Roma
Durante la noche anterior, Valentina Condotto tampoco pudo pegar ojo. Ahora estaba sentada en su centro de control, después de que el analista de los servicios informáticos hubiera asegurado que los puestos de trabajo estaban listos para su uso. En el exterior aún estaba oscuro, pero de la mayoría de las centrales eléctricas que habían quedado desconectadas llegó la noticia de que el problema se había solucionado. Estaban preparadas para reiniciarse. Además, las empresas de distribución en Austria y Suiza estaban dispuestas para recibir tensión en los puntos de enlace internacionales. Ni siquiera tenían que reiniciar sus redes desde cero. En el gran tablero se iluminaron en verde las primeras líneas en la frontera norte. Las conexiones fueron poniéndose en marcha y las líneas verdes fueron sustituyendo a las rojas. Al mismo tiempo se empezaron a extender las líneas verdes a partir de cada central eléctrica, que fueron cubriendo todo el país como raíces que crecían con gran rapidez.
La Haya
—Aquí estaban muy bien equipados —se oyó decir a Bollard, mientras la cámara de su casco transmitía las imágenes del centro de mando de Estambul—. Finalmente los hemos detenido a todos y ya hemos establecido una lista con los muertos. Faltan algunos de los contactos, pero eso no quiere decir nada. Es posible que no formaran parte del grupo de agresores…
Bollard leyó los nombres. Manzano y Shannon lo escucharon, aunque no con tanta atención como Christopoulos y los otros colaboradores de la central de Europol.
—¿Han dicho algo? —preguntó Christopoulos, preocupado porque tenía dos compatriotas entre el grupo terrorista internacional que habían desarticulado.
—Algunos hablan de buena gana —respondió Bollard—, aunque sin demasiado sentido. Algunas de las afirmaciones se encontraban ya en los comunicados públicos. Parece que se trataba de crear un nuevo orden mundial, más humano, más justo, más igualitario. Pero consideraban que no lo podían conseguir a partir de las reglas actuales, sino que tenían que dar un gran golpe sobre la mesa. Nada más que eso podría poner en marcha a las personas resignadas, tranquilas y acomodadas, sobre todo en Occidente. Vamos a necesitar algo de tiempo antes de poder averiguar las razones de fondo…
—¡Mirad afuera! —gritó uno de los hombres.
Marie Bollard estaba con la mirada perdida en el jardín cuando la nevera dejó escapar de repente un rumor sordo. El ruido no se detuvo. Sorprendida, se dio la vuelta y se acercó incrédula al electrodoméstico para abrirlo. ¡Dentro había luz! Apretó el interruptor de la luz que se encontraba en la pared cercana y la lámpara que colgaba del techo se encendió.
—¡Mamá! —oyó que gritaban sus hijos desde el dormitorio—. ¡Mamá!
Acudió a su llamada. Las lámparas de pie al lado de los sofás estaban encendidas. Georges estaba ocupado con el mando a distancia del aparato de televisión. En la pantalla había la nube gris y por los altavoces se oía un murmullo. Bernadette jugaba con el interruptor de la araña del techo, encendiendo y apagando, encendiendo y apagando.
—¡Papá tenía razón! —gritó Georges—. ¡Ha vuelto la corriente!
Espero que siga así, pensó Bollard. Miró hacia la casa de enfrente y vio que allí las luces también se encendían y apagaban. Se acercó a la ventana, seguida por los niños, y todos ellos apretaron la cara contra el cristal. En toda la extensión que podían ver brillaban las luces de las casas.
Bollard sintió que en su interior se desmoronaba una piedra grande y oscura, que se iba deshaciendo y desaparecía, hasta verse reducida a algunos granos de inquietud. A la incertidumbre de si de verdad había pasado todo.
Los ciudadanos salían de las casas, y miraban a su alrededor como si hubiera desaparecido una amenaza, un enemigo invisible, y en su lugar hubieran recuperado algo que habían perdido. Bollard vio abrazarse a vecinos que siempre se habían llevado a matar. Estrechó a sus hijos entre sus brazos, los apretó contra sí y notó que los dos la cogían por las caderas.
—¿Ahora volverá papá a casa? —preguntó Bernadette, mientras levantaba la mirada hacia ella.
