto a desorientarse? —le preguntó la mujer, con mal acento inglés.
—Me gustaría ver al señor Hartlandt —dijo Shannon.
—¿Y ése quién es?
—Uno de los policías que están aquí desde ayer. —Ojalá esa pánfila entendiera lo que le decía.
—No lo conozco.
¿Tendría la orden interna de mantener el silencio o realmente no sabría nada al respecto?
—¿Y qué más da? Yo sí sé quién es, y no pienso moverme de aquí hasta que me lleve hasta él o lo vea salir del edificio. Cosa que, lógicamente, tarde o temprano sabremos que hará.
Por la mirada desconcertada de la mujer, Shannon entendió que la parrafada en inglés había sido demasiado larga. Vale, a ver, otra vez pero más lento:
La respuesta fue rotunda:
—Si no se marcha de aquí llamaré a seguridad.
—Perfecto, hágalo. Soy periodista y le juro que como noticia me parece suculenta.
La mujer suspiró y cogió el teléfono. Shannon no entendió lo que masculló entre dientes y en alemán. La expresión de su rostro pasó de enfadada a seria e indiferente. Colgó y dedicó a Shannon una sonrisa socarrona.
¿Había llegado el momento de salir corriendo, antes de que los de seguridad dieran con ella? No se lo podía pensar demasiado. En aquel momento aparecieron dos tipos muy altos por el otro lado del vestíbulo. Shannon se dio la vuelta y justo en ese momento llegaron dos personas más desde otro pasillo. A uno de ellos lo reconoció inmediatamente. Ojalá que él no la identificara como la mujer que encontraron en el hospital ayer por la noche…
—Lo estaba buscando —dijo ella, dirigiéndose a Hartlandt en inglés.
Él la miró atentamente, y Shannon se sintió incómoda. ¿La reconocían?
—¿Ah sí? ¿Y qué quiere? —preguntó él, obviando el saludo.
Tras ella aparecieron los guardias de seguridad.
—Soy periodista de la CNN. Me gustaría saber qué buscan unos investigadores internacionales en una de las principales productoras de electricidad y sistemas de seguridad de las centrales eléctricas.
Él la miró atentamente y le dijo:
—Perdone, no he entendido su nombre.
Shannon lanzó al cielo una triple oración: primero para que aquel hombre no hubiese visto la tele esos últimos días y no hubiese tenido acceso a sus cinco minutos de gloria ante las cámaras, segundo para que Bollard no le hubiese contado nada de su relación con Manzano y de su desaparición de La Haya, y tercero para que supiera salirse del lío en el que se acababa de meter.
—Sandra Brown.
—¿Y trabaja usted sin cámara, Sandra Brown?
Se tocó la bolsa.
—No me queda batería. Y me cuesta encontrar un enchufe que funcione, la verdad.
Los tipos de seguridad se plantaron a su lado y empezaron a acompañarla hacia la salida.
—Nosotros nos encargamos —dijo uno.
En el rostro de Hartlandt se dibujó una débil sonrisa.
—No tan rápido, amigos. ¿Qué puedo hacer por usted, Sandra Brown?
Shannon lanzó una mirada triunfal a los hombres que ya la habían cogido por los brazos. Se zafó de ellos como pudo, aunque ninguno de los dos se separó de su lado.
—Decidme qué está pasando. Todo el mundo sabe ya que el apagón ha sido provocado. ¿Tiene Talaefer algo que ver?
—Sígame.
Los de seguridad la dejaron marcharse, encogiéndose de hombros.
Hartlandt precedió a Shannon hasta un pequeño despacho en la planta baja. La habitación estaba llena de cajas y ordenadores.
—¿Quiere tomar algo? ¿Café? ¿Una galleta?
Le habría gustado reírse en su cara de aquella oferta, pero se contuvo y respondió:
—Con mucho gusto, gracias.
Hartlandt salió de la habitación y Shannon echó un vistazo a su alrededor. Aquello parecía un despacho improvisado. Junto a una de las paredes había un montón de discos duros y portátiles. Uno de ellos se parecía mucho al de Manzano… Se levantó y se acercó a él a toda velocidad. ¡Tenía la misma pegatina verde que el de Manzano! ¡Qué casualidad!
Aunque… quizá demasiada casualidad.
Volvió a sentarse en su asiento, justo en el momento en que Hartlandt entraba en la habitación. Cuando le puso delante un café, una botella de agua y un bocadillo tuvo que hacer un esfuerzo para no abalanzarse sobre la comida.
—Bueno —dijo él—. Pregúnteme. Dado que no tiene grabadora, podemos hablar con toda tranquilidad.
—¿Quizá aquí podría cargar mi cámara? —preguntó.
—Lo lamento, pero tenemos que ahorrar toda la energía que podamos, y le aseguro que la necesitamos para cosas importantes —dijo Hartlandt.
—¿Cómo qué, por ejemplo?
Shannon mordió el bocadillo. ¡Nunca había probado nada tan delicioso! Mordió lenta y conscientemente…
—Como lo que usted ya ha imaginado.
—¿Confirma, entonces, que es posible que Talaefer tenga algo que ver con el origen de toda esta tragedia?
Otro mordisco, y ahora un trago de café. No le importaba que tuviera demasiada azúcar. ¡Al contrario!
—En estos momentos cualquier empresa productora de energía es susceptible de ser culpable de todo —dijo Hartlandt—, y Talaefer no es una excepción.
—¿Y todas las empresas colaboran con la policía?
Hartlandt se encogió de hombros.
—Pues no lo sé.
—¿Han encontrado algo? ¿Alguna pista?
—Todavía no.
Shannon no hizo ninguna pregunta más. En su lugar, mordió el bocadillo con especial lentitud. Esperaba que Hartlandt hablara por sí mismo, de lo que quisiera. Y mientras, ella pensaría en el mejor modo de acceder al portátil de Manzano.
—¿Le gusta?
Shannon se limitó a asentir.
—¿Desea alguna cosa más?
—¿Podría tomar otro café?
En cuanto Hartlandt salió de la habitación, ella cogió el ordenador de Manzano y se lo metió en su bolsa, a toda velocidad. No volvió a sentarse. Cuando Hartlandt regresó, apenas unos minutos después, cogió la taza de café, se la bebió de un trago y dijo:
—Me parece que no tiene usted muchas ganas de contarme nada, ¿no? Pues mejor me marcho. Gracias por su tiempo.
—¿Podrá ponerse en contacto con su cadena? —le preguntó Hartlandt mientras se dirigían a la salida.
—Es difícil, pero lo intentaré.
—¿Y saldrá la noticia?
—¿Por qué no habría de hacerlo?
¿Se había perdido algo en los últimos días?
—¿Dónde ha pasado las últimas veinticuatro horas?
¡Por favor, Shannon, por favor, no te pongas roja!
—Por ahí, buscando información.
—¿No ha estado en contacto con sus colegas de la CNN?
—No es tan fácil…
Habían llegado a la puerta.
—¿No se ha enterado de que ayer también atacaron a Estados Unidos?
Shannon se quedó de piedra.
—¿Cómo dice? —dijo, casi gritando.
—Pensé que podría interesarle. La historia está en la calle, aunque por lo visto hay gente que no se ha enterado…
Antes de que ella pudiera contestar, Hartlandt la invitó a salir.
—No sabía que la CNN tenía oficina en Düsseldorf, por cierto —dijo, a modo de despedida.
—Es que no la tenemos —respondió ella, como ausente, antes de recuperar la compostura.
—He venido a propósito hasta aquí. Aún me quedaba algo de gasolina en el coche.
—Bueno, pues le deseo un feliz regreso.
