Ratingen
Hartlandt se levantó antes del amanecer. Abrió su saco de dormir, se vistió y se aseó en uno de los baños del personal. Por el momento, no se afeitó.
La enorme sala que habían habilitado en la planta baja estaba cerrada con varios candados. Sólo él y los suyos tenían acceso al interior, y allí instalaron ordenadores, servidores y aparatos de radio TETRA con los que podían enviar y recibir datos.
Más allá de su misión operativa en Talaefer, de Hartlandt seguía dependiendo la coordinación de los grupos de productores y distribuidores de electricidad. Encendió su portátil y estudió los últimos datos del Bos-Funk. Berlín había enviado novedades: el análisis de los incendios en las torres de alta tensión. Efectivamente, los motivos en tres de los seis casos habían sido incendios provocados. En todos ellos, debidos a un exceso de tensión en la red: lo que hacían, de hecho, era más bien reducir la tensión, de modo que la corriente media pudiera seguir distribuyéndose. Ahora bien, si la instalación estaba dañada, se hacía muy difícil transportarla a largas distancias, la tensión se desestabilizaba y después ya era imposible recuperar la normalidad. La lista era breve: Cloppenburg, Güstrow, Osterrönfeld. Afortunadamente, sus colegas habían hecho más listas que aquella, y no necesariamente por orden alfabético. Las habían ordenado, por ejemplo, a partir del momento en que se produjo el fuego. En este caso el orden fue Osterrönfeld (sábado), Güstrow (domingo) y Cloppenburg (martes).
Y en aquel momento les entró un caso nuevo. Uno del que aún desconocían las causas: Minden.
Hartlandt no era malo en geografía, pero la verdad es que no supo ubicar ninguno de esos casos en el mapa. Abrió, pues, su atlas interactivo y desplegó el mapa de Alemania, en el que, como también habían hecho en el corcho de la pared, marcó los cuatro casos. Resultó que todos estaban repartidos por el norte de Alemania.
Y aún había otra casualidad.
Su colega Pohlen, un gigante rubio, apareció adormilado en la sala.
—Échale un vistazo a esto —dijo Hartland—. En tres de estas torres de alta tensión se han producido incendios.
—Repartidos por todo el norte de Alemania —dijo Pohlen—. ¿Cómo es posible? ¿Qué tienen, un ejército de saboteadores?
Hartlandt suprimió los puntos. Los apagó.
—Los fuegos no se produjeron a la vez, sino con una cierta distancia temporal —explicó, volviendo a encenderlos uno tras otro.
—Primero al norte, luego al este y por fin al oeste. No tiene sentido.
—Sería como si alguien viajara por todo el mapa y se dedicara a quemar las instalaciones, ¿no? Pero es que ahora nos ha llegado un caso nuevo. Aquí. Mira. Se han descubierto cuatro nuevos postes de alta tensión en llamas.
Introdujo aquel lugar en el sistema.
—Por desgracia, los equipos que llegaron al lugar de los hechos no pudieron determinar el momento en que se produjo el fuego, pero… —hizo una pausa dramática, tras iluminar este último punto—. Mira qué interesante.
Hartlandt unió el lugar de los tres incendios con una línea que iba de Lübeck a Güstrow, al este, y de allí a Cloppenburg, al oeste.
—Dos de los postes incendiados quedaban muy cerca de la línea que une Güstrow con Cloppenburg. Déjame probar algo.
Introdujo en el mapa todos los datos de los lugares que habían sido saboteados, y los ordenó de norte a sur y de este a oeste. La línea resultante nacía en uno de los postes caídos, pasaba por Lübeck y por un segundo poste cerca de Schwerin, y alcanzaba Güstrow, de donde se dirigía a Cloppenburg pasando por Lüneburg y Bremen, y por fin llegaba a Lingen, en la frontera holandesa. De allí rebotaba como una bola de billar en la banda y moría definitivamente en Minden, el lugar en el que se había producido el último incendio.
—Realmente parece que haya alguien ahí fuera decidido a sabotear sistemáticamente los lugares estratégicos más importantes.
—¡En ese caso debemos proteger al resto de las instalaciones! —exclamó Pohlen.
—Olvídalo. Teniendo sólo en cuenta las líneas de alta tensión estaríamos hablando de varios centenares de objetivos, y sería imposible mantenerlos a todos bajo vigilancia. Por otra parte, y aunque ni siquiera se hayan mencionado hasta ahora, cabría tener en cuenta que en toda Alemania hay más de medio millón de líneas de media y baja tensión, como por ejemplo las casetas de los transformadores, ya sabes a lo que me refiero. Si quisiéramos proteger así toda Alemania tendríamos que colocar a un hombre junto a cada posible objetivo, lo cual sería, sencillamente, imposible. Pero esta línea que he marcado sigue un modelo. Si imagináramos una ruta semejante a la que ya tenemos —pasó el dedo por el mapa, alargando supuestamente la distancia Lingen-Minden—, podríamos limitar considerablemente el futuro objetivo potencial de los saboteadores.
—Se ve que lo tienen todo perfectamente planeado —pensó Pohlen, en voz alta—, de modo que sin duda sabían también lo de la falta de gasolina. Antes de empezar con la pirotecnia debieron de recorrer una primera vez todo el trayecto, e ir dejando garrafas llenas para repostar. Un esfuerzo logístico considerable.
—A mí no me parece tan complejo —dijo Hartlandt.
—¿Que no te parece complejo, dices? Pues como mínimo dos o tres personas a tiempo completo, y unos meses para tenerlo todo a punto: ubicar los escondites, prepararlos de tal modo que no levanten sospechas o asegurarse de que no sean descubiertas a pelota pasada. Piensa en los atentados del 11 de septiembre de 2001. Eso tampoco era un ejército.
—Cogió la radio.
—Veamos lo que opinan en Berlín.
La Haya
—Hemos estado discutiendo su teoría —le dijo Bollard a Manzano—; me refiero a la de los sistemas SCADA de Talaefer, y las autoridades alemanas se han ofrecido a colaborar con la investigación y a seguirle el hilo. El problema es que no podemos enviarles a ninguno de nuestros hombres porque los necesitamos a todos aquí, de modo que… —Se inclinó hacia delante, apoyando los codos en la mesa—. Al grano: ¿tendría algún inconveniente en ir a Ratingen, cerca de Düsseldorf, y seguir trabajando desde allí?
Manzano alzó una ceja, sorprendido.
—Yo no soy un especialista de los SCADA.
Bollard le sonrió.
—Mire, me he creído muchas de las cosas que ha dicho; incluso sus teorías sobre la conspiración, pero esto no me lo trago. De todos modos, y aunque fuera cierto, usted sabe reconocer errores en los sistemas, y de eso es de lo que se trata. Quizá pueda volver a descargarse los informes; están en nuestra red. Lo único que no puedo garantizarle es que en Ratingen queden aún hoteles con agua caliente y lavabos.
—Vaya, esto sí que es hacerme una oferta atractiva…
—A cambio le daremos un coche, para que lo use con moderación. Y estoy seguro de que nos pondremos de acuerdo en sus honorarios. Pero no le cuente nada de esto a su novia.
—No es mi novia.
—Lo que sea. ¿Acepta?
—A partir de ahora tendrás la habitación sólo para ti —dijo Manzano, haciéndose la maleta.
Shannon acababa de volver. Se había dado una vuelta por la ciudad y había elaborado un par de reportajes.
—¿Te vas? ¿A dónde?
—No importa.
La joven oyó la cadena del baño, luego el grifo del agua y por fin la puerta que se abría para dar paso a Bollard.
—Vaya, la reportera estrella —dijo, irónicamente—. ¿Sería tan amable de dejarnos solos un poco más?
Shannon dudó. Al fin y al cabo, aquella era su habitación, ¿no? Bueno, en realidad no… Dejó la cámara sobre la mesa, salió de la habitación, cerró la puerta tras de sí y puso la oreja para ver si oía algo. Al principio no pudo entender más que palabras sueltas que no le decían nada, y entonces, por fin, una frase entera:
—Eso suponiendo que los alemanes tengan acceso a Internet, claro.
De modo que se iba a Alemania. Shannon empezó a pensar a toda velocidad.
—Se pueden decir muchas cosas de los alemanes, pero no se puede negar que son organizados —le respondió Bollard—. Estoy absolutamente convencido de que la Oficina Federal de Investigación Criminal de Talaefer contará con la equipación necesaria. Aquí tiene las llaves de su coche. Está en el garaje de hotel; es un Audi A4 con matrícula holandesa y el depósito lleno. Con esto debería tener más que suficiente para llegar hasta Ratingen —por algún motivo, pronunció el nombre acentuando la última sílaba— y volver.
Shannon oyó pasos que se acercaban hasta la puerta y corrió de puntillas hasta dos puertas más allá, donde se cruzó de brazos y puso cara de estar aburrida de esperar.
Bollard la saludó con la cabeza al pasar a su lado.
Ella volvió a la habitación y se encontró a Manzano con las maletas hechas y la bolsa del portátil a punto.
—Ha sido un placer conocerte —le dijo, alargándole la mano—. Espero que volvamos a vernos algún día, cuando todo esto haya acabado. Quizá un día vayas a cubrir una historia a Milán. Mi dirección ya la tienes.
Shannon esperó a que él hubiese salido de la habitación, para recoger sus cosas a toda velocidad y meterlas en su mochila.
Nueva York
En torno a Tommy Suarez la gente se agolpaba en el metro de la línea A en dirección a Brooklyn, quitándose la nieve de los abrigos, hablando por teléfono, leyendo o mirando fijamente al infinito, cuando se fue la luz.
El chirrido de los frenos se mezcló con el de los gritos de los pasajeros. Un montón de cuerpos chocaron contra el suyo, el sujetamanos le cortó la circulación de la muñeca y los golpes en costillas, espalda y piernas lo hicieron sentirse como una prenda de ropa en la lavadora, en pleno centrifugado. El vagón se había detenido. Durante una milésima de segundo se hizo el silencio, pero en seguida todos empezaron a hablar, a buscarse a gritos, a llorar. Suarez recuperó el equilibrio. Su rabia de hacía unos segundos y su impotencia ante el dolor dieron paso al alivio de ver recuperadas las fronteras entre su propio yo y el mundo. Las luces de emergencia lo tiñeron todo de un azul fantasmal. Suarez sintió que se ponía tenso. Odiaba estar en sitios cerrados como ataúdes. Se obligó a tranquilizarse. Tenía que pensar en otra cosa. Un señor con barba intentó levantarse del suelo apoyándose en él. La gente empezó a recomponerse, algunos solos, otros con ayuda. Los abrigos se desarrugaron, los sombreros se recolocaron, los bolsos se revisaron y todo empezó a recuperar la normalidad. Suarez ayudó a su barbudo apéndice a recuperar la verticalidad, y de paso se lo quitó de encima.
—¿Se encuentra bien?
El hombre le dijo que sí, le dio las gracias y se alisó el abrigo.
La vista de Suarez empezó a acostumbrarse a aquella azulada oscuridad. Qué alivio; eso lo ayudaba a relajarse un poco.
—¿Hay alguien herido? —preguntó en voz alta.
Un murmullo de negación.
—¿Y bien? —gritó alguien algo más allá—. ¿Nos movemos de una vez o qué?
—Eso espero —susurró la mujer que estaba al lado de Suarez.
Ahora mismo no tenía ni idea de si estaban cerca o lejos de la siguiente estación. Ojalá el frenazo no se debiese a que alguien había saltado a la vía. La gente empezaba a hablar cada vez con mayor nerviosismo. Echó un vistazo a su reloj. Las siete menos cuarto. ¿Por qué no les decía nada el conductor del metro? ¿Dónde estaba el típico mensaje de «lo tenemos todo controlado» propagado por los altavoces?
—¡Estupendo! —dijo una anciana, a una voz—. Espero que no se trate de otro apagón, la verdad. ¡El de 2003 también me pilló en un metro y me pasé dos horas ahí encerrada!
—¿Dos horas? —le preguntó horrorizada una chica, en un tono que no podía esconder el pánico creciente.
—Dos horas, sí. Pero yo tuve suerte, ¿sabes? —dijo la anciana—, hubo otros que…
¡Que cierre la boca!
—Seguro que todo volverá muy pronto a la normalidad —intervino Suarez, tranquilizando a la chica.
No todo el mundo podía quedarse tranquilo ante la idea de pasar las próximas horas a oscuras, en un espacio cerrado y estrecho y rodeado de desconocidos. La entendía perfectamente. Y además, no soportaba a los pesimistas.
—No nos pasará nada.
A su lado, un chico intentaba utilizar su móvil.
—Claro, tampoco va.
—No me extraña. Estamos bajo tierra —dijo el hombre barbudo al que Suarez ayudó a levantarse—, y estos aparatos tan modernos fallan cuando más los necesitas.
—A mí no me había fallado nunca —dijo el chico.
—Bueno, ¿y qué hacemos si esto sigue así? —preguntó un hombre con un portafolios bajo el brazo.
—¿Así cómo? —quiso saber una mujer.
Su anorak era brillante y tenía el cuello forrado de piel falsa. Suarez se preguntó por qué le llamaba tanto la atención. Llevaba un perfume demasiado intenso, demasiado dulce.
—Quietos y sin luz.
—Yo le diré lo que haremos si esto sigue así —se entrometió la anciana de antes—. Esperar. Esperar y helarnos de frío.
A Suarez le hubiese encantado darle una bofetada para que se callara, pero se habría sentido tan mal como si le hubiera pegado a su madre.
—O mantener la calma y esperar a que nos informen de la situación —respondió la mujer del cuello de pieles.
—¡Yo soy la calma personificada!
—Lo pone ahí —dijo la mujer, señalando una pegatina que había junto a la puerta—: «En caso de avería, mantengan la calma».
—No podemos leerlo porque no hay luz —se quejó el tipo de la barba.
«Y si el metro no está en la estación, aguarde a las indicaciones para abandonarlo» —leyó la mujer, con extraordinaria claridad.
—¡Si al menos nos dieran alguna indicación!
A Suarez no le gustó el tono de crispación de la mayoría. El ambiente se estaba caldeando por segundos y no hacía prever nada bueno…
—¿Y si resulta que estamos como ellos? —dijo la mujer del cuello de pieles—. Quiero decir… como los europeos.
La chica del ataque de pánico empezó a gimotear, y después a llorar y a gritar. Suarez notó que él también se ponía tenso: ¡La joven estaba contagiando el pánico al resto de los pasajeros! Tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no cogerla por los hombros y pegarle una bronca, pero en su lugar intentó apaciguarla y le dio unos golpecitos en el hombro, lo cual, paradójicamente, la puso aún más histérica.
—¡No me toque! ¡Quiero salir de aquí!
La Haya
—¡Adelante! —dijo uno de los hombres.
Tras la marcha de Manzano, sus vigilantes recogieron las cosas para volver a la Europol.
—Dos cosas —dijo uno de ellos—: primero, la periodista también se ha ido, justo detrás de Manzano. Ahora no sabemos dónde está.
—Seguro que quiere ir tras él —dijo Bollard—. Ya le ha dado una historia, y quizá pueda darle otra…
—Y luego, esto de aquí. Acabamos de descubrirlo. Debe de haber enviado el e-mail justo antes de marcharse.
En la pantalla que le mostraban los policías Bollard pudo leer un mensaje escrito en un inglés no muy académico:
Hacia Talaefer. A buscar defectos. No encontrarán nada. Te mantendré informado.
¡Lo sabía!, pensó Bollard, triunfal.
—¿A quién va dirigida?
—Una dirección rusa.mata@radna.ru. Es lo único que sabemos.
—Encontrad a quién pertenece. ¿Por qué no habíais visto nada hasta hora?
—Seguramente eliminaba las pistas.
—O eso, u os habéis estado tocando la pera todo el rato.
