Zevenhuizen

François Bollard pasó otra noche inquieta y con un sueño nada reparador. Tras su ataque del día anterior, su mujer se había tomado un tranquilizante y se había quedado dormida en seguida. Bollard también se había acostado, pero, al ver que no conseguía conciliar el sueño, había vuelto a levantarse y se había pasado varias horas junto a la ventana, mirando a las personas que seguían hacinadas frente a la puerta de la granja. En algún momento todos empezaron a meterse en los coches, seguramente ateridos de frío. Bollard sólo pudo volver a la cama cuando la última de aquellas personas se hubo retirado a su vehículo.

Y antes de que saliera el sol lo despertaron unos ruidos que al principio no supo identificar. Se obligó a levantarse y se dirigió torpemente hasta la ventana. Abajo, frente a la puerta, se había reunido un grupo de unas veinte personas que quería entrar. Bollard se vistió y bajó. En el pasillo había tanta gente que no pudo avanzar más. Una horda de ciudadanos enfurecidos estaba asediando a Jacub Haarleven para que abriera las puertas; pero éste, fusil en mano, seguía negándose a acoger a nadie más.

Había pasado ya mucho tiempo desde que trabajó como policía y le tocó contener e intervenir varias manifestaciones, pero había cosas que recordaba perfectamente, y sabía que Haarleven no tenía ninguna opción de salirse con la suya durante mucho tiempo más. Fuera se oían los amortiguados golpes contra la puerta y dentro la gente no hacía más que quejarse. Tendría que quitarle el arma antes que la presión lo llevara a cometer alguna tontería.

—¡Atrás! —dijo el granjero al grupo de hombres, bajando el arma—. ¿Queréis que abra la puerta? De acuerdo, abriré; pero que quede claro que no pueden quedarse hasta mañana. Que las autoridades se ocuparán de todo.

—¿Las autoridades? ¡Hasta ahora las autoridades no han hecho nada por nosotros!

—¡Eso!

—¡Las autoridades están deseando que nos muramos de hambre y de sed!

—¡Y de frío!

Bollard empezó a pensar a dónde podría llevar a su familia. Por lo que parecía, había llegado el momento de volverse a casa. Tenían suficiente leña como para calentar la chimenea, pero no tenían suficiente comida, ni agua. Seguro que la Europol la ayudaría durante unos días, pero… ¿y después?

Una mujer se apartó ligeramente del grupo. Debía de estar en el quinto o sexto mes de embarazo.

—Le rogamos que nos ayude —suplicó a Haarleven, y luego, dándose la vuelta hacia los demás, añadió—: Y vosotros, haced el favor de tranquilizaros. Con gritos y malas maneras no conseguiremos nada.

—Ya os he ayudado, ¿no lo ves? —le respondió Haarleven—, pero no tengo suficiente espacio para todos los que están ahí afuera, y, desde luego, tampoco me queda tanta comida.

De una de las habitaciones de al lado llegó un ruido de cristales, un alboroto y más ruido de cristales. La mujer dio un respingo. Haarleven cogió su arma y dio un paso adelante. La gente se echó atrás. Bollard se abrió paso a toda prisa y le bajó el arma suavemente.

—¡Alguien ha roto una ventana! —gritó una mujer desde el salón del desayuno—. ¡Eh! ¡Parad!

En aquel momento Bollard vio aparecer a su mujer por la escalera, con cara de preocupación. Con un gesto le indicó que volviera a subir, y se apresuró a seguirla. Acababa de tomar una decisión.

—Nos vamos —le dijo, cuando ambos estuvieron en la habitación—. ¡Y rápido!

Ella no le pidió ninguna explicación.

Veinte minutos después bajaron todo su equipaje por las escaleras, de una vez, para no tener que hacer más viajes.

Haarleven, sentado junto a la puerta con el arma entre las piernas, los observó con expresión de sorpresa.

—Nos vamos —le dijo Bollard—. Pagué toda la semana por adelantado, así que no le debemos nada. ¿Nos deja salir, por favor?

Haarleven abrió la puerta con mucho cuidado y los hizo salir a todos en un abrir y cerrar de ojos, para cerrarla de nuevo inmediatamente.

Todo fue tan rápido que los amotinados no tuvieron tiempo de reaccionar. Los Bollard arrastraron sus bolsas hasta los coches y los cargaron a toda velocidad. Tuvieron que pedir a algún vehículo que se apartara para poder sacar los suyos, pero en general no tuvieron ningún problema y todo salió bien.

—Yo llevo a los niños —dijo Bollard.

Pocos minutos después tenían la granja a sus espaldas, pero en menos de tres kilómetros se le encendió el indicador de reserva. ¿Cómo era posible? ¡Habría jurado que tenía el depósito lleno!

Al llegar a la entrada de La Haya miró por el retrovisor y vio que su mujer le estaba haciendo largas. Él redujo la marcha, pero vio que su mujer se detenía al margen de la calle y ponía los cuatro intermitentes. Bollard dio marcha atrás.

—Esperad aquí un segundo —dijo a sus hijos, y bajó del coche.

—Me he quedado sin gasolina —le dijo Marie—. Pero estoy segura de que cuando llegué a la granja me quedaba aún medio depósito.

—Entonces no me había equivocado. Mi coche también va en reserva.

Echaron un vistazo a los coches. Ambos tenían rotos los tapones de la gasolina.

Pusieron todas las bolsas en el coche de Bollard, apartaron el coche de Marie un poco más y siguieron el trayecto juntos.

—Espero que podamos llegar a casa —dijo Georges, desde el asiento de atrás.

—¿Cuándo acabará todo esto? —dijo Marie, con lágrimas en los ojos—. ¡Es agotador!

La Haya

Una vez en casa, su marido la ayudó a bajar las bolsas del coche y se marchó de nuevo a la Europol.

Ahí estaban otra vez. En casa. Pero no porque todo hubiese pasado. Lo primero que hizo fue encender la chimenea, para que al menos hubiese una habitación caliente. Después ordenó la ropa de las maletas y se fue a estudiar la nevera. Los dos primeros días habían dado cuenta de los congelados y de la comida que caducaba, y la verdad es que ahora no les quedaba demasiada cosa. Y como habían pensado intalarse en la granja de los Haarleven hasta que todo hubiese pasado, no se había preocupado de comprar provisiones. Durante su ausencia la mayoría de los alimentos se habían estropeado, y en la despensa sólo encontró algunas latas. Si las combinaba de un modo algo insólito conseguiría comida para dos días, tres a lo sumo. Tendría que agudizar el ingenio. Quizá sus vecinos supiesen dónde podía comprarse algo. François le dijo que aún quedaba alguna tienda abierta. Quizá él supiese lo que había que hacer… Intentó utilizar el teléfono y la televisión, aunque fueron más que nada sendos actos reflejos. En realidad sabía perfectamente que ninguno de los dos iba a funcionar.

¿Cómo estarían sus padres?