Hartlandt se detuvo ante la puerta y se quedó mirando a la joven. Cuando ésta desapareció tras la esquina, él hizo una señal de asentimiento casi imperceptible, y un A6 que estaba aparcado allí mismo se puso en marcha y empezó a seguirla a una cierta distancia. Hartlandt sacó de su bolsillo dos fotos: una en la que aparecía Shannon en la tele, dando la noticia de los contadores, y otra tomada desde la cámara de seguridad de la habitación de Manzano, en el Hotel Gloria de La Haya.
—¿Crees que somos tontos, niña?
Por enésima vez, Shannon miró por el retrovisor. El Audi gris seguía allí. Las calles estaban tan vacías que cualquier coche, fuera en la dirección que fuera, le llamaba la atención. Había pasado varios minutos intentando sintonizar alguna emisora, pero fue en vano, y apenas podía concentrarse en la carretera. No podía dejar de pensar en sus padres y en sus abuelos, que aún vivían y estaban repartidos por los Estados Unidos. También le vinieron a la mente amigos, compañeros de instituto, vecinos que hacía años que no había vuelto a ver. Boston y Nueva York, donde había vivido una temporada antes de salir hacia Europa. ¿Esperaba a los del otro lado del charco el mismo destino que a los de aquí? Y el Audi gris seguía allí… ¿Casualidad?
Durante unos minutos desapareció tras un largo camión militar, pero a las afueras de Düsseldorf volvió a aparecer. Shannon pensó en el portátil de Manzano, que estaba en su bolsa. Si el italiano tenía razón, no podía correr ningún riesgo. Y al robar su ordenador se había convertido en su cómplice.
Al ponerse en marcha había activado el sistema de navegación del coche para volver sin perder tiempo, pero ahora prefería dar alguno que otro rodeo para confirmar o desmentir sus sospechas. De modo que giró en una esquina, con brusquedad.
Y el Audi la siguió.
Y más adelante volvió a probarlo.
Y sus sospechas volvieron a confirmarse.
¿Quién iba al volante? Sólo podía tratarse de alguno de los hombres de Hartlandt, cuyos métodos ya empezaba a conocer. A Manzano le dispararon a sangre fría cuando intentaba huir. En las películas, cuando los perseguidores llegaban a este punto, solían embestir a los protagonistas y empezar una carrera enloquecida. Pero en una carrera con todos esos caballos de potencia bajo los pies y un coche de policía tras los talones… Le parecía que sólo podía acabar empotrada contra una pared.
De todos modos… ¿tenía alguna opción?
Aceleró. Notó que se quedaba algo más hundida en el asiento del conductor. Toque de pedal, mirada al retrovisor. El Audi quedó algo más atrás. El motor rugió. El velocímetro subió a ciento treinta kilómetros por hora. Esperaba que nadie se le pusiera delante o le saliera de pronto de alguna de las calles laterales… En el siguiente cruce, Shannon frentó bruscamente, giró hacia la derecha y volvió a acelerar. Sin mirar atrás repitió la maniobra en el siguiente cruce. No tenía ni la más remota idea de dónde se encontraba. Parecía haber ido a parar a una zona industrial. Tras el séptimo y octavo giro se atrevió a mirar por el espejo. El Audi había desaparecido. Redujo la velocidad y respiró hondo.
La voz femenina del gps le indicó la nueva ruta para llegar al hospital.
Y el corazón le dio un vuelco cuando el Audi volvió a aparecer en la distancia. Al menos, su perseguidor ya sabía que Shannon lo había visto, así que no tenía por qué mantener la distancia, y se le acercó descaradamente.
Shannon alargó la mano para coger el portátil del asiento del copiloto. Lo sacó como pudo de su bolsa, y lo mismo hizo con la cámara y el resto de los trastos. Después abrió la guantera, cogió el manual de instrucciones del Porsche, que era gordo como un listín telefónico, y lo metió en su bolsa. Apretó el botón de abrir la ventana y lanzó el paquete a la carretera, que rodó y dio varias vueltas por el asfalto. El Audi ralentizó el paso hasta detenerse. Alguien bajó del coche y cogió la bolsa, y ése fue el momento que Shannon aprovechó para acelerar todo lo que fue capaz. Y cuando el Audi se quedó pequeño en la distancia, Shannon giró hacia la derecha y fue a parar a una zona residencial en la que empezó a dar vueltas y vueltas hasta estar segura de que ya nadie podía seguirla.
Efectivamente, el Audi no volvió a aparecer en el retrovisor.
Shannon sonrió brevemente, sin atreverse a hacerlo demasiado. Y diez minutos después se atrevió a seguir las indicaciones del sistema de navegación. La persecución había afectado significativamente el nivel de gasolina del depósito, y ya había gastado tres cuartas partes del total. Cuando llegara al hospital tendría que volver a «repostar».
Ratingen
¡Malditos idiotas! ¡Burlados por una niña! A Hartlandt le habría gustado gritar a la radio esto y muchas cosas más, a cual peor, pero por suerte llevaba a las espaldas muchas horas de motivación psicológica y entrenos físicos de todo tipo, y sabía perfectamente que los insultos y los descréditos no lo ayudaban en absoluto. Al contrario, en última instancia sabía que su contención y su temple lo habían ayudado a medrar en su profesión.
—Ella era la periodista que vimos ayer en el hospital, sólo que a la luz de las linternas, y con la cara de susto que tenía, no la reconocimos. Seguro que no fue casualidad que estuviera en el mismo sitio en el que nosotros buscamos al italiano… ¡Haced el favor de ir hasta allí y buscarlos!
Del otro lado de la línea le llegó una pregunta, que él contestó con otra:
—¿Y de dónde voy a sacar más refuerzos? Vamos, vosotros sois los mejores. ¡Lo conseguiréis!
Aunque, la verdad, empezaba a dudarlo… Todos empezaban a estar demasiado cansados, y tenían hambre…
Nanteuil
Annette Doreuil se asustó al ver a aquellos dos hombres con el mono protector frente a su puerta, y eso que venían a ayudarlos.
—Sólo una maleta por persona —dijo la voz de uno de ellos, tras la máscara.
En la entrada de la casa, un microbús con varias personas más; todas con una angustiosa cara de susto.
—Una maleta por persona —se oyó decir por el altavoz del vehículo, que llevaba más de dos horas conduciendo por las calles de Nanteuil.
—¿Pero luego podremos volver, no? —preguntó Celeste Bollard.
—No nos han dicho nada al respecto —le respondió el hombre del mono, quizá innecesariamente sincero—. Nosotros sólo nos encargamos de la evacuación.
Annette Doreuil no pudo evitar pensar en las historias sobre Chernobil y Fukushima. En más de una ocasión se había preguntado cómo se sentiría la gente al verse obligada a abandonar su hogar con el miedo de no regresar nunca más. Cómo sería dejarlo todo en orden, como siempre… Y cómo gestionarían el pánico ante la idea de que las radiaciones quizá les hubiesen afectado y fuesen a cambiarles la vida, o, peor aún, a traerles la muerte. Con la perspectiva de no pasar la velada en tu casa, en tu ambiente, con los tuyos, sino en un lugar extraño. Ahora todas aquellas preguntas la conmocionaban especialmente, y se verbalizaban en la voz de Celeste Bollard, que no paraba de hablar: desde hacía once generaciones, decía, desde hacía más de trescientos años, su familia había vivido en el campo, resistiendo los ataques de la Revolución francesa y de la Segunda Guerra Mundial, manteniéndose, defendiendo lo suyo…
Por la cabeza de Annette Doreuil pasaron las imágenes de otros flujos de refugiados que había visto en la tele. Jamás se le había ocurrido pensar que un día ella formaría parte de uno.