No encontrarán nada. ¿Cómo lo sabía? ¿O quería evitar que encontraran algo? Pero entonces… ¿por qué se había molestado en ponerles sobre la pista de Talaefer S. A.? ¿Para acceder a la empresa, quizá? Pero no podía saber que lo enviarían allí… ¿lo habría sugerido el propio Manzano, de no habérselo propuesto él mismo? Le parecía extraño, no obstante, que el italiano se hubiera dejado el e-mail tan a la vista. Tenía que saber que lo estaban vigilando, así que… ¿qué sentido tenía? Fuera como fuese, su deber era informar al director. Si había algo oculto tras todo aquello, estaban ante la primera pista. Sintió que la adrenalina le corría por el cuerpo.
—¿Dónde está el director?
—En su despacho de Breitscheid.
Cogió el teléfono y no tardó en convencer a su asistente de la importancia de aquella llamada y de la necesidad de que se lo pasara lo antes posible.
En cuanto lo tuvo al otro lado de la línea le explicó el asunto en pocas palabras, y no se sorprendió al oír la respuesta. Era justo lo que había esperado.
—No podemos correr ningún otro riesgo —le dijo Ruiz—. Informa detenidamente a ese tipo de la Policía Criminal Federal que se ha instalado en Talaefer. ¿Cómo se llama?
—Hartlandt —respondió Bollard.
—Eso. Hartlandt. Dile que aprese al italiano y que intente sacarle toda la información. Seguro que la CIA estará encantada de ayudarlo.
¿Por qué precisamente la Agencia Central de Inteligencia Americana?
—¿Por qué la CIA?
—¿No se ha enterado de la noticia?
—¿Qué noticia?
Berlín
—¿Estados Unidos?
Durante unos instantes, la central del Ministerio del Interior pareció detenerse en el tiempo. Todos los allí presentes se quedaron mirando las pocas pantallas de ordenador que aún les quedaban hábiles, quietos como estatuas, conteniendo la respiración. Los relojes marcaban las dos de la tarde.
—¿Lo mismo que aquí? —preguntó alguien.
Rhess asintió. Sujetaba el teléfono entre la oreja y el hombro y dijo que sí en varias ocasiones.
La mirada de Michelsen iba de las pantallas al secretario de Estado y viceversa.
—Si eso es cierto —susurró a la mujer que tenía a su derecha—, nos acabamos de ir a tomar por saco, disculpa la expresión.
Rhess colgó el teléfono
—El ministerio de Exterior confirma que varias zonas de Estados Unidos se han quedado sin electricidad.
—Esto no puede ser casualidad —dijo alguien—. Justo una semana después de Europa…
—Sea como sea, ya no podemos contar con su ayuda —intervino Michelsen.
—El mundo occidental está siendo atacado —constató Rhess—. En este momento los máximos dirigentes de la OTAN están reunidos en asamblea extraordinaria.
—No irás a decir que sospechan de los rusos o los chinos, ¿no?
—Aún es pronto para descartar nada.
—Que Dios nos asista —susurró Michelsen.
Centro de mando
Las redes americanas resultaron mucho más fáciles de acometer que las europeas, porque estaban peor aseguradas y más estrechamente relacionadas con Internet. Pero algunos de los ataques de día-cero (Zero-Day attacks en inglés) no permitieron ninguna incursión previa. Habría sido magnífico atacar ambos continentes a la vez… pero bueno, así tampoco estaba mal. Bien mirado, quizá estuviese incluso mejor. Desde hacía casi una semana el mundo entero se preguntaba quién andaría detrás del demoledor ataque a Europa, y la actual caída de Estados Unidos no haría sino confundir las sospechas. Lo más probable era que los militares se decidieran a tomar las calles. Un ataque de semejante magnitud bien podía ser obra de toda una nación. Irán, quizá, o Corea del Norte, o China, o incluso Rusia. Hacía muchos años que se sospechaba de todos estos países (de algunos más que de otro) y se barajaba la posibilidad de que se hubieran colado en las infraestructuras críticas de los sistemas informáticos de Occidente. Pues bien, ahora parecía que alguno de ellos había querido recoger los frutos de su cosecha. ¿Pero cuál? Evidentemente, todos negarían su autoría; era tan sencillo… Nadie podría seguir las huellas del verdadero autor de toda aquella tragedia: era demasiado fácil hacerlas desaparecer en el entramado global de la red. Las teorías se multiplicarían hasta el infinito, y los detectives de la policía, el gobierno militar y los servicios informativos se verían obligados a seguir millones de pistas, huellas e indicaciones, y a compartir las fuentes. ¿Guerra? ¿Terror? ¿Criminalidad? ¿Un poco de todo? Más espantoso aún era el efecto psicológico. El último superpoder del mundo, ya tocado por la crisis económica, no había podido defenderse. Comparado con este ataque, lo de Pearl Harbour y los atentados de septiembre de 2001 no parecían más que picadas de insectos. El pueblo americano no tardaría en comprender que ya no podría enviar a sus ejércitos a algún recóndito lugar del mundo, básicamente porque no sabría a dónde. Y en ese momento se darían cuenta de lo desamparados que estaban. De lo expuestos que se sentían sus gobiernos, sus poderes y sus riquezas, sus ciudadanos de élite y su sistema en general. Hacía tiempo que no se sentían cómodos, y empezaban a darse cuenta de que estaban solos. De que llevaban solos mucho tiempo. Había empezado una nueva era: un tiempo de acción en el que todos podían, y debían, crear sus propios territorios.
Ratingen
Durante los primeros kilómetros de viaje, Manzano intentó sintonizar alguna emisora, pero sólo consiguió oír ruido de fondo, así que renunció a ello y se quedó en silencio, lo cual tampoco estaba mal, después de los nervios de los últimos días.
El sistema de navegación del coche lo hizo salir de la autopista, cruzar una bonita urbanización de casas unifamiliares y llegar por fin a un edificio de hormigón y cristal, una mole de quince pisos en cuya fachada podía leerse la inscripción «Talaefer S. A.». Manzano aparcó en una de las plazas reservadas para empleados, cogió su portátil y salió del coche. El resto del equipaje lo dejó en el maletero. Ya lo sacaría después.
En recepción preguntó por Jürgen Hartlandt. Dos minutos después, un hombre de complexión atlética y unos cuarenta años, como él, se acercó a saludarlo. Llevaba un grueso jersey de cuello alto y tejanos. Sus ojos azules y brillantes lo examinaron de arriba abajo a toda velocidad. Lo acompañaban otros dos hombres, ambos tan altos y fuertes como él e igualmente vestidos con ropa informal.
—Jürgen Hartlandt —dijo el primero—. ¿Piero Manzano?
Manzano asintió, y los dos tipos aquellos se le plantaron a izquierda y derecha.
—Sígame, por favor —dijo Hartlandt, en un inglés casi perfecto, sin presentar a sus colegas.
Precedió a Manzano a una pequeña sala de reuniones cuya puerta estaba custodiada por un agente de seguridad y cerró la puerta tras de sí. Los dos acompañantes entraron con ellos.
—Siéntese. He recibido una llamada de la Europol, en La Haya. Tengo que comprobar su portátil, por seguridad.
Manzano frunció el ceño.
—Pero es privado.
—¿Tiene algo que esconder, señor Manzano?
Él empezó a sentirse incómodo. Se preguntó qué pretendía aquel hombre. ¿No le habían pedido que fuera a echarles una mano? Pues el tono de ese tal Hartlandt no era el de alguien que necesitara ayuda. De hecho, su tono no le gustó nada.
—En absoluto. Pero tengo mi intimidad.
—Bueno, pues entonces hagámoslo de otro modo —propuso Hartlandt—. Dígame por favor quién es mata@radna.ru.
—¿Quién?
—Eso es mi pregunta. Ha enviado usted un e-mail a esa dirección, y nos gustaría saber a quién corresponde.
—No tengo ni la menor idea, porque no es cierto. Pero aunque lo fuera, ¿cómo iban a saberlo?
—No es usted el único que sabe de informática y puede colarse en los ordenadores ajenos, amigo. Los de la Europol lo vigilaron, evidentemente. Y ahora dígame: ¿quién es mata@radna.ru?
—Pues no tengo ni idea.
Antes de que pudiera darse cuenta, el acompañante de Hartlandt le había cogido el portátil. Manzano hizo ademán de levantarse, pero uno de los hombres le puso una mano en el hombro y se lo impidió.
—¿A qué viene esto? ¡Pensaba que me habían llamado para ayudarlos!
—Nosotros también lo pensábamos, la verdad —le respondió Hartlandt mientras abría su ordenador y lo encendía.
—Pues si no es así me marcho inmediatamente.
—De aquí no se mueve nadie —le respondió Hartlandt, sin apartar la mirada de la pantalla.
Manzano intentó levantarse de nuevo, pero una vez más se lo impidieron.
—Por favor, eche un vistazo a esto —le dijo a Manzano, mostrándole su portátil—. Y vuelva a decirme que no ha enviado ningún e-mail a mata@radna.ru.
En la pantalla de su ordenador se veía un e-mail enviado desde su propio correo a la dirección que Hartlandt no dejaba de repetir.
Hacia Talaefer. A buscar defectos. No encontrarán nada. Te mantendré informado.
Volvió a leerlo, y luego miró a Hartlandt, atónito, incapaz de articular palabra. Se obligó a leerlo una vez más, y por fin logró balbucear:
—Yo no he escrito ni enviado eso.
Hartlandt se rascó la cabeza.
—Pero éste es su portátil, ¿no?
Manzano asintió. La cabeza le iba a mil por hora. Miró la hora en que se habría enviado el mensaje, y vio que era más o menos en el momento en que se había marchado de La Haya. Cruzó los brazos e insistió, esta vez con más firmeza:
—Le juro que yo no he escrito eso. No tengo ni la menor idea de quién ha podido hacerlo. Revise el ordenador. Tienen que haberlo manipulado. Lo haría yo mismo, pero intuyo que no van a dejar que lo toque.
—Exacto. Lo haremos nosotros. —Entregó el portátil a uno de los hombres y éste salió de la sala—. Mientras tanto… ¿qué le parece si charlamos un rato sobre sus amistades de Internet?
—Me temo que no hay mucho que decir —respondió Manzano—. Nunca había visto ese e-mail y no tengo ni idea de a quién va dirigido.
Mientras hablaba, su mente intentaba desesperadamente encontrar el modo en que alguien podía haberse colado en su cuenta para enviar un mensaje, y sólo se le ocurrían dos modos:
—Usted mismo ha dicho que los de la Europol me han intervenido el portátil, ¿no? Pues ya tienen dónde buscar al autor del e-mail.
—¿Y por qué habría de hacer la Europol algo así? ¿Por qué a través de usted?
—¿Para dejar pistas falsas? ¿Para desviar la atención? ¿Para joderme la vida? ¿Para hacer fuegos artificiales? ¡Yo qué sé!
Manzano estaba indignado. La policía le había interrogado ya cientos de veces, pero hacía muchos años de todo aquello. La última vez habían podido presentar pruebas contra él y lo habían condenado pero dejado en libertad condicional. Aquel delito se le antojaba ahora ridículo comparado con el asunto al que lo confrontaba la Europol.
—Y si no han sido ellos —continuó diciendo— alguien más se ha colado en mi ordenador y quiere colgarme a mí el San Benito. No sé por qué. Pero lamento que usted no se haga las mismas preguntas.
A lo largo de su vida, Manzano no sólo había hecho amigos, obviamente, pero estaba bastante convencido de que no tenía enemigos… Y mucho menos tan acérrimos como para llevar a cabo algo semejante, y tan poderosos. Porque, evidentemente, un hacker informático como él tenía en su ordenador todo tipo de cortafuegos y controles de seguridad. Y fuera quien fuera el que los hubiera burlado, estaba claro que jugaba en primera división, y además sabía dónde se encontraba físicamente y cuáles eran sus planes. Sí, sólo podía ser alguien de la Europol.
—Unas teorías muy interesantes —le interrumpió Hartlandt—. Pero dígame: ¿Quién más, aparte de usted, sabía que iba a venir a Talaefer?
—François Bollard, de la Europol, y supongo que algún colega al que informaría sobre el asunto.
—Efectivamente: al director de la Europol y a un compañero —le confirmó Hartlandt—. Él mismo me lo dijo.
—Suponiendo que le dijera la verdad, claro.
Desde el primer momento había visto que al francés no le caía nada bien, pero… ¿qué sentido tenía que organizase todo aquello?
—¿Alguien más?
Pensó si había hablado con alguien más sobre el asunto. Con Shannon no.
—¿Esto es todo?
—Sí.
Hartlandt cogió entonces otro ordenador y leyó un artículo que tenía preparado:
—Usted es Piero Manzano, hacker brillante en los ochenta y los noventa y activista político…
—Bueno, a mí me parece exagerado. Estuve en alguna que otra manifestación. En mi país había —y hay— suficientes irregularidades políticas como para salir a la calle, pero no como activista, sino como ciudadano normal.
—Durante la cumbre del G-8 en Génova pasó usted unas horas sometido a un interrogatorio —continuó diciendo Hartlandt, imperturbable.
—¡Por Dios! ¿No recuerda lo que pasó? ¡Decenas de policías y hasta ejecutivos fueron juzgados aquel día, y sólo las grotescas leyes de nuestro gobierno evitaron que la mayoría de ellos acabara en prisión!
—También ha sido juzgado por entrar de manera ilegal en la red informática de…
—¡Por todos los santos del cielo! ¿Por qué me cuenta mi vida? ¡Ya sé quién soy y lo que he hecho!
—¡Pues porque ahí fuera hay alguien que se ha propuesto atacar Europa y Estados Unidos! Y su e-mail podría…
—¡Un momento! ¿Cómo que Estados Unidos?
—… convertirlo en cómplice, o, cuando menos, en sospechoso de haber mantenido algún contacto con esa gente.
Manzano sintió que se le paraba el corazón y que toda la sangre dejaba de moverse por su cuerpo hasta dejarlo blanco como el papel. ¡Sospechaban de él, de Piero Manzano, como posible autor de semejante tragedia! Ese tal Hartlandt acababa de describirlo como un ciberactivista político. ¡Creían que era un terrorista! Con un esfuerzo sobrehumano, se llevó la mano al cuello como si quisiera ayudar a su pulso a recuperarse.
—¡Pe… pe… pero esto es absurdo!
¿Por qué tartamudeaba? Seguro que Hartlandt lo interpretaba como una muestra de culpabilidad. ¡Pero él era inocente! Era el miedo que sentía en cada centímetro de su ser el que le había anulado el habla, la confianza y la capacidad de reacción.
—Descubriremos la verdad, no lo dude —le dijo Hartlandt, con una profunda arruga sobre las cejas.
—Que descubrirán la… ¿Y qué ha pasado en Estados Unidos?
—¿No ha oído la radio durante su viaje?
—No he conseguido sintonizar ninguna emisora.
—Desde esta mañana están pasando por algo parecido a lo nuestro. Una gran parte del país se ha quedado sin electricidad.
—No… no puede ser.
—Créame, no tengo cuerpo de bromas, últimamente. Será mejor que empiece a hablar antes de que la CIA se interese por usted.
Shannon cogió su plumón del pequeño asiento trasero del Porsche y se lo puso. En el coche empezaba a hacer frío. Llevaba más de una hora esperando en el aparcamiento del enorme edificio, que quedaba algo alejado de la ciudad. Sobre el piso de arriba, en letras enormes, podía leerse el nombre de la empresa a la que pertenecían todas aquellas plantas: «Talaefer S. A.». En circunstancias normales habría sacado su móvil y se habría puesto a navegar por Internet para informarse de qué tipo de empresa se trataba. Pero las circunstancias no eran en absoluto normales. Sin radio, además, la espera se hacía larga y aburrida.
Bajó del coche y cruzó el aparcamiento. Todavía hay varios coches, se dijo; igual aún tienen electricidad.
En el vestíbulo de recepción, una mujer la saludó arqueando las cejas desde el mostrador.
—¿Puedo ayudarla?
Shannon echó un vistazo a todo aquello, intentando no llamar la atención. Junto a la barra del mostrador, una serie de folletos con el nombre de la empresa. En alemán. En inglés. Genial.