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El comisario de la Unión Europea, Roman Padarescu, se mostró muy inquieto ante la situación en la que se encuentra la central nuclear de Saint Laurent, en Francia. Al mismo tiempo, no obstante, manifestó su convencimiento de que los responsables lograrían controlar la situación. Hasta el momento se habían encontrado niveles muy bajos de radiactividad, tan poco significativos que no suponían ningún problema ni para la población francesa ni para la europea. «Debemos hacer frente común ante las terribles y adversas circunstancias que están afectando a tantos millones de ciudadanos en toda Europa, y debemos hacerlo desde la calma y la solidaridad».

¿Controlar la situación?, pensó Bollard, mientras miraba la pantalla. Eso era tan falso como lo de la poca cantidad de radiactividad. Y el hecho de que los teléfonos de la Europol funcionaran no le sirvió de nada. Una vez más intentó ponerse en contacto con sus padres, y, al ver que no había señal, llamó al Ministerio del Interior en Francia, al departamento de seguridad nuclear y a la policía de Nanteuil, de Blois y de Orleáns, pero fue en vano. Cuatro de las cinco llamadas no le dieron línea y en la quinta, la del Ministerio del Interior, nadie le cogió el teléfono. Descolgar el teléfono se había convertido, pues, en una especie de ritual sin sentido. En su interior sabía que nadie iba a poder informarle sobre el paradero de sus padres y de los Doreuils.

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Tras el apagón masivo en Europa, las organizaciones para la protección del medio ambiente y los delegados del congreso norteamericano reconocen la necesidad de reflexionar sobre el modelo de la política energética mundial. Los miembros del gobierno aseguran que los reactores americanos son seguros. Los resultados en Europa dan cuenta de la importancia del cambio de las redes energéticas a los contadores inteligentes. Con respecto a las voces que aseguran que el apagón en Europa se debe precisamente a un ataque a los componentes más inteligentes de las redes informáticas, los americanos aseguran que se trata de una «idea descabellada».

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El tercer día tras el apagón, las bolsas asiáticas abrieron con pérdidas de hasta dos cifras. A mediodía, el Topix japonés había perdido hasta el 9%, el Hang Seng hasta el 8% y el Sensex hasta el 10,7%.

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En Francia, un experto en seguridad nuclear aseguró que «la cubierta del reactor de Saint Laurent puede sufrir daños». Y si los «daños» se produjeran cerca de la barra de control del combustible nuclear podría liberarse una gran cantidad de radiactividad. Por su parte, los explotadores de la planta se remiten a sus propias mediciones y afirman que en las últimas horas no han detectado ningún ascenso en la radiactividad ambiental; y los defensores del medio ambiente, en cambio, certifican que en Chambord, región de los castillos del Loira, han acusado un exceso de carga de 1 microsievert por hora, lo cual supondría multiplicar por diez el valor recomendado.

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El Ministerio del Interior francés confirma que el departamento de Loire y Cher ha empezado a evacuar a la población que se halla a unos cinco kilómetros de la central nuclear de Saint Laurent. Los afectados son varios pueblos y ciudades pequeñas a ambos lados del Loira. Por lo demás, a todos aquellos que viven a menos de treinta kilómetros de distancia de la planta se les ha recomendado que sigan sin abrir puertas ni ventanas. Entre las ciudades afectadas, algunas como Blois —con su famoso castillo— o los suburbios de Orleáns. No son descartables más medidas de evacuación.

—¡Dios mío! —gimió Bollard.

Nanteuil quedaba entre Blois y Saint Laurent. Volvió a coger el teléfono.

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Tras los asaltos a los cajeros que en los últimos días se han llevado a cabo en la mayoría de las ciudades europeas, el Banco Central Europeo apela a la calma y la serenidad. «Les repetimos que el acceso al dinero en efectivo está asegurado», ha insistido su presidente, Jacques Tampère, al tiempo que —paradójicamente— reducía a cien euros la cantidad de dinero que uno podía sacar al día. Tampère también ha desmentido el rumor de que varios bancos estuvieran a punto de caer en bancarrota. «Debemos mantener la mente fría», recomendó. Muchas filiales pequeñas, sobre todo en el campo, han tenido que cerrar, pero no porque se hayan quedado sin dinero, sino porque no tenían combustible para poner las máquinas en funcionamiento… Tampère confirma que el Banco Central Europeo ha inyectado más de cien mil millones de euros a los mercados del viejo continente.

+ ¿Nube radiactiva camino a París? +

Desde primeras horas de la mañana, una serie de informes y rumores están provocando el temor y el desasosiego de los ciudadanos: se dice que una nube radiactiva originada en Saint Laurent está avanzando en dirección a París, movida por el viento. Según los explotadores de la central nuclear, la EDF dejó escapar ayer un ligero vapor radiactivo del centro de la planta nuclear, para evitar una mayor presión en el reactor. Pese a ello, la EDF insiste en que se trata de una cantidad muy reducida y que no supone ningún peligro para la población. Las previsiones meteorológicas francesas para las próximas horas confirman que el viento sopla del sur y se dirije a París, pero la distancia a la que se halla (ciento sesenta kilómetros) lleva a pensar a los meteorólogos que el riesgo es imperceptible. Pese a todo, y por si alguien fuera especialmente hipocondríaco, la única reacción posible sería la de encerrarse en espacios cerrados a esperar que pase el peligro.

Alguien llamó a su puerta.

—¡Adelante!

Era Manzano.

—¿Tiene un ratito?

Bollard colgó el teléfono y lo invitó a sentarse en la pequeña mesa de reuniones de su despacho.

—Está usted pálido —le dijo el italiano.

—Los últimos días me está costando dormir.

—Le entiendo… —suspiró Manzano, poniendo su portátil frente a Bollard.

—¿Recuerda los datos de los proveedores de software de la central nuclear que le pedí?

—Sí.

—Bien. Pues creo que he descubierto algo que podría explicar de dónde vienen los problemas técnicos de las plantas nucleares: cada software es al mismo tiempo tan específico y complejo que un ataque abierto a todas esas centrales distintas resultaría poco menos que imposible. De modo que antes de empezar mis investigaciones me pregunté qué haría yo si quisiera emprender algo de semejante envergadura y no tuviera limitaciones de tiempo ni de dinero. Para empezar, necesitaría una puerta de entrada que me permitiera el acceso al máximo número posible de víctimas. Dicho con otras palabras, algo que fuera común al mayor número posible de centrales nucleares. No hace falta pensar demasiado para caer en la cuenta de que el máximo común denominador a todas ellas son los sistemas SCADA, es decir, el software, que en todo el mundo parte de proveedores de equipos muy básicos. Es cierto que después cada productor SCADA desarrolla soluciones específicas para cada una de las centrales nucleares, pero algunas partes del software son comunes a la inmensa mayoría. Si lograra manipular alguna de ellas… ya estaría. Lo habría logrado.