No sabía cómo se sentía. Cuando abandonó París junto a Bertrand se dijo que podía tomarse aquello como unas vacaciones. Después, cuando se acabaron las gallinas y las conservas de los Bollard y les dijeron que no podían salir de casa, se dio cuenta de que la cosa no era en absoluto amable.
Sólo una maleta por persona. Cogió su maleta grande por una asa, y Bertrand cogió la otra, más grande aún. Al contrario que los Bollard, ellos no tuvieron que pensar mucho en lo que cogían. Llevaban ropa y punto. Pero sus consuegros… ¿estarían decidiendo lo que salvaban del olvido? ¿Lo que tenía valor para ellos? ¿O lo que era útil?
Prestó atención a su cuerpo. ¿Notaba algo extraño? ¿Algo fuera de lo normal? ¿Alguna señal de que la radiactividad estaba haciendo efecto?
Mientras los dos tipos del mono colocaban sus cosas en el maletero del microbús, Bertrand la ayudó a subir. La gente los miró con amabilidad. Celeste Bollard se sentó a su lado, con cuidado, como si el asiento estuviera mojado, y sin perder de vista su maleta.
El vehículo se puso en marcha con brusquedad. Annette se dio la vuelta para mirar a Celeste, pero ésta y su marido estaban de espaldas, mirando fijamente la casa que cada vez iba haciéndose más pequeña en la distancia, hasta que al final no fue más que un punto, y luego nada. El hogar que quizá no volverían a pisar jamás.
Düsseldorf
Shannon aparcó el Porsche en el garaje, justo delante de la puerta que daba a las escaleras. Durante unos segundos tuvo que apoyarse en el volante y respirar hondo. En su cabeza, las ideas iban a toda velocidad. Hartlandt sospechaba de ella. Quizá la había reconocido. Quizá hasta le había dejado el ordenador de Manzano a la vista a propósito, para que los condujera hasta el italiano, y ella había caído como una tonta.
¿O se lo estaba imaginando todo?
Si ahora Hartlandt la había reconocido… ¿por qué no lo hizo la noche anterior? ¿Era posible que supiese algo más? ¿Que Bollard le hubiese dicho que Manzano y ella se habían encontrado? ¿Que su gente estuviera a punto de aparecer por la puerta del hopistal?
Cogió el ordenador y la linterna, saltó del coche y corrió hasta donde estaba Manzano, en el segundo piso. Entró en la habitación como un tornado y lo vio estirado en una camilla, tapado hasta el cuello, con la cara hacia un lado.
—¿Piero? —susurró.
Él no reaccionó, así que se acercó más a la camilla y le gritó:
—¡Piero!
Sus labios temblaban. Apenas podía mover la cabeza.
—¡Tenemos que irnos de aquí! —le dijo Shannon, enseñándole su ordenador.
—¿De dónde…? ¿Cómo lo has conseguido?
—Ya te lo contaré después. ¡Ahora vámonos!
Le apartó las mantas y sobre su muslo derecho vio una mancha oscura de sangre del tamaño de un plato. Se quedó petrificada mirándola, pero él le dijo:
—No pasa nada, estoy bien. Dame las muletas.
Bajaron las escaleras tan rápido como les permitió la herida de Manzano. Shannon iba iluminando el camino con su linterna. Frente a la puerta del garaje se llevó un dedo a los labios y le hizo un gesto para que esperara. Apagó la linterna, abrió la puerta unos centímetros y miró a su alrededor. Le costó ver algo la oscuridad, pero le pareció que no había ningún Audi.
—El Porsche está justo delante de esta puerta —le susurró—. Lo abriré con el mando a distancia cuando salgamos, ¿vale? Ve directo hacia él y entra tan rápido como puedas.
Shannon abrió del todo la puerta, abrió el Porsche con el mando, y justo en ese momento aparecieron dos sombras enormes. Manzano vio a la primera cerniéndose sobre Shannon. La segunda se plantó delante de él y le bloqueó el paso. Manzano reconoció a Pohlen. Rápidamente cogió la muleta y golpeó al hombre con todas sus fuerzas en la barriga. Pohlen se dobló, sorprendido por el ataque, y Manzano le golpeó en la cabeza una, dos, tres veces. Pohlen cayó al suelo y se quedó estirado, protegiéndose con los brazos. Manzano le pegó una patada en los riñones con su pierna sana, y el hombre soltó un aullido de dolor. Otra patada. Pohlen se arrastró por el suelo, protegiéndose, pero sin atacar. Tras el Porsche, Manzano vio al segundo hombre inclinado sobre Shannon, de la que sólo distinguió la silueta arrodillada y de espaldas a él. Antes de que el tipo pudiera darse cuenta, Manzano le propinó dos golpetazos en el cráneo con una de las muletas, y el tipo cayó redondo al suelo, sin más.
Shannon se incorporó, miró a su alrededor horrorizada, y gritó:
—¡La llave! ¡El portátil!
Inmersa en aquella oscuridad, la joven palpó el suelo en busca de sus cosas.
Manzano se dio cuenta de que Pohlen se incoporaba, así que cojeó hacia él y volvió a golpearlo varias veces con la muleta.
—¡Ya lo tengo! —gritó Shannon.
Manzano se dio la vuelta hacia el coche mientras Pohlen alargaba la mano para cogerlo. La puerta del copiloto estaba abierta, y Shannon había encendido el motor. Manzano se lanzó al asiento y ella salió de allí a toda velocidad. La puerta de Manzano se cerró sola tras la primera curva…
—¿Estás bien, Piero? —le preguntó ella, sin aliento.
—No tengo ni idea. ¿Y tú?
—Yo sí.
Al llegar a una curva frenó tan fuerte que Manzano creyó que se empotraba contra el salpicadero. Shannon se detuvo junto a un coche gris y abrió la puerta del Porsche mientras se metía la mano en un bolsillo.
—¡Ay! ¡Mierda! —gritó, mientras se arrodillaba junto al coche.
Al principio Manzano no entendió lo que hacía, pero luego se dio cuenta de que estaba haciendo un corte en las ruedas del coche con un escalpelo. Luego lo tiró al suelo y volvió al coche a toda velocidad.
Manzano se hundió en su asiento cuando ella apretó el acelerador. Conducía concentrada, tensa. Manzano vio que le sangraba la mano derecha.
—¿Adónde vamos? —le preguntó.
—Lejos —respondió Shannon.
Berlín
—Por aquí, en la sala de reuniones —susurró a Michelsen el secretario del canciller.
Ambos caminaban a paso ligero. En la sala, frente a las pantallas en las que mantenían las vídeoconferencias con el resto de gabinetes de crisis, lo esperaban ya todos los miembros del suyo, además de algunos otros especialistas de soporte. Solo faltaba el canciller. En las pantallas podían verse algunos jefes de gobierno, algunos ministros o funcionarios de nivel.
—Se ha convocado una reunión extraordinaria sobre la crisis —le dijo el ministro de Defensa.
Murmullos, cuchicheos.
—¿De qué se trata? —exclamó el canciller, al entrar por fin en la sala, como un tornado.
El ministro de Defensa se encogió de hombros.
El canciller se dejó caer sobre una silla, se aseguró de que la cámara lo cogiera en primer plano, apretó el botón de activación del micro y repitió la pregunta a sus interlocutores virtuales, que en esos momentos ocupaban ya todas las pantallas. No siempre acudían los mismos representantes de cada país, pero la mayoría se movía entre tres personas distintas; no más.
