La Haya

Lo primero que Shannon notó fue un intenso dolor en la nuca, y luego cayó en la cuenta de que algo había cambiado. El motor del autobús había dejado de ronronear y el vehículo ya no se movía. Abrió los ojos. Se notaba los párpados hinchados. Fuera era negra noche. Oyó el trajín de los pasajeros que se levantaban, recogían sus equipajes y se dirigían hacia la salida. Lentamente estiró sus entumecidos músculos y miró por la ventana.

Pese a la oscuridad pudo distinguir un letrero: «La Haya».

Se frotó los ojos y miró su reloj. Eran casi las siete. Habían llegado con retraso. Cogió su plumón y deseó con toda el alma darse una buena ducha de agua caliente y tomarse un café humeante, aunque nada le hacía presagiar que pudiera satisfacer alguna de las dos cosas. La farolas estaban apagadas; los edificios, a oscuras y las calles, desiertas. Esperó a que bajara todo el mundo y salió última del autobús. En cuanto puso los pies en el suelo sintió una bofetada de aire helado en las mejillas. Se subió la capucha de la chaqueta y estiró sus guantes tanto como pudo.

Intentó orientarse. Según parecía, se hallaba en una estación. El edificio no era muy grande; le recordaba a la de alguna ciudad pequeña de Francia. Nunca había estado en La Haya. De hecho, la única ciudad que conocía en Holanda era Ámsterdam.

Se dirigió al edificio principal, el de las taquillas de información, en cuyo vestíbulo brillaba tenuemente alguna que otra lámpara de emergencia. Había varias personas de pie, moviéndose inconscientemente de un lado a otro o bien quietos, esperando su turno ante uno de los dos mostradores abiertos.

Cuando le tocó su turno, Shannon recurrió a su mejor inglés para preguntar:

—¿Habla usted inglés?

—Un poco.

—¿Es usted de aquí?

—Sí.

Entonces Shannon acercó al mostrador el papel en el que había apuntado la dirección de François Bollard.

—¿Sería tan amable de decirme dónde queda esto y cómo puedo llegar hasta allí?

El hombre que estaba tras la mampara leyó el papel y le dijo:

—Esto está a una media hora caminando. O eso, o coge un taxi… o… si es que lo encuentra, claro.

Shannon le pidió que le indicara el camino, al menos aproximadamente. Él le nombró varias calles, todas con nombres rarísimos para ella, y le mencionó algún cruce en el que no debía equivocarse de ningún modo. Hasta se los apuntó en el papel. Shannon le dio las gracias y se marchó. Ni siquiera intentó buscar un taxi: tenía que ser cuidadosa con el dinero. Su estómago protestó de hambre. En la mochila llevaba alguna barrita de chocolate. Cogió una y se la comió. Aquí las farolas también estaban apagadas. Tras las ventanas, en cambio, podían verse lucecitas débiles y titilantes: velas, se dijo. Apenas se cruzó con nadie que fuera a pie. Lo que sí había, en cambio, era coches.

Las indicaciones del hombre de la estación le resultaron muy útiles, y fue encontrando todas las calles que él le había mencionado. Mientras aligeraba el paso para entrar en calor, pensó en lo que le diría a François Bollard. De pronto, su viaje le parecía mucho más absurdo de lo que le había parecido ayer al subir al autobús, aunque al mismo tiempo sentía una fuerza especial que la empujaba a avanzar.

Apenas media hora después había llegado a su destino. Se detuvo frente a la casa y comparó la dirección real con la que tenía apuntada en el papel. El nombre de la puerta confirmó que estaba en el lugar adecuado. El yerno de sus vecinos vivía con su familia en una coqueta casa de obra vista de finales del siglo XIX. De hecho, todos los edificios de la calle eran del mismo estilo. Frente a los garajes, una inmensa mayoría de monovolúmenes y coches familiares.

Shannon se quedó mirando la casa durante unos minutos, a la espera de reconocer algún signo de vida en su interior, pero fue en vano. Por fin se decidió a dar unos golpecitos en la puerta, básicamente para evitar que el frío se colase por todas las costuras de su ropa. Esperó unos minutos y volvió a intentarlo, esta vez algo más fuerte. Como no había electricidad, ni siquiera intentó llamar al timbre. Una vez más… Acercó la oreja a la puerta para ver si oía algo en el interior de la casa, pero nada. Lo intentó una última vez. Esperó. Escuchó.

Al cabo de diez minutos se dio por rendida. Allí no había nadie. Notó que la vergüenza enrojecía sus mejillas. Ni siquiera se le había ocurrido pensar que aquello pudiera pasar. François Bollard no estaba en casa. Quizá al final sí hubiese ido con su familia a Francia, o se hubiese instalado en un hotel en el que hubiera electricidad… En aquel momento le sobrevino todo el cansancio de los últimos días, más aún, de los últimos años, y el frío, el hambre y la sed, y el deseo de una ducha. Empezó a tiritar. Los ojos se le anegaron en lágrimas y se sintió muy sola. Le temblaban los labios, hizo un esfuerzo por coger aire y respiró hondo para tranquilizarse. Por fin, sacó la notita de su bolsillo y le dio la vuelta para ver la dirección de la Europol.

Bruselas

Angström tenía la nariz tan fría que casi le dolía. Se subió el edredón hasta los ojos y esperó a que la nariz se le atemperase un poco. Sólo entonces se atrevió a sacar una mano de debajo del edredón y las mantas con las que había combatido el frío de la noche y movió el interruptor de la mesita de noche. Nada. Seguían sin luz. Volvió a meter el brazo a cubierto y reflexionó sobre las consecuencias de todo aquello.

Era consciente de que tenía una ventaja informativa elemental con respecto al resto de los europeos. Dado que las sospechas de Piero Manzano se habían confirmado, debía suponer que el apagón se alargaría más en el tiempo.

Manzano… ¿cómo estaría ahora? ¿Qué estaría haciendo?

Angström se preguntó si estaba preparada para una situación como aquella o no. ¿Qué podría necesitar para sobrevivir mejor y más tiempo? Agua, tal como constató ayer por la tarde. Alimentos. Dinero. Tenía que levantarse lo más rápido posible y ver si aún estaba a tiempo de encontrar un supermercado abierto y un banco.

Se arrastró fuera de la cama y fue al lavabo. Ayer aún pudo tirar de la cadena, pero hoy ya no quedaba agua en el depósito. Pese a todo, no pudo evitar sentarse a hacer sus necesidades y tirar después de la cadena con la esperanza de que funcionara una vez más, aunque fuera por error… Pero nada. Fue a la cocina, cogió una botella de agua embotellada, y la vació en el retrete.

Con un poquito de agua de una segunda botella se lavó lo mejor que pudo. El termómetro que tenía en la ventana marcaba cuatro grados. En el interior no podía estar a más de doce… Una ligera llovizna empezó a repiquetear contra el cristal. Angström se puso una camiseta limpia, una gruesa camisa de lana y un forro polar. Y leotardos bajo los tejanos. Y anorak, y gorro de lana, y guantes y botas.

Solía ir a trabajar en transporte público, porque no tenía coche, y sólo alquilaba uno cuando lo necesitaba. Pero hoy no podía hacer ni una cosa ni la otra, así que cogió la bici que tenía en el pasillo y salió del piso cerrando con llave tras de sí.

Una vez en la calle vio que no había ninguna luz. Intentó recordar dónde estaban los supermercados más cercanos y entonces subió a la bici y empezó a pedalear con fuerza para entrar en calor.

La Haya

Bollard apenas pudo dormir. Antes de las seis de la mañana ya se había levantado de la cama, se había vestido y había salido furtivamente de la granja. Y media hora después ya estaba sentado en su despacho de la Europol. No era el único. La mitad de la plantilla había pasado la noche allí.

Manis Christopoulos, un griego de treinta y tres años, lo saludó con un fajo de papeles impresos en la mano.

—Aquí están, al fin, las imágenes fantasma de Italia y Suecia —dijo—. Seis en total.

Se dirigieron a la pared más grande de la central de operaciones, donde estaban colgadas todas las impresiones y fotocopias de las investigaciones, y Christopoulos añadió tres imágenes en el complejo sueco y otras tres en el italiano. Todas ellas eran de hombres. Como siempre sucedía, los retratos extraídos del ordenador no tenían edad ni alma. Tenía algo que ver con la expresión de los ojos, pensó Bollard. O mejor dicho: con su inexpresión.

Cinco tenían el pelo oscuro, dos lo tenían ralo, uno llevaba bigote, dos llevaban barba. Uno tenía unos ojos impresionantes: ojos asiáticos.

—Según las declaraciones de los testigos, todos deben de tener entre veinte y cuarenta años —dijo Christopoulos—. Las alturas están indicadas aquí. Cuatro de los seis sospechosos fueron descritos como tipos del sur de Europa, o, peor aún, de Arabia, y de los otros dos se dijo que debían de ser de Sudamérica y Asia.

Christopoulos se encogió de hombros.

—Pero no son más que las observaciones de los testigos. Ah, en Suecia también vieron a un tipo rubio.

Ningún inquilino sueco o italiano sospecharía de un trabajador de Enel con acreditación, por muy inmigrante que pareciera, pensó Bollard. Y lo mismo sucedería en Francia.

—Por ahora los retratos están circulando por los proveedores de energía, aunque estamos seguros de que no los encontraremos. Las horas en las que los seis hicieron sus visitas no coinciden con ninguno de los horarios de servicio de los respectivos proveedores.

