La Haya
Shannon despertó de su pesadilla empapada en sudor. Tardó un rato en recordar dónde estaba. Se incorporó en la cama, respirando con dificultad. Estaba en un hotel en La Haya. Las paredes se teñían de azul y naranja, como en una discoteca. A su lado, alguien se removía inquieto en la cama. El italiano, claro. Shannon se preguntó cómo podía haberse metido tan tranquilamente en la cama de un desconocido… sin tener nada con él, al menos. Le observó la nuca y los hombros a la extraña luz de la habitación. Ni siquiera había intentado tocarla. Quizá no le interesaban las mujeres. O no le interesaba ella en particular. Tampoco tenía claro si él le gustaba o no. Era mucho mayor que ella… Shannon sacudió la cabeza para ahuyentar el recuerdo de su pesadilla y se preguntó de dónde vendría aquella luz tan extraña. Se levantó, fue hasta la ventana y corrió las cortinas.
Un poco más abajo, en la misma calle del hotel, había una casa ardiendo. Las llamas salían por las ventanas y se elevaban hasta el tejado. El cielo nocturno había quedado cubierto por una espesa humareda. Varios camiones de bomberos bloqueaban el acceso a la calle y dos escaleras enormes servían para lanzar agua a aquel infierno. Los bomberos trabajaban a toda velocidad, evacuando a los vecinos de los edificios colindantes. Gente en pijama, cubierta con mantas. Shannon cogió su cámara y empezó a grabar.
—Parece que alguien más ha querido hacer una hoguera en el comedor de su casa… —oyó decir a sus espaldas. Manzano se había levantado sin que ella se diera cuenta.
—Es fácil ver lo absurdo de ese gesto desde el calorcito de esta habitación —respondió ella—. Hoy empieza el cuarto día sin luz ni calefacción, y la gente empieza a estar desesperada.
Continuó grabando y enfocó de más cerca con el zoom. En una de las ventanas del piso de arriba, tras el humo, le pareció ver a alguien moviéndose.
—¡Dios mío!
Una figura apareció moviendo los brazos y aferrándose al marco de la ventana. Se subió al alféizar y se quedó con medio cuerpo fuera del edificio. Era una mujer con el pelo revuelto y el pijama cubierto de hollín. Detrás de ella, en la negrura de la ventana, apareció otra figura.
—Allí hay alguien —tartamudeó, sin apartar la cámara—. Perece un niño…
—Me cago en la… —empezó a decir Manzano, pero se reprimió.
Shannon mantuvo la cámara ahí quieta, enfocando la ventana, pero dirigió su mirada hacia la calle. Abajo reinaba el caos. Alargaron una de las escaleras y la dirigieron hacia la ventana. El humo salía ya por el tejado del edificio, y mientras tanto los bomberos desdoblaron la lona protectora bajo la ventana en la que había aparecido la mujer con el niño.
Entretanto, ésta había cogido al pequeño en brazos y se había sentado en el alféizar de la ventana, tan alejada del humo como le era posible.
—Con la escalera no podrán llegar —maldijo Manzano.
Por la ventana empezaron a salir llamas. La mujer apartó una de las manos para no quemarse, el niño hizo un movimiento inesperado y ambos perdieron el equilibrio.
Nanteuil
Annette Doreuil abrió los párpados y miró en la oscuridad. Su habitación olía diferente. Entonces recordó que no estaba en su habitación, sino en una de las habitaciones tipo bedandbreakfast que los Bollard habían montado en el interior de su finca. En invierno no tenían clientes; nadie más que ellos, los padres de su nuera.
Al principio pensó que no podía conciliar el sueño porque aquel no era su ambiente, pero en seguida desechó la idea: no era la primera vez que pasaba la noche en Nanteuil, y siempre había dormido tan a pierna suelta como en París. Es cierto que su marido y ella tardaron varios años en visitar a los padres de François, el estudiante de derecho que su hija había conocido hacía ya más de veinte años. Durante mucho tiempo, Annette Doreuil se negó a admitir sus prejuicios con respecto al novio de su hija, pero lo cierto es que no podía soportar que fuera hijo de granjeros. El chico tenía muy buenas maneras y una educación exquisita, no obstante, así que tras cinco años de relación acabaron conociendo a sus padres, que habían viajado a París para visitarlo. Y dos años después, con motivo de la boda, fueron ellos quienes viajaron a Nanteuil.
La granja de los Bollard resultó ser una imponente hacienda de varios siglos de antigüedad, y sus dueños, unas personas cultas e interesantes. Annette Doreuil enterró definitivamente sus prejuicios y desde aquel momento su marido y ella se acostumbraron a pasar al menos una semana al año (cuando no dos) en la maravillosa zona del Loira.
Aun así, aquella no era su casa, y la intolerable situación que había seguido al apagón, sumada a las misteriosas indicaciones de su yerno y la rápida huida de París habían provocado que aquella noche no lograra pegar ojo. Y también estaba lo de la noticia de ayer, claro. Bollard la había oído en la radio de su coche, el único aparato electrónico de la casa —o mejor dicho, del garaje— que aún funcionaba, y al que se acercaba cada dos horas aproximadamente, para ver si había alguna novedad. Poco antes de irse a dormir, el hombre se había acercado corriendo a su habitación y les había explicado las novedades.
A partir de aquel momento fue imposible conciliar el sueño, lógicamente. Bollard intentó localizar a su hijo mediante el antiguo teléfono de la granja, pero fue en vano. Los dos matrimonios pasaron varias horas debatiendo sobre las posibles consecuencias de aquella noticia, hasta que el cansancio acabó imponiéndose en todos ellos y decidieron retirarse a descansar. Y mientras su marido se quedaba plácidamente dormido, Annette Doreuil empezó a dar vueltas en la cama, envidiándolo por esa capacidad de descanso y por esos ronquidos suaves y relajados a los que ya se había acostumbrado y habían dejado de molestarla.
Pero entonces oyó otro sonido. Parecía una voz en la distancia. Aguzó el oído. El monótono canto de aquella voz, del que no podía entender ni una palabra, parecía estar acercándose. Entonces dejó de oírse unos segundos, y poco después volvió a romper el silencio, cada vez más cerca, aunque igual de indescifrable. ¿Qué hora sería? Palpó la mesita de noche hasta dar con su reloj de pulsera y se lo acercó a los ojos. Si la lucecita fluorescente de las agujas no la engañaba, eran poco más de las cuatro de la mañana.
En aquel momento entendió una palabra.
—Casas.
Más parloteo incomprensible. ¿A qué vendría todo aquello? ¿Qué sentido tenía que un coche con altavoces recorriera la zona para informar de algo a los ciudadanos, como si de un circo o una campaña política se tratara?
Aún entendió un par de palabras más, pero no logró darles ningún sentido. Se incorporó del todo y zarandeó a su marido.
—Bertrand, despierta, ¿oyes eso?
El hombre, tan abruptamente arrancado de su sueño, farfulló:
—¿Qué hay? ¿Qué pasa?
—¡Escucha! ¡Alguien está informándonos de algo con un altavoz en plena noche!
La cama crujió y ella imaginó a su marido incorporándose.
—Pero ¿qué dice? ¿Qué hora es?
—¡Shhh! Son casi las cuatro. ¿Entiendes lo que dice?
Su marido gruñó un poco y se frotó la cara.
Ambos se quedaron un rato en silencio, escuchando.
—No entiendo ni una palabra —dijo Bertrand Doreuil, al fin.
Annette lo oyó levantarse y luego reconoció el sonido de sus pasos dirigiéndose a la ventana, y la madera del marco crujiendo suavemente al abrirse.
—… y esperen a nuevo aviso… —estaba diciendo la voz. Luego hizo una pausa y continuó, mientras se alejaba—: Permanezcan en sus casas y mantengan las puertas y ventanas cerradas. —La voz seguía siendo bastante ininteligible, pero Annette consiguió descifrar lo que decía—: No estamos en peligro ni hay motivos para sentirnos intranquilos. Enciendan una radio y estén atentos a las novedades.
Su marido la miró.
—¿Acaban de decir…?
—Que cerremos la ventana.
—Pero ¿por qué?
—¡Ciérrala!
Bertrand hizo lo que le decía, y volvió a la cama.
—¿A qué venía todo esto?
Annette Doreuil se levantó y se puso la bata.
—Voy a preguntárselo a los Bollard.
Cogió la lamparita que siempre tenía en la mesita de noche y la encendió. Su marido la siguió por el pasillo, donde no tardaron en tropezar con el señor Bollard.
—¿Tú también lo has oído? —preguntó Annette.
—Que nos quedemos en casa y cerremos puertas y ventanas.
—Sí, pero… ¿por qué?
—Ni idea —dijo Bollard.
La Haya
Shannon se despertó con los párpados hinchados. La otra mitad de la cama estaba vacía. En el baño no se oía ruido. Se frotó la cara como si quisiera borrar la huella del cansancio y se acercó a la ventana. La casa del final de la calle era una ruina humeante. Cogió la cámara y revisó las imágenes que había grabado hacía apenas unas horas. Una pesadilla. La mujer y el niño sobre la lona que los bomberos no habían tenido tiempo de tensar. Los hombres uniformados arrodillados ante los cuerpos inertes…
Shannon apagó el aparato. Se preguntó si debía borrar aquella grabación.
Pasó mucho tiempo bajo la ducha. Después cogió su cámara y bajó a desayunar. En el restaurante no había demasiada gente, y aunque ella no tenía ningún apetito se obligó a comer un pan de miel y un café.
El Porsche la esperaba en el garaje del hotel. Subió al coche y, con mucho cuidado, se sumó a la circulación. Qué decadente, pensó. Habría preferido mil veces un coche pequeño y discreto. Desconocía cómo era el tráfico matinal de La Haya, pero seguro que aquel día iba a ser diferente, así que tampoco le habría servido de nada. Por el momento no era demasiado denso. La imagen de los dos cuerpos inertes no le había dejado pegar ojo, y ahora tampoco la dejaba en paz. Al menos nadie la achuchaba para ir más rápido y podía conducir despacio, observándolo todo con atención. En la calle, muchos peatones y ciclistas. En el asiento del copiloto, su cámara, una de sustitución y varias baterías de repuesto.