De modo que Michelsen ya conocía todos aquellos rostros dado el exceso de reuniones de los últimos días. El único representante nuevo fue el de España, que resultó ser un hombre uniformado. Aquello no podía ser bueno. Sintió un desagradable escalofrío en la espalda…
Fue precisamente el español, un tipo rollizo, con barba y unas bolsas enormes bajo los ojos quien le respondió:
—Queremos informar a todos los países miembros de la Unión Europea de que el presidente de nuestro país no se siente en condiciones de seguir ocupándose de los asuntos oficiales, y lo mismo sirve para el vicepresidente y para el resto de miembros del gobierno. Pese a todo, y a fin de garantizar el orden y la seguridad de los ciudadanos y de hacer todo cuanto esté en nuestras manos para recuperar la normalidad, los altos mandos del ejército, reunidos bajo mi persona, se han mostrado dispuestos a controlar y dirigir las cuestiones de Estado hasta nuevo aviso.
Michelsen se sintió como si todos los toros de los encierros de Pamplona hubiesen pasado por encima de su cuerpo, sin más. Porque, más allá de la retórica y las formas, lo que el hombre de la pantalla acababa de decirles era que en España se había producido un golpe de Estado.
—Este giro de los acontecimientos no afectará en absoluto a la colaboración española con la Unión Europea: nuestros amigos en Europa y América pueden estar más que tranquilos al respecto.
Michelsen se dio cuenta de que había empezado a temblar, y quienes la rodeaban también se percataron de ello. Pero nadie dijo nada. Todos se quedaron estupefactos, pálidos y mudos.
—Suponemos —dijo al fin el canciller, tomando la palabra en primer lugar—, que la situación de la que nos habla será sólo pasajera y que todos harán cuanto esté en sus manos para recuperar la normalidad, ¿no es cierto?
—Por supuesto —respondió el general—. En cuanto la situación lo permita, es decir, en cuanto las personas interesadas muestren su deseo de recuperar sus funciones y retomar sus responsabilidades, nosotros mismos nos encargaremos de que todo vuelva a su cauce. Pero mientras tanto, y siempre velando por la seguridad ciudadana, hemos declarado el derecho de sitio.
Y otra vez los toros pataleándole el cuerpo, pensó Michelsen. Y ahora no tenía ni idea de si la Unión Europea tenía previsto algún procedimiento interno en estos casos, alguna hoja de ruta para el resto de Estados miembros.
—¿Y dónde está ahora el presidente? —preguntó el presidente italiano, con la tez blanca como la nieve—. ¿Podemos hablar con él?
—Por desgracia, eso no va a ser posible —respondió el general—. Se ha retirado de la escena pública y me ha pedido que yo lo represente.
—Pues salúdele de nuestra parte —dijo el primer ministro inglés, con los labios apretados—, y dígale que nos sentiremos muy felices de volver a hablar con él lo antes posible.
—Lo haré, descuiden —respondió él otra vez.
Centro de control
Se sentía satisfecho. Habían puesto la primera piedra. En algunos países los golpes de Estado eran una conclusión lógica a los acontecimientos que estaban teniendo lugar, mientras que en otros, con menos tradición militar, acabarían siendo los ciudadanos quienes se hicieran con el poder y lo destrozaran todo, tarde o temprano, seguro. La situación crecía como una bola de nieve y afectaba cada vez a más personas; la angustia se volvía más acuciante y obligaba a los ciudadanos a adecuar su vida a las antiguas condiciones y al sistema tradicional, o bien a establecer uno nuevo. Las comunas que organizaba el Estado hacía tiempo que ya no tenían ningún sentido, y habían empezado a construirse unas nuevas, más definidas, más vivas, más capaces de multiplicarse, estropearse y luego volver a empezar. Los militares también empezarían a notarlo todo muy pronto. Su subida al poder no era más que un paso intermedio, pues la sociedad silenciosa, que había dejado de serlo porque, en su búsqueda desesperada de la estulticia, de la falta de reacción precisamente ante el «siempre más, siempre adelante», había renunciado a sus puntos en común y estaba al final de su camino.
La Haya
—Tengo cosas más importantes que hacer —dijo Bollard, malhumorado.
No tenía ningunas ganas de explicar que tenía que ir a buscar la cena para su familia. Como en un país del Tercer Mundo ante una crisis de hambre, pensó. O como en la Edad de Piedra. «Si los responsables no logran asegurarnos que tendremos, al menos, los suficientes alimentos, debemos ser nosotros quienes nos ocupemos de ello».
Envuelto en una chaqueta gruesa y abrigada, Bollard estaba en la misma habitación que el resto de directivos de la Europol. Desde la noche anterior habían reducido la energía eléctrica de la organización a mínimos. La calefacción se bajó a dieciocho grados, la mayoría de los ascensores se desconectaron… Todo aquel que llegaba hasta su despacho, se ponía a trabajar envuelto en varias capas de ropa.
—Tendríamos que asegurar los suministros de los trabajadores de la Europol y de sus familias —intervino Bollard—, o dentro de nada no estaremos en condiciones de llevar a cabo nuestras tareas. ¡La mitad de la plantilla ya ni siquiera viene a trabajar!
—Veré lo que puedo hacer —dijo el director Ruiz, con moderación.
Los investigadores suecos e italianos no tenían ninguna novedad. Sus respectivas investigaciones sobre los falsos colaboradores de las compañías eléctricas no habían dado resultados. Quienes sí habían tenido algún éxito parcial eran los equipos informáticos de ambos operadores, que en algunos casos progresaron más rápido de lo previsto e incluso los llevó a contemplar la posibilidad de recuperar al fin su capacidad operativa en los próximos tres días.
Desde el día anterior, Bollard se había pasdo ya tres veces por el departamento de informática de la Europol. Éstos aún no habían encontrado nada, si bien era cierto que no habían tenido mucho tiempo para buscar. Bollard se había enfadado varias veces con el belga, si bien debía admitir que su argumento —demasiado trabajo para tan pocos trabajadores— era realmente impecable.
—¡Hemos recibido algo de la Interpol! —gritó uno de sus colegas desde el otro lado de la sala—. ¡Un informe!
Bollard vio al tipo mirando fijamente la pantalla de su ordenador, murmurando algo para sí y diciendo luego en voz alta:
—No sé si esto son buenas o malas noticias.
Bollard se acercó a él.
—No te hagas el interesante.
En la pantalla aparecía un rostro: el rostro de un muerto, sin lugar a dudas.
Su colaborador empezó a pasar de pantalla, y en cada una se veían nuevos detalles del cuerpo. El hombre había muerto tras recibir varios disparos en el pecho.
—¿Quién es?
Leyeron el informe que acompañaba a las fotografías: «Hombre adulto europeo, descubierto esta mañana por un grupo de campesinos en un lugar del bosque cercano a Bali. Primera identificación posible: el ciudadano alemán Hermann Dragenau».
Bollard repitió el nombre, intentando localizarlo en su memoria.
—¡Es el desarrollador jefe de Talaefer que los alemanes estaban buscando! —exclamó al fin.
Compararon las imágenes que tenían de Draguenau con las del retrato del muerto.
—La verdad es que se parece mucho —dijo el compañero de Bollard.
—¿El informe dice algo sobre los supuestos culpables o sospechosos de su asesinato? —preguntó él.
—No. No se han encontrado objetos de valor ni dinero ni documentación junto al cuerpo, de modo que bien podría tratarse de un duro robo a mano armada.
—¿Saben dónde vivía?
—Aún no. La interpol está en ello.
—¿Y se supone que ahora tenemos que creer en las casualidades? —dijo Bollard—. Resulta que uno de los posibles traidores de Talaefer, que se cuenta entre las principales empresas de productores de sistemas SCADA, sale unos días de Europa justo cuando se produce el apagón que bien podría haber ayudado a provocar, y resulta también que el tipo aparece, obviamente asesinado, pocos días después. Ya no importa todo lo que supiera: jamás podrá decírselo a nadie. —Bollard se puso de pie—. Bueno, pues yo ya les adelanto que no creo en las casualidades. Hartlandt va a tener que remover cielo y tierra para descubrir lo que ha sucedido y explicar hasta el último detalle.