—Do you speak English? —preguntó.
—Yes.
—I think I’m lost. I need to go to Ratingen.
La expresión de su interlocutora se iluminó. En un inglés implecable y fluido le explicó que no tenía más que coger la calle que quedaba a la derecha del aparcamiento y seguir recto, y que en menos de un kilómetro estaría en Ratingen.
Shannon le dio las gracias, cogió uno de aquellos folletos y se marchó.
—¡Bye!
De vuelta en el coche, se acurrucó más en su plumón y empezó a estudiar el prospecto, sin dejar de lanzar furtivas miradas a la entrada por la que había desaparecido Manzano.
Nanteuil
—Se han acabado —dijo Bertrand Doreuil, moviendo la caja vacía—. Y necesito mi medicina.
—Ya, pero no podemos salir de casa —le dijo su mujer.
—Sólo voy a estar fuera unos segundos. De casa al coche. ¿Qué puede pasar?
Fue a la cocina, seguido de cerca por Annette Doreuil. Celeste Bollard estaba sentada a la mesa, desplumando una gallina. Su idea era ir dejando las plumas en un cubo que tenía a su lado, pero la mitad se le caían por el camino e iban a parar al suelo.
—Hacía años que no desplumaba uno de estos bichos, y había olvidado lo cansado que es hacerlo.
Por la puerta de enfrente apareció Vincent Bollard, jadeando; llevaba una cesta de leña en la mano y la dejó caer en el suelo, con gran estruendo.
—¿Sabéis dónde puedo encontrar una farmacia abierta? —preguntó Bertrand Doreuil.
—Se me ocurren varios sitios. ¿Quieres que te acompañe? —le contestó Vincent Bollard—. ¿Es urgente?
—Sí, mi medicina para el corazón.
Bollard se limitó a asentir.
Su mujer intercambió una mirada de preocupación con Annette Doreuil.
—Ya sé que han dicho que no salgamos —dijo Bollard a toda velocidad—, pero si necesita sus medicinas… —Dio un beso en la frente a su mujer y añadió—: En seguida volvemos.
Ratingen
Hartlandt se había pasado casi dos horas interrogando a Manzano. Apretándole cada vez más las clavijas.
—¿Qué significa «No encontrarán nada»? ¿Hay algo que debamos buscar y que intentas evitar que encontremos? ¿O es que no hay nada que encontrar? ¿Crees que podrás acceder a los sistemas y manipularlos a tus anchas? ¿A quién quieres mantener informado? ¿De qué has informado ya?
Las preguntas le parecían absurdas e interminables. Al principio intentó contestar con otras preguntas, como por ejemplo:
—¿Por qué iba a ser tan estúpido como para enviar un mensaje de este tipo sin asegurarme de hacerlo desaparecer, o de codificarlo, al menos?
De vez en cuando, Hartlandt salía de la habitación y lo dejaba solo, no sin asegurarse de cerrar la puerta con llave. Ahora hacía más de un cuarto de hora que volvía a estar delante de Manzano, mirándolo fijamente y repitiéndole las mismas preguntas.
El italiano no podía darle ninguna otra respuesta. Había recuperado la confianza en sí mismo y estaba seguro de que podría convencer a Hartlandt de su inocencia. De hecho, mientras éste le hablaba, Manzano iba pensando si habría algún modo de entrar en su portátil e investigarlo a su vez.
En aquel momento se abrió la puerta y entró un hombre con algo en las manos. ¡Su portátil! El tipo dejó el aparato en la mesa. Hartlandt no apartaba la vista de Manzano.
—No hemos encontrado nada sospechoso… —dijo.
Manzano suspiró y puso los ojos en blanco.
—Bien, ahora quiero echarle yo un vistazo. Vosotros ya lo habéis hecho, y seguro que tenéis una copia del disco duro.
—… pero sí un buen número de e-mails informando a varias personas sobre su paradero en La Haya —concluyó el hombre.
—¿¿¿Qué???
Manzano se sintió como si acabaran de darle un puñetazo en la barriga.
—¡Pero esto es ridículo! —dijo—. ¿A qué viene esto ahora?
Hartlandt abrió el ordenador y le dio la vuelta para enseñárselo a Manzano.
—Mira éste, por ejemplo, es de antes de ayer.
El policía criminalista se levantó, dio la vuelta a la mesa, se situó detrás de Manzano, tan cerca de él que casi lo tocaba, y leyó en voz alta:
Buen contacto con el jefe de operaciones, F. Bollard. Creo que confía en mí. Le he pedido datos sobre los productores de sistemas SCADA.
Cerró la ventana y apareció otra debajo.
—Y ésta es de ayer:
He sacado a la luz la teoría de lo de Talaefer. A ver si pican.
Manzano se quedó sin habla frente al ordenador.
—Yo no los he escrito —dijo en voz baja—. Y no tengo ni la menor idea de quién puede haberlo hecho.
Aquellos e-mails se habían escrito durante su estancia en La Haya. ¿Por qué querría la Europol hacer que pareciera culpable? ¿Acaso necesitaban un chivo expiatorio? ¿Había alguien que quisiera vengarse de su antiguo activismo?
—Me consta que eres un genio de la informática —dijo Hartlandt, incorporándose—. Señor Manzano, queda usted detenido. Tiene derecho a un abogado…
No oyó nada más. Las imágenes se agolpaban en su cabeza. Alguien le seguía los pasos desde hacía días. Alguien sabía de qué había hablado con Bollard y con los demás durante aquellos días. Sabía que lo enviaban a Alemania. Manzano no había escrito nada de esto en su ordenador. No había apuntado ni reseñado ni telegrafiado nada. Por lo tanto… ¡quien sabía de qué había hablado tenía que haber estado presente! O alguien de la Europol la había tomado con él, o alguien que no pertenecía a la Europol los había estado oyendo —¿y viendo?— todo aquel tiempo. Una desagradable intuición empezó a abrirse paso en su interior. Algo tan increíble que prefirió no decírselo a Hartland para que no lo tomara por loco. Pero si lo pensaba bien… quizá no fuera tan descabellado. Al fin y al cabo, si alguien había sido capaz de sabotear el conjunto de redes eléctricas europeas… lo lógico era que los filtros de seguridad informática de la Europol le resultaran un juego de niños. Como un autómata, Manzano obedeció la orden de levantarse, notó que lo cogían por el brazo —un brazo que no parecía el suyo, que no era de nadie— y siguió absorto en sus pensamientos. Él también se había divertido colándose en las redes de empresas locales y conectando los micrófonos internos y las cámaras de los ordenadores sin que los usuarios se dieran cuenta. Así podía seguir sus conversaciones. Mientras salía de aquella sala custodiado por los tres hombres, la imaginación de Manzano parecía haberse disparado. Y si los atacantes realmente habían logrado interceptar las estructuras de defensa de sus víctimas… ¿Por qué limitarse a la Europol? ¿Por qué no colarse en más sitios para ver y escuchar cuanto sucedía? ¿Por qué no en los gobiernos, la Unión Europea, la OTAN? Manzano apenas se había dado cuenta de que Hartlandt lo había conducido hasta el aparcamiento y metido en un coche.
¿Pero por qué perdían el tiempo con él, si no era más que un solo hombre? ¿Había dado en el clavo con lo de Talaefer y querían sacárselo de encima? No, ahora haría más locuras aún. Sacudió la cabeza con fuerza para recobrar la cordura. Tenía que haber una explicación más sencilla. En aquel momento se dio cuenta de que estaba sentado junto a Hartlandt en la parte trasera de un berlina. Al volante, uno de sus dos eternos secuaces.
—¿A dónde vamos?
—Lo meteremos en prisión preventiva y lo someteremos a más interrogatorios. El servicio secreto de la República Federal Alemana también se ha mostrado interesado en su testimonio.
—¡Pero no pueden hacer eso! ¡No tengo nada que ver con todo este asunto!
Y donde estuviera el servicio secreto alemán… Seguro que la CIA no andaba lejos. Al pensar en los métodos interrogatorios del servicio secreto americano, aceptados incluso por sus propios presidentes, Manzano sintió que el miedo le subía por la espalda.
Nanteuil
Al oír el sonido del motor frente a la casa, Annete Doreuil corrió hasta el recibidor. Los hombres entraron corriendo, exhalando vaho del frío que hacía, y cerraron la puerta a toda velocidad. Su marido llevaba en la mano una caja de medicamentos, y ella sintió un alivio indescriptible. Entonces él la arrugó entre sus dedos. Era la caja vieja, y estaba vacía.
—Nada —dijo—. Todo estaba cerrado.
Düsseldorf
El conductor del berlina detuvo el coche en un aparcamiento vecino a un complejo de edificios. Algunas de las plazas estaban ocupadas por ruidosos generadores cuyos escapes de gas contaminaban terriblemente el ambiente. Gruesas fases eléctricas y un complejo cableado se adentraban en el edificio por un estrecho tablón.
Habían conducido durante media hora y habían pasado junto a una señal de tráfico que le indicó que estaban entrando en Düsseldorf. Debían de estar llevándolo a la central de policía local, o directamente a la prisión.
Sería la primera vez que lo encarcelaran, pensó. En su época lo sometieron a todo tipo de interrogatorios, pero al final siempre lo dejaban irse a casa.
Esta vez, en cambio, «casa» quedaba demasiado lejos.
El servicio secreto de la República Federal Alemana también se ha mostrado interesado en su testimonio. Pero él no quería despertar el interés de nadie. No quería caer en manos de ningún servicio secreto…
Al salir del coche notó el golpe de frío. Hartlandt consideró que no era necesario esposarlo.
—Tengo que ir al lavabo —dijo—. Es urgente. No puedo esperar más. ¿Les importa si lo hago aquí mismo?
Hartlandt lo miró brevemente.
—Hombre, mientras no se lo haga encima…
Manzano se acercó a uno de los generadores. Hartlandt y su acompañante fueron tras él, sin perderlo de vista. El italiano se apartó un poco más y, mientras se abría la bragueta, les dedicó una mirada con la que pretendía pedirles algo de privacidad. Ninguno de los dos le hizo caso, no obstante, y siguieron mirándolo fijamente. Podía oír la respiración de ambos mientras miraba de reojo los cables que había en el suelo. No había nada que hacer. Ni una sola muesca, hendidura o irregularidad. De modo que se dio la vuelta y mojó con su orina al ayudante de Hartlandt, que instintivamente dio un paso atrás.
—¡Mierda!
Manzano enfocó entonces al criminalista, que también se echó atrás por un mero acto reflejo. Ambos hombres bajaron un segundo la cabeza para mirarse los pantalones mojados y Manzano aprovechó aquel instante para salir corriendo.
Cruzó el aparcamiento a toda velocidad, mientras se subía la bragueta como buenamente podía. No tardó en oír los gritos y los pasos de los dos hombres a sus espaldas.
—¡Pare! ¡Deténgase!
No tenía ninguna intención de detenerse. Estaba acostumbrado a hacer footing y nada le apetecía menos que dejar de correr. No tardaría en saber si sus perseguidores también estaban en forma o no. En sus oídos, la sangre latía con tal fuerza que apenas podía oír los gritos. Tenía que salir de la carretera. Seguro que uno de los dos intentaba alcanzarlo con el coche. Sus pies apenas rozaban el suelo. Analizó la calle con la mirada. ¿Dónde podría esconderse?
Volvieron a gritarle algo que no entendió. Cogió una callejuela lateral, pero enseguida vio que tampoco era un buen lugar para esconderse. Tenía que llegar al siguiente cruce. Tras él, las zancadas de sus perseguidores. No supo decir si se trataba de uno o de dos. Intentó regular la respiración para compensar el sobreesfuerzo de su corazón. Notó el sudor que le perlaba la frente. De pronto oyó el motor de un coche. Delante de él, un jardín rodeado por un seto y una valla del tamaño de un hombre. Unos pasos más… Saltó y trepó por la valla hasta caer al otro lado. A su espalda, palabrotas y el sonido de unos frenos. Manzano corrió hacia la casa, que era enorme y muy bonita. Las ventanas estaban oscuras. Cruzó el jardín como un rayo y alcanzó la verja que quedaba al otro lado. No sabía lo que había más allá, pero saltó de nuevo y cayó al suelo, con algo menos de elegancia esta vez. Estaba en una avenida larga y diáfana. Siguió corriendo. Se dio cuenta de que no podría aguantar aquel ritmo mucho más tiempo.
Volvió a oír los gritos de los criminalistas. Joder, no los había esquivado. Al contrario, parecían estar mucho más cerca. Le gritaron algo que no pudo entender. Se oyó un estallido. Él siguió corriendo sin mirar atrás. Ahí delante había un cruce… Otro estallido, y de pronto un dolor sordo y terrible en el músculo. Tropezó y cayó al suelo, pero se levantó de inmediato y siguió corriendo, aunque por algún motivo no lograba avanzar como antes. Le dieron alcance. Lo cogieron por la espalda y lo tiraron al suelo. Antes de que pudiera reaccionar, le llevaron los brazos a la espalda, dolorosamente. Un objeto redondo se clavó en sus riñones. Oyó un ruido de metal y luego las esposas rodeándole las muñecas.
—Es usted idiota —oyó decir al hombre, casi sin aliento—. Ha perdido la cabeza.
Manzano notó unas manos sobre el muslo.
—Deje que le eche un vistazo a esto.
En aquel momento se dio cuenta de que sentía mucho dolor. El muslo derecho le dolía como si estuvieran clavándole un hierro ardiendo.
—Es una herida profunda —dijo el otro, y pasándole un brazo por debajo de las axilas le preguntó—: ¿Cree que podrá ponerse de pie?
Manzano, aturdido, asintió. Pero en cuanto se puso de pie y apoyó el peso sobre la pierna, se le dobló. El otro lo sostuvo. Era el conductor de la berlina que lo había traído hasta Düsseldorf. El italiano intentó localizar el origen del dolor. Su pantalón estaba destrozado por debajo de la cadera y se había teñido de oscuro. El hombre apoyó a Manzano contra una verja.
—Ni se le ocurra hacer otra tontería —le dijo.
Por la esquina apareció el coche que los había traído hasta allí. Se detuvo ante ellos y Hartlandt bajó a toda velocidad.
—Necesitamos vendas —dijo el tipo que sostenía a Manzano.
Hartlandt se acercó a él, lo miró brevemente a los ojos y sacudió la cabeza sin decir palabra. Después inspeccionó la herida y volvió a sacudir la cabeza. El otro no le apartaba la vista de encima, mientras Hartlandt sacaba del coche un botiquín de primeros auxilios.
Manzano volvió a echar un vistazo a su pierna.
—¿Qué ha pasado?
Como si fuera médico, Hartlandt le puso una compresa sobre la herida y le vendó el muslo.
—Una bala le ha rozado la pierna. Nada grave.
Para sorpresa de todos, incluso del propio Manzano, éste no se asustó, sino que se mostró indignado.
—¿Su gente me ha disparado? —gritó.
—No tendría que haber salido corriendo.
—¿Y qué quiere que haga? ¡Van a encarcelarme pese a ser inocente!
—Los intentos de fuga no ayudan demasiado a defender su postura. Sígame.
Hartlandt puso una manta en el asiento trasero del coche y lo invitó a entrar.
—No quiero que nos manche la tapicería.
Berlín
—No tenemos ni el menor indicio —admitió el general de la OTAN.
Cada uno de los diez monitores que había en la sala de reuniones del gabinete de crisis estaba dividido en cuatro partes, y en cada una de ellas podía verse al menos una cara. Pertenecían a los representantes de la mayoría de jefes de Estado de la Unión Europea, a sus correspondientes ministros de Exterior, a seis generales de la OTAN que se habían conectado desde el cuartel general de Bruselas y al presidente de Estados Unidos. Michelsen pensó que, sin duda, detrás de cada uno de ellos había cantidad de consejeros y gestores de crisis, como sucedía también en su caso, en Berlín.