—¡Pues ya tenemos algo a lo que agarrarnos, al fin! Es decir, es posible que los chicos tuvieran algo que ver con todo este asunto.

—Sí. Ya los estamos comparando con nuestras bases de datos, y lo mismo están haciendo la Interpol y la CIA.

—¿Y ya está? ¿Eso es todo?

—Respecto de este asunto, me temo que sí. Por otra parte, tenemos algunos comunicados del Organismo Internacional de Energía Atómica, en Viena. Temelín, en la República Checa, sigue teniendo problemas con el sistema de refrigeración, aunque las autoridades sólo le atribuyen el nivel 0 en la escala internacional INES. Y lo mismo sucede con la central de Olkiluoto, en Finlandia, y Tricastin, en Francia.

Bollard recordó mentalmente el mapa de su país de origen y volvió a ponerse tenso, aunque la central que Christopoulos acababa de mencionarle quedaba al sur de Francia, a más de quinientos kilómetros de la región del Loira y de sus padres.

En los últimos años, y por mucho que intentó ocultarse —o quizá debido a ello— Tricastin había tenido muchos problemas técnicos y acaparado un gran número de titulares.

—De hecho, las noticias más inquietantes nos llegan de Francia —añadió Christopoulos, ajeno al decurso de los pensamientos de Bollard—: en Saint Laurent también tienen grandes problemas con el sistema de refrigeración.

A Bollard le pareció sentir que alguien le ponía un cinturón en el cuello y empezaba a apretarlo. La central de Saint Laurent-Nouan estaba a veinte kilómetros de la casa de sus padres.

—Aún no tenemos los informes definitivos. Se habla de un exceso de presión y de un aumento de la temperatura.

—¿Nivel INES?

—Aún no lo han estudiado.

—Discúlpeme —dijo Bollard.

Corrió hasta su despacho, abrió el ordenador y buscó en vano en Internet alguna noticia que pudiera tener que ver con el incidente. ¿Era posible que nadie hubiese informado aún a los ciudadanos? Echó un vistazo al reloj. Casi eran las ocho. Sus padres ya debían de estar despiertos…

Marcó el número, pero no había línea. Toqueteó la horquilla del aparato, nervioso, pero fue en vano. ¿Era posible que las instalaciones de la Europol estuviesen estropeadas? Para asegurarse marcó el número de un colega de Bruselas; estaba seguro de que estaría localizable.

—Buenos días, soy François Bollard. Disculpa, sólo estaba comprobando la línea…

—Descuida —respondió la voz al otro lado del teléfono—, yo también he tenido problemas hasta hace poco.

Volvió a marcar el número de sus padres, pero no oyó más que interferencias. En el directorio de su ordenador buscó el número de su persona de contacto en la oficina de seguridad nuclear francesa.

Autorité de surete nucléaire, bonjour? —preguntó una agradable voz femenina.

Bollard pidió que le pasaran con el interlocutor al que estaba buscando.

—Lo siento pero hoy no ha venido a trabajar.

—Pues páseme con su superior, por favor.

—Me temo que tampoco está. El apagón, ¿sabe? La mayoría está teniendo dificultades para venir a trabajar.

Bollard tuvo que morderse los labios para no gritar a la pobre telefonista.

Bueno, no había nada que hacer. Volvería a intentarlo un poco más adelante. Colgó el teléfono, y entonces recordó que tenía una cita.

Berlín

Las ocho menos cuarto, y el agente de policía Hartlandt estaba haciendo cola ante la filial de su banco que le quedaba más cerca de casa. Tenía delante a una docena de personas. Algunos intentaban en vano sacar dinero de los cajeros que quedaban junto a la puerta de entrada. Hartlandt pisó varias veces el suelo, con fuerza, y cruzó los brazos frente al pecho para protegerse del frío. Detrás de él, la cola se alargaba hasta la esquina de la calle. Algunos de los allí presentes conversaban con el resto, intercambiaban experiencias e impresiones y se quejaban de las autoridades. Hartlandt se preguntó si encontraría un supermercado abierto o alguna tienda de comestibles. A las ocho en punto, muy puntual, el banco abrió sus puertas y la cola empezó a moverse.

En el interior hacía un calorcito muy agradable.

—¿Cuánto? —le preguntó el empleado cuando él se acercó con su tarjeta.

—Diez mil —dijo Hartlad, en voz baja.

—¡Pero eso es casi todo lo que tiene! —dijo el otro, sorprendido.

—Sí —insistió él—. Los cajeros no funcionan.

—Los hemos apagado para que aquí dentro la electricidad durase más tiempo.

Hartlandt contó el dinero que le daban, lo dividió en dos grupos y se los metió en los bolsillos de la chaqueta. Cuando salió del banco, la cola era ya mucho mayor.

Si supieran… Y tras pensar aquello se preguntó por qué no lo sabían, en realidad.

La Haya

Manzano estaba medio estirado en el sofá de su habitación, trabajando en su portátil, cuando llamaron a su puerta.

Era Bollard.

—¿Ha dormido bien? —le preguntó.

—Y he desayunado estupendamente —contestó Manzano.

—Acompáñeme, vamos de compras —le propuso Bollard.

A Manzano le pareció que el francés estaba cambiado. Más tenso aún. Lógico, en el fondo.

—¿Han vuelto a abrir las tiendas?

—Para nosotros sí.

Bollard lo precedió por las calles vacías, y por el camino le mostró algunos monumentos y curiosidades turísticas.

Manzano le preguntó por qué había decidido trabajar en la Europol y venirse a La Haya.

—Por lo típico —dijo Bollard—. Una oferta interesante. Perspectivas laborales.

Pasaron junto a una tienda de moda. Bollard aparcó en una calle paralela a la principal.

—Entraremos por la puerta de atrás —dijo, y sacó luego una bolsa del maletero.

En la entrada para proveedores, una mujer de mediana edad intercambió unas palabras con Bollard y por fin los dejó entrar, no sin antes comprobar las credenciales del director de la Europol.

En el interior estaba todo tan oscuro que Manzano no podía ver nada. Bollard sacó dos linternas de su bolsillo y entregó una a Manzano. Con la otra empezó a iluminar las estanterías, mesas y colgadores con ropa.

—Escoja algo que le guste.

—Me siento como un delincuente —observó Manzano.

—Bueno, tampoco es que esto sea nuevo para usted… —le respondió Bollard.

Manzano no entendió del todo la observación, pero desde luego no le gustó el tono que utilizó el francés.

—… al menos como hacker —añadió Bollard.

Manzano no tenía ningunas ganas de seguir con aquel tema, pero Bollard no aflojó.

—Cuando hackea algo es como si rompiera la entrada y se colara en el negocio, o el hogar, de otros…

—Yo no rompo nada. Sólo aprovecho huecos de seguridad. Y nunca destrozo ni me llevo nada —dijo Manzano, al mismo tiempo enfadado y con la necesidad de justificarse…

Deseoso de acabar con aquella conversación, se alejó de Bollard e iluminó una mesa con camisas.

—¿Si se dejara la puerta de su casa abierta —siguió preguntando Bollard, terco como una mula—, le parecería bien que alguien entrara en su casa para darse una vuelta?

—Si ése alguien me advirtiera de que me he olvidado de cerrarla y no me robara ni estropeara nada… Le daría las gracias.

—¿Le han robado alguna vez? ¿Sabe lo que se siente cuando descubre que alguien ha estado en su casa, y que no tiene ni idea de cómo ha entrado? Uno se pregunta cómo entró, si volverá a hacerlo, si la próxima vez será peor… Créame, yo lo he vivido, y es una mierda de sentimiento. Aunque no hayan destrozado ni robado nada.

—¿Quiere que colaboremos o que nos peleemos, Bollard? —preguntó Manzano.

El italiano cogió un jersey, se lo puso sobre el pecho y dijo:

—Éste me parece bien.

En la pantalla, el policía holandés de la secreta vio cómo Manzano abandonaba la habitación del hotel junto a Bollard.

—Es mi turno —dijo a su compañero—. Ahora mismo vuelvo.

Salió de la sala en la que lo controlaban y bajó los dos pisos hasta la habitación de Manzano. Abrió la puerta con una copia de la llave, sin problemas, y entró. El portátil de Manzano estaba sobre la mesa. Sabía la contraseña porque la había visto desde la cámara de seguridad. Entró y le conectó un USB. Introdujo algunos comandos y aparecieron las pestañas de descarga. En menos de dos minutos ya había instalado en el ordenador el programa que quería, y tres minutos más tarde lo había escondido de tal modo y había borrado tan bien las huellas de su paso por aquel sistema que el italiano nunca podría saberlo. Apagó el ordenador y lo dejó exactamente como lo había encontrado. Fue hacia la puerta, se dio la vuelta para comprobar que todo estuviera en orden, apagó la luz y se marchó de la habitación tan rápida y sigilosamente como había llegado.

Bruselas

Lo primero con lo que Angström se encontró en su paseo en bicicleta fue un banco. Después, con quinientos euros en el bolsillo, siguió pedaleando hasta dar con un supermercado cuya entrada le hizo pensar en una colmena de abejas, por la cantidad de gente que entraba y salía de él. A la luz de las velas y las lamparitas a pilas, los clientes se agolpaban en los pasillos como si fuera un sábado antes de Navidad. Y las colas ante las cajas eran interminables.