Cogió el teléfono y marcó el número de Hartlandt en Talaefer. A ver si había línea…
Ratingen
La casa de Hermann Dragenau quedaba pocos kilómetros al sur de Ratingen, cerca de un pueblecito muy tranquilo. Su casa debió de construirse a principios de los setenta, pues seguía los patrones estéticos básicos de la época: líneas rectas, puertas grandes y acristaladas y un bajo techo de madera. En la entrada, madera de roble. Dragenau vivía solo. Hacía seis años que se había separado de su mujer y que ésta se había ido a vivir a Stuttgart con la hija de ambos. La decoración de la casa era moderna y práctica: algunos muebles de diseño junto a otros de tipo más colonial. Draguenau parecía haber sido una persona ordenada y limpia que, probablemente, contaría con la ayuda de una mujer de la limpieza.
Draguenau no tenía vecinos directos a los que pudieran interrogar, de modo que no les quedaba más remedio que dirigirse a los pueblos más cercanos e ir preguntando a la gente —puerta por puerta— si conocían a Draguenau. Pero para una acción de ese tipo les faltaba personal, y, además, lo más probable era que la mayoría de los habitantes de aquella zona —como los de todas las otras— hubiesen dejado sus casas para irse a alojamientos habilitados. La cosa no podía ser más complicada.
—Necesitaríamos a una docena de personas para hacer bien este trabajo —se quejó Pohlen, que tenía la cara hinchada y llena de morados.
—Ya, pero no la tenemos —respondió Hartlandt.
Empezaron por el despacho del muerto. Revisaron ordenadamente cada armario, cada cómoda y cada cajón de su escritorio. Encontraron declaraciones de la renta de años anteriores, seguros de todo tipo, contratos firmados con Talaefer, notas de cuando iba al colegio, varios vinilos y dos viejos ordenadores.
—Ordenar todo esto nos llevará semanas —se quejó Pohlen.
Al oeste de Düsseldorf
—Tengo sed —dijo Manzano.
—Yo también —respondió Shannon.
Habían salido de Düsseldorf y se dirigían hacia el suroeste, sin saber de hecho adónde ni por qué. Shannon evitó las autopistas y se mantuvo preferentemente en las carreteras secundarias. Conducía tranquilamente y a una velocidad fija, más que nada para no gastar gasolina en exceso. El depósito estaba lleno hasta la mitad. Caían cuatro gotas del cielo, y el termómetro exterior del coche marcaba un grado bajo cero.
Manzano se había tomado un tiempo antes de encender su ordenador y ponerse a trabajar, pero por fin se decidió:
—Bueno, pues vamos a ver…
Encontró los mensajes de correo que Hartlandt le había mostrado. Eran siete en total. Comprobó las fechas y confirmó que todos se habían enviado durante los días que pasó en la Europol.
—Pero no los escribí yo —susurró.
—¿Y bien? —preguntó Shannon.
—Los e-mails están aquí, por desgracia.
—¿Pero quién los envió?
—O alguien de la Europol, o alguien de fuera. En principio es irrastreable. Pero se me ha ocurrido una segunda variante que quizá pueda servir…
—¿Ah sí?
—Sí, bueno, para empezar tengo un segundo cortafuegos en el portátil, porque no confío en los cortafuegos de Windows. ¿Sabes lo que es un cortafuegos?
—Sí, hombre, yo creo que esto ya lo sabe todo el mundo: es un modo de asegurarse el ordenador contra intervencions externas, ¿no?
—Exacto. Pues bien, yo lo tengo formateado para que recabe todos los datos que se han generado o movido más allá de los parámetros protocolarios normales, y para que los guarde en unos archivos determinados y codificados.
Evidentemente, en el cortafuegos utilizaba otro nombre y contraseña, y un software independiente vigilaba el resto de entradas, como lo que se introducía en el ordenador vía puerto USB, por ejemplo.
—Así puedo saber por qué vía se han itroducido los datos en mi ordenador.
—¿Y eso es lo que va a comprobar ahora? ¿No es un trabajazo?
—Bueno, sí, se trata de leer varios miles, cuando no millones de líneas de texto, pero no tengo que hacerlo todo personalmente —dijo Manzano, mientras empezaba a teclear—. Tengo varios programas que me ayudan a optimizar el tiempo. Por ejemplo un software de banco de datos que se consigue gratis en Internet. Con él puedo gestionar grandes cantidades de datos… —Ahora sus dedos volaban sobre el teclado—. Estoy generando un programa en el que puedo cotejar los datos del Firewall con los del banco de datos.
Por el rabillo del ojo se dio cuenta de que estaban pasando junto a un grupo de personas que, abrigadas como esquimales, avanzaban por la calle llevando consigo grandes fajos de ramas y leños, ya sobre la cabeza ya bajo los brazos. También había uno que arrastraba un trineo cargado de madera. Manzano se sintió como si se hubiese desplazado a la India, o quizá a la Europa posterior a la Segunda Guerra Mundial. Todos miraban el Porsche como si se tratara de una nave espacial.
Manzano siguió programando, y menos de media hora después observó su obra, orgulloso, y dio la orden de cargar el cortafuegos en su banco de datos.
—¿Y bien, hay algo? —quiso saber Shannon.
—Mujer, todavía no puedo saberlo. Estoy cargando los datos, y esto puede durar un rato… hasta que acabe de cargarse todo no podré buscar, y menos aún encontrar, nada.
—¿Y qué vas a buscar?
—Inputs poco corrientes, modelos de comunicación que me llamen la atención…
Vieron aparecer varias casas en la distancia. Manzano dejó el portátil en el asiento de atrás. Volvía a tener hambre. Ya habían dejado atrás algunos pueblos pero todos estaban vacíos. Del mismo modo, en éste también parecía haber sólo recolectores de leña. Se detuvieron ante una posada. Shannon bajó del coche y llamó a la puerta. Esperó y volvió a intentarlo. Nada. Entonces se dio la vuelta y volvió al coche.
—Lo mismo de siempre —dijo.
—Pero de algo tenía que vivir toda esta gente, ¿no? —intervino Manzano—. ¿Qué comían? ¿Qué bebían?
Shannon se encogió de hombros.
—Quizá se les acabó todo y por eso se marcharon…
Puso el motor en marcha y siguió avanzando lentamente, asegurándose de que no pasaran junto a nada que pudiera ser comestible o bebible.
—¿Podrías bajar un poco la calefacción? —le pidió Manzano, que estaba sudando.
Shannon lo miró, sorprendida, y le puso la mano en la frente.
—Tienes fiebre.
Bajó la temperatura de la calefacción. Se detuvo junto a un peatón, sin detener el coche. El tipo, muy delgado y con barba de cuatro días, la miró recelosamente.
—Disculpe —dijo él, con su discreto alemán—. ¿Sabe dónde podríamos comer algo?
—Todos los restaurantes de cinco tenedores se han cogido el día libre —respondió el tipo, con voz ronca.
—Quiero decir… ¿hay algún sitio en el que repartan comida? ¿Algún comedor social?
—¿Y aparcarán su Porsche a la puerta?
Manzano tardó unos segundos en entender que aquello pudiera molestarle tanto.
—Era el único coche de préstamo que quedaba en la tienda.
—Afortunados. Yo no conseguí ninguno.
—¿Comer? ¿Beber?, preguntó Manzano, una vez más, agotado pero paciente.
El hombre señaló la calle que quedaba justo delante.
—En la plaza del ayuntamiento suelen repartir algo de comida cada día, pero hoy ya no encontrarán nada. El reparto es por la mañana y se acaba en pocos minutos.
Manzano no entendió todo lo que le dijo el hombre, pero se quedó con la idea principal.
