Orléans
—Pasan unos minutos de las diez —aclaró Annette Doreuil sin aliento—. Deberíamos ir al andén. Quién sabe cuánta gente querrá subir a ese tren.
Al igual que ella, los Bollard habían pasado la noche recostados en las maletas. Los surcos en sus rostros estaban más marcados que antes. Por todos lados se apretujaban tantas personas que prácticamente no quedaba espacio para atravesar el vestíbulo.
Doreuil lanzó una mirada nostálgica hacia la tienda de una cadena de panaderías de estación, que estaba cerrada con una persiana corredera. Ayudó a levantarse a Celeste Bollard y después a su marido. Vincent Bollard se quitó la gorra y se peinó el cabello. En un gesto reflejo, Annette Doreuil también se arregló el peinado. Furtivamente comprobó si le habían quedado pelos en la mano. No vio ninguno. Recogió el bolso y se puso en camino hacia las vías. En los andenes había tal multitud que los empujones no dejaban de tirar personas a las vías. Daba igual, iban a conseguir un hueco en ese tren.
La Haya
Había esperado demasiado. A pesar de las informaciones oficiales, Marie Bollard estaba decepcionada delante de un supermercado completamente cerrado. Había salido con los niños en cuanto acabaron el escaso desayuno. Las calles sucias y parcialmente devastadas volvían a cobrar vida, aunque seguían patrulladas por los militares y los helicópteros tronaban sobre los tejados. En el aire seguía el hedor a descomposición y ceniza fría. Después de la primera decepción quiso probar en otros dos establecimientos de los alrededores. Por el camino estuvo buscando restaurantes o cafés abiertos. Pero seguían tan cerrados como las otras dos tiendas. No había ningún cartel ni personal que pudiera informar de una rápida abertura.
No era la única desencantada. Los clientes se apretujaban delante de las persianas bajadas, preguntando y discutiendo.
—Mamá, tengo frío —se quejó Bernadette.
—Volvamos a casa.
Dio un pequeño rodeo para pasar por el banco, que estaba abierto. ¡Un rayo de esperanza! Delante del mostrador se agolpaba una multitud que llegaba casi hasta la entrada.
Detrás del banco se alzaban unos brazos, que se movían intentando tranquilizar a la gente. Una voz gritó algo en neerlandés y lo volvió a repetir. En el día de hoy estaban disponibles algunas gestiones bancarias. Pero no se podía retirar dinero en efectivo, que no estará disponible hasta el día siguiente. Y sólo de manera limitada.
Entonces volvería al día siguiente. Se dio prisa en llegar a casa a causa del frío. Casi sin quitarse el abrigo, marcó en el teléfono del recibidor el número de sus padres en París, al igual que lo había hecho ayer y varias veces ese mismo día. Dejó que sonase diez veces antes de colgar e intentarlo con el número de los Bollard. Pero allí tampoco descolgó nadie.
Bruselas
—Buenos días —saludó Manzano cuando Angström abrió los ojos.
Medio dormida parpadeó y miró a su alrededor.
—Mi habitación del hotel —le aclaró—. Te quedaste por la ducha.
—Ya me acuerdo. —Se desperezó y desapareció en el baño.
Manzano se acercó a la ventana, apartó las cortinas y contempló el día. Oyó cómo corría el agua en el baño. El conserje se lo había dejado claro: el hotel disponía de un suministro prioritario, entre otras cosas de agua, porque se alojaban con frecuencia diplomáticos y políticos. Por eso volvía a fluir aquí, mientras que seguía ausente en la mayoría de los hogares de Bruselas.
Se vistieron y bajaron a desayunar. En el gran bufete encontraron un surtido de pan, queso y salchichas. Chocolate empaquetado. Jarras de agua, té y café. Un cartel escrito a mano pedía disculpas por el surtido limitado e informaba que se intentaría recuperar lo más rápidamente posible la situación habitual.
—¡Buenos días! —les saludó Shannon con una gran sonrisa.
Estaba sentada sola en una mesa, con el ordenador portátil delante y una taza de café. Miró a Manzano y Angström de arriba abajo.
—¿Te lo pasaste bien anoche?
—¿Y tú?
—No tengo ni idea hasta qué hora estuve bailando.
—¿Dónde está Bondoni?
—Debe de seguir durmiendo.
—¿Y tu colega italiano?
—Por suerte aún no ha aparecido. No me sorprende, con todo lo que llegó a beber.
Con dedos rápidos tecleó algo en el ordenador.
—Perdona, un e-mail. Me tengo que ir enseguida. ¿Sabéis algo nuevo de Bollard?
Los volvió a mirar con intensidad.
—No, claro, habéis tenido cosas mejores que hacer.
A Manzano le molestó su indirecta.
—Necesito algo de comer y café.
Shannon cerró el ordenador y se puso de pie.
—Ahora tengo mi propio operador de cámara —explicó—. ¿Me mantendréis al corriente si hay novedades de Bollard?
Y se fue.
Manzano respiró aliviado.
—No me puedo creer tanta energía —comentó.
Angström lo abrazó por la cintura.
—Consigamos un poco —propuso y tiró de él hacia la jarra de café.
Estambul
A través del falso espejo, Bollard contemplaba el interrogatorio de un japonés. El hombre parecía tranquilo, controlado. Al igual que todos los demás, desde el principio había dejado claro que entendía y hablaba perfectamente el inglés.
Cuando apareció hace unos días en el grupo de sospechosos, muchos se habían sorprendido. ¿Un terrorista japonés? Bollard les había recordado los ataques con gas venenoso de la secta Aum en el metro de Tokio en 1995 o la masacre en el aeropuerto de Tel Aviv en 1972.