Bollard la abrazó aún con más fuerza.
—Sí, sin duda. Seguramente llamará muy pronto.
—Así podremos visitar finalmente al abuelo y a la abuela en París —recordó Georges.
—Sí, eso también lo haremos.
Manzano se había precipitado hacia las ventanas con todos los demás. El cielo estaba cubierto por pesadas nubes que oscurecían el día. Pero algunas de las ventanas de las casas más cercanas se iluminaron. Nadie hacía caso de Bollard en la pantalla; sólo Christopoulos gritó, dirigiéndose al micro del ordenador:
—¡La corriente ha vuelto! ¡Aquí ha vuelto la corriente!
Se iluminaron más ventanas; en algunas volvieron a apagarse las luces mientras que otras seguían encendidas, como si sus habitantes tuvieran que probar todos los interruptores porque no se podían creer que la energía estuviera realmente de vuelta. Durante algunos minutos las calles se convirtieron en unas líneas que parpadeaban y titilaban al azar, a medida que se iban iluminando, pero Manzano podía entender que la gente quisiera asegurarse de que el mundo había vuelto a la normalidad.
Shannon también se había precipitado hacia la ventana para grabarlo todo.
El equipo de la Europol se quedó quieto y contempló el espectáculo, hasta que Christopoulos abrazó a Manzano y, cantando, empezó a bailar con él por la sala. También los otros compañeros se abrazaron, se dieron palmaditas en la espalda y todo el mundo saltó de alegría. Manzano acabó el baile con una sonrisa y haciendo un gesto hacia su pierna herida, y todos se abrazaron formando una piña de lo más variopinta. No parecía que nadie sintiera ya el cansancio, y se comportaban como locos.
Al cabo de unos diez minutos terminó el parpadeo de las luces en el exterior, y las primeras personas salieron de las casas a la calle, se unieron en grupos, hablaron entre ellos con gestos excitados.
—Estupendo —balbuceó Shannon sobrecogida y con la cámara dirigida hacia la escena—. Tengo que salir a la calle —concluyó—. Eso tengo que verlo de cerca.
Bruselas
Angström estaba con los demás frente a la ventana y contemplaba la ciudad. En los rascacielos de oficinas brillaban algunas luces, al igual que en los edificios residenciales más pequeños que no se habían evacuado o cuyos ocupantes se habían negado a abandonarlos. Los anuncios luminosos empezaron a encenderse y las luces decorativas en las fachadas de los edificios de oficinas volvieron a iluminarlos. Sus colegas reían y hablan entre ellos con gran excitación. Los teléfonos sonaron, pero durante un par de minutos nadie los descolgó. Angström recordó la noche que pasó en la cárcel, recordó a la periodista americana y a Piero Manzano. Desde que partieron hacia La Haya no había vuelto a saber de ellos. Sólo había recibido la noticia de que habían llegado bien, y por la mañana había visto en Internet una información exclusiva de Shannon sobre los acontecimientos en Estambul. Manzano también había aparecido fugazmente en un lateral de las imágenes. Ausente, le dio unos golpecitos en la espalda a una colega que la estaba abrazando, antes de sentarse ante el escritorio más cercano y marcar el número de sus padres en Gotemburgo. La línea estaba ocupada. Lo intentó con su hermana, pero se encontró con el contestador automático y dejó un saludo.
Sus compañeros de oficina volvieron lentamente a sus puestos de trabajo y empezaron a llamar por teléfono. Como había intentado Angström, la mayoría quería hablar con familiares o amigos. Sólo querían ponerse en contacto con las personas que eran más importantes para ellos. También querían saber si todo había vuelto a la normalidad. Ella regresó a su despacho, donde también sonaba el teléfono. Descolgó.
—Ey —dijo la voz de Piero Manzano—. ¿Cómo estás?
Berlín
—Ahora empieza la gran limpieza —anunció el secretario de Estado Rhess. Así consiguió toda la atención del grupo—. Sobre todo se trata de reconstruir el suministro de agua, alimentos y medicinas. Esto no va a ocurrir de hoy para mañana, pero nuestra colega Michelsen les dará más detalles.
Y ahora me toca transmitir de nuevo las malas noticias, pensó ella.