—Gracias —respondió, y volvió a subir el cristal de la ventana.
Shannon condujo hasta una rotonda. Detuvo el coche ahí en medio, sin ningún problema, porque no había ni rastro de circulación.
—Ahí es —dijo ella.
Dio la vuelta a la rotonda y aparcó delante de un antiguo edificio de ladrillo rojo en cuya fachada podía leerse la palabra «Ayuntamiento». En la puerta había colgado un cartel en el que había algo escrito a mano.
—Espérame aquí —dijo, apagando el motor.
—Yo puedo leerlo desde aquí —le indicó Manzano—. «Alimentos cada día, de siete a nueve de la mañana» —dijo, traduciendo directamente al inglés.
—Genial. ¿Y los que tenemos hambre más tarde?
—Es obvio que este sistema no está pensado para los que viajan —contestó él.
Le entró un ataque de tos y empezó a rebuscar en sus bolsillos hasta que encontró el antibiótico. Se tomó una pastilla sin tener demasiado claro si le iría bien o mal, y se le quedó atascada en el cuello como si se tratara de una patata enorme y dura. Tuvo que tragar varias veces, intentando generar saliva, para conseguir que bajara.
Shannon cruzó la ciudad conduciendo por las calles vacías de coches. El atardecer no tardó en presentarse tras el cielo gris y alicaído. El paisaje se volvió más llano.
Manzano cogió su portátil del asiento de atrás.
—¿Y ahora qué haces?
—Los datos ya se han cargado. Quizá pueda solucionar un par de dudas.
Escribió algo en el teclado y preguntó:
—¿Hacia dónde vamos?
—A algún sitio con techo, y a poder ser con comida y bebida. A una granja, quizá.
Manzano se quedó mirando por la ventana, como si estuviera buscando una respuesta en el árido paisaje invernal.
—Ve por ahí, por la izquierda —dijo entonces.
Shannon lo obedeció sin hacer preguntas, y se encontraron en una carretera que conducía a un bosque, y que, un poco más adelante, tenía una barandilla de madera a derecha e izquierda.
—¡Un puente! —exclamó la chica, deteniendo el coche.
Bajo el puente, un río.
Ratingen
Sus agentes estuvieron en casa de Dragenau y en las instalaciones de Talaefer S. A., mientras el propio Hartlandt se dirigía a la urbanización. Por el camino se detuvo ante las cuatro casas que quedaban en el camino. En las tres primeras no le contestó nadie; en la cuarta le abrió un hombre de su edad.
—Policía —dijo Hartlandt, sin más, y le mostró una foto de Dragenau.
—Vive ahí delante —le confirmó el hombre.
—¿Lo conoce usted bien?
—No. Creo que en toda mi vida no habré intercambiado con él más de cinco frases.
—¿Sabe usted si tenía algún amigo en la zona?
—Creo que no. Yo conozco a casi todos los vecinos, y nadie hablaba nunca de Dragenau. Ni para bien ni para mal. Vivía aquí, es cierto, pero no tenía ni la menor intención de buscar compañía o echar raíces.
—¿Lo vio alguna vez en compañía de alguien? ¿Vino a visitarlo algún familiar o conocido suyo?
—Pues no sabría decirle. No me suena, pero tampoco le prestaba demasiada atención. Pero díganme ustedes, ya que son policías… ¿cuándo acabará todo esto? ¿Tienen alguna idea?
—Esperemos que pronto.
La urbanización estaba formada, principalmente, por casas unifamiliares de los años sesenta. En la caseta de entrada a la zona encontraron a un hombre solitario y uniformado. Hartlandt le enseñó también sus credenciales y la imagen de Dragenau.
—No lo conozco —dijo—, pero venga conmigo. Preguntaremos a algunas personas.
Hartlandt lo siguió por la calle hasta entrar en un edificio algo más grande que los demás.
—Nuestro pabellón —dijo el agente de seguridad—. Ahora, alojamiento y refugio. Quizá encuentren a alguien que lo conoza.
El pabellón estaba lleno de las camas plegables, puestas en filas y muy ordenadas para aprovechar el espacio al máximo. Olía muy mal. Algunas personas estaban estiradas en sus camas, mirando al techo. Otras, leían. Los niños, correteaban de un lado a otro.
El guardia les presentó a un hombre robusto con una barba hirsuta y canosa.
—Este hombre era dueño de un restaurante, pero se le quemó —dijo, a modo de presentación.
Luego le dio unos golpecitos en el hombro y le preguntó:
—¿Todo bien?
Y por fin, dirigiéndose a ellos, añadió:
—Este hombre conoce a todo el mundo. Seguro que los podrá ayudar.
Hartlandt sacó el retrato de Draguenau y se lo mostró al del restaurante, pero éste movió la cabeza en señal de negación.
El guardia los condujo entonces a otro rincón. En él, una mujer había aprovechado dos columnas para colgar una sábana de un lado a otro y tener más intimidad. Era la dueña de un centro cultural.
—No —dijo, después de que Hartlandt le hubiese enseñado la foto.
—¿Vive en la urbanización?
—Cerca.
—Lo lamento.
—Tenemos aún dos médicos y una farmacéutica que acostumbran a atender a todos los que viven por la zona. Y también están el párroco católico y el pastor protestante… Suponiendo que hayan venido. No siempre se quedan aquí.
Fuera había empezado a oscurecer.
Entre Düsseldorf y Colonia
Los faros del Porsche cortaban la oscuridad de la noche.
—¡Mierda! —maldijo Manzano.
—¿Qué pasa?
Shannon lo oyó teclear a toda velocidad. Desde hacía media hora Manzano estaba muy concentrado, inclinado sobre su ordenador y lanzando de vez en cuando algún suspiro o exclamación.
—¡Va, dime qué pasa!
—Aquí hay una dirección IP —dijo Manzano, nervioso—. ¡Necesitamos electricidad y conexión a Internet, y la necesitamos ya!
—Claro, claro, como quieras. Ahora mismo me paro y cargas tu portátil en cualquier enchufe, ¿vale?
—¡Hablo en serio, Shannon! —insisitió Manzano—. Cada noche, a la 01:55 h, mi ordenador ha estado enviando datos a una determinada dirección IP ¿Te dice algo? ¿IP?
—¿IP de Internet Protocoll? Eso es como la dirección de un ordenador en el interior de la red, ¿no?
—Exacto. En principio sirve para poder localizar cualquier ordenador, y resulta que el mío ha estado enviando datos, sin que yo lo hubiese ordenado o tuviese la menor idea al respecto, por supuesto, a un ordenador que tiene esta dirección y que a mí no me suena de nada.
—Es decir, que alguien que no eres tú ha dado la orden. ¿Lo he entendido bien?
—Exacto.
—¿La Europol?
—Quizá.
—Pero ¿cómo han llegado a tu portátil?
—Ni idea. En cualquier caso, el desconocido ha estado enviando los e-mails mezclados con mi trabajo en la Europol, así que supongo que se habrá colado utilizando las redes de la Europol.
—¿Ah sí? ¿De modo que los malos son los de la Policía Europea, al final?
—No puedo saberlo con seguridad. Necesitaría una conexión a Internet para poder estar seg…
En aquel momento se llevó la mano a la frente y se dio una palmada.
—¡Qué idiota soy! ¡Ya sé adónde tenemos que ir! —se inclinó hacia el GPS y le preguntó a Shannon—: ¿Sabes cómo funciona?
—Claro. ¿Adónde quieres que vayamos?
—A Bruselas.
Shannon puso cara de sorpresa, pero no dijo nada. En su lugar tocó un par de botones hasta que la pantallita del aparato mostró una ruta y una distancia.
—Doscientos kilómetros bien buenos —dijo—. Pero tenemos suficiente gasolina. ¿Por qué a Bruselas?