Angström se hizo con uno de los últimos carritos de la compra y fue directa a la zona de las bebidas, donde cogió cuatro paquetes de agua, con seis botellas de litro cada uno. Ya no quedaban muchas más… Los clientes se empujaban al caminar, los carritos chocaban entre sí. Al llegar a la zona de congelados prefirió dar la vuelta: la gente se peleaba por la comida, cuyos precios habían bajado radicalmente para poder vender los alimentos antes de que se estropearan. Angström llenó el resto de su carrito con conservas de todo tipo, lo cual supuso una verdadera odisea que requirió de toda su fuerza y agilidad: tuvo que empujar, esquivar y sortear.

La cola hasta las cajas medía ya unos treinta metros.

—¡Cálmense! —dijo una voz desesperada—. ¡Tómenselo con calma, por favor! ¡Hacemos lo que podemos! ¡Si no respetan la fila llamaremos a seguridad y tendremos que cerrar el súper!

—¡Vaya tugurio! —gritó un hombre gordo y despeinado—. ¡No quiero pasarme el día aquí encerrado, esperando a que las cajeras aprendan a calcular mentalmente!

—¡Calma, señores, calma! ¡Los atenderemos a todos! ¡Hacemos lo que podemos!

—¡Pues no se nota!

—¡Llevamos un montón de rato sin avanzar!

Angström se puso a la cola. Tenía delante unas sesenta personas. Algunas esperaban pacientemente. Otras vociferaban y se removían en sus puestos.

—¿Qué sucede? —preguntó una mujer al hombre que tenía delante—. ¿Por qué vamos tan lentos?

—Las cajas no funcionan y los lectores de códigos tampoco —le respondió éste—. Las cajeras tienen que calcular los precios mentalmente, lo cual es un problema porque la mayoría no parece ser muy buena en matemáticas, pero es que, además, en la mayoría de los casos ni siquiera saben cuánto vale cada producto y tienen que estar comprobándolos uno por uno. ¡Esto puede durar horas!

En la cola de al lado Angström vio que un hombre se metía algunos paquetes en los bolsillos de la chaqueta, dejaba el carrito a un lado y se abría paso entre la gente.

—¡Déjenme pasar! ¡No llevo nada!

Angström dudó unos segundos y al fin gritó:

—¡Eh! ¡Oiga! ¿Está usted seguro?

El tipo se dio la vuelta, molesto, y buscó con la mirada a la persona que le había gritado.

—¡Sí, usted! —repitió Angström.

—¿De qué se supone que tengo que estar seguro?

—De que no lleva nada. ¿Qué tal si se mira los bolsillos?

Varias personas lo estaban mirando. El hombre se palpó los bolsillos, impaciente, y volvió hasta donde estaba su carro.

—¡Bruja! —le dijo a Ángstrom, al pasar junto a ella—. ¿Qué más te daba a ti? ¡Era uno menos en la cola!

Sin llamar la atención vació el contenido de sus bolsillos en el carrito y se quedó esperando, mientras la miraba con todo el odio del mundo concentrado en sus ojos.

—¡Mamá, quiero irme a casa! —se quejó una pequeña detrás de ella. Iba de la mano de un niño algo mayor.

—Sólo un poquito más, cielo —dijo la madre.

—¡Es que tengo que ir al lavabo!

Cómo no.

—Aguanta, cariño, por favor.

—¡Es que no puedo! —lloriqueó la pequeña.

—¡Vamos! ¡Ya eres lo suficientemente mayor como para aguantarte!

—¡Nooo!

—Janina, por favor. Mira, cuando lleguemos a la caja te dejaré comprar unas chuches, ¿vale?

—¡Pues para mí también! —intervino el niño, celoso.

—Claro, para ti también.

—¡Pero él no tiene que ir al lavabo!

—¡Que sí! ¡Que yo también tengo pipí!

Angström cerró los ojos y se planteó la posibilidad de dejarlo todo ahí tirado y volverse a casa. Entonces cayó en la cuenta de que no podría llevarlo todo con la bici. ¡Había comprado demasiado! Tendría que empujar el carrito hasta casa. ¿Y qué haría entonces con la bici? ¿La dejaría atada a un árbol o la arrastraría a pie junto al carrito? No, tendría que dejarla. El carrito pesaba demasiado. Calculó que estaría a unos tres kilómetros de casa. Quizá incluso a cuatro.

—¡Quieto! ¡No se mueva! —Angström oyó maldecir y gritar de dolor, y, enseguida, una pelea. Luego se hizo el silencio.

—¡Levántese!

—¡Suéltenme!

—¡No crea que porque falle la luz tiene usted derecho a coger lo que quiera e irse tan ricamente!

Angström se preguntó cuánto tiempo estaba dispuesta a esperar. La gente no parecía adaptarse a la situación, sino que cada vez estaba más nerviosa y agresiva.

—¡Todos los que quieran irse sin llevarse nada, por favor, utilicen la caja de la derecha! —dijo una voz desde la entrada del súper.

Mientras se acercaba lentamente a la caja, Angström observó a la cajera. Efectivamente, la mujer comprobaba uno a uno cada producto, buscaba su precio en una libreta en la que apenas podía leer con aquella luz tan tenue y luego hacía la suma a mano, en un papel.

Angström se obligó a no revisar las cuentas, pese a que las capacidades matemáticas de aquella mujer no le merecían ninguna confianza…

La Haya

Shannon anduvo otro cuarto de hora más, bajo aquel frío terrible, hasta llegar a la central de la Europol. En el vestíbulo del edificio le dijeron que el señor Bollard había salido pero que creían que no tardaría en volver.

Sin perder tiempo, Shannon aprovechó para ir al lavabo y lavarse rápida pero adecuadamente. Después regresó al vestíbulo y preguntó al recepcionista si tenían alguna novedad sobre el apagón, pero éste no quiso o no supo responderle. Sea como fuere, al menos ahí no estaba helada de frío.

No tuvo que esperar mucho rato. El reloj de la entrada marcaba poco más de las diez cuando vio entrar a Bollard. Junto a él iba un tipo alto y delgado con una cicatriz en la frente y algunas bolsas de la compra en las manos.

Shannon se preguntó a dónde habrían ido, porque ella no había visto ni una sola tienda abierta en todo el camino desde casa de los Bollard.

—Buenos días, señor Bollard —dijo Shannon, presentándose—. Me llamo Lauren Shannon. Soy vecina de sus suegros, en París.

Bollard la miró desconcertado.

—¿Y cómo ha llegado hasta aquí? ¿Les ha sucedido algo a ellos?

—Pues eso mismo quería preguntarle yo —le dijo Shannon.

—Vaya tirando —le dijo a su acompañante, en inglés—, en seguida me reuniré con usted. —Y cuando el hombre estuvo lo suficientemente lejos como para no poder oírlos, añadió—: Ya la recuerdo. La última vez que fui a visitar a mis suegros trabajaba para una cadena de televisión, ¿no es cierto?

—Sí. Aún trabajo allí. Ayer por la tarde sus suegros salieron precipitadamente hacia París con un montón de maletas. Si no lo entendí mal iban a ver a sus padres, señor Bollard, a los padres del encargado de la seguridad ciudadana en la Europol, y, la verdad, se me han disparado todas las alarmas. Además, su suegra dejó escapar un comentario que no me deja dormir.

—No me cabe la menor duda de que ha sido así, puesto que ha sido capaz de pasarse toda la noche en un autobús para venir aquí. De todos modos, señorita, no sé en qué puedo servirle. Los periodistas tienen que ponerse en contacto con nuestro departamento de prensa.

Por supuesto, Shannon no esperaba que fuera a contárselo todo a la primera. En realidad, de haberlo hecho habría significado que su viaje había sido en vano, y precipitado.

—¿Creen que el apagón puede deberse a un ataque terrorista y que se alargará más en el tiempo?

—Yo no tengo ni idea de cuándo volverá la corriente. Eso tendría que preguntárselo a los productores de energía.

La estaba esquivando.

—¿O sea que no hay ningún ataque?

—¿Cuánto sabe del suministro de energía europeo, señorita Shannon?

—Yo sólo veo y oigo que no funciona, y eso es suficiente.

Tenía razón. La chica no tenía ni la menor idea.

—Pues no debería serlo —le dijo él, con una sonrisa—. Si supiera lo complejo que es todo este tema… Uno no puede apagarlo sin más, como la luz del comedor, ¿lo entiende? Y ahora le ruego que me disculpe. En el departamento de prensa responderán amablemente sus preguntas, sin duda.

—¿Y por qué se fueron sus suegros a casa de sus padres? —preguntó ella aún, tozuda—. ¿Por qué salieron corriendo hacia una granja con pozo, leña, una chimenea y, según dijo Madame Doreuil, alguna gallina en el gallinero para comerla si tenían hambre?

Bollard se dio la vuelta y regresó sobre sus pasos. Shannon continuó.

—A mí me suena a la reacción de alguien que sabe que toda esta locura durará más de lo que creemos. ¿Y quién podía habérselo dicho?

Bollard volvió a dedicarle aquella mirada que los adultos suelen regalar a los jóvenes obtinados.

—Su fantasía y su tesón, señorita…

—Shannon. Laurent Shannon.

