Turín
—Ya hemos llegado —dijo Valerio Binardi.
Estaban ante una puerta de roble. A un lado, el timbre —sin nombre—. Al otro, su colega Tomaso Dello. El casco lo protegía del frío, y, en la parte que le cubría la mandíbula, llevaba integrado un micrófono para dar órdenes a su equipo.
Tras él, seis hombres del Núcleo Operativo Centrale di Sicurezza —NOCS—. O, dicho con otras palabras, el equipo antiterrorista de la Policía del Estado. Chalecos antibalas, pistolas cargadas, el ariete listo para actuar.
Seis hombres más esperaban tras las ventanas abiertas del domicilio que quedaba justo encima, listos para lanzar unas cuerdas y entrar en el piso en cuanto les dieran la señal. En los edificios circundantes, otros tantos especialistas, con prismáticos de visión nocturna, tenían la misión de cubrir a sus compañeros. A la entrada del edificio y por toda la manzana se habían repartido varias tropas, y las furgonetas estaban aparcadas en la esquina de la calle.
El insólito silencio que había seguido al apagón dificultó el acercamiento, aunque no lo impidió, y más teniendo en cuenta que aquella unidad, precisamente, recibía el nombre de Sicut Nox Silentes, es decir, «Silenciosos como la noche».
No sabían si el piso estaba habitado o no. Hacía menos de dos horas que habían recibido la orden de entrar en acción. Los helicópteros se habían ubicado cerca del barrio, a las afueras de Torino, pero no pudieron hacer muchos más preparativos, pues les habían dicho que no tenían tiempo que perder.
En la breve reunión preliminar que mantuvieron definieron los tiempos con toda precisión. No podían fallar en nada: en aquel preciso instante, en otros dos puntos de Italia había una segunda unidad NOCS y una tropa del Gruppo di Intervento Speciale —el grupo antiterrorista de los Carabinieri—, respectivamente, también listas para actuar.
Binardi no sabía a quién estaban cercando exactamente, pero no le cabía la menor duda de que el asunto era serio: las dos unidades antiterroristas de Italia se habían unido para actuar a la vez, y aquello no podía significar nada bueno. Echó una última mirada a su reloj de pulsera. Las seis de la mañana. Fuera aún era oscuro.
Por fin, recibieron por radio la orden de atacar.
El ariete echó la puerta abajo, y los hombres del NOCS lanzaron granadas de humo al interior del piso. En el interior, pues, niebla y oscuridad. Binardi corrió a la primera puerta y la abrió de una patada. Lavabo. Vacío. Segunda puerta. Armario. Vacío. La puerta del salón estaba abierta. Los colegas entraron en el piso en bloque. Podía oír el atenuado sonido de sus botas sobre el parquet. Revisaron el piso en pocos minutos, pero allí no había nadie. Como único mobiliario, un sofá viejo, unas estanterías y dos puertas más, ambas cerradas. Un equipo fuera, y Binardi con los suyos dentro. Una habitación con una litera. En la cama de arriba, un niño observa a Binardi con los ojos abiertos como platos. Él coge el arma instintivamente. El niño empieza a llorar. Luego otro niño en la litera de abajo. Binardi mira a su alrededor e indica a uno de sus hombres que se encargue de la cama de abajo. Él, la de arriba. Levanta la manta. El niño está solo. No hay peligro, pero no sueltan las armas. Los niños se apretujan en la esquina de la cama, contra la pared.
Veinte segundos después, el comunicador que Binardi lleva en el casco le indica cómo está la situación:
—Dos adultos en un dormitorio. Parece que los hemos despertado. Por lo demás, todo limpio.
—Oído —dijo Binardi al aparato.
Sintió que su cuerpo se relajaba y el subidón de adrenalina remitía. Podrían haber llamado al timbre, al final.
La Haya
Bollard desconectó el proyector. Si había algo que tenía claro desde la noche anterior, era que iba a tener que ahorrar cada gota de gasóleo del generador de emergencia.
Habló por teléfono con sus colegas italianos y suecos, dejó el número de su móvil en la central y volvió a casa, a su fría habitación, para meterse en la cama con la esperanza de que al día siguiente todo se hubiese solucionado.
A las cuatro de la mañana, el teléfono lo arrancó de un sueño nada reparador. Los suecos fueron los primeros en llamar, apenas media hora antes que los italianos. Ambos países confirmaban las peores sospechas: los contadores daban muestras de haber sido manipulados.
No hacía mucho que los expertos habían empezado a discutir sobre los peligros de las modernas redes eléctricas. La mayoría de ellos pensaba que los sistemas eran lo suficientemente complejos y estaban lo suficientemente protegidos como para no tener que preocuparse durante mucho tiempo. En general, las redes eléctricas europeas operaban profesionalmente siguiendo el criterio n-1, según el cual cualquier recurso eléctrico —un transformador, un cable de alta tensión, una planta de energía…— podía fallar en cualquier momento sin afectar al resto de la instalación. Por lo tanto, un incidente localizado en algún punto, fuera éste el que fuera, no tendría que provocar en ningún caso un fallo mayor. Como mucho podría suceder que varios de estos incidentes localizados tuvieran lugar a la vez, pero esto sólo se daba en situaciones realmente insólitas o con una meteorología especialmente adversa. Sea como fuere, y pese a todos los adelantos y medidas preventivas, no podía olvidarse que el factor humano aportaba siempre un punto de indefinición a todos los adelantos y medidas preventivas… y a la seguridad en los sistemas.
Hasta la fecha, los ataques a las compañías eléctricas apenas habían tenido consecuencias, y en muy pocas ocasiones habían afectado a más de una región. Los principales culpables de estos ataques solían ser extremistas nacionales. Tal fue el caso, por ejemplo, de la llamada Noche de Fuego de 1961, al sur del Tirol. En ella, varios grupos criminales que se hacían llamar «combatientes por la libertad» sabotearon las redes eléctricas de varios pueblos y pequeñas ciudades, inutilizando la iluminación pública, los dispositivos de alarmas y gran parte de la telefonía y demás infraestructuras, con el fin de sobrecargar a la policía, a los bomberos y al resto de servicios de emergencia y dejándose el camino libre para nuevos y sistemáticos ataques a la población… Pero esto de ahora era otra cosa.
Treinta minutos después de la llamada de los suecos, Bollard estaba sentado en su despacho, teléfono en mano, alarmando a todos los que pudiera localizar. Entretanto, sus contactos en Italia y Suecia le enviaron sendos informes con las primeras impresiones de sus indagaciones. Hacia las siete de la mañana había reunido ya a la mayor parte del equipo, unas dieciocho personas, que en aquel momento debatían acaloradamente en la sala de juntas. Una vez más, Bollard se sorprendió al ver las pocas mujeres que allí había. De la junta directiva sólo faltaba el director de la Europol, el español Carlos Ruiz, que el jueves había viajado hasta Washington para asistir a una reunión de la Interpol y ahora sólo pudo ponerse en contacto con ellos por videoconferencia.
—Hemos emprendido una acción coordinada —dijo Bollard—. Nuestros colegas en Italia y Suecia han localizado tres posibles puntos de partida, correspondientes a tres viviendas, y en menos de dos horas han enviado a sus unidades especiales a comprobar qué es lo que estaba sucediendo en ellas. Los interrogatorios a los inquilinos —o a los antiguos inquilinos— se están llevando a cabo a toda velocidad. Por otra parte, también en el resto de Europa se están emprendiendo acciones de este tipo, aunque no se están revisando los contadores, evidentemente, porque en su mayoría son analógicos.
»He mandado redactar un primer dossier para los oficiales de enlace de todos los estados miembros. En él les comunicamos los descubrimientos llevados a cabo en Italia y Suecia, y los emplazamos a poner manos a la obra: todos los sistemas de suministro de energía deben ser revisados. ¡Todos! Desde las centrales nucleares hasta los más discretos operadores de redes. Y después de esta reunión, como no podría ser de otro modo, informaremos minuciosamente a la Comisión Europea, a la Interpol y al resto de autoridades contempladas en los procedimientos.
Bollard hizo una pausa, y luego continuó:
—Creo que todos somos conscientes de la importancia de esta misión. No exagero si les digo que esto lo más serio que hemos tenido entre manos desde que se fundó nuestra oficina.
El director de la Europol, en Washington, carraspeó al otro lado de la pantalla del ordenador desde el que había estado siguiendo la reunión, y dijo:
—A partir de este momento decreto el veto de vacaciones; todos los trabajadores de la Europol deberán presentarse en sus puestos lo antes posible y permanecer en ellos hasta que hayamos solucionado el problema, o bien hasta nuevo aviso. Señora Teneeren —añadió, dirigiéndose a la directora del departamento de Comunicaciones Corporativas—, ¿qué estrategias comunicativas están previstas para informar a los ciudadanos?
La británica, una atractiva mujer de cuarenta y tantos años, se estiró la chaqueta antes de contestar:
—Vista la cantidad de empresas y jurisdicciones involucradas en este asunto, debemos tener muy en cuenta la posibilidad de que se produzcan filtraciones más o menos distorsionadas de la situación. Todas las preguntas que lleguen a nuestro departamento deberán pasar por mí y al final seré yo misma quien las responda. En cuanto a las cuestiones idiomáticas… la Europol investigará cualquier posibilidad de manipulación, con ayuda de las autoridades de las distintas nacionalidades. Pero aún no vamos a confirmar nada.
—¿Es cierto —siguió preguntando el director Carlos Ruiz— que el primero en dar la voz de alarma, el primero en conocer la información sobre los contadores, fue un programador italiano que condujo cuatrocientos kilómetros para poder ponerse en contacto con nosotros después de haber sido ninguneado por la policía y la principal empresa proveedora de electricidad de su país?
—El hombre apareció en nuestro centro de datos —respondió Bollard, cogiendo el testigo.
—¿En qué contexto?
—Se infiltró en centros de redes informáticas, empresas y ministerios para llamar la atención sobre la precariedad de los sistemas de seguridad. Es un hacker. Y uno muy bueno, según parece, pues logra entrar allí donde se propone… O al menos lo lograba hace unos años. Ahora parece que se ha retirado.
—¿Cómo lo definiría? ¿White Hat o Black Hat? —preguntó Ruiz.
—Es difícil decirlo —respondió Bollard, sorprendido.
Jamás habría imaginado que el director supiera de aquel asunto, aunque sólo fuera de un modo superficial. Para Bollard todos los hackers eran criminales, y esto incluía a los White Hats, aunque ellos sólo interviniesen en redes extranjeras. Los Black Hats, por su parte, eran unos vándalos indiscutibles que malmetían y robaban información, o lo que fuera, sin ningún tipo de miramiento.
—También sabemos que participó en las manifestaciones de los noventa, y que en los disturbios contra la cumbre del G-8 en Génova acabó siendo detenido.
—¿Cree que puede tener algo que ver con los responsables de todo este asunto?
Bollard tuvo que admitir, al menos en su fuero interno, que ni siquiera se le había ocurrido pensar en ello.
—¿En qué sentido? ¿Piensa que quizá se haya arrepentido de sus actos al ver todo lo que está sucediendo?
—Sí, algo así. En cualquier caso, no quiero que lo pierdan de vista —respondió Ruiz—. Quizá pueda ayudarnos a estirar del hilo y llegar hasta sus cómplices.
—O quizá no tenga nada que ver con el asunto.
—En tal caso, suponiendo que el hacker italiano de verdad fuera tan buen informático y estuviera tan limpio de culpa como usted pretende, señor Bollard, quizá pudiera servirnos de ayuda, ¿no le parece? Ya lo ha hecho una vez, y en estos momentos aquí necesitamos la colaboración del mayor número de trabajadores posibles. Por otra parte, si estuviera involucrado en el asunto y quisiera llevar a cabo algún otro tipo de sabotaje… podríamos observarlo detenidamente y abortar su movimientos.
—¡Pero eso sería como prestarse a dormir con el enemigo!
A Bollard, la idea de colaborar con un revolucionario de izquierdas como aquel italiano no le gustaba nada…
—Estoy convencido de que con ustedes estará en buenas manos y no podrá volver a atacarnos —dijo Ruiz—. Encárguese del asunto personalmente, Bollard.
Centro de mando
La respuesta del director de la Europol lo sorprendió. El rostro anguloso del hombre, con su pelo corto y canoso, no mostraba ninguna reacción extraordinaria al otro lado de la pantalla, y lo mismo sucedía con el resto del equipo, congregado ante la imagen del director en la sala de reuniones.
Tenía que ser precisamente la Europol, tan cargada de burócratas, la que tuviera más interés en deshacer el entuerto, ¿verdad? —se dijo—. Querían saber quién les había apagado la luz, y pensaban seguir hasta la pista más remota… Tenía verdadera curiosidad por saber cuánto tardarían Berlín, París y el resto de países en verse en la pantalla como gallinas asustadas y desplumadas.
Que llamaran al italiano, sí, que lo llamaran. Aunque el tipo le había sorprendido e incluso había trastocado ligeramente sus planes, ya no podría hacer nada más para ayudar a los de la Europol. Y ellos lo sabrían de inmediato. Pobres… todavía no tenían ni idea de lo que se les venía encima. Tendrían que haberlo previsto. Podrían haberlo hecho. Pero ni siquiera se habían parado a pensar que alguien pudiera seguir dominándolos eternamente, como él hacía ahora. Hacía años que las señales eran del todo inequívocas, pero, por algún motivo incomprensible, todos habían decidido no prestarles atención. Pues bien, ahora sabrían lo que significa la impotencia. La fiesta no había hecho más que empezar.
Ischgl
Angström se despertó con la sensación de tener una cabeza gigante bajo la que su cuerpo pendía como un simple apéndice. Era un milagro que la almohada pudiera cubrírsela toda. En la cama de al lado oyó respirar a Fleur. Abrió los ojos unos milímetros, con mucho cuidado, y enfocó la vista más allá de su almohada. La luz de la mañana brillaba anaranjada a través de las cortinas de cuadritos rojos y blancos de su habitación, y Angström pensó que parecía la luz de un anuncio barato de carretera. Volvió a cerrar los ojos y maldijo el ponche. Poco a poco logró incorporarse de la cama hasta poner los pies en el suelo. Estaba helado. Avanzó torpemente hasta el lavabo. Se escandalizó de lo fría que estaba la taza del retrete. Tiró de la cadena. Nada. Entonces lo recordó. Seguían sin electricidad. Cogió el cubo de agua que habían dejado preventivamente en el baño y lo vació a medias. Se dirigió a la pila del lavabo. No se miró demasiado en el espejo. Pensó que una ducha calentita le sentaría de perlas, pero en su lugar se lavó la cara con nieve fundida. Al menos le sirvió para despejarse. Cogió un paracetamol del botiquín e hizo cuanto pudo para devolverle la dignidad a su rostro. Luego se peinó, volvió a la habitación y se vistió en silencio. Fleur seguía durmiendo a pierna suelta. Cómodamente vestida con unos tejanos y un jersey muy abrigado que se compró en un viaje a Noruega, Angström bajó al comedor. Había sido la primera en despertarse. En la chimenea quedaban apenas unos restos carbonizados de madera que se deshicieron, sin más, cuando sopló para intentar avivar las brasas. Entonces puso dos troncos nuevos y volvió a encender el fuego.
Cuando reservaron la cabaña les dijeron que el desayuno iba incluido en el precio, pero dadas las circunstancias Angström no tenía muy claro si aquello iba a ser posible…
Fuera brillaba el sol. Acababa de aparecer tras la montaña que tenían justo delante. El valle, en cambio, seguía a la sombra. La nieve deslumbró a Angström, pero ella cerró los ojos y saboreó la calidez de los rayos de sol en su piel. Sobre el felpudo de la entrada había una cesta de picnic, y en su interior, pan negro, mantequilla, jamón, queso, embutidos, mermelada y hasta dos termos con té y café. Cogió la cesta y la llevó a la cocina. Se sirvió una taza de té y fue a sentarse al banco de la entrada, al sol.
Se estaba tan bien… Parecía imposible que ahí fuera hubiera tantos problemas… Aunque quizá ya se habían solucionado y aquellas cabañas eran las únicas que no habían recuperado aún la corriente.
Angström cerró los ojos y se dejó acariciar por los rayos de sol. Entre las manos, la taza con té caliente.
—No volveré a tomar ponche en mi vida.
Abrió los ojos. Frente a ella estaba Manzano, algo apartado para no taparle los rayos de sol. Angström se rio.
—Eso mismo he dicho yo al levantarme.
Él respiró hondo, dio media vuelta para señalar las montañas y dijo:
—Maravilloso, ¿no te parece?
—Sí —respondió ella—. ¿Dónde está el padre de Lara?
—Sigue durmiendo. Las últimas treinta y seis horas han sido muy estresantes para él. Ya no tiene edad para estos trotes…
—También han sido estresantes para ti, ¿no? Después de todo lo que nos contaste…
Manzano se rio.
—¡Bueno, al menos yo no he tenido que ordeñar ninguna vaca!
Angström tuvo que hacer un esfuerzo para recordar de qué habían hablado la noche anterior, pero lo que estaba claro era que aún tenía agujetas en los antebrazos.
—¿Te apetece un té o un café?
—No quiero dejaros sin desayuno.
—Bueno, si se acaba pediremos más.
—Entonces vale, gracias. Un café.
Angström cogió una taza y el termo de la cocina. En el piso de arriba, alguien acababa de entrar en el baño. La cabaña empezaba a despertar. Volvió a salir al porche. Manzano se sentó a su lado, en el banco, y envolvió la taza con las manos. Apoyó la cabeza en la pared de la cabaña y cerró los ojos.
—Lo pasé muy bien ayer —dijo—. Fue una velada muy agradable, pese a todo.
—Sí —dijo ella, adoptando la misma postura que él.
Manzano se había mostrado muy interesado en su trabajo en el CIMUE y no tardaron en ponerse a hablar del bien y del mal y de todo un poco. De todo un poco, vamos. Estuvieron despiertos hasta las tres de la mañana al calor de la chimenea que ardía en la cabaña de la recepción. A Angström le pareció que van Kaalden estaba encantada con el italiano. Cada vez que él decía algo, su amiga reía como si fuera lo más ingenioso que hubiese oído en la vida. Y bebió más ponche que nadie. Seguro que se levantaba con una resaca descomunal.
—¡Buenos días, tortolitos! —Terbanten estaba en la puerta de la cabaña, con una taza en la mano—. ¿Puedo sentarme con vosotros?
A Angström le dio un poco de rabia que Chloé apareciera justo en aquel momento. Con lo cómoda y bien que estaba…
—Aquí —dijo Manzano sin abrir los ojos, dando unas palmaditas en el banco para indicarle que a su lado había sitio.
Se acabó la calma. Terbanten empezó a hablar por los codos, como siempre, y Manzano fue apuntando algún que otro comentario, más que nada por educación.
Angström estaba a punto de levantarse para marcharse de allí cuando oyó pasos en la nieve. Una de las chicas de recepción se acercaba por el camino, entre las cabañas.
—Señor Manzano, acaba de llamarle un tal señor Bollard. Ha dicho que volverá a llamar en diez minutos, y que haga el favor de ponerse porque es muy importante.
Manzano, de pie ante el mostrador de recepción, sostenía el auricular con una mano y asentía en silencio. Ya estaba completamente despierto. Angström se hallaba junto a él.
—Mal —estaba diciendo entonces, en inglés—. Habría preferido equivocarme.
—Nosotros también —le respondió Bollard al otro lado de la línea.
—¿Encontraron alguna cosa más?
—¿Dónde?
—No sé. En otros países. Entre los distribuidores. En las centrales eléctricas. Usted mismo ha dicho que un apagón en Italia y Suecia no puede afectar a toda Europa.
—Hemos solicitado investigaciones a todos los Estados.
—¿Han solicitado investigaciones?