—Pero sólo un Estado entero podría acceder a los recursos necesarios y gestionar la magnitud de los ataques —dijo el general.
—¿Y qué Estado podría hacer algo así? —preguntó el presidente de Estados Unidos.
—Según nuestros informes, en los últimos años hay unas tres decenas de Estados que han desarrollado las capacidades necesarias como para emprender un ciberataque de esta magnitud. Entre ellos, la mayoría de los Estados más afectados hasta el momento —Francia, Inglaterra, otros países europeos y Estados Unidos—, y también alguno de los aliados, como Israel o Japón.
Las reuniones de control eran el peor momento del día, pensó Michelsen. Notó que el cansancio hacía mella en ella, y le entraron ganas de dejarse llevar por la tentación de seguir la conversación con los ojos cerrados. Se sentía como si todo su cuerpo estuviese atado a un bloque enorme de hormigón situado bajo la silla. Cuando hablaba, al menos, le resultaba fácil controlar el agotamiento, pero aquellos ratos en los que sólo tenía que escuchar… eran demoledores. Echó un vistazo a su alrededor y vio que todo el mundo estaba más o menos igual que ella. A más de uno le pesaban los párpados o se les caía la cabeza. Se preguntó cómo era posible que el canciller y la mayoría de los políticos estuviera tan en forma: no dormían más que el resto, de eso estaba segura, de modo que… ¿se dopaban? La voz del presidente de Estados Unidos le hizo volver a abrir los ojos.
—¿De quiénes estamos hablando?
—Según nuestras investigaciones, podrían ser Rusia, China, Corea del Norte, Irán, Paquistán, India y Sudáfrica.
—Yo diría que India y Sudáfrica son más bien aliadas —intervino el primer ministro.
—Ya se han dado las primeras reacciones diplomáticas en muchos países, que se han mostrado dispuestos a ofrecer ayuda a Europa y a Estados Unidos; entre ellos todos los que acabamos de mencionar, con la excepción de Corea del Norte e Irán.
—Mientras no tengamos claro quién ha provocado toda esta desgracia, debemos concentrarnos en atender a la población —dijo el canciller—. El ataque a Estados Unidos nos lleva a replantearnos la ayuda internacional. Todo el personal y los recursos que los americanos iban a invertir en los europeos se quedarán en Estados Unidos, obviamente, de modo que tendremos que buscar algo más.
—Es cierto —dijo el presidente de Estados Unidos—, pero en nuestro caso contamos con una ventaja, y es que nos ahorramos tres días de organizaciones y movilizaciones.
—La cuestión es cómo vamos a reaccionar ante el resto de ofrecimientos —sugirió el primer ministro italiano—. ¿Cómo vamos a decidir si aceptamos la ayuda de Rusia o de China, si no estamos seguros de que no hayan sido ellos quienes nos han atacado? ¡Quizá ahora mismo estemos en guerra con Rusia o con China pero no nos hemos enterado! Y si los dejamos entrar en nuestro país con sus supuestas tropas de ayuda… Que Dios nos coja confesados.
¿Se ha vuelto loco o es que yo no entiendo nada de la guerra moderna?, se preguntó Michelsen. ¡Tenemos que aceptar toda la ayuda que nos ofrezcan!
El ministro de Defensa, que era al mismo tiempo el vicecanciller alemán, apretó el botón que desactivaba los micrófonos del resto de miembros de la videoconferencia. Ahora nadie podía oírlo.
—Tengo que darle la razón al primer ministro italiano —dijo, dirigiéndose al canciller—. Existe el riesgo de que esto suceda.
Y dicho aquello soltó el botón. El canciller se limitó a arquear la ceja. A Michelsen le pareció que rechazaba el argumento.
—Según la información de que dispongo —dijo la presidenta del gobierno sueco—, los primeros aviones de ayuda de Rusia están previstos para pasado mañana, sábado, día en que también deberían llegar los primeros camiones y trenes. Y los aviones chinos están agendados para el domingo. Yo propongo que no interrumpamos los preparativos de toda esta movilización y entramado de ayudas. Si manifestamos nuestros reparos a estas alturas, si trascienden nuestras sospechas… cualquiera podría sentirse lo suficientemente agraviado como para posponer sus ayudas… o, en el peor de los casos, retirarlas definitivamente. De este modo ganamos varias horas para avanzar en las investigaciones. Ya tendremos tiempo de detenerlo todo si descubrimos algo antes de que salgan las ayudas.
Gracias, pensó Michelsen, lanzando una mirada furtiva al ministro de Defensa.
—Además —añadió la sueca—, las ayudas extranjeras llegarán a un máximo de varios miles de personas en toda Europa, o incluso menos, ahora que tenemos que compartirlas con Estados Unidos. No creo que puedan dejar las cosas mucho peor de lo que ya están…
Un argumento peligroso, pensó Michelsen. Aunque puedan empeorar mucho las cosas, su utilidad puede resultar tan limitada que igual tienen que renunciar a ellas por cuestiones de seguridad.
—Los hombres inteligentes y con una buena formación —dijo uno de los generales— pueden provocar grandes males pese a ser inferiores en número. Debemos ser precavidos. Aun así, la sugerencia de la presidenta me parece muy acertada. Tenemos un día y medio para coordinar los servicios de ayuda civil de las tropas de la OTAN. Y me gustaría creer que para entonces ya sabremos quién se esconde tras los ataques.
Düsseldorf
En la puerta de la clínica había tres ambulancias. Dos figuras muy abrigadas sacaron una camilla del hospital. Manzano tardó en darse cuenta de que bajo la manta había un paciente. Una botellita de suero medio vacía se tambaleaba sobre la cabeza del hombre, pendiendo de un brazo de metal. De ella salía un tubito que bajaba hasta la camilla y desaparecía bajo la manta. Detrás, un joven vestido de blanco gesticulaba desmesuradamente. Los dos que empujaban la camilla se limitaban a negar con la cabeza y seguían empujando su carga hacia la calle. Al final, el hombre de blanco se dio por vencido, dejó caer los brazos y, tras unos segundos de inmovilidad, volvió a entrar corriendo en el edificio.
El coche de Hartlandt pasó lentamente junto a la camilla y aparcó detrás de una de las ambulancias.
—¿Crees que podrás caminar unos pasos?
Manzano lo miró con odio. Estaba convencido de que sí, pero ¿por qué iba a ser amable con alguien que acababa de dispararle porque creía que era un terrorista?
—¡No!
Hartlandt desapareció en el edificio. Sus ayudantes se quedaron vigilando a Manzano, del que no apartaban la vista ni un segundo. Parecía que no tendría demasiadas opciones de intentar escaparse otra vez; además, tenía las manos esposadas a la espalda y la pierna con una herida abierta.
Hartlandt volvió con una silla de ruedas.
—Siéntate.
Manzano obedeció a regañadientes, y Hartlandt lo empujó al interior del edificio. Uno de los dos ayudantes los acompañó como si fuera su propia sombra.
En cuanto entraron en el vestíbulo les sobrevino un hedor insoportable. Aunque ahí dentro no hacía mucho más calor que en la calle, el ambiente apestaba a descomposición, putrefacción y excrementos mezclados con un exceso de ambientadores y desinfectantes. Manzano creyó que iba a vomitar. Por segunda vez en una semana entraba en una clínica para que lo cosieran. De pronto se sintió muy desgraciado y se compadeció de sí mismo enormemente. No quería estar allí. Quería estar en casa, o en una playa soleada, o frente a una chimenea, en una cabaña en la montaña. Le vino a la mente la mañana que pasó con Angström charlando en el banco y durante unos segundos casi tuvo ganas de sonreír. Pero luego recordó dónde estaba.
Había camillas ocupadas por todas partes, y gente que no tenía ninguna pinta de ser médico o enfermera atendía a los pacientes. Reinaba un terrible alboroto, pero, en general, parecía que la mayoría de los presentes se movía hacia la puerta. Hacia la salida. Se dio la vuelta y, efectivamente, vio otra camilla saliendo del hospital.
Hartlandt lo empujó por un pasillo a cuyos lados se acumulaban los heridos, los enfermos y las camas. Algunos estaban en silencio, pero la mayoría gemía o lloriqueaba. Y había más familiares y amigos que personal sanitario.
Llegaron a una puerta en la que ponía «Urgencias» y accedieron a una sala en la que todas las sillas estaban ocupadas. Hartlandt cogió su placa y se la mostró a la enfermera de la recepción.
—Herida de bala —dijo.
El alemán de Manzano no era demasiado bueno, pero sí lo suficiente como para entender de qué iba la conversación que tuvo lugar a continuación. De algo le habían servido los semestres que pasó en la universidad de Berlín, y la novia alemana que tuvo durante unos meses y los años de búsquedas —no siempre del todo legales— en los archivos de varias empresas alemanas.
—Necesitamos un médico inmediatamente.
Manzano sintió que se le encogía el estómago.
¿Por qué inmediatamente? ¿No había dicho Hartlandt que la herida era superficial?
La enfermera le contestó sin inmutarse.
—Mire cómo está todo. Me paso el día diciéndole a la gente que no podemos atenderlos. Hace tiempo que tendríamos que haber evacuado el hospital, pero nadie puede hacer nada. ¿Cree que alguien me escucha? ¿Me escucha usted?
—Pero usted sí me escucha a mí —insistió Hartlandt— y sabe que quiero ver a un médico inmediatamente. ¿Tengo que sacar una porra o hablarle de intereses nacionales para que atienda mi petición?
La mujer levantó las manos, desesperada.
—¿Y qué quiere que haga? Todos los…
—¡Quiero que me traiga a un médico! —la interrumpió Hartlandt—, o yo mismo iré a por uno.
La enfermera suspiró y se marchó.
En la sala esperaban al menos cincuenta personas. Una mujer intentaba calmar a su hijo, que lloraba. En otra de las sillas, un anciano se recostaba sobre su mujer, con la cara blanca como la tiza y el cuerpo sacudido por temblores, mientras ella le susurraba algo al oído y le acariciaba una mejilla. Algo más allá, un hombre, más estirado que sentado, empezaba a adquirir una tonalidad cérea; con la cabeza echada hacia atrás, tenía un brazo doblado sobre el pecho, pero allí donde debía estar la mano no se veía más que un montón de vendas y gasas ensangrentadas cubriendo un muñón. Manzano se obligó a apartar la vista y a fijar la mirada en la pared, pero su estómago seguía revuelto. Cerró los ojos e intentó pensar en algo agradable.
—¿Pero a qué viene esto? ¿Quién se cree que es usted? —dijo una voz, dirigiéndose a Hartlandt.
La enfermera había regresado a la sala. Junto a ella, un hombre de unos cuarenta años, con una bata que ya no era blanca y los típicos utensilios de médico colgados del cuello y en los bolsillos. Tenía unas ojeras muy marcadas y era obvio que llevaba días sin afeitarse.
—Le traigo un accidentado —dijo Hartlandt— que debe tener absoluta prioridad.
—¿Y por qué, si puede saberse?
Hartlandt le enseñó su identificación y le dijo:
—Porque es más que probable que este hombre tenga alguna responsabilidad en el apagón y en todo lo que estamos sufriendo…
Manzano no podía dar crédito a lo que acababa de oír. ¿Pues no estaba acusándolo en voz alta y delante de toda aquella gente? ¿Se había vuelto loco?
—¡Razón de más para no atenderlo, entonces! —resopló el médico.
—Seguro que Hipócrates estaría orgulloso de usted —observó Hartlandt—, pero resulta que si cura a este hombre quizá pueda ayudarnos a resolver todo este asunto y recuperar la normalidad. Sólo necesito que no se me desangre, que no se le infecte la herida o que no coja septicemia. Sólo eso, ¿entiende?
El médico refunfuñó alguna cosa y por fin dijo a Hartlandt:
—Venga conmigo.
Cruzaron la sala y Hartlandt empujó la silla de Manzano. Algunos de los allí presentes los miraron con curiosidad. Otros protestaron con mayor o menor intensidad. Una mujer intentó detener al médico. Se colgó de su brazo y lloró y suplicó, pero él le dijo:
—No deberían estar aquí. Ya no nos queda personal ni material. El hospital está siendo evacuado. Por favor, le ruego que se vayan a otra clínica.
Y dicho aquello siguió su camino sin escuchar la respuesta de la mujer.
Unos pasos más allá, los hizo entrar en una sala de curas y les señaló una camilla.
—No nos queda papel protector. Tendrá que sentarse directamente sobre el cuero.
Hartlandt levantó a Manzano sujetándolo por debajo de las axilas.
—¿Qué es esto? —dijo el médico, al ver las esposas—. Suéltelo. No puedo atenderlo así.
Hartlandt le quitó las esposas y se las guardó en el bolsillo.
El médico empezó a cortar las gasas que le habían puesto, y también los pantalones de Manzano. Examinó la herida, y aunque lo hizo con cuidado, Manzano no pudo reprimir un grito de dolor.
—Bueno, no es demasiado profunda —dijo—. Ahora sólo tenemos un problema, y es que no nos queda anestesia, de modo que…
—Es italiano —le interrumpió Hartlandt—. ¿Sabría decírselo en inglés?
Manzano no dijo nada. El médico repitió sus indicaciones en un inglés bastante correcto, y luego añadió:
—Podemos hacer dos cosas: o le vendo la herida provisionalmente y le dejo la bala dentro, con lo cual el riesgo de infección sería elevado, o sacamos el proyectil y limpiamos la herida sin anestesia.
Manzano empezó a marearse. Echó un vistazo a su pierna desnuda. Un valle sangriento con los márgenes agrietados y desgarrados acababa conluyendo en un agujero. El corazón se le subió a la garganta y notó que empezaba a sudar. ¿No le había dicho Hartlandt que la bala le había rozado?
—Mire, voy a desinfectarle la huida —dijo el médico—. Así sabrá a qué tipo de dolor se enfrenta. Luego podrá decirme lo que decide.
Vertió un líquido en una gasa y lo pasó por la herida. Manzano cogió aire.
—Es horrible —dijo el médico—. Me siento como si hubiésemos vuelto a la guerra de los treinta años, en la que se daba a los enfermos una botella de ron para que se la bebieran antes de amputarles una pierna. Lo que estamos haciendo estos días no tiene nada que ver con la medicina. Yo me siento más como un carnicero.
Sawed of the leg. A butcher. Manzano cerró los ojos y rezó para perder el conocimiento, pero su cuerpo no quiso hacerle aquel favor.
No quería tener una infección y arriesgarse a perder la pierna, pero tampoco tenía ningún interés en que le operaran sin anestesia. Alguien le tocó el hombro.
—¿Y bien? —dijo el médico.
Manzano cogió aire y respondió en inglés:
—Sáqueme esa cosa.
—De acuerdo. Apriete los dientes. O mejor… —dijo, dándole un trozo de tela—, muerda esto.
Volvió a echar líquido desinfectante en una gasa y limpió con él unas pinzas muy largas.
—Ya no nos queda instrumental estéril —dijo, encogiéndose de hombros.
Entonces notó que le metía las pinzas en la piel. Manzano oyó un grito inhumano, un sonido largo, oscuro y profundo, intenso pero al mismo tiempo extrañamente amortiguado, y sólo al quedarse sin aire se dio cuenta de que era él quien lo profería. No podía soportarlo. Intentó marcharse de allí, pero Hartlandt lo sujetaba por los hombros y el otro hombre lo tenía cogido por las caderas con un brazo y por la pierna con el otro.
Por el rabillo de sus ojos anegados en lágrimas, Manzano vio que el médico levantaba la pinza y se la ponía a la altura de la cara. Ahí estaba: la bala.
El hombre tiró el proyectil a la basura que quedaba junto a la camilla y le informó:
—Ahora voy a coserlo. Esto duele menos.
¿Qué más pueden hacerme?, pensó Manzano, con un nuevo ataque de sudor. Tengo que respirar, se dijo, tengo que acordarme de respirar. Y entonces se hizo la oscuridad.