—Shannon, cierto. Es usted muy perspicaz, y le auguro un gran futuro en el periodismo, pero ahora debo marcharme. Tengo cosas que hacer, aunque seguramente distintas a las que imagina. Vuélvase a París.

Shannon se quedó en silencio mientras Bollard se alejaba de ella y subía las escaleras hasta el piso superior. Después se quedó ahí quieta, recordando toda la conversación. Bollard no se había tomado a risa su hipótesis del ataque terrorista, se dijo. En lugar de refutársela directamente, optó por realizar un circunloquio sobre la complejidad del suministro de energía…

Se dirigió a los asientos sobre los que había dejado su bolsa. Volvía a tener hambre. Cogió la última barrita de chocolate que le quedaba.

¿Y ahora qué?

—Voy a llevar mis bolsas al hotel —dijo Manzano.

Bollard asintió.

—Le avisaré en cuanto tengamos los sistemas SCADA, ¿de acuerdo? ¿Ha podido avanzar en algo?

—No, aún no he encontrado ninguna rendija por la que colarme.

Manzano estudió el diagrama del panel vertical. En la central de operaciones de la Europol habían empezado a colgar informaciones por toda la pared.

Tenían, por ejemplo, notas con los códigos de los contadores italianos, así como todo lo que habían descubierto de los pisos en los que habían sido manipulados: datos de los propietarios e inquilinos de los últimos años, interrogatorios a vecinos y compañeros de trabajo… Y lo mismo, por supuesto, con los suecos. Y en cada caso, tres retratos robot.

También tenían representado en imágenes el complejo del CNES francés y las redes centrales de todos los países que había sufrido el apagón, pero, la verdad, por ahora no les había servido de nada.

Fuera ya no hacía tanto frío. Caían cuatro gotas, y Manzano se apresuró en llegar a su hotel antes de que la lluvia arreciara. Por el camino se dedicó a observar a la gente con la que se cruzaba, ya fuera a pie o en coche. Aún no sabían la que se les venía encima…

Por fin llegó a la cálida entrada del hotel.

—Disculpe, ¿me equivoco o estaba usted hace un rato con el señor François Bollard? —preguntó a sus espaldas una voz femenina, en inglés.

La voz pertenecía a una joven que iba muy abrigada y llevaba una mochila a cuestas. Sin contar con el recepcionista, ambos estaban solos en el vestíbulo del hotel. No sabía por qué, pero su cara le sonaba una barbaridad.

—¡Ah, sí! Eres la chica del vestíbulo de la Europol, ¿verdad? —dijo él, también en inglés.

—Soy vecina de los suegros de Bollard, en París —le respondió ella.

Por su acento podría haber sido perfectamente una estadounidense, pensó Manzano.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Esto es un hotel, ¿no? Busco una habitación.

—Me temo que están todas ocupadas.

—¿Y qué haces tú? No eres de la Europol; si lo fueras, no te alojarías en un hotel.

—Una conclusión inteligente, sin duda, aunque en estos momentos la mayoría de los trabajadores de la Europol están instalados en hoteles con generadores de emergencia. De todos modos, yo no te preguntaba qué hacías en este hotel, sino en La Haya.

—Soy periodista. Por casualidad me enteré del precipitado modo en que los suegros de Bollard habían decidido salir de París, y, la verdad, me pareció que, teniendo en cuenta que su yerno es el máximo responsable de los asuntos terroristas en la Europol, el hecho de que huyeran justo cuando Europa está sufriendo el mayor apagón de su historia no podía ser una simple casualidad. Pero Bollard no ha querido decirme nada.

—¿De modo que me has seguido desde la Europol?

—Quiero saber lo que pasa. No he pasado la noche en un autobús para nada.

—¿Toda la noche? No me extraña que tengas este aspecto…

—Gracias, muy amable.

Shannon era una personita delgada y no muy alta, con la cabeza redonda y una bonita melena castaña. Sus ojos brillaban de vitalidad y su boca le daba una expresión decidida.

—¿Y has comido algo?

—Dos barritas de chocolate.

Manzano fue hasta el portero.

—¿Queda alguna habitación libre?

—No, señor —respondió éste.

Manzano se dio la vuelta hacia Shannon y le dijo:

—Lo que imaginaba. No hay sitio para ti. Tendrás que volver a casa.

—Los autobuses ya no funcionan. Se han quedado sin gasolina.

—Pero entonces… ¿dónde te alojarás?

Ella se encogió de hombros.

—¿Tienes nombre? —preguntó Manzano.

—Lauren Shannon.

—No parece francés.

—Soy americana.

—Una americana en París. Mira qué bien, de película. Sólo falta que bailes como Gene Nelly.

—Pues me temo que ahí es donde fallo. ¿Y tú? ¿Cómo te llamas?

—Piero Manzano.

—Tampoco es francés.

—Soy italiano.

—Qué internacional es La Haya, ¿no te parece?

Manzano no pudo evitar reírse de aquella salida.

—Toda la noche en el bus… —repitió—, seguro que te apetecerá darte una ducha.

—¡Ni te lo imaginas! —dijo ella, suspirando.

—Está bien, sígueme. Te invito a una ducha.

Ella lo miró sorprendida y él soltó una carcajada.

—¡No es lo que te imaginas! Es sólo que prefiero cenar con gente limpia, si no te importa, y seguro que tienes hambre.

Ella seguía dudando.

—Está bien, como quieras. Mucha suerte con tu investigación —dijo, mientras empezaba a subir las escaleras.

—¡No, no! ¡Espera! —exclamó ella, corriendo hasta donde estaba Manzano—. No me has dicho nada de los motivos que me han traído hasta aquí.

—¿De tus motivos? ¿Y qué quieres que diga?

—Si tengo razón.

—¿Perdona?

—Si es cierto que tras el apagón hay más que un simple error humano y un fallo técnico.

—¿Y por qué crees que tendría que saberlo?

—Porque has entrado en la Europol con Bollard.

—Eres testaruda, ¿eh? ¿Nunca te cansas de preguntar?

—Es mi trabajo.

—Pues el mío está sujeto a un contrato de confidencialidad. Aunque supiera algo no podría decírtelo.

—Eso significa que sabes algo.

—Aquí está mi habitación.

Manzano acercó la tarjeta al lector que quedaba junto a la puerta. Se encendió una lucecita verde, se oyó un chasquido y la puerta se abrió. Manzano se preguntó qué pasaría con aquellas puertas cuando también aquí se quedaran sin luz.

Shannon dejó su bolsa en el suelo, a la entrada.

—Ve a ducharte —dijo Manzano— y luego iremos a comer. Un lujo, dadas las circunstancias.

Mientras la chica entraba en la ducha, Manzano metió las cosas en la nevera, y después se puso a leer las últimas noticias por Internet. El hotel, como la Europol, contaba con una línea especial que le permitía conectarse directamente con el backbone de Internet, que seguía funcionando sin ningún problema. En las noticias habían empezado a filtrarse las primeras sospechas de que ciertas intervenciones policiales en Italia y Suecia tuvieran algo que ver con los apagones, y varios expertos empezaron a manifestar su suspicacia ante el hecho de que un apagón de tal magnitud estuviera provocado por alguna causa «normal». Los organismos oficiales, en cambio, no se expresaron en ningún sentido. Una estrategia con la que Manzano no estaba nada de acuerdo. A esas alturas, los gobiernos sabían perfectamente que Europa había sufrido un ataque y que lo más probable era que la población tuviese que apañárselas sin electricidad algún día más.

Shannon salió de la ducha envuelta en una toalla y frotándose el pelo.

—¡Ha sido fantástico, gracias!

—No hay de qué.

—¿Novedades?

—No, en realidad no.

—Tienes razón —dijo ella, sonriendo—: ¡me muero de hambre!

Diez minutos después, Shannon y Manzano estaban sentados en el comedor del hotel. La mitad de las mesas estaban ocupadas.

Un tipo extraño, este italiano, se dijo la chica. En realidad no tenía muy claro qué pensar de él. Por ahora había sido amable sin ser impertinente y le había regalado la esperanza de que sabía algo que no podía revelar. Aún así, decidió que no bajaría la guardia.

—Nos faltan más de la mitad de las cosas que aparecen en la carta —dijo el camarero.

—No importa: es mejor que nada —respondió Manzano, quien pidió un clubsandwich. Shannon, por su parte, se decidió por una hamburguesa.

—¿Contra qué chocaste? —preguntó entonces Shannon, señalando la cicatriz en la frente de él.

—Tuve un accidente de coche cuando los coches dejaron de funcionar.

—¿Trabajas en la Europol?

—Ahora trabajo para la Europol. Bollard me ha contratado.

—¿Para qué?

—¿Para qué cadena trabajas tú?

—La CNN. —Le mostró sus credenciales.

—¿No tienen ningún corresponsal en La Haya?

—Bueno, ahora estoy yo.

—¿Y cómo vas a dar las noticias sin electricidad? ¿Cómo consigues el material para la cadena? ¿Cómo lo llevas a la pantalla? ¿Y cómo esperas que la gente lo vea si a casi nadie le funciona la televisión?

—Bueno, lo que dices sucede en Europa —respondió ella—. Yo cuelgo mis noticias online, y seguiré haciéndolo mientras Internet siga funcionando.

—Lo cual no durará mucho, créeme —le dijo Manzano.