—La Europol no puede hacer más. Ni siquiera tenemos el personal adecuado. Lo cual me lleva a hablarle del segundo motivo de mi llamada. Mire usted, no quiero irme por las ramas, así que le seré claro: conocemos su pasado, y también sabemos que es usted bueno en su trabajo. El director de la Europol quiere que trabaje con nosotros, como consejero. Aquí, en La Haya.
Manzano enmudeció unos segundos. Sabía que muchos hackers solían acabar cooperando con las empresas y organismos oficiales cuya seguridad habían burlado, y aunque la mayoría de ellos sólo trabajaba por el beneficio económico, le constaba que muchos de aquellos hackers cooperaban con el FBI para obtener un tipo de información que de otro modo les estaría vedado.
—¿Sabe usted que hace unos años fui detenido y juzgado?
—Sí, porque es usted lo suficientemente bueno como para colarse en las empresas y los organismos que haga falta.
—No, porque fui tan estúpido que no pensé en esconderme.
—Pero no ha vuelto a pasarle.
—Quizá porque no he vuelto a actuar.
—Claro. O quizá porque se ha vuelto usted más astuto. En cualquier caso… ¿qué me dice? ¿Se apunta? Es el director en persona quien lo reclama. Por el dinero no se preocupe —añadió Bollar.
Manzano posó la mirada en la ventana. En la nieve blanca que brillaba al sol. Creía que había contemplado todas las posibilidades, pero se equivocaba. Jamás se planteó la opción de que la policía lo llamara para pedirle su colaboración. La policía nunca había sido amable con él. Lo habían reprimido y detenido, se habían burlado de él y, hacía apenas dos días, lo habían tratado como a un estúpido. ¿Por qué iba a colaborar con esa gente? Los recuerdos de la manifestación de Génova le vinieron inevitablemente a la cabeza: aquellos tipos uniformados dispararon sin miramientos contra un manifestante. Manzano los tuvo delante, cerrando filas, con sus cascos, sus escudos y sus porras. A estas últimas no sólo las vio, sino que las sintió en su propio cuerpo, aunque lo único que hizo fue gritar por el altavoz. Aquellos tíos lo golpearon sin miramientos y sin razones. A él y a muchos otros. Sólo porque sí.
—Creo que no voy a aceptar —dijo al fin—. Ya les he puesto sobre aviso. Ahora es cosa suya.
—Le sugiero que recapacite —le dijo Bollard—. Tómese su tiempo. Y apúntese este número de teléfono, por si cambia de opinión. Sólo una cosa más: si se decide a colaborar con la Europol, deberá mantener su actividad en el más absoluto silencio. Todo lo que hagamos respecto a esta crisis deberá ser tratado con la máxima discreción.
Secretismo, por supuesto. Cómo no. Lo que sea para que el pueblo no se entere de nada. La observación no hizo sino reafirmarlo en su decisión.
—Definitivamente, creo que no soy la persona que necesitan —dijo.
—Piénselo un poco más. Volveré a llamarlo en una hora.
Angström siguió la conversación de Manzano con una tensión cada vez mayor. Las respuestas del italiano la llevaban a imaginar los comentarios que podrían estar sonando al otro lado de la línea, y cuando éste al fin colgó se confirmaron todas sus sospechas.
La noche anterior habían empezado a hablar sobre lo que sucedería si el apagón se alargaba en el tiempo, pero en seguida cambiaron de tema: la realidad era demasiado dura para lo distendida y agradable que estaba resultando la velada. Dado su trabajo en el Monitoring and Information Centre, Angström era seguramente la mejor informada del grupo. No es que fuera la primera vez que se enfrentaban a una situación similar: ahí estaba el terremoto de Haití, por ejemplo. La sueca recordó las imágenes que transmitió la televisión y los informes que recibieron varios días después de la tragedia. Millones de personas en situaciones higiénicas infrahumanas, sin agua ni alimentos ni medicinas, sufriendo los ataques de merodeadores y saqueadores en todas las esquinas, con escenas de verdadera desesperación en los pocos lugares en los que podía brindarse alguna ayuda… Apartó de su mente aquellas imágenes. En Europa gozamos de una administración que funciona perfectamente y de un sistema de ayudas muy bien coordinado, se dijo. La cuestión era… ¿cuánto tiempo podríamos aguantar con esta administración y este sistema de ayudas?
Mientras volvían a la cabaña, no pudo evitar preguntar a Manzano por qué no quería ir a La Haya y colaborar con la Europol.
Manzano se encogió de hombros y le dijo:
—No tengo una buena relación con la policía, creo que ya lo sabes. Además, no tengo claro cómo podría ayudarlos.
—Bueno, ya los has ayudado una vez. ¿Por qué no seguir haciéndolo?
—No soy ningún experto en el tema. Estamos hablando de sistemas específicos y muy concretos.
—Estamos hablando de tu campo: la informática.
—Pero me piden que haga algo que no he hecho nunca. Es como si a ti te dijeran que dejes de coordinar las ayudas para las situaciones catastróficas, y que en su lugar te dediques a, por ejemplo, montar un campeonato de esquí. De un día para otro.
—Bueno, no sería lo mismo, pero entiendo a lo que te refieres.
Cuando llegaron a la cabaña los demás ya habían puesto la mesa para el desayuno. También estaba ahí el viejo Bondoni, a quien Manzano explicó las novedades.
—¡Pues claro que vas a ir, ya lo creo que sí! —exclamó el hombre sin dudarlo—. ¿O piensas dejar nuestro futuro en manos de esos inútiles?
—¡No exageres, Bondoni, esos tipos son profesionales!
—Sí, claro, tan profesionales que no se les ha ocurrido mirar en los contadores hasta que un hacker italiano les ha llamado la atención sobre los códigos.
—Ellos también habrían acabado descubriéndolo tarde o temprano…
—Más bien tarde, según parece. No, querido amigo, no permitiré que te escaquees tan fácilmente. Ya no eres tan joven como para empeñarte en verlo todo blanco o negro.
—Desde luego que no. En todo caso lo vería en Bits y Bytes.
—¿Por qué te manifestaste en otras épocas? ¿Por qué te enfrentaste a la policía? Querías salvar el mundo, ¿no? Pues bien, ahora tienes la oportunidad de hacerlo de verdad.
Para no tener que responder a eso, Manzano mordió un trozo especialmente grande de pan.
—Déjalo tranquilo, papá —dijo Lara Bondoni—. Es él quien debe decidir.
El hombre suspiró.
—Está bien. Tú sabrás lo que haces, Piero. El caso es que por ahora no tendremos agua ni calefacción, y dentro de poco tampoco tendremos comida, ¿no? Genial. Pero entonces estoy más cómodo aquí que en casa.
Y dicho aquello untó una rebanada de pan con mantequilla y mermelada.
—No tiene por qué ser así —le contradijo Manzano—. Ahora que ya saben lo de los códigos, deberían poder reactivarlos sin problemas y hacer que todo vuelva a la normalidad…
—Pero tú sospechas que el responsable de todo esto lleva algo más entre manos, ¿no es cierto? —apuntó Angström.
—Bueno, se me ha pasado por la cabeza la idea, sí. Sobre todo después de la llamada de ese tío de la Europol y de su afirmación de que un apagón en Italia y Suecia no tendría que haber afectado al resto de Europa.
—¿Estáis insinuando que no han logrado controlar el apagón? —preguntó van Kaalden.
—Por ahora no —respondió Angström.
—Pues yo también me quedaré aquí con el padre de Lara.
—Claro. ¡Lo habrías hecho de todos modos! Hoy es nuestro primer día de vacaciones, ¿recuerdas? Quizá deberíamos disfrutarlas un poco, y no dejar que nada ni nadie nos las eche a perder.
Tus vacaciones ya estaban estropeadas antes de empezar, pensó Angström, sólo que no quieres aceptarlo. Al mirar a sus amigas se dio cuenta de que estaban pasando por las dos primeras fases propias de una conmoción: desconcierto y negación. Era como si Manzano les hubiese hablado de una desgracia —un accidente de avión, por ejemplo— y ellas se hubiesen quedado muy afectadas durante unas horas, pero después lo hubiesen superado, y hasta olvidado. Sintió que se le revolvía el estómago. Se preguntó si sus amigas serían conscientes de la magnitud de la tragedia que atenazaba a Europa… Aunque quizá era mejor que no lo supieran.
—Si no he entendido mal, lo que haces en Bruselas —estaba diciéndole Manzano, en ese momento—, tus colegas van a tener un exceso de trabajo en los próximos días.
Angström asintió.
—Sí, yo también lo había pensado. Oye, Piero… si al final te decidieras a aceptar el trabajo en La Haya… ¿podrías pedirle a ese tal Bollard que te consiguiera dos billetes de avión en lugar de uno?
Manzano la miró, sorprendido.
—La Haya está a dos horas en coche de Bruselas —le dijo—, y si nadie me acerca un poco no sé cómo llegaré hasta allá. Pero tengo que ir. Van a necesitar toda la ayuda posible.
Berlín
Para Jürgen Hartlandt, criminalista de la unidad ST 35 de la Policía Criminal Federal, los terrenos del Treptower Park de Berlín reflejaban como ningún otro lugar en toda la ciudad lo irregular que había sido la historia de los conflictos internacionales durante el siglo XX y lo que va del XXI. A principios del siglo pasado, los batallones del Káiser partieron de estos terrenos hacia la batalla. Después, la policía los tomó para asegurar la ley y el orden en la capital de la joven República. Con el tiempo, cuando Berlín cayó bajo la dictadura nacionalsocialista, el ejército se dedicó a formar aquí a los militantes de las Waffen-SS, para el inminente exterminio de los judíos. Al acabar la Segunda Guerra Mundial, el Ejército Rojo ocupó estos mismos terrenos y los confiscó bajo el cínico nombre de policía del pueblo. Después de que los dictadores de la llamada República Democrática Alemana encerraran definitivamente a sus ciudadanos tras el muro de Berlín, las tropas fronterizas jugaron un papel determinante en la Guerra Fría. Durante la caída del Telón de Acero en 1989 la misión dejó de tener sentido y el ejército se apropió de los terrenos del Treptower Park. Los ciudadanos no tardaron en empezar a manifestar su interés por vivir en aquella zona, víctimas de un nuevo conflicto global cuyas consecuencias conducían inevitablemente a la actual realidad de los terrenos. Desde finales de siglo, y sobre todo tras los ataques de 2001 a Estados Unidos, la Oficina de la Policía Criminal Federal ubicada en Berlín se dedicó a luchar contra el terrorismo y a proteger a la población, y desde 2004 se les unió el recién creado Centro de Inteligencia Sobre Contraterrorismo (GTAZ, en su acrónimo alemán).
Hartlandt trabajaba en el complejo desde hacía cinco años. Entre sus primeras investigaciones destacó su descubrimiento y encarcelamiento del «Grupo de Sauerland», una asociación terrorista, islamista radical, cuyos miembros fueron condenados a penas de muchos años por sus supuestos ataques con explosivos.
En aquellos cinco años, como es lógico, había pasado algún que otro momento en el que se había sentido superado por los acontecimientos, pero nunca de un modo tan exagerado como en aquella mañana de domingo.
Ni siquiera hizo el amago de ir a su oficina, sino que se dirigió directamente a la sala de reuniones. Allí lo esperaban ya algunos colegas, con los rostros tensos y el gesto peocupado. Hartlandt tomó asiento y debatió brevemente sobre alguna que otra idea. Un cuarto de hora después apareció el presidente de la GTAZ en persona y lo saludó brevemente.
—Esta mañana, los suecos e italianos han admitido que sus contadores han sido manipulados, y que esto podría haber sido el detonante principal del súper apagón.
Un murmullo generalizado recorrió la sala, pero el hombre siguió hablando:
—El hecho de que el fallo se haya extendido a toda Europa nos lleva a pensar que quizá sigamos recibiendo mensajes de este tipo en los próximos días.
El panorama que pintó a continuación fue mucho peor de lo que Hartlandt había oído hasta el momento en la radio. Los responsables no descartaban la posibilidad de que la corriente fallara varios días más, lo cual haría necesaria una evacuación de emergencia y medidas de primeros auxilios para decenas de millones de ciudadanos.
Cuando le preguntaron quién había reivindicado el ataque a los contadores, el presidente de la GTAZ se limitó a decir:
—No lo sabemos. Por ahora no hemos podido discernir si se trata de un golpe de Estado político, de una cruzada religiosa, de un atentado terrorista, un ataque criminal o una declaración de guerra.
Como no podía ser de otro modo, la última frase provocó una nueva oleada de murmullos en la sala…
—Damas y caballeros —dijo entonces, a modo de conclusión—, en un par de horas recibiremos un primer informe en el que se nos explicará por qué no hemos tenido noticia alguna sobre la inminencia de un acontecimiento de semejante magnitud —y por tanto no hemos podido combatirlo ni atenuar sus consecuencias—, y también, de paso, se nos indicarán los hechos e informaciones que debemos tener en cuenta a partir de este momento, dada la situación de emergencia en la que nos encontramos. Hartlandt, cuento con usted para coordinar las investigaciones.
La Haya
Marie metió las maletas en el coche. Tuvo que hacer dos viajes para poder con todas. Los niños llevaban sendas mochilitas con sus juguetes preferidos.
—¡Nos vamos de vacaciones! —dijo Bernadette, feliz.
—Pues yo no quiero irme —se quejó Georges.
—Por favor, Georges, no te quejes. El viernes tenías muchas ganas de ir a ver a los abuelos a París.
—Ya, pero no fuimos.
Ella sabía que la noche anterior había pasado algo. Algo importante. Su marido se había quedado a trabajar hasta muy tarde, y a la vuelta lo había visto más tenso que nunca, más incluso que antes de nacer su primer hijo, por mucho que él se esforzó en disimularlo. Le preguntó qué sucedía, por supuesto, pero él le respondió que no podía decírselo, y en su lugar le propuso que cogiera a los niños y se fuera unos días de vacaciones a un lugar con agua caliente y electricidad. Reunirse con sus padres no era una opción, porque no tenían suficiente gasolina en el depósito como para llegar hasta París.
—Venga, vámonos ya.
—¿Papi no viene?
—Tiene que trabajar. Él vendrá por la noche.
Marie Bollard cerró la puerta con llave. En su calle, con sus señoriales casas y jardines, todo parecía estar como siempre. El cielo estaba cubierto de nubes.
Se aseguró de que los niños llevasen bien puesto el cinturón de seguridad, y se puso en marcha. El tráfico era más denso de lo normal. Lógico, pensó: nadie podía coger el transporte público. Encendió la radio. Estaban hablando del apagón, cómo no. Entrevistaban a gente de la calle. Uno se quejó de la compañía eléctrica y dijo que iba a ponerles una denuncia; otro dijo que el único modo de salir bien parado de aquella situación era tomarse las cosas con calma. «¡Sólo espero que mi retrete vuelva a tener agua pronto!», dijo, sonriendo. Marie se preguntó de dónde saldría la energía que permitía el funcionamiento de las radios.
—¿A dónde vamos? —preguntó Georges.
—A aquí al lado. En un cuarto de hora habremos llegado.
—¿Y para eso llevamos tantas maletas?
—Es que nos quedaremos varios días.
Después de pasar la ciudad de Zoetermeer, el GPS le indicó que saliera de la autopista. Marie Bollard siguió las indicaciones del aparato hasta llegar a una granja espectacular.
La fachada del edificio estaba coronada por uno de esos magníficos tejados de cañas típicos del norte de Alemania, y en el patio de delante vio aparcados un todo terreno, dos berlinas y un tractor.
Aparcó ahí al lado.
—¡Abajo, niños!
Apretó el timbre de latón de la puerta de madera, bellamente tallada, y al cabo de unos segundos se encontró ante una mujer de su edad. Llevaba pantalones de pana, una camisa de cuadros y un jersey de lana, y tenía una expresión muy amable bajo su melenita rubia.
Bollard se presentó.
—Mi marido ha hablado con usted —añadió.
—Yo soy Maren Haarleven —dijo la dueña de la granja, con una sonrisa—. Bienvenidos. ¿Os apetece tomar algo o preferís ver vuestra habitación?
—La habitación, por favor.
La granja estaba calentita. Era un edificio muy bien cuidado, pero al que el paso de los siglos apenas había dejado una pared recta. La decoración había sido escogida con mucho gusto. Sencilla pero elegante, y muy adecuada al entorno. Haarleven los precedió al primer piso por una escalera estrecha. Allí vieron un pasillo largo con varias puertas a los lados. La dueña de la granja abrió una de ellas.
La habitación era agradable y espaciosa. Un sofá y dos sillones que tenían pinta de ser muy cómodos, un par de ramos de flores, varias antigüedades rurales… Y el blanco como color predominante.
—Ésta es una de nuestras suites —le explicó Haarleven—. Lo que veis es el salón, obviamente. Aquí al lado tenéis la cocina, que tiene una mesa bastante grande, y allí el lavabo y dos habitaciones.
—¡Un lavabo!
Dio la vuelta a los grifos. Corría el agua. Bollard reprimió un grito de alegría y pensó en la ducha que se pegaría lo antes posible.
—¡Esto es maravilloso!
—Sí lo es —se rió Haarleven—. El apagón no nos afecta, por suerte. Vengan conmigo, le enseñaré algo, y a la vuelta podemos sacar sus maletas del coche y subirlas a su habitación.
Ya en el piso de abajo, Haarleven fue hacia la parte trasera de la casa. A izquierda y derecha había dos enormes casetas cuadradas. La mujer se dirigió a la de la izquierda y abrió una puerta muy grande. Tras ella, Marie y sus hijos vieron… ¡un montón de pollitos! El techo estaba cubierto de lámparas de calor.
—Como ven, nos dedicamos a la avicultura.
Georges y Bernadette gritaron entusiasmados.
—Imagínese lo que pasaría si aquí también nos quedáramos sin electricidad. En cuestión de horas morirían todos congelados.
Los invitó a entrar, cerró la puerta y avanzaron por el pasillo central, flanqueados por pollitos a izquierda y derecha, hasta salir por el otro lado. Una vez fuera, se dirigieron hacia la segunda caseta, cuya puerta era de metal. En esta ocasión, el interior estaba muy oscuro. Bollard sólo pudo distinguir una especie de armario grande y verde del que salían distintos tubos y cables.
—Tenemos nuestra propia mini-central eléctrica —dijo Haarleven, con una indudable nota de orgullo en la voz—. Se alimenta de madera y pellets. No dependemos de ninguna compañía de electricidad pública, y como además tenemos nuestro propio pozo de agua, el apagón no nos ha afectado lo más mínimo… —Cerró la puerta—. Por lo menos hasta ahora, que se nos han disparado las reservas. ¡En media hora hemos llenado todas las habitaciones! Y creo que todos los que llamaban eran colegas de su marido. ¿Qué extraño, no le parece? ¿Sabe usted a qué se debe?
Me temo que lo sabremos todo muy pronto, pensó Marie. Sus sospechas eran cada vez peores…
París
—Damas y caballeros —dijo Guy Blanchard, dirigiéndose a las cámaras mientras se recolocaba el auricular con los dedos—, hoy tenemos la oportunidad de dar a conocer a todos los franceses, y ya de paso a Europa y al mundo entero, no sólo el Centre National d’Études Spatieles (el CNES), sino también, y sobre todo, el Centre National d’Exploitation Système, entre cuyos directivos tengo el honor de contarme. Pues yo les aseguro, con toda humildad, que sin este último la agencia de estudios espaciales no tendría energía ni para encender la cafetera.
—Indiscutiblemente satisfecho, Blanchard miró al ejército de periodistas que se había acumulado en la sala de prensa. Estaba acostumbrado a las cámaras y los flashes.
