Berlín
—Casi el setenta por ciento del país continúa sin electricidad —dijo Brockhorst, del Centro de Comunicaciones del Estado Federal y los Länder (GMLZ), al otro lado de la pantalla.
Michelsen se sintió como si se hubiese empotrado en una pared. El despertador del teléfono la había sacado de un estado más cercano al coma que al sueño. Su piso, evidentemente, no se hallaba en el treinta por ciento del país que contaba con electricidad. Durante unos minutos se preguntó si sería capaz de reprimir sus necesidades hasta llegar a la oficina, pero, evidentemente, no podía. Eso significaba ir al lavabo a primera hora, como siempre, y no poder tirar después de la cadena. Asqueada y desesperada, lo intentó varias veces con la vana ilusión de que funcionara al menos una vez más y se lo llevara todo hacia los canales. Pero fue en vano. Y su acostumbrada ducha con agua caliente se convirtió en un uso discriminado del agua fría y las toallitas higiénicas. Le quedaban aún una docena aproximadamente. Seguro que aquel día no podría comprar ninguna más, porque lo más probable era que colmados y supermercados no estuviesen dispuestos a abrir sus puertas sin electricidad.
—Y no parece que vaya a arreglarse pronto —añadió otro colega.
—Con lo que nos acercamos peligrosamente al estado de emergencia —dijo Michelsen.
En el centro de recursos eléctricos del Ministerio del Interior seguía reinando una apremiante y tensa actividad. Pero al menos se estaba calentito. Y los retretes funcionaban. Y había luces en los espejos de los lavabos, donde Michelsen pudo peinarse y maquillarse, y donde en algún momento acabarían duchándose todos. Quizá fuera aquel el motivo por el que el secretario de Estado volvía a estar allí.
—¿Pero a qué se dedican esos inútiles de las empresas energéticas? —dijo una compañera del departamento de seguridad ciudadana—. ¿Por qué no arreglan este embrollo?
—Los estados de emergencia se llaman así por algo —le dijo el secretario de Estado Rhess—, pero no convocaremos a todos los ministros hasta que sea estrictamente necesario.
En Alemania, el estado de emergencia era una cuestión que afectaba a todos los Länder. El responsable acostumbraba a ser un funcionario de la administración central, generalmente jefe del distrito en cuestión, aunque, en la práctica, quien tenía la última palabra era siempre el presidente del Gobierno.
—Los señores ministros tendrían que ir a mi casa a hacer sus necesidades —dijo Michelsen—. O a la casa de otros treinta millones de alemanes. Imaginaos lo que pasará como no podamos lavarnos ni tirar de las cadenas un día más. ¡Imaginaos una familia de cuatro miembros!
—¡Será como vivir en pocilgas! —apuntó Rhess.
—Y no tardaremos en tener verdaderos problemas de higiene. Si los especialistas no consiguen recuperar la energía, mañana por la mañana a más tardar deberíamos empezar a evacuar a todos aquellos ciudadanos que vivan en bloques de edificios que se hayan quedado sin agua e instalarlos en alojamientos de emergencia. Sé que son millones de personas, pero si no lo hacemos se multiplicarán las epidemias. Dé la orden de que empiecen a organizarse. Y ésta es sólo una de la infinidad de medidas que deberemos tomar en las próximas horas. ¿Cómo vamos a hacerlo sin declarar el estado de emergencia? Necesitaremos la ayuda de la policía, y principalmente del ejército. Los servicios sanitarios y el cuerpo de bomberos están trabajando ininterrumpidamente desde la primera hora del apagón. No les podemos pedir más. Sea como sea —tuvo que coger aire para tranquilizarse—, tenemos un problema añadido, y es que en todas nuestras previsiones, en todos nuestros simulacros y por supuesto en toda situación real pretérita, los apagones afectaban sólo a una zona del país, o como mucho a una región, pero no a casi toda Alemania, y mucho menos a media Europa. Pensemos en la inundación del río Oder, o para no apartarnos del tema eléctrico, en el apagón de la región de Münster. En ambos casos contamos con la inestimable ayuda de activos, servicios y materiales de otras zonas de Alemania, pero ahora, en la situación en la que nos encontramos, esto es del todo inconcebible. No sé si todos tenemos claro este punto. ¡Estamos ante una emergencia nacional! Berlín no recibirá ninguna ayuda de Brandenburgo, Baden-Wüttemberg no contará con el apoyo de Baviera. Evidentemente, ayer mismo informamos de todo al CIM (el Centro de Información y Monitorización de la Unión Europea), pero no les pedimos ayuda, entre otras cosas porque, aunque lo hiciéramos, no podrían dárnosla. Me apuesto lo que sea a que ellos mismos renunciarán en breve a solicitar el respaldo del resto de Europa. Que conste en acta que abogo por que el principal ministro de cada Land declare el estado de emergencia en su territorio, y que sea lo antes posible.
El secretario de Estado, Rhess, la miró como si le hubiese tirado una copa de vino tinto sobre su camisa blanca nueva.
—Hace unos minutos he hablado por teléfono con los presidentes de nuestros principales proveedores de servicios energéticos —dijo entonces, con una sonrisa maliciosa—, y me han dicho que estaban seguros de que podrán recuperar la corriente a lo largo de esta mañana.
Michelsen notó que empezaba a arderle la cara, como si le hubiesen dado una bofetada. ¿Por qué no le había informado de aquel detalle en lugar de dejarle soltar toda su perorata? Se sintió molesta, y atacada.
—¿Y qué le hace pensar que podemos confiar en ellos? Llevan doce horas asegurando lo mismo, y yo no he visto ningún avance significativo, la verdad. ¿Sabe usted cuántos hospitales en este país cuentan con un sistema de emergencia de entre veinticuatro y setenta y dos horas? ¿Entiende que la mayoría ha consumido ya la mitad de su energía de reserva? ¿Qué cree que sucederá dentro de muy poquitas horas en las unidades de cuidados intensivos, o en la atención a los niños prematuros? —Dio una palmada brusca y rotunda—. ¡Paf! Y se acabó. Dígaselo a los presidentes con los que ha hablado.
Tenía que calmarse. Su actitud sólo conseguiría provocar el rechazo de cuantos la escuchaban. Rhess odiaba los arrebatos emocionales.
—¿Ha oído usted algo al respecto, Brockhorst? —preguntó entonces, dirigiéndose a la pantalla del ordenador desde la que el encargado del GMLZ había estado siguiendo la discusión.
—Esto…
Michelsen comprendió que la pregunta lo había puesto en una situación comprometida. Básicamente porque no podía confirmar lo que acababa de asegurar el secretario de estado.
—Olvídelo. —Cerró los ojos unos segundos e hizo un esfuerzo por dejar la mente en blanco. Dejó que sus pensamientos acabaran de pasar, como nubes de tormenta, y, ya recuperada la compostura, se dirigió a Rhess y añadió—: Espero que sus presidentes cumplan con su palabra.
París
—Tenemos toneladas de material —informó Turner al entrar en la redacción, pero enmudeció de golpe al ver que ahí no había más que algunas pantallas encendidas y un montón de velas—. ¡Eh! ¿Qué ha pasado?
—¿Cómo que qué ha pasado? ¿Por qué llevamos toda la noche trabajando? —le preguntó Shannon irónicamente—. ¡Ha habido un apagón general! Y por lo que parece, en la redacción no teníamos sistema de emergencia.
—Exacto —dijo Eric Laplante. Su cara parecía azul a la luz de la pantalla de un portátil—. Sólo funcionan los portátiles a los que aún les queda batería. Estoy intentando encontrar algún aparato más.
—Genial —dijo Turner—. ¿Tenemos horas de material pero no podemos utilizarlo?
—Podemos montarlo en los portátiles —dijo Shannon—. Algunos tienen el software que necesitamos. Creo que el único problema será trasladar los datos, ¿no, Eric?
—Bueno, Internet aún funciona —respondió Laplante—, pero tenemos que recurrir a los satélites, porque, evidentemente, nuestros servidores y routers no funcionan sin electricidad. De ahí que la transmisión sea tan débil.
—Nos queda la opción de colgar el trabajo en Internet, ¿no? —dijo Shannon.
—A ver, ¿qué tenéis?
—Bomberos sacando a gente de los ascensores, gente atrapada en los metros, escenas de pánico en la Gare du Nord, donde todos los paneles informativos, taquillas, tiendas y trenes en general han dejado de funcionar, algunos accidentes de tráfico, una entrevista al jefe de bomberos y tomas del caos que se ha formado frente a los supermercados y dentro de ellos.
Shannon conectó la cámara a uno de los portátiles para pasarle la información.
—Algunos hasta nos han dejado entrar en sus casas, donde no tenían ni luz ni agua ni calefacción. Y también tenemos algunas imágenes positivas y esperanzadoras: un hospital que sigue funcionando sin problemas gracias a su dispositivo de emergencia, gente que colabora con otra gente, que comparte el agua o los alimentos con sus vecinos, que ayuda a los ancianos a subir la compra por las escaleras…
Turner puso en marcha el ordenador y observaron las primeras tomas.
—Ésa de ahí es muy buena —dijo, refiriéndose a una secuencia que habían tomado en el metro.
Sólo porque se te ve todo el rato en pantalla, pensó Shannon. Pasó un trozo rápido hasta llegar al trozo en el que grabaron lo del ministerio del Interior. Cuando tuvo el coche en pantalla, detuvo la imagen. Tras los cristales tintados del automóvil podía distinguirse, no sin dificultad, la silueta de un rostro. Lo pasó por algunos filtros y los contornos se volvieron más nítidos, mejor definidos y contrastados.
—Yo conozco esta cara… —murmuró Turner.
Pero no tienes ni idea de cómo se llama, pensó Shannon.
—Es Louis Oiseau, el mismísimo presidente de la Électricité de France en persona —dijo ella.
—Pues claro, ya lo sabía —le espetó Turner.
—Qué escena más maravillosa —dijo ella entonces—: el jefe del imperio eléctrico descubierto al entrar en misión secreta en el ministerio.
En aquella toma, Turner desaparecía tras una nube de copos de nieve.
—Vaaaa —dijo— esto no interesa a nadie…
—Yo no estaría tan seguro —interrumpió Laplante—. Al fin y al cabo, medio país está a oscuras, y por lo visto hay más países afectados. Ni siquiera sabemos si podremos presentar la noticia.
—¡Eso es! —exclamó Shannon—. Por eso es importante esta escena: primero presentamos el drama humano y luego mostramos el coche y dejamos en off la pregunta: «¿Puede acaso ir aún peor?».
—Lauren, por favor —le espetó Turner—. Tú encárgate de aguantar la cámara, ¿vale? Los periodistas somos nosotros dos.
Pues sin mí estarías perdido, inútil arrogante, pensó ella. Pero se mordió los labios y calló.
Milán
—¿Qué desea denunciar? —dijo el tipo uniformado que lo atendió tras la ventanilla de cristal, tenía profundos surcos bajo los ojos.
En la recepción del edificio de la policía olía a orín y a excrementos. Tras él esperaban ya dos personas más. A través del micrófono, Manzano volvió a explicarle la historia de los códigos. Llevaba su portátil en la mano, y lo dejó sobre el mostrador.
—¿Y a quién quiere denunciar?
—No lo sé. Eso ahora no importa. Lo importante es denunciar el hecho a los directivos de las compañías eléctricas. Seguro que ustedes pueden acceder a ellos con más facilidad que yo.
—Es decir, que su denuncia no es más que una sospecha. —El hombre lo miró como si hubiese querido pegarle una patada para echarlo de ahí—. ¿Y por esto espera que llame a Enel? —Subió el tono al decir aquello—. Señor, ¿no tiene usted nada mejor que hacer que perder el tiempo con estas tonterías? ¿Es consciente de lo que está pasando ahí afuera? Mis compañeros y yo mismo llevamos horas sin pegar ojo intentando minimizar los efectos de esta tragedia, vigilando a los delincuentes, disuadiéndolos de aprovecharse de la situación, controlando el caos en las estaciones de tren y de metro, acompañando a los ciudadanos a sobrellevar este trance… ¿Y usted me pide que me dedique a investigar una hipotética conspiración internacional? ¿Tiene usted idea de la cantidad de chalados que se han acercado últimamente a esta ventanilla para explicarme por qué se ha ido la luz? ¡Uno ayer me dijo que estaban a punto de invadirnos los extraterrestres, y otros me han asegurado que habían sido los chinos, o los rusos, o los americanos, o los terroristas, o los masones, o el propio gobierno alemán, o una extraña combinación estelar o que se trataba directamente del fin del mundo! ¡Así que haga el favor de decirme por qué demonios tengo que escuchar ahora sus chorradas!
Cuando el hombre empezó a gritar, Manzano se asustó. Pero poco a poco su sorpresa fue convirtiéndose en rabia. Aquel tipo estaba agotado y de nada le serviría utilizar argumentos racionales, así que cuando el policía se detuvo para coger aire, él le interrumpió gritando a su vez:
—¡Pues por un simple motivo! ¡Porque ahora mismo voy a repetir mi denuncia y voy a grabarla en mi móvil, y dentro de un tiempo sus superiores sabrán quién fue el culpable de bloquear esta información! ¡Y cuando el Gobierno pida cuentas a la policía, su nombre aparecerá en todos los telediarios!
Sacó el móvil del bolsillo, activó el vídeo y volvió a explicar brevemente lo que había descubierto. Luego mencionó el día y la hora, dijo en qué comisaría se encontraba y, dirigiéndose al policía, preguntó:
—¿Su nombre, por favor?
El hombre lo miró sin dar crédito a lo que estaba pasando. Por fin, tras unos segundos de titubeo, acertó a responder.
—Gracias —dijo Manzano, apagando el teléfono—. Y ahora… ¿podemos continuar?
La gente empezó a impacientarse, pero él los ignoró. Oyó a un hombre que le increpaba:
—Oiga, ¿de verdad no tiene nada mejor que hacer? ¡Me acaban de robar el coche!
Manzano se dio la vuelta y se topó con un tipo alto con un abrigo marrón sobre cuyo cuello le caía una melena grasienta.
—¡Necesito que la policía haga algo! —le dijo, con voz ronca de fumador—. ¡Deje de molestar al carabiniere con sus locuras!
Manzano no se dejó intimidar, pese a que el tipo era el doble de grande que él.
—¿Quiere compartir con él la culpa de que el apagón no se resuelva lo antes posible?
Antes de que el tipo le contestara, Manzano notó que alguien le cogía por los hombros y le arrancaba el móvil de la mano.
—Vamos a ver qué tenemos aquí… —Era la voz del policía al que había grabado, pero esta vez no se oía a través del micrófono.
Manzano se defendió y quiso darse la vuelta, pero otro policía lo sostenía con fuerza. Ambos debían de haber salido de sus cabinas mientras él se despistaba con el gigante del abrigo marrón.
—¡Suélteme!
—¡Cuidado, o tendré que arrestarlo por ofrecer resistencia a la autoridad!
Manzano hizo un esfuerzo por controlarse. Desesperado, vio cómo aquel inútil toqueteaba su teléfono sin el menor reparo.
—Bueno —dijo éste al fin, satisfecho—, aquí tiene su teléfono. Es posible que haya perdido usted algún dato, pero mejor eso que todo el móvil, ¿verdad? Alfredo, creo que ya podemos dejar que el señor salga de aquí.
Manzano estuvo a punto de reaccionar con la misma agresividad que ellos, pero al final se lo pensó mejor, cogió su móvil y su portátil y salió de la comisaría sin decir palabra.
Ya en la calle, vio que el tráfico matinal había empezado a tomar la ciudad. Aún temblando de rabia e impotencia, avanzó por la acera en busca de un taxi. Dos calles más allá vio uno y le hizo señas.
Apenas hubo subido al coche y dicho la dirección al taxista, el hombre empezó a quejarse y a insultar a los demás conductores. Como el transporte público no funcionaba, las calles estaban aún más llenas de lo normal.
—Pero eso es bueno para usted, hombre —le dijo Manzano—. Hoy seremos muchos los que necesitaremos un taxi.
—¿Y de qué me sirve si no avanzamos? ¡El contador va por metros, no por minutos! Y no quiero hacer trampa como algunos de mis colegas, que se están aprovechando de la situación para cobrar el doble por cada trayecto. ¡En fin! ¿Me ha dicho que quiere ir a Enel, verdad? ¿Trabaja usted allí?
—No.
—Lástima. Pensé que podría explicarme qué demonios está pasando.
—Quizá podría. Pero no estoy seguro de que usted quisiera escucharme —dijo Manzano, más bien hablando consigo mismo.
—¡Media Europa, imagínense! —Al oír aquello, el taxista subió el volumen de la mini-tele que tenía incorporada en el salpicadero.
Un periodista estaba dando las últimas noticias. Algo alterado, informó sobre el caos en los aeropuertos y las estaciones, las salas de espera y los hospitales. Cientos de miles de viajeros en todo el continente habían perdido sus billetes. Las residencias y las pequeñas empresas, los bancos y la mayoría de las tiendas estaban cerrados. Los estudiantes parecían ser los únicos que le veían la parte positiva al asunto.
—Es una locura —dijo el taxista—. Igual que en 2003. —Se rio—. Bueno, al menos ya sabemos de qué va todo esto de los apagones y podemos afrontarlos mejor.
Ojalá fuera cierto, pensó Manzano, haciendo un esfuerzo por no volver a pensar en el incidente de la comisaría.
Tras la ventana, las fachadas de los edificios iban apareciendo como decorados. Imágenes sombrías. Porterías oscuras. Ventanas opacas. La ciudad parecía inerte. Pese a la gente y al caos en la calle, Milán tenía un aspecto fantasmal.
Manzano casi había olvidado al locutor de las noticias cuando oyó una frase que le llamó la atención.
—¿Puede subir el volumen?
—… de modo que el apagón ha afectado prácticamente a toda Europa, de norte a sur…
En la pequeña pantalla apareció un mapa de Europa. Primero se oscurecieron Italia y Suecia, y después, poco a poco, el resto de países.
—¿Ha dicho que el apagón se originó en Italia y Suecia? —preguntó al conductor.
—Sí, ¿por qué?