Desde su detención, el japonés sólo había podido dormir dos horas. En seis cabinas consecutivas estaban interrogando a los siete hombres y a la mujer. Tres de ellos tenían heridas de bala, de manera que el interrogatorio fue corto y contaban con supervisión médica. A la mañana siguiente del asalto habían llegado miembros de bastantes servicios de información europeos y de la CIA. Los interrogatorios los realizaban por turnos o junto con los agentes turcos. De momento los autores no se habían manifestado sobre sus motivos. No negaban su participación en el ataque; al contrario, explicaban que había sido necesario para conseguir que el mundo entrase en una nueva época. A Bollard le resultaba interesante que ninguno se hubiera expresado de manera despectiva contra ninguna minoría. Eso era típico entre los terroristas que, según sus antipatías, eran adscritos a la derecha o a la izquierda.
—¿Cuánto le pagan para que nos retengan y torturen? —le preguntó el japonés a su interrogador.
—No los han torturado.
—La negación del sueño es tortura.
—Tenemos preguntas muy urgentes. En cuanto las haya respondido podrá dormir.
—¿Se puede permitir un Rolls-Royce con su sueldo?
A Bollard le pareció que el japonés llevaba la conversación como si fuera un jefe de personal.
El agente turco no se incomodó.
—No estamos aquí para hablar de mi sueldo.
—Pero se trata precisamente de eso —replicó el japonés con tranquilidad—. Sus jefes pueden. Y los hombres que pagan a sus jefes se pueden permitir todo un parque móvil de coches de lujo. Mientras usted está aquí haciendo el trabajo sucio, ellos se encuentran en sus mansiones y se dejan atender por setenta y dos vírgenes.
—Lo voy a decepcionar, pero no creo en esas cosas.
—¿Le parece justo que haya tenido que pasar la noche aquí con gente como yo, mientras ellos pasean en Ferrari con mujeres bonitas?
—No estamos hablando de justicia.
—¿Entonces de qué estamos hablando?
El ordenador portátil de Bollard se activó. En la ventana del videochat apareció la cara de Christopoulos.
—Mire aquí —indicó el griego e hizo aparecer una ventana adicional con líneas de código—. Está en pseudocódigo.
sin códigos de bloque en las últimas 48 horas
activar Fase 2
—¿Activar el qué? —preguntó Bollard.
—Aún no lo sabemos —respondió Christopoulos—. Sólo sabemos que no sirve para la activación del código SCADA de Dragenau ni para los contadores inteligentes italianos o suecos. La cuestión es que los análisis actuales de la estrategia de ataque exigían la presencia de dicha orden en el software.
Bruselas
—¡A ese tipo de órdenes es a lo que me refería! —gritó Manzano.
La cara de Bollard parecía de color verde, pero se podía deber a la luz. Manzano se preguntó cuándo iban a fabricar finalmente unos portátiles con cámaras que no hicieran que sus dueños acabaran pareciendo zombis.
—Escondidas en algún lugar del sistema siguen durmiendo bombas de relojería —explicó Manzano—. Quizá no en todos, pero en algunos. No es necesario activarlas, sino que están bloqueadas de manera activa. Al menos cada cuarenta y ocho horas. Si no se hace: ¡Boom! Y todo vuelve a empezar desde el principio.
Shannon y Angström miraron por encima del hombro de Manzano, pero, al igual que Bondoni, se mantuvieron fuera del campo visual de la cámara.
—¿Cuándo se produjo el acceso? —susurró Angström.
Manzano hizo la cuenta.
—Unas treinta horas —respondió también con un susurro.
—Pero es posible que la orden de bloqueo no se hubiera dado justo antes del acceso —murmuró Shannon—. Quizá la enviaron el día antes.
—Entonces ya estarías informando de las consecuencias —replicó Manzano en voz baja.
—¿Qué está murmurando? —preguntó Bollard.
—¡Consígame acceso a la base de datos de RESET! —le exigió Manzano—. ¡Y necesitamos los datos de acceso de todos los aparatos en Estambul y Ciudad de México!
Berlín
—Por el momento resulta difícil valorar la mayor parte de los efectos sobre la economía —empezó Helge Domscheidt, del ministerio de Economía.
A Michelsen le pareció que la mayoría de los que participaban en la reunión tenían hoy mejor aspecto. Menos ojeras, porte más erguido y en conjunto un estado de ánimo mucho mejor. Ahora no sólo parecían tensos, sino también concentrados. También ella había conseguido dormir por fin durante la noche anterior.
—La mayoría de las empresas de la industria productiva deben poner en marcha las fábricas —explicó Domscheidt—. Muchas compañías seguirán paradas durante días o semanas, mientras les falten materias primas y componentes. Muchas instalaciones productivas sufrieron daños o quedaron totalmente destruidas, como por ejemplo los altos hornos de la industria metalúrgica. Numerosos bienes que se encontraban en fase de producción han quedado totalmente arruinados. Para poner sólo un ejemplo del tema de más actualidad como es la energía: algunos componentes de los molinos de viento se tienen que cocer durante horas a altas temperaturas. Cuando se cortó la corriente y con ello se apagaron los hornos, estas piezas quedaron inutilizables. Sobre los problemas de la producción de alimentos ya se nos ha informado. En el suministro de energía existen embudos. Alrededor del diez por ciento de las centrales eléctricas disponibles han sufrido daños graves, que se tardará varios meses en arreglar. Esto significa que las ramas de la industria muy dependientes de la energía como la producción de papel, cemento o aluminio, tendrán que someterse a un periodo de espera. Siempre que sea posible, tendremos que permitir que centrales nucleares que fueron desconectadas hace poco, se pongan de nuevo en funcionamiento.
—¡Ni hablar! —le interrumpió la ministra de Naturaleza, Protección Ambiental y Seguridad Nuclear—. Después de los accidentes de Philippsburg y Brokdorf queda totalmente descartado.