—Con el reestablecimiento de un suministro de energía razonablemente estable disponemos finalmente del requisito previo indispensable para comenzar con la, por llamarla de algún modo, reconstrucción de la normalidad —empezó.
—¿Por qué sólo razonablemente? —preguntó el ministro de Defensa, que aún no había digerido su derrota en la lucha por el liderazgo de la crisis y obstaculizaba el trabajo siempre que podía.
Michelsen no perdió la calma. Sólo era cuestión de tiempo que el canciller expulsara del gabinete a los litigantes.
—Porque a causa de la caída de tensión las instalaciones han quedado gravemente deterioradas. Por eso falta potencia. Por otro lado, la demanda no es ni mucho menos tan alta como antes del apagón, dado que muchas instalaciones industriales no podrán retomar la producción hasta dentro de unos días o semanas. Pero volvamos al tema.
Proyectó en la pared de monitores la imagen de un grifo sencillo, igual al que existían en millones de hogares.
—El suministro de agua ha quedado totalmente interrumpido en el setenta por ciento del territorio federal.
Había encontrado la imagen de un anuncio de un producto de limpieza que representaba la suciedad de los lavabos como unos horripilantes dibujos de comic y la fundió con la anterior.
—No ha podido distribuirse el agua y bombearlo hacia los consumidores. Por eso se ha producido la entrada de aire en las conducciones o bien éstas se han secado. Esto provoca en un periodo de tiempo bastante corto que todo tipo de gérmenes se extiendan por las canalizaciones. Esto significa que si se bombease agua por esos tubos, sería peligroso para la salud. Antes de poder restablecer el sistema de suministro de agua en el territorio es necesario aplicar toda una serie de medidas de limpieza, que necesitan un uso intensivo de personal y de tiempo, y que previsiblemente ocupen varias semanas. Mientras tanto la población afectada recibirá el suministro a través de puntos de distribución.
De lavabos a rebosar se hicieron muchas fotografías durante los primeros días del apagón, de manera que pudo recuperar unas cuantas. Algunos de los asistentes se fueron con claras muestras de asco.
—La situación del alcantarillado —continuó Michelsen sin inmutarse.
Fueron necesarias esas imágenes para que los reunidos, que tampoco se habían podido asear de manera adecuada durante los últimos doce días, pudieran hacerse una idea de la situación a la que se enfrentaban las personas en todo el país.
—La mayoría de los lavabos no pudieron vaciarse desde la primera noche. Se podía utilizar agua embotellada, de la lluvia o de nieve derretida, pero la presión que proporcionaban dichas cantidades no era suficiente para que las canalizaciones pudieran impulsar los desechos. Por eso se produjo rápidamente un atasco en los domicilios y en la red principal, que desde entonces también se han secado. Aquí serán necesarias medidas de desatasco y limpieza para que se pueda volver a poner en funcionamiento el sistema sin ningún problema. Según cada territorio, los responsables consideran que serán necesarios desde pocas horas hasta un par de días, y en casos excepcionales incluso algunas semanas.
Imagen de una depuradora.
—En el sistema de recuperación de las aguas residuales ya están previsto los cortes de electricidad de poca duración. La función principal en las depuradoras se basa en el cultivo de bacterias. Están acostumbrados a grandes disminuciones de éstas, pero después de un periodo tan largo sus existencias están muy diezmadas y se tienen que introducir cultivos nuevos. Teniendo en cuenta las cantidades necesarias también se tardará desde un par de días hasta varias semanas.
Toma de supermercados vacíos y devastados.
—Tampoco se puede restablecer rápidamente y sin problemas el suministro de alimentos. Las reservas en las cámaras frigoríficas se han podrido y prácticamente todos los productos frescos fueron regalados o saqueados durante el apagón. Las conservas y los alimentos de larga duración sólo están disponibles en cantidades limitadas. Muchos centros de las cadenas de supermercado abrirán de nuevo durante los próximos días, después de proceder a los trabajos de limpieza y reposición, pero sólo podrán ofrecer una selección de productos muy limitada. También en este campo se tendrán que abrir puntos de suministro con ayuda de los servicios de emergencia para abastecer muchas zonas durante varias semanas.
Imagen de una granja avícola.