Manzano sintió un escalofrío. Intentó ordenar los pensamientos que empezaron a agolpársele en el cerebro.
—Porque Suecia e Italia son los únicos países de Europa que ya han incorporado prácticamente en todo su territorio los nuevos contadores de electricidad. Los llamados contadores inteligentes.
Y allí era donde había empezado todo. Tenía la piel de gallina, y sintió una oleada de pánico que a duras penas pudo controlar.
—¿Y? —preguntó el taxista.
La intuición que tuvo al descubrir el código acababa de convertirse en certeza. Alguien había manipulado las redes eléctricas italiana y sueca, y quizá alguna más del resto de Europa. Y en una acción sin precedentes, ese alguien había desconectado, literalmente, un continente. Los especialistas habían dedicado conferencias, reuniones y cimeras a debatir sobre esta posibilidad, pero siempre la habían acabado desestimando. Y de pronto era real. En tan sólo unas horas se habían perdido billones de euros. Aquello no podía durar ni un día más, o el caos se apoderaría del mundo y en una semana reinaría la más absoluta de las anarquías. ¿Quién iba a decirlo? Todos se habían equivocado. Por suerte aún no sabía nada de esto cuando fui a la policía, pensó. Aquel cretino me habría tomado por loco y me habría retenido allí. Y lo mismo hará el taxista si le digo lo que pienso. Intentó centrarse y recuperar la compostura. Vamos, Piero, estás delirando. Esto no es más que un apagón. Otro de tantos. Ya pasará. En unas horas te estarás riendo de esto.
De pronto se sintió ridículo. ¿Qué diablos pretendía explicar a una de las mayores empresas energéticas de Europa?
En aquel preciso momento el taxi se detuvo frente al palacio de cristal de Enel.
Después de pagar se dio cuenta de que acababa de quedarse sin dinero.
Las puertas de la empresa estaba cerradas, y ante ellas había reunida una gran cantidad de periodistas, mirones y aplicados trabajadores. Manzano contó al menos siete equipos de televisión, una docena de fotógrafos y un montón de gente que no logró ubicar.
Manzano se abrió paso entre la masa y explicó a uno de los guardias de seguridad que tenía que entrar a toda costa. Tras el hombre, en el vestíbulo de la empresa, un par de puntos de luz y un mostrador en el que se veía a dos mujeres hablando por teléfono y a un hombre mirando una pantalla.
—Hoy no dejamos entrar a nadie.
Con la poca paciencia que aún le quedaba, Manzano volvió a explicar su descubrimiento y suplicó a aquel hombre que le dejara al menos hablar por teléfono con alguno de los responsables. Los periodistas le empujaron hacia delante, ajenos por completo a su presencia, mientras el guardia le daba la espalda y hablaba por el walkie-talkie.
Manzano cogió aire y fingió dejarse llevar por la masa. Antes de que ambos pudieran darse cuenta, el segurata y él estaban separados por un montón de periodistas, y Manzano estaba ya a la puerta de la empresa. Pero allí había otros muchos guardias formando una cadena humana imposible de sortear.
—Escuche —dijo de nuevo, incansable al hombre uniformado que tenía delante—. Sé cómo se ha originado todo este caos y tengo que explicárselo como sea a alguno de sus jefes. ¿Cómo justificará si no a sus superiores que no me dejó entrar cuando estábamos a tiempo de evitar una tragedia aún mayor? ¡Porque créame que tendrá que justificarlo!
El guardia intercambió una mirada de asombro con su colega, que no les perdía de vista desde la distancia, y después de intercambiar dos palabras con él y con alguien más por el walkie-talkie, se dirigió a Manzano y le dijo:
—Venga conmigo.
Manzano cruzó la cadena de policías y siguió a aquel hombre hasta el interior de la empresa, donde los tres trabajadores parecían más bien niños perdidos en el bosque.
Una de las mujeres lo saludó con un gesto de agotamiento.
—Espere aquí. En seguida lo atenderán.
Manzano entendía que se tomaran medidas de seguridad, pero estaba a punto de perder la paciencia. Si aquella gente supiera lo que sospechaba y lo que esperaba para los próximos días, lo habrían atendido con la velocidad del rayo. Se sentó en uno de los sillones de diseño del vestíbulo, pero cuanto más rato pasaba menos seguro se sentía de sí mismo.
Veinte minutos después, justo cuando empezaba a valorar seriamente la posibilidad de marcharse de allí, vio llegar al director junior de Enel. Parecía salido de un anuncio: joven, alto, elegante, perfectamente afeitado, impecablemente trajeado, incluso en un día como aquel. Sólo las ojeras lo delataban, y daban a entender que él tampoco había dormido bien aquella noche. Se presentó mientras le estrechaba la mano. Mario Curazzo. E inmediatamente le preguntó:
—¿Cómo puedo saber que no es usted periodista?
—Pues porque no llevo ni cámara ni grabadora, pero sobre todo porque no quiero preguntarle nada, sino explicarle algo.
—Esta frase parece típica de un periodista, amigo. Bien, si creo que me hace perder el tiempo lo invitaré a que se vaya inmediatamente.
Era obvio que hablaba en serio, y a Manzano le pareció bien.
—¿Sabe lo que significa KL 956739? ¿Le dice algo? —preguntó Manzano.
Curazzo lo miró sin pestañear, y al fin respondió:
—Es un código de los contadores. Uno que en Europa no se utiliza.
Ahora fue Manzano quien se sorprendió. O Curazzo se había especializado precisamente en aquel tema, o el tío era realmente bueno. O ya sabían lo que había pasado.
—Pues estaba en mi contador ayer por la noche. ¿Por qué?
De nuevo aquella mirada impávida. Manzano se preguntó si debía contarle también lo de que había hackeado su Smart Meter y desactivado el código. Al principio pensó que lo mejor era no decir nada —al fin y al cabo había delinquido—, pero en el último momento le pudo su orgullo de programador y acabó explicándoselo todo con pelos y señales.
Curazzo lo escuchó sin mover un solo músculo de la cara, y al fin dijo:
—Acompáñeme.
Lo precedió por pasillos acristalados y desiertos.
—¿Nadie más ha venido a decirles esto? —le preguntó Manzano.
—Ahora mismo lo sabremos —le respondió Curazzo, siempre lacónico.
Llegaron a una sala enorme que tenía una pared cubierta por una pantalla gigantesca. Decenas de personas trabajaban ante una cantidad ingente de ordenadores dispuestos en forma circular en el centro de la sala. Manzano se sintió como si acabara de entrar en el centro de mando de la nave espacial de alguna serie de televisión. Por la cantidad de ojos rojos, caras sin afeitar y pelos hirsutos parecía evidente que la mayoría de los allí presentes no había dormido demasiado. Al contrario que Caruzzo, todos se habían sacado las chaquetas o los jerséis y la mayoría se había arremangado la camisa. Olía a humanidad y se oía un murmullo de fondo que barajaba varios idiomas.
—El centro de control —le indicó el director junior.
Lo acompañó hasta un grupo en el que todos estaban inclinados sobre una mesa. Cuando se los presentó, le pareció que estaban agotados. Ninguno de ellos se mostró excesivamente interesado en conocerlo… Hasta que Manzano volvió a explicar su historia, por tercera vez.
Un hombre mayor, con el botón superior de la camisa desabrochado y la corbata algo aflojada, le preguntó:
—¿Y cuando se despertó volvía a estar sin corriente? ¿Está seguro de que no lo ha soñado?
La placa de su solapa indicaba que se llamaba L. Toppano.
Manzano notó que se ponía rojo como un pimiento.
—Completamente. ¿Nadie les ha dicho nada parecido?
El hombre negó con la cabeza.
—¿Es posible que el código fuera introducido por error?
—No.
—En las noticias he oído que el apagón ha empezado en Italia y Suecia. ¿Es eso cierto?
—Somos uno de los primeros países, sí.
—Precisamente los únicos que tienen Smart Meters en casi todas las viviendas. ¿Qué casualidad, no?
—¿Está diciendo que cree que los contadores han sido manipulados? —le preguntó un tipo con bigote y cuidadosamente peinado. En su placa, el nombre U. Parigi.
—Yo lo hice ayer. ¿Por qué no iba a poder hacerlo alguien más?
—¿Cientos de millones en toda Italia?
Manzano ni siquiera se había detenido a preguntarse cómo lo habrían hecho, pero estaba claro que si alguien podía acceder a un contador, también podría acceder al resto, mediante un virus o un gusano o lo que fuera.
—El problema no son los contadores —dijo Troppano, dirigiéndose al resto de los allí reunidos, como si quisiera recordarles algo de lo que habían estado hablando—. Las redes tienen algún tipo de inestabilidad y debemos encargarnos de localizarla y reducirla. —Y dicho aquello volvió a mirar a Manzano y le dijo—: Muchas gracias por intentar ayudarnos. El señor Curazzo lo acompañará a la salida.
Manzano abrió la boca para responderle, pero Curazzo lo cogió amable pero firmemente del codo.
De camino a la salida, Manzano le pidió a Curazzo que comprobara los contadores y comentara el asunto con otros especialistas. Esperaba al menos haber plantado en él la semilla de la curiosidad, o de la duda, y que en las próximas horas acabara echando un vistazo a algún contador. Pero no se hacía demasiadas ilusiones al respecto. Una vez en el vestíbulo le pidió a la recepcionista que le llamara a un taxi, pero uno en el que pudiera pagar con tarjeta.
—Las máquinas no funcionan —le dijo ella—. En este momento nadie acepta tarjetas.
Manzano, agotado tras la mala noche que había pasado, y profundamente disgustado por sus fracasados intentos de convencer a policías y especialistas, se desesperó al calcular lo que tardaría en llegar a casa a pie; pero era demasiado orgulloso para pedirle ayuda a Curazzo.
Oyó los gritos de los periodistas que se agolpaban en la entrada y tuvo una idea. Se despidió de Curazzo con la mano y se dirigió hacia la salida.
Así debía de sentirse una estrella de cine al pisar la alfombra roja, pensó mientras avanzaba hacia las cámaras. Bueno, al menos en uno de esos festivales de cine independiente. Porque tampoco eran tantos periodistas, ni le hacían fotos, enloquecidos. Lo que sí le hicieron, al menos algunos, fueron preguntas.
—¿Qué sucede?
—¿Cuándo volveremos a tener electricidad?
—¿Cuándo saldrá alguien a darnos explicaciones?
—¿Trabaja usted aquí?
La última pregunta se la hizo una chica de la que no pudo ver mucho más que un abrigo de felpa con capucha y unas gafas grandes.
Manzano no tenía ninguna experiencia con los medios. No era nada tímido, pero prefería evitar los lugares excesivamente concurridos. Claro que, si quería dar a conocer su descubrimiento, tenía que dirigirse al mayor número de oyentes, y ¿qué mejor que un grupo de periodistas ávidos de noticias?
—¿Cuántos de vosotros os habéis dado cuenta de que esta noche hemos vuelto a tener luz durante unos minutos? —preguntó, y sin esperar respuesta se dispuso a explicarles, de un modo ya rutinario, su descubrimiento sobre los contadores.
No había dicho más que tres frases cuando las cámaras y la atención se desviaron de su persona y enfocaron a otro sitio. Desconcertado, Manzano se interrumpió y se dio la vuelta. Tras él, frente a la puerta del edificio, acababa de aparecer Mario Curazzo, e indicaba a los periodistas que podían acercarse.
—Señoras, señores —dijo, solemnemente—, dentro de una hora el consejo de administración dará una rueda de prensa. Si desean esperar en el vestíbulo y calentarse con una taza de café…
Antes de que Manzano pudiera añadir una palabra, la masa siguió a Curazzo hasta el interior del edificio. Al pasar junto a él, uno de los periodistas lo miró con sorna.
El viento le pareció aún más frío que antes… Ni siquiera tenía claro dónde estaba. A la ida se había dejado llevar tranquilamente por el taxi y no había prestado atención al camino. Y además, tenía ganas de ir al lavabo, y no había un solo bar o restaurante abierto a la vista. ¿Hacia dónde tenía que ir para llegar a casa?
Bondoni se asomó a la ventana del comedor y miró a la calle. El edificio estaba extrañamente silencioso. Él llevaba puesto un jersey de lana y su abrigo de invierno, pero aún así tenía frío. ¡Iba a coger un resfriado! Por enésima vez marcó el número de su hija. Nada. No había cobertura. Lara le había dejado apuntada la dirección del sitio al que iban, en el Tirol, pero no le había puesto el número de teléfono.
La verdad es que no estaba demasiado preocupado: su hija era una mujer muy fuerte y con recursos. Lo había heredado de su madre.
La mujer de Bondoni murió hacía tres años. No le gustaba pensar en ello. Y desde hacía un tiempo, por suerte, había dejado de tenerla constantemente en la cabeza.
Estaba a punto de probarlo con el teléfono fijo cuando oyó un ruido extraño. La nevera y el termo de la cocina se habían puesto en marcha, del mismo modo que la lámpara de pie que tenía junto al sofá y que por lo visto se dejó encendida. El edificio se llenó de exclamaciones y gritos de sorpresa, alivio y admiración. Bondoni suspiró aliviado. Se sentó junto al radiador y esperó a que se calentara. ¡Vaya tontería, aún tardaría un rato! Encendió la tele e hizo un poco de zapping. Las noticias sobre el apagón ocupaban todos los canales. Los periodistas se agolpaban, congelados, frente al parlamento, los ayuntamientos, las plantas de energía y las torres de control de las grandes centrales eléctricas, y con voz excitada informaban sobre los últimos acontecimientos y aportaban datos y gráficos que explicaban perfectamente qué funcionaba y qué no, y sobre todo por qué.
Imágenes de una torre de alta tensión.
—… resulta que las torres y antenas de telefonía móvil se alimentan de la energía de la red eléctrica. Si ésta cae, se activa una batería de reserva que permite seguir gestionando la torre durante varias horas, algo distintas en función de la empresa y el país al que pertenece. De ahí que en este momento casi nadie pueda hablar por el móvil…
A no ser que acabe de volver la luz, como aquí, pensó Bondoni. Seguramente por eso no podía localizar a mi hija.
—Los antiguos teléfonos fijos, en cambio, reciben su energía directamente de las líneas telefónicas —siguió diciendo el periodista, apoyado por las imágenes correspondientes—. De ahí que sólo los ciudadanos con una línea fija y un teléfono antiguo cuyo repetidor tuviera energía podían hablar sin ningún problema.
Qué interesante, se dijo Bondoni. Por eso a mí me funcionaba a ratos… en fin, ahora que ha vuelto la luz ya no necesito saber nada de esto.
En otro canal, una mujer con abrigo de felpa informaba ante el micrófono de que el apagón europeo empezaba a remitir en todos los países afectados.
Bondoni pensó de nuevo en su hija. ¿Quizás ahora podría localizarla?
—El número al que llama está apagado o fuera de cobertura.
En aquel momento le vino a la mente su lavabo. Fue hacia él, cogió aire antes de abrir la puerta y deseó con toda el alma que la cadena también hubiera vuelto a funcionar. En el retrete flotaban aún los restos de su visita matinal, y no desprendían precisamente olor a rosas, aunque el frío lo hacía todo más soportable. Tiró de la cadena. Un breve ronquido y el sonido del agua llenando el depósito. Poco después tiró una vez más, y el agua cayó con fuerza y se llevó cuanto allí había.
Se dio la vuelta, satisfecho, cuando su mirada se topó con el contador del pasillo de su casa. Abrió su tapita y lo inspeccionó con curiosidad. Vio que tenía varios números, como siempre. Estaba a punto de volver a cerrarlo cuando vio que éstos cambiaban: KL 956739.
Bondoni reconoció el código enseguida. ¿Qué significaba aquello? Justo entonces, los números y letras del código desaparecieron de la pantalla, y su piso volvió a quedarse en silencio. Con la tapita del contador aún en la mano, Bondoni se quedó en silencio para intentar oír el susurro de los radiadores, el murmullo de la nevera, el parloteo de la televisión… pero fue en vano. Su piso había vuelto a quedarse sin energía. Y los sonidos pasaron a ser ecos irónicos en su memoria. Bondoni se acercó a los interruptores y los movió de arriba abajo, pero nada. Con el deseo de que aquello no fuera más que un problemilla técnico y que en seguida volviera todo a la normalidad, Bondoni recorrió toda la casa, tocando todos los enchufes y todos los botones (el de la tele, el de la cafetera, el de la lavadora…), pero fue en vano.
¿Se habría enterado de eso su vecino Manzano, el crack de la informática? Bondoni fue a buscarlo: salió de su piso y llamó al timbre de la puerta de al lado. Esperó unos segundos y entonces se dio cuenta de que el timbre no funcionaba. ¡Caray, qué tonto! Llamó a la puerta con los nudillos. Dos veces. ¿Era posible que hubiese salido? Pero ¿adónde podría haber ido, con aquel tiempo de perros y sin coche?
Una granja cerca de Dornbirn
Angström llamó una vez más a la puerta rústica de madera oscura. Su coche estaba a diez metros de allí, al inicio del camino que daba a la granja. Terbanten y van Kaalden la esperaban dentro. Bondoni, que también hablaba un poco de alemán, la había acompañado.
Habían salido de la gasolinera en contradirección, por el camino reservado al personal, y acababan de parar en el primer edificio que habían encontrado, para preguntar por la estación de tren más cercana.
Nadie les abrió la puerta. Estaban seguras de que en la granja había alguien porque oyeron mugir a las vacas y era obvio que alguien tenía que cuidarlas. Decidieron rodear la casa e ir hasta los establos para ver si encontraban allí al granjero.
La puerta del establo estaba entreabierta. El mugido de las vacas sonaba ahora tan fuerte que Angström llamó a la puerta por pura formalidad: era imposible que alguien la oyese. Cuando entraron se sintieron arropadas por el olor del establo, cálido y agradable. Ante ellas se abría un pasillo a cuyos lados estaban encerradas las vacas.
—¿Hola? —dijo Angström en voz baja, aunque en seguida se dio cuenta de que tenía que gritar más que los animales si pretendía que alguien la oyese.
—¡¿Hola?!
No obtuvo respuesta.