—Conozco a alguien allí.
—¿Alguien que tiene Internet y electricidad?
—Si el Centro de Información y Monitorización de la Unión Europea en Bruselas (CIMUE) no tiene electricidad es que estamos definitivamente jodidos. Perdón por la expresión.
—Bueno, pues en marcha. El GPS dice que en dos horas estaremos allí.
—Pero necesito comer algo.
—¿Y de dónde vas a sacarlo?
Bruselas
Angström se metió a toda prisa un trozo de pan en la boca, mientras que el resto de sus compañeros iban entrando en la sala de reuniones. El último en llegar fue el propio director del CIMUE, Zoltán Nagy, quien fue directo al asunto sin andarse con rodeos.
—Ya podemos olvidarnos de la ayuda de Estados Unidos —aseguró—, y no sólo eso, sino que a partir de ahora Rusia, China, Turquía, Brasil y el resto de países deben repartir sus ayudas entre Europa y Estados Unidos.
El silencio se adueñó de la sala durante unos segundos, al cabo de los cuales se dedicaron al orden del día y a leer juntos los nuevos informes.
—Los altos mandos de la OTAN han convocado a la alianza —dijo Nagy con un hilo de voz—, que, según nos han informado, arremeterá con toda su fuerza contra los agresores. Claro que, para ello, sería bastante útil saber quiénes son en realidad los agresores.
Angström no pudo evitar volver a pensar en Piero Manzano. No había vuelto a saber nada de él. ¿Estaría siendo útil en la Europol?
El Organismo Internacional de Energía Atómica había aumentado al nivel seis del INES el grado de contaminación radiactiva de Saint Laurent. Esto era apenas un nivel por debajo de Chernobil y Fukushima. La zona de evacuación se ha ampliado a treinta kilómetros —dijo el encargado de aquel tema—. Ello afecta a ciudades como Blois y Orleáns, por ejemplo. Toda la zona que rodea la central, y en la que se encuentra el magnífico valle del Loira, declarado patrimonio universal por la UNESCO, quedarán inhabitables durante décadas, o quizá incluso siglos. Francia nos ha pedido ayuda oficialmente, y Japón se ha ofrecido a enviar expertos.
—Es que ellos saben de qué va esto —dijo uno, en pleno ataque de sarcasmo.
Angström se preguntó si el francés que la había recogido en el aeropuerto de La Haya tendría algún amigo o pariente en la zona.
—Algo semejante sucede en los alrededores de la central checa de Temelín, que actualmente ocupa ya el nivel cuatro en el INES —siguió diciendo Nagy—. Lo que no está del todo claro es el estado del reactor. Los expertos aseguran que podría haberse producido una especie de desintegración del núcleo…
Y en Europa había aún otras seis centrales nucleares con niveles de entre el uno y el dos.
—No se trata de algo que nos afecte inmediatamente —dijo Nagy—, pero debemos ser conscientes de que también la central nuclear americana de Arkansas (la Arkansas One) ha anunciado tener graves problemas debido al apagón eléctrico.
No tenían demasiada información sobre las condiciones por las que estaba pasando en aquel preciso momento la sociedad civil europea. De lo único de lo que podían estar seguros era de lo que sucedía en Bruselas, de lo que les afectaba a ellos y a sus familias, y era que la solidaridad altruista y generalizada había empezado a acusar grandes brechas. Al principio del apagón, todos ayudaban a todos. Ahora, a nadie se le ocurría ayudar a un desconocido, teniendo a tantos amigos y conocidos por los cuales preocuparse.
—En la mayoría de ciudades no dejan de producirse disturbios y enfrentamientos, a cualquier hora del día y de la noche —dijo una compañera.
Nadie daba una noticia buena ni por casualidad, pensó Angström, con el corazón en un puño. La cosa estaba tan oscura como la noche que había caído al otro lado de la ventana.
Entre Düsseldorf y Colonia
Frente a ellos apareció una casa en la oscuridad.
—Ahí delante hay luz —dijo Manzano.
Shannon redujo la marcha. La carretera se convirtió en un camino estrecho y asfaltado. Lo siguieron hasta llegar a una enorme granja. Tres de las ventanas de la planta baja tenían luz. Shannon y Manzano bajaron del coche. Los dueños de la granja debieron de oír el motor, porque alguien les abrió enseguida la puerta. Recortado sobre la luz del interior de la granja, al principio no reconocieron más que una silueta.
—¿Qué quieren? —preguntó un hombre que llevaba un rifle en las manos.
—Necesitamos comer algo, por favor —dijo Manzano, chapuceando el alemán.
El hombre los miró con desconfianza.
—¿De dónde vienen?
—Yo soy italiano, y ella es una periodista americana.
—Qué coche más chulo tienen —dijo, señalando el Porsche con el rifle—. ¡Y funciona! ¿Puedo verlo? —Dio un paso hacia delante, bajando el arma.
Shannon dudó, pero al final lo acompañó hasta el coche.
—Nunca había visto uno igual. ¿Puedo?
Shannon le abrió la puerta y él se sentó en el asiento del conductor. Manzano también se acercó al coche.
—La llave —pidió el hombre, alargando la mano.
Shannon dudó, pero entonces el tipo cogió el rifle y la apuntó con él.
—La llave —repitió.
Shannon se la dio.
El hombre la cogió y puso el coche en marcha, aunque siguió con la puerta abierta y apuntando a Shannon con su arma.
—Suena bien, y además tiene gasolina —dijo.
Entonces cerró la puerta y lo condujo hasta un granero con una puerta de madera. Shannon y Manzano lo siguieron caminando, pero cuando llegaron el tipo ya había bajado del coche y, con el rifle de nuevo en las manos, les ordenó:
—Lárguense.
—¿Cómo dice?
—¡Ya lo han oído! ¡Fuera de aquí!
—¡Pero no puede…! —empezó a decir Shannon en inglés, pero Manzano la contuvo.
—Míreme bien, y verá que sí puedo.
—Llamaremos a la policía.
El hombre soltó una carcajada.
—¡Seguro que encontráis a varias patrullas!
Volvió a hacer un movimiento con el rifle.
—Nadie va a venir a ayudarte, guapa, pero aunque vinieras con todo el cuerpo de policía, les diré que me disteis el coche a cambio de toda la comida que os ofrecí, ¿sabes? Esto del trueque se ha puesto muy de moda últimamente…
Otro gesto con el rifle.
Manzano oyó el bufido de Shannon.
—Nuestras cosas —dijo Manzano entonces—. Denos al menos las cosas que llevamos en el coche.
El hombre se quedó un rato pensativo y por fin fue al coche, cogió la bolsa de Shannon del maletero y se la tiró a los pies.
—El ordenador también, por favor —dijo Manzano, quien se apresuró a añadir—: ¡Pero no me lo tire, por favor!
Dio unos pasos hacia el coche, pero el tío lo apuntó con el rifle. Manzano se detuvo.
—¿Para qué quieres tu portátil si no tienes dónde enchufarlo? —le preguntó.
—Lo mismo podría preguntarle a usted, con la diferencia de que este es mío —le respondió Manzano. Y entonces, al darse cuenta de que su tono había sido quizá algo arrogante, añadió—: Por favor.
—Cójaselo usted mismo —le dijo el hombre, malhumorado—. Pero ni un movimiento en falso o le hago un agujero en la barriga.
Manzano obedeció y se acercó cojeando al coche.
—¿Qué le pasa en la pierna?
—Una herida.
—En la cabeza también.
Manzano no respondió.
Cogió el ordenador de debajo del asiento del copiloto, a donde se había caído, y se incorporó de nuevo.
—¡Y ahora lárguense!
Y dicho aquello, cerró la puerta del granero y se quedó dentro.