París
Laplante sostuvo la cámara frente a James Turner, que se había colocado ante una nave industrial, y maldijo a Shannon por haberlo dejado solo con aquel idiota. Detrás de Turner, figuras aisladas o en grupos pequeños arrastraban paquetes y los sacaban de una enorme y oscura puerta.
—Me encuentro a la entrada del almacén de una de las mayores cadenas alimenticias del sur de París. Esta noche los ciudadanos han forzado sus puertas y han empezado a desvalijar cuanto han encontrado en su interior.
Laplante siguió a Turner con la cámara y lo vio dirigirse a un grupo de saqueadores. Llevaban un montón de bolsas de plástico llenas, pero no logró identificar su contenido.
—Buenos días, amigos, ¿les importaría decirme qué llevan en las bolsas?
—¿Y a ti qué cojones te importa? —le respondió uno de los hombres, apartándolo de un empujon.
El periodista recuperó el equilibrio e hizo un esfuerzo por no perder la compostura.
—Como ven, la gente está muy nerviosa. Tras seis días de apagón y obligados a comer, como mucho, una vez al día, los parisinos ya no saben qué hacer, y la noticia de que una posible nube de radiactividad proveniente de Saint Laurent pueda afectar a la metrópolis no contribuye sino a tensar los nervios aún más. Hasta aquí nuestro apunte del día.
¡No, por Dios, otra vez no!, pensó Laplante. Turner le hizo la señal de que cortara.
—Vamos a la entrada. Quiero ver más reacciones.
—Estás como una cabra.
—¿Quién es aquí el periodista, tú o yo?
—Yo soy el productor —respondió Laplante, demasiado cansado como para pelearse con él—, y creo que esto ya no tiene sentido.
—¡Mierda! ¡Joder! —gritó Turner, fuera de sí—. ¡No pienso dejar de informar en directo, ni aunque el mundo se venga abajo!
—¡Pero si ya nadie puede verte!
—¡Medio mundo me ve! Aunque algún hijo de puta haya cortado la corriente a Europa y Estados Unidos, siguen quedando varios miles de millones de personas en el mundo que viven con absoluta normalidad. Sólo porque tú te empeñes en mirarlo todo con ese cerebro de mosquito que Dios te ha dado…
Laplante ni siquiera escuchó su perorata. Desde que pasó lo de Estados Unidos, Turner estaba completamente fuera de sí. Al principio se había sentido enormemente satisfecho de la aparente superioridad tecnológica del país en el que se había instalado y aprovechó sin disimulo las ventajas de ser francés en Europa, pero pronto vino la humillación, la igualación con el resto de países de la Unión y hasta con Estados Unidos, y entonces le sobrevino una angustia indescriptible y una gran preocupación por sus familiares americanos, y sobre todo por sus padres, que lo había llevado prácticamente a la locura.
—De modo que… ¿Qué me dices? ¿Vamos a grabar? —le preguntó Turner, de nuevo en sus casillas
—Vamos.
Del cinturón de su abrigo, Turner descolgó un aparatito que llevaba consigo desde su breve visita a Saint Lauren.
—Es el momento de nuestra obligada medición —dijo, con el semblante serio—. Con este dosímetro puedo calcular la carga de radiación que hay actualmente en el ambiente.
Alzó el aparato levantando el brazo.
—Se trata de un chisme digital —nada que ver con esas cosas temblorosas que aparecen en las películas—, y está programado para emitir un sonido de advertencia si se alcanzan dosis de radiación críticas y/o peligrosas…
Justo en ese momento se oyó un pitido muy intenso. Desconcertado, Turner levantó la vista hacia el aparato, justo antes de caer en la cuenta de que para leer lo que ponía tenía que bajar el brazo.
Laplante utilizó el zoom para enfocarle la cara, que al principio reflejó desconcierto, después incredulidad y, por fin, puro horror.
—Esto…
Volvió a levantar el aparato. Lo movió hacia un lado, luego hacia otro y dio unos pasos. Laplante siguió todos sus movimientos con la cámara. En segundo plano, tras ellos, la gente seguía con su pillaje.
Turner acercó el aparatito a la cámara.
—¡¡¡0, 2 microsieverts por hora!!! —confirmó—. ¡Esto es el doble de lo que se creía que iba a ser la dosis máxima! ¡La nube ha alcanzado París!
Laplante sintió que la angustia apenas le permitía sostener la cámara. Estaba mareado y había empezado a sudar. Quiso dejarlo todo y salir corriendo, pero la tensión creativa de Turner, su entusiasmo, lo arrastró con él.
El americano buscó alguien con quien hablar. Dio un par de zancadas y se dirigió a una joven con un gorro de lana del que salían dos largas trenzas rubias. Llevaba dos bolsas de plástico en sendas manos.
—Disculpe, joven, ¿sabe lo que es esto? —dijo Turner, acercándole el dosímetro a la cara; y sin esperar respuesta añadió—: es un dosímetro, y calcula las radiactividad que hay en el aire. ¿Y sabe qué es lo que acaba de medir?
Düsseldorf
—Despierte, ya hemos acabado.
Manzano necesitó un rato para orientarse. Estaba estirado boca arriba y notaba el pulso en el muslo. Inclinados sobre él, tres hombres. Entonces recordó.
—Lo ha hecho muy bien —dijo el médico sin afeitar—. Así no ha notado cómo le cosía la herida.
—¿Cuánto… cuánto tiempo he estado…?
—Dos minutos. Ahora se quedará un par de horitas aquí, en observación, y luego podrá marcharse. En realidad nos iremos todos.
—¿Cómo que todos? ¿Por qué? —preguntó Hartlandt.
El médico ayudó a Manzano a incorporarse estirándole de un brazo, mientras explicaba:
—El generador de corriente de emergencia lleva dos días en reserva. —Con la ayuda de Hartlandt sentó a Manzano en la silla de ruedas—. Ya no nos queda carburante y nadie va a venir a reponerlo —dijo, mientras los cuatro salían de la habitación—, porque no hay suficiente para todos los hospitales de Düsseldorf. Nuestro problema ahora es intentar deshacernos de nuestros pacientes. Esta tarde se apagarán literalmente todas las luces de este edificio.
—¿Y no tienen un plan de emergencias? —preguntó Hartlandt.
—Teníamos varios planes, pero ya los hemos agotado todos —respondió el médico—. Busque una camilla para su amigo. Yo vendré a verlos después.
—¿Y no podemos llevarlo a algún otro hospital?
—Tendría que estar en reposo unas horas. Además, no encontrarán ni una sola cama libre en las pocas clínicas y hospitales que aún tienen electricidad.
—Bueno, pero a mí me han disparado —dijo Manzano, con voz débil.
—Lo suyo no ha sido nada. Créame, no le gustaría que le contara todas las operaciones que he llevado a cabo sin anestesia en las últimas horas.
Tenía razón. Manzano no tenía el menor interés en saber nada al respecto. Cerró los ojos y se le aparecieron un montón de instrumentos de tortura medievales, de hierro y madera.
—Lo lamento, pero no tengo nada contra el dolor —le dijo el médico—. Hace días que se acabaron. Sentirá dolor durante los próximos días. Le puso dos cajitas en la mano. Aquí tiene antibióticos, al menos. Por si al final hay infección. Quizá le sirvan. Ahora intente dormir.
Y dicho aquello, se dio la vuelta y se marchó sin decir adiós.
—Bueno, ya has oído —dijo Hartlandt dirigiéndose a su ayudante—. Busca una cama para el fugitivo. A mí también me gustaría dormir un poco, pero no tengo tanta suerte como él. Tengo que volver a Talaefer. Con la tontería de las persecuciones se me habrá acumulado el trabajo. No le quites ojo de encima, aunque imagino que si vuelve a escaparse no será corriendo, al menos esta vez. Volveré dentro de un par de horas, o enviaré un coche a buscaros.
Manzano lo vio alejarse por el pasillo.
—¿Cómo se llama, por cierto? —dijo Manzano, apoyándose en el hombre—. Ya que vamos a pasar juntos las próximas horas…
—Helmut Pohlen —respondió este.
—Bien, Helmut Pohlen, encuéntreme una cama, por favor.
En los pasillos encontraron muchas camas, pero todas ocupadas. No había ni una sola sala para estirarse a descansar. Manzano estaba helado: el sudor que le había caído a chorros durante la operación había empezado a secarse sobre su piel, y tenía la pierna derecha al aire. Después de mucho buscar, encontraron una cama que parecía recién abandonada. Manzano puso su mano sobre el fino colchón, y se sorprendió al ver que estaba frío. Por lo visto llevaba libre más tiempo del que él pensaba. Se estiró con ayuda de Pohlen. Ojalá la manta abrigara mucho… En cuanto estuvo tendido se dio cuenta de lo cansado que estaba. Pohlen empujó la cama hasta una pequeña salita junto a la que habían pasado hacía un rato y que estaba vacía. La cama ocupaba casi todo el espacio de la sala. Pohlen cerró la puerta, puso la única silla que encontró por el camino entre la cama y la puerta y se sentó de tal modo que Manzano no podría salir de allí sin apartarlo. Pero al italiano no le importaban lo más mínimo las estrategias policíacas de aquel tipo. Sólo quería cerrar los ojos y dormir… Cosa que hizo inmediatamente.
Shannon esperó unos minutos. Al ver que Manzano y su acompañante tardaban mucho en salir, se acercó a la puerta, llamó con los nudillos y la abrió sin esperar una respuesta. Algo bloqueó la abertura hacia la mitad. ¿Una silla? Shannon asomó la cabeza por la rendija y vio una habitación tan pequeña que apenas cabía la camilla.
Manzano dormía y su acompañante estaba sentado en una silla, bloqueando efectivamente la abertura de la puerta.
—Sorry —dijo, y volvió a cerrar.
Pero ya había visto cuanto necesitaba. La sala no tenía ventanas ni ninguna otra puerta por la que salir. Se alejó unos metros por el pasillo y buscó un lugar desde el cual controlar la puerta sin llamar la atención.
¿Qué habría hecho el italiano para que le dispararan?
¡Por Dios, y qué mal olía ahí!
Ratingen
Dienhof observaba una pizarra magnética en la que había varios diagramas: pictogramas de edificios que se unían mediante líneas. Estaba sólo con Hartlandt, Wickley, el ayudante de Hartlandt, otro directivo de Talaefer encargado de las cuestiones de seguridad y la jefa de personal de la empresa.
—Para llevar a cabo nuestras investigaciones hemos partido del peor escenario posible —empezó a decir Dienhof—. Es decir, que nuestros productos fueran realmente la causa de los problemas en las centrales nucleares, y que los errores hubieran aparecido simultáneamente en tantas centrales distintas. Si esto hubiera sido así, si hubiera sido cierto, deberíamos reflexionar sobre el modo en que construimos nuestros productos y los implementamos entre los clientes. Vamos a ver: en primer lugar, en las centrales funcionan sistemas de varias generaciones, pero según los datos de la Europol sólo se han visto afectados los de segunda y tercera generación; nunca los de la primera. Estos productos se basan en módulos básicos que en parte hemos desarrollado en Talaefer, pero también en módulos estándar en cuestiones protocolarias, que también se utilizan mucho, por ejemplo, en Internet. —Dienhof acompañaba sus explicaciones con las imágenes de la pizarra—. A partir de aquí, en Talaefer desarrollamos para cada cliente una solución a medida. De modo que si queremos encontrar un error o una manipulación capaz de afectar a tantas centrales nucleares distintas, deberíamos buscar primero en los módulos básicos.
—Pero el error también podría estar en otro lado —le interrumpió el hombre de Hartlandt.
—En teoría sí, pero en la práctica es muy improbable, porque implicaría que el software dañino se ha adecuado en cada caso a las necesidades de cada una de las centrales nucleares, y eso supondría un esfuerzo enorme, y carísimo, además. Sería casi como el Stuxnet, del que sabemos que ocupó durante muchos meses a varias decenas de programadores expertos en el tema. Pero en el caso que nos ocupa… Nadie asumiría un esfuerzo tan ingente pudiendo tener el mismo resultado de un modo mucho más sencillo.
El ayudante de Hartlandt asintió, y Dienhof retomó las explicaciones:
—Lo que teníamos que preguntarnos, pues, era quién había desarrollado los módulos básicos, o, dicho con otras palabras, quién de nosotros había tenido acceso significativo a ellos. Éstos fueron los primeros objetivos de nuestras investigaciones.
En una zona libre de la pizarra, Dienhof dibujó un círculo y lo tituló «Acceso con permiso de escritura a los módulos básicos».
—¿«Acceso con permiso de escritura» —le interrumpió Hartlandt— significa que sólo ellos prodrían haber cambiado los módulos?
—Exacto —le confirmó Dienhof—. Pero claro, no es que las centrales nucleares dependan completamente de nosotros durante unos días y después ya no vuelvan a saber nada de Talaefer, porque todos los módulos y productos de los que tratamos son extraordinariamente complejos y deben ir retocándose con el tiempo, de modo que las empresas van recibiendo periódicamente actualizaciones de su software, o, cuando menos, de alguna parte de ellos. O sea que aquí nos topamos con un grupo de trabajadores especialmente interesante: aquellos que tienen acceso directo a los sistemas en funcionamiento. Evidentemente, tanto ellos como los creadores de las actualizaciones deben firmar estrictos acuerdos de confidencialidad y cumplir con fuertes medidas de seguridad. Una de las principales preocupaciones de nuestra empresa es la estricta división de personal entre las distintas fases, que son desarrollo del software y las actualizaciones, su inspección y revisión y la atención al cliente.
Señaló otros dos círculos que aparecían junto al primero. En el segundo escribió «Control»; en el tercero, «Implementación/Atención al cliente».
—Los creadores de software no pueden ser los mismos que lo revisan, ni los encargados de implementarlo, del mismo modo que quienes lo revisan no pueden influir en su creación ni en su proceso de implementación, y quienes lo implementan no tienen acceso a sus revisiones y mucho menos a su posible creación. En conclusión: para lograr que un error provocado llegue al cliente, tiene que ser tan genial y estar tan bien pensado que a ninguno de los trabajadores de estos tres grupos les llame la atención y quieran intervenir. O eso, o en Talaefer tenemos un error en el sistema de autentificación, que tampoco sería del todo descartable.
—¿Un error dónde? —preguntó Hartlandt.
—En el sistema de autentificación.
—¿Y eso qué significa?
—Hay muy pocos trabajadores con autorización para modificar los códigos fuente, y cada una de las modificaciones debe estar revisada y aceptada por otros trabajadores.
—Pero si los sistemas de códigos tuviesen algún error…
—Un creador de software podría colar un código de programación manipulado a los inspectores, sí. Aunque, la verdad, yo lo descartaría. Hemos comprobado todas las entradas de los archivos de los códigos y no hemos dado con ningún indicio de una posible manipulación…
Un uso excesivo del condicional, pensó Hartlandt. El bueno de Dienhof no lograba aceptar la posibilidad de que quizá él tuviera parte de culpa en todo aquello.
—Muy buen planteamiento. —Decidió felicitarlo, pese a todo—. Pero ¿qué pasaría si el atacante no hubiera actuado solo?
—Sí, también hemos barajado esa posibilidad, pero hemos decidido que es muy improbable, por un motivo concreto: en cada uno de los sectores de la empresa los trabajadores suelen trabajar en un proyecto muy especializado y no tienen un acceso con permiso de escritura a los datos de sus compañeros —o, al menos, no a todos—, lo cual significa que para llevar a cabo un ataque como éste, tan generalizado, el atacante necesitaría bastante más que la ayuda de uno o dos cómplices. En caso contrario, sus actos sólo tendrían consecuencia a pequeña escala, o bien en las pocas centrales nucleares en las que también se hallaran sus cómplices. En fin, el caso es que yo creo que sólo buscamos a una persona; a alguien que pueda cambiar las rutinas que utilizan todos los programas. Según nuestras investigaciones, en la gestión de acceso del archivo del código fuente sólo podemos quedarnos con tres nombres: el primero es Hermann Dragenau, nuestro desarrollador jefe. Además de sus actividades en el diseño del programa, también tenía permisos para modificar las librerías del usuario.