Avanzaron lentamente por el pasillo, con la idea de ver si al otro lado encontraban a alguien.
—¿Por qué mugen tan fuerte? —preguntó Bondoni, vociferando—. ¿Es normal?
—¡Y yo qué sé! —le contestó Angström, igual de alto.
Por fin dieron con una persona: estaba sentada sobre un taburete y tan inclinada hacia delante que casi desaparecía bajo el vientre de una vaca.
—¡Hola! ¡Disculpe! —dijo Angström una vez más.
Unos ojos desconfiados, atrapados en el centro de una cara masculina y marcada por años de trabajo al aire libre, las miraron de arriba abajo y volvieron a darles la espalda. Sin levantarse y sin apartar las manos de lo que estaba haciendo, el granjero dijo algo que no entendieron.
Angström hizo un esfuerzo por expresarse en alemán: se presentó y le dijo lo que buscaban.
El rostro del hombre no se suavizó ni un ápice, pero al menos se levantó y se limpió las manos en una especie de delantal. Llevaba botas de goma y un jersey de lana agujereado y manchado. Tras él, un cubo casi lleno de leche.
De nuevo, Angström apenas entendió lo que dijo el granjero. Sonriendo, le enseñó su mapa de carreteras. Él la miró y le indicó un punto con el dedo. Después, con un acento al fin inteligible, le explicó cómo podían llegar a la siguiente estación.
—Pero dudo que funcionen los trenes —añadió—. La mayoría se han cancelado.
Ellas le dieron las gracias y se dispusieron a marcharse, pero antes Angströn quiso hacerle una pregunta:
—¿Por qué mugen tan fuerte estas vacas?
—Les duelen las ubres —respondió el tipo, malhumorado—. Sin corriente no funcionan las máquinas de ordeñar y por eso tenemos que hacerlo todo a mano entre mi mujer y yo, con la ayuda de dos vecinos. Pero vamos lentos. Tenemos más de cien animales, y muchos tienen las ubres a punto de explotar. Por eso les pido que me disculpen, pero tengo que volver a trabajar.
Angström cruzó una mirada con Bondoni y supo que ambas habían tenido la misma idea.
—¿Es difícil? —preguntó.
—¿El qué?
—Ordeñar. Quiero decir, ¿cuesta mucho aprender a hacerlo?
El hombre la observó como si analizara adónde quería ir a parar.
—Usted nos ha ayudado —dijo Angström—. Quizá nosotras podamos ayudarle a usted. En el coche tenemos dos amigas más.
—En realidad no es nada difícil —gruñó él, mirándolas una vez más de arriba abajo. Al fin se rio y dijo—: Si queréis intentarlo…
Milán
Manzano llegó a la Via Piero della Francesca helado de pies a cabeza. Se había pasado tres horas caminando por la ciudad. Habría dado lo que fuera por una ducha de agua caliente, pero en su lugar se encontró con un piso que debía de estar a diez grados. Dentro de poco no hará falta que deje los alimentos en la ventana, porque en casa hará tanto frío como en una nevera conectada… No se quitó el abrigo. Decepcionado, se dio cuenta de que ni siquiera podía prepararse un café, y por supuesto un té caliente también había pasado a formar parte del grupo de deseos irrealizables. Comprobó los contadores. Estaban apagados. No había ni pizca de corriente, de modo que no podría reprogramarlos. Se sentía como un león encerrado en una jaula, deambulando de un lado a otro a la espera de encontrar algo que hacer. Nadie le había creído, ni la policía ni los especialistas, y la prensa ni siquiera le había querido escuchar. Y como no podía ir a trabajar —no podía visitar a sus clientes y tampoco llamarlos por teléfono—, decidió investigar un poco más y se sentó en el sofá con su portátil y un edredón.
Pero Internet no funcionaba.
Fastidiado, cerró el ordenador justo en el momento en que llamaban a su puerta.
—¿Estás seguro?
Manzano estaba de pie delante de su contador, inspeccionando los números que se habían apagado. Bondoni estaba junto a él.
—Puede que esté algo viejo, pero no soy tonto, ¡ni ciego!
Manzano volvió a sentir el mismo escalofrío que le había recorrido la espalda varias veces aquel día y que no tenía nada que ver con el frío que hacía en todas partes.
—Esos idiotas…
—¿Quiénes?
Explicó a su vecino dónde había pasado casi todo el día y cómo lo habían ignorado y rechazado.
—¿Y por qué iban a hacerlo?
—¿Hacer qué?
—Creerte o tomarte en serio.
—Estoy convencido de que alguien está manipulando la red. No soy un experto en el tema, pero en mi opinión esto es lo que pasa: alguien desactiva de golpe todos los contadores; eso provoca un extraordinario aumento de potencia en las fuentes de alimentación; se produce entonces una reacción en cadena que afecta a toda la red eléctrica y acaba inutilizándola. Entonces las compañías de electricidad intentan recuperar la corriente, por decirlo de un modo sencillo, y lógicamente logran hacerlo. Pero en cuanto vuelve a haber corriente, nuestro misterioso saboteador empieza el juego de nuevo. Y las compañías no entienden lo que pasa.
—Porque no han querido escucharte.
—Tú lo has dicho.
—¡Porque tu teoría parece una locura! —Antes de que Manzano pudiera responderle nada, Bondoni se apresuró a levantar las manos y añadió—: Yo te creo, ¿eh? Pero tienes que admitir que la cosa suena algo… delirante…
—Sí, lo sé, lo sé. Pero ¿qué quieres que haga? ¿A quién más puedo explicarle mi teoría?
—Bueno, no sé. Si en Italia no te escuchan igual tendrías que intentarlo en otro país…
—Claro, buena idea —se burló Manzano—. ¿Qué tal si llamo al presidente de los Estados Unidos?
—A la Unión Europea.
—¡Por supuesto! ¡Seguro que ahí me escuchan todos!
—¡Por Dios, haz el favor de callarte y deja de reírte de mí! ¡Y piensa! ¿Quién trabaja allí?
Poco a poco, Manzano entendió a dónde pretendía llegar Bondoni.
—¡Tu hija! ¿Y a qué estamos esperando?
Bondoni puso cara de preocupación…
—Lara se fue ayer a esquiar a Austria.
—Sí, ya me lo dijiste ayer. Bueno, pues llamémosla.
—Ya lo he intentado, pero no hay cobertura.
—Pues entonces estamos como al principio. Genial.
—Voy a intentarlo otra vez —dijo Bondoni.
Manzano recordó que su vecino tenía un teléfono antiguo en su casa. Se había burlado de él muchas veces por tenerlo, pero ahora le parecía una bendición.
Fueron a su piso juntos, pero Bondoni no pudo dar con su hija. La línea no funcionaba. Se quedó mirando a Manzano con gesto inexpresivo.
—Quizá esté tan tranquila bajando por una pista de esquí.
—O quizá aún esté en la carretera.
—O quizá ni siquiera haya salido. ¿Tiene teléfono fijo en Bruselas?
—Sí, ya lo he intentado. Y en su despacho. Pero ahí no hay nadie.
—¿A dónde has dicho que iba?
—Al Tirol. Me pasó la dirección del sitio al que iban, por si acaso.
—Yo he estado allí. —Se quedó un rato pensativo y luego añadió—: ¿Te queda gasolina en alguna de aquellas garrafas que llenas cuando te enteras de que el precio está bajo?
Bondoni frunció el ceño.
—¿Para qué?
—¿Sí o no?
—Sí.
—¿Y cómo tienes el depósito del Fiat?
—Creo que lleno, pero… —De pronto, Bondoni entendió a dónde quería ir a parar Manzano. Entonces levantó el dedo y empezó a moverlo arriba y abajo, como si estuviera riñendo a un niño que acabara de hacer una travesura—. No. No. Es imposible. ¡Estás como una cabra!
—¿Tienes una idea mejor? —dijo Manzano, sonriendo—. ¿O tienes algo que hacer? ¿Cuánto tardaremos? ¿Tres, cuatro horas? Y además —dijo, cogiendo de la solapa el abrigo de Bondoni—, en el coche estaremos calentitos.
Una granja cerca de Dornbirn
—¡Ah, qué maravilla! —Terbanten se acercó aún más a la chimenea del comedor de la granja.
Angström estaba sentada a la mesa junto a las otras, dando buena cuenta de lo que la granjera les había preparado: pan, mantequilla, queso, jamón, y un vaso de leche recién ordeñada. Todas estaban comiendo con verdadero apetito. Todas menos van Kaalden, pensó Angström, que parecía algo ausente, observando su vaso de leche aún tibia porque acababa de salir del animal. Le cuesta coger el vaso, pensó. Bueno, a ella también: tenía los brazos destrozados, agotados de tanto ejercitarlos, como cuando salía a hacer windsurf mucho rato y no se llevaba el trapecio.
Las tres amigas, los granjeros y sus vecinos estaban pasando un rato francamente agradable, divirtiéndose de lo lindo al comentar los percances que les habían surgido al ordeñar a aquellos animales tan enormes. El granjero, con sus dedos huesudos y sus manos enormes, lloraba de risa al parodiar los movimientos de ellas y éstas, sin poder evitarlo, se sumaron a sus carcajadas.
Algo después, cuando el hombre entendió que sus espontáneas ayudantes se habían quedado sin gasolina, les preguntó cuántos kilómetros les quedaban para llegar a su destino.
—Unos sesenta kilómetros, creo. Una hora más o menos.
Entonces el vecino —un hombre algo más alto que el granjero y con una cara y unas manos que daban a entender, sin lugar a dudas, que él también tenía una granja— les dijo:
—Con diez litros deberíais tener suficiente. Yo tengo el depósito lleno, así que os los puedo pasar.
Angström tradujo al resto la oferta del hombre y asintió encantada.
—¡Magnífico, gracias! ¡Se lo pagaremos, por supuesto!
El hombre le respondió inmediatamente, sin alterar su expresión amable:
—Claro, claro, contaba con ello. Cuatro euros por litro.
Angström tragó saliva. ¡Eso era más del doble de lo normal! Intercambió una mirada con Bondoni, y una vez más se dio cuenta de que pensaban lo mismo: no valía la pena enfadarse. La oferta y la demanda no tienen nada que ver con la justicia o la legalidad. Lo importante era conseguir gasolina.
Acabaron de comer y dieron una vez más las gracias al campesino, quien les regaló algo de provisiones para el trayecto: cuatro botellas de leche tibia recién ordeñada, una barra de pan, mantequilla y un buen trozo de jamón casero.
El vecino, entre tanto, había aproximado su furgoneta a la parte trasera del Citroën, y con una manguera pasó la gasolina de un vehículo al otro. Angström le pagó y le dio las gracias. Diez minutos después estaban en la autopista.
—¡Un baño! ¡Mi reino por un baño! —exclamó van Kaalden, olisqueando sus brazos como si quisiera aspirar y eliminar el olor a establo que tenían todas.
Ybbs-Persenbeug
Tranquilo e imperturbable, el Danubio mantenía su cauce por el paisaje. A sus orillas, los campos teñidos de blanco, y los árboles con sus copas desnudas recortaban sus siluetas contra el cielo gris. El muro de contención de la central eléctrica no es más que una ilusión del poder del hombre, pensó Oberstätter. Podemos frenarlo y redirigirlo, pero no detenerlo. Y ni siquiera podemos controlarlo realmente, tal como nos demuestran cada año las inundaciones.
Había dejado de nevar. Oberstätter siguió con la mirada los remolinos del agua mientras daba una calada a su cigarrillo y repasaba mentalmente los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas. No había vuelto a casa, aunque en algún momento llegaron los hombres del turno de noche. Había dado alguna cabezada en los camastros de emergencia que tenían en la central, pero la mayor parte del tiempo la había pasado intentando lograr que el coloso volviera a funcionar. Los diferentes grupos de trabajadores habían ido toda la noche de un lado a otro, pues en la central no habían dejado de aparecer inesperados indicadores de error que los habían obligado a dejar lo que estaban haciendo para localizar el elemento distorsionador y solucionar el problema. Pero en todas esas horas no habían logrado dar con el maldito error. Todas las cuestiones técnicas parecían estar en orden, y sin embargo… ¿de qué les servía que en la central estuviera todo bien? Si el software tenía un problema, su deber era controlarlo.
Los intentos de sabotear automáticamente las centrales eléctricas no habían dejado de sucederse desde los años veinte del siglo pasado, pero el verdadero salto exponencial se dio con la incorporación progresiva y sistemática de los ordenadores, durante los años sesenta. Desde entonces, éstos habían ido haciéndose cada vez más imprescindibles, y asumiendo cada vez más responsabilidades. Sin ellos, la gestión de las centrales eléctricas sería ahora tan imposible como la organización de las complejas redes energéticas. Oberstätter no pudo evitar pensar en su propio coche. El primer utilitario que tuvo, un volkswagen escarabajo que le encantaba, podía haberse considerado aún como una máquina. Su vehículo actual era en realidad un ordenador con ruedas. Para localizar sus fallos, el mecánico de turno ya no se estiraba en el suelo para echarle un vistazo o le abría el capó para ver de dónde salía el humo, sino que conectaba un pequeño ordenador al motor del automóvil y leía el código de error.
El año pasado, lo recordaba bien, Oberstätter se gastó una fortuna en reparar el coche de su mujer. El sistema había indicado un fallo en el líquido de frenos, y en el taller le recomendaron cambiar todos los manguitos. Sin embargo, el ordenador siguió indicando que había un fallo. «Quizá el problema esté en los propios frenos», dijo el mecánico, y también se los cambiaron. Pero la señal de fallo permaneció allí, impertérrita. Entonces un mecánico sugirió que revisaran la maquinaria del sistema electrónico, y entonces la señal desapareció.
Oberstätter apagó su cigarrillo, lo tiró en uno de los ceniceros que había repartidos por el patio exterior de la central, y volvió a la zona de control.
—Tiene que ser un problema en el software —dijo, dirigiéndose al director del turno de noche.
—Yo había pensado lo mismo —le respondió éste—. La pregunta es por dónde empezamos.
En una central eléctrica se combinan muchos programas. Los más complicados son los llamados Supervisory Control and Data Acquisition Sistems —Sistemas SCADA, en su versión inglesa abreviada—, esenciales para la gestión de la instalación, y que están formados por los más diversos componentes: desde un hardware complejísimo de control programable y de guardado automático, hasta la más simple versión de Windows. Los sistemas SCADA organizan el devenir cada vez más complejo del mundo moderno. Ya sean programas industriales, organización de infraestructuras o gestión de puertos, aeropuertos, estaciones ferroviarias, centrales eléctricas, centros comerciales o estaciones espaciales. Ellos hacen posible que un grupo de personas surque los mares en un petrolero gigante, o que varias decenas de ellas trabajen en una fábrica automovilística, o que un mismo aeropuerto permita aterrizar y despegar diariamente a varios millones de pasajeros.
—No tengo ni la más remota idea. El Sistema SCADA fue revisado concienzudamente y ya no creo que podamos volver a acceder a toda la información… Bueno, empezaré por los ordenadores con Windows. Que conste que en 2002 ya me manifesté en contra de utilizar este sistema operativo porque me parecía demasiado inseguro. El propio Microsoft se horroriza cuando alguien le instala algún Windows 2000 sin algún tipo de parche de seguridad, pero el fabricante del software nos lo prohíbe.
El director del turno de noche miró hacia la sala de máquinas a través del enorme cristal que la rodeaba. Oberstätter sabía lo que estaba pensando. Si se decidía a interrumpir los intentos de puesta en marcha de la central tras haber revisado todo el software, podrían pasar días antes de que la central volviera a suministrar energía. Y la decisión dependía sólo de él.
—Espero que nadie nos haya colado un gusano informático como el Stuxnet —dijo Oberstätter.
—¡Con esto no se bromea!
—No estaba bromeando.
El troyano salió a la luz en otoño de 2010, tras afectar irremediablemente una central nuclear iraní. Muy poco después, una agencia de noticias china también denunció que cientos de documentos y sistemas de control del Reino del Medio habían sido infectados por el gusano, y en seguida pudo localizarse en otros muchos sistemas y dispositivos informáticos. Más de la mitad de las centrales eléctricas alemanas se infectaron con el virus, cuya especial arquitectura, no obstante, posibilitaba ciertas gestiones e imposibilitaba otras. Los especialistas sospechaban que los creadores del gusano fueron los israelíes, en colaboración con el servicio secreto norteamericano, y que el objetivo fue la central atómica iraní, pero nunca pudo demostrarse nada y el asunto quedó en meras especulaciones. Hoy en día, los verdaderos creadores y el objetivo último del Stuxnet continúan siendo un misterio. En varias ocasiones se ha dicho que para la creación y desarrollo del virus fue necesaria la intervención de todo un equipo de programadores de distintas disciplinas y que invirtieron una cantidad de siete cifras en dólares americanos. Además, quienes activaron el Stuxnet conocían a la perfección los procesos internos de las centrales a las que atacaron. Sea como fuere, estaba claro que Stuxnet no había sido, ni mucho menos, el resultado de una broma juvenil ante un ordenador personal.
—Seguir así no tiene sentido —dijo al fin el superior de Oberstätter—. Tenemos que dejar de intentar poner la central en marcha. Voy a informar al centro de operaciones.
Ratingen
En el amplio aparcamiento no había demasiados coches, pero eran más de los que acostumbraban a verse ahí un sábado de febrero. El suelo estaba cubierto en su mayor parte por una fina capa de nieve. Las ráfagas de viento jugueteaban con ella, barriéndola de un lado a otro, formando pequeñas nubecillas blancas que destapaban el suelo negro de asfalto. En aquel árido paisaje invernal, el enorme cubo de cristal y hormigón de diez plantas parecía algo desubicado. Sobre la azotea del edificio, unas letras azules se recortaban sobre el cielo gris: «Talaefer SA». En algunas de las ventanas se veía luz.
James Wickley aparcó su SLS Roadster en el espacio reservado a la berlina que durante la semana utilizaba como vehículo de empresa. Pero hoy era sábado y se permitía el lujo de visitar la sede en su coche deportivo, por el que había pagado más de lo que un empleado medio de Talaefer cobraba en todo un año.