Echó un vistazo a su alrededor como para asegurarse de que nadie los oía, y al ver que el resto de comensales se mostraba completamente ajeno a su conversación, añadió en voz baja:

—Yo llegué aquí ayer. No puedo contarte nada de lo que hago para la Europol porque he firmado un contrato de confidencialidad —dijo, sonriendo—, pero nadie puede prohibirme que te cuente lo que descubrí antes de llegar a La Haya.

Cuando Manzano acabó de contarle su historia, Shannon tenía la boca abierta y una expresión de incredulidad en la cara.

—¿Por qué no se ha informado de todo esto a la gente?

—Las autoridades temen un ataque de pánico masivo.

—¡Pero el pueblo tiene derecho a saber lo que sucede!

—Ésa es la frase preferida de los periodistas para justificar su trabajo.

—Si quieres, ya discutiremos otro día sobre la ética de los periodistas. Además, no creo que me hayas contado todo esto para que me quede callada, ¿no?

—No.

—¿En tu habitación tienes Internet, no? ¿Podré utilizarlo?

—Si funciona… Me sorprendería que la Europol no lo hubiera intervenido.

—Aunque así fuera, cuando se dieran cuenta de lo que pasaba ya habría enviado mi artículo.

—Pero no hace falta. Todo el hotel tiene WLAN y una conexión directa al backbone de Internet porque sus inquilinos suelen ser clientes de la Europol o diplomáticos. Sólo tienes que pedirle un código al recepcionista.

—Pero seguro que sólo se la da a los clientes del hotel.

—Pues dale el número de mi habitación.

—¿No tienes miedo de que te echen?

—Son ellos los que quieren algo de mí, no al revés.

—Pero igual dejan de quererlo si yo publico esta noticia.

—Bueno, en todo caso será cosa mía, tú no te preocupes.

—Mmm… ¿y estás de acuerdo? Me refiero a lo del pánico masivo.

—A mí me parece una idea de lo más interesante —dijo Manzano—. Todo un país aterrorizado… ¿Y tú qué opinas?

Shannon titubeó. Sabía que tenía entre manos una bomba informativa, y que la mayoría de los periodistas se retiraban sin haber dado nunca con algo así.

—Creo que no deberíamos subestimar a la gente de ahí afuera —respondió al fin—. A diferencia de lo que sucede en las grandes producciones cinematográficas, hasta ahora no se han producido apenas disturbios ni grandes peleas o enfrentamientos. Al contrario, la gente es solidaria y de buena pasta.

—Porque aún tienen comida en sus despensas.

—¿Sabes qué? Yo creo que la noticia de un sabotaje y un ataque a los sistemas eléctricos hará que la gente se una para luchar contra el enemigo común.

—¡Tendrías que haber sido ministra de propaganda!

—No sabemos de qué hablaron —dijo el policía a Bollard—. En el restaurante había demasiado ruido.

Bollard se quedó mirando la pantalla del ordenador en el que se veía la habitación de Manzano. El italiano estaba sentado en su cama, con el portátil sobre las piernas, y parecía estar trabajando.

—¿Y dónde está ella?

—Abajo, en el restaurante, con su portátil. Escribiendo.

Bollard estaba disperso. Aún no había logrado localizar a sus padres, y ni la OIEA ni las autoridades francesas habían sabido darle noticias sobre la situación de la central nuclear de Saint Laurent. Hizo un esfuerzo por concentrarse.

—Y, claro, tampoco sabemos qué es lo que escribe.

—Luc está a punto de descubrirlo. Va a puentear el WLAN.

Bollard se levantó.

—Mantenedme informado.

Nuestro corresponsal en Estocolmo confirma la idea del sabotaje, leyó Shannon. Era el e-mail en el que Eric Laplante respondía al que había enviado ella. Se había puesto en contacto vía satélite con la central parisina.

Shannon tecleó una respuesta a toda velocidad.

¡Ya os lo decía yo! He dado con la fuente. Si queréis que siga avanzando, tenéis que enviarme dinero para un alojamiento y un coche de alquiler… Suponiendo que aún quede alguno en la ciudad.

La respuesta fue afirmativa, y a continuación, Laplante le escribió los datos de una tarjeta de crédito.

Buen trabajo, Lauren.

Shannon apretó los puños. ¡Estaba pletórica! Volvió a acercarse al recepcionista.

—¿Sigue sin tener habitaciones libres?

—Lo siento.

—¿Y podría ayudarme a encontrar alguna por esta zona?

—Ya lo hemos intentado con otros clientes habituales, señorita, pero todos los edificios con algo de corriente están llenos y tienen cola de espera.

—¿Y qué me dice de un coche de alquiler?

—Eso podemos intentarlo. ¿Alguna marca o modelo en concreto?

—Sí, uno que tenga el depósito lleno.

—El recepcionista tardó varios minutos en conseguir línea para llamar. Luego dijo un par de frases, puso la mano sobre el teléfono y se dirigió a Shannon:

—He encontrado un sitio en el que les quedaba un coche. Es el último. Pero no es barato.

—¿Cuánto?

—Quinientos euros al día.

—¿Cómo? ¿Pero qué coche es? ¿Un Ferrari?

—Un Porsche.

—¿Me toma el pelo?

—Seguramente es el último coche de alquiler de toda La Haya y alrededores. Los más baratos ya están cogidos, o las tiendas y concesionarios han cerrado.

Shannon se encogió de hombros. Laplante se pondría hecho una furia.

—Bueno, pues el Porsche.

—Y tiene que pagar en efectivo.

Shannon se quedó de piedra. ¡Mierda! Laplante no le daría el dinero en efectivo. Si quería el coche, tenía que pagarlo de su bolsillo y confiar en recuperarlo pronto.

¡Bueno, ya no venía de aquí! ¿Qué valor tenía ahora el dinero? Le pidió al recepcionista que le indicara el camino.

Una hora después estaba metiendo la llave en el contacto del deportivo plateado que parecía un coche de carreras. Observó el cambio de marchas y el salpicadero, y encendió el cochazo. El motor dio un rugido espectacular. El empleado de la tienda la miró con expresión preocupada. Ella lo saludó con la mano y salió a la calle.

Condujo el coche de vuelta al hotel y lo dejó aparcado en el garaje. Una vez de vuelta, se dirigió a la habitación de Manzano y llamó a la puerta. Y cuando éste abrió, le dijo:

—Tengo un problema. Necesito quedarme una noche más en La Haya, pero no hay ni una sola habitación libre en toda la ciudad, y he pensado que… bueno, que como ya me has ayudado una vez…

—¿Quieres quedarte a dormir aquí?

—No conozco a nadie más.

—¿Y qué me dices del yerno de tus vecinos parisinos? ¿El señor Bollard?

—Él no querrá ni mirarme a la cara.

—Eres demasiado confiada —dijo Manzano, meneando la cabeza—. ¿Quieres compartir la cama con un desconocido?

—¡La cama no! ¡La habitación!

—Sólo tengo una cama doble, y el sofá es demasiado pequeño como para dormir en él.

—Vale, pues la cama. Me quedaré tan quieta que ni te darás cuenta de que estoy.

—Apuesto a que roncas.

Berlín

En las casernas del Treptower Park reinaba un alboroto considerable. Hartlandt y sus colegas llevaban todo el día revisando los datos de los últimos años, al tiempo que reuniendo, analizando y categorizando las últimas novedades, la información más reciente… o por lo menos la que les llegaba. El paso de lo analógico al BOS-Funk había significado aquella noche una diferencia esencial para las investigaciones. Durante décadas, las autoridades y organizaciones alemanas encargadas de la seguridad, BOS en su abreviatura, se las habían visto con sistemas analógicos, pero a partir de los ochenta, y dada la dificultad de codificarlos, empezaron a desarrollarse sistemas digitales que poco a poco fueron introduciéndose en la mayoría de los países. Pero mientras el SAI (Sistema de Alimentación Ininterrumpida) garantizaba un funcionamiento ininterrumpido de cuatro a ocho horas, los bypass a las baterías de los aparatos TETRA (del inglés Terrestrial Trunked Radio) sólo podían asegurar dos horas. Desde el sábado por la mañana se había hecho un esfuerzo ingente para proveer de energía de emergencia a las estaciones que lo precisaran y a cambiar las baterías de los aparatos adicionales. Pese a todo, muchos de los departamentos regionales de las autoridades y organizaciones implicadas no podían comunicarse, parcial o completamente, entre sí ni con la central.

Junto con tres colegas, Hartlandt analizaba las novedades que les iban llegando acerca de la industria generadora y distribuidora de energía y electricidad.

En aquel preciso instante, ahí fuera había miles de ingenieros ocupados en localizar el origen del fallo generalizado y decenas de tropas de servicio comprobando las principales vías de conducción.

—Hay demasiadas centrales eléctricas con problemas para reiniciarse —dijo uno de aquellos hombres, inclinado sobre una montaña de papeles—. Por eso es tan difícil crear alguna isla de energía o sintonizar las redes.

—Y nos han informado de otras dos grandes caídas —dijo Hartlandt, estudiando sus listas.

—En los dispositivos de distribución de Osterrönfeld y Lübeck-Bargerbück, en Schelswig-Holstein, los incendios han destrozado varios transformadores.

—Fantástico, lo que nos faltaba —dijo el hombre que estaba al lado de Hartlandt—. Eso significa que tardarán al menos un mes en recuperarse.