—Pero los SCADA, por su propia estructura, son extremadamente seguros —le replicó Bollard—. Además, el atacante tendría que colarse igualmente en cada una de las centrales por separado y romper las correspondientes medidas de seguridad, lo cual implicaría un esfuerzo igualmente enorme. —Entornó los ojos antes de continuar—: A no ser…

—… a no ser que se tratara de un trabajador de la propia empresa. Un instalador de sistemas SCADA, por ejemplo —dijo Manzano, verbalizando la sospecha de Bollard—. En estos momentos, todo me lleva a pensar que esto podría ser precisamente lo que hubiera sucedido. Y ya ve que digo «podría ser» con toda la cautela del mundo. Pero convendrá conmigo en que en los últimos años los sistemas se han ido volviendo cada vez menos seguros, más vulnerables.

—¿Por qué dice esto? ¿En qué sentido los ve más vulnerables? —le preguntó Bollard.

—Me refiero a que, comparándolos con los sistemas SCADA de primera generación, en los que cada fabricante utilizaba sus propios protocolos y estilos de software, los sistemas actuales se remiten cada vez más a soluciones estandar de las que podrían utilizarse para cualquier ordenador o página de Internet. Eso facilita su manejabilidad, pero aumenta drásticamente los riesgos de seguridad —explicó Manzano—. De todos modos, debo admitir que mis sospechas parten de una única estadística.

En la pantalla del ordenador apareció un mapa de Europa con muchos puntos azules.

—Éstas son, según me consta, las centrales nucleares afectadas actualmente. He realizado una sencilla comparación entre cada uno de los software y… los resultados son demoledores.

Presionó una tecla. La mayoría de los puntos se volvieron rojos.

—En todas estas centrales el sistema SCADA ha sido instalado por el mismo productor.

Dejó que sus palabras hicieran efecto.

—Evidentemente, y por seguridad, he seguido también el proceso inverso en mis investigaciones. El resto de centrales, las que no se han visto afectadas por el apagón, fueron instaladas por otra empresa. Dicho con otras palabras: la inmensa mayoría de las centrales nucleares que actualmente no están disponibles adquirió su software en la misma empresa: Talaefer.

Centro de mando

El italiano empezaba a resultar una carga.

Obviamente, habían contado con la posibilidad de que miles de investigadores e informantes en toda Europa acabasen descubriendo alguna pista tarde o temprano, pero la verdad es que esperaban que hubiese sido más bien algo después. Y una vez más, la culpa era del italiano. Primero los contadores en Italia y Suecia, y ahora esto. Había llegado el momento de tomar cartas en el asunto. Jugarían un poco con él. Evidentemente, tenían acceso a su ordenador, así que…

Escribió algo en su pantalla. Frente a él apareció una lista con varios nombres, entre los que se hallaba el de Manzano. A su derecha, la indicación «offline». De modo que no estaba conectado. Bien. En cuanto abriera su portátil y se conectara, recibiría una pequeña sorpresa. Casi le dio pena, el pobre. Casi le había cogido cariño. Igual que él había ofrecido resistencia a la policía, había esquivado sus porras en las manifestaciones, se había colado en lugares prohibidos, hackeando sin demasiados problemas los recovecos más interesantes de la red, y había cruzado límites y los había diluido sin más. Hasta que un día, como tantos otros, acabó tomando un camino, que ahora era distinto al de Manzano. Pues bien, ya que el italiano había decidido apartarse, quizá podrían lograr que volviera a él.

La Haya

—¿Y bien? ¿Qué opina?

Bollard miró la pantalla de su ordenador con el ceño fruncido. En la esquina superior derecha había una pantallita con la imagen del director de la Europol. Volvía a estar de viaje, en esta ocasión en Bruselas, donde tenía una reunión con los directivos de varias organizaciones de la Unión Europea.

—Me parece que tenemos que seguirle el rastro a esta pista —dijo el director—. Tenemos que investigar cualquier sospecha, y además cuanto antes, pues el tiempo nos juega en contra.

Bollard sintió que le quitaban un peso de encima. La colaboración de Manzano con la periodista americana le había sentado a cuerno quemado y, aunque en sentido estricto el italiano no hubiese roto su cláusula de silencio, él se había temido lo peor y había estado muy preocupado. Tenía ganas de quitarse de encima a ese pseudorrevolucionario.

—¿Qué le parecería —preguntó a Ruiz— que enviásemos a Manzano a Talaefer, de apoyo?

Y que los alemanes se las vean con él…

—¿No lo necesita en La Haya?

—Yo necesito aquí toda la ayuda posible, pero si su tesis tiene algo de cierto, será de más utilidad en Talaefer.

—Bien. Propóngaselo.

Por fin, pensó Bollard. ¡Ciao, Piero Manzano!

Ratingen

—¿Que quieren qué? —preguntó Wickley.

—Tener acceso al software —repitió el director de los servicios técnicos.

Acababa de mantener una conversación vía satélite con Bangalore.

—Hemos vuelto a tener contacto. Como sabe, sólo podemos hacerlo tres o cuatro veces al día.

—¿Y tocaba la ronda de peticiones?

Tras las ventanas del edificio de Talaefer S. A., el cielo estaba gris. El invierno se había instalado, triste y frío, en la ciudad. En los despachos, todo el mundo llevaba bufanda y chaqueta. Estaban ridículos, la verdad. Wickley soñó con ir a Bangalore.

—Los operadores muestran problemas en varias centrales nucleares y no logran explicárselos. Dicen que necesitan nuestro apoyo.

—Bueno, pues tendremos que hacer lo posible por brindárselo. ¿Qué les preocupa, exactamente?

—No están seguros. El problema es que nuestros técnicos suelen conectarse y colarse en el sistema vía online. Mientras no haya Internet no es un problema, pero…

—¿Les enviamos a alguien?

—¿Cómo? ¡Pero si a duras penas tenemos a nadie para cubrir el trabajo de aquí! No podemos permitirnos ese lujo. Además, ¿a dónde lo enviaríamos primero? ¿Y cómo?

Wickley se frotó las manos, se las acercó a la boca y sopló.

—Encuentre el modo de conseguirlo.

—En eso estamos, señor. Pero aquí sucede lo mismo que con el carburante. Siempre hay alguien que lo consigue antes porque es más importante.

Wickley notó en los oídos un extraño murmullo que poco a poco empezó a convertirse en un sonido atronador. Ya había tenido dos infecciones de oído, y una tercera era lo que menos necesitaba en ese momento. El ruido empezó a ser cada vez mayor, más intenso, hasta hacerse inaguantable.

—¿Qué es eso? —preguntó el técnico.

—¿Tú también lo oyes? —Wickley intentó dismular su alivio. No era el momento de mostrar debilidades.

Ahora el ruido lo llenaba todo. Una sombra oscureció la ventana del despacho. Wickley reconoció la silueta azul oscura y el sonido atronador de un helicóptero que se acercaba lentamente al aparcamiento, junto al edificio.

—¿Qué demonios…?

Corrieron hasta la ventana y vieron que el aparato se posaba entre los coches. Justo después bajaron de él cuatro hombres, cargados con pesadas bolsas que lanzaron al suelo. Dos de ellos corrieron agachados hacia la puerta. Los otros dos se quedaron de pie. A un lado del helicóptero, Wickley reconoció el distintivo.

