Milán

En el tejado de la catedral soplaba una vientecillo fresco. Por debajo brillaban las luces de la ciudad. En la plaza delante de la iglesia se manifestaban desde hacía días miles de personas contra el gobierno y por la mejora en los suministros. A veces incluso llegaban a ahogar el ruido del tráfico, que les llegaba amortiguado.

—¿Te puedes creer que nunca había estado aquí? —preguntó Manzano.

—¿No ocurre siempre lo mismo? —respondió Angström—. Cuando se vive en un sitio, se piensa que siempre habrá tiempo de hacerlo. Pero no lo hacemos hasta que no viene alguien de visita.

El cuchillo había traspasado el músculo en el pecho de Manzano y le había atravesado el pulmón, pero no se trataba de una herida grave. Tuvo que pasar un par de días en el hospital, que había podido abrir con el equipamiento de emergencia. Después de eso se habían quedado en Bruselas. Angström había cogido vacaciones y se habían quedado en el hotel, donde habían telefoneado e intercambiado e-mails con amigos y familiares para saber cómo habían pasado las dos semanas de terror.

Internet y la televisión funcionaban sin descanso y los medios sólo conocían un tema. Jorge Pucao fue interrogado, al igual que sus cómplices en Ciudad de México y Estambul. El fugitivo Balduin von Ansen fue detenido en Ankara por la policía del aeropuerto. A Siti Jusuf lo iban a detener en cualquier momento. La instrucción de los casos iba a llevar años. Superar las consecuencias iba a llevar mucho más.

A pesar de un suministro básico de electricidad, la situación de avituallamiento de muchas regiones seguía siendo mala, los accidentes en las centrales nucleares y en las fábricas químicas habían dejado grandes zonas inhabitables y habían expulsado a millones de personas de sus casas. La economía tardaría años en recuperarse y se esperaba una depresión muy severa. Seguía sin existir una cifra total de muertos, aunque se hablaba de millones cuando se sumaban Europa y los Estados Unidos, pero sin contar las víctimas a largo plazo. No obstante, podría haber sido peor. En los días siguientes a la detención de Jorge Pucao, los analistas IT habían encontrado programas maliciosas que podrían haber inutilizado de nuevo muchas redes en Europa y Estados Unidos. Cuando la gente se enteró de los motivos de los autores, se sintieron indignados y se levantaron voces a favor de su linchamiento. Pero al cabo de unos pocos días la ira se dirigió contra los organismos oficiales que no habían sido capaces de prever ni evitar la catástrofe y no habían conseguido restablecer la situación anterior a la velocidad que esperaba la población. Aumentaron la inquietud y ninguno de los nuevos regímenes militares en Portugal, España y Grecia devolvió el poder a los órganos legítimos.

Manzano se preguntaba si al final no habrían triunfado Pucao y sus compañeros con su obra de destrucción. Por el momento no quería pensar en ello. Abrazó a Angström y notó la herida en el pecho, pero pudo disfrutar del panorama por encima de los tejados y de las luces brillantes bajo el cielo del anochecer. Desde abajo llegaban amortiguados los gritos de la multitud. Así se quedaron un par de minutos en silencio.

En el bolsillo del pantalón Manzano oyó el sonido amortiguado de su nuevo teléfono móvil que le anunciaba la llegada de un mensaje.

Manzano sacó el móvil y leyó el SMS.

—Lauren ha llegado bien a los Estados Unidos —le susurró a Angström al oído.

—No creo que Pucao tenga razón —comentó y contempló a los manifestantes, diminutos como hormigas, en la plaza de la catedral.

—Yo tampoco. Lo podemos hacer de una manera diferente, mejor.

Dejó vagar la mirada sobre el paisaje y le puso el brazo alrededor de la cintura.

—Creo que en el futuro voy a venir más a menudo.

El brazo de ella se cerró alrededor de sus caderas.

—Yo también.