Como presidente de la junta directiva no era extraño verlo pasar el sábado en su despacho. Todo aquel que trabaja tanto y consigue para su empresa tantos beneficios, bien merece el premio de utilizar el coche que le venga en gana, se decía él siempre. Por supuesto, nunca iba a ver a un cliente con su deportivo descapotable. Para el día a día la empresa tenía el Mercedes clase S que en ocasiones conducía personalmente y en ocasiones dejaba en manos de su chófer.
Saltó del coche, se cerró el abrigo pero sin abrocharlo —al fin y al cabo sólo tenía que dar unos pasos hasta la entrada— y llegó hasta la puerta de cristal que daba paso al vestíbulo y en la que pudo verse reflejado: una figura larguirucha y un pelo tan engominado que ni siquiera las ráfagas de viento lograban desordenarlo.
Por suerte, en el sótano del edificio había mandado montar unos generadores de energía para casos de emergencia —de propulsión diesel—, que en aquel momento le permitieron utilizar el ascensor para subir hasta su despacho, en la última planta, y mantener funcionando la calefacción.
Tiró el abrigo sobre una silla y encendió su ordenador. Mientras éste se iniciaba, Wickley miró la foto que tenía colgada en la pared de enfrente: un hombre joven, vestido la moda de los años setenta, junto a un antiguo ordenador. En blanco y negro.
Bruno Talaefer creó su primer sistema de control en 1973, y en pocos años logró que su idea se materializase en una empresa y que ésta prosperase de tal modo que en pocos años pasara de ser una sencilla compañía de la provincia de Nordrhein-Westfalen a tener alcance universal. A mediados de los ochenta, el astuto empresario convirtió la entidad en una sociedad anónima que entró en bolsa, y él se retiró a formar parte de la junta de supervisión. Desde sus inicios, Talaefer SA desarrolló sistemas de control para la creciente industria de la logística y el transporte, y pronto incluyó en sus protocolos la búsqueda de recursos y soluciones para los proveedores de electricidad. Después, desde principios de los ochenta se encargaron hábilmente de asistir a las mayores organizaciones en la gestión del enorme cambio estructural de la industria energética, y en la actualidad más del veinte por ciento de sus ventas y ganancias provenía de este campo.
Nacido en Bath y criado en Londres, Singapur y Washington —su padre era diplomático—, James Wickley fue alumno de Cambridge y Harvard y desde hacía cuatro años presidía el consejo de administración de Talaefer SA, convencido de que la expansión laboral de su sector iba a ser extraordinaria en los próximos tiempos. Tras la desregulación de los mercados europeos en las últimas décadas, el cambio estaba a la vuelta de la esquina. La inauguración de las llamadas Smart Grids (redes eléctricas inteligentes) dio paso a una idea de bonanza empresarial de alcance mundial. El pensamiento básico era sencillo: hasta el momento, los productores de energía de las grandes centrales habían sido los encargados de crear y distribuir la corriente por las redes internacionales, hasta llegar al usuario final. De hecho, este sistema aún funciona en parte. Todo el mundo sabe lo necesaria que es la electricidad: las centrales hidráulicas, atómicas y de carbón la producen continuamente, y para los momentos de mayor fluctuación, tanto en la creación como en los puntos álgidos de la producción, tenemos las centrales calóricas, principalmente de gas.
Vista esta necesidad, parece obvio prever que en el futuro aparecerán muchas más centrales, de todos los tamaños. Y las fuentes de su productividad podrán ser tan caprichosas como el sol o el viento. En pocos años la todavía joven industria energética tendrá sus momentos álgidos y vivirá sus picos de actividad. Algo así como si a las plantas de microenergía les pusieran plantillas para caminar.
Con el aumento de pequeños, independientes e impredecibles proveedores de energía, las redes clásicas lo tenían todo más complicado. El número de centrales eólicas y solares ya era lo suficientemente elevado como para suponer una creciente amenaza a la estabilidad de la red, y ahora sólo faltaba que cada hogar, o incluso cada individuo, acabara disponiendo de su propia mini central eléctrica y liberara la energía que creyera oportuno, cada vez que tuviera un excedente en la productividad.
Por otra parte, la decisión política de los estados europeos de dedicar las décadas siguientes a desvincular la energía eléctrica de los combustibles fósiles —como el aceite, el carbón o incluso la energía nuclear— jugaba un papel muy importante en toda aquella situación. Prácticamente toda Alemania se mostró a favor de una implementación masiva de centrales eólicas. Los enormes parques eólicos del mar del Norte tenían como finalidad dotar de energía a las instalaciones eléctricas del sur, que la devoraban con avidez. Los ecologistas se encontraron ante un dilema: tras varias décadas manifestándose a favor de la creación de fuentes de energía alternativa, de pronto debían admitir que los molinos de viento, los cables de alta tensión y los embalses de almacenamiento iban a desfigurar todo el país. La industria de la construcción estaba encantada; los ciudadanos, no tanto. Y llegados a este punto aparecieron también en escena las ya mencionadas Smart Grids. La idea era que se autogestionaran. En este sentido, se repartieron por toda la red infinidad de sensores de alta velocidad cuya función era medir la tensión y la calidad de la energía en tiempo real. Para no sucumbir ante la red inteligente, las pequeñas centrales energéticas tuvieron que fusionarse en centrales virtuales. Los usuarios iban a recibir las Smart Meters. Según un informe de la Unión Europea, de hecho, en 2020 la mayor parte de Europa ya estaría equipada con esta nueva tecnología.
Así pues, todo consorcio que se preciara —y por remota que fuera su relación con el área de negocio original—, hizo lo posible para subirse al tren de la modernidad: desde las clásicas empresas eléctricas y tecnológicas hasta los grandes productores de coches —que de pronto pretendían instalar sus motores en las consultas médicas o en los edificios de la administración—, pasando por los colosos de la comunicación; todos empezaron a regenerarse en función de sus competencias comunicativas y de su integración en la red.
Visto lo visto, James Wickley sabía perfectamente que lo primero que tenía que hacer era reactivar el sistema. Pero su ordenador le indicaba que en aquel momento ni siquiera tenía acceso a Internet.
Se dirigió a la gran sala de reuniones. Allí lo esperaban ya los directivos a los que había convocado la noche anterior para debatir sobre lo que pasaría si llegaba a producirse, precisamente, lo que acababa de suceder; es decir, un apagón general.
—Hasta ahora no tenemos respuesta ni de los explotadores, ni de los trabajadores de las instalaciones ni de las propias centrales eléctricas —explicó el director comercial—. He mandado montar un callcenter en el edificio, por si los clientes necesitan ayuda o consejo.
—Bien —dijo Wickley—. ¿Contamos con suficientes técnicos?
—Por el momento sí —respondió el director de recursos humanos—. Estamos intentando localizar a los que faltan, en la medida de lo posible, aunque lo cierto es que esperamos recuperar pronto la energía y que no nos veamos obligados a perseguirlos a todos. No al menos hasta el lunes por la mañana, entre otras cosas porque las líneas telefónicas apenas funcionan. Seguro que para entonces ya no necesitaremos tanta ayuda y todos nuestros técnicos volverán a estar aquí.
—Eso espero —le respondió Wickley—. ¿Comunicación?
Aquella lacónica pregunta iba dirigida al jefe del departamento de comunicación, un hombre anguloso con el pelo prematuramente cano.
—Por ahora no hemos sufrido ningún ataque de la prensa —respondió—, pero tengo previsto escoger a algunos periodistas de confianza y organizar un par o tres de entrevistas dirigidas en las que queden bien claras la fiabilidad de nuestros productos, la indudable competencia de nuestros ingenieros y desarrolladores de software, y nuestra apuesta por el futuro, dado que tenemos ya un buen número de interesantísimos proyectos en marcha.
¡Magnífico! Este hombre está en mi línea —pensó Wickley—. Pero ahora… vamos al punto clave de esta reunión.
Se inclinó hacia delante, recorrió con la mirada a los veinte hombres que tenía ante sí y dijo:
—¡Este apagón es una oportunidad única para nosotros! En pocas horas todo habrá pasado, pero los ciudadanos no lo habrán olvidado. Ni lo harán, mientras nosotros podamos evitarlo.
Se levantó de un salto.
—Es el momento de hablar de nuestros competidores a todas aquellas personas que aún se muestran indecisas; es el momento de explicarles que las ideas que les ofrecen son poco ambiciosas y precisan de una indispensable renovación.
Y si aprovechaban la oportunidad, en la próxima década Talaefer SA mejoraría considerablemente su ratio de crecimiento anual.
—Quiero —dijo al fin, sin dejar de mirar a sus interlocutores— que el lunes por la mañana concertéis visitas con todos aquellos que tengan algo que decidir. Ya no se trata de convencerlos con el aliciente añadido de lujosos viajes de estudio al extranjero, sino de hablarles simplemente de hechos y de productos Talaefer. —Se apoyó con las manos en una de las mesas y añadió, con voz firme—: Para el lunes quiero que me tengáis preparadas las mejores presentaciones, con el apagón como punto de partida e hilo conductor.
La cara de cuantos lo escuchaban no dejaba lugar a dudas: ninguno de ellos había esperado oír algo así. La mayoría tenía a su familia en casa, sin luz ni agua ni calefacción, y esperaba reunirse con ellos lo antes posible. Bueno, todos tendrían que esperar un poco más.
—¡Amigos! ¡Mostremos al mundo entero lo que es la energía!
París
Cuando le despertó la música, Shannon maldijo a uno de sus compañeros de piso, Émile. En París los alquileres estaban por las nubes y era prácticamente imposible hacerse cargo de uno sola. Ella se dejaba casi la mitad del sueldo en la habitación del apartamento que compartía en Montparnasse… ¿y encima no podía ser exigente con quien convivía? Se tapó la cara con la almohada para poder seguir durmiendo, desesperada, cuando de pronto le asaltó la pregunta: ¿de dónde venía aquella música? Shannon se incorporó en la cama e intentó despertarse.
Salió al pasillo tal como estaba, vestida sólo con pantalones cortos y una camiseta, cruzó el pasillo y entró en el cuarto de baño. Una vez allá abrió los grifos del lavabo —un modelo muy antiguo—, tanto el de agua caliente como el de la fría, y se lavó la cara y los dientes, para quitarse, por fin, el mal sabor de boca. Adormilada, miró su reflejo en el espejo: la melena marrón y desordenada le caía por la cara.
El agua corría. Se oía música. La cadena del retrete funcionaba.
Se abrigó con el albornoz y fue hacia la cocina. Allí estaban Marielle y Karl desayunando. En la radio se oía hip-hop. Shannon no lo soportaba, y menos aún a primera hora de la mañana, pero aquel día estaba feliz de oírlo.
—Buenas —dijo, a modo de saludo—. ¿Vuelve a haber corriente?
—Por suerte —dijo Karl.
El robusto alemán de pelo rizado y negro era uno de sus cuatro compañeros de piso. Marielle había nacido cerca de Toulouse, Émile era británico y Danja provenía de un pueblecito de Alemania del Este.
Shannon se sirvió un café con leche en una taza grande. De modo que la apresurada visita del presidente de la Électricité de France al Ministerio del Interior había sido en vano, pensó. Bueno, o eso o todo lo contrario: quizá aquella visita había sido precisamente el detonante de que todo se hubiera solucionado con tanta rapidez. ¿Para qué, si no, se habría desplazado hasta allí?
—Pero no en todas partes —añadió Karl, con la boca llena de comida y un marcado acento alemán (del que ella no podía burlarse en absoluto, puesto que su acento americano era igual de pronunciado, cuando no peor)—: en muchas zonas del país la gente sigue helada y sin calefacción. La zona en la que viven mis padres, por ejemplo.
—¿Has hablado con ellos? —preguntó Shannon.
—No. No había cobertura. Pero en las noticias han dicho que hay más países afectados. Sobrecargas del invierno, las han llamado.
Shannon mordisqueó una rebanada de pan con miel.
—La mayoría de los transportes públicos de París vuelven a funcionar con normalidad.
—Bien —dijo Karl—, porque en unos minutos tengo que salir hacia la Uni.
—¿Hoy? ¡Pero si es sábado!
Él se encogió de hombros, limpió sus cubiertos y salió de la cocina. Shannon, entonces, explicó a las otras dos lo que había estado haciendo aquella noche, y luego le preguntó a Marielle qué tal le había ido en casa.
—Bastante bien —dijo ella—. Me he puesto un jersey gordísimo, me he metido en la cama bajo un montón de mantas y me he pasado casi todo el apagón durmiendo.
—El mejor método, sin duda.
Shannon se dio una ducha con agua ardiendo, se sentó ante el portátil y empezó a trabajar con el material de la noche anterior. Ella colaboraba con Turner, pero tenía un contrato abierto, de modo que podía publicar por su cuenta todo el material que él hubiese rechazado. Primero navegó por algunas de las páginas de noticias y comprobó sus cuentas en las redes sociales, y luego preparó su propio artículo sobre el tema escogiendo varias de las imágenes que grabó la noche anterior y subiéndolas de inmediato a YouTube.
En cuanto acabó se abrigó bien y salió a la calle a comprar. El pequeño supermercado del barrio, dos calles más allá, estaba abierto. Por el camino, Shannon prestó atención a las secuelas del apagón de las últimas horas, pero París y los parisinos parecían haber recuperado la rutina con toda normalidad.
En el camino de vuelta se encontró con su vecina, Annette Doreuil. A sus sesenta y tantos años, Annette iba siempre perfectamente arreglada, y hoy llevaba también, como Shannon, dos bolsas con provisiones en las manos.
—¡Querida! —exclamó—, vaya tardecita la de ayer, ¿eh?
—Sí, yo me pasé toda la noche cubriendo noticias —dijo ella, mientras entraban en el vestíbulo y subían juntas al ascensor—. La corriente empezó a volver hacia las seis de la mañana, progresivamente.
—Mi hija y su familia están en Ámsterdam. Iban a regresar ayer por la noche, pero su vuelo se canceló con todo este desaguisado.
—Oh, lo siento. Sé que tenía usted muchas ganas de ver a sus nietos.
El ascensor se tambaleó un poco y se detuvo entre dos pisos. A Shannon se le encogió un poco el estómago, pero el cubículo volvió a moverse inmediatamente.
—Ya sólo nos faltaba esto —dijo Doreuil, con una risita nerviosa.
Después de aquello, las dos mujeres permanecieron calladas y se quedaron mirando los pisos de su edificio, que iban pasando ante sus ojos, al otro lado de la puerta de cristal. Shannon se bajó en el cuarto. Nunca se había sentido tan feliz de abandonar aquel ascensor.
A partir de ahora subiría más a menudo por la escalera.
—Recuerdos a su marido. Y espero que pueda ver pronto a sus nietos.
—Eso espero.
Cerca de Bellinzona
La autopista estaba menos concurrida de lo normal. Bondoni le había dejado conducir, y desde que salieron de Milán había apretado a fondo el acelerador del Autobianchi 112 de 1970 y apenas lo había hecho bajar de los ciento cuarenta kilómetros por hora. El coche tenía casi los mismos años que él, y aunque estaba en perfecto estado, era tan ruidoso que sólo podían oírse si ambos alzaban mucho la voz. El resultado, evidentemente, era que ambos acabaron callando. Bondoni encendió la radio y juntos escucharon las noticias y los informativos especiales que en todo el mundo dedicaron al apagón.
Lamentablemente, el depósito no estaba tan lleno como Manzano había esperado, pero Bondoni guardaba en el garaje las suficientes garrafas de reserva como para poder cubrir tranquilamente los cuatrocientos kilómetros que los separaban de su destino, e incluso el camino de vuelta a casa, sin tener que parar en ninguna gasolinera. En el minúsculo maletero metieron cuatro garrafas de veinte litros cada una. Antes de cerrar la tapa, Manzano se descubrió a sí mismo deseando que todo acabara cuanto antes y que aquella aventura no pasara de ser una anécdota. Sin embargo, las noticias de la radio no eran nada alentadoras: la mayor parte de Europa continuaba sin electricidad.
Ya habían llegado a Suiza, habían dejado Lugano tras de sí y se habían puesto en dirección Bellinzona, cuando la aguja de la gasolina entró en la zona de reserva, marcada en rojo.
—Tenemos que repostar —dijo Manzano, al ver el cartel que anunciaba una área de servicio.
El área estaba ocupada por cuatro camiones aparcados en fila, a la izquierda, y tres utilitarios a la derecha. Junto a uno de estos últimos, un hombre caminaba arriba abajo, y fumaba. Manzano y Bondoni bajaron del coche y estiraron las piernas. Manzano abrió el capó, sacó una de las garrafas y empezó a llenar el depósito.
Escuchó el sonido de la gasolina al caer en su nuevo recipiente, y también, a sus espaldas, el motor de los pocos coches que pasaban por la autopista. Intentó recordar cuándo fue la última vez que repostó con una garrafa. De hecho, intentó recordar si lo había hecho alguna vez. Había tantas gasolineras y era tan fácil echar mano de ellas…
—¡Vaya! ¿Qué tenemos aquí? ¡Un mini camión-cisterna! —dijo una voz detrás de él, antes de soltar una risita gutural sobre su propio chiste.
El fumador, ya sin cigarrillo, observaba atentamente el interior del maletero.
Manzano no lo había oído llegar. No le gustaba aquella situación, y el hombre tampoco. Ni la desfachatez con la que miraba su coche, ni su tono de voz.
—Nos espera un trayecto muy largo.
—¿Hasta dónde vais a ir con semejante carga?
¿Y a él qué le importaba?
—A Hamburgo —minitió.
—¡Caray! Un viaje muy largo para una cafetera sobre ruedas.
Manzano ya había vaciado la garrafa. La cerró y la volvió a meter en el maletero. Al moverse vio que del coche del fumador salían otros dos hombres y se acercaban hacia él. Ellos tampoco le gustaron. Cerró el maletero y tragó saliva.
—¡Oiga usted! —le espetó Bondoni—. ¡Este coche es un clásico, no una cafetera!
—Sí, claro, lo que tú digas —le respondió el hombre, con su desagradable risa gutural—. Pero con él no llegaréis a Hamburgo ni de broma. ¿No preferís vendernos una garrafa? ¿O dos?