—Reconocemos que el apagón que asola toda Europa desde hace ya dos días ha acabado afectando también a Francia, y queremos disculparnos por ello. Es una tragedia que el pueblo francés haya tenido que pasar todas estas horas sin luz ni calefacción. Sin embargo, y como muchos ya han podido comprobar, hemos logrado contener la situación y hemos devuelto la corriente a muchas zonas del país, al contrario que nuestros vecinos de toda Europa. Todavía se nos resiste algún que otro punto, pero estamos convencidos de que en las próximas horas todo volverá a la normalidad. Las películas, las imágenes y los gráficos de mi presentación las encontrarán en el DVD que hemos adjuntado a su dosier de prensa y a los informes de prensa de las páginas de Internet del Réseau de Transport d’Electricité y de la Electricité de France.
Un ayudante inició el espectáculo en la gran pantalla que quedaba justo a su espalda.
—El apagón general ha supuesto para el común de los afectados un terrible desafío. Sólo un ejemplo: como sin duda ya saben, la mayor parte de la energía francesa proviene de las centrales atómicas, y por su propia idiosincrasia, cuando los generadores se apagan resulta extraordinariamente complicado volver a encenderlos en poco tiempo, aunque nuestros expertos los han afrontado con una extraordinaria profesionalidad.
Blanchard se permitió apartar la mirada a la pantalla durante unos segundos, para comprobar si las imágenes de la presentación iban al ritmo de sus explicaciones.
—Ello nos ha permitido construir en pocas horas una serie de islas de electricidad en torno a las centrales energéticas, que de este modo podrán ir ampliándose sucesivamente.
En el mapa que tenía a sus espaldas, una serie de pequeños puntos empezó a convertirse en un grupo de manchas con una presencia cada vez mayor.
—A lo largo de las últimas horas hemos podido ir sincronizando todas estas redes regionales aisladas hasta el punto de que el cincuenta por ciento de la población vuelve a tener asegurados los suministros básicos…
—Monsieur Blanchard. —La voz de su ayudanta sonó en el pinganillo que llevaba en la oreja, pero él continuó su discurso, imperturbable.
—… y nos sentimos muy orgullosos de ello pues somos uno de los poquísimos países de Europa que han conseguido contener el apagón…
—Monsieur Blanchard, es muy importante. —La voz del pinganillo empezaba a ponerle nervioso.
—… y gracias a la estabilidad de nuestras redes podremos ayudar al resto de estados europeos a salir de este descomunal embrollo.
—Concluya la rueda de prensa.
¿Qué acababa de decirle su ayudante?
—Concluya la rueda de prensa inmediatamente. Es una urgencia.
¿Cómo que una urgencia? ¿Qué tipo de urgencia?, se preguntó, y en seguida dijo, dirigiéndose al público:
—Bueno, esto es todo por el momento. Gracias por su atención.
Los periodistas empezaron a hacerle preguntas, pero él las evitó todas, se alejó del púlpito y corrió hacia la sala de al lado.
Su ayudanta lo esperaba con los ojos como platos, y Blanchard le gritó:
—Como no me diga que ha venido a verme el presidente —como mínimo—, ya puede ir metiendo sus cosas en cajas.
—Es mucho peor de lo que imagina —le respondió ella—. Tiene que subir inmediatamente al centro de control.
—¿Pero qué ha pasado? ¿Cuál es el problema?
—No tienen ni idea de lo que ha pasado. Ése es el problema.
Blanchard se metió en el ascensor.
En una sala con monitores y mesas llenas de ordenadores, los trabajadores discutían acaloradamente entre sí. Algunos estaban apoyados sobre las mesas y observaban las pantallas con expresión atónita. Otros hablaban acaloradamente por teléfono. El monitor más grande, uno que ocupaba prácticamente toda una pared, mostraba la imagen de las últimas horas. Algunas regiones verdes y algunas rojas. El resto de pantallas de la sala estaba azul.
Se le contrajo el estómago. Se precipitó hacia el primer ordenador y miró la pantalla, en la que sólo podía leerse una indicación:
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Stop: 0x00000001(0x000003E8, 0x00000002, 0x00000001, 0x903A7FC4)
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—¿Se puede saber qué demonios ha pasado?
El hombre al que se dirigió, un trabajador con muchos años de experiencia, sacudió la cabeza, desesperado.
—Se ha ido todo. Pantallas azules. En todos los ordenadores. Parece un apagón absoluto.
—Pero ¿cómo? ¿Cuándo?
—Hace unos diez minutos. Al principio sólo teníamos problemas con algunos aparatos aislados, pero en seguida han ido cayendo todos.
—¡Por Dios! Bueno, vale, a ver, calma…
Blanchard empezó a devanarse los sesos. De acuerdo, ya no podían ver cómo iban las cosas, pero eso no significaba que ahí afuera todo hubiese fallado, ¿no? Eso es, era como si estuviesen pasando la noche en un barco, en mitad del océano, sin luz ni maquinaria de control, pero con los motores aún en marcha. No tendrían problemas mientras no se topasen con ningún acantilado, iceberg u ola excesivamente grande. Pero en cuanto lo hicieran, en cuanto apareciera algún tipo de dificultad y tuvieran que corregir los operadores manualmente… Entonces tendrían verdaderos problemas.
En ese momento uno de los trabajadores empezó a mover un teléfono sobre su cabeza.
—¡Tengo al Centro de Operaciones al otro lado de la línea! —gritó.
Allí los operadores no analizaban el estado de la red, sino de los servidores que la controlaban. El barco que surcaba los mares de noche y sin maquinaria empezaba a notar un ruido extraño en el motor.
—El Centro de Operaciones tiene graves problemas.
—¡Mierda! ¡Envíen a Albert Proctet! ¡Díganle que yo también voy de camino! Y si aquí necesitan algo, ya saben dónde encontrarme.
Y dicho aquello abandonó la sala a toda prisa.
Desconcertado, Turner se quedó mirando el micrófono que el directivo del Centre National d’Exploitation Système había dejado vacío sin dar paso al turno de preguntas. En la sala, un murmullo en el que confluían la sorpresa, las críticas y las suposiciones taimadas empezó a coger cada vez más cuerpo, hasta que algunas voces aisladas empezaron a exigir respuestas a gritos. Respuestas, y la presencia de algún responsable que les diera explicaciones. Mas no apareció nadie. Al cabo de unos minutos, todos los periodistas empezaron a recoger sus cosas y a marcharse de allí. Shannon y Turner se sumaron al resto. Mientras salían de la sala de prensa, la mayoría fue quejándose de la falta de profesionalidad ante los medios, menos Shannon, que se mantuvo callada. No habría sabido decir por qué, pero tenía la sensación de que tras aquella brusca interrupción del discurso de autobombo, ese tal Blanchard escondía algo. Era evidente que aquel tipo adoraba las cámaras y la popularidad, y estaba segura de que no habría renunciado a ellas con semejante docilidad de no haber tenido una razón de peso. No habían llegado aún a la salida del edificio, cuando la intuición de Shannon se confirmó: en la calle se oían gritos y bocinas, y a través de la puerta de cristal vieron a ciudadanos que avanzaban crispados por las aceras, toqueteaban sus móviles con nerviosismo, gesticulaban exageradamente o discutían con otros ciudadanos por cualquier nimiedad.
El día era gris, y el viento, desagradable. Shannon no tardó en reconocer el motivo de tanta excitación. Todos los escaparates de la calle estaban apagados, igual que los semáforos y las señales luminosas. Y los coches no podían circular.
—¡No, por favor, otra vez no! —se quejó Turner—. ¿Pero no acaba de decirnos el tipo ese que ya había pasado todo?
—Bueno, pues volvamos a entrar —propuso Shannon—. Nos deben una explicación.
Se dieron la vuelta para regresar al edificio, y justo en aquel momento vieron al personal de seguridad cerrando las puertas por dentro.
En el centro de operaciones, Blanchard se encontró con el mismo caos que reinaba en el centro de control. Una simple mirada a los monitores le bastó para localizar el problema.
El jefe de los servicios informáticos del departamento, Albert Proctet, un hombre joven con barba de tres días y una camisa de colores, lo esperaba con el ceño fruncido, y señalaba las pantallas en las que, junto a muchos puntos verdes de control, brillaban también algunos naranjas y rojos.
Cada puntito de aquellos simbolizaba un servidor que controlaba y protegía la red. El hecho de que alguno de ellos cayera de vez en cuando no era poco frecuente. Los sistemas estaban asegurados de tal modo que cuando un servidor caía, otro ocupaba su lugar.
—El sistema de reemplazos funcionaba perfectamente, hasta que cayó el primero de los servidores.
Dicho con otras palabras: una de las estaciones de conmutación de la red eléctrica sufrió algún tipo de percance y fue desactivada. Ningún problema, en circunstancias normales, porque el sistema eléctrico preveía esta posibilidad y la zona afectada pudo cubrirse con otros conmutadores y cableados. El problema era que ahora luchaban con una red que cada vez se parecía más a un tapiz lleno de puntos, y cada uno de ellos se mantenía allí con un equilibrio muy inestable. Cada reemplazo podía generar una partición en la electricidad de toda una región.
Uno de los hombres que había en la sala advirtió a Blanchard de que lo estaban llamando por teléfono.
—¡El centro de control!
Se acercó al aparato y se puso el auricular en la oreja.
—¿Qué sucede?
—Acabamos de perder la región seis —dijo una voz al otro lado de la línea.
Blanchard cerró los ojos y se imaginó la enorme pantalla de la sala de control, en la que una red de líneas verdes acababa de volverse roja.
En los monitores, ante sus propios ojos, tres luces de color ámbar enrojecieron de pronto, y tres más lo hicieron dos minutos después.
—La región dos pasa a ámbar —dijo la voz al otro lado de la línea.
—La región dos y cinco en rojo, la cuatro en ámbar, no, perdón, ahora en rojo. ¿Pero qué está pasando? ¡Volvemos a perder toda la red!
El barco sin maquinaria de control empezaba a perder el rumbo, y surcaba los mares sin saber muy bien a dónde iba ni por qué.
La Haya
—¿En qué habían pensado? —preguntó Manzano. Se había avanzado a la insistencia de Bollard y lo había llamado él—. ¿Qué esperan que haga, y dónde?
—Aquí, en La Haya —le respondió Bollard, preguntándose qué debía haber provocado el cambio de actitud de aquel hombre—. Hemos reunido un montón de información, y estoy seguro de que podría ayudarnos con los análisis.
—Me había traído ropa para tres días, y ya he utilizado la mitad. Las lavadoras no funcionan y las tiendas están cerradas.
—Seguro que encontraremos una solución.
—¿Y dónde me alojaría?
—En un hotel. Uno con generadores de emergencia.
—¿Todavía queda alguno con habitaciones libres?
El italiano tenía buenos argumentos, y a Bollard le habría gustado decirle que tenía razón y que lo mejor sería que se quedara donde estaba, pero el director Ruiz tenía otros planes para él.
—La Unión Europea tiene suficientes contingentes en los hoteles de La Haya.
—La Haya… ¿Y cómo voy a llegar hasta allí?
—Le prepararé un avión.
No me creo que esté haciendo esto, se dijo Bollard. Estoy hablando con el tipo de persona a la que debería perseguir, y en cambio le estoy prometiendo un avión.
—Pero ¿cómo? Pensaba que los aviones no funcionaban.
—No se preocupe usted por eso. De mi trabajo ya me ocupo yo.
—Una trabajadora del CIMUE querría venir conmigo —dijo Manzano—. Dice que la necesitan en Bruselas.
—Ningún problema. Habrá sitio.
Saint Laurent-Nouan
Marpeaux tardó en comprender qué le había despertado, hasta que oyó maldecir a su mujer. Se quedó estirado e intentó seguir durmiendo. Dio la espalda a la puerta, pero la oyó maldecir una vez más mientras iba de un lado a otro de la casa. Él se frotó los ojos, se levantó, fue al lavabo y tiró de la cadena. No había agua. Lo intentó una vez más, pero sin éxito. Y tampoco salía agua de grifo. Marpeaux lanzó un suspiro y tocó el interruptor de la luz. ¡No! ¡Otra vez no!
—Volvemos a estar sin corriente —le dijo su mujer, desde el otro lado de la puerta, con los brazos en jarras.
Marpeaux se encogió de hombros.
—¿Y yo qué quieres que haga?
Ella movió la cabeza.
—Sólo te lo digo…
No podría pegarse esa ducha caliente que tanto anhelaba, pues. Se vistió y marcó el número de la central. Respondieron al tercer timbrazo.
—Hola, soy Yves —dijo al jefe del turno de día—. ¿Va todo bien?
De fondo podían oírse señales de alarma.
—No estoy seguro —respondió una voz agitada al otro lado de la línea—. Acabamos de sufrir un nuevo y rapidísimo apagón.
¿Entonces por qué dice que no lo sabe? ¡La respuesta es obvia!, se dijo Marpeaux.
—¿Qué son esas señales que oigo de fondo?
—Tienen que ver con el suministro de energía de emergencia. Ahora no puedo hablar. Quizá luego.
Y dicho aquello, colgó. Marpeaux hizo lo propio. Su colega trabajaba en la central desde hacía once años, y llevaba tres como jefe del turno de día, pero Marpeaux nunca lo había visto tan estresado como entonces.
Sin pensárselo dos veces salió al pasillo, se puso una chaqueta y sin dejar de correr le dijo a su mujer, que lo miraba con la boca abierta:
—¡Tengo que ir a la central!
Ischgl
Tras el desayuno se sentaron en el banco que quedaba frente a la cabaña, al que añadieron alguna hamaca para caber todos juntos. Angström no dejaba de pensar que toda aquella situación era surrealista. ¿Pero qué podían hacer si no? Llorar y desesperarse no servía de nada. Aun así —todo se ha de decir—, el ambiente estaba muy enrarecido. Por algún motivo habían renunciado a sus promesas matutinas y habían pedido unas botellas de Prosecco. Sólo ella y Manzano prefirieron no beber. Van Kaalden y Terbanten planearon una salida hacia el mediodía, pero tras la tercera botella de Prosecco, Angström empezó a dudar de que pudieran hacerla.
Hacia las doce se presentaron en la cabaña dos hombres uniformados.
—¿Piero Manzano y Sonja Angström? —preguntó el más bajo de los dos.
Angström se incorporó, y Manzano se presentó a los hombres.
—Somos policías. Nos han indicado que pasemos a recogerlos. En el valle les espera un helicóptero, listo para llevarlos.
El parloteo del resto del grupo se interrumpió de golpe. Ambos sacaron sus maletas de la cabaña. Angström se despidió de sus amigas con un abrazo.
—Que tengáis una feliz semana —les dijo.
—Nos vemos a la vuelta. Cuídate mucho.
En los rostros de todas ellas podía leerse el miedo y la preocupación que hasta el momento habían preferido beber. Y es que la despedida removió e hizo salir a flote todos los sentimientos…
Angström se fijó en el abrazo que Manzano le dio a Bondoni. Le sorprendió que se tuvieran tanto cariño. ¿O quizá fuera su consciencia de la solemnidad del momento?
—¿De verdad puedo dejarte aquí solo? —preguntó Manzano al padre de Lara.
—No estoy solo, sino perfectamente acompañado.
Manzano se dirigió a Lara:
—¿No os importa que se quede? Seguro que esto no entraba en vuestros planes…
Lara pasó el brazo por encima de los hombros de su padre, y dijo:
—Nuestros planes no tienen nada que ver con lo que está pasando desde el minuto cero, y, además, a mi padre lo veo demasiado poco. Así que no te preocupes nada. Sólo siento que vosotros tengáis que marcharos.
Soltó a su padre y lo abrazó a él.
—¡Mucha suerte!
La policía los condujo hasta el valle en un 4 × 4. Durante el viaje se quedaron en silencio, cada uno ensimismado en sus propios pensamientos. Veinte minutos después se detuvieron en un campo cubierto de nieve en el que los esperaba el helicóptero, que se puso en marcha en cuanto ellos llegaron.
—¡Es la primera vez que viajo en un trasto de éstos! —gritó Angström por encima del ruido del motor, mientras corrían agachados hacia el aparato.
—¡Y yo! ¡Y además odio volar!
Ratingen
Pese a ser ya mediodía, la luz en la piscina cubierta tenía un tono crepuscular. El agua aún no estaba demasiado fría, y los treinta minutos de natación ayudaron a Wickley a calentarse. Salió de la piscina y sintió el frío en el cuerpo. Se frotó el pelo con la toalla, se secó y se envolvió en su albornoz. Su mujer se le acercó con una toalla sobre los hombros.
—¿Crees que la invitación seguirá en pie, dadas las circunstancias? —preguntó.
—Nadie ha hablado de anular nada —respondió Wickley—, y como puedes ver, yo acabo de asearme.
—Pues yo preferiría una ducha de agua ardiendo, la verdad —suspiró ella—. Además, ¿cómo iban a avisarnos si la anulaban? No nos funciona el teléfono, ni el móvil ni el e-mail, y seguro que a los von Balsdorff les pasa lo mismo, así que ya me dirás tú cómo iban a informarnos de que se ha anulado la fiesta.
—Sigmund von Balsdorff es el dueño y director de una de las mayores centrales eléctricas del país. Me juego el cuello a que tiene un generador de emergencia en el sótano de su casa…
—No como nosotros.
—… y por eso ni siquiera se le ocurre pensar que a sus invitados puede que las cosas no les vayan tan bien…
—Ojalá fuera así.
—… e incluso es posible que crea que todos tenemos generadores de emergencia…
—¿Y por qué no tenemos, ahora que lo dices?
—… pero por otra parte, estoy absolutamente convencido de que si quisiera anular alguna cosa, Sigmund encontraría el modo de avisarnos, aunque fuera mediante un mensajero a caballo.
—Bueno, la idea de pasar el día en una casa con calefacción tiene su punto, ¿eh?
—Venga, no te quejes —dijo Wickley cogiéndola del brazo—. Hasta hace unos minutos estabas tan ricamente sentada ante la chimenea, y no has pasado ningún frío…
—¡Pero ahora tendré que meterme en esta piscina helada porque no tenemos agua!
Wickley se echó el pelo hacia atrás con las manos:
—Si quieres, se me ocurre un modo de hacerte entrar en calor… —dijo, mientras metía su mano helada bajo la blusa de su mujer.
Ella lanzó un gritito y se apartó de un salto.
—¡Vale, vale, me has convencido! ¡Vamos a casa de los von Balsdorff!
Saint Laurent-Nouan
Marpeaux se mantuvo todo el rato en segundo plano. Junto a él, la responsable de la rueda de prensa y el director de la central eléctrica en persona. El centro de control parpadeaba como un árbol de Navidad. Casi todos los jefes de las centrales eléctricas estaban parapetados con enormes libros tras los paneles de mando. El encargado del turno de día iba de un lado a otro, entre ellos, discutiendo aquí y allá y dando todas las indicaciones de las que era capaz. Entonces se puso a hablar por teléfono, y por fin se acercó a Marpeaux y al director y les dijo:
—La presión en el reactor y la temperatura del sistema de refrigerado primario siguen subiendo —informó.
Marpeaux se fijó en que el pobre hombre tenía la frente perlada de sudor.
En Francia, todas las centrales eléctricas activas operan con reactores de agua a presión. A diferencia de los de agua en ebullición, como el de la planta de Fukushima-Daiichi, los reactores franceses cuentan con dos circuitos aislados de refrigeración, uno primario y otro secundario. En el primario se acumula una elevada cantidad de radioactividad, que corre por los recipientes a presión del reactor. En ellos, el agua se calienta hasta una temperatura de 320 grados a 150 bares. Según el principio de un intercambiador térmico, el agua en ebullición pasa por unos tubos que a su vez están rodeados de agua del circuito secundario, y la calientan. Gracias a los tubos, la radioactividad queda presa, al menos en su mayor parte, en el circuito primario. Y después, mientras el agua que vuelve a enfriarse se envía de nuevo a través del reactor, el circuito secundario, ahora caliente, genera un vapor muy poco radiactivo que propulsa las turbinas. Desde este punto de vista, los reactores de agua a presión resultan de lo más fiables… Aunque es evidente que en aquel momento no lo estaban siendo.