—De la industria se planteará esta exigencia con medidas de seguridad. Nos tenemos que preparar para ello. El apagón también ha afectado a empresas pequeñas y medianas que forman la espina dorsal de la economía alemana. Se enfrentan a problemas aún más grandes porque se les presta menos atención que a los grandes conglomerados y obtienen de los bancos una financiación más cara. Para evitar el colapso de la economía alemana en los próximos meses y años, debemos establecer un gigantesco programa de fomento. Pero aún así —prosiguió lúgubre—, sigue sin estar claro que la economía alemana pueda recuperar el puesto mundial que ocupaba. Porque esta vez no podemos esperar un Plan Marshall desde los Estados Unidos, que están casi tan mal como nosotros. Además, no sólo nosotros, sino todos los países europeos necesitan apoyo. Esto significa que muchos de nuestros socios comerciales más importantes nos fallarán y se recuperarán con mucha lentitud, si es que lo consiguen. Pero esto es sólo el principio. A medio plazo, a los países emergentes les faltarán los mercados europeos y norteamericanos como clientes, al menos en las circunstancias actuales. Eso quiere decir que China, India, Brasil y otros países tendrán que enfrentarse a un desempleo creciente y como consecuencia a conflictos sociales e inestabilidad política. Con ello caerán los grandes mercados en crecimiento durante los últimos años: un círculo vicioso. También en nuestro caso crecerá de manera exponencial la tasa de paro sin programas de apoyo. Las consecuencias sociales no se pueden prever en este momento. Algunos economistas plantean una situación latinoamericana, con una clase superior muy rica y escasa, una clase media en retroceso y gran parte de la población empobrecida y con condiciones de vida inseguras.
—Con las medidas políticas correspondientes está claro que se podría frenar esta situación —intervino el canciller federal.
—Si se encuentran mayorías para ello… Me temo que muchas personas, incluidas algunas en esta sala, no saben aún qué consecuencias a largo plazo pueden tener estos acontecimientos, ni qué ocurrió en el pasado cuando se produjeron situaciones sociales y económicas similares. Pero me gustaría añadir en este punto que estos efectos no son inevitables.
—¿Y de dónde va a salir el dinero para los programas coyunturales? —preguntó el ministro de Asuntos Exteriores—. La mayoría de los Estados afectados ya estaban muy endeudados o en bancarrota.
Domscheidt respondió a la mirada del ministro de Asuntos Exteriores con una expresión indescifrable.
—Espero que eso se lo pueda aclarar el ministro de Finanzas.
La Haya
—¿Qué es ese código de bloqueo y qué ocurrirá si no se activa? —preguntó Bollard, inclinado sobre la mesa, apoyándose en un brazo, mientras que con el índice de la mano libre daba golpecitos sobre la página impresa.
—Ya le he dicho que no lo sé —le contestó su interlocutor, uno de los franceses detenidos.
Bollard podía hablar en su lengua materna con su compatriota. Estaba furioso porque el sospechoso francés formaba realmente parte del grupo de atacantes. Sus compatriotas siempre habían exigido los cambios en voz muy alta y habían utilizado la violencia para conseguirlos.
—Escuche —siseó Bollard en voz tan baja que las cámaras que estaban filmando no lo pudieron grabar y lo cogió por el cuello—, si en algún lugar de Europa o de los Estados Unidos vuelve a haber un apagón y muere más gente porque no me ha dicho para qué sirve el código de bloqueo, entonces puedo adoptar otra actitud. Una muy diferente. Y no le va a faltar sólo el sueño.
Bollard sabía que por amenazas como ésas te podían llevar delante de los tribunales. Se separó del hombre y se enojó consigo mismo.
—No puede —gritó el terrorista— amenazarme con torturas.
—¿Quién lo está amenazando?
—¡Usted! ¡Eso atenta contra los derechos humanos!
Bollard se inclinó hacia él y la frente casi tocó la del otro hombre.
—¿Ahora se acuerda de los derechos humanos? Las millones de personas hambrientas, sedientas, muertas de frío y que han perdido la cabeza por enfermedades que no se pueden tratar, ¿no tenían ningún derecho? ¿Para qué sirve este código de bloqueo?
—De verdad que no lo sé —insistió el otro.
Tenía la cara pálida y el sudor le cubría la frente. El hombre no estaba entrenado para soportar un interrogatorio duro. En algún momento se rompería. Bollard se preguntó hasta dónde tendría que llegar para conseguirlo.
Pero ¿y si el tipo no sabía realmente nada?
Berlín
—La buena noticia —anunció Volker Bruhns, secretario de Estado del Ministerio de Finanzas— es que la mayoría de las oficinas bancarias han vuelto a abrir. La disposición de dinero por parte de la población está asegurada. Y después tenemos algunas menos buenas. Para evitar el desabastecimiento de los bancos, las cantidades que se pueden retirar se han limitado a ciento cincuenta euros por persona y día. Las bolsas europeas permanecerán cerradas hasta mediados de la semana que viene, al igual que los mercados en los Estados Unidos. La parte técnica estará preparada mucho antes, pero será mejor que los mercados tomen aire y puedan digerir las novedades antes de reabrir. Hasta el último día hábil, el viernes pasado, los índices europeos y americanos más importantes habían perdido un setenta por ciento de su valor. Algunas empresas alemanes, que hace dos semanas valían miles de millones, pudieron resistir que tantos súper ricos salieran de su accionariado. El euro se desplomó, aunque el Banco Central Europeo inundó los mercados. Naturalmente, esto es una catástrofe para las imprescindibles importaciones de petróleo y gas, que se encarecerán de manera extraordinaria y esta vez no podemos compensar, por otro lado, la caída del suministro energético porque no nos podemos permitir las importaciones. Afortunadamente, si se puede ser así de cínico, esta semana nos ha seguido el dólar, después de los ataques contra los Estados Unidos. Esto ha hecho que las importaciones se hayan abaratado un poco, porque el petróleo y el gas se pagan en dólares. A esto se debe añadir que nuestras reservas estratégicas de petróleo y combustibles cubren varios meses y que los aumentos de precios no serán efectivos hasta dentro de unos cuantos meses, porque en la mayoría de los casos los precios se fijan en contratos a largo plazo.
Tomó aire y continuó sin que interviniese nadie.