Hartlandt recordaba aquel nombre. Le tocó preguntar por él durante la búsqueda de trabajadores de Talaefer.
—Dragenau está en Bali, de vacaciones —dijo.
—Sí, eso nos han dicho a nosotros también. Pero todos nuestros hombres fuertes tienen que estar localizables en caso de emergencia, por muy lejos que estén y por muy merecidas que hayan sido sus vacaciones, y en el caso de Dragenau no está siendo así. Por ahora le hemos dejado un mensaje. A ver cuánto tarda en contestar. Nuestro segundo hombre es Bernd Wallis. Se fue a esquiar a Suiza y tampoco hemos logrado dar con él, y el tercero es Alfred Tornau. Su nombre aparece en la lista de personas que no han podido venir a trabajar, pero hemos llamado a su casa y no lo hemos encontrado. Ni allí ni en ningún otro lugar, si no me han informado mal.
—Le seguimos el rastro —dijo Hartlandt—. A él y a alguno más. —Miró a Wickley—. ¿Y qué me dice de los directivos?
—Estamos tan sujetos al sistema de seguridad como cualquier otro trabajador —respondió él, dándose por aludido pero sin inmutarse—, sólo que como no lo necesitamos para trabajar, tenemos muchas menos posibilidades de acceder a él que cualquier técnico, y ninguna opción de administrar o gestionar los códigos fuente.
—Eso es cierto —confirmó Dienhof.
Hartlandt decidió dar por buena aquella explicación, pero sólo por el momento. De todos modos, sabía por propia experiencia que los directivos de cualquier empresa alemana media contaban con sobrados métodos, formales o informales, para obtener cualquier cosa de sus trabajadores; lo que fuera, cuando fuera. Así que dejaría aquel argumento en cuarentena.
—Recapitulando: tenemos a tres posibles sospechosos, pero resulta que uno está en Bali, el otro en Suiza y el otro ha desaparecido. Maravilloso, señores, ¿no les parece?
PAUSA
—Buen trabajo, Dienhof —dijo Wickley, más por educación que por convicción.
En realidad lo habría matado mientras lo escuchaba. ¡El sistema de seguridad de Talaefer no tenía fallos! ¡No podía tenerlos!
—Aunque no me ha pasado por alto su incomodidad ante la posibilidad de que un individuo aislado tuviera realmente la posibilidad de ejercer algún tipo de manipulación en los programas. Sea como fuere, estoy absolutamente convencido de que nadie en esta casa podría provocar voluntariamente un fallo, y menos aún uno digno de tener en cuenta.
Wickley no tenía ni el dominio técnico ni organizativo que habrían sido necesarios para defender aquella idea, y desconocía por completo el perfil psicológico de sus trabajadores, pero pensó que a Dienhof le sentaría bien algo de soporte en aquel momento.
—Quiero que usted colabore estrechamente con las autoridades. Deles toda la información que necesitan: datos, documentos y todo el acceso a nuestros archivos.
Esos cuatro forenses de la oficina criminalista no tenían ni idea del mundo de la electricidad, de modo que no creía que fueran a encontrar nada. Pero respaldarían a su equipo y lo protegerían mientras lo investigaran.
—No tengo la menor duda de que nadie encontrará nada que nos relacione con el apagón. Quizá nos topemos con algún que otro despiste de programación en los códigos, pero seguro que podrán explicarse y justificarse. En este sentido, le ruego que si se topa con alguno de estos fallos lo comente primero conmigo, por respeto a la empresa, y después, inmediatamente después, si lo desea, con Hartlandt.
—¿Y qué pasa si son los propios policías quienes encuentren algo?
—Pues infórmeme también lo antes posible, por supuesto. Y frénelos en sus investigaciones, en la medida de lo posible, al menos hasta que se haya hecho usted una composición de lugar y haya podido informarme. Después ya podrá dejarles vía libre…
La Haya
Pensativo, Bollard estudió el enorme panel de la sala en el que tenían expuestas todas sus informaciones.
Había renunciado a llamar a sus padres. Desde el ataque a Estados Unidos ya casi no les llegaban informes sobre la situación en la central nuclear de Saint Laurent. El networking estadounidense había dejado de emitir noticias internacionales, y emisoras como Al Jazeera o las asiáticas no debían de tener corresponsales en la zona, porque tampoco establecían conexión alguna con Saint Laurent. En realidad, podía estar contento de que los canales de comunicación entre los organismos nacionales e internacionales siguieran funcionando, ni que fuera de manera rudimentaria. Con sus colegas de la Unión Europea en Bruselas y Estrasburgo sólo podía ponerse en contacto de vez en cuando, según las circunstancias, y con los de Francia la relación era aún menor. Igual de esporádica y sincopada era la información que les llegaba del Organismo Internacional de Energía Atómica, en Viena. Lo último que sabía de Saint Laurent era que había alcanzado el nivel cinco de la escala INES, y que, al contrario de lo que sucedía entre los explotadores de la EDF y las autoridades francesas de seguridad atómica, el OIEA no excluía la posibilidad de una fusión parcial del núcleo del reactor del bloque I.
Bollard rezó por que sus padres y sus suegros hubiesen sido avisados y evacuados a tiempo.
Saint Laurent ya no era la única central nuclear a la que le fallaban los sistemas de seguridad. A Tricastin (Francia), Doel (Bélgica), Temelín (República Checa) y Kosloduj (Bulgaria) empezaba a sucederles lo mismo. Doel estaba a menos de ciento cincuenta kilómetros de La Haya, y a sólo sesenta de Bruselas. Aún no se había hablado de grandes escapes de radiactividad, pero dada la evolución negativa de los incidentes hasta la fecha y las malas condiciones meteorológicas del momento, era más que probable que una nube radiactiva cubriese la capital belga y la sede del Consejo y la Comisión Europeos.
Bollard clavó otro alfiler en el mapa de Europa. Tras la llamada de los alemanes aquella mañana, había transmitido la información a todos los oficiales de enlace de los que tenía constancia. Se trataba de que todos ellos preguntaran y se informasen en sus respectivos países. Efectivamente, hacia mediodía recibieron noticias de España, Francia, Holanda, Italia y Polonia. En España se había producido un incendio en una subestación y habían caído dos postes de electricidad. En Francia habían sido cuatro postes, y en Italia y Polonia otros dos, respectivamente. Pero en lo que coincidían todos los países era en decir que en aquel momento no disponían de todos los datos que necesitaban, y que les faltaban equipos de mantenimiento, investigación y trabajo en general. Tras cada llamada, Bollard clavó un alfiler en el panel.
—También tenemos novedades de Alemania —dijo Bollard—. Dejan mal parada la teoría de las rutas de Berlín que tenía Hartlandt. El incendio de Lübeck ha podido controlarse, pero en cambio tenemos uno al sur de Baviera. También los postes de electricidad del norte, por lo visto, se han convertido en objetivos naturales y reiterados. En este sentido, tenemos un poste caído al este, en Sajonia-Anhalt.
—¿Tenemos que pensar, entonces, que hay alguien recorriendo toda Europa, y entreteniéndose en desactivar todas las instalaciones eléctricas que encuentra a su paso?
—Bueno, más que alguien tendrían que ser un montón de tropas.
El sonido del teléfono interno interrumpió su conversación.
—Es para usted —dijo el ayudante que había descolgado, dirigiéndose a Bollard y ofreciéndole el teléfono.
Al otro lado de la línea estaba Hartlandt.
—¡Llevo más de una hora intentando ponerme en contacto con usted!
Al principio, Bollard no pudo dar crédito a lo que el criminalista le iba explicando. ¿El italiano había intentado escapar y le habían disparado en la pierna? ¿Estaba en un hospital de Düsseldorf, donde le habían intervenido sin anestesia? ¿Insistía con sorprendente tozudez en que era inocente? ¿Aseguraba que alguien le había metido los e-mails en el ordenador para incriminarlo?
—Pero… ¿quién habría querido hacer algo así?
—Alguien de la Europol —dijo Hartlandt—, o cualquiera que se hubiera enterado de sus planes tras haber intervenido su ordenador o puesto escuchas en su habitación del hotel.
—Por mi gente pongo la mano en el fuego —aseguró Bollard.
En cuanto colgó el teléfono se levantó de un salto y se dirigió hacia la puerta.
—En seguida vuelvo —dijo a sus colegas.
El departamento de informática quedaba dos pisos más abajo. Según fue constatando, cada vez había más despachos vacíos.
El jefe del departamento estaba sentado en su despacho, junto a un trabajador, y ambos miraban atentamente la pantalla de un ordenador.
—¿Tiene un minuto? —le preguntó Bollard.
El tipo era un belga muy amable que llevaba varios años trabajando para la Europol.
—Pues no, en realidad no —le respondió.
—Es importante.
El belga suspiró, y su ayudante dedicó a Bollard una mirada malhumorada.
—Preferiría hablar en el pasillo —añadió Bollard, señalando con el pulgar por encima de su hombro.
Ahora el belga también lo miró malhumorado, pero Bollard dio un paso al lado y se quedó de pie junto a la puerta, dando a entender que esperaría allí hasta que lo siguiera.
Con un gesto dramático, el jefe del departamento de informática se levantó y se arrastró hasta la puerta.
—¿Y bien? ¿Qué es tan importante?
Bollard dio unos pasos atrás y en pocas palabras lo puso al corriente de la historia de Manzano, de los e-mails y de las acusaciones del italiano.
—¡Esto es ridículo! —exclamó el belga.
—¿Ah sí? Esa gente se las ha ingeniado para paralizar las redes eléctricas de dos de las mayores potencias económicas del mundo. ¿Por qué cree que les costaría tener acceso a nuestros sistemas?
—Pues porque están asegurados de miles maneras distintas.
—Ya, como las redes eléctricas. Oiga, aquí estamos sólo usted y yo, y ambos sabemos que la red perfecta no existe, y que no sería la primera vez que alguien se cuela en nuestro sistema…
—¡Pero fueron incursiones muy periféricas!
—¿Asume usted la responsabilidad? ¿Puede jurar que nadie ha podido infiltrarse en nuestra red, y sostener su juramento en el futuro? —Bollard miró fijamente al hombre y lo dejó unos segundos para reflexionar, pero no para contestar—. Dígame —continuó entonces—: si alguien estuviera observando y controlando nuestros sistemas… ¿notaría si empezáramos a rastrearlo?
—Depende de cómo lo hiciéramos —gruñó el belga—. Pero en estos momentos no dispongo de la gente adecuada para hacer algo así. La mitad de mi equipo ni siquiera viene al trabajo, y la otra está a punto de colapsarse.
—Como todos. Y además estamos entre la espada y la pared.
Düsseldorf
A Manzano lo despertó un dolor terrible en el muslo. No sabría decir cuánto rato había dormido, y durante unos segundos ni siquiera supo dónde se encontraba. Pero el dolor lo devolvió de golpe a la realidad.
Pohlen seguía junto a su cama.
—¿Cómo se encuentra? —le preguntó.
—¿Cuánto he dormido?
—Algo más de dos horas. Son las siete de la tarde.
—¿Ha pasado el médico?
—No.
Manzano recordó qué lo había llevado hasta allí. No podía permitir que aquel policía se lo llevara.
—Tengo que ir al lavabo.
—¿Puede andar?
Manzano intentó bajar las piernas de la camilla. El muslo derecho le dolía horrores. Se sentó y luego apoyó los pies en el suelo. Podía aguantarse de pie. Rechazó la ayuda de Pohlen.
En el pasillo se oyó un especial alboroto. Por lo visto seguían empujándose camillas hacia la salida, como antes, pero ahora la gente gritaba más y se oía un galimatías de lamentos, suspiros, quejas y gritos de dolor. Pohlen abrió la puerta. Había gente por todas partes, pero casi nadie con bata blanca.
—¿Qué está pasando? —preguntó Manzano.
—Ni idea —le respondió Pohlen.
Cuando llegaron a los lavabos, Manzano se dio cuenta de que la pierna empezaba a dolerle un poco menos, pero decidió ponerse a cojear de un modo más exagerado. Quizá en algún momento le sirviera de ayuda haber engañado a Pohlen con respecto a su capacidad de caminar…
Manzano hizo sus necesidades y luego dijo:
—¿Vamos a urgencias e intentamos localizar al médico?
Siguió cojeando. Junto a una camilla vacía vieron dos muletas abandonadas.
—Me irían bien para soportar mejor el peso de la pierna… ¿Me las pasa, por favor? —preguntó Manzano.
El hombre se inclinó a cogerlas y se las dio.
El tema de la evacuación había corrido de boca en boca. En la sala de espera de urgencias ya casi no quedaba nadie, y la salita en la que le quitaron la bala estaba desierta.
—Ya no lo encontraremos —dijo Pohlen—. Pero yo diría que se encuentra mucho mejor.
—Bueno, ¿y ahora qué hacemos?
—Esperar al coche que Hartlandt va a enviarnos. Con él lo llevaremos a prisión preventiva.
No. Por nada del mundo quería ir allí. Desesperado, empezó a buscar una salida o algún argumento con el cual convencer a Hartlandt de su inocencia, pero no se le ocurrió ninguno. En aquel momento, no obstante, su mirada se posó en una de las salas de curas que les quedaban a la izquierda y vio algo que le llamó la atención.
—Eso de ahí… ¿no son medicamentos para el dolor? —dijo, señalando unas cajitas que estaban en la repisa de debajo de una gran estantería de metal—. ¿Podría mirarlo, por favor? Yo no puedo agacharme…
Pohlen se inclinó.
—¿Dónde?
Manzano cogió la estantería por uno de los lados y la volcó con todas sus fuerzas sobre el hombre, cubriéndolo con la cantidad de cajas, botellines e instrumental médico que en ella había. Pohlen, en el suelo, gritó de dolor y maldijo en voz alta. El italiano se dio la vuelta a toda prisa, cerró la puerta de la sala y cruzó el pasillo intentando no llamar la atención. Llevaba las muletas en la mano izquierda. A cada paso que daba, el muslo le daba un latigazo de dolor que le cruzaba todo el cuerpo hasta llegar al cerebro. Era insoportable, pero tenía que mantener la mente clara. Tenía que pensar hacia dónde ir. Entonces, al ver que todo el mundo salía del hospital, tuvo una idea.
Desde su escondite, Shannon vio salir a Manzano de la zona de urgencias, mirar nervioso hacia todos lados y avanzar finalmente por el pasillo, cojeando, en dirección opuesta al resto de la gente. Shannon se disponía a seguirlo cuando vio que su vigilante aparecía también por la puerta de urgencias. Shannon contuvo el aliento al ver que el policía dudaba unos segundos y luego se decidía por ir hacia la izquierda, siguiendo el flujo de enfermos que salía del hospital.
Shannon abandonó su escondite y corrió hacia el lugar por el que había desaparecido Manzano. Empujó y fue empujada, pisó y fue pisada, y cuando llegó a la esquina por la que éste había doblado… No lo vio.
El italiano había desaparecido.
A la entrada del hospital reinaba un caos considerable. La débil luz de algunas ventanas, junto a la azulada de las ambulancias, confería a toda aquella escena un aspecto fantasmal. La gente iba de un lado a otro, angustiada y desorientada. Sabían que tenían que salir del hospital, pero por lo visto no tenían ni idea adónde ir. Y en medio de todo aquel alboroto, Pohlen mirando en todas direcciones, nervioso y con la nariz ensangrentada. Hartlandt supo en seguida lo que había pasado.
—¿Dónde está? —le gritó, indignado, llegando hasta él.
—No puede haber ido muy lejos —dijo Pohlen, jadeando. Tenía arañazos en toda la cara y su ojo derecho empezaba a adquirir una tonalidad morada…
Aquello era imperdonable. Aunque llevara casi tres días sin dormir, Pohlen era un antiguo soldado de élite y uno de los mejores y más laureados hombres de la BKA, y Manzano, en cambio, no era más que un ciudadano de a pie.