Desesperado, Marpeaux buscó todo tipo de explicaciones para aquella terrible anomalía —desde la caída de uno de los grupos de reactores diesel hasta ventiladores mal abiertos, o cerrados, pasando por fallos electrónicos en la seguridad o conducción del sistema, o los defectos que hasta ahora nadie conocía. Esto es lo que por ahora había podido deducirse de los incidentes de las últimas décadas: que muchos de ellos habían sido desestimados por los expertos, quienes los consideraban imposibles, justo antes de suceder efectivamente.
—¿Los motores diesel? —preguntó Marpeaux.
—Dos de ellos ni siquiera se han puesto en marcha, y en cambio el tercero, el que la última vez había fallado, funciona con normalidad, o al menos eso es lo que dicen los indicadores. Hemos enviado a tres equipos a comprobarlo.
Lo primero que tenían que hacer era controlar a toda costa la temperatura del circuito primario y la presión del recipiente del reactor. Aún disponían de suficientes opciones antes de verse obligados a tomar medidas más drásticas, como por ejemplo vaciar el vapor altamente reactivo del circuito primario para disminuir la presión del recipiente del reactor.
Marpeaux no pudo evitar pensar en las dos tragedias que ya habían asolado Saint Laurent. Tanto la de 1969 como la de 1980 se originaron en los reactores de magnox —retirados hacía tiempo del servicio— de una antigua construcción de los bloques A1 y A2. La Escala Internacional de Sucesos Nucleares y Radiológicos —la INES— calificó con un nivel cuatro sobre siete los dos desastres atómicos franceses, que pasaron a encabezar las listas de los peores accidentes jamás sufridos en el país. Después de aquello, los bloques quedaron inutilizados. Su descontaminación y posterior puesta en marcha iban a costar una verdadera fortuna, y pocos años después los retiraron definitivamente del servicio.
—París no se alegrará nada con todo esto–observó el director.
Marpeaux se preguntó con ello si se refería a la Électricité de France o a las autoridades… o quizá a ambos. Los incidentes siempre llegan en el peor momento. Dado que ni la tele ni la radio funcionaban, la información y las advertencias al respecto de la contaminación no iban a llegar al pueblo… Aunque quizá fuera mejor así, dado que aún no había nada definitivo. Para Marpeaux, la sensación de no tener en realidad ni idea de lo que había sucedido ni de por qué seguía fallando todo era, si cabe, más angustiosa aún. Y llevaban más de una hora dando palos de ciego.
La Haya
El helicóptero los llevó hasta un aeropuerto militar de Innsbruck, y desde allí tomaron un pequeño jet hasta La Haya. Los acompañó un oficial de contacto austriaco de la Europol, que aprovechó el viaje para ponerlos al día de cuanto sabía… Lo cual, todo fuera dicho, no era demasiado. A esas alturas, más de tres cuartas partes de Europa estaban ya sin electricidad, y varios pueblos y ciudades pequeñas habían empezado a organizarse para asegurarse el abastecimiento básico. Manzano, con todo el disimulo de que fue capaz, intentó descubrir si el hombre estaba al corriente del asunto de los códigos italianos, pero si lo estaba no dijo nada al respeto.
Tras dejar el jet en Holanda se encontraron cara a cara con el viento y la lluvia. A los pies de la escalerilla los esperaba un hombre con un abrigo oscuro de invierno. A Manzano le llamó la atención la vivacidad de su mirada. Tenía el pelo corto y de un color marrón-rojizo que brillaba a la débil luz del sol. Dijo llamarse François Bollard.
—¿Qué le ha pasado en la frente?
Tenía que hacerse a la idea —pensó Manzano— de que iban a hacerle la misma pregunta muchas más veces a partir de aquel momento. Quizá debiera inventarse una respuesta absurda para hacerlo todo más divertido… Pero no: ahora no estaba para bromas.
—Se estropeó un semáforo —respondió.
—¿Uno, dice? Venga, lo acompañaré hasta su hotel, señor Manzano. Está muy cerca de mi despacho. Dentro de dos horas tenemos la primera reunión en la que queremos que esté presente. Para el viaje de la señorita Angström a Bruselas hemos preparado un coche, y ya la está esperando en el hotel.
—Gracias. Espero que tenga suficiente gasolina… —dijo Angström.
—Las autoridades tienen grandes reservas de gasolina, descuide usted —le respondió Bollard.
Manzano se entristeció al pensar que Angström no se quedaría con él. Le gustaba su estilo directo e intenso, y además era buena escuchando y tenía sentido del humor…
—Querrá usted utilizar su ordenador mientras trabaje con nosotros, ¿no es cierto? —estaba diciendo Bollard, entretanto—. Igual que nosotros. Si no le importa, me lo llevaré para que lo revisen y se aseguren de que no puede dañar nuestros equipos. ¿Algún inconveniente?
Manzano dudó unos instantes, y al fin respondió:
—Ninguno, siempre que yo esté presente mientras lo revisan.
Condujeron por largas calles con edificios bellos y antiguos que daban cuenta de la riqueza y el señorío de aquella vetusta ciudad comercial. Manzano nunca había estado en Holanda, y lamentó que se detuvieran justo ante un insulso inmueble de nueva construcción. Sobre la entrada, un rótulo: «Hotel Gloria».
—Tengo que hacerte una pregunta algo descarada —le dijo entonces Angström—. ¿Puedo subir contigo a la habitación y darme una ducha caliente? Seguro que en mi piso de Bruselas tardaré un tiempo en poder volver a hacerlo…
—¡Por supuesto! —le respondió Manzano, feliz de aplazar un poco más la despedida.
Bollard entregó a Manzano un pequeño mapa de la ciudad y le marcó en él el camino hasta la central de la Europol.
—Cuando llegue identifíquese, y en seguida bajaré a buscarlo.
El Hotel Gloria era un edificio funcional y anodino. El vestíbulo estaba decorado con copias de muebles de diseño y, por lo visto, no ofrecía habitaciones sino pequeños apartamentos con servicio incluido. El suyo tenía un pasillo con una pequeña cocina americana, un baño, un lavabo y un dormitorio bastante grande con un par de sofás, una silla y un escritorio. Moderno y práctico. Manzano se preguntó de qué le iba a servir la cocina. En aquel momento no quedaba ya ninguna tienda abierta…
—La comida, en el restaurante del hotel —le dijo en aquel momento el botones, como si le hubiese leído el pensamiento—. Lamento informarle de que el menú es muy reducido, dadas las circunstancias.
Mientras Manzano organizaba su parco equipaje, Angström desapareció en el baño. Él hojeó las revistas e informaciones del hotel mientras oía el sonido de la ducha. Se quedó unos minutos ensimismado, escuchando el agua, y por fin cogió el teléfono y marcó el número de las cabañas de Ischgl. Oyó el sonido de dos timbrazos, y por fin el de la voz de la amable recepcionista, a quien dejó un mensaje para Bondoni y las amigas de Angström: les dijo que habían llegado bien a La Haya y que esperaba que todo acabara pronto y pudieran volver a verse. Colgó, se dejó caer en el sofá y encendió la tele. En la mayoría de los canales, la pantalla estaba negra o con niebla, pero encontró uno de noticias en inglés que aún funcionaba. En él, una reportera muy abrigada aparecía ante una gran sala en la que varios hombres con monos blancos trabajaban con afán.
—… empezando a pudrirse. Y aunque estamos a nueve grados y yo tengo un frío terrible, la cámara refrigeradora que tengo a mis espaldas —y que debería estar bajo cero— ha dejado de congelar. ¡Al fin y al cabo, llevamos veinticuatro horas sin electricidad!
El cámara cambió el plano y enfocó una sala de paredes y estanterías blancas en la que se amontonaban un montón de cajas y envoltorios.
—Esta cámara refrigeradora pertenece a una de las mayores empresas de alimentación del mundo, y en su interior guarda unas dos mil toneladas de alimentos por valor de varios millones de euros. Con ella podría haberse alimentado una ciudad grande durante todo un día.
Al fondo de la pantalla, un trabajador abría una caja con un cuchillo y sacaba un paquete de su interior. Manzano no supo ver de qué se trataba, pero entonces el hombre cogió de nuevo el cuchillo, metió la mano en la ranura que acababa de realizar y acercó el objeto a la cámara: era un trozo de carne brillante y verdoso.
—Toda esta comida se ha estropeado y hay que tirarla. ¡Se trata de una verdadera tragedia, y lo peor es que en toda Europa hay cientos de casos como éste! Así pues, y aunque lo más probable es que ahora mismo, en los países del norte y el centro de Europa, los ciudadanos estén quejándose de las bajas temperaturas y de la falta de calefacción (puesto que sus hogares son mucho más fríos que los de Gran Bretaña), lo cierto es que ellos al menos saben que sus alimentos se conservarán en buen estado durante más tiempo. Mary Jameson, Dover.
Pero no dices que la mayoría de esas personas que viven en países helados y entumecidos, con alimentos bien conservados y comestibles gracias al frío, no podrán cocinarlos ni prepararlos de ninguna manera porque no tendrán electricidad para hacerlo, pensó Manzano.
Angström salió del baño con tejanos y un jersey de lana de cuello alto. Iba frotándose el pelo con una toalla.
—¡Oh, ha sido maravilloso! ¿Alguna novedad?
—Nada que no supiéramos.
—Me seco el pelo y me marcho ya.
Y dicho aquello, desapareció de nuevo en el baño. Manzano oyó el ruido del secador y siguió mirando las noticias de la tele. El presentador que había en el estudio cambió de tarjetita y dio paso a la siguiente información.
—A continuación, un ejemplo extraído de Dinamarca nos da a entender que en los países en los que hace mucho frío la gente tampoco está tan tranquila como Mary ha querido hacernos creer.
En la pantalla apareció la imagen de una calle. En las aceras, la gente caminaba ensimismada, ostensiblemente cubierta con varias capas de ropa, y con vaho saliendo de su boca.
—Aquí en Aarhus la temperatura está bajo cero, y desde que se dio el apagón sus ciudadanos se han quedado sin agua caliente ni calefacción. —La voz en off hizo una pausa y continuó—: Durante las primeras horas les bastó con abrigarse o cubrirse con mantas, pero la noche pasada un hombre intentó calentarse por otros medios. —La cámara mostró la foto de un bonito edificio de color gris—. Quiso hacer una hoguera en su casa.
La pantalla se volvió de color negro y Manzano pensó que se había estropeado, pero justo en el momento que iba a cambiar de canal empezó a brillar una lucecita amarilla en el centro. Poco a poco fue haciéndose más grande, tiñéndose de naranja y absorbiendo cuanto encontraba a su paso. Unas imágenes temblorosas captaron el fuego que salía por las ventanas. La cámara se alejó y pudo verse todo un edificio en llamas. Una imagen terrible. Asoladora.
—Los bomberos apenas pudieron hacer nada. El fuego estaba fuera de control y el edificio, de más de trescientos años, quedó completamente destrozado. Las casas vecinas también se vieron afectadas.
Dos camillas cubiertas con mantas. Los cuerpos de las víctimas, intuyó Manzano.
—El hombre que encendió el fuego perdió la vida, y también una mujer de ochenta años que vivía en el piso de arriba.
Personas en pijama, cubiertas de hollín, tosiendo, con la cara cubierta de lágrimas.
—Otras doce personas resultaron gravemente heridas, y más de ochenta tuvieron que ser evacuadas y acogidas en un pabellón municipal improvisado para la causa.
La imagen del presentador en el estudio. Manzano admiró su gesto impertérrito, su compostura. Qué profesional.
—Hasta aquí un ejemplo de las consecuencias que…
Angström apareció en la puerta con su maleta.
—Ya estoy.
Manzano apagó la televisión y la acompañó al vestíbulo.
Una vez allí, ella lo miró intensamente y lo abrazó.
—Mucha suerte —le dijo.
—Igualmente —respondió él, devolviéndole un abrazo que ambos alargaron algo más de lo normal, teniendo en cuenta que sólo se conocían desde el día anterior.
—Cuando todo esto haya pasado tenemos que quedar para tomar algo, ¿vale? —propuso ella, al separarse, esforzándose por sonreír y dándole una tarjeta de visita, en cuyo reverso había escrito su dirección y su número de teléfono personal.
—Claro —dijo Manzano—. Llámame cuando llegues, ¿vale?
—Si encuentro un teléfono que funcione…
Subió al coche y lo saludó con la mano. Manzano se quedó mirando su melenita rubia a través del cristal del coche. Justo antes de girar la esquina, Angström se dio la vuelta y le sonrió. Manzano notó un nudo en la garganta. Después, la calle quedó desierta.
Y empezó a llover.
París
—Bien, ¿qué tenemos?
Blanchard se secó el sudor de la frente. En la central informática del CNES había reunido a los mejores especialistas en software de toda Europa: aproximadamente una docena de hombres que se inclinaban sobre sus ordenadores portátiles, de los que salían decenas de cables.
—Tenemos una mega infección en el sistema —dijo Albert Proctet.
—¿Una infección? —exclamó Blanchard—. ¿Cómo que una infección? —Se dio cuenta de que estaba gritando e hizo un esfuerzo por contenerse—. Tenemos uno de los mejores sistemas de seguridad de toda Francia, ¿y usted me dice que alguien lo ha infectado?
Proctet se encogió de hombros.
—Es lo único que se me ocurre para explicar lo que está sucediendo. Ya estamos escaneando todos los sistemas con nuestros mejores software antivirus, pero por ahora no hemos tenido suerte, y me temo que aún tardaremos un rato en obtener resultados.
—¡Pero no tenemos un rato! —Blanchard volvió a gritar, incapaz de mantener la calma—. Hace unas horas estaba ahí afuera asegurando a la prensa que las redes francesas eran las más seguras de toda Europa, y ahora… ¡Voy a ser el hazmerreír del mundo entero! ¿Hemos gastado varios millones de euros en un sistema en el que cualquiera puede colarse y echar un vistazo? ¿Y qué hay de los backups?
Como la mayoría de los grandes operadores de redes, el CNES tenía una copia en su central en la que se incluían todos los sistemas, que se grababan en caso de emergencia.
—Están igual —respondió Proctet—. Alguien ha trabajado a conciencia…
—¡Alguien nos ha jodido a conciencia, querrás decir! —explotó Blanchard—. ¡Rodarán cabezas, puedes apostar que lo harán!
—Como usted diga, pero ahora necesitamos todas las cabezas para salir de ésta.
A Blanchart le sacaba de quicio la desfachatez de aquel joven, aunque debía admitir que hasta el momento había tenido razón en todo lo que decía.
—¿Cuáles son los pasos a seguir a partir de ahora? —preguntó al fin, visiblemente más calmado.
—En estos momentos están adaptando un ordenador con el sistema base instalado —le respondió Proctet—. Los dejaremos trabajar unas horas y entonces lo analizaremos. El problema es que, tal como están las cosas, muchos de los paquetes de software que necesitaríamos para nuestras investigaciones sólo están accesibles vía Internet, y ahora da muchos problemas de conexión: o tiene las líneas sobrecargadas o directamente han caído.
Blanchard no daba crédito:
—¡No me lo puedo creer! ¿Cómo es posible que no tengamos esas cosas aquí en DVD o en los servidores?
Proctet le sonrió:
—Me temo que no tenemos DVDs, y los servidores están infectados.
—Pero ¿qué clase de sistema de protección tenemos? —le espetó Blanchard, a punto de volver a perder los nervios. Sin embargo, en seguida se recompuso y continuó—: Bueno, y entonces… ¿qué hacemos?
—A estas alturas sólo nos queda comprobar los sistemas de arriba abajo. Hemos mandado llamar a un par de especialistas que ya están en camino.
Düsseldorf
—Estamos encerrados en una helada sala de reuniones —dijo Sigmund von Balsdorff, obviamente enfadado— como si fuéramos alumnos de un instituto… y todo por una hipótesis.
Entre el grupo que se había congregado en casa de los von Balsdorff estaban los principales representantes de las grandes empresas de energía y electricidad alemanas, los directivos y pesos pesados de los más diversos sectores económicos del país y un famoso actor de televisión. Wickley conocía de vista a la mayoría, porque había coincidido con ellos en otras ocasiones, y a otros los había tratado un poco más desde el punto de vista laboral.
—Una escenificación de lo más eficaz —observó Kostein, directivo de una importante cadena de televisión cuya observación mereció una mirada de asombro por parte de von Balsdorff.
La multinacional en la que trabajaba Kostein era una de las principales empresas colaboradoras con la de von Balsdorff, de la que llevaba la imagen pública.
—Quiero decir desde el punto de vista técnico —se apresuró a añadir Kostein—, aunque quizá resulte un poco exagerada. Pasarnos dos días al calor de la chimenea y lavándonos con el agua de la piscina puede resultar de lo más divertido. A mí me hace sentir como en mi época de excursionista. ¡Hasta he cocinado salchichas a la brasa! —dijo, soltando una risotada, consciente de que muchos en aquella sala pensaban exactamente lo mismo que él.
—Todo esto —apuntó la asesora van Kolck— es culpa de quienes manejan las centrales nucleares, sin preocuparse como conviene de la reconstrucción de los sistemas de energía.
Como venían haciendo todas las grandes empresas de asesoramiento institucional en los últimos años, la que presidía van Kolck también había formado a sus propios agentes en los asuntos relacionados con la energía, había promovido, subvencionado y publicado estudios, organizado conferencias, invitado a lujosos viajes a directivos, políticos y grandes empresarios del momento para debatir sobre el tema, y, en fin, todo cuanto hiciera falta para demostrar su competencia en un determinado ámbito, o cuando menos para fingirla y mantener contactos. La necesidad de asesoramiento de la industria y las autoridades hizo que durante un tiempo estos asesores crecieran como la espuma hasta llegar a ser cientos de miles. Hacía ya mucho tiempo que los delegados de la Cámara Alta de la República Federal no decretaban las leyes por sí solos, sino en función de las necesidades de los empresarios con mejores contactos o con argumentos más tentadores, fuera en el campo que fuera: finanzas, medicina… o, por supuesto, energía.
—No todos opinan lo mismo que usted —dijo Uwe-Hans Debblerlein, fundador de una de las mayores plantas productoras y explotadoras de energía eólica.
—No me cabe la menor duda —respondió van Kolck—. Es obvio que está usted de acuerdo con la explotación de la energía eólica, porque le aporta una riqueza indecente.
—La energía solar también puede ser muy útil para Alemania —dijo Achim Breden, directivo de una gran empresa técnica.
Debberlein se rió.
—Yo también pensaría lo mismo si mi empresa hubiese invertido miles de millones en DESERTEC.
—¡Un proyecto extraordinario! —exclamó Noot. Era obvio que pese a no ser aún las dos del mediodía, el actor le había dado al vino algo más de lo que era propio y adecuado…—. Conseguimos independizarnos del petróleo, pero no de los caprichos de los dictadores árabes. Ahora no nos presionan con el combustible sino con el sol. ¡Una alternativa realmente genial!
—Las circunstancias en esos países están cambiando —le recordó Breden—. Los movimientos democráticos…
Noot se dio una palmada en la frente.
—¡Ah! ¡Ahora entiendo de dónde vienen los llamados movimientos democráticos! De acuerdo, lo admito, esto es mucho más sutil que lo de Bush en Irak.
—No puedo aguantar más, señor von Balsdorff —interrumpió entonces Jutta Dorein, directora de una importante clínica privada—: permítame saciar mi curiosidad: ¿cómo es que tiene usted corriente, luz y agua?
Von Balsdorff le dedicó una sonrisa cómplice y asintió con la cabeza antes de responderle:
—Síganme, se lo mostraré.