Manzano y Shannon se miraron unos segundos, y dieron un par de pasos hacia la puerta de la granja, que seguía abierta y con luz en su interior.
—¡Qué hijo de puta! —dijo Shannon.
—¡Les he dicho que se larguen! ¡Desaparezcan! ¡Márchense de aquí! —Apenas dos segundos después se oyó un disparo y las piedrecitas junto al pie derecho de Manzano salieron disparadas por los aires.
—¡Mierda! —dijo Shannon, dando un salto hacia atrás.
Cuando el siguiente disparo le rozó la manga, se acercó a coger a Manzano y lo ayudó a alejarse de allí.
—¡Y no se les ocurra volver! —gritó el hombre a sus espaldas—. ¡La próxima vez no fallaré!
La Haya
—¡No me gusta!
Bernadette dejó caer la cuchara en el interior de la sopa de verduras que había traído Bollard para cenar.
—Pues no hay nada más —respondió su padre.
—¡Pero yo quiero espaguetis!
Marie puso los ojos en blanco. Los medicamentos habían hecho efecto, gracias a Dios, y la fiebre había empezado a remitir.
—Cariño, es que la cocina no funciona, ya lo has visto, así que no podemos hacer espaguetis, ¿sabes?
De hecho, pensó Bollard, los niños no estaban pasándolo tan mal. No tenían que ir al colegio, podían pasarse todo el día jugando, y tanto él como su mujer eran mucho más indulgentes con ellos, dada la situación.
—¡Me da igual! ¡Y quiero ver la tele!
—¡Ya está bien, Bernadette! ¡Basta!
—¡No, no, no!
La niña bajó de su silla y salió corriendo de la cocina. Marie lanzó una mirada desesperada a Bollard. Él se levantó y siguió a su hija, que había ido a sentarse al suelo del comedor, frente a la chimenea, en la que ardía el fuego, y peinaba una muñeca, muy concentrada. Sólo su labio inferior, algo elevado y echado hacia delante, evidenciaba su enfado.
Bollard se sentó frente a ella, en el suelo.
—Escucha, cielo…
Bernadette bajó la cabeza, frunció el ceño, apretó los labios con fuerza y empezó a peinar a su muñeca a toda velocidad.
—Ya sé que llevamos unos días muy difíciles… pero todos…
Oyó los sollozos de su hija y vio que sus hombros temblaban. Nunca la había visto llorar de aquel modo… Puede que los niños no sepan lo que está pasando, pensó, pero lo notan. Notan nuestro desconcierto, nuestra tensión, nuestra angustia, nuestro miedo. Bollard le acarició el pelo y la cogió en brazos. Ahora su cuerpecito empezó a temblar de arriba abajo y las lágrimas mojaron la camisa de Bollard mientras la abrazaba y la mecía suavemente.
Todos nos sentimos así, mi vida, pensó. Todos.
Entre Colonia y Düren
Shannon dejó a Manzano uno de los jerséis que llevaba en la mochila, pero aun así, temblaba. Tenía que ayudarlo a caminar porque su pierna herida apenas podía sostenerlo. Habían vuelto a la carretera de la que habían salido. El último pueblo quedaba varios kilómetros atrás. No iban a poder avanzar mucho más aquella noche, y menos con la herida de Manzano.
—¡Qué asco de tío! —dijo ella, aún indignada.
—No puedo más —gimió Manzano.
—¿Qué quieres hacer? —preguntó Shannon—. No podemos quedarnos aquí en medio. Moriremos.
Manzano respiró con dificultad y se esforzó por dar algún paso más.
—¡Mira! ¡Allí!
A la luz de la luna vieron el contorno de una pequeña y torcida cabaña en el campo, a su izquierda.
Dejaron la carretera y entraron en el campo, en el que empezaron a caminar por encima de los surcos del arado, intentando no perder el equilibrio ni tropezar demasiado. La casita de madera medía unos cinco metros cuadrados, no tenía ventanas y la puerta estaba cerrada con candado. Shannon le dio varias patadas, pero el cerrojo no cedió. Entonces empezó a golpear una de las maderas con fuerza, hasta romperla y conseguir un agujero por el que colarse en su interior, arrastrándose.
Buscó en su mochila y encontró las cerillas que cogió en París. Aún en el suelo, boca abajo, encendió una e iluminó la cabaña. Por lo poco que pudo ver a la débil luz de una cerilla, allí no había más que palos y algo de paja. La llama se apagó, ella dejó la mochila a un lado y acabó de entrar. Desde dentro pudo abrir la puerta con la ayuda de un serrucho que estaba apoyado en la pared.
—Aquí dentro hace casi el mismo frío que fuera —dijo Manzano.
—Por ahora sí, pero vamos a cambiar eso.
La cabaña tenía un agujero en el techo por el que se veía la luna. Shannon cogió un montón de paja, hizo una montañita y la puso en el centro de la cabaña, justo bajo el agujero, y en el centro colocó el trozo de la puerta de madera que había roto para entrar. Cogió entonces una cerilla e intentó que el fuego prendiera, pero sólo consiguió algunas chispas.
Volvió a intentarlo, y esta vez logró obtener un par de llamas pequeñas. Sopló suavemente para que no se apagaran y, efectivamente, en pocos minutos había prendido ya toda la paja y el fuego empezaba a quemar la madera. Al principio se formó un humo muy denso en el interior de la cabaña y Manzano hizo ademán de querer salir, pero Shannon lo retuvo porque el humo empezó a remitir: salía por el agujero del techo, y aminoraba al quemar más madera que paja.
Pocos minutos después un fuego pequeño pero seguro iluminaba y calentaba el interior de aquella cabaña. Mientras tanto, Shannon partió en varios trozos uno de los palos de madera que había en el interior de la cabaña y los lanzó al fuego, que cada vez cobraba más fuerza.
—¡Qué maravilla! —exclamó Manzano—. ¿Dónde has aprendido a hacer esto?
—En el club excursionista —dij ella—. Mi madre me obligó a ir durante varios años. No me gustaba mucho, la verdad, pero mira, al final sirvió para algo.
Sabía que dormirse junto a aquel fuego tenía un cierto peligro, porque en cualquier momento podía soplar algo de viento y hacer que el fuego quemara las paredes de la cabaña, de modo que se propuso quedarse despierta si Manzano se dormía.
Durante unos minutos se quedaron los dos en silencio, mirando la danza de las llamas.
—Qué locura —dijo Manzano, al fin.
Shannon no respondió.
—Hay algo que no puedo quitarme de la cabeza —siguió diciendo Manzano—, y es ¿qué esperan conseguir con todo esto? Los que han manipulado los contadores y saboteado todo el sistema eléctrico de la sociedad civilizada… ¿Qué pretenden? ¿De qué les sirve interrumpir así el devenir de la evolución? ¿Es esto lo que quieren? ¿Esperan que los humanos nos faltemos al respeto y nos robemos y disparemos los unos a otros? ¿Quieren que volvamos a la Edad de Piedra?
—Yo no sé lo que quieren, pero si es lo que dices… lo han conseguido —apuntó Shannon con amargura, abriendo su mochila y sacando toda su ropa de abrigo para que Manzano se cubriera con ella.
—No, aún no —dijo él—. Aún queda gente como tú. Gracias.
Manzano dobló dos camisetas y las utilizó de almohada, y Shannon hizo lo propio con un pantalón. Se estiraron uno al lado del otro, mirando el fuego. Shannon notó el frío en la espalda, pero al menos no era tan horrible como lo habría sido fuera. Manzano cerró los ojos.
Al cabo de un rato ella tampoco pudo resistirse más al agotamiento, y acabó por cerrar los ojos. Su último pensamiento antes de caer dormida tuvo que ver con el deseo de poder despertarse viva al día siguiente.