La mayoría de la gente parecía tener prisa. En el siguiente cruce entendió por qué. En la calle de la derecha pudo ver una cola enorme ante lo que, al acercarse algo más, pudo reconocer como un supermercado. Algunos afortunados estaban saliendo ya del edificio cargados con un montón de bolsas que custodiaban como si de un tesoro se tratara, obviamente temerosos de que alguno de los que hacía cola decidiera cambiar la espera por un hurto en toda regla.
Shannon se detuvo, bajó del coche y filmó. No intentó entrevistar a nadie. Estaban todos demasiado ocupados en llegar al supermercado o proteger sus compras. Shannon enfocó los rostros nerviosos, los labios tensos, las manos que empujaban a los de delante o se zafaban de los de detrás. Filmó a aquellos que tropezaban, a los ancianos o los más débiles, que acababan siendo apartados de la cola. Se detuvo en los carritos de la compra que lograban salir del súper y cuyos dueños tenían que inclinarse sobre ellos para impedir que los demás les arrebatasen alguna bolsa.
Ketchup, mostaza… sin apartar la vista de su pequeña pantalla, Shannon se preguntó por qué compraría la gente aquellas cosas, y concluyó que quizá no pudieran escoger lo que cogían, sino que se hacían con lo primero que les caía en las manos.
¿Pero qué les movía a hacerlo? ¿La codicia? ¿El miedo? ¿La irreflexión?
¿Habrían hecho lo mismo de no haber dado ella la noticia del atentado?
Subió al Porsche. Con el ronquido del motor se alejó de aquella terrible algarabía.
—Repasémoslo todo —dijo Bollard, de pie ante la enorme pantalla de la pared de su improvisada central de datos—. Empecemos con Italia, venga. Allí han estado comprobando la identidad de todos los inquilinos que durante los últimos años han pasado por los tres pisos en los que se manipularon los códigos de los contadores… —señaló una serie de imágenes de pisos y personas— con especial hincapié, por supuesto, en los ocupantes de los últimos meses. Ninguno de ellos les ha llamado especialmente la atención y ninguno tiene antecedentes, más allá de alguna que otra pequeña trampa fiscal que en Italia no se considera delito. Y de los supuestos trabajadores de la compañía eléctrica seguimos sin tener la menor pista.
Bollard mostró en pantalla la imagen de uno de esos modernos contadores italianos.
—Sea como fuere, ahora sabemos algo más de lo que sucedió en Italia: los técnicos de la empresa de electricidad italiana Enel han estado comprobando los protocolos de acceso directo del Firewall y han descubierto que hace ya casi dieciocho meses que se registran sospechosos intentos de acceder a los sistemas internos y a los bancos de datos de su empresa. Las direcciones IP de los piratas informáticos proceden de Ucrania, Malta y Sudáfrica, y parece que éste ha sido el modo de acceder a los datos de los contadores. Por otra parte, los routers se configuraron de tal modo que el código de error pudo extenderse a toda la red y provocar que el ataque afectara al mismo tiempo a muchos lugares distintos.
—Hay algo que no entiendo —dijo una compañera—. ¿Cómo consiguieron la información necesaria para acceder a la red interna de la compañía, descodificar los contadores y recodificarlos según su interés?
—Bueno, es evidente que se trataba de profesionales. Desde hace años, decenas de desconocidos se están introduciendo en las infraestructuras críticas de las redes. Algunos creen que son hackers; otros, que trabajan para el gobierno chino, ruso, iraní, o norcoreano. Para acceder a las redes informáticas internas de una empresa de electricidad hay varias opciones. Desde páginas web especialmente desarrolladas para colgar un gusano o un troyano a quienes las visiten, hasta un simple y aparentemente inocente pen drive, dejado sobre una mesa a la espera de que un trabajador lo coja y lo inserte en algún ordenador, pasando por refinados e-mail. El punto débil es siempre el factor humano, y de ahí que muchas empresas lleven años prohibiendo el uso de ese tipo de transportadores de datos o limitando la navegación por Internet a determinadas páginas web. Lamentablemente, la gente es como es y no siempre cumple con lo que se le ordena. Además, el hardware de estos sistemas tan delicados —al tiempo que sofisticados— debería estar aislados. El problema es que eso resulta casi imposible, y en la mayoría de los casos estos sistemas tienen que apoyarse irremediablemente en otros. Y aquí es donde los piratas informáticos logran acceder a sus datos internos. Y en el caso de los contadores el asunto es aún más fácil, porque se encuentran en cualquier casa y hasta se pueden comprar en eBay de segunda mano. Uno no tiene más que desmontarlo para obtener información.
»Además, en Internet cualquiera puede encontrar toneladas de escritos, manuales, historias, anécdotas y referencias sobre cualquier aparato del mundo, la mayoría de ellos publicados por las propias empresas creadoras. Con un poquito de paciencia y algo de curiosidad, debió de resultar muy fácil concluir cuán adecuados eran los contadores para introducir y vehicular un ataque de este tipo, ente otras cosas por su capacidad de propagación.
—Pero un aparato de este tipo no puede estar sujeto a semejante inseguridad. Estoy convencida de que sus usuarios tienen que pasar algún tipo de filtro, como una autentificación…
—Así es, efectivamente, pero parece que los piratas informáticos lograron infiltrarse en las redes internas y en los bancos de datos de Enel. O quizá encontraron lo que buscaban en Internet. Ya conocen el dicho: que en Internet se encuentra de todo… si se sabe dónde buscar. Y una vez conseguida la autentificación, el resto es coser y cantar. De ahí que pensemos que los filtros para proteger los datos de autentificación en Italia eran de muy poca calidad. Los atacantes se limitaron a imitar las fuentes de datos, pero introduciendo el código de error correspondiente.
—¿Y éste es el sistema con el que esperaban proteger a Europa durante los próximos años?
—Ya ve usted —se limitó a responder Bollard, y dicho aquello señaló otra fila de pantallas—. Y llegaríamos entonces a los suecos. En principio, los atacantes habrían seguido el mismo procedimiento: habrían tomado tres pisos distintos y los habrían convertido en focos de infección, pese a que, tras exhaustivas investigaciones, sus respectivos dueños habrían acabado considerándose inocentes de cualquier delito o conspiración. Así pues, lo más probable es que los códigos fueran manipulados por determinados individuos que se habrían hecho pasar por técnicos de la compañía y de los que no tenemos más que alguna vaga descripción.
Se movió hasta colocarse frente al plano de Europa, en el centro de la pared.
—Pero últimamente tenemos más problemas que el de los ataques a los sistemas informáticos: nos enfrentamos a algo más grande, que incluye inesperados incendios junto a las subestaciones eléctricas y torres de electricidad misteriosamente caídas. Y aún no hemos podido encontrar ningún patrón sistemático en ellos. De ahí que nos resulte tan difícil descubrir a los saboteadores.
Bollard concluyó su discurso, dio las gracias por la atención prestada y regresó a toda prisa a su despacho. Una vez allá comprobó en su ordenador si había noticias de Saint Laurent. Desde aquella mañana, el Organismo Internacional de Energía Atómica había subido al nivel tres de la escala INES el incidente en la central nuclear. A los ciudadanos que vivían a menos de veinte kilómetros de distancia de la central se les había instado a confinarse en sus casas. Por enésima vez marcó el número de sus padres, pero la línea seguía sin funcionar.
Shannon se vio obligada a pasarse a uno de los carriles que iban en contradirección para no atropellar a la multitud que se agolpaba ante el edificio. Al principio pensó que se trataría de otro supermercado, pero pronto se dio cuenta de que se trataba de una filial bancaria. Dos minutos después había bajado del coche y se movía entre la gente.
—Yo tengo setenta euros en la cartera —dijo un hombre de cara redonda a la cámara—. En circunstancias normales me duraría bastante, pero es que ahora tenemos que pagarlo todo en efectivo, y como no sabemos cuánto tiempo durará esto… Quería sacar todo el dinero que pudiera. ¿Y va y me encuentro con esto? —El hombre señaló a sus espaldas—. Si hoy ya no tienen dinero… ¡que alguien me explique cómo vamos a salir de este embrollo! Por si acaso, mañana estaré aquí a primera hora.
—¿Está diciendo que el banco se ha quedado sin dinero? —le preguntó Shannon—. ¿Lo he entendido bien?
—Dicen que es sólo por hoy, porque mucha gente ha pensado en lo mismo y se ha acercado a retirar grandes cantidades. Pero nos han asegurado que mañana volverán a tener dinero. En fin, sea como sea, hoy muchos hemos hecho el primo en esta cola tan larga, y todo para nada.
Shannon filmó a algunos hombres y mujeres que se agolpaban indignados ante las puertas del banco, aunque la mayoría ya había desistido y empezaba a retirarse. Con el zoom se acercó al cartel que había colgado en la puerta.
Gesloten vanwege een technische storing. Vanaf morgen kunt u weer geld opnemen. We vragen uw begrip voor het feit dat het maximale bedrag dat u per persoon kunt opnenmen EUR 250 is.
Closed due to technical disruption. You can get money as of tomorrow. We ask you kindly for your understanding that the máximum amount for withdrawal will be 250 € per person.
De modo que el banco había tenido que cerrar por cuestiones técnicas; no daría más dinero hasta el día siguiente, y, en cualquier caso, nunca más de doscientos cincuenta euros por persona. En el interior del banco pudo ver a los empleados, conversando en grupos acaloradamente. Dio varios golpes en el cristal hasta que uno de ellos se dio la vuelta y le dijo que no con la cabeza. Cuando ella le enseñó la cámara, el tipo le dio la espalda, sin más.
París
—Necesito resultados —dijo Blanchard, agotado—. El presidente, el ministro del Interior y toda la maldita plana mayor quieren nuestras cabezas en una bandeja de plata. Lo único que nos salva es que nadie les ofrece ninguna alternativa.
No sin incomodidad, recordó que hacía apenas unos días había sido él mismo quien los había amenazado a todos con hacer rodar cabezas… Y ahora era la suya la primera que estaba en juego. Desde hacía dos días todo el departamento de informática y dos decenas de forenses y expertos externos trabajaban las veinticuatro horas del día para buscar alguna solución a aquel horror. Y hacía unos minutos, Proctet lo había llamado por teléfono.
—Tenemos resultados —dijo el joven—, pero no son satisfactorios.
Blanchard cerró los ojos un segundo. Vio caer la cuchilla de la guillotina sobre su cabeza. Ya no había nada que hacer.