El grupo lo siguió por el pasillo principal, y por el camino se les añadieron tres invitados que acababan de llegar. Al final, un grupo de unas veinte personas siguió a von Balsdorff hasta el sótano de su casa.
El dueño les mostró primero, brevemente, su transformador de combustible. La técnica que utilizaba aquel aparato había sido despreciada durante muchos años por considerarse excesivamente cara. Sin embargo, los nuevos materiales y las últimas técnicas la habían ido volviendo cada vez más interesante. Al contrario que los motores, que quemaban portadores de energía como el petróleo, los transformadores de combustible convertían en corriente la energía del gas o el agua, por ejemplo, y lo hacían mediante un proceso químico.
—Aquí tenemos un moderno contador de energía inteligente —dijo von Balsdorff—. En realidad es mucho más que un contador: es el sistema de gestión energética de todo el edificio, y lo convierte en un hogar inteligente. Un Smart House, como dirían los americanos. —Mientras hablaba sacó su móvil del bolsillo—. Y puedo gestionarlo todo desde aquí.
—¡Oh! ¿Tiene cobertura? —preguntó una mujer, visiblemente emocionada.
—No, pero para distancias cortas funciona vía Bluetooth.
—¿Vía qué? —preguntó la mujer a su vecina, en un susurro.
En la siguiente sala, von Balsdorff les presentó una unidad de cogeneración de energía eléctrica.
—Éste también produce en algunos momentos más corriente de la que necesita un hogar medio y puede alimentar la red de corriente. Nuestros socios ya están ofreciendo estos modelos en el mercado.
Y dicho aquello, von Balsdorff dio unas palmadas, cual granjero que pretendiera meter en el corral a una bandada de gansos, y añadió:
—¡Bueno, amigos, ya es suficiente por ahora! ¡No hemos venido aquí a trabajar!
Los invitados volvieron al piso de arriba. Por el rabillo del ojo, Wickley vio llegar a dos nuevos invitados más. El empleado que los recibió asintió brevemente después de hablar con ellos, les indicó que esperaran donde estaban y se dirigió hacia von Balsdorff, que fue el último en subir las escaleras. Le susurró algo confidencialmente y éste lo siguió hasta los recién llegados. Una vez con ellos, miró a su asistente, y con la mano le hizo un gesto que no dejaba lugar a dudas: tenía que acompañar al resto de los invitados de vuelta al salón. Aquellos dos hombres tenían algo que a Wickley le llamaba la atención. Algo que le resultaba extraño, aunque no sabría decir qué era. No parecían invitados. Fingió quedarse algo rezagado y observó la escena desde el pasillo. Los dos hombres no se habían quitado los abrigos y hablaban con von Balsdorff como si quisieran convencerle de algo muy importante. Éste los escuchaba atentamente mientras asentía con la cabeza. Pasados unos minutos, los hombres se fueron por donde habían venido, pero sólo para regresar inmediatamente con sendas y pesadas maletas. Von Balsdorff los condujo hasta una puerta que quedaba junto a las escaleras. Por primera vez, Wickley pudo verles la cara: sus rostros tenía la tez tan blanca como las paredes de la casa, y lo mismo podía decirse de la de von Balsdorff. El directivo, cuyo aspecto hasta hacía apenas unos minutos era bronceado y saludable, parecía haber envejecido diez años de golpe.
Poco después, éste reapareció solo en el vestíbulo y volvió a reunirse con sus invitados.
Wickley le salió al paso:
—¿Trabajando el fin de semana? —preguntó, fingiendo secarse las manos, como si hubiera ido al baño.
—¿Cómo dice? Ah… sí… —Von Balsdorff hizo un gesto indefinible con una mano—. Ya sabe cómo son los negocios…
Von Balsdorff se sumó al grupo y Wickley lo vio reír de nuevo, interesarse por las conversaciones e incluso bromear, pero su piel no llegó a recuperarse, y siguió tan pálida como si acabaran de informarle de la muerte de sus hijos.
La Haya
Con la ayuda del mapa de Bollard, Manzano no tardó más de diez minutos, efectivamente, en llegar a la central de la Europol. En el hotel le prestaron un paraguas porque había empezado a llover. Durante el camino fue pensando en la extraña evolución de los acontecimientos. Sentía verdadera curiosidad por saber qué demonios quería de él la Europol. Su antigua fama de hacker no le parecía motivo suficiente, y era muy poco probable que no supieran nada de su activismo post-arresto. Evidentemente, Bollard estaba en lo cierto cuando presuponía que no se había quedado de brazos cruzados, sino que, más bien, había sido más cauto y había llamado menos la atención. Tampoco el descubrimiento del código le parecía motivo suficiente para convocarlo en la central de La Haya. Sus reflexiones no lo conducían a ninguna parte, y su pensamiento empezó a dispersarse. Pensó en Sonja Angström. ¿Habría llegado bien a Bruselas?
En el complejo de edificios no se notaba ni rastro del apagón. De las ventanas salía una luz que iluminaba aquel día gris y los empleados iban de un lado a otro, atareados, ajenos al caos que reinaba fuera de allí. Manzano anunció su llegada en recepción, y al cabo de unos minutos el propio Bollard bajó a buscarlo.
Mientras subían en ascensor al cuarto piso, Bollard le preguntó (en inglés, como siempre):
—¿Ha comido algo?
—Sí, en el menú del hotel había merluza con patatas.
—¿Qué tal estaba su habitación?
—Tenía agua caliente, calefacción y hasta una tele, así que no puedo quejarme. Sólo tengo que solucionar el tema de la ropa…
—Si me dice su talla y lo que necesita, me ocuparé de ello.
Manzano no era nada adicto a la moda, pero la idea de que un desconocido escogiera su ropa no acababa de convencerlo. Quizá fuera porque le recordaba la época en que su madre solía hacerlo.
Bollard lo precedió hasta un despacho que parecía recién estrenado. De hecho debía de serlo, porque los muebles aún olían a nuevo. En la alargada mesa que quedaba en el centro de la sala, los esperaba un tipo bajo y gordo con un moderno portátil frente a sí. Bollard lo presentó con un sonoro nombre francés y añadió:
—Él revisará su ordenador, señor Manzano.
Manzano le entregó su portátil, receloso, y mientras el hombre lo encendía, Bollard le entregó a él un papel.
—Un contrato de confidencialidad.
Manzano se leyó el contrato pero sin perder de vista un segundo la pantalla de su ordenador.
Un formulario estándar. Casi todos los que le contrataban le hacían firmar uno como aquél. No esperaba encontrar grandes secretos que guardar. Todo aquel negocio era tan grande y abarcaba a tanta gente que habría sido imposible guardar un verdadero secreto por mucho tiempo. En algún momento, antes o después, se habría filtrado algún tipo de información y se habría hecho público por vanidad, táctica política, envidia o cualquier otro motivo. Garabateó su nombre sobre el papel y se lo devolvió a Bollard. Después se volvió hacia el técnico informático, que por ahora no hacía más que mirar sus archivos, sin intentar quitarle ninguno ni instalarle ningún otro.
—¿Le apetece un té? —preguntó Bollard—. ¿O un café?
—Un café, si es tan amable.
Bollard cogió un teléfono interno y pidió dos tazas de café. Después volvió a dirigirse a Manzano.
—En cuanto acabemos con esto iremos a otra sala y tendremos nuestra primera reunión de trabajo. El primer análisis de la situación. Verá que el resto de los presentes son colaboradores de la Europol o expertos con los que llevamos muchos años colaborando. No todos tienen un carácter fácil, pero todos son excelentes en su trabajo.
Llamaron a la puerta. Una joven apareció con el café.
—¿A qué cree que nos enfrentamos? —preguntó Manzano.
—He aquí el tema de nuestra reunión.
Se tomaron su café.
—Es usted francés, ¿no? —preguntó Manzano—. ¿Cuánto hace que está en La Haya?
—Un año.
—Viniendo hacia aquí he visto que en las casas no hay electricidad. ¿Puedo preguntarle cómo es que ustedes sí que tienen?
Bollard le respondió con toda franqueza.
—En mi casa tampoco tengo. Me he visto obligado a enviar a mi familia a una granja con autoabastecimiento energético porque mis hijos estaban muertos de frío.
Sonó el teléfono, y Bollard lo cogió. Manzano pudo oír la voz al otro lado de la línea, pero fue incapaz de distinguir lo que decía.
—Ya veo —dijo Bollard—. De acuerdo, lo entiendo. Mal.
Colgó el aparato, fue a su escritorio y miró algo en su ordenador.
—Mal —repitió.
Apretó con energía una de las teclas, y la impresora que quedaba junto a su mesa empezó a funcionar. Bollard fue sacando los papeles uno a uno.
—Interesantes noticias…
Miró el reloj.
—¡Mierda! Disculpe. Nuestra reunión está a punto de empezar y yo aún tengo que hacer dos llamadas.
—¿Les funciona el teléfono?
—Tenemos dispositivos de emergencia que nos posibilitan utilizar las líneas telefónicas, sí, pero sólo funcionan cuando quieren y con llamadas internacionales. Las nacionales apenas resisten.
Bollard marcó un número, esperó y habló en francés.
—Hola, maman. —Su madre. Manzano estudió francés cuatro años, en el colegio, y no se le daba mal. El recuerdo de aquellos tiempos y el parecido de aquel idioma con el suyo le permitió entender bastante bien el contenido de aquella conversación.
Bollard estaba advirtiendo a su madre.
—No, ahora no puedo decirte nada más. Mañana, o pasado mañana a lo sumo, tendréis más información. Pero presta atención: coge la vieja radio del garaje, asegúrate de que tiene pilas, y sintonízala en un canal de noticias. Vigila con las provisiones: ahorrad cuanto podáis, ¿me oyes? No comáis si no tenéis hambre. Y asegúrate de que el pozo sigue intacto. Intentaré ponerme en contacto con los Doreuils en París y enviarlos a vuestra casa. Por favor, sed amables con ellos, ¿vale? Venga, pásame a papá.
Silencio. Bollard se quedó esperando, con el teléfono al oído.
El gordo bajito cerró su portátil y le dijo:
—Todo en orden, gracias.
—¿Sigue habiendo Internet? —preguntó Manzano.
—Para la mayor parte de la población ya no, pero aquí estamos conectados al backbone…
Las principales conexiones troncales de Internet, pensó Manzano. Tienen un montón de routers de todo tipo que llevan los datos por todo el mundo mediante cables de fibra óptica.
—… y por ahora se mantiene estable.
Levantó el pulgar de la mano derecha para que lo viera Bollard y salió de la habitación.
—Hola, papá. Ya le he explicado algunas cosas a maman. Puede que los Doreuils vayan a visitaros. Te ruego que seas muy precavido con lo que voy a decirte a continuación: mañana por la mañana, lo antes posible, ves al banco y saca todo el dinero que puedas. Y… no quisiera ponerme demasiado pesimista, pero comprueba si tienes a punto tu escopeta y si te queda suficiente munición.
Manzano no podía dar crédito a lo que estaba oyendo, y por lo visto lo mismo estaba sucediéndole al padre de Bollard. Éste se detuvo para dejarlo hablar y luego continuó:
—No. Sólo digo que vale más estar preparados. Pero no se lo cuentes a maman ni a los Doreuils. Puede que mis sospechas no se cumplan y no hace falta preocupar a nadie más. Os quiero mucho. Nos vemos.
Manzano miró a Bollard con preocupación. El francés no parecía el tipo de hombre que iba diciendo a sus padres «os quiero mucho» en cada conversación. Se preguntó qué tipo de información tenía que haber recibido para reaccionar así.
Bollard marcó entonces otro número y volvió a hablar en francés. Manzano tardó un par de frases en reconocer que estaba hablando con su suegro. En esta ocasión, la conversación no fue tan fluida: Manzano dedujo algunas partes a partir de lo que decía Bollard, pero estaba claro que en esta ocasión su iterlocutor tenía mucho que decir…
—Id a casa de mis padres. Os están esperando.
—…
—Por favor, no me hagas más preguntas. Sigue mi consejo, y hazlo lo antes posible.
—…
—Esta vez la corriente no volverá tan rápido.
—…
—Coged bastante ropa. Puede que dure varios días.
—…
—¡Sí! —Bollard empezaba a impacientarse—. Puede que una semana. Quizá incluso más.
—…
—Mis padres tienen leña, un pozo privado y varios gallineros.
—…
—Asegúrate de sacar todo el dinero que puedas del banco, ¿me oyes? Ve a un cajero ahora mismo, o acércate mañana al banco cuando estéis en casa de mis padres.
—…
—No puedo responderte a eso. Confía en mí. Y no se lo digas a nadie. Tenéis que salir de París antes de que todo el mundo quiera hacerlo.
—…
—Sí, ella y los niños están bien, no te preocupes. Un abrazo a los dos.
Bollard colgó el teléfono. Parecía más pálido y asustado que antes. Con la mirada perdida miró a Manzano y le dijo:
—Vamos. Empecemos con la reunión.
La sala de reuniones tenía en su centro una majestuosa mesa ovalada. En una de las paredes, seis grandes pantallas. La mayoría de los presentes eran hombres. De hecho, Manzano sólo vio a una mujer. Bollard le mostró su asiento y fue directo a otro que se encontraba justo debajo de los monitores.
El vecino que le tocó a la izquierda resultó ser un rollizo cincuentón con gafas de montura de oro y un poblado bigote bajo su redonda nariz. Dirigiéndosele en inglés, se presentó como Jan Lenneding, trabajador de la Europol.
A su izquierda, un tipo algo más joven de facciones angulosas y cuerpo fibrado. Triatlón, pensó Manzano, o Ironman. También trabajaba para la Europol.
Él se presentó a ambos diciéndoles que lo habían contratado como consultor, lo cual les despertó una evidente sorpresa.
—Buenos días, damas y caballeros.
Bollard se había puesto de pie, y hablaba en inglés.
—Suponiendo, claro, que pudieran llamarse buenos.
Llevaba en la mano un pequeño mando a distancia. En la pantalla que quedaba justo encima de él podía verse un mapa de Europa. La mayor parte del continente estaba pintada de rojo. Noruega, Francia, Italia, Hungría, Rumanía, Eslovenia, Grecia y un montón de países más alternaban el verde con regiones más rojas.
—Esta sala será a partir de ahora nuestro centro de operaciones. Inmediatamente les explicaré por y para qué: hace ya casi cuarenta y ocho horas que la mayor parte de Europa se ha quedado sin electricidad, aunque en algunas regiones han logrado recuperarla durante varios minutos. Aparecen sombreados en el mapa. Desde esta mañana sabemos que esta recuperación no ha sido más que una casualidad. Ayer por la noche nos informaron de que los contadores inteligentes de Italia y Suecia habían sido saboteados mediante la introducción de unos códigos ajenos al programa.
El bigotudo vecino de Manzano se inclinó hacia él y le susurró:
—Se ve que los contadores inteligentes no lo son tanto…
—Pese a todo, la manipulación de las redes de dos países europeos no debería ser suficiente como para provocar el descalabro de todo un continente. En anteriores crisis, el protocolo consistía en aislar los sistemas inestables para estabilizar el resto en cuestión de horas, pero en esta ocasión, por algún motivo que aún desconocemos, no nos ha sido posible. Y ésta es nuestra mayor preocupación.
En la pantalla que había a sus espaldas aparecieron varios gráficos, unos con círculos y otros con barras.
—Durante los ejercicios de prevención de posibles apagones masivos ya previmos que algunas centrales eléctricas podrían sufrir daños debido a las oscilaciones de frecuencia, pero nuestras estimaciones nos llevaron a hablar de entre el diez y el treinta por ciento.
Con el mando a distancia movió los porcentajes de los gráficos que tenía tras él.
—En la mayor parte de los países europeos parece que el porcentaje real es mucho mayor. ¡En algunos llega incluso hasta el ochenta por ciento!
Un murmullo recorrió la habitación.
—Tenemos, pues, muchas más centrales eléctricas afectadas de lo que pensábamos, y todas ellas tienen serias dificultades para volver a ponerse en funcionamiento.
Una voz masculina interrumpió el discurso de Bollard y dijo:
—Los daños provocados por las oscilaciones de frecuencia deberían poder solucionarse casi por completo con la desconexión de emergencia automática. ¿Saben si los generadores o los transformadores han sido afectados?
—Eso sería una catástrofe —observó otro.
—Por ahora tenemos pocos datos fiables al respecto. El primer informe que nos entregaron hablaba sobre ciertas dificultades a la hora de reiniciar las máquinas.
—¿Stuxnet? —preguntó alguien—. ¿O algo parecido?
Lo estamos comprobando. Puede que los resultados tarden un poco en llegar.
—«Ciertas dificultades» —intervino otro— no suena precisamente a problemas en los generadores.
—Cierto —dijo Bollard—. Los expertos están intentando encontrar las causas reales de esas dificultades. Pero hay una tercera pieza en todo este rompecabezas. Una con la que hemos dado esta mañana.
Volvió al mapa del país con las zonas coloreadas en rojo y verde.
—Desde las diez de la mañana, los ordenadores de un gran número de centrales eléctricas han empezado a colapsarse y a quedar fuera de combate. Noruega, Alemania, Gran Bretaña, Francia, Polonia, Rumanía, Italia, España, Serbia, Hungría, Eslovenia y Grecia están perdiendo el control.
En el mapa cada vez había más países pintados de rojo. Y entre los allí presentes cada vez eran más intensas las exclamaciones de espanto al comprender lo que estaba pasando.
—A partir de entonces, cuantos han podido han hecho un esfuerzo por recuperar, o al menos mantener activa la escasa red que aún les quedaba, pero lo que en cada una de las centrales se interpretó al principio como una insólita casualidad resulta ahora evidente al mirar este mapa general: damas y caballeros, Europa está siendo atacada.
La sala enmudeció durante unos segundos, hasta que al fin un hombre al otro extremo de la mesa preguntó:
—¿Y sabemos quién nos ataca?
—No —respondió Bollard—. Sólo sabemos que se envió a un equipo de profesionales a investigar los contadores en los que se había iniciado el ataque (tres en Italia y tres en Suecia) y que cuatro de las casas en las que se hallaban están ocupadas por ciudadanos libres de toda sospecha.
Bollard les mostró entonces varias imágenes que seguramente provenían de los equipos especiales. En algunas de ellas, Manzano reconoció una decoración típicamente italiana.
—Los inquilinos de estos cuatro pisos coincidieron en decir que, poco antes del accidente, alguien había llamado a su puerta y se les había presentado como trabajador de una compañía eléctrica. Al principio dudamos de sus testimonios, pero al poco llegamos a la conclusión de que las explicaciones que daban todos ellos resultaban lógicas y convincentes. En este mismo momento tenemos a varios expertos charlando con ellos para obtener un retrato robot de cada uno de los supuestos trabajadores de las compañías eléctricas que entraron en sus viviendas. Pero quedaban aún otros dos pisos por investigar. Las autoridades nacionales tuvieron muchas dificultades para obtener los datos de los inquilinos, porque algunos de los bancos de datos habían quedado bloqueados por el apagón. Me consta que a estas alturas, no obstante, ya disponemos de toda la información y ninguno de los datos obtenidos nos ha llevado a pensar que allí viviera algún tipo de criminal o terrorista. Queremos seguir investigando, pero a cada día que pasamos sin electricidad se vuelve todo más complicado.
—Visto lo visto… ¿Vamos a declarar el estado de guerra?