—No se puede prever el desarrollo de los mercados de acciones y de materias primas. Quizá se produzca una reacción positiva después del final del apagón. Por otro lado, los mercados no pudieron reaccionar ante el empeoramiento de la situación durante las últimas semanas. Así, por ejemplo, los golpes militares en Portugal, España y Grecia tendrán consecuencias. La cotización de la deuda pública, incluso de la deuda pública alemana, se encuentran muy por encima del nivel de la deuda griega, irlandesa, italiana o española de los peores momentos de la crisis financiera. De hecho en estos momentos no nos podemos financiar a través del mercado de capitales. Eso quiere decir que Alemania no podrá hacer frente a sus créditos dentro de unos pocos meses y no podrá pagar a funcionarios ni pensionistas. Muchos Estados europeos se tendrán que enfrentar mucho antes a esta situación. Con ello los mercados financieros internacionales, a los que no afectaron las oleadas de la crisis financiera, se enfrentan a una quiebra. Ahora se le pide a la política que evite al menos lo más grave. Los escenarios posibles se deberán presentar y discutir —se miró el reloj— dentro de cuatro horas en una videoconferencia con los jefes de gobierno de los Estados del G-20, los representantes del Banco Central Europeo, de la Reserva Federal, del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial.
París
El viaje en tren de Orléans a París duró una eternidad. Para sorpresa de Annette Doreuil se detuvo en todos los pueblos grandes a lo largo del trayecto, pero al menos estaba camino a casa. Y habían conseguido sentarse. Los Bollard se habían quedado dormidos casi inmediatamente en sus asientos. Doreuil miró la mayor parte del tiempo por la ventanilla. ¿Cuántos muertos seguían tirados en los campos, descomponiéndose con rapidez? Al final consiguió desconectar del jaleo que había dentro del tren, sobre todo por parte de los niños. Esperaba que Bernadette y Georges estuvieran bien.
Bien pasado el mediodía llegaron a París. Junto con algunas decenas de viajeros, los Bollard esperaron en la parada de taxis, mientras Doreuil volvía al vestíbulo para preguntar a alguien que les pudiera ayudar. Pero había tanta gente a su alrededor, que Doreuil regresó a la parada de taxis. Cuando al final apareció realmente un coche, los que estaban esperando se empezaron a empujar sin consideración. Después llegaron dos vehículos más. No llevaban ningún indicativo de que fueran taxis, pero se detuvieron de todas formas, uno de ellos delante de Vincent Bollard. El conductor bajó la ventanilla del lado del acompañante y preguntó:
—¿A dónde?
Annette Doreuil le dijo la dirección.
—Ciento cincuenta euros —exigió el hombre.
—Eso es… —protestó Doreuil, pero se contuvo.
La tarifa habitual del trayecto eran unos treinta euros.
—De acuerdo —aceptó con una expresión pétrea.
—Suban.
El conductor levantó el cierre centralizado. Los otros que estaban esperando se les echaron encima y ofrecieron aún más dinero al sinvergüenza, pero los Bollard ya estaban sentados.
—La mitad por adelantado —exigió el hombre y estiró una mano hacia atrás.
Doreuil pagó.
—¿De dónde vienen? —preguntó el hombre con curiosidad, mientras arrancaba a toda velocidad.
—Orléans —respondió Doreuil escueta, porque no tenía ningunas ganas de hablar con el usurero.
—¡Por el amor de Dios…! —exclamó—. Creía que era zona prohibida. Lo han dicho en las noticias.
Doreuil tuvo que pensar en el cabello que se le había quedado entre los dedos
—Orléans, no —le aclaró—. Estuvimos esperando allí en un alojamiento de emergencia.
—Vaya, vaya —insistió el hombre.
Las calles estaban más sucias que en Orléans e incluso se podían ver los cadáveres destripados de animales. También aquí circulaban principalmente vehículos de emergencias y blindados, pero aún así el cuentakilómetros marcaba ochenta kilómetros por hora. El hombre rio.
—¡Bueno, aquí en París no nos va mucho mejor!
Doreuil lo odiaba por sus comentarios, pero ahora le tuvo que preguntar:
—¿Por qué?
—Una nube procedente de la explosión de la central ahí abajo ha llegado hasta aquí. Pero las fuentes oficiales dicen que no es tan grave. —Se encogió de hombros—. Las próximas lluvias lo limpiarán todo y no habrá ningún peligro, o eso es al menos lo que suponen. —Hizo el gesto de apartar algo con la mano—. Bueno, prefiero creérmelo, porque en caso contrario no podría seguir viviendo con tranquilidad.
Doreuil no dijo nada. Como por casualidad se pasó los dedos por el cabello y se miró la mano a hurtadillas.
—¿Necesitan algo más? —preguntó el hombre de manera despreocupada—. ¿Alimentos? ¿Bebidas? Se lo puedo conseguir. En estos momentos no es fácil obtener nada de eso.
—No, gracias —respondió Doreuil envarada.
Delante de su casa le pagó la tarifa desproporcionada y tomó nota de la matrícula. Esperaba que en la vivienda no oliera tan mal como en el exterior. Los Bollard y ella tuvieron que pasar por encima de una montaña de basura para llegar a la entrada.
Al abrir la puerta de la casa, suspiró:
—¡Por fin!
En el interior el aire estaba un poco estancado, pero los olores más desagradables habían permanecido por el momento en el exterior. Dejó la maleta y se acercó al teléfono. La línea estaba muerta. Fue a buscar el ordenador en el despacho de Bertrand. Los Bollard la siguieron. Desde que los niños se habían mudado con los nietos a La Haya se había tenido que acostumbrar a los medios de comunicación modernos. Encendió el aparato, activó Skype y seleccionó el nombre de su hija. Al cabo de unos segundos apareció realmente en pantalla la imagen ligeramente pixelada de Marie. A Doreuil le saltaron las lágrimas. A través del micrófono escuchó cómo Marie llamaba:
—¡Niños! ¡Venid! ¡La abuela y el abuelo están llamando!
Su hija se volvió de nuevo hacia la pantalla.
—¡Dios mío, maman, cómo me alegro de verte! ¿Estáis bien?
Bruselas
—Son millones —gritó Shannon—. Vais a necesitar años para revisarlos todos.