—Hemos localizado partes del software que lo infectó todo. Llevaba más de dieciocho meses instalado en el sistema. Ya no nos cabe ninguna duda de que el ataque ha sido premeditado y cuidadosamente estudiado. Ya no podemos fiarnos de ninguno de nuestros sistemas de seguridad, pues lo más probable es que todos estén contaminados.
—Bueno, pues volvamos al sistema antiguo.
—¿Al sistema antiguo, dice? —Proctet movió la cabeza en señal de negación—. Imposible. Un año y medio en la era digital es como un siglo y medio en la vida real. Un sistema de seguridad de más de dieciocho meses está irremediablemente anticuado.
—¿Y entonces?
—Tenemos que limpiar todos los ordenadores.
—¡Pero si hay centenares!
—Para empezar, bastará con limpiar varias decenas… —dijo Proctet— y esperar que sirva de algo y la cosa quede ahí…
Blanchard tuvo que hacer un esfuerzo para no perder la compostura y mirar al joven con los ojos demasiado abiertos.
—¿Cómo que la cosa quede ahí? ¿A qué se refiere? —preguntó, casi sin aliento.
—Los pocos servidores que aún funcionan —respondió Proctet— están intentando acceder a los ordenadores, en los que no se les ha perdido nada.
—¿Está sugiriendo…?
—¿… que los servidores también están infectados? Eso sugiero, sí.
—Pero esto es un desastre —murmuró Blanchard, bajando la voz para no gritar—. ¿Cuánto cree que tardarán en arreglar este desaguisado?
—Una semana —dijo Proctet, también en voz baja, aunque no hubo una sola persona en la sala que no oyera su respuesta—. Como mínimo.
—¡Imposible! —gritó Blanchard, incapaz de contenerse por más tiempo—. ¿No ha visto las noticias esta mañana? ¡La amenaza de una catástrofe nuclear se cierne sobre el centro de Francia! La central de Saint Laurent necesita la electricidad para poner en funcionamiento su sistema de refrigeración. ¡No quiero ni pensar en lo que pasaría si no recupera pronto la corriente!
La Haya
Aturdido, Bollard echó un vistazo a las novedades:
+ Los operadores advierten de un escape controlado de radioactividad +
(05:26 h) La Électricité de France, responsable de la central nuclear averiada de Saint Laurent, confirma que el exceso de presión en los reactores ha provocado el escape de una minúscula cantidad de vapor radioactivo en la zona. Los valores de radioactividad, efectivamente, se han visto incrementados levemente. Según nos informan, el exceso «corresponde al peso medio de un auxiliar de vuelo durante un vuelo transatlántico».
+ Las autoridades de seguridad nuclear: «Sin daños en la cubierta de los reactores» +
(06:01 h) Las autoridades francesas de seguridad atómica han explicado que los contenedores de los reactores del bloque 1 de Saint Laurent no se han visto afectados, y que el sistema de refrigeración del bloque 2 trabaja sin el menor problema.
+ El bloque 2 apoyará al bloque 1 +
(09:33 h) Según ha informado el operador de la central nuclear, uno de los tres sistemas de refrigeración del bloque del reactor intacto, el número dos, deberá adaptarse lo antes posible al bloque 1. Los expertos, no obstante, consideran que esta solución es tan poco probable como peligrosa.
+ Gobierno: «Otras centrales nucleares seguras» +
(10:47 h) El gobierno francés explica que desde el principio del apagón se han producido incidentes en otras tres centrales nucleares —Tricastin, al sur del país; Le Blayais, cerca de Burdeos, y Cattenom, en la frontera germano-alemana—, e insiste en el hecho de que ninguna de ellas ha supuesto en ningún caso un peligro para la población.
+ El OIEA confirma incidentes en toda Europa pero invita a la calma +
(11:12 h) El Organismo Internacional de Energía Atómica, en Viena, confirma incidentes en catorce centrales atómicas de diez países diferentes, aunque no especifica cuántos de ellos están directamente relacionados con el apagón. Todos están ubicados en el nivel 1 del INES y no suponen ninguna amenaza para los habitantes o para el medio ambiente, ni a corto ni a largo plazo.
+ El Banco Central Europeo brinda un impulso económico de doscientos mil millones de euros +
(12:14 h) El Banco Central Europeo mueve una ingente suma de dinero para apoyar los mercados europeos. Tras las pérdidas de dos dígitos del lunes y las terribles turbulencias del martes, el Banco Central Europeo ha vuelto a inyectar 200 mil millones de euros para mantener, en la medida de lo posible, una cierta estabilidad. Después de unas horas de actividad comercial, numerosas empresas europeas han puesto a la venta sus acciones. Las más afectadas han sido las relacionadas con los suministros energéticos, el sector farmacéutico y el mundo del motor. Sin apartar la vista de la pantalla, Bollard volvió a marcar el número de teléfono de sus padres y se acercó el auricular al oído. Una vez más, sólo pudo oír ese terrible e inmisericorde silencio.
—¡Madre mía! —exclamó Shannon cuando Manzano entró en la habitación.
Estaba sentada en el borde de la cama y tenía las dos cámaras frente a sí: una sobre la manta y la otra, unida al ordenador por un cable, sobre el regazo. Pero no parecía interesada en su portátil, sino en lo que aparecía en la televisión.
—¡Mira esto! —exclamó—. ¡Lo que nos faltaba!
En la pantalla, una presentadora de las noticias de la CNN.
—… y las bolsas asiáticas se han visto muy afectadas por las novedades de la tarde de ayer. El índice Nikkei ha vuelto a caer un once por ciento, y el Topix, más generalista, hasta un trece.
—¿Y qué esperabas? —le preguntó él—. Estaba claro que los precios iban a caer después de que dieras a conocer al mundo la noticia de los contadores.
No es que Manzano tuviese demasiada idea de los mercados financieros, pero no tenía ninguna duda de que la noticia de Shannon iba a afectar los mercados y a provocar nuevas caídas. Todo aquel que hubiese previsto el asunto iba a ganar mucho dinero…
—No, hombre, no me refiero a eso —dijo la joven—. Lee el banner.
En la cinta roja que cruzaba la parte inferior de la pantalla podía leerse: «Accidente en una central nuclear francesa. Fallo del sistema de refrigeración. Alerta por radioactividad. Programa especial en breve».
Manzano vio que Shannon empezaba a mordisquearse las uñas.
—… conectamos con nuestro corresponsal en Francia, James Turner. ¿James?
—¡Mierda, mierda, mierda! —gritó Shannon—. ¡Y yo no estoy allí!
—Por suerte.
El americano estaba frente a un campo, y a lo lejos podía intuirse —más que verse— una de las torres de la central nuclear.
—Me encuentro en el corazón de Francia, rodeado por los mundialmente conocidos castillos del Loira. Un paisaje idílico que desde esta mañana ha dejado de serlo para convertirse en el escenario de una pesadilla. Al romper el alba, los habitantes de la zona han recibido la orden de meterse en sus casas y cerrar puertas y ventanas. La versión oficial informa de un fallo en el sistema de refrigeración del reactor número 1 de la central de Saint Laurent, pero nadie sabe cuánto tiempo ha pasado desde que empezó el problema. Nosotros nos encontramos a unos cinco kilómetros de distancia, en la otra orilla del Loira, y desconocemos cuál es el estado actual de los reactores…
—Este imbécil lleva años ninguneándome, ¿y ahora sale en la tele con una noticia bomba?
—Recuerda que tú diste la primera noticia bomba ayer.
—No hay nada más obsoleto que una noticia de ayer.
—… podríamos estar hablando de terribles consecuencias para el medio ambiente…
—¿Cómo demonios logran establecer la conexión? —quiso saber Manzano.
—Con el coche satélite, seguramente. Debe encender el motor y conectar los aparatos a la batería para enviarlos directamente vía satélite. Indecentemente caro, sin duda, y más ahora que los satélites deben de haber cuadruplicado su precio.
—… según los informes de la agencia Reuters, los responsables de la central ya hace tiempo que están al corriente de la situación, y no se entiende que nadie haya sido informado hasta el momento.
—Tenían muchos problemas que solucionar —dijo Manzano—. Me juego lo que quieras a que será esto lo que arguyan.
—Aun así…
En el lugar de la torre, a espaldas del reportero, se oyó una explosión y se vio emerger una nube densa y amenazadora.
—¡Guau! ¿Qué ha sido eso? —Turner se dio la vuelta y vio la nube que se expandía en la distancia—. ¡Acaba de producirse una explosión! —gritó—. ¡En este mismo segundo! ¡Una explosión en la central nuclear!
—Yo de ti saldría corriendo de allí, amigo —murmuró Manzano.
—¡Una explosión! —repitió Turner una vez más.
—Por favor, ¿no se le ocurre nada más que decir? —soltó Shannon.
—¡Marchate! —decía Manzano, dirigiéndose al televisor.
Pero Turner volvió a dirigirse a la cámara. A su espalda, la nube seguía subiendo lentamente, amenazadoramente, aunque cada vez se volvía más transparente.
—¿Lo tienes? ¿Lo has grabado? ¡Joder! ¿Podemos volver a verlo? ¿Estudio?
Efectivamente, los compañeros de redacción habían empezado a pasar la escena de nuevo, esta vez a cámara lenta y con el zoom al máximo. Era impresionante. La torre desapareció de golpe y en su lugar apareció la nube.
—Mierda —murmuró Shannon.
—Qué, ¿todavía querrías estar allí? —le preguntó Manzano.
Detrás de Turner la nube empezó a disiparse y de pronto volvió a verse el contorno de la torre.
—¡Ahí está la torre! —gritó Turner—. Pero entonces… ¿qué es lo que ha explotado? —La pregunta era retórica, porque el cámara no podía contestarle—. Damas y caballeros, queridos espectadores…
A Manzano le ponía nervioso el parloteo de aquel hombre, aunque podía entender su nerviosismo. De hecho, él mismo se notaba los músculos tensos… Recordó los días que siguieron a la catástrofe de Fukushima en 2011, y la cantidad de horas que pasó navegando por Internet, como un adicto a las noticias, y por supuesto también los días 11, 12 y 13 de septiembre de 2001, en los que no se separó del ordenador ni de la tele ni un minuto, incapaz de reaccionar ante la cantidad y la intensidad de las imágenes que iban apareciendo sobre la tragedia.
—… intentaremos conectar con alguno de los responsables de todo esto y reestableceremos la conexión —dijo Turner.