Manzano tenía ya la mano en el pomo de la puerta del conductor, listo para subir al coche.
—Lo lamento, pero ya le hemos dicho que tenemos un largo trayecto por delante, y necesitamos hasta la última gota.
Entretanto, los acompañantes del fumador habían llegado hasta ellos. Uno se detuvo justo delante del coche y el otro avanzó hasta Bondoni, que en aquel momento estaba a punto de meterse en el coche.
Entonces, el fumador cogió a Manzano por el brazo y le dijo, en un tono que no dejaba lugar a dudas:
—¿Estás seguro de que no quieres pensártelo dos veces?
Manzano lo miró sin miedo, y luego bajó la vista a la mano que sujetaba su brazo. Al ver que el tipo no le soltaba intentó apartarse, pero éste le apretó aún más fuerte.
—Suélteme —dijo Manzano, manteniendo la voz tranquila, aunque en su interior notaba que todos sus músculos se tensaban y las sienes empezaban a arderle…
—Necesitamos gasolina —dijo el tipo, endureciendo la voz—. Hasta ahora se la he pedido con amabilidad.
Se podía decir más alto, pero no más claro. Manzano no lo dudó más. Con un brusco movimiento le dio un rodillazo entre las piernas. Es obvio que éste no se lo esperaba, porque cayó al suelo, doblado. Manzano, entonces, aprovechó para empujarlo y dejarlo tirado sobre el asfalto, y para sentarse a toda prisa en el asiento del conductor, mientras Bondoni, tan rápido como él, aprovechaba el desconcierto que se había creado para subir igualmente al coche por el lado del copiloto.
Con la mano izquierda, Manzano cerró el pestillo de su puerta, y con la derecha metió la llave en el contacto y puso en marcha el coche. Afuera, su atacante acababa de ponerse en pie, y el tipo que estaba delante del coche separó las piernas, como si así pudiera impedir que el coche saliera de allí. Bondoni intentó cerrar la puerta con todas sus fuerzas, pero el tercer tipo había logrado meter un brazo y estaba estirando del anciano para hacerlo salir del coche. Manzano pisó el embrague y dio gas a fondo, y el motor hizo un ruido que no dejaba lugar a dudas: iban a salir volando de allí. El fumador había empezado a dar patadas y porrazos a la puerta de Manzano, y el que estaba frente al coche no se movió ni un centímetro. Durante unos instantes sus miradas se cruzaron, y entonces Manzano soltó el embrague. El Autobianchi dio un salto adelante, y el tío que estaba ahí plantado se comió el morro del coche y salió disparado hacia el cristal delantero del coche, rodó por el capó y cayó inmediatamente hacia su derecha, yendo a parar justo sobre el fumador. El tercero, en cambio, empezó a correr a su lado, sin soltar el brazo de Bondoni, que gritaba como un desesperado mientras evitaba que aquel hombre no lo sacara del coche. Manzano aceleró. Por el retrovisor vio al fumador corriendo tras ellos. El segundo hombre seguía estirado en el suelo, y el tercero acabó soltando a Bondoni, de puro agotamiento. El anciano cerró la puerta a toda velocidad y Manzano voló hacia la autopista mientras Bondoni hacía verdaderos esfuerzos por recuperar la compostura y sentarse en su asiento con una cierta normalidad.
—¿Pero qué ha sido esto? —preguntó, sin aliento.
—Salteadores modernos —respondió Manzano, con el pulso acelerado.
Volvió a mirar por el retrovisor para ver si sus asaltantes aún los seguían. Se preguntó si habría herido realmente al tipo al que atropelló, aunque en el fondo debía admitir que no le daba ninguna pena, sino más bien rabia e impotencia. De hecho tendría que denunciarlos porque habían intentado robarle. ¿O se había equivocado al dejarlo ahí tirado y abandonar el lugar de los hechos pese a ver al tío en el suelo?
—¡Malditos bastardos! —gritó Bondoni—. Mi coche. ¡Mi coche! ¡Seguro que ese idiota lo ha abollado!
Espero que el apagón acabe pronto, pensó Manzano. ¿Qué pasará si se alarga más en el tiempo? Si en apenas unas horas la gente ya está así de agresiva… ¿Qué va a ser de nosotros?
Y mientras se preguntaba aquello no dejaba de mirar por el retrovisor…
Berlín
Desde la ventana del edificio que separaba el Ministerio de la calle Alt-Moabit, Michelsen observaba atentamente la llegada de las berlinas negras. El ministro del Interior había convocado a los presidentes de las juntas directivas de las principales empresas productoras y distribuidoras de electricidad de toda Alemania. «Gabinete de crisis», les había anunciado Michelsen al citarlos. Todos sabían que les iba a caer una buena bronca, pero al mismo tiempo eran conscientes de que no podían negarse a asistir. Quien no se presentase en la reunión, ya podía empezar a lidiar con toda suerte de obstáculos políticos. De modo que nadie rechazó la convocatoria.
En la pequeña sala de juntas que quedaba a la espalda de Michelsen, todo el equipo de funcionarios y ministros que constituían el núcleo duro del «estado mayor de emergencia» esperaba pacientemente, ojeando ciertos formularios y charlando. Algunos llevaban jerséis gruesos o suéters bajo las americanas. El propio ministro se encontraba en uno de los despachos de al lado, haciendo llamadas desde el teléfono fijo.
Michelsen había pensado en preparar una sorpresa, y el ministro se había mostrado de acuerdo: en lugar de reunirse en una de las salas de juntas del ministerio, alquilaron un espacio en el edificio que quedaba justo enfrente. El bufete de abogados que lo solía ocupar había cerrado por el apagón, y la temperatura del interior había bajado ya hasta los doce grados. (Bajo su traje chaqueta, ella llevaba ropa interior térmica).
Desde el tercer piso en el que se encontraba, Michelsen podía ver perfectamente las expresiones de desconcierto que iban poniendo los directores al llegar a la calle, salir de sus coches y buscar el lugar al que correspondían las indicaciones que les habían dado. La mayoría ya había estado antes en el ministerio, y de ahí que, al menos durante unos instantes, creyeran que aquella dirección se trataba de un error.
En el edificio del bufete no funcionaban ni los timbres ni las entradas automáticas. En el vestíbulo los esperaba un portero que les abría la puerta y les indicaba el camino hasta el tercer piso… al que tenían que subir por las escaleras, por supuesto. Michelsen esperó junto a la ventana hasta que vio entrar en el edificio al último de los invitados. Entonces, con una sonrisa maliciosa, se dirigió hacia la puerta y esperó a que llegaran los primeros invitados.
Pasaron varios minutos; Michelsen no quería perderse ni un detalle de todo aquello y quiso abrir la puerta personalmente. Frente a ella, dos hombres de mediana edad. Bajo sus melenas grises y canosas, dos caras acaloradas, rojas como tomates. Ambos llevaban abiertos sus caros abrigos de invierno, que dejaban entrever sus no menos caras camisas de marca. Michelsen oyó pasos que venían de la escalera de incendios. Invitó a pasar a los dos caballeros que tenía delante y se quedó a esperar al resto. Poco a poco, todos fueron subiendo los tres pisos. Todos con abrigos y trajes oscuros y con corbatas de lo más discretas. La mayoría, sin aliento.
—Sigan por aquí. Todo recto. No, no se han equivocado. El ministro los está esperando.
Apretones de manos al entrar en la sala. Los recién llegados se quitaron los abrigos. Algunos aún tenían la frente perlada de sudor. Pocos minutos después, ya estaban todos sentados.
Uno de aquellos grandes directivos —el director ejecutivo de E.ON, creía recordar Michelsen—, empezó a frotarse las manos como si quisiera hacerlas entrar en calor. Era un tipo de aspecto atlético y no parecía cansado tras subir los tres pisos, y precisamente por ello era el primero en notar el frío.
Cuando el ministro del Interior entró en la sala, todos se levantaron de sus asientos.
—Caballeros —los saludó él—. Siéntense, por favor.
Obedecieron. Sólo quedó de pie un asistente del secretario de Estado, escondido tras un atril en una esquina de la sala.
—Como pueden ver, hoy hemos escogido un lugar extraño para nuestra reunión. Dado que no tenemos electricidad, me temo que no puedo ofrecerles café ni té, y les ruego encarecidamente que reserven el uso del lavabo para otro momento y otro lugar; a ser posible uno en el que el agua llegue y se vaya y cumpla con su misión.
Dicho aquello, el ministro tomó asiento.
—Espero que en el transcurso de esta reunión recordemos permanentemente lo que hace veinticuatro horas están sintiendo unos sesenta millones de ciudadanos y ciudadanas alemanes.
Michelsen observó disimuladamente las reacciones de los allí reunidos. La mayoría logró mantener la cara de póquer, concentrados e interesados en las palabras del ministro, pero algunos no pudieron disimilar una mueca en la comisura de los labios: una breve sonrisa irónica y, por qué no, algo airada.
—Mientras nosotros en el ministerio, y ustedes en sus despachos de dirección, contamos con generadores de emergencia que nos permiten estar calentitos y a gusto, ahí fuera los ciudadanos se enfrentan al frío y la oscuridad, sin agua y sin acceso a los alimentos, los medicamentos o el dinero. Todos ustedes saben cuál es la situación.
Hizo una seña imperceptible al asistente, que pasó con diligencia la primera hoja que tenía sobre el atril.
Por algún motivo, aquel momento emocionó a Michelsen: llevaban años sirviéndose de la tecnología para acompañar charlas, conferencias y debates con imágenes, sonidos, montajes de fotos, vídeos o lo que fuera, proyectados siempre sobre una pantalla de última generación, y de pronto se veían abocados de nuevo al uso del papel. El viejo y fiel papel, siempre útil y dispuesto, que necesitaba la ayuda de alguien que le fuera pasando las páginas. De pronto recordó aquella época en la que no había móviles, aquellos coches que no eran ordenadores sobre ruedas —y cuyos guardabarros abollados podían repararse cogiendo alguna pieza del desguace—, aquellos mensajes que se tenían que escribir en papel y enviar por correo postal, y no plagados de emoticonos en ordenadores y móviles, o como simples indicaciones de «me gusta» en las redes sociales. Pero la nostalgia no le duró demasiado. Sabía que la organización del mundo moderno dependía esencialmente de la precisión y la capacidad de gestión y transmisión de la electrónica. Como el suelo que nos sostiene o el aire que respiramos, así también contamos con una red de energía invisible que nos facilita infinidad de actividades diarias…
Volvió a concentrarse en lo que estaba pasando en aquella sala. En el atril.
El asistente mostró un mapa de Alemania. Estaba rojo prácticamente en su totalidad, y sólo tenía algunas zonas verdes.
—El caos se ha instalado en las calles, estaciones y aeropuertos, y la economía, desgraciadamente, ya ha perdido cientos de millones.
La seña. Página siguiente. Una única cifra en rojo: –200.000.000 euros.
—Desde hace veinticuatro horas les oigo decir a todos que el problema está a punto de solucionarse, pero lo cierto es que ya hay varios países que han declarado el estado de emergencia.
La seña. Página siguiente. Otro mapa. Nordrhein-Westfalen, Rheinland-Pfalz, Hessen, Hamburgo, Baden-Wüttemberg, Baviera, Brandenburgo y Sajonia en rojo.
—Pensaba que nuestras redes eran seguras. Los servicios de emergencia trabajan al límite de sus capacidades. No podemos pedir ayuda al extranjero porque en Europa todos están igual que nosotros. Ustedes son los responsables de todo esto. Y yo estoy harto de excusas.
Miró atentamente a todos los allí reunidos antes de continuar:
—Hagan el favor de decirme qué es lo que está pasando en realidad. Las cartas sobre la mesa, caballeros. ¿Debo declarar el estado de emergencia en todo el país?
Michelsen observó todos aquellos rostros. ¿Habrían hablado entre ellos? Seguramente sí. Lo cual significaba que tenían una estrategia… o que no habían logrado ponerse de acuerdo, en cuyo caso cada uno estaría esperando a que otro destapara sus cartas primero. Se cruzaron miradas. Un cincuentón atractivo y de aspecto decidido, con el pelo completamente canoso y peinado con raya, se puso tenso, casi imperceptiblemente. Curd Heffgen presidía uno de los mayores imperios de transmisores en red, y Michelsen lo sabía bien. Además era el presidente de la comisión de gestión del agua y la electricidad: el lobby de la industria energética alemana. En aquel momento, pensó Michelsen, una de las personas a las que menos envidiaba del mundo. Su empresa era sin lugar a dudas una de las más difíciles de gestionar en toda Alemania, pues desde hacía años la propia industria la acusaba en mayor o menor medida de enriquecimiento indebido y agravio al consumidor, al tiempo que tenía el deber de rendir cuentas al gobierno y cumplir con los presupuestos políticos y del estado. No había muchas otras empresas que se vieran en semejante obligación de conciliar intereses tan distintos. Mientras las grandes organizaciones eléctricas fomentaban la prolongación en el tiempo de las centrales nucleares, los pequeños operadores y el resto de centrales se habían manifestado en contra, pues les parecía una competencia desleal. Por otra parte, se estaban promoviendo las energías alternativas, como la solar o la eólica, y aquello suponía un problema para los representantes de la energía eléctrica tradicional: como estaban exigidos por ley y su flujo energético dependía de las condiciones meteorológicas, se hizo necesario expandir su campo de acción y aumentar su infraestructura, lo cual, a su vez, alteró peligrosamente la estabilidad de la frecuencia en la red. Un trabajo de alta diplomacia, pues, el suyo. Y encima ahora le tocaba hablar en nombre de todos.
—Admito —empezó a decir Heffgen— que hasta el momento no hemos sido capaces de sincronizar esfuerzos y recuperar nuestras redes.
Caramba, pensó Michelsen, no sólo se erige en portavoz sino que además admite la culpa. Qué valiente. A ver qué pasa ahora…
—Lo que sucede, básicamente —siguió diciendo Heffgen—, es que apenas contamos con redes de máximo alcance, y en el plano regional nos topamos con la dificultad de que la frecuencia de las pocas zonas que aún no se han visto afectadas es demasiado inestable.
Genial. Retiro lo de valiente, se dijo Michelsen. El tipo sólo estaba parafraseando un poco lo de «no es culpa nuestra».
—Quizá alguno de nuestros colegas de producción pueda explicarnos lo que está pasando.
Así que pasa el testigo. Y uno calentito, además. ¿Quién se atreverá a cogerlo?
Heffgen se recostó en su silla y cruzó los brazos para dar a entender que él ya había acabado.
—¿El señor von Balsdorff, quizá? —intervino el ministro.
El interpelado, un hombre con algo de sobrepeso y la piel porosa de fumador se pasó la lengua por los labios, nervioso.
—Mmm… Tenemos más problemas con las centrales eléctricas de lo que cabría esperar en un caso como éste —explicó—. Ninguno de nosotros se había visto nunca en una situación semejante. Ni siquiera en las simulaciones preventivas. En el peor de los casos, habíamos previsto un fallo en el treinta por ciento de la actividad total, pero ahora estamos hablando de más del doble. Seguimos, pues, investigando…
—¿Está usted sugiriendo —le interrumpió el ministro en un tono de voz inquietantemente suave— que en las próximas horas tampoco van a poder solucionar el problema y devolver a los ciudadanos su acceso a los suministros básicos?
Von Balsdorff miró al ministro, angustiado.
—Estamos haciendo cuanto está en nuestras manos. Todo lo que sabemos, con todo nuestro interés. Pero no, por nuestra parte no podemos garantizar que esto vaya a solucionarse rápidamente. —Y dicho aquello, se mordió los labios.
—¿Y ustedes, caballeros? —preguntó el ministro al resto de los allí presentes.
Leves movimientos de cabeza, ojos bajos, gestos de negación.
Michelsen notó que en su interior crecía el mismo sentimiento que la sacudió hacía ya algunos años, cuando dos policías llamaron a su puerta y le preguntaron si era la hija de Thorsten y Elvira Michelsen. En los rostros de los allí presentes reconoció la misma reacción: no hacía falta decir nada más; todos empezaban a entender la gravedad del accidente.
Pese a la gélida temperatura de la habitación, Michelsen se dio cuenta de que estaba sudando, y empezó a notarse el pulso en el cuello.
Ischgl
A un tiempo aliviada e impaciente, Angström observó las montañas nevadas que se elevaban hacia el cielo por doquier. A punto de llegar a su destino, las cuatro amigas se morían de ganas de darse una buena ducha de agua caliente, ir a un lavabo en condiciones, dormir en camas limpias y pasar una velada tranquila, charlando frente a la chimenea.
—¿Puede ser que los telesillas estén parados? —preguntó van Kaalden cuando pasaron junto a las primeras pistas de esquí.
—Eso parece, sí.
—¡No me digas que aquí tampoco tienen electricidad!
—¿Habéis hecho alguna vez esquí de fondo?
—¡Anda ya! —exclamó Terbanten—. ¡No fastidies!
—¡Pero si es chulísimo! O podemos ir de excursión a pie, sin necesidad de utilizar las telesillas.
—No os preocupéis. De todos modos, hoy tampoco nos iba a dar tiempo de subir a las pistas —dijo Bondoni—. Y seguro que mañana todo vuelve a funcionar.
La calle hacía una pendiente ascendente bastante pronunciada. Angström se puso en marcha hacia el pueblo en el que habían reservado una cabaña, y diez minutos después ya estaban allí. Sobre una empinada ladera vieron una docena de cómodas cabañas de madera, algo demasiado juntas entre sí. De algunas de las chimeneas salía humo. Dejaron el coche en el aparcamiento, que estaba casi lleno, y se dirigieron hacia la primera cabaña, en la que podía leerse un cartel en el que ponía «Recepción».
Una vez dentro, una joven vestida con un traje chaqueta las saludó amablemente. Angström aspiró el olor a madera que impregnaba la sala, y a continuación se disculpó por haber llegado tarde.
La joven les sonrió y les dijo que se alegraba de que, al menos, hubieran logrado llegar.
—Muchos de nuestros clientes aún no han venido —añadió, justo antes de apuntar sus nombres junto a la fecha del día—. Seguidme, os enseñaré vuestra cabaña.