Manzano tecleó enfebrecido.
—Eso ya lo deberías haber sabido. Estoy escribiendo una secuencia de comandos. Te acuerdas de la que redacté para el acceso a mi firewall, en el que encontramos la dirección IP de RESET. Casi he terminado.
—¿Qué busca esa secuencia?
—Lo mismo o algo parecido que en mi firewall. Entregas de datos a la misma dirección IP en intervalos de cuarenta y ocho horas o menos. Y ya está.
Apretó la tecla de retorno y el programa empezó a buscar en la base de datos.
Manzano pasó al videochat y llamó a Bollard. Esperó, pero Bollard no respondió a la llamada.
Estambul
—¿François? ¡François! ¿Sigues ahí?
Bollard oyó como a través del agua la voz de Marie que salía del ordenador. Se quedó mirando en el monitor cómo se emborronaba el rostro delgado y pálido de su esposa. Bollard hizo un esfuerzo para que no se le saltasen las lágrimas.
—Él… —se le rompió la voz—, habrá que… desenterrarlo, para que lo podamos enterrar en París.
Ella lo repitió por segunda vez. El hecho la conmovía casi tanto como la noticia de la muerte de su padre.
—Yo… lo siento tanto —respondió Bollard con la voz tomada—. Ahora tengo que colgar. Cuidaos. Nos veremos pronto. Os quiero.
Durante un par de segundos Bollard se quedó sentado sin moverse. Pensó en sus hijos, en Marie. Tenía que volver a casa. Él había enviado allí a sus padres. Donde creía que estarían seguros. En las colinas idílicas a orillas del Loira. Durante un instante se vio como un niño en una pradera delante del castillo de Chambord, persiguiendo a una mariposa. Nunca iba a poder volver al lugar de su infancia. Ni Bernadette ni Georges volverían nunca a vagabundear por allí.
Se puso en pie de un salto, salió hacia las salas de interrogatorio y entró en la primera que encontró. Dos agentes americanos estaban apretando las clavijas a uno de los griegos. Bajo las axilas y el cuello de la camisa se marcaban oscuras manchas de sudor y le temblaban los labios.
Sin preocuparse de los americanos, Bollard levantó al hombre de la silla agarrándolo por el cuello de la camisa.
Con un susurro ronco se lo explicó:
—Mi suegro murió hace un par de días en las cercanías de Saint Laurent. Un infarto. Nadie pudo llamar al servicio de emergencias. Saint Laurent. ¿Sabe lo que ha ocurrido allí?
El griego se lo quedó mirando con los ojos muy abiertos y no se atrevió a moverse. Por supuesto que lo sabía.
—Mis padres —continuó Bollard jadeando—, tuvieron que abandonar la casa en la que vivía mi familia desde hacía generaciones. Yo crecí allí. A mis hijos les encanta el sitio. Ahora no podremos volver nunca más.
Apretó los nudillos contra la laringe del hombre y pudo oler su miedo.
—¿Conoces la sensación —prosiguió Bollard— cuando sabes que vas a morir de la manera más cruel posible y que nadie te va a ayudar?
Sintió cómo el griego intentaba librarse de él y afirmó el agarre. Los ojos del hombre empezaron a brillar y se llenaron de lágrimas. En su mirada pudo ver que el griego había entendido que estaba hablando muy en serio.
—Ese código de bloqueo —preguntó Bollard en voz aún más baja y ronca— que se tiene que enviar cada cuarenta y ocho horas. ¿Para qué sirve? ¿Qué es lo que impide? ¿Cuánto tiempo nos queda? ¡Habla, hijo de puta!
Al hombre le temblaba todo el cuerpo y las lágrimas le rodaban sobre las mejillas redondeadas.
—Yo… no lo sé —gimió—. ¡De verdad que no lo sé!
Bruselas
Se acercó con rapidez a la recepcionista, con tanta prisa que casi ni se dirigió a la joven, sino que colocó una mano simbólicamente en el mostrador, mientras su cuerpo seguía su camino. ¿En qué habitación se encuentra Piero Manzano?, le preguntó. Ella llevaba una especie de uniforme azul con pañuelo para el cuello, casi como una azafata. Para subrayar sus prisas, lanzó una mirada al reloj de pulsera. Sorprendida, la mujer miró en el ordenador. Era tan fácil cuando se actuaba con confianza.
Habitación 512.
Gracias.
—Sigue habiendo algunas —afirmó Manzano.
—¿Qué? —preguntó Shannon, que no dejaba de filmar.
—Conexiones regulares con las mismas IP.
Manzano señaló algunas de las direcciones de la red. Shannon y Angström se inclinaron sobre sus hombros, y Bondoni acercó la silla para ver mejor.
—Ésta, ésta y ésta, las conocemos. Pertenecen a la central en Ciudad de México.
Con el programa de videochat llamó a Christopoulos en La Haya. Al cabo de un par de segundos contestó el colaborador de Bollard.
—Tengo una lista de direcciones IP —explicó Manzano—. Necesito lo más rápidamente posible una revisión para confirmar las que ya sabemos que tienen algo detrás.
Al mismo tiempo había enviado por e-mail la lista a Europol.
—Es muy urgente.
—¿Por sus sospechas?
—Sí.
—Voy a ver qué puedo hacer.
Manzano pensó que era una bendición que volvieran a funcionar sin problemas las conexiones a Internet. Mientras corriera la electricidad.
—Mientras tanto vamos a buscar más —informó Manzano y cortó la comunicación.
—Yo no enviaría la orden de bloqueo siempre en el último momento —reflexionó en voz alta—. Para que no hubiera ninguna posibilidad de olvidarme.
—Además —añadió Shannon—, existe la posibilidad de que puedan enviarla varias personas, por si una falla.
—Si hubiésemos estado sentados en esa central —razonó Angström en voz alta— y hubiéramos sido los responsables de bloquear la espoleta, ¿qué habríamos hecho?
—Yo hubiera enviado la orden en algún momento del día —respondió Shannon—. Para estar segura.