—¿Policía?

—¿Y qué quieren? —exclamó el técnico, sin dar crédito a lo que veía.

Del interior del helicóptero lanzaron algunas cajas, que los dos tipos que se habían quedado ahí cerca se encargaron de recoger y poner junto a las bolsas, y para acabar saltaron del helicóptero otros dos pasajeros. Uno hizo una señal y el aparato se elevó, dio un giro y se marchó de allí. La acción no duró más de tres minutos.

Alguien llamó a su puerta.

Estaban sentados en una pequeña sala de reuniones. Wickely los había llevado allí porque quedaba junto al vestíbulo de la entrada. El presidente de la empresa miró a Hartlandt, después carraspeó y dijo:

—¿Y cómo debo entender esta intromisión? ¿Cuál es el titular?

Durante el ejercicio de su carrera en la Oficina de la Policía Criminal Federal, Hartlandt había aprendido a tratar con directivos de grandes empresas. No le gustaba nada la arrogancia de Wickley, pero estaba acostumbrado y supo mantener la calma.

—«Investigación por presunta pertenencia a organización terrorista», por ejemplo. No estoy sugiriendo que esté usted involucrado —dijo, entre el decoro y el sarcasmo—, pero es posible que alguien de su empresa sí lo esté, e imaginamos que tendrá usted todo el interés del mundo por descubrir si es cierto y, en caso de que así sea, saber de quién se trata, ¿verdad?

Wickley hizo un gesto de negación con las manos.

—¿Está diciendo que tengo un terrorista en mi empresa? ¿Cómo se atreve?

—Parece que su sistema de control y adquisición de datos no es tan seguro como usted cree…

—¿El sistema SCADA? —preguntó—. ¡Imposible! —dijo, indignado y rotundo.

Hartlandt había esperado aquella reacción, de modo que cogió las estadísticas que le había enviado la Europol, desplegó sus papeles frente al presidente de Talaefer y le explicó los hechos.

—Debe tratarse de un error —insistió Wickley, obstinado.

—Tanto si lo es como si no —le respondió Hartlandt—, nuestro deber consiste en informarnos e investigar, como usted comprenderá. Le ruego que nos prepare el listado de todos sus trabajadores, especialmente de los que han colaborado activamente en este proyecto. E informe a los altos cargos de que hoy mismo queremos reunirnos con todos ellos. Mis hombres son forenses informáticos de la Oficina Federal de Investigación Criminal; ayudarán a su gente a encontrar cualquier error posible.

—Eso no será tan fácil, me temo —admitió Wickley al fin.

Era obvio que no le gustaba nada tener que bajar la cabeza. Hartlandt no dijo nada y esperó a que el otro continuara con su explicación.

—Nuestros servicios de emergencia no habían previsto una situación como ésta y no estamos preparados. Muchos empleados no han podido venir a trabajar, ya sea por falta de gasolina o por la pésima situación del transporte público. Por lo demás, dado que no tenemos electricidad no podemos abrir nuestros ordenadores para revisar los datos.

Hartlandt hizo un esfuerzo para no echar en cara a Wickley la ironía de que una compañía de electricidad tan poderosa como Talaefer no tuviera ningún dispositivo de energía de emergencia, y se limitó a asentir.

—No se preocupe por eso, yo me encargo. En menos de veinticuatro horas les conseguiremos al menos una fuente de alimentación mínima. Usted preocúpese de convocar a sus empleados. Ah, también necesitaré tres salas de la empresa para instalar a mi equipo: una para mí, una para ellos y otra como almacén.

Berlín

Michelsen salió de la ducha y se secó con la toalla. Se peinó, se maquilló ligeramente y se vistió. Cuando salió del baño se cruzó con dos personas más que hacían cola para entrar. Las cuatro literas del sótano eran uno de los servicios de atención al cliente preferidos por los trabajadores del ministerio; uno de los pocos destinos de Berlín en los que podían seguir cuidando con relativa normalidad su higiene personal.

Michelsen cogió el ascensor en el tercer piso. Desde que se anunció el estado de emergencia, éste iba siempre cargado hasta los topes. Justo en ese momento sonó el teléfono; un colega levantó el auricular, se dio la vuelta y la llamó.

Al otro lado de la línea estaba Jürgen Hartlandt. Lo había conocido muy brevemente, por videoconferencia, el día que el gabinete de crisis decidió enviar un equipo de agentes especiales a Talaefer.

—Allí no tienen electricidad —le dijo el hombre de la BKA (la policía criminal federal) tras un breve saludo—. Necesitamos que nos mandéis algún generador.

Michelsen cerró los ojos unos segundos y suspiró.

—Me encargaré de ello. Llamaré inmediatamente.

Michelsen sabía que corría prisa… como todo últimamente. Se dirigió a su hombre de contacto en los servicios técnicos y le explicó el problema.

—Todo el mundo necesita generadores —se quejó él—, y carburante para que funcionen. En los últimos días los hemos repartido todos, o casi todos.

—Lo sé, lo sé… pero esto es importante.

—Claro, todo lo es. —El hombre se encogió de hombros—. Pero usted ya sabe cómo está todo.

En la pantalla del ordenador clicó sobre un mapa de Alemania. Infinidad de puntos de distintos colores, sobre todo en las ciudades y sus alrededores. Tras teclear un par de comandos, sólo quedaron iluminados los puntos azules.

—¡Alabados sean nuestros programas de geodatos! Al menos valió la pena el gasto enorme que supusieron, porque gracias a ellos podemos seguir organizados. Bien, aquí tiene todos los sistemas de energía de emergencia de los que disponemos. En la lista de la derecha, los que aún están disponibles.

—¿Qué lista? Aquí no hay nada.

—Exacto. El problema reside, pues, en decidir a quién debemos quitar los generadores que queremos instalar en Talaefer. Seguro que, sea quien sea, se mostrará encantado con la idea.

—Lo lamento mucho por ellos, pero esto es prioritario —dijo Michelsen—. Usted sabe mejor que nadie quién, dónde y cómo está siendo ayudado. Decida, pues, a quién le será menos duro renunciar a la corriente, y yo asumiré la responsabilidad.

El hombre dedicó unos minutos a estudiar otra lista, y al final le dijo:

—Tenemos aquí a un político local de Düsseldorf que se hizo con un generador de emergencia para su restaurante y su gimnasio, argumentando que de este modo aseguraba alimentos y salud para la población.

—Por lo visto nos vimos obligados a hacer la vista gorda en alguna ocasión… —dijo Michelsen, avergonzada.

—¿Obligados? —preguntó él, burlón.

—… pero quizá sea el momento de enderezar decisiones, ¿no le parece?

—Nada me haría más feliz.

Düsseldorf

Las escenas que vio lo transportaron a su primera infancia, aunque ni siquiera habría sabido decir si eran recuerdos vividos o extraídos de los medios. Hartlandt jamás había visto las calles alemanas tan vacías. Ya casi no quedaba gasolina, y sólo les estaba permitido repostar a quienes mostraran un justificante que los identificara como transportistas de alimentos básicos para la población. De hecho, no sólo se echaban de menos los vehículos, sino también la gente en la calle. Lo único que había en abundancia era basura: cientos de miles de bolsas ocupando todas las aceras. La ciudad tenía un aspecto fantasmagórico.