—También es muy importante ocuparse de las consecuencias a medio y largo plazo, y encontrar soluciones rápidas. Muchos productores lo han perdido todo, como por ejemplo los ganaderos. Dejando de lado el problema higiénico que plantea la eliminación de varios millones de cadáveres, durante bastantes años tendremos que confiar en las importaciones de carne. Pero al mismo tiempo se tendrá que apoyar a las empresas nacionales para recuperar la producción propia. Lo mismo vale para una parte de la fruta y la verdura de invernadero. En este terreno Alemania no ha sufrido tanto como otros países, como por ejemplo los Países Bajos o España, pero aún así tenemos que contar con daños muy numerosos. Como pueden ver, nos enfrentamos a necesidades muy importantes. En muchos casos sería recomendable que las personas permanecieran en los refugios provisionales hasta que se hubieran recuperado los suministros regulares en la zona de su residencia habitual. En este sentido será de gran importancia la comunicación con la población, porque esperará que se recuperen con rapidez los sistemas al mismo nivel de antes del apagón. No debemos subestimar la psicología: la corriente ha vuelto, así que nuestra vida debe funcionar como antes. Ya estamos preparando amplias medidas de comunicación para explicar a la población la situación real y aconsejarle unas normas de comportamiento, hasta que consigamos restablecer de nuevo la normalidad.
Michelsen se preguntó cómo iban a financiar todo esto. Desde la crisis económica y financiera prácticamente todos los Estados europeos estaban muy endeudados o en bancarrota. No había dinero para programas de apoyo y fomento por parte del Estado. Aún no se podían vislumbrar las consecuencias en la economía financiera, de la que hablaría más tarde el colega del ministerio de Finanzas.
La Haya
—Los terroristas están detenidos —informó Shannon desde la pantalla—. Aún no se pueden evaluar las consecuencias del ataque. Pero ya se puede afirmar que se trata del atentado terrorista más grande de la historia. Las víctimas en Europa y Estados Unidos se cifran en cientos de miles, quizá millones. Los daños económicos ascienden a miles de millones, que van a afectar gravemente a las diferentes economías nacionales.
Shannon se había alojado a costa de la cadena en uno de los mejores hoteles de La Haya. Cada uno de ellos en una habitación individual. Manzano disfrutó de la ropa de cama limpia, del baño, del momento de tranquilidad. Ahora estaba tendido en la cama, recién duchado, cubierto con un albornoz suave, que le había proporcionado el hotel con una rapidez sorprendente, y se alegraba por Shannon. Ése era su momento. Era la primera periodista del mundo que podía informar de las detenciones y difundir el material exclusivo del que disponía. Estaba fascinado por su determinación. Aunque casi no habían dormido desde hacía varias noches y la anterior la había pasado trabajando, tenía el mismo aspecto que si acabara de salir de un balneario. ¿O le había ayudado una estilista?
—¿Quiénes son los criminales que han ocasionado tantos daños y padecimientos? ¿Cuáles han sido sus motivos?
Detrás de ella aparecieron los retratos de los detenidos y de los muertos, que habían estado colgados en el centro de mando de Bollard durante las investigaciones, sólo que ahora tenían unas franjas negras delante de los ojos.
—Las autoridades no han facilitado nombres —y Shannon tampoco lo hizo, aunque podría hacerlo, pensó Manzano—, pero los primeros indicios apuntan a una mezcla extraña de anarquistas radicales, que ven en el capitalismo, en la tecnología moderna y en los políticos incompetentes y corruptos los sepultureros de la humanidad, de la justicia y del medio ambiente. Los une un odio fanático contra nuestro sistema social, sin importar su lugar de origen, y la voluntad de cambiarlo mediante una revolución. En estos momentos estoy en conexión con uno de los investigadores de Europol, que ha participado en la detención de los culpables.
En una ventana apareció Bollard desde Estambul.
—Señor Bollard, ¿qué tipo de personas pueden hacer algo así?
—A eso responderán nuestras investigaciones durante los próximos días. Entre los detenidos se encuentran personas que se podrían adscribir al espectro de la izquierda más radical, así como otras que se situarían muy a la derecha. La mayoría procede de familias que se podrían considerar de clase media y todos tienen un alto grado de formación.
—¿Estos perfiles muestran quizá que ya se han superado esas clasificaciones en cajones separados, que ya no reflejan la realidad social?