Por una serie de caminos estrechos y dispersos entre casitas de madera, la chica las condujo hacia un segundo grupo de cabañas, algo más abajo que el primero. Angström se quedó con la boca abierta al ver el valle que se abría ante sus ojos, y las montañas que lo rodeaban.
—Por desgracia nosotros también hemos sufrido un apagón, y en las cabañas no funcionan ni la luz ni el agua ni la calefacción. —Angström miró a sus compañeras y vio la decepción reflejada en sus ojos—. Pero —se apresuró a añadir la chica— haremos todo lo posible para que vuestra estancia aquí sea lo más placentera posible. Además, gracias a la idea original de las instalaciones, tenemos suerte dentro de la mala suerte.
Dio la vuelta a la llave para abrir la puerta y les indicó que pasaran. Por un minúsculo pasillo se llegaba a una pequeña pero agradable estancia, con asientos de madera y una bonita chimenea. Las paredes estaban cubiertas de telas bordadas con refranes.
—Como veis, cada cabaña tienen una chimenea que basta para calentar las habitaciones, así que al menos no pasaréis frío. Tenemos leña de sobras.
A continuación les enseñó la minúscula cocina. Angström no pudo evitar pensar que en Internet todo parecía más grande. Pero se estaba calentito, olía bien y tenía encanto. Era muy agradable.
—El horno de la cocina también puede funcionar con leña. No sé si preferís comprar la comida fuera o cocinar vosotras mismas, pero al menos sabed que tenéis las dos opciones. Y también podéis coger nieve y ponerla al fuego para que os deis un buen baño caliente —sonrió—. Creo que las montañas no se quejarán si les cogéis un poco. Es como volver al pasado, ¿verdad? ¡Súper rústico!
Luego volvió a ponerse seria y les enseñó los dos pequeños dormitorios, a los que se llegaba subiendo una estrechísima y discreta escalera que salía del salón. En cada uno de ellos había dos camas individuales, a izquierda y derecha de una ventana, junto a la pared. Un armario completaba el austero mobiliario. Angström se preguntó cómo se suponía que iba a meter ahí dentro su equipo de esquí y toda la ropa que necesitaba para una semana.
—Y aquí está el baño. Mirad, os hemos dejado un par de cubos por si queréis utilizarlos para llenar la bañera y añadirle luego agua ardiendo. —Al ver las miradas escépticas de las cuatro amigas, la joven se apresuró a añadir—: Por supuesto, os haremos un descuento por las incomodidades. Yo creo que lo mejor que podemos hacer todos es mirar la parte positiva del asunto: no pasaréis frío y os podréis bañar. Y aunque los preparativos sean algo más complejos de lo normal, os aseguro que es mucho más de lo que la mayoría puede disfrutar en este momento. También podéis utilizar los lavabos: sólo tenéis que recordar de tener siempre listo un cubo con agua. Por ahora os hemos dejado dos bien llenos.
Al ver la naturalidad con la que su anfitriona capeaba las dificultades que se le presentaban, Angström no supo si ponerse a reír o a llorar, Al final, no obstante, decidió hacer caso de su consejo y mirar la parte positiva del asunto.
—Pese a la precariedad en la que nos hayamos —siguió diciendo la joven—, también podéis usar la sauna y comer en el restaurante, porque ambos funcionan también con leña. —Se detuvo y las miró, sonriendo—. Lógicamente, espero que mañana podáis disfrutar por fin de todas las comodidades de nuestras instalaciones. En recepción, por cierto, tenéis un teléfono fijo que funciona perfectamente. Lo digo por si no teníais línea en los móviles.
Visitaron la sauna y el restaurante, y volvieron a su cabaña a deshacer las maletas y descansar.
—¿Quién se baña primero?
Lo echaron a suertes, y Van Kaalden fue la afortunada.
—Primero ordeñamos vacas y después calentamos nieve —se quejó Terbanten—; ¡parece que hayamos viajado en el tiempo!
—Sí, así era la vida hace unos siglos —dijo Angström mientras arrastraba el cubo por la nieve, para llenarlo—. La diferencia es que entonces no rezaban para que al día siguiente todo fuera mucho más cómodo. —Se dio cuenta de que el ejercicio le estaba haciendo entrar en calor.
—Me alegro de vivir en nuestro siglo, la verdad —dijo Bondoni.
—Venga, seguro que recordaremos este fin de semana durante el resto de nuestra vida. ¡Tomémoslo como una aventura! —añadió Angström, mientras entraba el cubo en la cabaña.
Saint Laurent-Nouan
Pese a que el turno de Marpeaux no consiguió arreglar el gasóleo estropeado la noche anterior, el resto de sistemas previstos funcionó durante todo el rato de un modo impecable, así que Marpeaux regresó tranquilamente a casa a primera hora y durmió unas horas. Luego volvió a subir al coche para oír la radio. El locutor anunciaba buenas nuevas: mientras gran parte de Europa continuaba sin electricidad, los expertos franceses habían logrado controlar el problema en bastantes regiones, y a lo largo de aquella noche esperaban poder ofrecer, al menos, los servicios básicos a la mayor parte de sus ciudadanos.
Marpeaux intentó localizar a sus hijos vía móvil, pero las redes telefónicas seguían sobrecargadas o sin cobertura. Tras oír las previsiones de los medios, milagrosamente, su mujer interrumpió —al menos por un tiempo— su batería de quejas y esperó tiritando a que volviera la corriente para poder encender la calefacción.
Por la noche, cuando Marpeaux volvió a su puesto, el colega del turno anterior lo recibió con buenas noticias:
—Hace unos minutos hemos recibido la orden de preparar el reactor para volver a ponerlo en marcha.
A lo largo de su carrera laboral, Marpeaux había contemplado, dirigido e incluso realizado personalmente aquel procedimiento decenas de veces. El truco consistía en coordinarse con el resto de operadores de tal modo que la energía entrante fluya sin oscilaciones. Sabía perfectamente lo que tenía que hacer.
—¿Ya estamos en red?
—Hace tres horas que recibimos energía con regularidad.
Aquello significaba que la refrigeración de emergencia ya no dependía de los generadores diesel.
—¿Y qué me dices del gasóleo estropeado?
—Que ya no lo está.
—¿Lo habéis comprobado?
—Listo para ponerse en funcionamiento. Suerte con la puesta en marcha. Buenas noches.
Milán
—¿Y si tiene razón? —preguntó Curazzo a Trappano—. Admitamos al menos que parece una buena explicación para una caída tan repentina y generalizada.
—¿Puedes hacer el favor de dejarte de sandeces? ¡Bastantes problemas tenemos ya!
—Escúchame sólo un segundo —siguió Curazzo, tozudo—. Échale un vistazo al proceso cronológico. —Cogió un diagrama de la mesa de al lado—. El apagón empezó ayer por la noche. Así, de pronto, sin motivo aparente y en varias regiones a la vez. Y a partir de ahí se produjo una reacción en cadena. Nos pasamos toda la noche intentando recuperar la corriente, y de hecho lo conseguimos en muchas zonas. En el caso de Milán coincide con las horas que ese tío nos ha dado. Pero apenas una hora después… zas, la red vuelve a fallar. Como si alguien hubiese esperado a que lo lográramos, para volver a boicotearlo todo, colarse en los contadores de las casas y provocar oscilaciones de frecuencia aún mayores y de peor solución.
Trappano miró a Curazzo sin parpadear.
—¡Nadie puede colarse tan fácilmente en millones de casas a la vez! Mira, no pienso perder ni un segundo más con tonterías de este tipo. No, al menos, hasta que haya agotado todas las opciones razonables, lógicas y plausibles para solucionar toda esta barbaridad.
Ischgl
Manzano agradeció las indicaciones a aquel hombre que le atendió linterna en mano. Apenas se veía el pueblo que dormía entre los Alpes. Las calles estaban oscuras. Tras las ventanas se veía alguna que otra vela, pero poco más. Dadas las circunstancias, habían tenido suerte de cruzarse con alguien por la calle.
Devolvió el mapa a Bondoni.
—Espero que no necesitemos cadenas —dijo éste.
En un inglés muy precario, el hombre les había explicado que tenían que subir una calle algo empinada y con curvas para llegar a las cabañas en las que esperaban encontrar a la hija de Bondoni.
—Por favor, por favor, que esté aquí —dijo el hombre—. Estamos locos por haber hecho todo este viaje…
En las curvas, los faros del coche iluminaban la nieve que se acumulaba a los lados de la carretera. Media hora después, tras conducir zigzagueando en la más absoluta oscuridad, vieron un par de luces al final de la calle.
—Tiene que ser allí.
Encontraron la entrada flanqueada por la nieve y aparcaron en una pequeña explanada en la que vieron más coches. Manzano los iluminó con su linterna.
—Aquí hay una matrícula belga. ¿Sabes si éste es el coche en el que venía?
—Ni idea.
Sobre la cabaña que quedaba más cerca del aparcamiento podía leerse un cartel que decía «Recepción». Entraron. Los recibió una joven vestida con un traje chaqueta. Un poco más allá, un grupo charlaba animada y plácidamente junto a una chimenea.
Manzano explicó a la chica quiénes eran y a quién habían venido a buscar. La joven les dedicó una mirada algo escéptica, pero al cabo de unos segundos cedió y les explicó que, efectivamente, Lara Bondoni y sus tres amigas se habían instalado en una de sus cabañas hacía apenas unas horas.
—¡Qué bien! —exclamó Bondoni—. Pero… ¿cómo que hace sólo unas horas? ¿No tenían que haber llegado ayer?
La joven fingió que no lo había oído y los acompañó hasta la cabaña.
—¡Papá! Pero ¿qué estás haciendo aquí? ¿Y tú, Piero?
Manzano y Lara se habían visto alguna vez a raíz de las visitas que ésta hacía a su padre en Milán, y lo cierto es que le parecía una mujer estupenda. Pequeña e inquieta, y con la cabeza muy bien amueblada.
—¡Pasad! ¿Y a ti qué te ha pasado en la frente? —preguntó, señalándole los puntos de la herida.
—Un pequeño accidente —dijo él, intentando apartar de sí, una vez más, la terrible imagen de la mujer aplastada en su propio coche.
Detrás de Lara Bondoni apareció una de sus amigas. Manzano calculó que tendría unos treinta y tantos. Era algo más alta, delgada y con una melena negra, larga y lisa que ofrecía un interesante contraste con sus bonitos ojos azules. Bondoni la presentó como Chloé Terbanten.
La cabaña era algo pequeña, pero muy agradable. En la chimenea del comedor crepitaba un fuego potente y reparador. En el comedor, sobre un banco de madera que hacía esquina y ocupaba buena parte de las dos paredes, una tercera mujer descansaba con las piernas en alto. Cuando vio entrar a los dos hombres se levantó de un salto y los saludó. Debía de ser tan alta como Terbanten, y ni el grueso jersey de lana con el escudo de Noruega que llevaba puesto logró que Manzano pasara por alto sus curvas femeninas. Por lo demás: una nariz respingona y pecosa, una melenita rubia cortada por encima de los hombros y unos ojos azules que parecían brillar en la oscuridad… y que se posaron brevemente en la herida de Manzano, pero sin preguntar.
Me gusta este sitio, pensó Manzano, cubriendo con la vista la cabaña y a las tres mujeres.
—Ésta es Sonja Angström —dijo Lara Bondoni—, la nota sueca de nuestro cuarteto. Y la cuarta, la holandesa, está ahora mismo en la bañera.
—¿Tenéis agua caliente? —preguntó Bondoni, casi gritando—. ¿Y una bañera?
Su hija soltó una carcajada.
—Sí, pero sólo si trabajamos duro para lograrlo. No me digas que habéis venido desde Milán sólo para daros un bañito caliente…
Berlín
Michelsen no estuvo de acuerdo con la decisión tomada por el gobierno respecto al estado de emergencia: declararlo sólo en algunas regiones del país le parecía un error, pero, por supuesto, se guardó mucho de comentar su opinión en voz alta.
Con lo que sí se quedó satisfecha, en cambio, fue con la convocatoria de un nuevo gabinete de crisis, más concurrido y ambicioso. Para el día siguiente, si la situación no cambiaba sustancialmente, se organizaría un pleno extraordinario del gobierno y un encuentro del gabinete con los jefes de gobierno de los Länder.
De mayor calado fueron aún los procedimientos de inclusión de las instituciones europeas en todo el asunto, aunque el gobierno se resistía a solicitar ayuda del extranjero. De todos modos, y dadas las cifras que se barajaban y las informaciones que iban teniendo, poca iba a ser la ayuda que recibirían, llegado el caso. Parecía que Noruega, Francia y algún que otro país había logrado recuperar la red eléctrica, al menos en parte, pero ahora estaban ocupadísimos intentando salvar su propia situación.
Tras el ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001, todo el mundo occidental sufrió la sacudida que, entre muchas otras cosas, cambió su manera de pensar con respecto al concepto de protección del Estado y de la sociedad. También Alemania, por supuesto. Hasta el momento se había velado por la creación de organizaciones locales o regionales, pero con el cambio de siglo los gobiernos comprendieron que la protección ciudadana y los mecanismos de prevención y emergencias debían ser lo más ambicioso posible y abarcar todos los estratos de la sociedad. Y lo mismo servía para la emergente Europa. De ahí que debieran desarrollarse sistemas capaces de incluir en los mismos procesos a agentes estatales, públicos y privados.
Durante los años siguientes, pues, se idearon estructuras nacionales e internacionales cuyo objetivo era contribuir a una mejor organización, comunicación y colaboración en caso de emergencia. En Alemania llegó a crearse, incluso, la Oficina de Protección Ciudadana del Ministerio del Interior.
Hasta hacía muy poco, los componentes del gabinete de crisis habían sido siempre funcionarios del propio Ministerio del Interior, pero últimamente se había abogado por un grupo de coordinación interministerial de alcance nacional, cuya dirección quedó en manos del Ministerio del Interior. Del secretario del Estado Rhess, concretamente.
Pero aquel día, el superior directo de Michelsen y director del gabinete de crisis y protección ciudadana, no había dado señales de vida. Ojalá no le hubiera pasado nada.
Adecuaron algunos espacios en torno a la actual sala de juntas y conferencias: se montó una nueva sala de reuniones y se llevaron mesas y sillas a otra espaciosa habitación para facilitar el trabajo del personal de enlace, tanto del gabinete de crisis como del IntMinKoGr, la impronunciable abreviatura de Interministeriellen Koordinierungsgruppe (grupo de coordinación interministerial). Allí se instalaron todos los funcionarios que provenían de otros ministerios, y pudieron estar en contacto permanente con el centro de emergencias y con los diversos gabinetes de crisis, locales y nacionales. También se habilitó un despacho para el director del IntMinKoGr, más allá de su sala de juntas y su oficina.
Para acceder a todo aquel espacio había que mostrar una autorización y marcar un código de entrada en las puertas electrónicas. Varios generadores de emergencia, con corriente para unas cuantas semanas, aseguraban el buen funcionamiento de las instalaciones.
El apagón había afectado a todas las capas y ámbitos de la sociedad, desde los asuntos relacionados con el tráfico hasta las cuestiones de seguridad, pasando por los suministros de alimentos o la sanidad. Junto al secretario de Estado para la seguridad del BMI —el Ministerio del Interior—, Michelsen nombró también a un representante de cada ministerio: alimentación, agricultura y protección al consumidor —BMELV—, salud —BMG—, transporte, construcción y el desarrollo urbano —BMVBS—, medio ambiente —BMU— y asuntos exteriores —AA.
En las salas reinaba una actividad frenética. Los trabajadores probaban sus ordenadores y sus teléfonos, y llenaban sus mesas de papeles y documentos. Todos sabían que se enfrentaban a una nueva y larga noche. La propia Michelsen había vuelto a pasarse por su piso, a esas alturas ya helado como una nevera, y había cogido ropa y artículos de higiene para tres días. Quería estar preparada para lo que pudiera venir, ya que en su momento no lo estuvo en su casa.
Estaba a punto de llamar a un representante de la agencia federal de ayuda técnica cuando le vino al encuentro una funcionaria del Ministerio de Medio Ambiente. Tras ella, un colaborador del Ministerio de Asuntos Exteriores.
—Acabamos de recibir un mensaje de la República Checa —dijo la mujer.
Michelsen leyó su nombre en la placa identificativa: Petra Majewska.
—En la central nuclear de Temelín han sufrido un incidente.
Michelsen notó un escalofrío que le recorría la espalda. Hacía años que las centrales nucleares recibían duras críticas por sus dudosos estándares de seguridad… y Temelín sólo quedaba a sesenta kilómetros de la frontera con Alemania.
—Las autoridades checas no son lo que se dice modélicas, ni excesivamente generosas, a la hora de informar sobre los incidentes en sus reactores —dijo Michelsen, mientras volvía a sentir un escalofrío en la espalda—. ¿A qué creen que se debe que en esta ocasión hayan llamado para comunicarnos la situación?
—La versión oficial —respondió Majewska— es que han fallado dos de los tres generadores diesel de energía de emergencia de uno de los reactores. Los checos insisten en que la turbina que aún funciona ha podido mantener la central en funcionamiento y que la situación está controlada.
Dios mío, por favor, haz que esto sea cierto. Temelín quedaba al este de la República Checa, y por tanto en la dirección predominante del viento… Pero el tiempo podía cambiar: Chernobil quedaba mucho más al este y sus devastadoras consecuencias alcanzaron en su día toda Europa. Aún hoy, más de un cuarto de siglo después, hay zonas de Baviera en las que no se pueden comer setas ni cazar jabalíes porque aún hay riesgo de un exceso de radiación en ellos. Michelsen habría querido dejar de pensar en todo eso, así como en la posibilidad de verse obligada a recomendar una evacuación generalizada de cientos de miles de personas para evitar riesgos da cualquier tipo, dada la situación actual.
—¿Qué dice el Organismo Internacional de Energía Atómica al respecto? ¿Os habéis puesto en contacto con ellos en Viena? ¿Están al corriente de la situación?
Seguro que sí, se respondió a sí misma Michelsen. Viena quedaba a poco más de doscientos kilómetros de Temelín.