Observó la comitiva por el retrovisor. La grúa iba justo detrás de él, y, cerrando la comitiva, un microbús de la policía de Düsseldorf con seis agentes. Su misión era asegurar que durante aquellos días nadie compartiera libremente un generador de energía, más allá de si le pertenecía o no.

Ya no había semáforos a los que obedecer, ni policías que intentaran regular el tráfico. Ya al segundo día vieron que sus esfuerzos no tenían ningún sentido.

Entraron en la calle Fürstenwall. Ni siquiera se molestó en mirar los números de los pisos. Tenía que reconocer el generador a simple vista…

Efectivamente: vio la máquina de lejos. Dos metros de altura por más de dos metros de anchura hacían que ocupara casi toda la acera, y, además, de él salían un montón de cables que se adentraban en un piso. A la derecha, una gran pantalla en la fachada de la casa recomendaba la pizzería San Geminiano, y a la izquierda, desconectadas, las letras de neón en las que podía leerse el nombre de un gimnasio.

Aparcó de tal modo que el camión que llevaba detrás quedó justo enfrente del generador. Esperó a que todos hubieran bajado de sus respectivos vehículos: sus colegas de la unidad criminalista, los tres técnicos del camión y los hombres uniformados del microbús. Apestaba a carburante y basura.

Juntos entraron en la pizzería. Una camarera los saludó y se disponía a llevarlos hasta una mesa cuando Hartlandt le pidió que llamara al dueño. La joven desapareció por una puerta, tras la barra, y él cogió una de las cartas —una de ésas con las hojas plastificadas y la hojeó—. Era el típico restaurante italiano de barrio, sin demasiadas aspiraciones. Pizzas, pasta, tiramisú. Lo que no era tan típico eran los precios, escritos a mano sobre unas pegatinas que tapaban las cifras anteriores. Por lo visto, habían cambiado los ingredientes normales por otros bañados en oro.

—Buenos días, caballeros, ¿qué puedo hacer por ustedes?

Tras la barra apareció un hombretón de hombros anchos y cogote enorme, vestido con una camisa azul de cuello blanco, americana y corbata. Hartlandt era bastante alto, pero él le sacaba al menos una cabeza.

—¿Alfons Hehnel?

—Sí.

Hartlandt le mostró su documentación.

—Tenemos orden de desmontar los generadores de su local, y de recomendarle que lo cierre.

El hombre frunció el ceño, pero en seguida recuperó la compostura.

—No —dijo—, debe tratarse de un error. Me dieron el generador para poder abastecer a toda la gente de la zona.

—Puede ser, puede ser, pero ahora necesitan la máquina, y la necesitan urgentemente, en otro lugar. De modo que empezamos a desmontarla.

Se dio la vuelta e hizo una señal a los técnicos, que salieron inmediatamente de la sala. Hehnel corrió tras ellos.

—¡No! ¡No pueden hacer eso!

Hartlandt también salió del restaurante y, cerrando la comitiva, la policía. Ya fuera del local, los hombres del equipo técnico siguieron los cables que salían del generador e iban a parar a una puerta, que resultó ser una despensa tras la cocina. Se disponían a desconectar los primeros cables cuando Hehnel los detuvo, gritando:

—¡Basta ya! ¡No tienen ningún derecho a colarse en mi casa y dejarme sin electricidad!

—Desde luego que lo tenemos. Deje trabajar a nuestros hombres.

—¡Por encima de mi cadáver! —dijo el hombre, interponiéndose entre los técnicos y el generador.

En ese momento apareció una figura tras la puerta. Era el cocinero; un tipo aún más musculoso que su jefe.

—Llama a los demás —le dijo Hehnel—. Quieren llevarse nuestro generador.

—Señor Hehnel —le explicó Hartlandt—. Si se niega a ayudarnos cometerá un delito y nos veremos obligados a emprender acciones. Por favor, deje trabajar a mis hombres.

Hehnel cruzó los brazos, alzó la barbilla —un gesto que a Hartlandt le hizo pensar en Mussolini— y respondió:

—No tienen ni idea de quién soy.

—Nos consta que usted es delegado del CDU, pero me temo que esto no le servirá de nada. La orden de llevarnos su generador viene de más arriba. Directamente del estado de emergencia. Y aunque el canciller pertenezca al SPD, créame, esto no tiene absolutamente nada que ver con política. De modo que hágase a un lado, por favor.

De la cocina salió una docena de tipos musculosos y fornidos, la mayoría vestidos con ropa de deporte, y algunos —por qué no decirlo— muy sudados. El cocinero debió de ir a buscarlos al gimnasio de al lado.

—¿Qué se supone que significa esto? —preguntó Hartlandt.

Se dirigió a los recién llegados y les repitió su misión. Ellos lo escucharon sin abrir la boca, y luego miraron a Hehnel, a la espera de una reacción.

Hartlandt hizo una señal a los policías. Éstos se acercaron al dueño del restaurante —y del gimnasio— e intentaron apartarlo para acceder a los cables del generador, pero éste se negó a hacerse a un lado. Los policías lo empujaron con más ímpetu y él se resistió también con más fuerza, hasta que al final llegaron a las manos. Hehnel maldijo y pegó, pero no se movió ni un centímetro. Sus colegas se acercaron amenazadoramente.

La gente de Hartlandt era inferior en número y de complexión más débil, pero éste se preguntó cómo era posible que aquellos tipos estuvieran intentando intimidarlos de verdad. ¿Acaso no había entendido quiénes eran?

Dio un paso al frente y con voz fría y determinante gritó:

—¡Basta ya! Déjenos hacer nuestro trabajo.

Pero Hehnel no se movió de su sitio y lo miró por encima del hombro, arrogante. Sin previo aviso, Hartlandt le hizo una llave y lo redujo sin más. Antes de que Hehnel pudiera darse cuenta, ya estaba en el suelo, boca abajo, con un brazo a la espalda y la rodilla de Hartlandt en sus lumbares. Los hombres de Hehnel estaban a punto de tirársele encima cuando los policías sacaron sus pistolas como método disuasorio.

—Señores, les aconsejo que se marchen a sus casas antes de que los arrestemos —dijo Hartlandt, con dureza, mientras un policía le ponía las esposas a Hehnel.

Los policías acompañaron a los culturistas al exterior del local, mientras Hartlandt ayudaba a Hehnel a levantarse y se dirigía al comedor del restaurante.

—El local está cerrado —dijo, dirigiéndose a los soprendidos clientes—. Por favor, hagan el favor de marcharse.

Los comensales empezaron a levantarse para irse, cuando Hartlandt detuvo a un anciano y le preguntó:

—Dígame, ¿viene mucho usted por aquí?

El hombre lo miró cautelosamente y por fin respondió.

—Sí. ¿Por qué?

Hartlandt le enseñó la carta.