El director devolvió la conexión al estudio central, en el que el rostro de la reportera reflejaba perfectamente el horror ante las imágenes que acababa de ver.
—Well, good luck, James —dijo, mientras movía nerviosamente los papeles que tenía delante—. Volveremos a estar con James Turner en cuanto nos traiga alguna novedad.
—Mierda… —repitió Shannon, en voz baja.
—Espero —dijo Manzano— que nuestro amigo francés, Bollard, no tenga amigos en esa zona.
Entre reunión y reunión, Bollard iba consultando las noticias, que cada vez eran peores.
+ Explosión en la central nuclear de Saint Laurent +
(13:09 h) Este mediodía se ha producido una explosión en la central nuclear del Loira francés. Se desconocen aún los motivos. Los expertos hablan de una explosión de agua en el edificio del reactor. No sabemos si se ha liberado material radiactivo o no.
+ Los operadores confirman heridos en la central de Saint Laurent +
(13:35 h) La Électricité de France ha mencionado a tres trabajadores que han resultado heridos tras la explosión, aunque se cree que no se han visto sometidos a radiación.
+ El reactor sigue intacto tras la explosión +
(14:10 h) Según los Organismos de Seguridad Nuclear, tras la explosión de la central francesa de Saint Laurent se ha constatado que tanto la cubierta como el interior del reactor continúan intactos. Lo más probable es que no se haya producido ninguna fuga de material radiactivo, pero, aun así, el gobierno insta a todos aquellos que vivan a menos de treinta kilómetros de distancia a que permanezcan encerrados en sus casas.
—¿Y entonces por qué tienen que estar encerrados? ¿Eh? ¿Por qué, si no ha habido ninguna fuga radiactiva? —gritó Bollard, dirigiéndose a la pantalla del ordenador.
Por enésima vez marcó el número de sus padres. Por enésima vez, en vano. Intentó contactar entonces con el Ministerio del Interior, con los servicios de seguridad atómica, con la policía… y aunque la mayoría no eran oficiales, no logró contactar con ninguno de ellos. O las líneas estaban saturadas, o definitivamente habían caído.
Centro de mando
+ Expertos en energía atómica de camino a Saint Laurent +
(14:18 h) El gobierno francés y el OIEA han enviado a un equipo de expertos a la central de Saint Laurent. Se espera que lleguen al atardecer y que ayuden a los trabajadores a controlar el reactor y hacer que todo vuelva a resultar seguro.
+ Operadores: «Riesgo mínimo de nuevos accidentes» +
(14:55 h) Un representante de la EDF afirma que no se esperan nuevos accidentes en la maltrecha central nuclear de Saint Laurent, pero no hace ninguna referencia a los daños registrados en su interior. Los expertos parecen coincidir en que lo sucedido fue una explosión de gas. Dos horas después del accidente se ha registrado un ligero aumento de la radiactividad en las cercanías de la central. Parece que no hay ningún riesgo para la población, pero no se retira la advertencia de que todos aquellos que vivan a menos de treinta kilómetros de la central sigan encerrados en sus casas.
Está bien. Tenían que admitirlo. No habían contado con eso. Saint Laurent confería a todo el asunto una nueva dimensión, y apelaba a su significado último. Europa no tenía que volverse inhabitable. Al contrario. Algunos dijeron que había llegado el momento de abortar la operación, antes de que todo fuera a peor. Él no estaba de acuerdo. Aunque Saint Laurent no fuera la única sorpresa… Era demasiado tarde para echarse atrás. Aunque anularan los códigos malignos y esperaran unos días a que los expertos recuperasen los sistemas… Era demasiado tarde para echarse atrás. Ya sabían que iba a haber víctimas, muchas víctimas, y todos habían estado de acuerdo en que ése era el precio a pagar. Todo cambio comporta sacrificios. Y cómo vais a hacerlo, preguntó a las voces más críticas. No podéis levantaros e iros. Eso implicaría renunciar a todos nuestros sueños y objetivos. Sueños por los que ya ha muerto gente. Mucha gente, incluso. Renunciar ahora implicaría volver a ser insignificantes. Volver a ceder a otros el comercio y su interpretación. Recuperar esa sociedad ávida de poder y esclava del dinero, del orden y la productividad, de la eficacia, el consumo, el entretenimiento y el Yo por encima de todo. Renunciar ahora significaría aceptar que lo que cuenta no son los hombres, sino el máximo rendimiento. Que los equipos, las personas, no son más que un factor de coste de gestión. Y el medioambiente, una fuente. Y la eficacia, una obligación. Que el orden es el santuario, y el Yo, el dios más digno de admiración. No, no podemos abortar la operación.
Ratingen
—Esto es un desastre —afirmó Wickley—. Un desastre absoluto y total. Ya podemos irnos olvidando de la explotación energética, las modernas redes eléctricas, los contadores inteligentes y todo lo demás, porque en los próximos años va a ser imposible recuperarlos.
La sala de reuniones del primer piso estaba algo menos llena que el día anterior. Cada mañana faltaban más trabajadores, también entre los puestos directivos, y hasta la agencia de publicidad había enviado sólo a dos representantes en lugar de cuatro: Hensbeck y su asistenta. Todos con abrigos o plumones.
A Wickley le habría gustado citarlos a primerísima hora, pero algunos tenían citas fuera de la empresa y a Hensbeck ni siquiera había podido localizarlo. Tendrían que volver a los mensajeros a caballo o a las palomas mensajeras, pensó.
Lueck no había podido localizar unas piezas de repuesto para montar un nuevo generador o reponer el carburante, y, dado que los teléfonos no funcionaban, ni siquiera había podido ponerse en contacto con sus interlocutores. De modo que se metió en el coche y tomó la autopista hacia Düsseldorf, aunque sin saber muy bien a quién debía dirigirse ni si lo dejarían entrar en donde quería. Ya sólo la búsqueda de direcciones fue una complicación, porque todas estaban guardadas en servidores, teléfonos móviles o portátiles cuyas baterías hacía tiempo que se habían agotado. Y hacía años que no tenían un listín telefónico en la empresa. Aún no había vuelto de su misión.
—A estas alturas, la mayoría de los operadores de redes europeos ya han recibido ataques fatales a sus sistemas informáticos —dijo Wickley—, y extraoficialmente les diré que algunos de ellos me han reconocido que necesitarán varios días, o incluso semanas, para poder repararlos.
—Pero por muy trágica que sea la situación —dijo Hensbeck—, podemos aprovecharla para hacer una lectura positiva, ¿no? Ahora sabemos que nuestro sistema actual no era fiable y que era necesario un cambio de paradigma.
—Admiro su pensamiento positivo, señor Hensbeck, pero me temo que la cosa no es tan sencilla. En estos momentos tenemos claro dónde se originó la tragedia: en los sistemas informáticos. Precisamente en la parte del sistema de producción y transmisión energética que se suponía que en los próximos años iba a jugar un papel definitivo en la eliminación de los contadores clásicos y la posterior implantación de los inteligentes. ¡El centro neurálgico de nuestro negocio! ¡El núcleo de nuestros proyectos más revolucionarios y visionarios! ¿Entiende lo que le digo? Queríamos construir una red de comunicaciones en torno a la red energética para ahorrar corriente. ¡Habíamos logrado aquello por lo que bancos, empresas de tarjetas de crédito y aseguradoras llevaban años luchando! Sólo que las consecuencias han sido mucho peores de lo que esperábamos, según puede verse ahí fuera. Hace un tiempo, desde Holanda impusieron un periodo de reflexión antes de introducir los contadores inteligentes. Se dijo que era por cuestiones de seguridad. Ahora, cuando pase todo este horror, revisarán cada proyecto de desarrollo que tenga algo que ver con la informática, y lo evaluarán, comprobarán y limitarán lo más posible, seguro.
—Pero nuestros productos han pasado varios controles de seguridad —dijo el director—, y eso habla a nuestro favor, ¿no?
—También los responsables de los bancos, las compañías de seguros y el resto de empresas afectadas repetían incansablemente que ellos habían pasado todo tipo de controles de seguridad, pero es obvio que no era cierto. Dígame, ¿puede usted garantizar que nuestros sistemas son completamente seguros?
—Ningún sistema es totalmente seguro —respondió el técnico, escondiendo el bulto—, pero puedo asegurarle que estamos muy por encima de la media industrial.
—Éste es el argumento de la industria atómica hasta la próxima gran metedura de pata, y de la industria financiera hasta el próximo Crack. Y es insuficiente. Para empezar quiero que revisemos atentamente todos los proyectos que tenemos en marcha, y cuando hayamos acabado, quiero que volvamos a empezar. Y luego otra vez, y otra.
—Pero para ello necesitamos electricidad —murmuró alguien, en un tono lo suficientemente alto como para que Wickley lo oyera.
—Además —continuó él, haciendo caso omiso de la observación—, después de todas estas novedades tendríamos que revisar fehacientemente nuestra estrategia de comunicación. Tras el ataque a los sistemas, el mundo de la energía pasará años obligado a enfrentarse al mismo tema una y otra vez: la seguridad. Ya podemos olvidarnos de los antiguos temas estrella —la protección del clima y el medio ambiente—. De hecho, Europa podrá darse por satisfecha si consigue emerger de sus cenizas. Ya me parece estar oyendo a los políticos: éstos se remitirán una vez más a lo que hacen los países desarrollados y los mercados emergentes. Intentarán recuperar lo antes posible los niveles de vida de sus votantes, aunque sólo sea relativamente, y para ello regresarán a la energía atómica, reconstruirán las fábricas de gas y de carbón y lo montarán todo apresuradamente y sin prestar atención al medio ambiente. Lo importante para ellos es recuperar los suministros.
—¿Y por qué no deberían aprovechar la oportunidad para acelerar aún más las renovables? —quiso saber Hensbeck.
Wickley se preguntó qué hacía un tipo como aquel ocupando uno de los grandes cargos de estrategias comunicativas de Talaefer. No parecía saber mucho sobre el tema…
—Porque tanto para las energías renovables como para la infinidad de pequeños productores descentralizados necesitan los contadores inteligentes, y resulta que éstos han volado por los aires, en sentido metafórico y literal. Recuerde que el ataque comenzó en Italia y Suecia, los dos únicos países cuyos contadores eran ya de última generación, y que para el 2020 estaba previsto que toda Europa hubiera seguido su ejemplo, tal como sugería Estados Unidos.