Aquello no era tan dramático como Hartlandt imaginaba, pues las redes regionales alemanas solían alimentarse de varias fuentes, y si caía una de ellas siempre podía echarse mano de alguna otra. Lo que sí comprometía y dificultaba la situación, al menos por el momento, era la caída masiva y simultánea de varios dispositivos de distribución, o el fallo de alguno especialmente estratégico e importante.

—Dime que sólo son novedad estos dos.

Pero Hartlandt ya no los escuchaba. Acababa de recibir un e-mail nuevo con un archivo adjunto.

—Echad un vistazo a esto —dijo Hartlandt a sus colegas.

En el archivo, la imagen de una torre de alta tensión caída y rota en mil pedazos sobre un campo marrón. Parecía la base de una montaña rusa. Algunas de sus partes se elevaban hacia el grisáceo cielo invernal, y de sus extremos pendían restos de cables, como los hilos rotos de una marioneta gigante.

—Ha caído por una explosión —les informó Hartlandt.

La Haya

—Lo cual significa —estaba diciendo Bollard al grupo del centro de almacenamiento de datos de la Europol— que ahí fuera hay alguien que está aprovechándose del caos del apagón para atacar el software y el hardware del sistema eléctrico. —Señaló el mapa—. Acaba de llegarnos una noticia de España. Otra torre de alta tensión caída. Y no podemos saber cuántos actos de sabotaje se han producido ya. Los operadores de redes y los proveedores de electricidad no tienen ni remotamente la cantidad de trabajadores que necesitarían para controlar todos los dispositivos y líneas. Hasta el momento sólo ha podido revisarse una ínfima cantidad de casos.

—¿Podría tratarse de una casualidad? —propuso alguien.

—Es una opción remota. Más bien parece que alguien se ha propuesto firmemente provocar el mayor daño posible —respondió Bollard—. Los ataques al software quizá no fueron más que el principio. Es cierto que no sabemos cómo ni por qué se originaron, ni tampoco cuál es su alcance real, pero todos los estudios sobre el tema acaban concluyendo lo mismo: que tras un par de días debería ser posible recuperar el control y normalizar la situación. La cosa cambia cuando los ataques a circuitos secuenciales o líneas de alta tensión pasan a ser físicos y reales. La mayoría de estos elementos no puede repararse con facilidad, lo que dificulta la recuperación de todo el sistema.

Ratingen

—Estos argumentos son una tontería —dijo Wickley, algo alterado, en la central de Talaefer—. Habrá que buscar otros.

En la pantalla había una serie de frases:

—Lavar ropa con tarifa barata.

—Ganar dinero con la batería del coche.

—Gestionar la energía individualmente.

—Quiero ver al ama de casa pero sobre todo a la madre trabajadora —los increpó Wickley—; aquella que pone la lavadora por la noche porque la tarifa es más barata. El problema es que acaba a las dos de la madrugada y la ropa se le queda húmeda durante cinco horas y cuando la cuelga ya huele a moho, porque nadie se pone a tender en mitad de la noche…

Dos de los allí presentes asintieron en silencio. El resto siguió escuchando, a la espera. Wickley había hecho llamar no sólo a los jefes de venta, distribución, formación y comunicación, sino a todos los miembros directivos de la empresa. Y también contaban con la presencia de cuatro representantes de una agencia de comunicación: habían quedado con ellos antes de todo aquel caos y, como ni el teléfono ni Internet funcionaban bien, no habían podido anular la cita. Así que los cuatro de Düsseldorf se habían desplazado hasta Ratingen.

—Los consumidores pronto empezarán a hacer cálculos y a tomar decisiones: las diferencias en la tarifa son tan mínimas que no vale la pena alterar su ritmo vital para ajustar los precios. Por los cinco euros anuales que me ahorro, se dirán, no vale la pena tender la ropa de noche. De hecho, ya están sucediendo cosas en esta línea: hoy en día todo el mundo sabe que dejar la tele, los ordenadores, las redes wi-fi o cualquier otro tipo de dispositivo electrónico en stand-by gasta energía y dinero. Hablamos de varias decenas de euros al año por casa. ¿Y qué sucede? ¿Los usuarios los apagan para ahorrar? No; impera la comodidad. Y esto no es más que una pequeña batalla en pleno escenario de guerra: estoy hablando de la gestión individual de la energía. Con la nueva propuesta de libertad energética lograremos que al consumidor le resulte interesantísimo sumarse al carro de las nuevas tecnologías.

Movió la cabeza.

—La corriente sale de los enchufes. Desde hace generaciones. Ya nadie se sorprende de ello. Ni siquiera lo piensan. Está ahí y punto, y ellos son felices porque pueden dedicarse a pensar en otras cosas, como por ejemplo cómo llevar a los niños al colegio y llegar puntuales al trabajo, o cómo acompañarlos al médico al mediodía si el jefe aún espera que trabajen alguna hora extra de más, o cómo encargarse de sus ancianos padres, o cómo asegurarse una renta o pagar un crédito o encontrar un trabajo o mantenerlo… Hoy en día, gestionar una rutina familiar normal exige una serie de habilidades por las que muchos de nuestros colegas directivos se dejarían cortar una mano. La diferencia es que nosotros cobramos y ellos no. ¿Y qué me dicen de los ancianos? Con lo que les cuesta utilizar el móvil y el ordenador… ¿esperamos que gestionen sus consumos mediante una de estas dos vías? ¿Saben lo que les diría yo? Que no me toquen los… bueno, ya me entienden. ¡Es una pesadilla!

Omitió el hecho de que el contador inteligente fuera al mismo tiempo un magnífico elemento de control para la empresa, así como un extraordinario recopilador de datos, y tampoco mencionó que los defensores de la protección de datos ya habían manifestado sus discrepancias al respecto.

Se inclinó hacia delante en la mesa y miró a todos los allí presentes.

—Estamos apostando por un cambio de paradigma. Ni más ni menos. Y debemos creer en él, o la revolución energética fracasará. El cambio debe empezar en nosotros mismos. Ningún usuario entenderá por qué tiene que trabajar para beneficiarse de algo que hasta hace nada estaba tan sencillamente incrustado en una pared… ¡y encima pagando más! Ni la industria energética ni las autoridades han encontrado argumentos atractivos para respaldar o promover este cambio. Quizá nos estemos equivocando de concepto. Yo opino que debemos ofrecer a nuestros posibles clientes algo más que productos. Necesitan acompañarlos con argumentos de venta adecuados a los consumidores. Es más, necesitan acompañarlos con argumentos mejores que los que han utilizado hasta el momento. Ésta —dijo entonces, dirigiéndose a Hensbeck— será su tarea para los próximos días. Conoce nuestros productos y conoce cómo hacemos las presentaciones. Imagine los argumentos más convincentes, cree las necesidades de la gente, trabaje en sus beneficios reales. Porque, créame, toda esa libertad de elección y autogestión que acaba estancándose en la nada o pasando de un incompetente a otro en los callcenters… Ésa no es libertad.

Ensbeck asintió. ¿Qué otra cosa podía hacer? El mensaje era claro.

Wickley se dio la vuelta hacia las líneas que seguían apuntadas en la pizarra.

—Y por lo que hace a esta presentación…

El texto desapareció. La sala estaba tan a oscuras como hacía ya una hora que lo estaba el mundo, ahí afuera.

—¿Y ahora qué…?

Uno de sus colaboradores empezó a juguetear con el mando del proyector. Otro se levantó de un salto y corrió hacia los interruptores que quedaban junto a la puerta. Los movió, pero no sirvió de nada. Wickley cogió el teléfono fijo de la empresa y marcó el número de su secretaria. No había línea. Lo intentó de nuevo. Nada.

Wickley salió a toda prisa de la sala. El pasillo estaba más oscuro aún. No veía luz en ninguna parte. Se precipitó hacia su despacho. A la entrada reconoció la silueta de su secretaria, que toqueteaba el teléfono fuera de sí.

—¡No funciona nada! —exclamó la mujer.

—¡Encienda unas velas!

Ella calló.

—No tenemos —admitió al fin.

Wickley reprimió una maldición. A esas alturas todo el continente se había adaptado al apagón. ¡Todos, menos ellos!

—¡Pues vaya a comprar unas! —le gritó, saliendo de la habitación, indignado.

En el pasillo oyó voces. Los miembros del consejo habían salido de la sala de conferencias y deambulaban de un lado a otro. Wickley los ignoró y se dirigió hacia los ascensores. Algunos lo siguieron.

—¿James?

Wickley reconoció la voz de su jefe de ventas.

—Busco a Lueck —dijo, por toda respuesta.

—Te ayudamos.

El ascensor no funcionaba, evidentemente. Wickley bajó al cuarto piso por la escalera, que estaba oscura como el carbón, y se dirigió hacia el despacho de gestoría. Tras él, el sonido de varios pasos más.

El pasillo negro y estrecho estaba lleno de gente, pero él apenas podía verlos.

—¿Dónde está Lueck? —preguntó, más bien a ciegas.

—¡Abajo! —dijo una voz de hombre—. En el sótano, revisando los generadores.

Wickley siguió bajando. Por el camino se encontró con otro grupo de trabajadores.

—¿Alguien ha visto a Lueck?

—Yo no veo nada desde hace varios minutos —le respondió una voz de mujer.