—Si lo pueden hacer varias personas, podemos deducir que el bloqueo persiste mientras la central esté ocupada.
—Yo habría incorporado además una alarma —sugirió Manzano—. Por si antes de cumplirse el plazo no se hubiera renovado el bloqueo.
—Pero ¿para qué el bloqueo? —preguntó Bondoni—. Sin él se habría desencadenado un segundo apagón eléctrico, que era lo que querían esos tipos de todas formas.
—Para no malgastar la pólvora innecesariamente —replicó Manzano—. El bloqueo impide que las bombas de relojería se activen en el sistema eléctrico y provoquen un apagón. Mientras no había corriente, no era necesaria encenderlas. Están pensadas precisamente para la situación en la que nos encontramos: las redes vuelven a funcionar y los atacantes están detenidos. Si ahora las bombas de relojería activan nuevos programas maliciosos, todo volverá a empezar desde el principio.
—¿No podemos buscar un patrón parecido? —preguntó Shannon.
—Por supuesto —respondió Manzano—. Pero sigue estando la cuestión de si nuestra tesis es la correcta. Primera vamos a probar con la posibilidad más sencilla.
Mientras hablaban había cambiado los parámetros de búsqueda.
—Primero voy a probar en las IP restantes si una de ellas se pone en contacto en periodos regulares.
Dio la orden. Al cabo de unos segundos el monitor reflejó el resultado.
—Nada. Entonces la otra variante. Varias personas se ponen en contacto a intervalos irregulares con la misma IP.
Su ventana con el videochat avisó de una llamada. Christopoulos. Manzano respondió.
—¿Sí?
—Le he enviado la lista de IP. Están marcadas las IP conocidas.
—Muchas gracias.
Manzano abrió el documento y más de la mitad de las líneas estaban marcadas en amarillo.
—Bien. Esto reduce aún más la selección. Vamos a compararlas con el resultado de la última búsqueda.
Actualizó las listas en su base de datos.
—Siguen siendo demasiadas.
Volvió a llamar a Christopoulos.
—Le envío una lista de accesos —le explicó—. Compruebe lo más rápidamente posible qué tipo de datos han ido a cada una de las IP. Estamos buscando una orden de bloqueo.
—Tenemos todos nuestros recursos ocupados —replicó Christopoulos—. Le envío las claves de acceso a la base de datos y lo puede buscar usted mismo.
—¡Pero así tardaremos mucho!
—¡Lo siento! ¡Pero estamos sobrecargados!
—Envíemelas —gruñó Manzano.
Casi al instante llegó un e-mail al ordenador. Accedió a la base de datos en la que la policía había reunido para su análisis todos los datos de los servidores y los ordenadores de las dos centrales terroristas.
Controló los datos que en los diferentes momentos de la lista IP habían sido enviados a la primera dirección. Al principio sólo iba a revisar un dato por IP. Lo más probable era que la IP solo se utilizara para el mecanismo de activación de las bombas de relojería. Al menos así lo habría hecho él.
Alguien llamó a la puerta.
—Voy yo —se ofreció Angström.
Laborioso, pensó Manzano. De esta manera tenía que ir cada vez a la lista IP para buscar una hora y un ordenador, para comprobar después los datos de seguridad de los datos correspondientes. Y peligroso. Si tenía razón, cada minuto contaba. Desde el exterior Manzano oyó que alguien decía:
—Servicio de habitaciones.
Al séptimo intento obtuvo la recompensa.
—Esto podría ser —informó Manzano y miró la hora en la que habían enviado la última orden.
Hacía cuarenta y siete horas y veinticinco minutos.
—Cifras y letras —musitó Bondoni—. Quién pudiera leer algo ahí…
—Él puede —le interrumpió una voz en inglés a su espalda.
Manzano se dio la vuelta. Angström estaba delante de la puerta y en su cuello brillaba un cuchillo. Detrás de su cabeza apareció el cabello oscuro y rizado de un hombre. A pesar del bigote, Manzano reconoció enseguida la cara. La había visto con bastante frecuencia durante los últimos días en el centro de mando de Bollard.
Jorge Pucao empujó a Angström delante de él y la tiró sobre Manzano. En sus ojos pudo ver el pánico y sentir cómo todo su cuerpo se tensaba.
—Lauren Shannon, coja las cuerdas de las cortinas y ate con ellas a sus amigos.
Shannon cumplió la orden con dedos temblorosos. Arrancó las cuerdas y en primer lugar le ató a Bondoni las manos a la espalda.
—Aún podría trabajar con nosotros —le ofreció Pucao a Manzano.
—Ya no existe un nosotros —replicó Manzano.
Pucao sonrió condescendiente.
—Por supuesto que existe un nosotros. Miles de millones. Personas que están hartas de ver cómo la civilización occidental y el capitalismo ladrón las somete y roba. Que están cansados de estar dominadas, sometidas y desplumadas por un pequeño grupo de criminales que se llaman políticos, banqueros y ejecutivos. Que no soportan ni un día más la rutina en las urbanizaciones de casas adosadas, en los suburbios residenciales y en las fábricas y oficinas. Y tú, Piero, perteneces a esas personas que han dicho hasta aquí hemos llegado. —Sostuvo el cuchillo bajo la nariz de Manzano. Su voz perdió el tono de predicador y adoptó otro bastante amistoso—. Eres uno de nosotros. Y lo sabes. ¿O te has olvidado cómo saliste a la calle en Italia contra la corrupta casta política? ¿Cómo luchaste en Génova contra la injusticia de la globalización? Quizá te has hecho mayor. Quizás estás desilusionado. Pero no me digas que has perdido tus sueños.
—En mis sueños no mueren centenares de miles de personas a causa del hambre, la sed, la falta de atención médica.
—¡En tus sueños no, pero en la realidad eso es lo que ocurre! Desde hace décadas, cada día, en todo el mundo. ¡Contra eso te manifestaste en Génova! ¡Por eso te indignas en la actualidad! Pero sólo con los antiguos camaradas de lucha alrededor de una buena copa de vino.