—¡Pero eso sería un festín para hackers, criminales, terroristas o incluso naciones enemigas! —dijo Hensbeck—. ¿Por qué querían instalar unos dispositivos tan inseguros? ¡Es una irresponsabilidad!
—Los italianos sólo querían acabar con el deporte nacional de la manipulación de los contadores de electricidad —dijo Wickley—. A principios de siglo la seguridad aún no era un tema principal.
—¿Cómo dice? Pero… por supuesto. De aquella época es también esa película de acción… —le interrumpió Hensbeck.
—Ya sé a cuál se refiere. Die Hard, ¿verdad? La cuarta parte. Una historia de lo más abstrusa…
—Pero el tema ya estaba ahí.
—Sí, sólo que entonces no nos enterábamos de nada. Por aquella época pensábamos que los peligros que nos acechaban no existían más que en la febril imaginación de ciertos profetas fatalistas. Hasta hace unos años no hemos sido del todo conscientes de la verdadera magnitud de los hechos que abordábamos y de la intensidad de sus consecuencias. Por supuesto, aquello tenía mucho que ver con el dinero, como todo. La seguridad siempre sale cara.
—Aunque, visto lo visto, desatenderla sale aún más caro.
—Usted ya tiene una edad… ¿Recuerda la época en la que Italia empezó un proceso de votaciones y toma de decisiones respecto a la enorme inversión que suponía el cambio a los contadores inteligentes? Fue un proceso demasiado largo y complejo como para querer cambiarlo luego. ¡Tardarían años! Y ya sabe usted lo que hoy en día significa un año para cualquiera de estos aparatos tecnológicos. En sentido estricto, los contadores inteligentes ya estaban anticuados cuando empezaron a montarlos, y en cualquier caso lo estarían, seguro, hoy en día. He aquí el principal problema de la tecnología actual, para el que no hemos dado aún con una solución.
—Bueno, para los de Apple esto no es un problema —apuntó Hensbeck—. De hecho, los consumidores de Apple se pelean por tener los nuevos productos y están dispuestos a gastarse cientos de euros por el último móvil, tableta, pantalla en 3D o lo-que-sea que la empresa lance al mercado, sin importarles que su producto pudiera durar aún varios años más.
Wickley entendió perfectamente el ejemplo. Él mismo había reflexionado sobre ello muchas veces… Pero a él no le pagaban para ser creativo e inventar ese tipo de productos o de conceptos comunicativos…
—Si encuentra usted el modo de que los consumidores acepten pagar cien euros cada dos años para modernizar su contador inteligente, le aseguro que se hará usted un hombre rico. Al fin y al cabo, no hay duda de que tenemos los mejores programas y servicios. Somos, por así decirlo, los Steve Jobs de la industria energética.
Hensbeck lo miró, pensativo.
—Pero los consumidores tienen que pagar por nuestras ofertas —observó.
—De algo tienen que vivir los hijos de los ingenieros que trabajan para nosotros, ¿no? —respondió Wickley.
Algo después, cuando los publicistas se hubieron marchado y en el exterior empezaba a oscurecer, Wickley preguntó al encargado del departamento técnico:
—¿Nos ha llegado alguna noticia de las centrales nucleares?
—Por ahora no, pero piense que los teléfonos no funcionan, ¿eh? Las líneas han caído tan rápido que no hemos podido evitarlo. Estamos intentanto montar una red en Bangalore.
Hacía ya seis años que los técnicos de la empresa, como la mayoría de expertos de todas las empresas, valoraban la posibilidad de montar una sede en aquella ciudad del sur de la India, que por diversos motivos se había convertido en el punto neurálgico de la industria mundial del software. De hecho, Wickley viajaba una o dos veces al año hasta aquel destino, donde en los últimos años habían sextuplicado el número de sus trabajadores y rondaban ya los ciento veinte.
—Pero la comunicación vía satélite es lenta y costosa, y la mayoría de los satélites están sobrecargados —continuó el técnico—. Esperamos poder hacer algo mañana, aunque, para serle sincero, yo no contaría con establecer demasiados contactos. Nuestros sistemas SCADA son seguros y la gente tiene otras preocupaciones.
A Wickley aún le parecía oír las palabras de von Balsorff: «Las centrales nucleares también están teniendo extrañas dificultades…», y por eso añadió:
—Deseo que me informen inmediatamente de cualquier novedad, ¿de acuerdo?
La Haya
Shannon acababa de montar sus vídeos y los estaba subiendo a Internet cuando Manzano entró en la habitación. La tele estaba encendida.
—¿Hay novedades? —preguntó el italiano, mientras se dejaba caer en la cama.
Abrió su portátil y se puso a mirar la tele mientras se cargaba.
—Mmm —respondió Shannon, despistada, mirando las extrañas etiquetas verdes que Manzano había pegado en la tapa de su ordenador.
Las últimas noticias de Saint Laurent no sonaban nada bien. Las imágenes, borrosas y obviamente grabadas a gran distancia, mostraban la torre de la central y el humo emergiendo junto a ella.
—Lo que vemos es el vapor de las torres de ventilación —estaba diciendo una presentadora—. Tras la explosión de este mediodía la situación sigue sin estar clara…
Manzano echó un vistazo a las noticias de Internet. En la mayoría de los casos se limitó a leer los titulares:
+ Cierran las bolsas europeas +
+ Se detiene la producción europea +
+ La aseguradora Münchener Rück S. A. baraja daños de hasta un bilión de euros +
+ Corrección: seis colaboradores de la central nuclear de Saint Laurent heridos; dos con síntomas de radiación +
+ La final del concurso mundial de hockey sobre patines que tenía que jugarse en Suecia a finales de febrero queda aplazada +
+ El gobierno alemán cifra el número de víctimas del apagón en 2000 +
+ Greenpeace: los valores radiactivos en torno a Saint Laurent se han incrementado significativamente +
+ Estados Unidos, Rusia, China y Turquía ofrecen ayuda a Europa +
+ Bochum recupera la electricidad en algunas zonas de la ciudad +
+ La Interpol saca a la luz los retratos robot de los sospechosos +
+ Los grandes mandatarios de la OTAN discuten el estado de la cuestión +
+ Los precios del carburante suben como la espuma tras el apagón +
+ Las autoridades tranquilizan: Saint Laurent no es Chernobil ni Fukushima +
—Eso mismo dijeron los japoneses los primeros días —murmuró Manzano—, hasta que admitieron que el reactor había estado descontrolado desde el primer momento.
Berlín
—Es un gesto para los ciudadanos —explicó el ministro del Interior.
—Uno que sólo verán cuatro gatos —dijo el representante del canciller.
Michelsen seguía la discusión sin dar crédito a lo que estaba oyendo. En la reunión de control se habían encallado en la cuestión de si sería apropiado que el canciller, acompañado por algún periodista, fuera a visitar un centro de emergencias y un hospital. Como si no tuvieran nada más importante que discutir. Michelsen echó un vistazo a su lista. Hacía tiempo que había dejado de apuntar cada detalle; le bastaba con alguna palabra clave para hacerse a la idea de cuál era la situación.
Agua
Accesible algunas horas al día en las zonas en las que hay electricidad. Prácticamente inaccesible en el resto. Pozos de emergencia activados. Distribución correcta. No disponemos de información de las diferentes zonas, pues no podemos ponernos en contacto con ellas. Conectada parcialmente la corriente de emergencia para las bombas de extracción y eliminación de aguas residuales. No se abusa de ella porque, entre otras cosas, se necesita para los hospitales.
Alimentos
Sólo queda comida para hamsters en los supermercados que aún están abiertos. Organizados puntos de venta y comedores sociales. Las dificultades en el transporte lo complican todo aún más. ¡Mejorar!
Sanidad: entrega de medicinas
Concentración en los principales hospitales y confusión en el reparto. Faltan medicamentos en las clínicas, centros de emergencias y farmacias. Asilos y centros de diálisis en situación dramática. ¡Forzar el reparto!
Alojamiento
Creados 187 alojamientos de emergencia. En proceso, otros 156.
Comunicaciones
Recuperada la energía de emergencia para el BOS-Funk de la transmisión entre el Estado, los Länder y los centros de ayuda. La comunicación con cada una de las unidades regionales es difícil o imposible. La información fluctúa y desciende. Establecimiento de una red estatal.
—Fin del debate —dijo el canciller, haciendo un brusco movimiento con la mano—. Visitaré un centro de emergencias y un hospital, y no se hable más. Organícenlo todo para mañana. Que me acompañen los máximos responsables de los centros, y que aparezcan también en la foto.
Y dicho aquello, pasaron al tema siguiente. Durante la media hora que vino a continuación, Michelsen dejó de escucharlos y concluyó su lista del día.
Orden público
Disturbios aislados, aumento de los hurtos y pequeños delitos (al menos, que se sepa). Información insuficiente. Las prisiones no nos advierten de ningún brote de violencia, y sin embargo nos consta que los presos de Kassel han intentado sublevarse. Fuhlsbüttel, Mannheim, Regensburg y la prisión para mujeres de Berlín, bajo control.
Pero la situación en las cárceles era cada vez más peligrosa, o al menos eso les había dicho el máximo coordinador de la seguridad en prisiones. Como en todas partes, en las cárceles faltaba cada vez más personal, y los trabajadores que quedaban estaban sometidos a una enorme presión física y psicológica. A los presos se les había prohibido pasear por el patio interior o al aire libre, se les había reducido la cantidad de comida y bebida y estaban sometidos a unas condiciones higiénicas catastróficas. La agresividad de los reclusos era cada vez mayor y empezaba a resultar realmente peligrosa para los presos más débiles y para los carceleros. Estos últimos ya sólo tenían tiempo para preocuparse por evitar motines o para reunir a los presos en celdas más grandes, a fin de optimizar el alcance del personal. Michelsen no quiso ni pensar en el esfuerzo logístico que eso suponía, ni en el riesgo que conllevaba ni en las condiciones en las que vivirían los presos, cada vez más hacinados.
Transportes
La mayor parte de las líneas ferroviarias están libres; los vehículos de carga, mayoritariamente controlados; la red de suministros y transporte, en vías de ampliación gracias a la colaboración de cada uno de los países.
Dinero / finanzas
¿Ruina bancaria?
Infraestructuras
Sin novedades, aunque nos faltan los informes de varias regiones.