—Esta decisión debe recaer en cada uno de los estados afectados y, en última instancia, en la OTAN. El problema es que no sabemos quién nos ataca, y por tanto no podemos defendernos de él. ¿Se trata de un poder europeo? ¿O son terroristas? ¿O simples criminales? En el primer caso sí podríamos declarar el estado de guerra. En el segundo y el tercero, en cambio, la lucha contra el terrorismo y el crimen organizado es cosa de la policía. En este sentido nuestra empresa tendría un peso específico, y por ello solicito para empezar la colaboración de todos los responsables de comunicaciones interestatales. Ante una amenaza de esta magnitud no tiene ningún sentido querer avanzar en soledad. Damas y caballeros, en sus e-mails y en el servidor (con el nombre «Blackout») encontrarán ya los informes redactados tras estudiar los casos de Italia y Suecia. Tendrían que reenviarse lo antes posible a todos los organismos nacionales. Por otra parte, necesitamos que nos informen de todo cuanto sepan sobre posibles manipulaciones de cada uno de los Estados, ya sea en las centrales energéticas, ya en las principales empresas francesas o del resto de los países europeos.
Bollard recorrió el grupo con la mirada y continuó:
—Asegúrense, por favor, de pasarnos lo antes posible cualquier información, sospecha o descubrimiento que hayan hecho. Nosotros lo introduciremos todo en el sistema de análisis y lo trasladaremos al resto de organismos nacionales.
—Como los ciudadanos se enteren de esto… —gimió un hombre a la izquierda de Manzano.
—Pero no lo harán. Aún no —lo interrumpió Bollard con firme determinación.
Manzano esperó a Bollard a la salida de la sala de reuniones.
—¿Lo ha dicho en serio?
—¿El qué?
—Que por ahora no van a advertir a la gente de lo que sucede.
—A los ciudadanos les diremos que el apagón durará unas horas más, y en ciertos lugares, quizá, algunos días. Hablarles sobre un posible ataque terrorista desataría el pánico y no aportaría nada positivo.
—¡Pero usted sabe que no se tratará de unos días en ciertos lugares!
—Todos los organismos europeos se han puesto en marcha para tomar medidas y precauciones al respecto, y sabrán actuar cuando llegue el momento. No olvide que ha firmado usted un contrato y que todo cuanto oiga decir en esta sala debe mantenerse en el más absoluto secreto.
—Sí, claro, por supuesto —respondió Manzano, sin disimular su disconformidad.
Bollard lo miró fijamente a los ojos durante unos segundos, y luego se dio la vuelta y se fue hacia su despacho.
Manzano lo siguió. Aún había otra cosa que necesitaba decir.
—El software para la puesta en marcha y el control de las redes eléctricas es muy complicado y especializado. Hay muy pocas empresas en todo el mundo capaces de soportar un sistema de este tipo. Ya han mencionado Stuxnet. ¿Sería muy complicado realizar una lista de todas las centrales, redes y empresas eléctricas que están teniendo problemas, y apuntar en cada caso el proveedor de su software?
Bollard siguió avanzando hacia su despacho, imperturbable, pero al llegar a la puerta se detuvo, se dio la vuelta y dijo:
—Lo que me pide no es tarea fácil, y me temo que el resultado no será tan evidente como usted pretende. ¿Qué espera encontrar?
—Aún no estoy seguro.
Bollard lo miró con escepticismo.
—Tengo una leve sospecha —dijo Manzano, angustiado ante la intensidad de aquella mirada—, y si dispusiera al menos de los datos de un par de países… creo que me sería de gran ayuda.
Bollard asintió.
—Veré lo que puedo hacer.
París
Evidentemente, el ascensor de casa de Shannon no funcionaba, como tampoco el transporte público ni nada que necesitara electricidad. Agotada, la joven subió las escaleras que conducían a su casa. Al menos arriba podría descansar…
Se había pasado dos horas caminando, desde la redacción hasta su piso, y había hecho fotos con la cámara de su móvil, hasta que éste se quedó sin batería.
Al llegar a su rellano vio maletas y bolsas frente a la puerta de sus vecinos. En ese preciso momento Bertrand Doreuil apareció con otra bolsa. Shannon sabía que antes de jubilarse, aquel hombre alto y delgado de pelo ralo y canoso había tenido un puesto de máxima responsabilidad en un ministerio. Doreuil era un interlocutor brillante y un vecino amable y solícito.
—Buenas tardes, monsieur Doreuil. ¿Huye usted a alguna parte? —le preguntó Shannon, con una sonrisa—. ¡No me extraña!
Doreuil la miró algo desconcertado.
—Eeeeh… no… Vamos a pasar unos días con los suegros de mi hija.
—¡Vaya! ¡Su mujer no me había dicho nada!
—Es que acaban de invitarnos. Ha sido algo espontáneo.
Shannon echó un vistazo a la cantidad de maletas que había en el rellano. No parecía que fueran a pasar un par de días, sino más bien que fueran a dar un par de vueltas al mundo.
—Parece que llevan ustedes un montón de regalos para sus consuegros —dijo, siempre sonriendo—. Espero que ellos tengan electricidad.
Tras el señor Doreuil apareció su mujer diciendo:
—¡Ah, no hay problema! Los Bollard tienen mucha leña… y si tienen hambre matan una gallina de su gallinero, ¡jajaja!
Su marido se rio con ella, pero no parecía contento con el comentario.
—Acabo de estar en una rueda de prensa en la que nos han asegurado que pronto recuperaremos la normalidad.
—Seguro que sí —dijo la señora Doreuil, con voz meliflua.
—Al menos eso dijo antes de este nuevo apagón —continuó diciendo Shannon—. Pero ahora que lo pienso… ¿no esperaba la visita de su hija, señora Doreuil?
—Ah, sí, pero ha tenido que aplazar su viaje porque con el apagón no había vuelos, y ahora su marido no puede irse de La Haya.
Su marido la miró con firmeza, y Annette Doreuil sonrió, incómoda, y volvió a dirigirse a Shannon.
—Esto… ¿Serías tan amable de coger nuestro correo, querida?
Algo no iba bien. Todas las frases del matrimonio empezaban con partículas dubitativas, y aquello no era propio de su templanza habitual.
—Por supuesto —dijo Shannon, con el tono de voz más despreocupado que pudo, aunque su cabeza iba a mil por hora.
Había visto al yerno de los Doreuil en un par de ocasiones. Tenía un puesto de máxima importancia en la Europol. Algo así como jefe del departamento antiterrorista, creía recordar. ¿Por qué no iba a poder dejar su trabajo un par de días ante un simple apagón? ¿Y por qué el señor Doreuil había lanzado una mirada tan apremiante a su mujer cuando ésta le habló de ello?
—¿Pero su hija se encuentra bien, no? —insistió.
—Ellos tampoco tienen electricidad, pero por lo demás, bien —respondió la señora Doreuil—. Hoy mismo hemos hablado con su marido…
—Cariño —la interrumpió el señor Doreuil—, creo que ya lo tenemos todo. Debemos darnos prisa o llegaremos tarde. Ya sabes que los Bollard suelen acostarse pronto.
—¿Quieren que les ayude a bajar las maletas? —preguntó Shannon. Tienen un montón y el ascensor no funciona.
—Eres muy amable… —empezó a decir la señora Doreuil.
—… pero no hará falta —concluyó su marido—. De todos modos, muchísimas gracias.
Shannon dio las gracias al cielo porque ni la dueña de la casa ni su compañero de piso hubiesen querido invertir un solo euro en un teléfono moderno. Gracias a aquello, el viejo aparato tenía línea y ella pudo ponerse en contacto con la redacción, donde también habían rescatado un antiguo ejemplar del archivo que les permitía seguir comunicados —al menos relativamente— con el exterior.
—Hay algo que aún no sabemos —aseguró a Laplante con insistencia. No había podido localizar a Turner—. Tienes que informar a la corresponsal de Bruselas. Que se mueva.
—No consigo dar con ella.
—Vale, pues entonces iré yo misma a La Haya. ¿Cuánto puedo tardar? ¿Cinco horas?
—Pensaba que no tenías coche.
—Y no lo tengo. ¿Me dejas tú el tuyo?
—¿Y cómo vuelvo yo a casa? ¿Y cómo vengo mañana al despacho? El transporte público no funciona…
—Pues que la empresa me preste uno.
—¿Para qué? ¿Para que sigas una idea tan vaga? No te lo dejarán ni de broma.
—Eric, créeme. ¡Aquí se cuece algo! Un directivo antiterrorista de la Europol se ha visto obligado a quedarse en La Haya en lugar de viajar un par de días con su familia. ¿No te parece sospechoso?
—No, quizá no quiera arriesgarse a viajar sin electricidad…
—¡Venga ya, no me fastidies! ¿Estás diciéndome que la historia no te interesa?
—Bueno, intentaré dar con nuestros corresponsales en la zona de Benelux…
—Y cuando los encuentres habrá acabado todo.
Colgó con rabia. Abrió su portátil e intentó conectarse a Internet a través de la vieja línea del teléfono. La señal era muy débil y la mayoría de las páginas no llegaban a abrirse, o lo hacían lentamente y con interrupciones. Bueno, pero al menos funcionaba. Buscó en las páginas amarillas internacionales. François Bollard, Europol, La Haya. No dio con el teléfono privado de Bollard, pero sí con una dirección.
—¿Y cómo se las arreglaría para ir a La Haya? Los trenes no funcionaban… ¿Una línea de bus, quizá? Su ordenador le dio unas cuantas opciones. Mañana por la mañana podía estar allí. Shannon miró el reloj. El bus salía en cinco horas, si es que al final lo hacía, claro. Miró cuánto dinero llevaba en la cartera. Setenta euros. No era suficiente. Buscó en todas las bolsas, bolsillos, cajones y armarios de su habitación, y al final reunió ciento cuarenta euros. Seguía siendo demasiado poco.
Bajó a la calle en busca del cajero más próximo. En la radio había oído decir que muchos seguían funcionando y que los bancos abrirían al día siguiente. Pasó su tarjeta por la ranura prevista a tal efecto, junto a la puerta, y entró en la antecámara en la que estaban los cajeros. Las pantallas estaban encendidas, como siempre.
Shannon comprobó su saldo.
2167 euros.
Los magros ahorros de varios años de trabajo tras la cámara periodística.
Sacó mil quinientos euros, los metió en el bolsillo de su pantalón y volvió corriendo a su piso.
Una vez allí preparó una bolsa con ropa de abrigo, sus dos cámaras digitales, todas las pilas y baterías que pudo encontrar por casa y, por último, su portátil. Tardaría al menos una hora y media en llegar a la parada de autobús caminando. Llamó al servicio de taxis y una voz grabada de mujer le dijo que las líneas estaban ocupadas pero que la atenderían en breves momentos. Diez minutos después, colgó, desesperada. Se puso su plumón y las botas más abrigadas que tenía, se echó la bolsa al hombro, se dio la vuelta para mirar su piso una vez más, y se marchó. La escalera estaba oscura como la boca del lobo.
La Haya
Con la cabeza a punto de estallar, Manzano regresó a su habitación del hotel. Seguía lloviendo. ¿Y si llamaba a Sonja Angström? Ella le había dado su número del MIC y tenía ganas de saber si había llegado bien, así que lo marcó. Tras varios timbrazos oyó una voz femenina, pero no era ella.
—¿Con Sonja Angström, por favor?
—Está de vacaciones —dijo su interlocutora.
Manzano no se sintió con ánimos de explicarle que Angström debía de estar a punto de aparecer por la puerta para echarles una mano con el trabajo, así que dio las gracias y colgó, sin más. Quizá haya ido primero a su casa, se dijo. Para cambiarse de ropa y comprobar que todo estuviera bien… También tenía el número de su casa, pero cuando lo marcó vio que no había línea.
Se estiró en la cama, abrió su portátil y se metió en la página de la Europol. El gordo bajito le había dado un Código de Acceso, y cada vez que entrara en la página, su ordenador sería sometido a un escrutinio por parte de los controladores informáticos de la organización. Así, de paso, la Europol aprovechaba para controlar todos los movimientos de Manzano con el portátil. Sólo si pasaba el filtro podía acceder a la red interna de la organización. Obviamente, en el caso de la Europol toda medida de seguridad estaba más que justificada, y más aún si el que accedía era un extraño como él.
Bollard le había recomendado que antes de empezar a hacer algo se familiarizara con los fundamentos de la organización. En la página principal encontró un archivo en el que, al menos según el título, había información primordial. Hizo click en él.
—¿Y qué es lo que hace?
Bollard había llamado brevemente a la puerta de la habitación del hotel, y luego había entrado sin esperar a que le dijeran el correspondiente «adelante». Aquella habitación se diferenciaba del resto por la cantidad de equipos electrónicos que había repartidos por el suelo, junto al escritorio. Tres pequeñas pantallas mostraban sendas imágenes en blanco y negro de otra habitación de hotel. En la del medio reconoció a Manzano, sentado sobre su cama y con el portátil sobre las piernas. Parecía muy concentrado. Estaba leyendo, y sólo de vez en cuando escribía alguna cosa.
No le había costado demasiado convencer a las autoridades holandesas para que vigilaran a Manzano y le pincharan el teléfono. Mientras el italiano estaba en el helicóptero, los especialistas habían entrado en la habitación y la habían llenado de micrófonos y cámaras. Y en otra habitación del hotel, dos pisos por encima de la de Manzano, un par de trabajadores hacían turnos para vigilarlo. Y si salía del hotel, un equipo de la secreta también salía con él. No es que Bollard pensase que se trataba de uno de los saboteadores, ni mucho menos, pero la situación era comprometida y no quería correr ningún riesgo.
—Nada especial —respondió el vigilante, un chico de unos treinta y tantos años y aspecto malhumorado. Ha llamado tres veces por teléfono.
—¿A qué números?
—Primero al MIC, en Bruselas. Ha preguntado por Angström. Luego al particular de Angström, pero tampoco la ha localizado allí. El tercero a un complejo hotelero rural de Ischgl. Ha dejado un recado y el número de teléfono de su habitación a un tal Bondoni. Le ha preguntado qué tal estaban él y las chicas y ha dicho que volvería a llamarlo después. Desde entonces está sentado en su cama, leyendo en su portátil.
—¿Sólo lee?
—Por lo que he visto hasta ahora, sí.
—De acuerdo, pues me marcho. Avíseme si hace algo que le llame la atención.
Bollard se preguntó si no sería mejor ir a dormir a su despacho. Allí tenía una ducha y un sofá de lo más cómodo, había calefacción y no gastaría gasolina… Pero no quería dejar solos a Marie y a los niños en su primera noche en la granja.
En la calle había más coches que de costumbre. Aún les quedaba gasolina. Aquello cambiaría en los próximos días, pensó. Su depósito, por ejemplo, estaba ya a la mitad. Tras los acontecimientos de las últimas horas, todas las empresas habían empezado a gastar las reservas de gasolina en los empleados que les parecían más insustituibles, aunque en realidad estaban previstas para los bomberos y las ambulancias.
A la entrada de la granja había una docena de coches. Bollard añadió el suyo, llamó a la puerta y fue recibido por una mujer rubia con camisa de cuadros que se presentó como Maren Haarleven. La dueña de la granja.
—Pase, pase —le dijo—. Su familia está cenando.
Bollard la siguió hasta una amplia sala en la que había dos grandes mesas alargadas, ambas ocupadas. Reconoció algunas caras. Él mismo se había encargado de comentarles aquella opción después de colocar a su familia.
Los niños lo recibieron entusiasmados. Estaban felices en la granja y con los animales. Durante la cena no hablaron de nada serio, y no fue hasta que los niños se quedaron dormidos cuando Marie le preguntó en voz baja:
—¿Vas a decirme lo que está pasando?
—Vais a tener que quedaros aquí unos días. Parece que los niños están contentos, ¿no?
—En las noticias han dicho que en casa ha vuelto a irse la luz.
Bollard comprendió que al decir «en casa» se refería a Francia, y asintió.
—He hablado con mis padres, y con los tuyos.
—¿Y cómo están?
—Bien —mintió—. He pedido a tus padres que vayan a visitar a los míos.
—¿Y eso por qué? —preguntó Marie, frunciendo el ceño.
—Por si el apagón se alarga.
—¿Y por qué iba a alargarse?
—Nunca se sabe…
—¿Y por qué a casa de tus padres? ¿Por el paisaje? ¿Para que vuelvan a visitar los castillos del Loira?
—Porque tienen un pozo propio, una chimenea y algunas gallinas.
Hacía ya varias décadas que los Bollard habían vendido su granja a un Bed&Breakfast que arrendaba terrenos en la época de la burbuja inmobiliaria, y la verdad es que cerraron el trato en un momento tan bueno que sus padres habían vivido desde entonces con un gran nivel de bienestar. Las gallinas, así como unos pocos cerdos y vacas, los guardaron para uso propio.
Marie lo miró con evidente preocupación, pero decidió no seguir preguntando. Sabía que él no siempre podía explicarle todo lo que sucedía en su trabajo.
—Bueno —dijo—, espero que se lleven bien.
Berlín
Michelsen sólo había estado en la Oficina Federal del Canciller para actos públicos. Y si por ella fuese nunca habría ido a uno como aquél. No estaba sola. La acompañaban trabajadores de todos los departamentos del gabinete de crisis. En pocas horas habían elaborado una presentación… si es que podía llamarse así. Al ver aquella escena Michelsen no pudo evitar pensar en las imágenes del infierno de Hieronymus Bosch. Desde que recibieron las últimas noticias aquella mañana, todos habían pasado a un nuevo estadio. La calma brillaba por su ausencia. Tras pasar los controles de seguridad de la entrada, un joven la precedió hasta la sala de prensa del segundo piso, donde se sumó al resto de los invitados, y otros dos colaboradores la ayudaron a conectar sus portátiles. Nadie hablaba demasiado. Todos se limitaban a intercambiar las informaciones más imprescindibles. La conmoción era excesiva. El comportamiento racional y profesional —o por lo menos su simulación— parecía la única estrategia posible para no perder la compostura. La propia Michelsen estaba sorprendida de su templanza, aunque sabía que era sólo pasajera. No podría contener los nervios durante mucho más. Ojalá no los perdiera en un mal momento…
Esperaban a su público en silencio. Michelsen se dio cuenta de que todos evitaban mirar a los demás. Nadie quería que reconocieran el miedo en su mirada. En una pared de la habitación, diez pantallas repartidas en dos filas, una sobre la otra. En varias de ellas podían verse los rostros de varios caballeros ya entrados en años. Algunos ya habían estado en la cima sobre la energía mantenida con el canciller. Michelsen reconoció a Heffgen y a Balsdorff. Se toqueteaban las chaquetas y ordenaban sus papeles frente a la cámara ante la que estaban sentados. Pasaron varios minutos. El cielo berlinés estaba tan oscuro como los pensamientos de todos ellos. Michelsen pensó en lo privilegiada que era por poder estar allí, en una habitación con calefacción y agua corriente… Unos pasos apresurados la sacaron de sus pensamientos.
El canciller fue el primero en entrar. Determinado, rápido, serio. Estrechó la mano a todos y cada uno de los presentes. Era un hombre delgado con la espalda ligeramente encorvada, como suelen estarlo siempre las espaldas de los más altos, que inconscientemente se arquean para estar más cerca de la altura media. Sus rasgos angulosos le recordaban —a ella y a casi todos sus conciudadanos— a aquel otro cabeza de estado alemán que había pasado a los anales de la historia como el más influyente y exitoso de todos: Honrad Adenauer. Michelsen estaba bastante convencida de que aquella similitud física le había ayudado mucho a lograr el éxito político… pese a que él tenía treinta años menos que Adenauer cuando fue nombrado canciller, y pese a la diferencia en sus tendencias políticas. La crisis económica había tenido unas consecuencias obvias y dignas de tener en cuenta, como la revalorización de las ideas y los presupuestos socialistas. De ahí que resultara especialmente curioso que alguien que venía de las finanzas se hubiese ganado el cariño de los funcionarios y el electorado socialista en general. Ella misma, Michelsen, no lo votó. Le parecía un oportunista. Aunque, si se paraba a pensarlo bien, todos se lo parecían. Quizá su decisión se debiera sólo al hecho, pues, de haber crecido en una época en la que la política aún parecía tener algo que ver con las ideas. Sea como fuere, había que reconocer que el hombre estaba gestionando mejor la crisis económica que la mayoría de sus colegas de Occidente. Y ahora también, como no podía ser menos, su presencia desprendía un aura de firmeza y fuerza que, sinceramente, era de agradecer.