A Wickley le disgustó la desfachatez, pero entendió que no le habría reconocido la voz y que debía creer que hablaba con un igual. Además, no tenía tiempo para reprimendas, y… en aquel momento no tenía ni la menor idea de dónde estaban los generadores de emergencia. Había perdido la orientación y no recordaba en qué piso estaban, así que se limitó a seguir bajando hasta que se acabaron las escaleras. Abrió una puerta. Tras ella, la oscuridad más absoluta.

—¿Lueck? —bramó.

No obtuvo respuesta. Volvió a intentarlo.

Se abrió una puerta al final del pasillo y apareció el débil rayo de luz de una linterna.

—Aquí —oyó decir, y se dirigió hacia la luz a zancadas.

Encontró a Lueck, jefe de la división de gestión de catástrofes, en una habitación enorme pero de techos angustiosamente bajos, llena de máquinas, cables y tubos que a la luz de la linterna parecían estar vivos. Junto a él, dos hombres con el mono de trabajo gris y el logo de Talaefer a la espalda.

Lueck era un hombre pequeño y fibrado, con el pelo ralo y unas gafas de montura ancha.

—¿Qué demonios está pasando? —le preguntó Wickley, haciendo un esfuerzo por mantener la compostura.

A la luz de la linterna de Lueck vio llegar al encargado de mantenimiento junto al director de ventas, y detrás de ellos aparecieron Hensbeck y una de sus colaboradoras.

Lueck estaba acuclillado ante una caldera que quedaba al final del sótano.

—El generador de emergencia se ha estropeado —dijo.

Wickley notó que la sangre se le acumulaba en las sienes.

—¿Somos una de las mayores empresas energéticas de Europa y no tenemos energía? ¿Se da cuenta de que seremos el hazmerreír del mundo entero?

Sus palabras resonaron entre el metal de la maquinaria.

—Hace ya tres días que Europa se ha quedado sin energía. Lo más probable es que hayamos forzado la máquina en exceso… De todos modos —siguió diciendo Lueck—, ya no quedaba mucho combustible. Hace tres años se rechazó la propuesta de invertir en un nuevo dispositivo de almacenamiento de gasoil. Por motivos económicos, si no recuerdo mal.

¿Cómo se atrevía a mencionarle aquello ahora? Por desgracia, recordaba perfectamente la reunión de dirección en la que se decidió que los cinco millones de euros que costaba la inversión eran excesivos. El único directivo que votó a favor fue el encargado de la seguridad interna de la empresa. Ya no trabajaba con ellos, y Wickley no pudo evitar pensar que se acababa de librar de una buena, pues de haber estado con ellos le habría preguntado una y mil veces por qué no había insistido más en poner en marcha aquel proyecto. Al fin y al cabo, aquel era su trabajo como director: imponer los comportamientos que le parecieran más adecuados, independientemente de la resistencia que encontrara. Qué suerte que aquel hombre, que aquel perdedor, ya no trabajara allí.

—¡El sábado lo hice responsable de asegurar nuestros suministros básicos de energía, al menos hasta que volviera la corriente!

—Nos hacen falta piezas de recambio y carburante —respondió Lueck—, y por el momento no disponemos de ninguna de las dos cosas.

—¡Entonces consiga algún aparato de emergencia móvil!

—¡Pero es que no queda ninguno! Todos están siendo utilizados en alguna empresa.

—¡Por el amor de Dios! ¿Quién puede necesitarlos más que la mayor empresa energética del país?

—Pues los hospitales, los centros de urgencias, los servicios de rescate, las instituciones benéficas… —dijo Lueck, con una calma especialmente provocadora.

Wickley odió a Lueck por confrontarlo a todos esos argumentos contra los que no podía hacer nada. En aquel momento lo necesitaba, porque era sin duda el mejor en su campo, pero en cuanto hubiese pasado todo… él mismo, Wickley, se encargaría de pegarle una bronca sin precedentes.

—Avise a las autoridades. Dígales que nuestros trabajadores se van a casa.

—Una cuarta parte ni siquiera ha venido —le contestó Lueck, inmutable—. No tienen gasolina en el coche y el transporte público tampoco funciona.

Wickley reflexionó unos segundos y por fin habló dirigiéndose a todos los allí presentes:

—Hoy podéis iros todos a casa. Aquí no hay nada más que hacer. Volveremos mañana… a las cuatro de la tarde, por ejemplo. Y usted —dijo, dirigiéndose a Lueck—, asegúrese de que mañana por la mañana todo vuelva a funcionar con normalidad, o en el futuro no tendrá que ocuparse de ninguna otra cosa en esta empresa.

Berlín

Michelsen se tomó el decimoquinto café del día. Como ya le sucediera la noche anterior, apenas había logrado pegar ojo. Y desde que el canciller había declarado el estado de emergencia la noche anterior, tampoco había probado bocado. En la central de operaciones había mucha más gente de lo acostumbrado. Habían reclutado a todos los que habían podido, pues necesitaban manos e ideas y muchos de los trabajadores en nómina no habían vuelto a aparecer.

Michelsen pasaba la mayor parte del tiempo hablando por teléfono con los responsables de los servicios de emergencias. El aire pesaba como el plomo, y con todo aquel ruido de fondo apenas podía oírse su voz. Las instituciones benéficas y el ejército alemán fueron los que empezaron a buscar alojamientos alternativos para los más afectados por el apagón. En todas las grandes ciudades adaptaron polideportivos, escuelas, centros de conferencias y demás salas cubiertas y espaciosas, y las equiparon con colchones, somieres plegables, mantas, instalaciones sanitarias, asistencia médica de primeros auxilios y alimentos básicos. Podía apuntar todo esto en su lista, en el apartado de «Alojamiento», y considerarlo como algo positivo.

En las zonas afectadas, la policía iba con un altavoz indicando a los ciudadanos la posibilidad de concentrarse en los edificios habilitados. Las familias con niños pequeños, los enfermos y los ancianos tenían prioridad a la hora de entrar. Pero a las autoridades les costaba lo suyo localizar a los miembros de estos dos últimos grupos: la mayoría de los que vivían solos no oían bien los altavoces, o estaban demasiado débiles para salir de sus edificios por sus propios medios, y mucho más después de dos días de frío, quizá sin alimentos ni bebida, y seguro que sin ascensor. Todos los que no tenían parientes ni vecinos que se ocuparan de ellos estaban condenados a esperar a que la policía, que iba de puerta en puerta, llegara hasta la suya y les indicara lo que tenían que hacer.

Al mismo tiempo, los servicios de protección civil instalaron generadores de emergencia y los repartieron estratégicamente por todo el país: residencias, centros médicos, explotaciones agrícolas… Aunque lo cierto es que tenían muy pocos, y ni siquiera llegaron a cubrir los destinos más importantes. En este sentido, «Sanidad» e «Infraestructuras» tendrían un punto negativo en su lista: ya se habían distribuido todas las reservas de combustible del país y muchos hospitales estaban a punto de suspender sus actividades porque necesitaban el carburante para los sistemas de calefacción.

Con más de veinticinco millones de toneladas de reservas estratégicas de petróleo, el gobierno alemán almacenaba lo suficiente como para abastecer las necesidades del país durante diecinueve días. Mientras el crudo se acumulaba principalmente en las minas salinas de la Baja Sajonia, el producto ya elaborado esperaba sobre el territorio repartido en tanques flotantes. Ello ofrecía una gran ventaja: los camiones cisterna podían utilizar la fuerza de la gravedad para cargarse, en lugar de tener que depender de bombas dispensadoras. Así pues, en los días siguientes el problema no iba a ser tanto la cantidad de carburante del que dispondrían como el modo de llevarlo hasta su destino.

En el apartado «Internacional» tampoco tenía buenas noticias. El resto de Europa estaba igual que ellos… o peor. Los escandinavos, por ejemplo, debían de estar sufriendo una barbaridad: mientras en Alemania las temperaturas rondaban los cero grados centígrados, en el norte se había instalado una profunda depresión atmosférica que hacía que Estocolmo, por ejemplo, estuviera a dieciocho grados bajo cero. La temperatura sólo alcanzaba valores positivos al sur de los Alpes. Y en la central nuclear de Saint Laurent los sistemas de refrigeración de emergencia habían fallado total o parcialmente aún no se sabía con seguridad. La situación era tan dramática, que, en Viena, el Organismo Internacional de Energía Atómica pasó a considerarla de nivel 2 en la escala INES, aunque no se informe sobre ello a la población. El nivel 2 implicaba que la central ya había tenido que dejar escapar algo de vapor radioactivo para poder liberar la presión del reactor. Michelsen sacudió la cabeza para apartar de sí el pensamiento de que, de seguir así, en unos días se multiplicarían las centrales que se verían obligadas a hacer lo propio en toda Europa. Un escenario espeluznante.

Las empresas explotadoras alemanas habían asegurado que sus instalaciones estaban cubiertas para, al menos, tres días más. Unas setenta y dos horas que deberían aprovechar para encontrar un modo de reponer o conseguir más carburante. En caso de necesidad deberían ponerse en manos del Estado Federal, pues Michelsen desconocía cuán fiables eran aquellos datos. Sea como fuere, la relación con las autoridades locales continuaba siendo imperfecta.