Suministros
No se prevé el fin de esta locura. La zona del sur de Schleswig-Holstein, que hasta ahora tenía electricidad, se ha perdido. En las centrales nucleares han caído dos generadores diesel (Brokdorf y Grundremmingen C), pero funcionan los de reserva. Se les ha enviado más carburante; por ahora está de camino.
Internacional
Evacuación de la central nuclear de Saint Laurent. Temelín, crítica. Siete incendios en plantas industriales con escapes de contaminación. Ninguno cerca de la frontera.
Los canales de televisión seguían produciendo sus programas de noticias para los pocos afortunados que aún podían sintonizarlos. Michelsen y sus colegas del ministerio del Interior se contaban entre ellos. Las noticias de la tarde anterior habían corrido de boca en boca, y, entre las consecuencias, se había dado una de lo más previsible: los pocos supermercados a los que aún les quedaba género habían empezado a sufrir verdaderos asaltos en masa de ciudadanos desesperados.
Pero también se produjo alguna reacción con la que nadie había contado, como por ejemplo la que en aquel momento se estaba debatiendo en el canal ARD: una periodista rubia entrevistaba a su invitado en los siguientes términos:
—… se trata del doctor Cornelius Ydén, del Banco Central Alemán. Doctor Ydén, antes que nada muchas gracias por acompañarnos. Tal como están las cosas, sabemos que cualquier desplazamiento requiere un esfuerzo extraordinario…
—Gracias por invitarme.
—Díganos, doctor Ydén, ¿nos encontramos ante la ruina del sistema bancario?
Cornelius Ydén, un cincuentón de pelo gris y rasgos angulosos, respondió:
—No, esto no es más que un percance; horrible, pero aislado…
Las noticias de las que disponían Michelsen y sus colegas daban a entender algo muy distinto. Ya habían tenido que cerrar al menos doscientas sucursales bancarias en todo el país, y eso que sólo contaban con las cifras de las siete principales instituciones y cajas de ahorro.
—… el suministro de dinero en efectivo está asegurado en toda Alemania —aseguró Ydén—. Antes del apagón, en el país corrían más de diecisiete mil millones de euros, así que podemos estar tranquilos: aunque el apagón durase aún unos días más, la gente no necesitará todo el dinero suelto al que podría acceder. La mayoría de las tiendas están cerradas, y hay organismos que regalan agua y alimentos. El miedo a disponer de demasiado poco dinero es absolutamente infundado. De ahí que el Banco Central Alemán aconseje a los ciudadanos que no vayan a sacar dinero en efectivo, o que saquen justo lo que necesitan.
—Vamos a ver: por lo que usted dice, disponemos de diecisiete mil millones de euros para unos cuarenta millones de familias. Si el dinero se repartiese a partes iguales, supondría unos cuatrocientos veinticinco euros por familia. Pero algunos tienen mucho menos que eso. ¿No cree, pues, que la angustia de los ciudadanos y ciudadanas está más que justificada?
Por suerte, la mayoría de la gente no podrá ver ni oír esa entrevista, se dijo Michelsen. Ya habían empezado a organizarse los primeros mercados negros, en los que se vendía sobre todo agua, alimentos y medicamentos, y era obvio que, si las autoridades no aportaban un mínimo de calma y aseguraban un mínimo abastecimiento, los mercados proliferarían y no sólo acabarían con la confianza en el Estado, sino también con los ahorros de todos los ciudadanos. Pese a todo, Ydén tenía razón: había que mantener la calma.
—Todos tenemos miedos irracionales, y algunos de ellos, irónicamente, acaban convirtiéndose precisamente en los causantes de que se cumpla aquello que tememos. Ésta es en parte la esencia de aquello a lo que usted se ha referido como la «ruina del mercado». Un ciudadano ve que hay gente haciendo cola frente al banco y teme quedarse sin dinero, de modo que él también se pone a hacer cola. Luego viene otro y hace lo mismo, y luego otro y luego otro, y cada vez hay más gente y el miedo es cada vez mayor, hasta que al final el banco se queda, efectivamente, sin dinero. De ahí que hayamos adoptado la medida disuasoria de poner un límite a las extracciones. Me gustaría que todo el mundo entendiera que no hay nada que temer. Que es imposible que todos los bancos se queden en números rojos y dejen a sus clientes en la pobreza. Que las crisis bancarias no funcionan así.
Ojalá fuera tan sencillo como lo pinta, pensó Michelsen, al tiempo que rezaba para que la presentadora no empezara a rebatírselo todo. Porque no había ninguna duda de que los bancos podían tener verdaderas dificultades, desde luego a corto plazo, pero también a medio y a largo plazo, si se daba el caso, por ejemplo, de que las empresas no se vieran capaces de afrontar las consecuencias del apagón, y los bancos tuvieran que soportar créditos millonarios. Pero antes de llegar a aquello, se trataba de evitar la bancarrota en el sentido más clásico y tradicional.
—No nos preocupemos, pues, por el dinero —dijo la periodista, con expresión seria—. Muchas gracias, señor Ydén.
Lo que no había conseguido la crisis financiera… ¿iba a lograrlo ahora un apagón?
Bruselas
—Los equipos de ayuda se mantienen en la frontera —resumió Zoltán Nagy, el director húngaro del MIC, dirigiéndose al resto de la sala—. El Organismo Internacional de Energía Atómica se ocupa directamente de Saint Laurent y de Temelín: han enviado a varios expertos y han asegurado que nos mantendrán informados.
Llevaban treinta minutos comentando los últimos acontecimientos y novedades, que sin duda eran mucho peor de lo que Angström —o cualquiera en el CIMUE— había sospechado, y de lo único de lo que no había duda era del estado de los incidentes técnicos.
—España solicita información sobre la explosión en la planta química de Abracel, en Toledo. Parece que ha habido un escape de gas tóxico. Las autoridades no han calculado aún el número de víctimas, pero parece que estaríamos hablando de varias decenas de afectados graves y de varios miles de evacuados —algunos de ellos, incluso, de los espacios de acogida que habían montado para atender a las víctimas del apagón—. Estados Unidos y Rusia se han ofrecido a enviar equipos técnicos para ayudarles a tapar agujeros. También nos han llegado otras noticias de accidentes con escapes de gas y sustancias nocivas: en Sheffield (Inglaterra), Bergen (Noruega), Bern (Suiza) y Pleven (Bulgaria). Por suerte, parece que las víctimas no son demasiado numerosas; en la mayoría de los casos se trata de trabajadores de las fábricas, y quizá por ello ninguno de estos países ha solicitado aún la ayuda internacional. Sin embargo, deberíamos estar preparados para recibir una señal de socorro en cualquier momento, y, además, no podemos olvidar que la lista de la que disponemos sólo incluye los casos oficiales, y que es más que probable que se hayan dado muchos altercados más, de los que por el momento no tienen constancia ni siquiera los propios organismos nacionales. Las comunicaciones son muy inestables en toda Europa, y el tiempo no juega a nuestro favor. En fin, hasta aquí las últimas novedades. Volveremos a reunirnos en tres horas.
Nagy estaba a punto de levantarse, cuando hizo el gesto de recordar algo.
—¡Ah, por cierto! Antes de que me olvide, nos ha llegado una información sobre el transporte público de nuestra ciudad. Para asegurar los servicios mínimos han montado un servicio de lanzadera que ofrece seis líneas de autobuses en un radio de hasta cuarenta kilómetros del centro, y que por ahora salen dos veces al día y sirven exclusivamente a los trabajadores de los servicios de emergencias, bomberos, policías, ministerios, médicos y miembros de los departamentos de comisiones europeas, entre los que nos contamos. De modo que podremos coger el bus por la mañana y regresar también con él por la tarde. Sólo tendrán que llevar encima su carnet de la empresa, para identificarse. Si desean consultar los trayectos, los tienen ahí, en la pizarra.
Berlín
Hartlandt dio un respingo cuando alguien a sus espaldas dijo: «Despierta». Él miró a su alrededor, desconcertado. ¡Se había quedado dormido! Estaba tan agotado que durante unos brevísimos minutos había cerrado los ojos y clavado la barbilla en el pecho.
—Tengo noticias que te desvelarán de golpe —le dijo el colega que lo había sacado de los brazos de Morfeo—. Se trata de los bomberos: dicen que han apagado el fuego de las subestaciones eléctricas de Osterrönfeld, y… están seguros de que ha sido provocado.
—¡Mierda! —dijo Hartlandt, incapaz de reprimirse—. ¿Y cómo es que hasta ahora no sabíamos nada?
—Porque ahí fuera todo el mundo tiene mucho que hacer, y a nadie le sobra tiempo para ponerse a analizar las causas de nada.
Hartlandt se incorporó de golpe y se dirigió a la pared en la que estaba expuesto el enorme mapa de Alemania, en el que hasta ahora habían ido marcando con alfileres de diferentes colores los fallos y accidentes de los que iban teniendo constancia. El colorido era tal y había ya tantos alfileres que en varias zonas ni siquiera se veía ya el mapa.
—Entonces… ¿quizá no se trate de un accidente? —murmuró—. Desde que empezó el apagón hemos sido informados ya de ocho incendios en diferentes subestaciones eléctricas. Son los alfileres rosa, mira. Los primeros son los de Schleswig Holstein y la Baja Sajonia, es decir, los que quedan más al norte. A partir de ahí fue cayendo el resto, y todos creímos que se trataba de un cortocircuito en cadena…
Corrió hasta su despacho y buscó entre sus papeles.
—¡Aquí está! —dijo, enseñando un documento a sus colegas—. La lista de las subestaciones afectadas. Quiero que nuestra gente llame por radio a todas las estaciones de bomberos de las zonas. Que hagan el favor de investigar las causas, y que me digan exactamente a qué hora se produjo cada uno de los incendios. Y tú, por favor, contacta con todos los operadores de red e infórmate de si hay alguna subestación eléctrica afectada de la que no tuviéramos constancia hasta el momento.
La Haya
Manzano escuchaba las noticias, pero sin prestarles demasiada atención. Llevaba varias horas intentando evaluar los documentos de Bollard para los fabricantes de los sistemas de control de las centrales nucleares. Y cuanto más tiempo le dedicaba, más se intensificaba su sospecha.
—Quizá no deberíamos tener encendidos todos los aparatos a la vez —dijo, algo ausente—. Es obvio que el hotel no tendrá carburante de emergencia indefinidamente.
—Pero no viene de unos minutos. Ni siquiera de unos segundos —respondió Shannon, estirada en la cama, sin separar la vista ni un segundo del televisor.