—Les doy las gracias a todos los que han tenido a bien acompañarnos hoy aquí, y aprovecho para saludar a todas las damas y caballeros que estarán también presentes en esta reunión vía satélite —dijo el canciller, abriendo así su discurso—. Los acontecimientos de los últimos días confieren a esta reunión un significado muy distinto al que teníamos previsto cuando la convocamos. Los descubrimientos que hoy han llegado hasta nuestros oídos (los marcadores de Italia y Suecia, así como las novedades en Francia y otros países) nos alejan cada vez más de la posibilidad de que todo esto pudiera tratarse de una serie de desafortunadas casualidades. Los organismos de seguridad europea hablan de un poderoso ataque a los sistemas de energía europeos. Para que nos hagamos todos una idea de lo que estamos hablando, he pedido a los ministerios que nos ayuden a situarnos y que nos expliquen cómo es actualmente el escenario en el que nos hallamos. —Hizo una pausa y bebió un trago de agua.
Michelsen esperó que a continuación el canciller hiciera algún gesto dramático o llamara la atención de algún modo, pero nada más lejos de la realidad: se limitó a intercambiar una mirada de soslayo con su secretario de Estado, Rhess, quien asintió con la cabeza, y entonces continuó:
—Damas y caballeros, les dejo con el secretario Rhess.
Éste se levantó y empezó a hablar.
—Alemania lleva casi cuarenta y ocho horas sin electricidad. Todos conocen sin duda el informe Peligros y vulnerabilidad de las sociedades modernas, que presentamos en el año 2011 en el marco de educación, formación e investigación sobre las nuevas tecnologías.
Seguro que la mayoría no lo habían leído, pensó Michelsen.
—Pues bien, en él presentábamos ya lo que sin duda eran —y son— las principales consecuencias de una situación de crisis o emergencia global. En primer lugar está la necesidad de conseguir alimentos, dado que la mayoría de los supermercados y colmados han cerrado. Nuestra colega Michelsen, directora del departamento de protección ciudadana en el Ministerio del Interior, nos ilustrará sobre esta cuestión.
Michelsen se levantó y tomó la palabra. Mostró imágenes de los puertos y las carreteras, de barcos de mercancías detenidos en pleno mar y de trenes descarriados o, simplemente, estacionados en mitad de las vías. Explicó que las cadenas de producción se habían interrumpido radicalmente, ya fuera por falta de combustible o porque todos los sistemas modernos trabajan con electricidad, y a modo de ejemplo siguió el proceso de producción de un alimento determinado, véase la leche, desde el momento en que se ordeña a los animales en las granjas —electrónicamente— hasta la última y más compleja uperización del producto. Habló de la imposibilidad de mantener los productos a temperatura adecuada sin la ayuda de la energía eléctrica, y reflexionó sobre el inevitable malogro de éstos, que acabarían agriados, contaminados, degenerados o putrefactos —aunque no utilizó todas estas palabras en su exposición, para no parecer demasiado catastrofista—. Habló durante más de una hora; mostró un montón de imágenes, explicó un montón de gráficos y porcentajes, y reflexionó, en definitiva, sobre el hecho de que todo, absolutamente todo, estuviera supeditado a la electricidad. Hasta las tiendas y los supermercados necesitaban la corriente para poder atender a sus clientes. La mayoría de ellas ya ni siquiera podía subir sus persianas o abrir sus puertas, y la mayoría de los dependientes tardarían una eternidad en atender a los clientes sin la infinidad de aparatos electrónicos que los ayudaban, por ejemplo, a encontrar los productos, reconocer sus precios o sumar sus cantidades con facilidad.
—Pero volvamos al principio —dijo, tras casi una hora de exposición—; con el problema de la leche nos encontramos también ante otro problema más grande, uno que sólo podemos combatir en parte. Los que hayan nacido en el campo, o quizá hayan ido con sus hijos a visitar alguna granja, sabrán que las vacas se ordeñan electrónicamente y por la mañana, cuando sus ubres están más llenas. Hay que pensar que a estos animales se los ha criado precisamente para dar leche, y que cada uno de ellos puede producir unos cuarenta litros al día. Imaginen cómo serán sus ubres. Y luego imaginen cómo estarán después de dos días sin vaciarse. Los granjeros sólo pueden acceder manualmente a una parte muy pequeña de sus reses. Todas las demás sufren unos dolores horribles e insoportables debido al peso y a la hinchazón… De hecho, aunque recuperáramos la electricidad ahora mismo, para muchos de esos animales ya sería demasiado tarde.
Al pensar en ello sintió que se le anegaban los ojos en lágrimas. En la pantalla pudieron ver infinidad de animales muertos, apilados y formando verdaderas montañas. Las imágenes pertenecían a la crisis de las vacas locas, en los años noventa.
—Tendremos que ir acostumbrándonos a este tipo de imágenes —dijo—. Y lo mismo pasará con las gallinas, que morirán de frío, y con los cerdos, que aunque no son tan sensibles acabarán muriendo también.
Michelsen se detuvo unos segundos para coger aire.
—Y también tendremos grandes problemas en el cultivo de frutas y verduras. El riego, la calefacción y la ilustración funcionan con electricidad. Imaginen el efecto de todas estas catástrofes en la economía del país. Millones de alimentos se echarán a perder y millones de personas irán a la bancarrota.
Se detuvo unos segundos más para permitir a sus interlocutores hacerse a la idea de lo que estaban oyendo —cosa que sucedió, indiscutiblemente, en gran parte gracias a la fuerza de las imágenes que acababan de ver.
—En fin. Hasta aquí, parte de lo que tenía que decirles sobre los alimentos. Pero, tal como pueden ver en este gráfico, los temas se interrelacionan entre sí, y, más importante aún que la alimentación, es la posibilidad de suministro de agua.
»Ya hay muchas regiones en las que los ciudadanos se han quedado sin agua, básicamente porque las bombas que permitían su acceso a los hogares han dejado de funcionar. No sé cómo lo tienen ustedes, pero en mi casa no puedo ducharme ni beber agua del grifo. Y… bueno, un par de días sin ducharme podría pasarlos con relativa facilidad (al fin y al cabo, al final todos acabaremos oliendo igual de mal y ya nadie se fijará en mí), pero el agua se utiliza para muchas cosas más; para apagar, en definitiva, todo tipo de fuegos, literales y metafóricos, ambos de vital importancia. El tema no es tan horrible en los pueblos como en las ciudades, pero al final, cuando se sequen los pantanos y la lluvia deje de llenar cazuelas, será igual de duro para todos.
»Damas y caballeros —con estas palabras pretendía dar solemnidad a lo que iba a decir a continuación—, tenemos que empezar a evacuar a los ciudadanos y reubicarlos en alojamientos de emergencia; de otro modo, la espiral de hambre y sed empezará a crecer exponencialmente y también lo harán las víctimas de esta tragedia sin parangón.
»Dicho esto, otro de los grandes campos en los que necesitamos el agua es el correspondiente a las clínicas y los hospitales, pero para hablar de este tema nadie mejor que mi colega Tornhüsen, del ministerio de salud pública, que les explicará cómo está la situación actual.
Se sentó. El susodicho, un hombre rollizo de unos cincuenta años cuyo rostro reflejaba una más que evidente falta de sueño, tomó la palabra y empezó a hablar de los problemas de la sanidad: después de recordarles a todos que el sistema de salud alemán era uno de los mejores de Europa y estaba bastante mejor preparado que otros para lo que pudiera pasar, también les recordó que había que ser precavidos y que no estaría de más empezar a pensar en algún plan de acción. En pocas horas empezarían a fallar los generadores de energía de emergencia, y tanto las urgencias como las salas de operaciones como las salas de partos, por ejemplo, no podrían atender a sus pacientes, por falta de luz, de medios y de instrumental. En las próximas horas era más que probable que aumentasen las infecciones, las epidemias, o, por qué no decirlo, las pandemias. Y que no hubiese suficientes médicos ni medicinas para todos. Los enfermos crónicos, como por ejemplo los diabéticos o los infartados, como dependen de sus tomas, serán los primeros en notar todo este horror. Y ahí estarán también las residencias de ancianos, los enfermos en coma, los que dependían de alguna máquina para seguir con las funciones vitales activas, los bebés prematuros… No se podrán realizar operaciones ni llegarán a tiempo las medicinas; no habrá anestesias ni desinfectantes ni vendas, porque los camiones no llegarán a sus destinos…
Tornhüsen bebió un vaso de agua y continuó.
—Cientos de personas, cuando no miles, tienen la vida amenazada por esta catástrofe.
Michelsen se mordisqueó el labio inferior. Hacía unos años una amiga suya enfermó y murió de ELA —Esclerosis Lateral Amiotrófica, una enfermedad desesperante provocada por la progresiva degeneración del sistema nervioso, cuya disfunción paraliza poco a poco a sus pacientes y cuyo pronóstico, por el momento, es mortal— y recordó la tragedia y la rabia por no tener medicamentos para aquella enfermedad. Si lo que decía Tornhüsen era cierto, millones de personas iban a sentir algo parecido en los últimos días, pero en este caso no porque no se conocieran los remedios, sino porque no se tenía acceso a ellos.
—Dios santo —dijo una voz que Michelsen no supo identificar.
—Necesitamos un paquete de medidas para afrontar toda esta situación, y lo necesitamos ya. ¿Rolf?
Y dicho aquello, Tornhüsen se sentó y dio paso a Rolf Viehinger, director del departamento de seguridad pública del Ministerio del Interior. Pese a sus casi sesenta años, Viehinger era un hombre interesante y muy atractivo. A Michelsen le gustó desde el primer momento, y en una época estuvieron a punto de tener un lío amoroso, pero las convicciones políticas de Viehinger, un derechismo del que hacía bandera, hicieron que las cosas no salieran bien. Al fin y al cabo, el abuelo de Michelsen sufrió todo tipo de torturas por enfrentarse a unos nazis en un campo de concentración, y aquello no podía olvidarse tan fácilmente. Sea como fuere, había que dar al César lo que era del César, y Michelsen admitía que Viehinger era un gran profesional y un magnífico orador.
—Las crisis —empezó diciendo él, tras saludar a los presentes—, despiertan a menudo lo mejor del ser humano. En las últimas cuarenta y ocho horas hemos presenciado una infinidad de gestos pequeños pero al mismo tiempo enormes. La Cruz Roja, los bomberos, la policía, los médicos y enfermeras, y toda aquella gente que no se ha limitado a proteger a los suyos, sino que ha entendido que «los suyos» somos todos y eso es lo que nos hace grandes. Sin embargo, el ser humano es caprichoso y complejo, y la historia nos ha demostrado que a largo plazo la bondad es más difícil de practicar. Cuando el hambre apriete y el cansancio limite el entendimiento, y sobre todo cuando la gente se entere de los motivos del apagón y cunda el miedo… la fachada de la civilización caerá y dará paso al interior de unas casas egoístas e individualistas, a un sálvese quien pudeda generalizado cuyas consecuencias pueden ser más devastadoras que cualquier crisis de por sí.
»En este sentido, deberíamos dirigir la vista a esas zonas de cada país que, por un motivo u otro, aún tienen electricidad. En estos momentos, el porcentaje de la sociedad que tiene acceso a la electricidad es de un veinte o un treinta, a lo sumo. Pronto empezará a saberlo más gente, y todos querrán buscar asilo, o cobijo, en esos oasis de electricidad. Al principio serán los amigos y conocidos, pero en unos días será todo el país. Y eso será un problema, como sin duda entenderán. Habrá que movilizar a la policía hacia esos lugares, si no queremos tener más conflictos aún.
—Queridos colegas, aún nos quedan muchas cuestiones que debatir, pero seguro que más de uno agradecerá que hagamos ahora una pausa para estirar las piernas o ir al lavabo, ahora que aún podemos. Si les parece bien, volveremos a encontrarnos dentro de diez minutos o un cuarto de hora, ¿de acuerdo?
Todos los presentes se levantaron, los fumadores corrieron a las escaleras de emergencias para poder encender sus cigarrillos al aire libre, y los demás se dirigieron a los pasillos o a los lavabos. Todo tenía un extraño aire de normalidad, salvo por un pequeño pero significativo detalle: nadie cogió su móvil para mirar el correo, enviar algún mensaje o buscar alguna noticia en Internet. Todos habían interiorizado que las líneas telefónicas ya no funcionaban.
—¿Qué opinas? —le susurró Tornhüsen entonces.
—Creo que están todos en shock —respondió ella, también en un susurro.
París
Evidentemente, no encontró ni un taxi. Shannon cruzó la ciudad por la Ile de la Cité hasta la Gare du Nord, desde la que salía su autobús. Las farolas, los semáforos y la mayoría de los edificios estaban a oscuras. Las únicas luces que aún podían verse eran las de los faros de los coches. Llegó a la estación poco después de las diez de la noche. Allí también estaban a oscuras, salvo por alguna que otra lucecita de emergencia. En las puertas de entrada de la estación se apelotonaba un montón de gente. Como ella no sabía dónde estaba la terminal de autobuses, empezó a abrirse paso entre la multitud. A la débil luz de la noche, los viajeros frustrados habían convertido la estación en un cuartel de emergencia. Había gente sentada y estirada por todas partes. Algunos maldecían en voz alta. Los niños lloraban. En las taquillas, los vendedores de billetes intentaban tranquilizar a los clientes, o al menos eso le pareció a Shannon por los gestos que les vio hacer. En el aire, y pese al frío, flotaba un olor denso a humanidad, en ocasiones mezclado con el de residuos fecales.
Dado que los paneles luminosos estaban apagados, Shannon buscó alguna pizarra en la que se indicaran los destinos de los autobuses. Fue de un lado a otro de la estación apartando como podía a quienes le cerraban el paso y pasando por encima de piernas y por debajo de brazos extendidos, hasta que al fin dio con un tablero en el que se veía la palabra «BUS». Ojalá no se refiriera sólo a los autobuses del área metropolitana… Siguiendo la flecha, salió del edificio y fue a parar a un aparcamiento en el que había varios autobuses aparcados en batería. Entre ellos, gente que buscaba algo o que esperaba junto a sus maletas. Diez minutos después había encontrado, al fin, el autobús que se dirigía a La Haya. Miró hacia las ventanas. Aún quedaban asientos libres. Aun así, preguntó al conductor para asegurarse:
—Oui, La Haye —le respondió él.
—¿Tiene que hacer alguna parada para repostar? —Durante sus investigaciones periodísticas se había enterado de que la mayoría de las gasolineras no funcionaban y no tenía ningunas ganas de quedarse tirada a medio camino.
—Non.
—¿Y dónde puedo comprar un ticket?
—Hoy aquí mismo. Las taquillas están cerradas. Y sólo aceptamos dinero en metálico. Son cincuenta y seis euros, por favor.
Shanon pagó y buscó un asiento libre. En la última fila encontró dos que estaban juntos. Con un poco de suerte, nadie se sentaría a su lado, pensó. Siete horas de viaje en un autobús no eran precisamente placer, y menos aún si a tu lado se sentaba alguien con excesivas ganas de hablar o mal olor corporal… Dejó su bolsa en el estante de encima de los asientos y se sentó junto a la ventana. Pero ¿qué estoy haciendo? Se dijo: ¿Quién me manda a mí meterme en este lío? Pero ahora ya está hecho. Ya está. Al menos, en el autobús no hacía frío. El conductor encendió el motor. A cada persona que subía, Shannon rezaba para que no escogieran el asiento junto al suyo, y al final así fue. Pocos minutos después, el vehículo se puso en marcha y se alejó del edificio de la estación.
Shannon dobló su plumón, lo apoyó en la ventana y lo utilizó como almohada.
Fuera, las sombras de la ciudad pasaban corriendo frente a ella. En algún momento las siluetas empezaron a hacerse más débiles, y el paisaje, iluminado apenas por un cielo nublado y sin luna, quedó sumido en la más absoluta oscuridad. Shannon se quedó mirando la oscuridad sin pensar en nada.
Berlín
El siguiente en participar fue el secretario de Estado, Rhess.
—Dicen que el dinero rige el mundo…
Qué atrevido, soltarle esta frase a un gobierno, pensó Michelsen. No sabía que Rhess fuera tan valiente,
—… pero la pregunta ahora es: ¿y qué pasará cuando se nos acabe el dinero?
Ella se quedó en silencio, esperando a ver cómo se las arreglaba el secretario para salir de aquel entuerto.
—Nuestro colega Torhüsen ya lo ha mencionado. Es posible que el mundo de las finanzas sea el que esté mejor preparado para enfrentarse a un apagón. Los bancos aún podrán mantener su negocio en marcha unos cuantos días más. Aunque los cajeros automáticos ya empiezan a fallar, los clientes aún pueden sacar el dinero de sus cuentas en las sucursales, y seguirán haciéndolo hasta que los furgones que transportan el dinero se queden sin gasolina. Las filiales pequeñas cerrarán en tres o cuatro días. Las mayores tardarán una semana, quizá. Miren en sus propios monederos, amigos. ¿Cuánto dinero llevan? La ruptura del círculo económico tendrá enormes consecuencias sobre la economía y la sociedad. Las empresas no podrán pagar a los proveedores ni a los empleados, y tampoco comprar productos nuevos. La bolsa está bien preparada para todo tipo de alteraciones, y lo mismo sucede con el banco central europeo y los organismos de compensación monetaria sobre los que se erige todo el sistema de transacciones financieras. La historia se complica para todas aquellas personas y empresas que quieran utilizar los servicios financieros. Dado que las líneas telefónicas e Internet también han empezado a fallar, lo único que pueden hacer es presentarse directamente en las ventanillas del banco y cerrar sus negocios en persona. Eso significa que mañana las bolsas europeas podrán volver a abrir —y así lo harán—, aunque lógicamente con una brusca caída. Lo más probable es que el negocio se vea reducido. En cuanto la noticia de la conspiración salga a la luz, la bolsa sufrirá un baño de sangre. El valor de las empresas alemanas disminuirá radicalmente. En los próximos meses, muchas serán víctimas de las multinacionales extranjeras, que se ofrecerán a comprarlas. ¿Y qué decir de la cantidad de pequeñas y medianas empresas que no podrán volver a recuperarse después de las pérdidas que les suponga este terrible parón? Seguramente todos coinciden en afirmar que deberíamos dedicar nuestros mayores esfuerzos a cubrir las necesidades básicas de la sociedad, pero yo propongo que no perdamos de vista estos otros aspectos, importantes a mediano y largo plazo.
Michelsen se dio cuenta de que Rhess no había manifestado su tesis hasta ahora, al final del discurso. Buena estrategia. Al fin y al cabo, se trataba de jugar a un juego mayor.
—Señores, ya hemos tratado los temas más explosivos. Todos menos uno: la comunicación entre nosotros y con el ciudadano. Estamos en una situación catastrófica, y así deberíamos reconocerlo. La mayor parte de las líneas telefónicas fijas y móviles empezaron a fallar en la noche del viernes al sábado, y lo mismo sucedió con el BOS-Funk, el sistema de radio reservado a las autoridades. Sólo está previsto que aguante activo dos horas —aproximadamente— desde el momento en que falla la electricidad.
—¡Por el amor de Dios! ¿Quién autorizó semejantes plazos de mierda?
Rhess ignoró el improperio y continuó:
—El sábado fue casi imposible mantener una conversación entre la Cancillería, los Länder y los servicios de urgencias. A lo largo del día de hoy, los sistemas de repuesto han ido instalándose, y los de emergencias han podido reequiparse de tal modo que a estas alturas podemos volver a comunicarnos entre nosotros, aunque sea de un modo algo rudimentario. Pero seguimos echando de menos una conexión fluida y sin interrupciones con ciertas regiones del país. De algunas de ellas no hemos recibido información, o sólo un poco, a cuentagotas, ya sea por satélite, sintonías de radio amateur o canales de televisión que aún pueden emitir aunque apenas tengan espectadores…
Michelsen lo vio negar con la cabeza.