Tampoco le satisfacían los apartados «Transporte» y «Comunicación». En las vías férreas seguían intentando llevar a cabo el rescate de los trenes y tranvías que se habían parado por la falta de corriente, pero en la mayoría de los casos era imposible porque los propios trenes bloqueaban las vías y los equipos de rescate no tenían acceso a los siniestros. Los comandos de los enclaves ferroviarios y los cambios de agujas sólo podían accionarse manualmente y los trenes de pasajeros se habían anulado hasta recuperar, al menos, una cierta normalidad. Los retrasos y las paradas se sucedían incluso en las afortunadas zonas en las que aún quedaba algo de electricidad. Además, a Michelsen le molestaba especialmente el hecho de que la población aún no hubiese sido informada del ataque a los contadores, y, como consecuencia de ello, a todo el sistema eléctrico. Hasta ahora habían podido mantener el secreto, pero tarde o temprano todo saldría a la luz y explotaría como una bomba de relojería.

El único apartado que ofrecía un pequeño rayo de esperanza era el del «Orden público». Pese a lo terrible de la situación, ella no tenía constancia de ningún incidente grave. Ni grandes saqueos ni una repentina y excesiva criminalidad… Aunque quizá se debiera al hecho de que la información no les llegara a tiempo… Y es que en el apartado «Información» no le quedó más remedio que apuntar que en el cuarenta por ciento del país, aproximadamente, las autoridades y los servicios de emergencia no podían comunicarse con el gabinete de crisis federal, o sólo de un modo parcial e insuficiente.

También funcionaban relativamente bien las transacciones de dinero, quizá también porque casi todas las tiendas y negocios estaban cerrados. Michelsen temía que empezara a emerger un mercado negro que inevitablemente minaría la confianza en los organismos oficiales…

—¡Mierda! —oyó maldecir a su lado a Torhüsen, del Ministerio de Sanidad.

Lo vio incorporarse y mirar al entramado de pantallas que ocupaba toda una pared y emitía los programas de televisión que aún funcionaban. Entonces se dio cuenta de que el resto de trabajadores de la sala también había interrumpido lo que estaba haciendo para mirar las pantallas. Se hizo el silencio, y alguien subió el volumen de uno de los programas.

—La CNN —dijo Torhüsen.

En pantalla, una joven de pelo castaño se dirigía a la cámara; la sobreimpresión en pantalla indicaba que se llamaba Lauren Shannon, y que hablaba desde La Haya, y en el banner que acompañaba la escena no dejaba de repetirse la misma frase:

El apagón en toda Europa podría ser el resultado de un ataque terrorista. Italia y Suecia admiten haber sufrido una manipulación en sus contadores de energía.

Michelsen notó que algo le atenazaba el pecho. Ahora todo el mundo sabría los motivos de aquel horror, pero no por las autoridades o el propio canciller, sino por una cadena de televisión. Acababan de perder una parte importantísima de la confianza ciudadana, y ahora sólo les quedaba esperar que el precio a pagar no fuera excesivamente elevado.

—Bueno, pensemos que a la mayoría de la gente no le funciona la tele o tiene demasiadas preocupaciones como para sentarse a mirarla —susurró Torhüsen, intentando disimular su alteración.

—No te engañes —le respondió Michelsen, sin apartar la vista de la pantalla—, antes de medianoche todo el mundo se habrá enterado de la noticia…

Ahora sólo faltaba que se diera a conocer la noticia sobre la central nuclear averiada en Francia, pensó.

Düsseldorf

El empleado condujo a Wickley hasta Sigmund von Balsdorff, cuya casa seguía estando acondicionada e iluminada.

—Mi querido amigo —le dijo éste, recibiéndolo con los brazos abiertos—. Qué sorpresa.

—He oído las noticias de la CNN —dijo Wickley.

—Todos lo hemos hecho, sí —le respondió Balsdorff, compungido.

—¿Desde cuándo lo sabías?

—Desde ayer. Y por la tarde hubo una reunión del gobierno con el gabinete de crisis, a la que algunos fuimos invitados a asistir vía satélite.

—¿Y cuáles son las perspectivas?

Von Balsdorff tenía la mirada perdida, fija en un punto de la pared.

—Nadie lo sabe.

—¿Pero tú sospechabas algo o también te pilló por sorpresa?

—Yo estaba aquí, con todos vosotros, cuando me enteré. Todas mis explotaciones, las redes que nos pertenecen y con las que trabajamos… Todo se ha visto afectado. Hasta las centrales nucleares.

—¿Aquellos dos hombres con maletas que aparecieron discretamente después de la visita al sótano?

—Traían el teléfono vía satélite. Para la comunicación con la central y con Berlín.

—En las noticias han hablado de Italia, Suecia y un número desconocido de explotadores. ¿Tú sabes algo más? ¿Algo concreto?

—Sé a grandes rasgos quién se ha visto afectado, pero no tengo ni idea de los motivos. Los expertos están en ello ahora mismo. Y también sé que las centrales nucleares tienen grandes problemas…

Wickley sintió un nudo en el estómago.

—Con nosotros no se han puesto en contacto.

—Algunas tienen dificultades para volver a ponerse en marcha.

—Nuestros técnicos están listos y dispuestos. Lo tenemos todo previsto. Pero dime, ¿se sabe quién anda detrás de todo esto?

—No. Es un misterio. —Reconoció el escepticismo en la mirada de Wickley y se encogió de hombros—. Parece que nadie lo sabe.

—¿Y cuándo está previsto que se solucione todo?

—No está previsto.

La Haya

—¡Tendría que rescindirle el contrato inmediatamente! —gritó Bollard.

Shannon seguía la discusión desde el sofá de la habitación de Manzano.

—No he dicho ni una palabra de mi misión en La Haya —respondió Manzano—, y he sido fiel a lo que firmé. Fue su propio gabinete de prensa el que confirmó las sospechas de Shannon.

—¡Después de que usted le hablara de lo del ataque a los contadores italianos y suecos!

—Pero eso lo descubrí antes de colaborar con ustedes. Y si los periodistas hubiesen trabajado más a conciencia, lo habrían descubierto por sí mismos. La primera noche, ¡la primera!, ya leí algún comentario al respecto en un foro técnico de Internet; varios informáticos estaban hablando del tema en un canal abierto, pero por algún motivo nadie le concedió la importancia suficiente como para convertirlo en un poderoso rumor o hacer que trascendiera, por ejemplo, a la televisión. Luego vinieron las negaciones y el secretismo de las autoridades, y eso ha sido lo que más ha confundido a la población.

—Bueno, lo del secretismo ya se acabó. Gracias a su nueva amiga —dijo, señalando a Shannon—, todos los gobiernos y algunas compañías eléctricas han tenido que manifestarse y comunicar la verdad.

En la pantalla del televisor iban apareciendo las caras de todos aquellos reporteros que se habían hecho eco de la historia de Shannon. A aquellas alturas, casi todos los canales que aún funcionaban habían montado algún tipo de programación especial para cubrir la noticia. Manzano se preguntó quién podía mirar aún la tele. Por suerte, eran ya muy pocos.

Antes de dar la noticia, Shannon había pedido a sus colegas que informaran también del hecho de que hasta el momento no se habían producido grandes disturbios ni caos social.

—Todos esperan imágenes de tragedias, guerras y enfrentamientos callejeros —había dicho—, pero lo interesante, aquí, además de novedoso y sorprendente, es ofrecer información sobre la compasión y la buena convivencia… Además, será más positivo para todos y nos ayudará a sobrellevar mejor todo este drama.

Sus palabras, no obstante, parecían haber caído en saco roto, y la mayoría de los reportajes mostraban hipotéticos escenarios basados en imágenes de catástrofes pretéritas o en películas de ciencia ficción, y estaban enfocados principalmente a destacar los aspectos negativos de la realidad: disturbios, provocaciones, escaramuzas, cadáveres de animales y cuerpos humanos sin vida.

Bollard suspiró.

—¿Y qué hago ahora con usted?

—Déjeme seguir trabajando. O mándeme de vuelta a casa.

Bollard apretó las mandíbulas.

—Bueno, al menos se ha acabado el secretismo —dijo, a modo de despedida, mientras salía de la habitación.

—Entonces, algo hemos conseguido —aseguró Manzano, ya con la puerta cerrada. Y luego, sin poder evitar pensar en su amigo Bondoni y en las tres chicas de las cabañas de Ischgl, añadió—: Estoy cansado.

—Yo también —dijo Shannon.

—Ve tú primera al baño, si quieres.

Mientras ella se duchaba, Manzano estuvo mirando la tele, pensativo. La americana apareció en el salón con pantalones cortos y camiseta. Él le preguntó:

—¿No tendrías que estar ahí fuera recabando material para nuevas emisiones?

—Yo ya he hecho lo que debía —respondió—. El resto lo harán otros. Por lo que parece, todos tendremos mucha información para publicar en los próximos días… suponiendo que aún quede gente que pueda ver la televisión. —Se quedó callada unos segundos y luego añadió—: Gracias. Gracias por dejarme dormir aquí, y por contármelo todo hoy.

—No hay de qué.

Seguía sorprendiéndole que la chica se atreviera a pasar la noche con él en su habitación, sin conocerlo de nada. Casi podría ser mi hija, pensó. Y es muy guapa.

Fue al lavabo. Estaba agotado. Se preguntó cuánto tiempo más duraría el generador de emergencia del hotel, y cuántas duchas más podría darse con agua caliente.

Cuando volvió a la habitación, Shannon ya estaba en su lado de la cama, bajo la manta, y respiraba profunda y regularmente. Manzano apagó la tele, se metió en la cama y se quedó dormido casi de inmediato.