—… en los círculos de los operadores europeos —estaba diciendo la presentadora justo en ese momento—, se ha filtrado la noticia de que la recuperación de los sistemas informáticos afectados por el apagón podrá alargarse aún hasta diez días más.
—Por el amor de Dios… —murmuró Shannon.
—Los organismos oficiales, no obstante, siguen sin confirmar ni negar nada, y las explicaciones brillan por su ausencia. De donde sí nos llegan novedades es de la descalabrada central nuclear de Saint Laurent, en Francia, donde se encuentra nuestro corresponsal James Turner.
—Mira qué cara tiene —dijo Shannon—. Espero que sus noticias no sean tan horribles como su aspecto.
Algo molesto por la interrupción, Manzano levantó la vista. En la pantalla del televisor, aquel tipo que tan poco le gustaba a Shannon miraba fijamente a la cámara. Iba muy abrigado y estaba iluminado por un foco; el viento se colaba en su capucha y rugía junto al micrófono.
—El Organismo Internacional de Energía Atómica ha considerado que la situación de la central de Saint Laurent corresponde prácticamente a un nivel cuatro en la escala INES —dijo el periodista, intentando hacerse oír sobre el rugido del viento—, con lo cual, las autoridades dejan de considerarlo un incidente para afrontarlo como un accidente, y admiten la posibilidad de que los ciudadanos de los alrededores hayan podido sufrir una leve exposición a la radiación nuclear. De todos modos, y como era de esperar, se han apresurado a afirmar que estaban hablando de niveles mínimos y en todo caso muy cercanos a los habituales. Lo más inquietante de este asunto es que el aumento de nivel en la escala sólo puede significar que se han producido daños en los reactores o en las cubiertas de protección. Por ahora no tenemos datos concretos, pero, de ser así, los trabajadores de la fábrica se habrían visto expuestos a elevados niveles de contaminación y tendrían consecuencias en su salud. El sistema de refrigeración del bloque 1 sigue siendo defectuoso, los motivos por los que no logran arreglarlo continúan resultando un misterio y el origen de todo esta tragedia es aún un misterio. Lo único que sabemos es que en la historia de la central se han producido hasta la fecha once accidentes de esta categoría, o incluso superiores.
—Blablabla —dijo Shanon—. ¡Como no tiene idea de lo que dice, no para de hablar!
—Las organizaciones de protección medioambiental, en cambio, aseguran haber encontrado masivas y elevadas trazas de radiación en un kilómetro a la redonda de la central. ¡Según sus investigaciones, las medidas alcanzan los 200 milisieverts por hora! Para que nos hagamos una idea, 0,01 por hora serían suficientes para provocar una evacuación de toda la población. Si sus cálculos son ciertos y realmente han alcanzado estos valores… Bueno, entonces la central es mucho más peligrosa de lo que nos han podido o querido asegurar hasta la fecha.
—Casi un nivel cuatro en la escala INES… —dijo Manzano, bajando la cabeza para mirar a su ordenador—. Me recuerda demasiado a Chernobil y Fukushima.
—De Chernobil no puedo decirte nada porque no la viví —le dijo Shannon—, pero con lo de Fukushima tienes razón. Sólo espero que lo de Saint Laurent pueda frenarse a tiempo. Mira esto —señaló el mapa que tenía en la pantalla de su ordenador—, imagina lo que pasaría si tuvieran que acordonar la zona a unos treinta kilómetros de distancia de la central. ¡Eso incluiría los castillos del Loira! Y si fuera como Chernobyl… ya podríamos ir despidéndonos de media Francia.
—… todo esto afecta también, y mucho, a la bolsa internacional —estaba diciendo entonces la presentadora del telenoticias—. Las europeas siguen cerradas. Pocas horas antes del cierre de los mercados, los americanos se enfrentaban a pérdidas de hasta el veinte por ciento. En el mercado de valores de Nueva York quedaron expuestos después de que el Dow Jones perdiera más del diez por ciento de su valor en poquísimo tiempo. En estos momentos se discute sobre la adecuación de cerrar los mercados antes de tiempo o de prohibir las transacciones de valores bursátiles de ciertas compañías. Las acciones que más están sufriendo son las de algunas empresas europeas, como Volkswagen, por ejemplo, que desde el inicio del apagón ha perdido en sólo dos jornadas bursátiles casi el setenta por ciento de su valor. Y lo mismo podría decirse de casi todas las empresas automovilísticas. Los bancos europeos y las compañías aseguradoras han perdido hasta el noventa por ciento de su valor en bolsa, y cada vez hay más voces —incluso desde las propias empresas— que apuestan por retirar provisionalmente la cotización de las acciones, puesto que con los valores actuales no serían más que víctimas indefensas de los actuales precios de los competidores.
—¿Quién va a querer comprar en esta situación? —preguntó Shannon.
—Yo desde luego que no —repondió Manzano.
—Pues por eso tienes que seguir trabajando —le respondió Shannon, irónicamente—. Yo tengo hambre.
—Yo también.
Ya seguiría luego con los análisis.
—Entonces bailemos y comamos sobre el volcán, al menos mientras nos dejen.
Zevenhuizen
François Bollard estuvo a punto de colisionar con un coche que estaba sorprendente parado en el camino que conducía a la granja. A la luz de los faros vio que todo el camino estaba lleno de vehículos aparcados. Muy lentamente se abrió paso hasta la puerta. En el interior de alguno de los coches vio gente muy abrigada y cubierta con mantas. ¿Qué estaban haciendo ahí? ¡Había coches hasta la mismísima puerta! Y también había gente de pie; gente que se dio la vuelta hacia él cuando lo vieron aparcar el coche y caminar hacia la puerta. Disimuló su sorpresa y siguió avanzando.
—¡No te dejarán entrar! —le gritó uno.
—A no ser que sean de los buenos —exclamó otro, sarcásticamente.
Algunos lo siguieron hasta la puerta. Bollard se dispuso a abrirla y alguien al otro lado le cogió la mano. Entonces, antes de que pudiera darse cuenta, lo estiraron hacia dentro y cerraron tras él a toda velocidad. Bollard oyó gritos de indignación al otro lado. Ante él, Jacub Haarleven. Parecía muy angustiado.
—No podemos acogerlos a todos —le explicó el pobre hombre, precediéndolo hacia la casa.
Cuando llegaron a la sala del desayuno, Bollard entendió a qué se refería. Habían apartado las mesas, y en el suelo había unas cuarenta personas estiradas en el suelo. El olor a humanidad era intenso y agobiante. Algunos roncaban; otros murmuraban en sueños.
—Ya les he dicho que no tenemos comida para todos —añadió Haarleven—, pero… ¿qué otra cosa podía hacer? La mayoría son niños, ancianos o enfermos, y no me he visto capaz de dejarlos fuera, congelándose. Hay otras dos habitaciones llenas de gente.
—¿Y qué me dice de los que se hacinan al otro lado de la puerta?
Haarleven se limitó a encogerse de hombros.
—Espero que mantengan la calma.
—¿Y qué hará mañana, cuando toda esta gente se despierte con hambre?
—Ya pensaré en ello mañana. Ahora sólo me veo capaz de improvisar. Aunque lo admito: como la electricidad tarde en volver, tendremos un problema, y grande.
Bollard miró a aquel hombre unos segundos, intentando decidir si era un buenazo o un insensato.
—Oiga, usted es de la Unión Europea, ¿no?
—La Europol —le corrigió Bollard.
—¿Y no puede hacer nada por toda esta gente?
—¿Qué pasa con las ayudas holandesas? Me consta que hay espacios de acogida habilitados.
—La gente dice que no son suficientes.
—Bueno, hoy ya no puedo hacer nada —dijo Bollard—. Mañana veré si hay algo que pueda hacer.
Algo que en ningún caso podría ser más que llamar al Estado y preguntar por qué hay tanta gente sin alojamiento, o como mucho contactar con la policía y pedirles que enviaran algunos hombres a proteger la granja de Haarleven y a sus inquilinos. Pero estaba bastante seguro de lo que le responderían en ambos casos.
Bollard subió las escaleras hasta la habitación en la que se hallaba su familia. No había acabado de abrir la puerta cuendo su mujer se le echó a los brazos.
—¿Tienes noticias de nuestros padres?
Llevaba toda la tarde temiendo aquella pregunta.
—Aún no, cariño. Pero seguro que están bien.
—¿Bien? —su voz escondía un histerismo mal contenido que a Bollard no le gustó nada—. ¿Están a veinte kilómetros de un accidente que ha sido calificado como «peor escenario posible» y tú dices que seguro que están bien?
—¿Dónde están los niños?
—Durmiendo. No me cambies de tema.
—No es el peor escenario posible. El gobierno ha dicho que…
—¿Y qué quieres que diga el maldito gobierno? —le gritó ella, con los ojos llorosos.
—Vas a despertar a los niños.
Marie empezó a sollozar.
—¡Tú los has enviado allí!
Bollard sintió una oleada de rabia y desesperación. Se acercó a Marie y la abrazó tan fuerte que ella apenas podía moverse. Al principio intentó zafarse del abrazo, pero pronto vio que no tenía nada que hacer y se quedó quieta, muy quieta, hasta que al final se rindió y rompió a llorar sobre su hombro.
Cuatro días, se dijo Bollard. Sólo llevamos cuatro días y ya tenemos los nervios a flor de piel… Cerró los ojos y, por primera vez desde que era niño, rezó.
Por favor, Dios, si de verdad existes, haz que nuestros padres estén bien…
La Haya
—Tenemos mucha suerte —dijo Shannon, mientras envolvía de espaguetis su tenedor—. Eso lo tengo claro desde que llegué aquí.
—Especialmente tú —le respondió Manzano, con una sonrisa—, que vas en Porsche de un lado a otro.
—Te aseguro que preferiría ir a pie pero poder dar la noticia de que todo ha vuelto a la normalidad. Por cierto, ¿cuándo podré darla? ¿Es que no avanzáis nada?
—Amiga mía —le respondió Manzano—, entiendo que te apetezca seguir con el notición que diste ayer, y más ahora que tu amigo de Francia está a todas horas en la televisión, pero te pido que ni lo intentes. Mi trabajo aquí es… bueno… Ya sabes.
—Secreto. Ya. Entendido.
—Cuéntame algo sobre ti, va.