—¿Cuánto tiempo hace que los precios son tan elevados?

—Desde el apagón, hombre, ¿desde cuándo si no? —El tipo parecía indignado, aunque Hartlandt no pudo decidir si era por culpa de su pregunta o de los propios precios.

—Gracias —le dijo. Y luego, dirigiéndose a Hehnel, añadió—: Y estafador, además.

Lo empujó hacia la calle e hizo una señal a sus trabajadores para que empezaran a desconectar el generador. Los motores callaron. La pizzería San Geminiano quedó a oscuras.

Un cuarto de hora después, el generador estaba en la grúa, de camino a su nuevo destino.

La Haya

Una caravana de camiones cisterna y militares se abría paso por la pantalla del televisor. Manzano no pudo evitar pensar en las películas de acción de finales de los setenta.

—El accidente en la central francesa ha despertado la alarma en el resto de países de Europa —dijo el presentador del telediario—. El suministro de carburante, estrictamente controlado, deberá asegurar ante todo el abastecimiento de los sistemas de emergencia de las centrales nucleares.

Todos los que estaban presentes en la sala de reuniones de la Europol escucharon atentamente el reportaje.

—A excepción de la de Saint Laurent, cabe decir que prácticamente todas las plantas nucleares del continente y las islas británicas están estabilizadas. El Organismo Internacional de Energía Atómica ha advertido sobre doce pequeñísimos incidentes en otras tantas plantas nucleares —nada importante— y la única que parece estar sometida a un cierto riesgo es la checa Temelín. Las malas noticias, pues, se limitan a la central francesa averiada.

Hacía tiempo que la única cadena que seguía en activo era la CNN. El resto de emisoras nacionales y europeas había tenido que suspender sus programaciones. En la pantalla, una grabación granulada y borrosa de la instalación. Como si de un globo se tratara, uno de los edificios de la central nuclear empezó a hincharse hasta explotar en mil pedazos.

—En la central francesa se ha producido una segunda explosión, y varios de sus edificios se han visto gravemente deteriorados.

Personajes inquietantes con trajes protectores y antiradiactivos se acercaron a Saint Laurent y, como insectos enormes, empezaron a moverse por toda la planta y a llevarse de allí un montón de cajas.

—Una hora después, se calculó que la radiactividad se había multiplicado por treinta.

En la pantalla, otro hombre-insecto con un logo de Greenpeace en la solapa, mostraba un medidor a los espectadores.

—Las organizaciones de protección del medio ambiente han reconocido que las dosis de radiactividad liberadas hasta el momento podían resultar nocivas para la salud de todos aquellos que se hallaran a veinte kilómetros de la central.

Frente a sus ojos, varias brigadas de camiones militares cargados de unidades especiales y materiales teñidos del verde corporativo parecían empeñadas en mostrar una verdadera película de terror social.

—El gobierno francés ha empezado a evacuar a todos los ciudadanos que viven a menos de veinte kilómetros de distancia de la central.

Las siguientes imágenes que aparecían en pantalla se habían convertido ya en un clásico de los últimos días: pabellones, escuelas, salas de conferencias y demás espacios habilitados como centros de acogida.

Manzano vio que Bollard cogía el teléfono y marcaba un número. Con el auricular en la oreja, no apartó la vista de la televisión ni un segundo.

En ella podía verse ahora un aeropuerto. Unos aviones enormes parecían devorar a unos camiones de carga, como ballenas tragando placton. En las siguientes escenas varios soldados ayudaban a cargar cajas en los camiones y a indicarles qué maniobras debían hacer para entrar en los aviones.

—Estados Unidos, Rusia, Turquía, China, Japón y la India preparan el envío de las primeras ayudas.

Bollard colgó el teléfono. Manzano juraría que no había hablado con nadie.

—Tenemos que detener esta locura —dijo uno.

El resto enmudeció.

Ratingen

Hartlandt montó su campamento base en una de las salas de reuniones del vestíbulo de Talaefer S. A. Apartó las mesas hacia la pared, formando un ángulo recto en la esquina, y dispuso que todos los ordenadores de su gente se colocaran en una de las alas, mientras que la otra se dejaba libre para posibles reuniones. El generador de emergencia que habían colocado en la parte de atrás del edificio funcionaba perfectamente y daba la energía suficiente como para mantener encendidos todos los ordenadores, posibilitar la presencia de algún lavabo en la planta baja y mantener a punto el servidor. Los técnicos habían desacoplado los ascensores y el resto de plantas para no gastar más energía de la necesaria. El propio Wickley tuvo que salir de su despacho e improvisar uno en la planta baja. En ese mismo momento estaba reunido con algunos de sus expertos, intentando ponerlos al día sobre la situación de la empresa.

—El equipo directivo encargado del SCADA está compuesto por siete personas, de las cuales dos están hoy aquí; el plantel al completo asciende a unas ciento veinte personas. El señor Dienhof le dará más detalles.

El susodicho, un hombre alto y delgado de pelo canoso y densa barba, cogió un papel, le echó un vistazo y dijo:

—Tres de nuestros directivos están de vacaciones y no hemos conseguido ponernos en contacto con ellos. Otros dos viven en Düsseldorf y parece que han tenido que instalarse en alguno de los alojamientos de emergencia del Estado, aunque aún no hemos podido descubrir en cuáles. Quizá ustedes podrían ayudarnos con la búsqueda, pues tienen mejor acceso a este tipo de información… —dijo, dirigiéndose a Hartlandt.

—Me ocuparé de ello —le aseguró éste.

—Del resto del equipo, sólo hemos logrado ponernos en contacto y facilitar su venida al trabajo a diez personas; con las demás ni siquiera lo hemos intentado, bien porque no disponemos de suficientes vehículos con gasolina, bien porque no las hemos localizado.

Dejó el papel sobre la mesa.

—Si nos entrega una lista con los nombres y direcciones de todos sus trabajadores, intentaremos encontrarlos —dijo Hartlandt.

Dienhof asintió.

—Por lo que respecta a los sistemas SCADA, creemos que tendríamos que esperar a mañana para empezar con los análisis. Por el momento no podemos valorar cuánto tardaremos en estar listos. Cuanta más gente tengamos trabajando, mejor. Los sistemas se basan en algunos módulos básicos y generales, pero el patrón es ligeramente distinto para cada cliente. Sea como fuere, lo primero que hacemos es controlar los factores comunes, de modo que si nuestros sistemas tuvieran realmente algo que ver con todo este trágico desaguisado… deberíamos empezar buscando por ahí, porque la mayoría de las centrales nucleares comparten muchos de esos factores.

—Me parece bien —dijo Hartlandt—. Sigan así. Nosotros haremos cuanto esté en nuestra mano para encontrar al mayor número de trabajadores posibles.

Hartlandt comprobó el nombre que tenía en su lista con el que aparecía en el buzón de la puerta de aquella casa unifamiliar. Dimitri Polejev. Tocar el timbre no tenía ningún sentido, así que se puso a gritar aquel nombre. Al no obtener respuesta, abrió la puerta del garaje con una ganzúa.