Hartlandt recorrió la zona con la mirada. Con la poca luz y el exceso de gente apenas podía ver nada. Eran las circunstancias ideales para que alguien se diera a la fuga.
—¿Cuánto hace que lo ha perdido?
—Como mucho diez minutos, pero no podrá ir muy lejos con esa pierna…
Bien pensado, era una suerte que el jefe acabara de llegar y lo ayudara a buscar a Manzano, aunque les habría venido bien contar con más gente. Algo impensable, dado que no había teléfonos ni modo alguno de ponerse en contacto con la central
—De acuerdo. Usted por la izquierda, yo por la derecha.
La habitación, probablemente una sala de curas, estaba a oscuras. Manzano se acercó a la ventana seguro de que nadie podría verlo, ni aquí dentro ni desde fuera. Se asomó y miró hacia la rotonda que quedaba a la entrada del hospital. La gente iba de un lado a otro, desorientada, como marionetas iluminadas por la débil luz azul de las ambulancias. Su movimiento continuo contrastaba con la quietud que lo envolvía a él, tras la ventana cerrada de aquella sala oscura y vacía.
Sin ascensor, el trayecto hasta el quinto piso resultó algo agotador, pero en cuanto le cogió el truco a subir ayudándose de las muletas, no tardó demasiado en llegar. Por el camino no se cruzó con nadie. No sabía cuántas plantas tenía el hospital exactamente, pero seguro que no menos de siete u ocho. La decisión de subir tantos pisos era premeditada: con su herida, nadie lo buscaría tan arriba. De hecho, esperaba que Hartlandt ni siquiera se plantease buscarlo en el interior del hospital, sino mucho más al aire libre, por las calles de Düsseldorf.
Y, según parecía, su plan seguía según lo previsto. Pese a la altura y a la mala visibilidad, Manzano supo localizar a Pohlen, buscándolo entre la gente, y un poco más allá, a otro tipo tan alto como él, y con unos movimientos también muy diferentes al del resto de la gente.
Hartlandt.
Manzano se quedó quieto, esperando, intentando no perder de vista a sus perseguidores. Los estuvo observando durante un rato, hasta que ambos se encontraron a la entrada del edificio. Dos polos que se unían en el tumulto de la plaza… Los vio discutir brevemente, echar un último vistazo alrededor y, por fin, alejarse de allí. Los siguió con la mirada hasta que desaparecieron en la oscuridad de la noche.
Quizá fueran a buscar refuerzos para revisar todo el edificio, o quizá sólo fueran a barrer las calles laterales. Quién iba a saberlo.
Volvió a notar el dolor en la pierna. Cogió una silla y se sentó junto a la ventana. Desde allí podría seguir controlando quién entraba al hospital. En su fuero interno rezó para que la oscuridad no le dificultase las cosas todavía más.
Si lo que había dicho el doctor era cierto, pronto se apagarían todas las luces del hospital y él se quedaría solo.
Shannon empezó a mirar en todas las salas, armarios y habitaciones, pero al cabo de unos minutos desistió de su empeño. El edificio era demasiado grande como para revisarlo todo. Jamás lo encontraría. Además, cabía la posibilidad de que ya hubiese salido hacía tiempo, mezclado entre la multitud. Desesperada, observó a la gente a su alrededor, y se sumó a ellos. Tenía que salir de allí. Y tenía que encontrar un lugar en el que pasar la noche. Al llegar a la puerta se detuvo, vacilante. Volvió la vista atrás, luego otra vez adelante, y por fin salió a la rotonda. Su Porche estaba aparcado en un sitio en el que ponía «prohibido aparcar», en una callejuela perpendicular a la que llevaba al hospital.
—¡Socorro!
Manzano no sabía cuánto rato llevaba mirando por la ventana. La rotonda de entrada del hospital estaba casi vacía. La única luz que quedaba era la que daba la luna, en fase creciente. ¿Había oído un grito de verdad, o se lo había imaginado?
—¡Auxilio!
La voz venía de muy lejos. Se oía muy débil. Manzano cogió sus muletas y se puso de pie. ¿Estaría enloqueciendo? En ese momento oyó un ruido más y vio una lucecita en la distancia: un rayo de luz bajo el quicio de una puerta. Mientras se dirigía hacia allá, cojeando, pasó junto a varias puertas. De una de ellas salía un horrible olor a putrefacción y heces. Vacilante, entró en ella. A los pocos pasos chocó contra una camilla. Estaba ocupada. Se inclinó para ver el rostro de aquella persona, sin duda anciana, aunque no supo decir si era hombre o mujer. De hecho, no era más que una capa de piel sobre los huesos. Los ojos cerrados, la boca abierta.
¿La habrían olvidado allí? ¿O estaría muerta? Intentó encontrarle el pulso, pero fue en vano. Palpó algo más allá y notó que había otra litera. Sobre ella, un cuerpo enorme, largo y grueso, pero con una respiración realmente débil.
¿Dónde estaba el personal del hospital?, se preguntó. ¿O acaso eran ellos los que acababan de pedir ayuda?
Con cuidado, cojeando, salió de aquella habitación maloliente y se dirigió sigilosamente hacia el resquicio de luz de la siguiente puerta.
De su interior le llegaron unas voces. La puerta no estaba cerrada y sus conocimientos de alemán le sirvieron para hacerse una idea de lo que estaba pasando.
—No podemos hacerlo —estaba diciendo una voz de hombre.
—No nos queda más remedio —le contestó una mujer.
Alguien suspiró.
—No me hice enfermero para esto —dijo él.
—Lo sé, y yo tampoco me hice médico con esta voluntad —dijo ella—, pero sabes perfectamente que morirán en las próximas horas, o quizá en los próximos días, y que su sufrimiento será aún mayor. Ninguno sobrevivirá a un traslado, ni tampoco a la falta de alimentos y medicinas. Dejarlos aquí implica abandonarlos al dolor. Morirán de hambre, de sed y de frío, envueltos en sus propios excrementos. ¿No te parece horrible?
El hombre estaba llorando.
—Y eso sin tener en cuenta que ni Nehrler ni Kubim podrán marcharse de aquí porque ya no quedan sillas de ruedas y nadie está ahora como para bajarlos en brazos…
Poco a poco, Manzano empezó a entender de qué iba aquello. Un escalofrío le recorrió la espalda y se le puso la piel de gallina.
—No creas que me siento satisfecha con esta decisión… —dijo la doctora, con la voz temblorosa.
El enfermero respondió con más llantos.
—Ninguno de ellos está consciente —dijo ella—. No notarán nada.
Pero entonces… ¿quién había gritado pidiendo socorro?, se dijo Manzano. ¿Es que no lo habían oído? Sintió un sudor frío…
—Me voy —dijo entonces la doctora, con un hilo de voz.
Manzano se apartó de la pared a toda velocidad y corrió a esconderse a la siguiente habitación. Debía de ser la que quedaba justo al lado de la de las dos camillas. No se atrevió a cerrar para no llamar la atención. Se quedó inmóvil entre la puerta y la pared, y un segundo después oyó pasos en el pasillo.
Luego, otros pasos apresurados.
—Espere —oyó decir al enfermero.
—Por favor —dijo ella, en un susurro—, déjeme…
—Sólo quería decirle que no quiero que lo haga sola —le interrumpió el hombre, algo recuperado—. Y ellos tampoco deben estar solos.
Manzano oyó entonces el sonido de las suelas de goma avanzando por el pasillo y entrando precisamente en la habitación en la que estaba él.
Pasados unos segundos, Manzano asomó la cabeza por la puerta. Como la pareja llevaba linternas, pudo ver perfectamente lo que hacían. La doctora, alta, delgada y con melenita corta, dejó su linterna sobre la mesita de noche, de modo que su luz iluminaba la pared. El enfermero, algo más bajo que ella y de aspecto frágil, se sentó junto a la cama, cogió la mano del paciente y empezó a acariciársela. Mientras tanto, la doctora sacó una jeringa, quitó el tubito de la bolsa de suero que colgaba sobre el paciente, le inyectó algo y volvió a poner el tubito en su lugar. El enfermero seguía acariciándole la mano. Manzano no lograba moverse ni apartar la vista de aquella escena. Era como si se hubiese quedado sin sangre. Como si hubiese perdido la movilidad y la capacidad de reacción.
—Necesito a vuestros hombres —dijo Hartland.
Pohlen y él habían estado buscando en vano por todo el exterior del edificio, hasta que decidieron ir a la comisaría de policía a buscar refuerzos. Y ahí estaban ahora: tres hombres que —bastaba con echarles un vistazo— llevaban varios días sin descansar.
—Pero nosotros también los necesitamos —le respondió el jefe de policía—. Ya saben cómo está el mundo ahí fuera.
—Cabe la posibilidad de que el hombre que buscamos sea uno de los responsables de todo este desaguisado —insisitió Hartlandt, apremiante.
El policía lo miró con ojos como platos, cogió un walkie-talkie de su mesa, apretó un botón y preguntó, sin saludar siquiera.
—¿Ha vuelto Deckert?
Una voz ronca al otro lado de la línea respondió que sí.
—Vengan conmigo —dijo el comisario.
Hartlandt y Pohlen lo siguieron por varios pasillos levemente iluminados por las luces de emergencia. En algunos de los despachos junto a los que pasaron vieron varios funcionarios. En otros oyeron voces. Cruzaron un patio interior y entraron en una sala en la que esperaban ocho hombres uniformados y cuatro perros policía.
El comisario presentó a Hartlandt a un cuarentón fornido y atlético.
—Kartsen Deckert, jefe de la brigada canina.
Hartlandt le dijo lo que necesitaba.
—Ahora queríamos descansar un poco —le dijo Deckert—. Mis hombres llevan cuarenta y ocho horas de servicio, y los perros también.
—Me temo que tendrán que esperar un poco más —dijo Hartlandt—. Tenemos que entrar en el hospital.
La doctora se incorporó y dio las gracias al enfermero.
Éste asintió en silencio, sin soltar la mano del muerto.
Ella cogió su linterna y de pronto, por casualidad, su halo de luz iluminó de lleno la cara de Manzano. Éste se echó hacia atrás, tras la puerta, y rezó por que no lo hubiesen visto. Entonces oyó unos susurros y pasos que avanzaban en su dirección.
Le iluminó una luz amarilla e intensa, y tuvo que cerrar los ojos.
—¿Quién es usted? —El enfermero apenas podía hablar—. ¿Qué está haciendo aquí?
Manzano abrió los ojos, se protegió la cara con la mano y dijo:
—The Light. Please.
—¿Habla usted inglés? —le preguntó la doctora, en el mismo idioma.
—¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿De dónde viene?
—Italy —respondió Manzano.
No tenían por qué saber que entendía alemán y había oído todo lo que habían dicho.
La doctora lo miró fijamente.
—Nos ha visto, ¿verdad?
Manzano esquivó su mirada, y asintió.
—Creo que están haciendo lo correcto —susurró en inglés.
La doctora siguió mirándolo fijamente, y esta vez Manzano le devolvió la mirada.
Varios segundos después, ella volvió a romper el silencio:
—Entonces lárguese de aquí. O ayude a esta gente.
Manzano estaba temblando. ¿Aquello era ayudarlos? Era obvio que él no podía valorar el estado en que se encontraban los pacientes, de modo que sólo podía fiarse de la experiencia de ella. Pero ¿qué pasaba con la responsabilidad moral? Manzano tenía una opinión muy clara con respecto a la eutanasia, y de ningún modo querría que sus amigos o familiares eternizaran sus funciones vitales enchufándolo a una máquina en el caso de caer en coma, perder la actividad cerebral o quedarse irreversiblemente como un vegetal. Pero entendía que lo difícil rayaba, precisamente, en saber decidir cuándo se había llegado a una situación irreversible. ¿Quedaría algún tipo de «esencia del yo» en aquellos cuerpos? Y en caso de que así fuera… ¿querrían vivir o dejar de hacerlo? ¿Permitirían que un desconocido los… —ni siquiera se atrevía a pronunciar la palabra— ayudara a partir? Éstos y otros muchos pensamientos de este tipo se agolparon en su mente y le dolieron en el alma, aunque en seguida tuvo que admitir que no se encontraba ante la posibilidad teórica de una eutanasia. La doctora no había dejado lugar a dudas. Lárguese de aquí. O ayude a esta gente. Qué mujer más inteligente. No le había dicho «ayúdenos», no; con ese truco tan simple había dado por sentado el —supuesto— altruismo de su gesto. La idea era lograr que Manzano no se sintiera cómplice, sino benefactor. El italiano tuvo que apoyarse en la pared. Comprendía perfectamente cómo se había sentido el enfermero, y también cómo debía de sentirse ahora la doctora.
Cogió sus muletas, se incorporó y preguntó:
—¿Qué tengo que hacer?
—Nada. Limítese a acompañarnos —le dijo la doctora con voz suave—. ¿Cree que podrá?
Manzano asintió.
Ella se dirigió a la solitaria figura que estaba en la cama, tras ellos, y la iluminó con la linterna. Manzano y el enfermero la siguieron. El rostro pertenecía a una mujer. Tenía las mejillas caídas y los ojos cerrados, y Manzano no encontró ningún signo de vida en ella.
—Sujétele la mano —le dijo la doctora.
—¿Qué le pasa? —preguntó Manzano, sentándose en el borde de la cama.
—DMO (Disfunción Múltiple de Órganos).
Manzano le cogió la mano, cavilante. Era una mano suave y de dedos huesudos y largos. Estaba fría. Manzano no notó ninguna reacción al contacto. Más que una mano parecía un pez muerto, pensó, aunque en seguida se arrepintió de aquella comparación.
La doctora preparó otra jeringa.
—Se llama Edda y tiene noventa y cuatro años —susurró—. Hace tres semanas tuvo un ataque al corazón; el tercero en dos años. Su cerebro sufrió daños, y cayó en coma. No tenía ninguna opción de despertar. La semana pasada se le sumó un edema pulmonar y desde ayer le fallan también los riñones y otros órganos. En circunstancias normales le habría dado aún veinticuatro horas más, pero los aparatos ya no funcionan.
Vació el contenido de la jeringa en la bolsita del suero, tal como ya había hecho con el paciente anterior.
—Su marido murió hace años y sus hijos viven a las afueras de Berlín y Frankfurt. Antes del apagón pudieron venir a visitarla una vez.
Manzano se dio cuenta de que durante el relato de la doctora había empezado a acariciar la mano de la mujer.
—Había sido profesora de alemán e historia —siguió diciendo ella—. Me lo contaron sus hijos.
Ante sus ojos, Manzano vio una imagen de la joven Edda, en tono sepia, como si de una foto se tratara. ¿Tendría nietos? Justo en ese momento le saltó a la vista el pequeño marco que colgaba de uno de los enganches de la cama. Manzano se inclinó hacia delante para verlo mejor. En él podía verse la foto de una pareja de ancianos elegantemente vestida y rodeada por nueve adultos y cinco niños de diferentes edades, todos ellos muy arreglados para la foto, que debió de tomarse en un estudio de fotografía.
La doctora acabó su trabajo y susurró:
—Tarda unos cinco minutos. Vamos a por otro. ¿Necesita una linterna?
Manzano negó con la cabeza y los miró mientras salían de la sala. Se quedó unos minutos más sujetando la mano de Edda y notó que las lágrimas le corrían por las mejillas.
Empezó a hablarle para romper aquel silencio insoportable. En italiano, que era lo que le salía con mayor facilidad. Le habló de su infancia y juventud en una pequeña ciudad a las afueras de Milán. Le habló de sus padres, y de su muerte en un accidente de tráfico; le dijo que no había tenido tiempo de despedirse de ellos, y eso que aún tenía muchas cosas por decirles. Le habló de sus novias, también de la alemana con nombre francés, Claire, Claire de Osnabrück, a la que hacía tiempo que había perdido el rastro. Se dirigió a ella por su nombre, Edda, y le aseguró que sus hijos y sus nietos habrían querido estar allí para despedirse de ella, pero que las circunstancias eran difíciles y que no habían podido llegar a tiempo. Le prometió que él les explicaría lo plácido que había sido su paso al otro mundo… Habló y habló. Debieron pasar más de cinco minutos, porque de pronto sintió que la mano que sujetaba ya no tenía vida. Entonces la dejó sobre la camilla, con cuidado y puso la otra encima. La expresión de Edda no había cambiado en todo aquel rato. No podía saber si ella había escuchado una sola palabra, si se había sentido acompañada o si no había sentido nada en sus últimos minutos de vida, pero ahora ya daba igual.