—Sí, dicen exactamente lo mismo que los checos.
—Aun así —dijo Michelsen—, no lo dejéis. Seguid preguntando. Estad atentos.
No sería la primera vez que las autoridades nacionales e internacionales manejan informaciones diferentes. Si en el caso de los esturiones, por ejemplo, se hubiese presentado ante el Organismo Internacional de Energía Atómica —OIEA— el nivel 0 o el 1 de la Escala Internacional de Sucesos Nucleares y Radiológicos —INES en su abreviatura inglesa, la más usada a nivel mundial—, los austríacos y alemanes no habrían pasado de considerarlo un «ensayo». Y eso que la ocultación, o directamente el menosprecio de los incidentes, era una práctica muy propia y reiterada por los responsables de la mayoría de gobiernos a nivel mundial.
—Quiero saber en todo momento lo que está pasando en realidad, y si hay alguna posibilidad de que la situación empeore… aún más.
Al contrario que los generadores de emergencia, ella no necesitaba refrigeración: el escalofrío se había instalado a su espalda y empezaba a desplazarse amenazadoramente hacia su nuca.
Ischgl
—¿Tenéis idea de lo que estáis diciendo? ¿De lo que supondría que estuvierais en lo cierto?
Angström tenía patas de gallo, probablemente de sonreír a todas horas. A Manzano le parecían muy atractivas, aunque desde luego no pensaba hacer ningún comentario en voz alta sobre las arrugas de una mujer.
Van Kaalden se había unido al grupo al salir de la bañera, con la melena mojada envuelta en una toalla. Tras explicar a las cuatro amigas el motivo de su viaje, el salón se había quedado en el más absoluto silencio. Sólo se oía el crepitar del fuego en la chimenea.
—La cuestión no es si estamos en lo cierto —respondió Manzano, calmado—. Estoy absolutamente seguro de que lo que digo es cierto. Lo importante ahora es saber qué podemos hacer. Qué debemos hacer. —Miró al grupo y continuó—: Pensadlo vosotras mismas: el apagón empezó hace ya veinticuatro horas, en toda Europa, y pese a las promesas que vamos oyendo en la radio no parece haber habido ninguna mejora real. ¿Alguna de vosotras había vivido algo semejante?
—Cierto… en 2003 se solucionó todo en un día —dijo Lara Bondoni—. ¿Y qué sugieres que hagamos?
—Tú trabajas en la Unión Europea. ¿Conoces a alguien a quién puedas hablarle de este tema?
—No sólo yo —respondió Lara—. Sonja también está ahí.
—Y después de lo que nos has contado —dijo Angström—, no creo que fuera a disfrutar demasiado de mis vacaciones.
—Pero ¿por qué crees que en la Unión Europea te escucharán? Recuerda que ayer los italianos se libraron de ti sin miramientos… —preguntó Bondoni.
—No lo sé, pero al menos tengo que intentarlo. Te aseguro que no habría hecho cuatrocientos kilómetros si hubiese pensado que esto era una tontería. Lo que sucede es grave. Muy grave.
—¿Qué me dices, Sonja? ¿Puedes hacer algo al respecto?
Angström asintió, pensativa.
—Yo sola no. Aún no. Pero sé a quién debemos dirigirnos.
Bruselas
Hacía tiempo que Terry Bilback no se sentía tan feliz en su puesto de trabajo. Su oficina estaba calentita, el retrete iba bien, había agua caliente… Y la luz, los ordenadores, Internet e incluso la cafetera funcionaban a la perfección. Al contrario de lo que sucedía en su piso de dos habitaciones del centro de Bruselas, indecentemente caro, y del que ni siquiera había podido salir en coche aquella mañana, porque el transporte público no funcionaba y la circulación estaba bloqueada.
De todos modos, la felicidad no duró demasiado. Igual que el resto de sus colegas del Centro de Información y Monitorización de la Unión Europea (CIMUE, o simplemente CIM para ellos), Bilback había pensado que aquello del apagón no duraría mucho.
Pero se equivocaba. A lo largo de la mañana empezaron a recibir las primeras llamadas y peticiones de los países que formaban parte del grupo.
En el CIM había siempre unas treinta personas trabajando, todas de nacionalidades distintas, y con tres campos de acción principalmente:
En primer lugar, era el centro de comunicación continental. En caso de que se produjera una catástrofe, en el CIM convergían las peticiones de socorro y las ofertas de ayuda de los estados miembros. A él pertenecían todos los países de la Unión Europea, además de Islandia y Noruega. Cada uno de ellos tenía un contacto que actuaba de intermediario con el CIM y que facilitaba las relaciones con el Centro, tanto de ida como de vuelta. En el caso de Alemania, por ejemplo, el intermediario era el Centro de Comunicaciones del Estado Federal y los Länder: GMLZ.
En segundo lugar, el MIC debía informar a todos sus miembros, así como al resto de la sociedad de las actividades e intervenciones actuales. En el Daily MIC, además, se advertía diariamente de posibles catástrofes naturales, como inundaciones o incendios forestales.
Y en tercer lugar, el CIM era el encargado de coordinar las ayudas en dos niveles: en la central se comparaban las ofertas y las demandas, se identificaban los déficits y se buscaban soluciones al respecto. En no pocos ámbitos, el MIC estaba formado por expertos en la materia.
Sea como fuere, los tres campos de acción tenían en todos los casos un denominador común: quien pedía auxilio era un país, y quienes ofrecían ayuda, decenas de ellos.
Pero desde ayer por la tarde todo había cambiado: no dejaban de recibir señales de emergencia y peticiones de ayuda (Italia, España, Liechtenstein, Dinamarca, la República Checa, Hungría, Eslovaquia, Eslovenia y Grecia), y, sin embargo, nadie se ofrecía a ayudar. Los países que aún no habían solicitado refuerzos estaban luchando para controlar su situación. Bilback contaba con que las primeras demandas concretas llegaran al caer la noche, a no ser que la situación y las posibilidades generales de abastecimiento cambiaran radicalmente.
Pero la pregunta del millón era: ¿de dónde podía venir la ayuda?
Se preguntó si tendría que hacer horas extras. Como aquello no mejorase, los de arriba necesitarían la ayuda de todos los trabajadores del centro. Bueno, de todos modos tampoco le apetecía demasiado volver a su piso helado, sin luz ni agua… En el MIC, en cambio, había incluso algunas duchas. Si por él fuera, pues, se quedaba allí toda la noche.
Le sonó el teléfono, una vez más. No había parado en todo el día. No conocía el número. Tenía prefijo austríaco.
—¡Hola, Terry! Soy Sonja Angström.
—¡Sonja! ¿Has podido llegar a tu cabaña?
Angström se rio.
—Bueno, con algún que otro impedimento… Sin energía, las gasolineras no funcionaban…
—¿Y qué habéis hecho?
—Ordeñar vacas.
—¿Perdona?
—Ya te lo explicaré cuando nos veamos. Ahora préstame atención, por favor. Supongo que tendréis un trabajazo de órdago pero… ¿puedes dedicarme cinco minutos?
—¿Tenéis corriente en Austria? Porque según el prefijo que veo en pantalla estás en Austria, ¿no?
—Sí, sí, estoy en Austria. Y no, no tenemos corriente. ¿Vosotros?
—Sólo funcionan los generadores de emergencia. O sea, que en el despacho estamos bien, aunque el ambiente está un poco tenso, como ya debes de imaginar.
—¿Muchas llamadas de socorro?
—Aún no, pero no tardarán en caer. A no ser que alguien solucione toda esta locura y podamos volver a la normalidad, claro.
—Bueno, pues por eso llamo. He oído una historia insólita, algo que me ha parecido muy interesante, pero creo que gestionarla no es de mi competencia, ni tampoco del MIC, sino más bien de la Europol. ¿Podrías pasarme el teléfono de su central, por favor?
—¿De qué se trata?
—Te paso al vecino de una de mis amigas, ¿vale? Él te lo explicará mejor que yo. Se llama Piero Manzano. Es programador informático y ha descubierto algo. En mi opinión, algo muy inquietante.
Ischgl
Cuando Manzano acabó su explicación, en un inglés prácticamente impecable, Angström vio formarse unas arrugas en las comisuras de sus ojos.
—¿Cómo que esto no es de su competencia? —gritó al teléfono, con el ceño fruncido.
Angström le hizo una señal para que le devolviera el aparato.
—¡Típico! —exclamó Manzano, antes de pasárselo con un bufido.
—¿Terry? ¿Qué sucede?
—Estaba a punto de explicarle a quién debía dirigirse para ganar tiempo cuando ha empezado a gritar…
—Ay, perdona, es que en Italia lo han tratado mal y ha tenido un par de experiencias bastante desagradables…
—Ya veo… Está bien, lo entiendo. Pero lo que dice suena a teoría de la conspiración. ¿Qué tipo de persona es tu amigo, o el amigo de tu amiga, o quien quiera que sea?
—A mí me parece sensato.
—Si lo que dice es cierto, el apagón sólo puede deberse a tres cosas: un fallo técnico (lo cual no dejaría de ser una casualidad absurda y desproporcionada), un acto de delincuencia o un ataque terrorista. No quiero ni imaginar lo que podría pasar si el tipo estuviera en lo cierto. Los organismos responsables de estas cuestiones en la Unión Europea serían la oficina anti-terrorista o la Europol…
—… a las que no se puede acceder con normalidad porque sus teléfonos son secretos. Y yo no me he traído los códigos de vacaciones, lógicamente.
—¿Quieres que te los pase?
—Es mejor que la llamada llegue desde un teléfono interno.
—¿Insinúas que yo…? —Bilback respiró hondo—. ¿Y cómo sé que no van a burlarse de mí si les voy con una historia como ésta?
—Me temo que no puedes saberlo, Terry. No hasta que lo hayas hecho. Pero quizá te conviertas en un héroe: ¡el primero en dar la noticia!
—Ya sabes lo que les pasa a los mensajeros de malas noticias…
—Si lo que decimos es cierto, la noticia no es mala, sino buena: al fin sabremos el motivo del apagón, y sólo así podremos empezar a combatirlo.
Al otro lado de la línea se hizo el silencio.
Y al cabo de unos segundos…
—¿Cómo se llamaba el programador informático? Nombre, fecha de nacimiento, dirección.
Angström trasladó la pregunta a Manzano.
—¿Por qué lo pregunta? —dijo el italiano.
—Quiere saber quién le ha pasado la información, lógicamente.
—Piero Manzano, 3 de junio de 1968. Vivo en la Vía Piero della Francesca, en Milán.
Ella repitió lo que había oído y oyó a Bilback tecleando la información en el ordenador.
—Dame unos minutos —dijo éste, al fin—. ¿Dónde puedo localizarte? ¿En el número que veo en pantalla?
—Eso espero.
Angström colgó y resumió la conversación a los demás.
—La oficina antiterrorista o la Europol —exclamó el viejo Bondoni—. ¿Pero cuál de las dos? ¿O es que en realidad no sabe a quién dirigirse?
—En mi empresa pasa lo mismo —suspiró Terbanten—, a veces no sé si tengo que hablar con marketing o con publicidad, con ventas o con recursos humanos.
—¿Y qué haces entonces? —le preguntó Lara.
—Los llamo a todos, por si acaso.
—Terry hará lo mismo, estoy segura.
—Lo creeré cuando nos llame a nosotros.
La Haya
François estaba junto a la ventana de su salón, viendo llover. Empezaba a oscurecer. Por el jardín habían repartido todos los recipientes que habían podido encontrar: cubos, cazuelas, ollas, cacerolas, jarras, vasos, cuencos de cristal, platos de postre… La lluvia bailaba en el interior de todos ellos, ajena a las circunstancias. Como si nada. A su espalda, sus hijos jugaban en el salón. Su mujer, Marie, estaba sentada en el sofá y leía a la luz de las velas. Habían encendido la chimenea. El salón era la única habitación de la casa en la que no hacía frío.
A Bollard le gustó la idea de trabajar en una ciudad que le parecía símbolo de Europa y de su administración. Los edificios palaciegos y las residencias señoriales hacían pensar en el rico pasado de La Haya, y los gobiernos y los reyes preferían aquella tranquila ciudad a los excesos de Ámsterdam. Los unos tenían allí su residencia, los otros, un lugar en el que pasar largas temporadas. Bollard vivía con su mujer y sus dos hijos en una bonita casa del siglo XIX, a quince minutos del mar, con escaleras de piedra y mucha madera. Los niños iban a la escuela internacional y su mujer era traductora.
Cuando le hicieron la oferta, hacía apenas un año, no tuvo mucho tiempo para pensárselo. Pero le llegó en un buen momento. Bernardette estaba a punto de entrar en P-3 y George iba a pasar a primaria. Ambos tenían reservado el curso en buenos colegios de París, pero en La Haya no era difícil encontrar plazas libres en las escuelas internacionales. Siempre que pudieran pagarse, claro. Y como representante francés de la Europol, él podía permitírselo. Tras muchos años de servicio en el ministerio, Bollard esperaba poder afrontar nuevos retos y oportunidades en el marco internacional. Y las previsiones de medrar tras una estancia de dos años en un destino internacional eran incuestionablemente atractivas… suponiendo, claro está, que durante aquellos dos años supiera mantener y cuidar sus contactos. Pero en eso siempre había sido bueno. De modo que… ¿por qué no ir a La Haya? París quedaba apenas a quinientos kilómetros. En avión, una horita. Suponiendo que el vuelo no se cancelase, claro. Como ayer.
Por suerte no tuvieron que hacer cola para buscar un sitio en el que pasar la noche. El aeropuerto de Schiphol no era de los más concurridos, y no quedaba a cientos de kilómetros de su casa. Subieron al coche y en menos de una hora volvían a estar en La Haya. El viaje de vuelta fue extraño: la autopista estaba a oscuras y el tráfico era más denso de lo normal.
Bollard recorrió el pasillo hasta la puerta del jardín y se puso botas de goma y chubasquero. Una vez fuera, vació siete recipientes casi llenos en un cubo grande y los volvió a dejar en el césped. El cubo, en cambio, lo entró en casa y lo vació en la bañera, que ya estaba casi llena. Luego lo sacó de nuevo al jardín y regresó al comedor.
—¿No puedes conseguir en algún sitio un generador de emergencia para nosotros? —le preguntó Marie.
—La Europol no tiene. Al menos, no para uso privado de sus trabajadores.
La mujer suspiró.
—Esto no es normal. No entiendo por qué tardan tanto en solucionar el problema.
—Es extraño, sí.
—Bueno, tú trabajas con infraestructuras críticas, ¿no?
—Sólo en el caso de que por «crítico» entiendas «terrorista». Y me temo que un apagón no tiene nada que ver con eso.
—¿Pues con qué tiene que ver? ¿Ya saben cuál es el problema?
—Todavía no.
—Claro. Todos esos inútiles prefieren sacar sus castañas del horno en lugar de unir esfuerzos para encontrar soluciones significativas.
Le disgustó el tono que utilizaba su mujer. No es que él fuera muy amigo del concepto «Europa», y el hecho de trabajar precisamente para una institución europea no era para él más que un paso hacia un puesto mejor considerado —y remunerado— a su vuelta a Francia. Parecía que Marie sólo quería provocarlo, y aunque sabía que lo mejor era no decir nada, se sintió obligado a intervenir para defender, ni que fuera levemente, la institución.
—O eso, o es que no hay nada significativo que solucionar.
—Que Dios te oiga.
En aquel momento sonó el teléfono. Bollard corrió hasta el pasillo y lo descolgó. Al otro lado de la línea, un tal Däne, de los servicios informativos, le indicó que estaba a punto de pasarle con un colega británico que trabajaba en Bruselas y acababa de hablar con un italiano que lo llamaba desde Austria. Bollard estaba aún intentando comprender toda aquella información, cuando oyó un clic en la línea.
El británico en cuestión, un tal Terry Bilback, trabajaba en el Centro de Monitorización e Información de la Unión Europea en Bruselas, y le explicó una historia increíble sobre la intervención de los contadores de electricidad en Italia. Bollard lo escuchó con atención y le hizo algunas preguntas. Por toda respuesta, el británico le dio un nombre, una dirección y un número de teléfono. Allí podría localizar al italiano y hacerle todas las preguntas que quisiera.
Bollard colgó y reflexionó unos instantes sobre lo que había oído. Después volvió a coger el teléfono y marcó el número con prefijo austríaco.
Ischgl
Manzano colgó.
—¿Y bien? —le preguntó Angström, cuando éste se reunió con el resto del grupo, cómodamente ubicado en torno a la chimenea.
Todos lo miraron con atención.
—Era un tipo de la Europol —dijo—. Por lo visto informará del asunto a las autoridades suecas e italianas.
—Espero que no siga los procedimientos oficiales —dijo van Kaalden—, o nos pasaremos aquí el resto de la vida.
Por favor, que la comparación no sea cierta, pensó Manzano. Con el francés sólo había hablado brevemente sobre las posibles consecuencias de su descubrimiento, y, la verdad… Sacudió la cabeza como si quisiera apartar de sí aquellos pensamientos.
—¿Puedo beber algo? —preguntó, simulando despreocupación.
Lara Bondoni le pasó un vaso con un líquido humeante que olía fenomenal.
—Os hemos conseguido otra cabaña. Dadas las circunstancias, muchas de las reservas han quedado desocupadas, así que quedaban sitios libres. Seguro que allí estáis mejor que en vuestras casas, frías y desangeladas —les explicó, sonriendo.
Manzano bebió, con la esperanza de que el vino caliente disipara sus peores predicciones.
—Bueno —dijo entonces, dirigiéndose a Angström—, y ahora cuéntanos en qué trabajas. Parece que tienes muy buenos contactos en las altas esferas.
La Haya
Bollard colgó el teléfono y volvió al comedor.
—Voy al despacho.
Marie levantó la vista del libro y lo miró.
—¿Ahora? ¿Un sábado por la tarde?
Lo observó con atención, intentando interpretar la expresión de su cara. Dado el cargo de su marido, un trabajo urgente y repentino no podía significar nada bueno.
—¿Tengo que preocuparme?
—No —mintió él.