En aquel preciso momento, cuatro de sus agentes y cinco policías regionales estaban haciendo exactamente lo mismo en otras tantas direcciones extraídas de las listas de trabajadores de Talaefer. Tras la reunión con Dienhof habían estado informándose y ahora tenían permiso para dedicarse a la misión. Los coches los consiguieron en un concesionario local, y a cada uno le tocó una ruta. Los ciento veinte trabajadores que tenían que encontrar vivían en un radio de setenta kilómetros. Toda la gente de Hartlandt y el resto de policías uniformados cargaron sus depósitos de gasolina en los centros de emergencia habilitados para ello y salieron a trabajar. Polejev era el número once de su lista.

Hartlandt golpeó la puerta con el puño y volvió a gritar el nombre que tenía en su lista. Por fin, un hombre abrió unos centímetros. Hartlandt vio que el seguro estaba corrido, pero era tan fino que se rompería sin ninguna duda en caso de que diera una patada contundente a la puerta. Se presentó y preguntó si Polejev se hallaba en casa.

—Yo soy Polejev —respondió el hombre, sin abrir.

—Bien, venimos a decirle que los necesitamos, a usted y a sus colegas, en el departamento de informática de Talaefer —le informó Hartlandt.

Polejev cerró la puerta, corrió el pestillo y lo invitó a pasar a un oscuro pasillo. En algún lugar se oía llorar a un niño.

—Mi coche no tiene gasolina —le respondió—, y caminar veinticinco kilómetros no tiene ningún sentido.

—Por eso mismo hemos montado un servicio de transporte —dijo Hartlandt—: un coche los recogerá cada mañana y los devolverá a casa por la tarde.

—¿Y cómo piensan hacerlo? —Polejev precedió al criminalista hasta el salón, no menos oscuro que el pasillo. Una mujer vestida con anorak y pantalones de esquí iba de un lado a otro de la habitación con un bebé en los brazos. En el sofá, otros dos niños pequeños bien abrigados, con sus chaquetas y sus gorros de lana. Llevaban también unas mantas sobre los hombros y estaban jugando a muñecas, en la medida en que sus torpes manitas enguantadas se lo permitían.

—¿Quiere que deje sola a mi mujer?

—Lo necesitamos. Su presencia es imprescindible. Quizá pueda ayudarnos a acabar con todas estas desgracias.

Le habló de los últimos descubrimientos sobre los sistemas SCADA y le preguntó:

—¿Qué le pasa al bebé?

—Que tiene hambre y frío, como todos.

—¿Y por qué no va a alguno de los centros de acogida que se han habilitado como alojamientos de emergencia? Allí hay calefacción, y tienen comida, lavabos y hasta duchas.

—Lavabos… —dijo la mujer de Polejev—. ¡Y duchas!

—¿Cómo se las arreglan ahora? —quiso saber Hartlandt.

Polejev le señaló el jardín. Ahí fuera. He cavado una fosa.

Hartlandt vio el agujero al fondo, junto al seto.

—Y éste es nuestro papel de vater, desde que se acabó el de verdad —dijo Polejev, señalando la librería.

—Muy ingenioso —admitió Hartlandt, y luego, dirigiéndose a la mujer, añadió—: Señora Polejev, necesitamos a su marido —y le explicó los motivos de su visita.

—Entonces no me queda más remedio que irme con los niños a uno de esos pabellones —suspiró.

—Sí, claro, y mientras tanto vendrá cualquiera y nos robará todo lo que tenemos —dijo Polejev, indignado.

—Tú podrías quedarte aquí si quisieras, ¿no?

—Además, ¿quién iba a querer robar nada? —dijo Hartlandt—. Ya casi nadie tiene gasolina, así que los ladrones lo tienen crudo para llegar hasta aquí. Y sus vecinos no harían algo así, estoy seguro.

—Cómo se nota que no conoce usted a nuestros vecinos —dijo Polejev moviendo la cabeza—. Está bien, reconozco que la mayoría es buena gente, pero no me cabe la menor duda de que dadas las circunstancias uno no actúa con normalidad.

—Pero es mejor perder algo material que arriesgarse a que sus hijos cojan una infección pulmonar, ¿no le parece?

—Creo que tiene razón —intervino la señora Polejev.

—¿Y dónde está el centro de acogida más cercano? —preguntó él, algo molesto.

—En Ratingen hay tres: en el colegio, la sala de conferencias y el pabellón deportivo. Seguro que en alguno de ellos les encontramos un sitio. Nosotros los custodiaremos hasta allí. Prepárense una maleta con lo imprescindible.

El bebé no pareció estar demasiado impresionado con toda aquella conversación y rompió a llorar. La mujer de Polejev se limitó a decir: «De acuerdo».

Polejev se encogió de hombros y miró a Hartlandt, angustiado.

—Está haciendo lo correcto —le dijo el criminalista—. Su familia estará mejor cuidada y usted será útil con su trabajo.

A continuación le informó de que saldrían a primera hora de la tarde y le preguntó por algunos de sus colegas:

—Nos consta que están de vacaciones —añadió—, pero no sabemos a dónde iban y por lo tanto no podemos dar con ellos. ¿Tiene usted alguna idea de dónde podrían estar?

Polejev se quedó un rato pensativo.

—Müller tenía pensado ir a Suiza a esquiar, diría yo, aunque no sé exactamente dónde. Dragenau mencionó algo de Bali, y Fazeli tenía ganas de quedarse en casa porque quería hacer obras, o algo así.

Hartlandt le dio las gracias. Dragenau era importante. Era uno de los directivos que no lograban localizar. Y la encargada del personal de Talaefer ya mencionó el viaje a Bali. Él era uno de los que habrían querido que no se fuera porque seguro que les habría echado una mano… Pero si realmente estaba en Bali poca ayuda iba a poder darles.

De nuevo en el coche, hizo una marca junto al nombre y la dirección de Polejev e introdujo su siguiente destino en el navegador.

El salón de actos se hallaba en un edificio moderno y funcional, ante cuya puerta había reunidos varios grupos de personas charlando entre sí o fumando. Allí donde solían venderse las entradas para las diversas funciones, o la gente se acumulaba a comprar palomitas y refrescos, o se despedía al acabar el concierto o la representación, allí había hoy un montón de gente abrigada de riguroso invierno, aunque en la calle hacía aún más frío que allí. Hartlandt echó un vistazo al salón desde las enormes puertas abiertas, y por unos segundos le pareció volver al año en que hizo el servicio militar y le tocó ayudar durante las inundaciones de 1997.

Sobre los distintos y antiguos carteles con los precios de las «Entradas», las «Bebidas» y el «Para picar» se habían colocado otros letreros en los que ponía «Ingresos», «Cruz Roja», «Voluntarios», «Entrega de material», o indicaciones para ir a otras salas en las que se hallaban los lavabos, las duchas, o la recogida de comida. En una pared larga había colgados infinidad de papelitos con notas, fotos y mensajes; una especie de panel de anuncios, pensó Hartlandt. La luz era muy parca, pues sólo estaba encendido uno de cada cuatro fluorescentes, seguramente para ahorrar electricidad.