—Lo importante ya lo sabes. Me crié en un pueblucho de mala muerte en Vermont, fui a la universidad en Nueva York y me propuse dar la vuelta al mundo pero me quedé en París.
—Bueno, no es un mal lugar para quedarse.
—Cierto.
—Bien, hasta aquí lo importante. Ahora cuéntame lo que no es importante. ¡Suele ser mucho más interesante!
—No, en mi caso no.
—Qué historia más floja, señorita periodista…
—¿La tuya es mejor?
—¿Cómo? ¿No te has informado?
Ahora fue Shannon la que sonrió.
—Pues claro que sí. Pero no he encontrado demasiado. Parece que tu vida ha sido de lo más rutinaria.
—Bueno, yo soy un poco como los chinos, que sólo desean una vida emocionante para sus enemigos. Aunque, por lo que parece, debo de tener algún enemigo por ahí escondido, porque últimamente ando un poco despistado…
—¿Y pudiste marcharte de Milán así, sin más? ¿No tienes mujer? ¿O hijos?
—Ni mujer ni hijos, no.
—¿Por qué?
—¿Importa?
—Perdona, es pura curiosidad. Deformación profesional. Además, de algo tenemos que hablar, ¿no?
—Bueno, no me ha surgido la ocasión.
—¡Oh! ¿Esperas a la mujer perfecta? ¡Pensaba que eso sólo lo hacíamos nosotras!
—¿Tú, por ejemplo?
Ella se rió. Tenía una risa magnífica.
—¿Y tus padres? ¿Están en Italia?
—Murieron.
—¡Oh, lo siento!
—Un accidente de coche. Hace ya doce años.
Recordó el día en que le dieron la noticia. El entumecimiento de sus sentimientos.
—¿Los echas de menos?
—No… ya no… —dijo, y se dio cuenta de que hacía mucho tiempo que no pensaba en ellos—. Quizá me habría gustado tener alguna conversación más. A veces las cosas se aplazan sin pensar en que quizá ya no puedan cumplirse… Aunque al final es posible que tampoco se cumplan, pese a todo. Quién sabe. ¿Y los tuyos?
—Se separaron cuando yo tenía nueve años. Yo me quedé con mi madre. Mi padre se mudó a Chicago y luego a Seattle. No lo he visto demasiado.
—¿Y desde que estás en Europa?
—Hablo con mi madre por Skype. Y a veces también con mi padre. Siempre me dicen que un día vendrán a verme, pero nunca lo hacen. Y eso que ninguno de los dos conoce París.
—¿Hermanos?
—Una hermanastra y un hermanastro, hijos del segundo matrimonio de mi padre. Apenas los conozco.
—De modo que eres hija única.
—Básicamente, sí. —Y dicho aquello puso una mueca y añadió, en tono teatral—: Testaruda. Egoísta. Desconsiderada.
—Eso dicen mis novias de mí.
—¿La de ahora también?
Manzano dejó la pregunta en el aire.
—¿Y qué dirá cuando sepas que compartes la cama conmigo? —le preguntó Shannon.
—No seré yo quien se lo diga.
No quiso decirle que estaba solo. No quiso hablarle de sus malas experiencias con Julia ni con Carla, y desde luego no quiso tener que justificarse. Sonja Angström también le vino a la mente.
—¿Y qué hay del hombre perfecto? —preguntó entonces, para cambiar de tema.
—Un día aparecerá —le contestó ella, después de dar un sorbo de vino.
Cuando lo miró por encima del vaso, sus ojos brillaban, divertidos.
«Queridos telespectadores: como principal emisora del país hemos tenido el privilegio de disponer hasta el momento de un buen número de generadores de energía de emergencia que nos han permitido tenerlos informados en todo momento y mantenerlos al tanto de los acontecimientos, pero a partir de esta misma noche el combustible se utilizará para otros fines más urgentes, como la atención a los hospitales, a los bomberos o a los servicios de emergencia, o como el aporte de corriente a algunos de los espacios de acogida en los que se calcula que han tenido que refugiarse ya más de ciento cincuenta millones de personas en toda Europa.
»Dado el estado crítico de la situación y la necesidad de abastecimiento energético, nos vemos obligados a reducir nuestros servicios a conexiones de cinco minutos a cada hora en punto entre las seis de la mañana y las doce de la noche. El resto de la programación queda interrumpida hasta próximo aviso. Les rogamos que nos entiendan y que disculpen las molestias. Buenas noches».
Ybbs-Persenbeug
Oberstätter anduvo por los pasillos vacíos de la central nuclear. Junto a él no había más que algunos técnicos, los mínimos necesarios para volver a poner en marcha aquella máquina… suponiendo que llegaran a descubrir cómo hacerlo, claro.
Oberstätter se preguntó qué iba a pasar a continuación. Cómo sucedería todo. Qué más iban a tener que soportar. Los daños eran ya tan espantosos… Los ganaderos de la zona habían perdido ya la mayor parte de sus rebaños, que habían muerto de frío o de hambre, o, en el caso de las vacas, retorcidas por el dolor al no poder ser ordeñadas. Su sufrimiento había podido oírse durante días en varios kilómetros a la redonda.
Y el padre de unos conocidos suyos había muerto de un ataque al corazón porque la ambulancia había llegado demasiado tarde.
Oberstätter sabía que muchos habían abandonado sus trabajos, sus obligaciones y hasta sus casas, y lo cierto es que ni siquiera se lo reprochaba. Desde que se había filtrado la noticia de que algunas zonas de Austria aún tenían electricidad, infinidad de personas se habían puesto en camino hacia allá sin pensárselo dos veces.
Él mismo —lo sabía bien—, vivía aquí en un pequeño paraíso, y, como el resto de sus colegas, se traía regularmente a su familia para que pudieran calentarse un poco y disfrutar de una relativa normalidad, aunque sólo fuera durante unas horas al día.
Oberstätter entró en la sala del generador que quedaba más al sur.
—¿Ya estáis? —preguntó por el walkie-talkie.
Cinco ingenieros observaban en tensión los mandos de las máquinas. Llevaban más de una hora observando atentamente cada tuerca y cada cable, para intentar dar con el problema, solucionarlo y recuperar el funcionamiento de la central. Por ahora los indicadores no habían señalado ningún error. Un botoncito más y los generadores volverían a producir electricidad.
—¡Y… vamos! —se oyó a sí mismo decir por el walkie-talkie.
Ante él, los gigantes rojos se pusieron en funcionamiento con un rugido.
—¡Funciona! —gritó Oberstätter al micro.
—¡Es cierto, funciona! —repitió uno de sus colegas.
Oberstätter se sintió de pronto aliviado y relajado. Se habían pasado cuatro días recibiendo señales de fallo o de falta de control en todas las fases de reactivación de la máquina.
—¡Mierda! —oyó decir por el walkie-talkie.
—¿Qué pasa?
—¡Se está sobrecargando!
—No, imposible, lo oiría.
—Pues para ser imposible… ¡está marcado en la pantalla del ordenador!
—No me lo creo.
—Que sí, que sí, que es demasiado peligroso. ¡Abortamos!
—¡Aquí no se para nada! —ordenó Oberstätter—. Si hay una emergencia, la máquina está codificada para desconectarse.
—Pero ¿y si no lo hace?
—Te digo que no hay por qué preocuparse: aquí todo parece normal —dijo Oberstätter.
—¡Pues yo te digo que los indicadores recomiendan desconectar! —se oyó gritar al otro lado del walkie-talkie—. ¡Tenemos que hacerlo! ¡No podemos arriesgarnos a perder el generador!
En aquel preciso momento, el sonido de las máquinas se volvió más débil y más grave… hasta que desapareció.
—Maldición —susurró Oberstätter, y se dirigió a toda prisa hacia la sala en la que se hallaban los comandos centrales—. No son los aparatos —explicó—: los generadores ronronean como gatos. Lo que no funciona está en el software de control.
—¿Te refieres al sistema SCADA? —le preguntó un informático, sin dar crédito a lo que oía—. Lo hemos comprobado una y mil veces.
—Piensa en el Stuxnet.
—Ése era un programa muy complicado… Además, ¿quién iba a tener interés en manipular nuestro software? Se me ocurren miles objetivos más interesantes…
—Aun así, revisad los códigos de entrada e identificación, hacedme el favor. Total, tampoco tenemos mucho más que hacer, ¿no te parece?
—El informático se inclinó sobre su ordenador, malhumorado. Sus cuatro colegas habían estado escuchando la conversación y ahora se dirigían a sus puestos. En primer lugar revisaron todos los códigos de entrada de los aparatos de medición.
—¿Los valores de medición están todos en zona verde, verdad?
—Sí.
Entonces los compararon con los códigos del software de control.
—¡Mira! ¿Lo ves? —exclamó Oberstätter—. Las entradas de los aparatos de medición se diferencian de las de control, o sea que tenemos dos sistemas distintos que muestran resultados diferentes para un mismo hecho. Y esto es precisamente lo que nos está pasando continuamente en los últimos días: ¿que descubrimos un fallo en el funcionamiento? Pues trabajamos sobre la parte de la maquinaria afectada, y entonces pensamos que hemos solucionado el problema, ¿no? Claro, pero resulta que entonces, inmediatamente, se dispara otro fallo debido precisamente a que el primero está solucionado. Pensadlo bien: es imposible que se hayan estropeado tantas piezas en tan poco tiempo, ¿no os parece? Créeme: la máquina funciona perfectamente; ¡es el software el que se ha vuelto loco!
—Admito que lo que dices tiene sentido, pero de ser así… tenemos otro problema.
—¿Cuál?
—Pues que un fallo como el que estás describiendo sólo puede hallarse en los códigos fuente del SCADA, y… resulta que son secretos.
—Pues habrá que hacer que dejen de serlo.
—¿Sólo por una sospecha? Nadie nos hará caso. Los códigos de error pueden deberse a cualquier otra cosa.
—¿Qué recomiendas, entonces?
El hombre se encogió de hombros.
—No tengo ni idea. ¿Por qué ha tenido que saltar el código justo ahora? ¿Y quién demonios ha podido introducirlo? Los proveedores del SCADA son empresas enormes con magníficos mecanismos de calidad y seguridad.
—Pues a mí me parece que la tesis no es tan descabellada —intervino entonces otro de los allí presentes, que hasta el momento se habían limitado a seguir la conversación—. Podríamos llamar a la central de Viena y ver qué dicen.