La piel de Manzano se tensó brevemente en las zonas en las que se le habían secado las lágrimas. Se levantó, cogió sus muletas y salió de la habitación.
En la puerta estaba el enfermero. Manzano cayó en la cuenta de que no se habían presentado. Quizá fuera mejor que las cosas siguieran así, dado lo que estaba teniendo lugar…
En la media hora siguiente, Manzano sostuvo la mano de otras tres personas más: un chico de treinta y tres años, víctima de un accidente; un hombre de setenta y siete años que había sufrido varios infartos, y una mujer de cuarenta y cinco que después de casi treinta años en el mundo de las drogas se había chutado la dosis final. Ninguno dio muestras de notar la presencia de Manzano, del enfermero o de la doctora. Sólo la drogadicta dejó exhalar una especie de suspiro antes de enmudecer. Tras soltarle la mano, Manzano sintió un vacío terrible en su interior.
La doctora le dio las gracias y él asintió.
—¿Le duele mucho? —dijo, señalándole la herida.
En aquel momento, Manzano recuperó brevemente la consciencia y recordó los motivos por los que estaba en el hospital.
La pierna le dolía bastante, pero en aquel momento casi se alegraba de sentir algo. De estar vivo. Se levantó y se quedó de pie sin ayuda de las muletas.
—Los pondremos a todos en una sala y los taparemos con mantas —dijo la doctora—. Ya es hora de que usted se vaya a casa. ¿Sabe cómo lo hará? ¿Podrá venir alguien a buscarlo?
—No se preocupen por mí —dijo Manzano, esquivando la respuesta.
Ella le alargó la mano.
—Muchas gracias, una vez más.
El enfermero también le estrechó la mano. Los tres convinieron sin palabras en mantener un educado anonimato.
—Tenga, la necesitará —dijo la doctora, entregándole la linterna.
Manzano le dio las gracias y se fue cojeando hacia las escaleras.
No tenía ni idea de lo que haría ahora. No sabía adónde iría. Si Hartlandt no había aparecido hasta ahora, ya no lo haría. Quizá pudiera pasar la noche allí. Al fin y al cabo hacía menos frío que fuera, y había camas y mantas. La idea le hizo sentir un escalofrío, pero no supo ver ninguna otra opción. No tenía hambre, aunque no había comido nada desde el desayuno. ¿Y qué cama podía escoger? En todas habían yacido enfermos, en todas habían sudado, o quizá incluso hecho sus necesidades. Junto a los ascensores encontró un mapa del hospital. Se fijó en las unidades que había en cada piso y se dio cuenta de que sólo había un lugar en el que no le daba horror imaginarse durmiendo: la maternidad.
Todo, hasta el vestíbulo del hotel, se había convertido en un campamento de emergencias. Ahí ya no cabía ni un alma, y por supuesto Shannon tampoco. Ya era la tercera vez que se encontraba en la misma situación. Todos los hoteles se habían llenado hasta los topes, muchos de ellos con enfermos del hospital. En algunos, los guardias de seguridad vigilaban las puertas para asegurarse de que no entraba nadie más.
Ella necesitaba una cama. Necesitaba dormir. Y no podía hacerlo en el asiento del Porsche, que era demasiado pequeño. Además, estaban solo a dos grados sobre cero y por la noche se congelaría en el interior del vehículo.
¡Piensa, Shannon, piensa! ¿Dónde podrías encontrar un lugar para dormir?
Entonces se le ocurrió: condujo de vuelta al hospital y se dispuso a buscar un lugar para descansar. Mañana, quizá, se acercaría al consulado americano. Igual podían ofrecerle una ducha o algo de comer. En cualquier caso, seguro que las noticias estaban súper interesantes. Desde que salió de La Haya no había tenido ninguna noticia del mundo, y eso se le hacía más extraño de lo que habría llegado a imaginar.
Metió el coche en el aparcamiento del hospital. El edificio estaba ahora oscuro como la boca del lobo. En el maletero encontró una linterna, y empezó a caminar.
Los pasillos del hospital estaban desiertos, y por todas partes había camillas abandonadas, vendajes tirados por el suelo y medicinas sin pacientes a los que curar. El olor era repulsivo. La linterna iluminó un plano del hospital, y en seguida vio las únicas camas en las que podría dormir. Segundo piso: maternidad. Se dirigió a las escaleras, y empezó a subir.
—No hagáis ruido —dijo Hartlandt, en voz baja—, por si todavía está aquí.
Entraron en el hospital por el aparcamiento. Ocho policías con cuatro perros, seguidos de él mismo y de Pohlen, comprobando cada centímetro por el que pasaban.
Hartlandt encontró el camino hasta la sala de urgencias en la que operaron a Manzano, y una vez allí buscó en la basura el trozo de tejano que el médico le cortó. Cuando dio con él se lo mostró a los perros, que lo olfatearon y empezaron a ponerse nerviosos. Estiraron de sus cadenas, miraron en todas direcciones, bajaron los hocicos al suelo, y, por fin, uno de ellos empezó a estirar hacia la puerta. El resto lo siguió, como si estuvieran de acuerdo, y estiraron a los hombres tras de sí.
Cubierto con cuatro mantas, Manzano miraba por la ventana, en la oscuridad. No podía dormir. Lo sucedido en el quinto piso le había afectado demasiado. Además, el olor a excrementos, putrefacción y muerte que llenaba el resto de pisos empezaba a llegar también a la maternidad.
Por primera vez desde hacía días, estaba solo. Se dio cuenta de que hasta el momento había reflexionado muy poco sobre lo sucedido. Los acontecimientos se habían precipitado, agolpándose unos sobre otros, y se había visto abrumado por obligaciones y responsabilidades que no le habían dejado tiempo para pensar. Ahora, estirado en aquella silenciosa habitación, se dio cuenta de la magnitud de la tragedia que estaba teniendo lugar. Y comprendió que hasta ahora había sido un privilegiado. Pensó en Bondoni y en su hija, y supuso que seguirían en la cabaña. Con un techo, toda la leña que necesitasen, alimentos para algunos días más y suficiente agua del deshielo. Viviendo como hacía doscientos años, pero viviendo, al fin y al cabo, y no rodeados de muerte y descomposición, como él ahora. Supuso que Angström, en Bruselas, tampoco lo estaría pasando demasiado bien. ¿Cómo iban a seguir funcionando las instituciones y las organizaciones de la UE, los Estados, los Länder y los diferentes tipos de gobierno si la gente dejaba de ir al trabajo porque no tenía con qué subsistir, ni cómo proteger a sus familias del frío, el hambre y la sed? ¿O es que todos los que trabajan en estas instituciones reciben un trato especial y tienen agua, luz y alimentos?
En un momento dado le pareció oír unos pasos y ver un rayito de luz. Pero no, debía de haberlo soñado. ¡Ahora sólo le faltaba empezar a enloquecer!
Se dio la vuelta hacia el otro lado, inquieto. Por segunda vez le pareció oír algo, e incluso tuvo la sensación de que veía una silueta en el pasillo, pero en seguida desapareció. Se levantó y cojeó hasta la puerta. Esta vez no le cupo duda: oyó pasos y voces y un sonido que no logró identificar. Era como si alguien repiquetease en el suelo con unas cucharas de plástico. ¿Serían ladrones?
Entonces oyó un gemido. ¡Perros! Y una orden susurrada. Sintió un escalofrío por la espalda y empezó a sudar. Cojeó a toda prisa hasta su cama y cogió las muletas. Con mucho cuidado, salió al pasillo y aguzó el oído.
Los sonidos venían de las escaleras. Manzano miró a su alrededor, desesperado. ¿Era posible que Hartlandt hubiese vuelto a buscarlo? Los ladrones, los intrusos y los ocupas no tenían ninguna necesidad de hablar en voz baja.
Manzano llegó hasta los ascensores y oyó voces y pasos acercándose. Por las escaleras ya no le daba tiempo de escapar, y no sabía a dónde conducían los pasillos. Era más que probable que la mayoría no tuviera salida y se convirtiera en una insoslayable trampa para él. El pánico sólo le permitió pensar en una tercera opción: se acuclilló tras una enorme bolsa llena de batas sucias que había en el suelo. Al intentar doblar la pierna sintió un dolor insoportable; tanto, que a punto estuvo de gritar. Se mordió la lengua y justo en aquel momento se abrió la puerta que daba a la planta desde la escalera, y las luces de varias linternas lanzaron figuras ovaladas sobre el suelo, las paredes y el techo. Manzano contuvo el aliento: ahí estaba Hartland, y, tras él, cuatro hombres más y dos perros.
Cerró los ojos, se agazapó cuanto pudo y se resignó a su destino. Pero nada más llegar a la planta, Hartlandt hizo una señal a sus hombres: dos se fueron hacia el pasilo de la izquierda con un perro y dos, hacia el de la derecha con otro, mientras que el propio Hartlandt revisó la habitación en la que él había estado estirado hasta hacía sólo tres minutos, y por fin siguió a los que se fueron por la derecha.
Manzano revisó sus posibilidades a toda velocidad. Mientras los hombres revisaban los pasillos, quizá tuviera tiempo de escaparse por las escaleras. Se levantó haciendo caso omiso de los latigazos de dolor que le llegaban del muslo y se arrastró hasta la puerta. La abrió lentamente y salió al rellano de las escaleras, justo en el momento en que empezaba a oír más ladridos y pasos apresurados provenientes del piso de abajo. Se quedó helado un instante. ¿Cuántos más habría? En cualquier caso, sólo tenía una opción: subir. Acababa de poner el pie en el primer escalón cuando oyó gritos, ladridos y pasos precipitados por el pasillo.
—¡Policía! ¿Quién es usted? ¡Salga con las manos en alto!
Asustada, Shannon levantó las manos por encima de su cabeza y cerró los ojos para evitar la luz de las linternas.
—I’m a journalist! —gritó—. I’m a journalist!
—¿Qué ha dicho?
—¡Manos arriba! ¡Salga de la cama!
—I’m a journalist! I’m a journalist!
—¡Abajo!
Ladridos de perros.
Shannon no veía nada, e intentaba librarse de las mantas, que con los nervios se le habían enredado entre las piernas.
—¡Es una mujer!
—¿Pero qué dice?
—¡Dice que es periodista!
Por fin, Shannon consiguió liberarse y ponerse de pie, con una mano haciéndose visera y la otra levantada por encima de su cabeza. Los perros gruñían.
—¿Quién es usted? —le preguntó un hombre alto y musculoso, de pelo corto e inglés impecable, apenas marcado por un leve acento alemán—, y ¿qué está haciendo aquí?
—No he encontrado ningún hotel para pasar la noche —dijo Shannon, ciñéndose a la verdad.
El hombre la enfocó de arriba abajo con la luz de su linterna, y entonces lo reconoció. Era el tipo que detuvo a Manzano, lo persiguió y lo acompañó al hospital.
—¿Ha visto a alguien por aquí?
—No.
Los hombres revisaron el resto de camas, pero no encontraron nada. Al salir, él le dijo:
—Tendría que buscarse un sitio mejor para dormir.
Shannon se quedó petrificada junto a la cama mientras los hombres entraban en la siguiente habitación. Se dio cuenta de que estaba temblando, aunque no sabría decir si era por el susto o por el frío. Volvió a estirarse en la camilla y a taparse con las mantas, mientras oía cómo los policías revisaban una habitación tras otra. Luego las voces y los pasos empezaron a oírse cada vez más bajo: pasaron junto a su habitación y se extinguieron en la oscuridad.
En el tercer piso, Hartlandt y su gente buscaron tan en vano como en el cuarto. Era más de media noche. Hombres y perros estaban agotados tras los esfuerzos de los últimos días, y el oscuro edificio, con sus habitaciones abandonadas y devastadas, parecía aún más deprimente de lo que ya era de por sí un hospital. Exhaustos, estaban recorriendo el quinto piso cuando los perros empezaron a ladrar con más fuerza.
—¿Puede ser él? —preguntó Hartlandt a uno de los policías.
—Quizá. Aunque estos ladridos me suenan más bien a otra cosa…
—¿A qué?
—A… bueno, espero que no sea a lo que creo.
Los animales tiraban ahora con fuerza y los hombres se dejaron llevar por ellos hasta la última habitación del pasillo. Lo iluminaron todo con las linternas, y vieron ocho camas juntas y muy apretadas. Todas estaban ocupadas, y todas cubiertas por mantas.
Hartlandt se acercó a la primera cama, levantó la manta y observó el rosto demacrado y ceniciento de una anciana. Por desgracia había visto a muchos muertos a lo largo de su carrera y sabía reconocer a uno a simple vista. Pasó a la camilla de al lado y vio a una mujer joven, con pinta de yanqui, con la piel muy castigada y las venas llenas de pinchazos.
Dos de sus colegas habían empezado a revisar las camas por el otro lado.
—Parece que alguien decidió dejar aquí a los últimos muertos del día —dijo uno de ellos.
Los perros esperaban, tensos, junto a la puerta.
—Parece que el personal no tuvo tiempo de llevarlos a las cámaras frigoríficas —dijo otro.
Hartlandt pasó la linterna por el resto de las camas y observó las siluetas de los muertos bajo las mantas. Dos de ellas eran realmente gruesas.
—Mirad. Deben de pesar una barbaridad. Con los ascensores estropeados nadie habría querido bajarlos por las escaleras hasta la morgue. Además, las cámaras frigoríficas también han dejado de funcionar.
Hizo una señal a sus hombres y salió de la habitación.
El cuerpo pesaba una barbaridad. La cabeza del muerto descansaba junto a la suya, y su tronco cubría el de él. Manzano seguía sin atreverse a respirar. El peso, el miedo, el horror en estado puro le quitaban el aliento.
Había subido las escaleras empujado por la desesperación, y al recordar a los muertos pensó en ellos como última escapatoria posible. El olor era insoportable. El muerto estaba cubierto de sangre reseca y excrementos, y expelía un líquido del que sólo se percató cuando ya tenía medio cuerpo bajo el suyo. En más de una ocasión pensó que iba a vomitar. Quizá hasta habría agradecido que lo descubrieran y lo sacaran de allí. Lo que fuera, con tal de alejarse de aquellos muertos.
Con gran dificultad salió de la camilla, apartó los miembros del muerto, cogió las muletas que había llevado consigo, se tambaleó hasta la pared y miró a aquellas siluetas con los ojos abiertos como platos, sobrecogido por el horror. Intentó recuperar la respiración. Notó que las lágrimas le caían por los ojos, y en algún momento se decidió a abandonar aquella habitación.
Escuchó un rato; un rato largo. Nada. Abrió la puerta unos centímetros y no vio nada. Avanzó paso a paso en la oscuridad. La doctora y el enfermero ya se habían ido. Seguramente antes de que Hartlandt irrumpiera con sus perros en el hospital. Temblaba como una hoja seca. Sus pantalones estaban húmedos después de soportar el peso y los fluidos del muerto y olía a cuerno quemado. Se los quitó y se quedó en pantalones cortos. ¡Necesitaba una ducha! ¡Una larga, caliente, con mucha espuma!
Una pequeña eternidad después, logró volver a instalarse en el segundo piso. Los hombres con los perros habían desaparecido. Manzano recuperó la misma cama en la que se había estirado varias horas antes, se tapó con todas las mantas que encontró, y se dispuso a pasar una noche larga en la que no se imaginaba que fuera a ser capaz de cerrar los ojos.