Miró a Manzano y concluyó:
—¿No es así?
Manzano tuvo que reconocer que Pucao había tocado un punto sensible. Pero ahora no se podía ocupar de eso. Tenían que enviar la orden de bloqueo.
—Aunque mis sueños fueran los mismos que los suyos —replicó—. Mis métodos para hacerlos realidad seguro que no lo son.
—Por eso no ha cambiado nada hasta este momento —le recordó Pucao condescendiente—. Eso es lo que ocurrió con los del sesenta y ocho. Se manifestaron, formaron comunas, tiraron piedras… ¿y hoy? Son directores de banco, médicos, abogados o lobistas de la industria para pagar sus mansiones. ¿Qué han conseguido? Los ricos son más ricos, los pobres más pobres. La juventud actual es tan conservadora, apolítica y pusilánime como sus bisabuelos. Destruimos el medio ambiente más que nunca. ¿Es necesario que continúe?
Comprobó los cordeles que ataban las muñecas de Manzano y que Shannon había ajustado durante su discurso. Entonces prosiguió:
—¿Cuándo y cómo han tenido lugar los cambios de verdad? ¿Cuándo cambiaron realmente las sociedades y se establecieron sistemas nuevos? ¿Cuándo venció la democracia en Europa a la aristocracia y después al fascismo, y el dominio colonial en los Estados Unidos? Sólo después de grandes catástrofes. La gran masa necesita adquirir la experiencia de la amenaza existencial. Hasta que no tienen nada más que perder que la vida, no están preparados para luchar por lo nuevo.
—¡Eso es sólo palabrería! —le interrumpió Shannon a gritos—. ¿Qué pasa con la caída del comunismo en Europa oriental? ¿Con el cambio de dictaduras militares a democracias en muchos países de América Latina? ¿O la primavera árabe? ¡Para eso no fue necesaria una guerra mundial!
—Calle la boca y siga con su tarea —le ordenó Pucao y movió el cuchillo en su dirección—. La caída del comunismo estuvo precedida por una guerra por todo el mundo que duró décadas. ¿Ha olvidado la guerra fía? Ah, por entonces sólo era una niña pequeña.
—¿Y usted era un anciano sabio? —replicó Shannon.
Manzano intentó frenarla con la mirada.
Pero parecía que a Pucao le gustaba la discusión y era posible que disfrutase de tener una audiencia.
—No tiene ni idea de lo que es una guerra —amonestó Pucao a Shannon—. En América Latina los Estados Unidos y Europa desarrollaron campañas brutales con cientos de miles de víctimas a través de sus regímenes marioneta. Después fueron el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial los instrumentos de los Estados establecidos para frenar la competencia de los llamados países en desarrollo. Algo parecido ocurrió en los países árabes. Por eso se levantaron las poblaciones. Sólo en Europa y América del Norte el sufrimiento no era lo suficientemente fuerte para provocar un levantamiento, para cambiar a mejor. Ahora ha ocurrido. Pero no podemos detenernos demasiado pronto. Si lo conseguimos, cambiará todo.
Pucao comprobó la firmeza de los nudos de Angström.
—¿Se está escuchando? —preguntó la sueca—. Suena exactamente igual que los que pretende atacar. Palabrerío sin sentido sobre víctimas necesarias para llegar al paraíso, de la limpieza a través del fuego, de medida dolorosas antes de que todo mejore…
Se tuvo que sentar en el sofá.
—Tráigame también un cordel para usted —ordenó Pucao a Shannon.
—Con eso no me va a provocar —le replicó a Angström mientras ataba a Shannon—. Hablo de la sabiduría que ya poseían los antiguos. Pongamos por ejemplo a Séneca. «Non est ad astra mollis e terris via», «El camino a las estrellas no es cómodo». En los mitos antiguos hay que recurrir a lo monstruoso para conseguir el tesoro.
—¡Ahí fuera está muriendo gente!
—Eso es lamentable, terrible, pero inevitable. Es como en el caso de un avión secuestrado que hay que derribar para que no ocurra algo peor. Algunos deben morir para salvar a muchos.
—¡Hijo de puta! —bramó Shannon—. ¡Usted no es quien debe decidir el derribo, sino el secuestrador!
—Está loco —le susurró Angström a Manzano.
Pucao apretó la cuerda alrededor de las muñecas de Shannon y la empujó hacia los demás.
—Espero que no la tenga que dejar sin sentido. Como vuelva a gritar, morirán todos de inmediato.
Sea razonable, quería decir Manzano, pero sabía que era inútil apelar a la razón de un hombre así.
—No se preocupe —replicó Shannon impertinente—, con usted ya he hablado lo suficiente.
Pucao ignoró el comentario, se sentó delante del ordenador y estudió los datos. Manzano valoró con rapidez lo que podía hacer.
—Bastardo —susurró Pucao, que se volvió hacia él de repente—. No has entendido nada, ¿verdad? Nada de nada. Ni siquiera después de que te disparase la policía.
Manzano sintió cómo se iba enfureciendo, pero sabía que era el momento más inoportuno para perder los estribos.
—Está bien informado —replicó fingiendo tranquilidad.
—Lo hemos estado todo el tiempo. La mayor parte del tiempo… —se corrigió. Durante un instante se quedó mirando el vacío—. ¿Cómo nos has encontrado? —preguntó al fin.
Manzano pensó rápidamente si le debía decir la verdad. El hombre que tenía delante era como todos los locos un narcisista despiadado. La más mínima crítica lo podía volver incontrolable.
—¿Colocó usted los e-mails en mi ordenador?
—¿Eres tan…?
Manzano no respondió. Si realmente había sido Pucao, acababa de darse cuenta de su gran error.
Mientras Manzano hablaba con él, intentaba librarse de la atadura a sus espaldas. Pero Shannon las había anudado con fuerza.
—Los redacté —reconoció Pucao—. Pero los colocó otra persona.
—Buen texto —lo alabó Manzano—. Engañó a la policía. Pero al tipo que estuvo jugueteando con el ordenador desde su servidor central de comunicaciones, lo tendría que despedir.