Condujo durante menos de diez minutos por las oscuras y solitarias calles. En la central de la Europol se veían algunas luces. El edificio había sido construido con las técnicas y los materiales más modernos de protección del medioambiente, aunque también se habían tenido en cuenta todo tipo de factores de seguridad y los generadores de emergencia funcionaban a la perfección. Hacía muy poco que la central había sido trasladada a aquel edificio —en 2011, apenas—, de modo que era todo muy nuevo. Y en el mismo complejo se hallaba también, entre otros, la Organización contra el Uso de las Armas Químicas (OCPW), el Tribunal Internacional de Justicia para la antigua Yugoslavia (ICTY) y el World Forum Convention Centre, además de una serie de espacios adecuados para ofrecer ruedas de prensa, conferencias, talleres, restaurantes y demás ofertas y servicios.
Bollard fue a buscar a Dag Arnsby, que era quien sugirió que le pasaran la llamada.
—Tuvieron suerte de localizarme. De hecho tendría que haber estado en París.
—Lo sé —respondió el hombre, algo rechoncho y con el pelo oscuro y rizado—, pero está claro que dieron con el tipo adecuado.
—Yo no estaría tan seguro… En cualquier caso, me alegro de que estés aquí. ¿Me ayudas a echar un vistazo al banco de datos?
Cogió una silla y se sentó junto a Arnsby.
—Para empezar, vamos a ver qué tienes de un tal Piero Manzano.
Desde 2005, la Europol contaba con un sistema de información automatizado en el que los estados miembros introducían toda la información que necesitaban: en un banco de datos aportaban detalles sobre sospechosos o presuntos culpables; en otro, información sobre testigos y víctimas de malos tratos o torturas de cualquier tipo; en otro, personas de contacto, acompañamiento o información. A estos últimos sólo tenían acceso los analistas como Arnsby. Bollard no pudo evitar pensar en la recurrente —y en ocasiones más que acalorada— discusión sobre la protección de datos. No todos coincidían con él en decir que los mecanismos de control eran suficientes y adecuados.
Arnsby introdujo el nombre del italiano.
—¿Es éste? —preguntó.
La pantalla mostraba a un hombre de mediana edad, de rasgos angulosos, mandíbula prominente, nariz delgada, pelo negro, corto y rizado, ojos marrones y piel blanca.
—Piero Manzano —leyó Bollard en voz alta—, metro ochenta y siete, setenta y ocho kilos, cuarenta y tres años, programador. Perteneció varios años a un grupo de hackers italianos que se colaba en las redes informáticas de las empresas y los organismos estatales para descubrir fallos en su seguridad. Por ello fue condenado hacia finales de los noventa, pero sólo preventivamente. Por lo demás, en 2001 pasó unas horas detenido en Génova tras participar en las manifestaciones de protesta de 2001 ante el G-8.
Bollard lo recordaba perfectamente. Génova había supuesto una debacle para la imagen extranjera de la policía italiana: durante los disturbios que se produjeron en torno a la cumbre de los ocho jefes de Estado más influyentes del mundo, uno de los manifestantes recibió un disparo y cientos de ellos resultaron heridos de mayor o menor gravedad porque la policía italiana actuó con sorprendente brutalidad. Años después, algunos de los miembros del cuerpo fueron juzgados y condenados, mientras que otros se libraron porque el asunto había prescrito.
—Ya veo qué tipo de persona es… —observó Bollard, hablando más bien consigo mismo.
Encorsetado desde muy pequeño en el mundo de las estrictas normas sociales de la clase media-alta francesa, que siempre se ha creído más alta que media, observaba a los activistas, sobre todo si eran más bien de izquierdas, con un cierto escepticismo, por decirlo de un modo eufemístico. Eso sí: aunque siempre había censurado este tipo de acciones de los italianos, jamás habría caído en el error de enfrentarse a ellos en una manifestación, pues era perfectamente consciente de que en estas circunstancias no siempre se podía mantener la calma, y menos si alguien intentaba apedrearte.
—Oficialmente trabaja como autónomo. Es informático, experto en redes. Y aunque algunos sospechan que no ha abandonado el activismo, no se le ha vuelto a relacionar con nada parecido. O sea, que sabe de lo que habla cuando dice que su contador tiene un código que no le gusta —dijo Arnsby.
—Ya me lo ha parecido cuando hablé con él. Incluso me ha dado alguna pista: me ha dicho que la compañía eléctrica italiana tenía que ser la primera en revisar los códigos de los routers. No sé a qué se refiere, pero parece que tiene sentido…
—Y si lo que dice es cierto… ¿puede ser que la tragedia tenga la magnitud que mi desinformado cerebro está empezando a calcular?
Durante el trayecto a su oficina, Bollard no dejó de pensar en aquello. Contempló todas las opciones y barajó todas las posibilidades.
—No deseo provocar que cunda el pánico —dijo al fin—, pero la tragedia parece considerable. Y su magnitud también.
—Porque si alguien es capaz de infiltrarse en la red eléctrica italiana, manipular los códigos de los contadores y bloquear su actividad, lo más probable es que también pueda hacerlo en las redes de otros países, ¿no?
Bollard se limitó a alzar las cejas y apretar la mandíbula.
—Sea como fuere, no debemos perder de vista esta posibilidad.
—¿Y qué se hace en estos casos?
—Se informa al director del departamento de operaciones, quien a su vez informa al director general y a los directores del resto de departamentos de la casa. Y se debate y estudia sobre el tema.
—Ah, pero ése será un proceso largo, y entretanto ya habrá vuelto la luz —dijo Arnsby—. Hoy es sábado. Por la tarde.
—A mí me has encontrado, ¿no? Y en caso de emergencia podemos contactar con la oficina de enlace de los respectivos estados miembros, es decir Italia y Suecia.
—¿Y qué opinas tú como jefe del departamento antiterrorista? ¿Crees que estamos ante un caso real? ¿Algo serio? Y, por cierto, ¿por qué has dicho Suecia?
—Porque el hacker italiano —dijo Bollard, señalando la pantalla que tenía ante sí— me ha dicho que en Suecia había pasado lo mismo que en Italia, y que allí también han cambiado casi todos los contadores por aparatos nuevos, idénticos a los italianos. Por supuesto, le he dicho que dos países no pueden provocar que fracase toda Europa.
—¿Y que te ha dicho?
—Lo que imaginas. Que los «malos» seguro que han emprendido más acciones en el resto de países.
—Pero ¿dónde? ¿Y cómo?
—Ni idea. Éste es el problema.
—¿Podría ser cosa de un solo hombre?
—No, imposible. Y éste es el segundo problema.
—Un problema enorme.
—No llames al mal tiempo.
—Tienes que informar a todos tus contactos.
—No, eso sería absurdo, y exagerado. Estamos barajando una hipótesis, y como tal debemos tratarla. En todo caso deberían ser los italianos y los suecos quienes dieran la voz de alarma. Y deberían hacerlo cuanto antes, para no perder tiempo.
—De acuerdo, pues. ¿Y si, también hipotéticamente, ese tío lo único que quiere es hacerse el interesante?
Bollard hizo una mueca.
—Pues seré el hazmerreír de todo el mundo. Y la Europol utilizará mi nombre en todos los chistes internos, y la prensa me abrirá en canal.
—Ah, bueno. ¿Sólo eso? Mmm… ¿Y qué vas a hacer?
Milán
De las últimas treinta y seis horas, Curazzo sólo había dormido una. Como director junior del consejo de administración técnica tenía una gran responsabilidad en todo aquel asunto. Y lo mismo sucedía con el resto del equipo del improvisado gabinete de crisis de la empresa. El ambiente en Enel estaba cargado; los trabajadores, irascibles. La disciplina y las formas se habían ido diluyendo. Los cuellos de las camisas estaban abiertos; las americanas, colgadas del respaldo de alguna silla y las bolsas de patatas o los bocadillos de máquina estaban abiertos, mordidos y abandonados sobre —o bajo— las mesas. La comida y la bebida no tardaron en convertirse en un problema. El bar de la empresa se había quedado sin reservas, y lo mismo sucedía con los supermercados, las tiendas y hasta los restaurantes de la zona. A los responsables de los suministros se les había pedido que hicieran un reparto extra durante la noche, pero por ahora no había aparecido nadie.
Mirara donde mirara, Curazzo no veía más que rostros cansados y gestos de desconcierto y decepción.
—No lo entiendo —dijo Franco Solarenti, director de la oficina de gestión de crisis—: hemos perdido un montón de centrales eléctricas. El ochenta por ciento tiene problemas para reiniciarse. Por algún motivo, tras ponerse brevemente en marcha vuelven a dar error, y los transformadores también se han vuelto locos.
—Sería posible que los desajustes y fluctuaciones del voltaje hubiesen provocado la caída de alguna de las centrales —concedió uno de los ingenieros jefe—, pero de todas…
—Vamos, hombre, con los recortes de los últimos años… —dijo Solarenti—. Era de esperar que pasara algo así. ¡Ya lo decía yo!
—Caballeros, así no vamos a ninguna parte —intervino Franco Tedesci, director técnico de la empresa y responsable de la gestión de crisis—. Necesitamos una solución, y la necesitamos ya.
Curazzo asintió, ausente. El walkie-talkie le sonaba en el bolsillo del pantalón. Parecía que tenían visita.
—¿Hola? ¿De qué se trata? —dijo al aparato.
—Policía.
—Voy.
Se alejó del grupo sin añadir palabra y bajó hacia el vestíbulo de la recepción, donde, efectivamente, vio a dos hombres. Pero no tenían pinta de policías. Uno de ellos se presentó como Dottore Ugo Livasco, y el otro como Ingeniere Emilio Dani.
—¿Qué puedo hacer por ustedes?
—Tenemos un mensaje de la Europol —le respondió el ingeniero—. Nos consta que ya ha sido usted informado de que los contadores de energía de nuestro país han sido manipulados y es más que probable que éste sea el origen del apagón y de todo este terrible alboroto.
Curazzo notó que la sangre se le agolpaba en la cabeza al recordar al tipo de aquella mañana. Tras invitarlo a salir del edificio, él había intentado sacar el tema en un par de ocasiones, pero, tras ser rechazado por su superior, decidió olvidarse del asunto y no volver a pensar en ello. Y lo había logrado, claro, hasta ahora.
—Sí, lo recuerdo, pero es que trata de una hipótesis bastante improbable —dijo—. Antes de entrar en funcionamiento, nuestros sistemas pasan unas complejas pruebas de satisfacción, y nos consta que son seguros.
Dani se encogió de hombros.
—Créame, a mí también se me ocurren millones de cosas mejores que hacer en una noche de sábado, aunque sólo fuera quedarme tranquilo en casa —donde, por cierto, tengo un magnífico generador de emergencia—. Así que le propongo algo: colabore con nosotros, ayúdenos a hacer nuestro trabajo, refutemos esta locura de hipótesis, y nos iremos de aquí lo antes posible.
Tras dos días de trabajo ininterrumpido, todos los rostros de los trabajadores de Enel estaban pálidos, pero en aquel momento… En aquel momento se quedaron más blancos que el papel. No tuvieron que buscar demasiado. Los dos policías forenses y expertos informáticos de la Europol habían propuesto empezar por los logs de los routers.
—¿Y por qué?
—Nos han aconsejado que lo hiciéramos.
Dieron con ello en pocos minutos.
En principio, los contadores inteligentes instalados en los hogares y empresas italianos estaban interrelacionados por routers de distribución, como cualquier red informática, y en ellos podían leerse los datos log, es decir, todos los datos que documentaban las señales enviadas al contador.
—Aquí lo tenemos, efectivamente: el contador ha recibido la orden de interrumpir la corriente.
Cuatro decenas de trabajadores se habían reunido ante la gran pantalla de la sala central, sobre la que el director técnico de la empresa, Solarenti, estaba presentando los datos y gráficas correspondientes. Para alguien que no supiera de programación informática, lo que mostraba el experto no era más que un montón de columnas de números y letras.
Curazzo seguía la explicación con la piel de gallina.
—La orden no viene de nuestra central —estaba diciendo Solarenti—, sino del exterior. Por lo visto alguien ha logrado colarse en un contador, y de allí ha ido extendiéndose al resto. Ni siquiera ha necesitado un virus. La red le ha servido de plataforma.
Solarenti esperó a que sus palabras hicieran efecto. En la sala no se oía ni una mosca. Tan sólo las máquinas se atrevieron a seguir funcionando.
—Dios mío —dijo al fin alguien, rompiendo el silencio.
—¿Y cómo ha podido suceder algo así? —se animó a decir alguien más—. ¿Qué hay de nuestros sistemas de seguridad?
—Nos encargaremos de descubrirlo lo antes posible.
—Pero esto… —añadió un tercero—. Esto implica que es cierto que alguien ha apagado la luz. ¡En toda Europa!
—El problema es que no sólo la ha apagado —respondió Solarenti—, sino que puede volver a hacerlo cada vez. El hacker se ha colado en nuestras casas y empresas y se ha quedado con nuestra red. Y cuando logramos recuperar la corriente y estabilizar toda una zona, el tío vuelve a dar la orden, lo bloquea todo y la corriente vuelve a fallar.
—¡Es como si jugara con nosotros!
—Ésta es la mala noticia, sí. Pero también tenemos una buena: ahora que conocemos cuál es el origen podemos bloquear la orden de los contadores y hacer que dejen de obedecerla. En este mismo instante nos ponemos manos a la obra. En unas horas habrá acabado todo.
Si aquello hubiera sido una película, seguro que tras la última frase todos habrían empezado a aplaudir y a abrazarse entre sí. Sin embargo, en la vida real la sala siguió en el más absoluto silencio. Era como si cada uno de los allí presentes estuviera recordando las palabras que acababa de oír y grabándolas en su memoria. La red eléctrica italiana había sido víctima de un atentado. Aún no se sabía de quién, ni por qué. No habían recibido ningún chantaje, ni ninguna amenaza.
—Esto es un desastre —suspiró Tedesci; y luego, dirigiéndose a los dos criminalistas que estaban a su lado, añadió en voz alta—: Caballeros, creo que en este asunto deberíamos andarnos con pies de plomo y ser extraordinariamente precavidos.
Ambos lo observaron atentamente, a la espera de que siguiera hablando.
—La noticia no debe trascender —continuó él entonces, en voz baja—. De hecho, ni siquiera la Europol debería saber nada al respecto. Ya lo han oído: ¡en dos horas habrá acabado todo!
El Ingeniere Emilio Dani inclinó la cabeza, pensativo. El Dottote Ugo Livasco dedicó a Tedesci una mirada indescriptible.
—Caballeros —repitió el director técnico, con una mirada impaciente—, entre 2001 y 2005 invertimos tres mil millones de euros en este sistema, e instalamos treinta millones de contadores en toda Italia. ¡Treinta millones! ¿Tienen idea de lo que significaría que la noticia saliera a la luz?
El ingeniero asintió. Curazzo tuvo la sensación de que el gesto simbolizaba más un «te comprendo» que un «estoy de acuerdo», y sus sospechas se confirmaron en cuanto el Dottote Livasco tomó la palabra:
—Lo entiendo perfectamente. Pero ¿no se le ha ocurrido pensar que el autor de semejante manipulación podría haber actuado de forma semejante en otros países de Europa? Al fin y al cabo, el apagón es de una magnitud sin parangón… Y estamos moralmente obligados a advertir a todos del peligro.
—En la actualidad sólo hay un país que cuente con un sistema parecido al nuestro: Suecia. Podríamos sugerirles que nos avisen si encuentran algo que les llame la atención…
—La decisión de que la noticia trascienda o no, no depende de nosotros. Nuestra obligación es informar de nuestras investigaciones.
—Pero esos calientasillas de Bruselas…
—La Europol tiene su sede en La Haya —le corrigió Livasco.
—¿Y qué más da? ¡Por mí como si se instalan en el Caribe! ¡Esa gente lo proclamará todo a los cuatro vientos, aunque sólo sea para demostrar que están haciendo algo! —Tedesci estaba muy alterado—. Voy a llamar a mi amigo, el canciller. Que él decida lo que hay que hacer. ¡Estamos ante una cuestión de seguridad nacional!
El rostro de Livasco se endureció, y sus labios se arquearon formando una fina sonrisa.
—Me temo que su amigo el canciller no está autorizado para tomar la decisión, pero me parece muy bien que lo llame. Mientras tanto, yo llamaré a la Europol.
—¿Está insinuando que no piensa rendir cuentas al ministro del Interior? —le preguntó Tedesci.
—Por supuesto que lo haré. Le informaré de todo, detallada y minuciosamente, y espero que él haga lo propio con el canciller.
—Me parece que no me está entendiendo —sibiló Tedesci—. ¿Quiere usted echar a perder su carrera en la Policía?
La sonrisa de Livasco se convirtió ahora en una mueca manifiestamente sarcástica, y mirando al italiano fijamente a los ojos, le contestó:
—Ya veremos qué carreras se echan a perder después de esto…
Curazzo vio que uno de los colaboradores de Solarenti le susurraba algo al oído. Éste asintió y se acercó al grupo. El responsable de la gestión de crisis, Tedesci, lo observó con la mandíbula apretada.
—Creo que tengo una buena noticia —dijo Solarenti, abarcando a todo el grupo con la mirada y señalando el gráfico de una red eléctrica que aparecía en verde en el ordenador.
—Los códigos tienen que introducirse en el sistema a través de cifras, y éstas van extendiéndose progresivamente al resto del país…
En el gráfico podían verse tres grandes puntos desde los que surgían todas las líneas rojas que iban tiñendo el mapa de Italia.
—Si extraemos el momento en el que se ha originado cada fallo podremos seguir el recorrido inverso del apagón e identificar en qué contadores se originó todo.
Solarenti hizo un gesto a su colaborador para que tocara algo en el ordenador, y todos pudieron ver en la pantalla lo que acababan de escuchar. Las líneas rojas fueron desapareciendo progresivamente hasta quedar sólo tres puntos rojos sobre el mapa de Italia.
—¿Está insinuando —intervino del Dottore— que podemos saber el lugar exacto en el que los hackers intervinieron los primeros contadores?
Solarenti asintió.
—Estoy diciendo que ya lo sabemos. Las direcciones exactas. Y son tres.