—El Ejército de la República Federal Alemana, el Bundeswehr, podría habilitar una red de oficinas que ayudaran a desgravar al ciudadano y lo liberaran de ciertas cargas económicas. Pero ello también precisaría energía y combustible. Deberíamos incluir lo antes posible las radios amateurs —les aseguro que hay más de las que imaginan—, porque sus equipos son relativamente fuertes, aunque también tienen el problema de las baterías, lógicamente. Y los satélites están sobrecargados. Vamos a montar unos centros de radiotelegrafía para optimizar nuestras opciones en este sentido…
Hizo una pausa antes de continuar:
—La información que pueda darnos el pueblo es ahora inmensa, extraordinaria. Por supuesto, hay planos, advertencias y folletos en los que se nos explica cómo debemos comportarnos en caso de apagón, pero, con la mano en el corazón, ¿cuántos de los aquí presentes los hemos leído, por mucho que estén íntimamente relacionados con nuestro trabajo? Resulta que hay un folleto del Ministerio del Interior en el que nos recomiendan a todos tener en casa una radio que funcione con pilas. ¿Cuántos de ustedes la tienen? ¿Cuántos tienen pilas en su casa? Nos hemos acostumbrado a vivir en un mundo que funciona con la televisión, Internet y los teléfonos móviles. Es probable que muchos de ustedes ni siquiera tengan un teléfono fijo en casa. Tampoco les serviría para mucho, créanme, pues las reservas de energía de estas líneas fijas van desde los quince minutos a las ocho horas. Y las líneas móviles ya han caído todas. Como no hay electricidad, los aparatos no pueden recargarse. Para el común de los ciudadanos, Internet también ha quedado fuera de juego, y sólo pueden acceder aquellos que aún tienen electricidad. Y lo mismo puede decirse de la televisión y la radio. Dicho con otras palabras: los ciudadanos, ahí fuera, no saben lo que está pasando. La única información con la que cuentan es la de los rumores y habladurías, y eso puede convertirse en algo realmente peligroso. Tenemos que asegurarnos de que la información llega al mayor número de gente posible, o entraremos en una dinámica destructiva y sin vuelta atrás. Los servicios de rescate, bomberos, policía e instituciones benéficas aún tienen activa sus redes de comunicación, ¿verdad? Me consta que su infraestructura no les permitirá acceder a toda la sociedad, pero al menos podrían esforzarse en ofrecer información al tiempo que realizan sus servicios.
Ya habían discutido largo y tendido sobre este tema, recordó Michelsen. Por supuesto, había varias posibilidades de ofrecer información en situaciones de emergencia, pero todas resultaban muy rudimentarias: tal era el caso, por ejemplo, del Sistema de Advertencia por Satélite (SatWaS), con el que el Estado Federal podía intercalar noticias en la radio y la televisión —pero no tenía ninguna utilidad si no funcionaban la radio ni la televisión—, y lo mismo sucedía con el Sistema Alemán de Información para Prevención de Emergencias (deNIS) u otros que funcionaban a través de Internet o la telefonía móvil.
—¿Sabemos cuánto tardaremos en recuperar los servicios de energía y electricidad en todo el país? ¿Algún pronóstico? —preguntó el canciller—. Muchas centrales aún funcionan.
—Los proveedores y explotadores de la red ya no se atreven a responder a esta pregunta —dijo Rhess—. Por no saber, ni siquiera sabemos cuáles son los sistemas que están afectados. Pueden ser centrales eléctricas, redes de distribución… Simplemente, no lo sabemos. Y así es imposible hacer predicciones.
—¿Y qué me dice de las centrales nucleares? —preguntó el Ministro de Economía.
—Han caído todas —le respondió el Ministro del Medioambiente y Seguridad de Reactores Nucleares.
—Aun así tenemos que seguir enfriándolas, si no me han informado mal. ¿Funcionan los sistemas de emergencia? ¿Los generadores de estas centrales no son diesel? ¿Cuánto pueden durar las reservas?
—Según el informe emitido tras los controles de seguridad realizados en las centrales nucleares alemanas, y a partir de los acontecimientos vividos en Fukushima, éstas tienen suficiente carburante para aguantar setenta y dos horas sin energía…
—¿¿Sólo setenta y dos horas?? —exclamó alguien en la sala.
—Pero la mayoría aguanta más. Según este mismo informe, depende en cada caso de la empresa explotadora.
«La empresa explotadora». No me puedo creer que esté oyendo esto, pensó Michelsen.
—Cito directamente del informe: «Determinaciones contractuales o acuerdos verbales para la transmisión de ayudas o material empresarial. Hasta la fecha no disponemos de ningún modelo de entrega para la transmisión de ayudas o material empresarial ante un caso de, por ejemplo, daños o influencias del exterior. Los explotadores de las centrales nucleares están introduciendo grandes cantidades de petróleo y carburante en las diversas plantas, a fin de asegurar su funcionamiento durante varias semanas. No disponemos de declaraciones que adviertan sobre la protección de estos recursos utilizados para combatir las influencias externas ni para asegurar la seguridad en su transporte. Salvo pocas excepciones, todas las plantas nucleares tienen acceso a grupos electrógenos de su entorno. En estos casos, el tiempo de disponibilidad de los grupos de electrógenos móviles es claramente inferior a setenta y dos horas».
O sea, que como muy tarde mañana por la noche muchas de las plantas nucleares van a tener que ser reabastecidas, pensó Michelsen. Seguro que nadie había contado con un panorama como éste. Sea como fuere, ahora era prioritario asegurar que en menos de setenta y dos horas todas ellas iban a ser recargadas con petróleo y carburante, o de lo contrario…
—Nos hemos puesto en contacto con los responsables de las explotaciones —continuó diciendo el ministro— y nos han asegurado que no habrá ningún problema con el petróleo. En el caso del carburante, empezará a racionalizarse inmediatamente y quedará supeditado al uso que de él hagan las autoridades y los servicios de urgencias. El Organismo Internacional de Energía Atómica de Viena y las autoridades francesas han advertido sobre la seriedad de la situación en la central nuclear de Saint Laurent, y la precariedad de otras tantas plantas.
—¿Saint Laurent? ¿Dónde está eso?
—Al sur de París.
—¿Supone un peligro para Alemania?
—Por ahora no.
El Ministro de Economía asintió, pensativo, pero pareció satisfecho con la respuesta.
Michelsen no quiso echar más leña al fuego mencionando cualquiera de los muchos otros problemas de las centrales nucleares alemanas, aquellos que por ahora no tenían consecuencias pero que podían llegar a tenerlas en un plazo de tiempo no muy lejano, como por ejemplo la caída de los sistemas de emergencia y seguridad. Cada vez había más trabajadores con dificultades para llegar a la central nuclear —ya fuera por falta de medios o de ganas—, y los que quedaban llevaban muchas horas empalmando turnos y estaban sencillamente agotados, lo cual aumentaba drásticamente las posibilidades de que cometieran errores. Además, muchas de las medidas de seguridad no podían llevarse a la práctica, o sólo de un modo sesgado, como por ejemplo la limpieza y descontaminación de los monos de los trabajadores.
El secretario de Estado Rhess interrumpió los pensamientos de Michelsen.
—Pero no quisiera acabar mi intervención sin aportar al menos una noticia positiva —dijo—. Por el momento, la colaboración internacional funciona extraordinariamente. Tanto los procesos bilaterales previstos como los que tenían que llevarse a cabo en la unión europea funcionan a la perfección, y gracias a ello hemos podido acelerar en todo momento el tiempo de respuesta y la gestión de la información. Fue la colaboración supranacional la que logró descubrir en tiempo récord que los contadores habían sido manipulados y que el apagón respondía a un ataque consciente y no a una serie de terribles coincidencias. Por ello les ruego que sigan en la misma línea y que no duden en proteger la grandeza de Europa con todas sus fuerzas, aunque sin olvidar —añadió, al darse cuenta de lo ostentoso de su última afirmación— que no podemos hacer mucho por ayudar ni recibir ayuda de nadie. Éste será, sin duda, uno de los mayores esfuerzos a los que nos veremos obligados en los próximos días; de ahí que la oficina de asuntos exteriores se ha acogido a un programa de ayuda internacional, en colaboración, como no podía ser de otro modo, con Bruselas. Muchas gracias por su atención.
—¿Ayuda internacional? —preguntó el presidente von Brandenburg—. ¿Y de dónde va a venir?
—De Estados Unidos, Rusia y Turquía, en primera instancia.
—¿Por correo postal? ¿Con un lacito? —insistió von Brandenburg, pero nadie se rio.
—Nos ayudarán más de lo que ahora parece posible, ya lo verá —respondió Rhess con frialdad.
Apenas se hubo sentado cuando la ministra y presidenta de Hessen tomó la palabra para preguntar:
—¿Tenemos ya alguna idea de quién puede haber realizado el ataque y por qué?
—No —respondió el ministro del Interior—, pero las investigaciones avanzan a gran velocidad.
—La pregunta ahora —intervino el ministro de Defensa— es ¿por qué Europa? ¿A quién podría interesarle que suframos así? Económicamente, este apagón va a suponer un golpe durísimo a escala mundial, un ataque a los mercados del que nadie va a salir beneficiado. Más de quinientos millones de consumidores europeos compran en Rusia, China, Japón, India y Estados Unidos. Si Europa sufre, ellos también. Y lo mismo podría decirse de un atentado militar: las relaciones diplomáticas con las grandes naciones mundiales son de lo más correctas, aunque, como todos saben, últimamente habíamos tenido alguna fricción con Rusia y China. También estamos, como no podía ser de otro modo, en contacto directo con los comandos centrales de la OTAN, y no disponemos del menor indicio de actividades hostiles por parte de alguna nación.
—¿Y qué hay del crimen organizado? ¿El chantaje a cambio de un rescate? —sugirió el ministro de Sanidad.
—No sé qué decirle… Por el momento nadie ha reclamado nada, y desde luego, sea quien sea el culpable de todo esto, debe de estar muy loco para ponerse en contacto con alguien, pues sabe que va a ser perseguido por las autoridades de todo el mundo.
—Con lo que acabamos yendo a parar a la variable más probable: la del ataque terrorista —dijo el ministro del Interior.
—¿A esta escala? —preguntó el ministro de Transportes, sin dar crédito.
—Quizá se les haya escapado de las manos. Piense en los atentados del 11 de septiembre en Nueva York. Los terroristas querían chocar contra las torres gemelas, pero no habían previsto que se cayeran.
—Sigo sin entender por qué Europa —insistió el ministro de Transportes—. Piénsenlo: el primer objetivo de los islamistas ha sido siempre Estados Unidos.
—Piense en Madrid y Londres en 2005 —le recordó el ministro del Interior—, o en los atentados frustrados de Alemania en 2007, por ejemplo. Somos los aliados de Estados Unidos en su lucha contra el terrorismo mundial. Las tropas alemanas estuvieron en Afganistán, apoyamos el boicot contra Irán… ¿necesita que le dé más ejemplos? Si alguien busca motivos, seguro que los encuentra.
—Damas y caballeros —les interrumpió el canciller—, lo que ahora necesitamos es abastecer a la población y asegurar el orden público. Agradezco al ministerio del Interior, así como a todos sus trabajadores, la brillante exposición que nos han ofrecido, y vista la situación propongo que se declare el estado de emergencia en todos los Länder del país. El Estado Federal tomará las riendas y coordinará acciones para combatir la catástrofe. Se creará un gabinete de crisis permanente bajo la dirección del Ministerio del Interior y el propio Parlamento, o el comité permanente, definirá en las próximas horas todos los fundamentos jurídicos necesarios para defender el orden y la seguridad en el país.
—¿Cómo vamos a informar al pueblo? ¿Qué vamos a decirle? —preguntó Rhess.
El canciller miró a sus interlocutores brevemente, con más decisión que inquietud, antes de continuar:
—Mientras desconozcamos los motivos de los responsables últimos de todo esto, el apagón no será más que una caída en masa de la energía eléctrica por causas desconocidas, y así se lo transmitiremos al pueblo. Cualquier otra opción sólo contribuiría a inquietar y asustar a la población.
—¿Está diciendo que vamos a ocultar nuestras sospechas? —preguntó Michelsen.
—Estoy diciendo que no vamos a provocar el pánico.
—En mi opinión sería más razonable que la gente supiera a qué atenerse. —No podía entender aquella actitud arrogante y condescendiente de los máximos directivos, ya fueran políticos, científicos o economistas—. La experiencia dice que, tarde o temprano, la verdad siempre acaba imponiéndose.
—Celebro que comparta con nosotros su opinión, pero espero que en este caso la verdad acabe imponiéndose tarde —dijo el canciller.
Y el desastre será cada vez mayor, pensó Michelsen, meneando la cabeza, mientras Rhess intervenía:
—Piense que tenemos que llegar a un acuerdo internacional al respecto. Todos los países debemos dar la misma información a nuestros ciudadanos. Ningún país debe adelantarse al resto, por el interés común.
El canciller se levantó.
—Damas y caballeros, gracias por su asistencia. Volveremos a vernos mañana a las doce de la mañana, cuando no antes, y desde ahora nuestra cita será diaria.
París
A Bollard sólo le faltaba tener ahí a Ambrose Tollé. El secretario del presidente no tenía ni treinta años, vestía como el modelo de una revista de moda y se comportaba como si fuera el propio presidente de los Estados Unidos.
Tras el último apagón, Monsieur le Président había enviado a Tollé a La Haya para que lo mantuviera informado de los últimos acontecimientos, y para transmitir a Blanchard y al resto de responsables del CNÉS lo disgustados que se sentían los máximos responsables del gobierno.
En presencia de Tollé, ni siquiera Albert Protect tenía la calma de esta mañana, aunque el principal motivo de la frente perlada en sudor y el consiguiente olor a miedo del jefe de los servicios informáticos eran los resultados del test que habían llevado a cabo a primeras horas de la tarde.
—Con esta tecnología no podemos ofrecer un suministro estable de energía —explicó Blanchard.
Aquello era una asunción de incapacidad, y sabía que tarde o temprano tendría que rendir cuentas por ello; si no en unas horas, sí cuando todo hubiese vuelto a la normalidad.
Desde las tres de la tarde toda Francia volvía a estar sin electricidad. Habían caído prácticamente todos los servidores de los órganos de coordinación y gestión de la red, y también habían fracasado los sistemas de apoyo.
—Ya le he explicado lo de los servidores de prueba que colocamos justo tras las pantallas azules (es decir, tras el bloqueo de los sistemas) y el consiguiente trabajo de investigación que realizamos —dijo Blanchart—, pero por desgracia los resultados no han resultado de demasiada utilidad: instalar algo nuevo sobre la base de las rutinas de instalación ya dadas no es una buena solución. Alguien ha infectado el sistema, y lo ha hecho a consciencia. No nos basta con nuestro know-how actual. Necesitamos aires nuevos, y por eso hemos invitado a varios expertos en la materia. Esta misma noche se pondrán manos a la obra.
—¿Esta misma noche? —preguntó Tollé con frialdad—. ¿Cómo que esta misma noche? ¿Por qué no ahora mismo?
—Porque aún no han llegado todos. Tienen los mismos problemas que el resto de los ciudadanos, ¿sabe? Les cuesta localizar a sus colaboradores, tienen que ocuparse de sus familias… Ya sabe a qué me refiero…
—¿Qué le digo entonces al presidente? ¿Cuándo recuperaremos la corriente?
—Aún no podemos saberlo —tuvo que reconocer Blanchard, angustiado.
¿Cómo se las arreglaba aquel joven pomposo y estirado para hacer que se sintiera tan mal?
—No aceptará semejante respuesta.
—Pues tendrá que hacerlo —dijo Protect, para sorpresa de Blanchard.
Tollé apretó la mandíbula. Haciendo un esfuerzo por dominarse, y con un tono de voz perfectamente controlado, el secretario respondió:
—Dígame lo que necesita para acelerar los resultados, y yo me encargaré de que lo tenga.
Blanchard pensó en la cantidad de veces que había deseado algo de los políticos y no se lo habían concedido. Ciertamente, aquellos hombres y mujeres sólo se comportaban como tales cuando sucedía algo malo. Entonces se plantaban ahí, de pronto, como salvadores del mundo, endosando a otros sus errores del pasado y otorgándose a sí mismos el papel de héroe de la trama. Le entraron ganas de vomitar, pero, la verdad, no tenía ni fuerzas para eso.
Berlín
Michelsen se preparó otro café. Habría dado lo que fuera por poder dormir en una buena cama, pero en su lugar se tomó el café de un trago, puso otra cápsula en la máquina y volvió a su mesa con la taza de nuevo llena.
Tenía ante sí un trabajo inhumano, que afectaba en mayor o menor medida a todas las capas de la sociedad, a todos los ámbitos de la vida. Por cuanto le concernía, quería hacerse a la idea de lo que estaba pasando. Quería una visión general, algo que le permitiera ver los distintos puntos y acontecimientos de las últimas horas.
Empezó a escribir.
Agua
Alimentos
Sanidad
Alojamiento
Comunicaciones
Orden público
Transportes
Dinero / finanzas
Infraestructuras
Suministros
Internacional
¿Eran éstos los puntos más importantes? Bueno, si había olvidado alguno, siempre estaba a tiempo de añadirlo. Empezó una página nueva, y en la primera línea escribió:
DÍA 2 (DOMINGO)
Copió y pegó la lista que había redactado antes y la completó con sus notas:
Agua
Desconocemos el estado actual. No llega a muchas zonas del país.
Los organismos regionales aún no tenían claro el estado de la cuestión. Tendría que esperar hasta mañana para saber alguna cosa más.
Alimentos
Al día siguiente, el primer lunes después del apagón, la mayoría de las tiendas de ultramarinos y alimentación, así como los supermercados, mantendrían sus puertas cerradas, y los que abrieran no recibirían género nuevo. Los congelados ya se habrían estropeado o estarían a punto de hacerlo. Habría que organizar algunos puntos de venta y ofrecer comida envasada. Escribió aquello a modo de telegrama y pasó al siguiente tema:
Sanidad
Falta de combustible en los hospitales; el personal no siempre llega a tiempo para su turno, muchas de las farmacias están cerradas y otras tantas ya no disponen de material. En muchas consultas no atienden a los pacientes, y en los hospitales y residencias empieza a reinar el caos.
Alojamiento
Organizar alojamientos en centros de acogida.
Comunicaciones
Informar a la población sobre la autoayuda. El canciller tendrá que hablar sobre el estado de la nación (aunque aún no quiere).
Orden público
Por el momento todo en orden. La sociedad se muestra muy solidaria.
Transportes
El tren recogerá a todas aquellas personas que se hayan quedado tiradas con el autobús. Las empresas de transportes, obligadas a compartir las reservas de combustible. El tráfico privado en las calles no es más intenso de lo esperado. Decenas de miles de personas se han quedado tiradas junto a gasolineras y en los aeropuertos, y deben ser atendidas. ¿Revisar gasolineras?
Dinero / finanzas
Aporte de dinero en efectivo a través de las taquillas de los bancos. El pago con tarjeta no funciona.
Infraestructuras
Algunos centros industriales en estado crítico (principalmente en el sector farmacéutico).
Suministros
Incalculables. Zonas aisladas con electricidad en, aproximadamente, el 20% del país. En otras, apenas suministros básicos durante unas horas al día. Centrales nucleares con carburante para un mínimo de tres días.
¡¡¡Asegurar los suministros!!!
Internacional
Primeros acuerdos (UE, OTAN, ONU, bilateral); problemas en las centrales nucleares de Saint Laurent (F) y Temelín (Ch) y diversas fábricas.