Pucao siseó algo en español que Manzano no pudo entender. Sonó como una maldición.
—Y ya puestos, también podría despedir a todos los responsables de la seguridad del servidor —continuó Manzano—. Resulta tremendamente difícil conseguir personal cualificado, ¿verdad?
—Déjalo ya —Pucao hizo un gesto de desprecio—. ¿Crees que no me he dado cuenta de lo que estás intentando hacer? ¿Me estás dorando la píldora?
—También le podemos insultar —le propuso Shannon con frialdad—. De hecho me gustaría mucho más. ¡Maldito loco!
Pucao soltó una risita.
—Ah, usted es el bad cop. Ya le he dicho que no me dejo provocar.
Se puso en pie.
—Esta conversación me aburre. Despídanse. Siento mucho que estén todos aquí, porque en realidad sólo he venido a por Piero. ¿Sabes que has sido un verdadero incordio?
—Últimamente lo he oído varias veces.
—Bueno, damas y caballeros, ahora ya deben de haber comprendido que no tengo ningún problema con los daños colaterales.
—Prefiere la compañía de otros caballeros —murmuró Bondoni.
Pucao se colocó detrás del sofá con el cuchillo en la mano e intentó agarrar el cabello de Angström.
Manzano se puso de pie de un salto. Después de un segundo de terror en el que un Pucao sorprendido no se movió, lo siguieron los demás. En lugar del cabello de Angström, Pucao agarró el vacío. Manzano se alejó unos pasos y los demás también pusieron distancia.
Pucao había recuperado la compostura, cerró la puerta que daba a la otra habitación y rodeó lentamente el sofá.
—¿Crees que te vas a librar de mí?
Manzano siguió retrocediendo hasta llegar al lado de la mesa sobre la que estaba el ordenador. Shannon y Angström se desplazaron en la otra dirección, repartiéndose la habitación.
Pucao se dirigió hacia Bondoni.
—El viejo es el más lento —comentó.
Bondoni se dio prisa en colocarse al otro lado del sofá, que ahora los separaba de nuevo.
Pucao saltó encima del asiento.
—¡Juntos! —bramó Manzano, que se precipitó sobre el hombre y le dio un cabezazo con todas sus fuerzas en los riñones.
Pucao perdió el equilibrio y cayó al suelo por encima del respaldo, pero se rehizo. En lugar de alejarse, Bondoni lo golpeó con fuerza con la rodilla. Pucao se derrumbó. Manzano había conseguido levantarse del sofá, lo que no era nada fácil con las manos atadas, se inclinó por encima del respaldo y con el tronco golpeó el hombro de Pucao. Juntos lo empujaron contra la pared y Manzano sintió un dolor agudo en el pecho. Una fuerte patada de Shannon acertó desde atrás entre las piernas de Pucao. El hombre se derrumbó y Manzano vio el cuchillo en la mano con la hoja ensangrentada hasta la empuñadura, antes de que Shannon volviera a golpear. Manzano no conseguía respirar, pero a pesar de eso se lanzó con todo su peso sobre Pucao, de manera que los dos hombres cayeron al suelo. Al lado de su cabeza, Manzano vio cómo el pie de Angström impactaba contra la cara de Pucao y saltaba la sangre de los labios partidos. Manzano luchó para ponerse de rodillas. La camisa de Pucao estaba empapada en sangre. Mientras Angström volvía a darle una patada a Pucao, Manzano se dejó caer de rodillas sobre él.
—¡El cuchillo! —tosió Manzano—. ¿Dónde está el cuchillo?
Se mareaba. No lo pudo ver en las manos de Pucao, que se estaba protegiendo la cabeza.
Manzano se arrodilló pesadamente sobre Pucao, que ya no se movía, mientras que Shannon, que ya se había conseguido liberar, tenía un pie encima de su cabeza y apoyaba en él todo su peso. Cortó las ataduras de Bondoni y Angström, y después las de Manzano. Con el resto de los cordones ataron las muñecas y los tobillos de Pucao. Sangraba por una herida en los labios y un corte por encima de los ojos. Le temblaron los párpados, respiraba con dificultades y se le abrieron los ojos.
—Demasiados errores —jadeó Manzano y apretó una mano sobre la parte izquierda del pecho, donde había impactado contra Pucao. Debía de tener una costilla rota—. Demasiados para alguien tan infalible como usted.
Se acercó al ordenador. Lo vio todo negro y se tambaleó, pero se repuso.
Quedaban diez minutos. ¿Dónde estaba la orden? Aquí. Enviar. Esperaba que fuera el código correcto. ¿De dónde salía tanta sangre sobre el teclado? Esperaba que lo hubiera hecho todo bien. La pantalla se desvaneció delante de sus ojos. La ventana del videochat. Christopoulos.
—¿Sí?
—Le he enviado una dirección IP —respondió sin aliento— y un código de bloqueo. Creo que es lo que estaba buscando. —¿Por qué no conseguía respirar?
—¿Qué le ha pasado? —gritó Christopoulos.
—Compruébelo de todas formas —ordenó Manzano en lugar de contestar—. Por favor. Rápido. Ahora mismo. —Casi golpea la mesa con la cabeza. La levantó y murmuró excitado—: Aún nos quedan nueve minutos.
—¿Qué?
—¡Hágalo!
—¡Piero! —gritó Angström, que se precipitó sobre él, seguida de Shannon.
Angström lo agarró por el pecho, donde manaba la sangre de un corte debajo de la camisa rajada y apretó la mano sobre la herida.
Manzano se dejó llevar por el dolor y sintió cómo se deslizaba sin fuerzas de la silla y caía en las manos de Shannon. Sintió frío. Angström se inclinó sobre él, ¿por qué veía pánico en sus ojos? Desde lejos oyó cómo gritaban su nombre, una y otra vez, cada vez más bajo, sólo quería dormir, sólo dormir. Dejó que se le cerraran los párpados.
¿Lo habrá conseguido Christopoulos?, pensó. Frío. Sueño.