Se dirigió al cartel de «Ingresos». Una mujer mayor y corpulenta lo saludó con desgana. Él se presentó y le entregó una lista con treinta y siete nombres.

—¿Podría decirme si alguna de estas personas está ahora aquí?

Sin abrir siquiera la boca, la mujer se dio la vuelta hacia un armario enorme que tenía detrás y abrió uno de sus muchos cajones. Se puso a revisar los registros y de vez en cuando cogía la lista de Hartlandt y apuntaba algo en ella.

El criminalista observó a la gente. No parecían nerviosos ni preocupados. Casi podría decirse que estaban ahí tan tranquilos, esperando que empezara un concierto o una representación. Las conversaciones se confundían y sobreponían forjando un murmullo de fondo que llenaba toda la sala. Vio a una mujer arrastrando una enorme bolsa de basura, y a un montón de niños corriendo de un lado a otro hasta desaparecer entre la gente a toda velocidad. Vio también a una docena de personas haciendo cola bajo el cartel de «Entrega de material», y a un hombre con dos niños al que acababan de darle una de aquellas típicas mantas que utilizaban en los campamentos de verano de la parroquia. Una enfermera de la cruz roja habló mucho rato con un niño al que acabó poniéndole una medicina en la mano y dejándolo ir.

—Once personas de su lista han pasado por aquí —dijo la corpulenta mujer a sus espaldas—. En la entrada del vestíbulo encontrará planos marcados sobre cuadrículas. Cada una de las letras y números que conforman los cuadrados dan cuenta del lugar que les ha adjudicado para dormir. Pero para utilizar nuestros espacios adaptados no es obligatorio pasar por recepción ni apuntarse o darse de alta o algo parecido, de modo que no puedo asegurarle que sigan estando aquí o que no haya nadie más.

Hartlandt le dio las gracias y se dirigió hacia el plano de la cuadrícula. Por el camino echó un vistazo a la lista. Por suerte, entre los nombres que le había apuntado la mujer, se hallaba el de uno de aquellos directivos cuyo paradero era desconocido hasta la fecha y que, según Dienhof, podía resultar vital para dar un empujón a las investigaciones.

La sala en sí tenía una cuadrícula marcada en el suelo y no era más que un espacio lleno de colchones puestos en filas y en columnas, con alguna que otra manta colgada y puesta a modo de separación. El suelo y el techo eran de madera, lo cual confería a la sala un ambiente amable y cálido, pero el aire era denso y olía a moho y a ropa húmeda, a sudor y a orina. La mayoría de la gente estaba sentada o estirada en sus camas. Algunos hablaban o leían o miraban al techo o dormían.

Hartlandt miró de nuevo su lista y se dirigió a su primer objetivo.

Bruselas

—¿Que han hecho qué? —gritó Nagy al teléfono.

Había puesto el altavoz, de manera que todo el mundo en la sala de control del CIMUE podía seguir la conversación.

—Han saqueado el almacén —dijo una voz en inglés al otro lado del teléfono. Era el enlace con el Ministerio del Interior eslovaco.

Todos los Estados disponían de unos almacenes más o menos grandes con equipamientos para emergencias, desde tiendas de campaña o lavabos móviles hasta teléfonos vía satélite, pasando por pequeños generadores de emergencia. La mayoría sólo tenían sentido en caso de darse una colaboración internacional… Y ahora resultaba que en uno de aquellos almacenes, el que se hallaba cerca de Zvolen, los responsables se habían encontrado con las cuatro paredes vacías.

—Debieron de entrar por la noche —dijo el inglés del altavoz—. En el ministerio aún no se explican cómo lo hicieron. Era el almacén más importante de toda Eslovaquia, y ahora, evidentemente, nos falta material para atender a los ciudadanos.

Junto a Angström, uno de sus colegas daneses susurró:

—Pues yo no me lo creo. Seguro que han sido ellos mismos quienes se han quedado con todo.

Nagy le dedicó una mirada asesina.

—Nosotros también contábamos con el apoyo de ese almacén —recordó a la voz—. Nos estamos quedando sin reservas. Lo único que podemos hacer ahora es pedir ayuda a la Unión Europea, pero todo dependerá de lo que suceda en los próximos días.

Angström reconoció la rabia y la desesperación en su voz. Sólo habían pasado cinco días y la solidaridad europea ya empezaba a hacerse añicos, pensó. Era como si hubiesen vuelto a la Edad Media.

Pensativa, volvió a su despacho.

Ratingen

En Talaefer quitaron todas las paredes divisorias de las salas de reuniones y convirtieron la planta baja en un único y meridiano espacio de trabajo. En una larguísima hilera de mesas colocaron ciento veinte ordenadores portátiles. Dos terceras partes de los puestos de trabajo estaban ya ocupados, en su mayoría por hombres. Muchos de ellos llevaban días sin afeitarse, y sin ducharse. Tendrían que hacer algo al respecto, y pronto, pensó Hartlandt.

Él mismo se sentó en uno de los extremos de la fila junto a Dienhof, Wickley y sus propios colaboradores.

—Hemos encontrado a ochenta y tres de los ciento diez —dijo—. Treinta están de vacaciones, y a diez no hemos logrado encontrarlos. Los directivos están todos menos Dragenau, Kowalski y Wallis. Según sus compañeros, Dragenau estaría en Bali, Kowalski en Kenia y Wallis esquiando en Suiza. No hemos podido ponernos en contacto con ninguno de ellos.

—Bueno, con todos estos trabajadores vamos más que servidos —dijo Dienhof—. Pero, aun así, tardaremos un poco en estar listos. Empezaremos investigando las bibliotecas estándar, es decir, los componentes de las distintas soluciones de software que afectan a las centrales nucleares porque se repiten en todos los sistemas. Tenemos que comprobar el código aislado de cada elemento; puede que se trate de millones de líneas de programa, y además están en continua renovación. De modo que habrá que investigar también los cambios de los últimos años, porque si es cierto que hay un saboteador entre nosotros, está claro que tanto la idea como su puesta en escena no se le pudo haber ccurrido de la noche a la mañana. Además, la investigación tiene que ser doble en todo momento.

—¿A qué se refiere? —preguntó Wickley.

—Pues que tiene que estar en manos de dos personas distintas.

—¿Y eso por qué?

—Por si el saboteador es justo la persona que investiga, ¿no le parece? ¿O acaso cree que la información que recibamos va a ser perfectamente objetiva? —dijo Hartlandt, sin tapujos—. En cualquier caso, y como usted bien sabe, cuatro ojos ven más que dos.

—Pues tiene razón. Aun así —intervino Dienhof— nuestro peor problema sigue siendo que no tenemos claro lo que buscamos. Nos hemos propuesto remover un pajar gigante y ni siquiera sabemos si hay una maldita aguja en su interior.

—Cierto —dijo Hartlandt.

—Cierto —repitió Wickley.

—Y como mínimo tardaremos dos o tres días en saberlo —calculó Dienhof.