—Es posible. Entre los terroristas de todo tipo se encuentra con frecuencia un tipo, independientemente de la concepción del mundo que prefiera: nosotros lo llamamos el tipo de los «justos». Él o ella, porque entre los autores de los atentados también se encuentran mujeres, está totalmente convencido de que está en posesión de la verdad absoluta, lo que por sí mismo no es tan malo, porque todos conocemos a alguien que cree algo así. Esta característica se vuelve explosiva cuando una de esas personas también está convencida de que debe imponer esa verdad por todos los medios imaginables. Para alcanzar su meta supuestamente tan elevada no dudan en llevarse por delante a víctimas inocentes.
—¿Se ha detenido a todos los autores, cuántos son y dónde y cuándo comparecerán ante la justicia?
—De momento no le puedo dar una respuesta. Supongo que cada país afectado presentará una acusación, pero en estos momentos no se puede afirmar dónde tendrá lugar el juicio.
—Quizás muy cerca de Europol, en el Tribunal Internacional de La Haya.
—Quién sabe.
Estanbul
Los televisores del aeropuerto se lo explicaron todo. Sólo unas pocas horas después del asalto al edificio, las primeras cadenas de televisión emitieron las imágenes. Para su decepción también de Ciudad de México. Si no era suficiente, en grandes zonas de Europa y Estados Unidos ya había vuelto la electricidad. Pero aún se iban a llevar una sorpresa.
Un par de horas después del final del apagón estaba sentado en un avión camino de Estambul a La Haya. Las compañías aéreas habían restablecido sus vuelos con Europa lo más rápidamente posible, aunque no todas las líneas funcionaban.
Sus planes habían sido diferentes. Tal como había empezado. Sin electricidad, en ninguna parte. Había contado al menos con tres o cuatro días, hasta que en medio del caos alguien hubiera encontrado el origen del apagón. Al menos dos semanas hasta que en los centros de control de las redes los pantallazos azules estuvieran otra vez operativos. Para el descubrimiento de las manipulaciones del SCADA había supuesto algunas semanas más. Después de la primera oleada, Europa debía estar al menos un mes sin electricidad. Si no hubiera sido por ese italiano. Poco después la pantalla le mostró su cara. Se tendría que haber ocupado antes de ese italiano. En cuanto explicó a Europol la idea con los contadores inteligentes y sus consecuencias. Pero quién iba a imaginar que el tipo iba a ser tan insistente. Sólo tenía que pensar en los frutos de su trabajo de años y la oportunidad que necesitaba el mundo para empezar de nuevo. Iba a pagar por ello. Tenía que reconocer que se lo tomaba como algo personal, y no como un profesional, que era lo indicado.
No sabía dónde había podido bloquear la segunda oleada prevista. Ayer había enviado personalmente la orden, en algún momento cerca del mediodía. Aún quedaba un poco de tiempo. Lo justo para encontrar al italiano. Ya sabía dónde tenía que buscarlo.
La Haya
Marie Bollard estaba sentada e inclinada ante el ordenador, buscando en Internet noticias de Saint Laurent. Desde la llegada de las primeras imágenes de televisión, que algunos canales habían proyectado en pantalla hacía un par de horas, buscaba a veces entre los canales de televisión, a veces en el ordenador, y no apartaba la mirada de alguna pantalla con la esperanza dubitativa de descubrir algo sobre el destino de sus padres, que iba creciendo pero también desesperándose ante la sensación que transmitían las informaciones sobre la catástrofe, que iba encontrando sin parar, también desde Estados Unidos. Por primera vez se hizo una idea de su verdadera extensión.
La lectura de las discusiones sobre la posibilidad de una guerra mundial le provocaron un estremecimiento. Imágenes de hacía varios días de las explosiones en Saint Laurent, las noticias y los boletines informativos la desesperaban, las informaciones sobre los evacuados hacían que recuperase la esperanza de que sus padres y los de François se hubieran trasladado a tiempo a un lugar seguro. De docena de ciudades llegaban imágenes idénticas de devastación, que habían dejado atrás los habitantes enojados y los alborotadores. Fosas comunes improvisadas, montañas en llamas formada por el ganado sacrificado, columnas de humo de kilómetros de altura sobre instalaciones industriales, tanques disparando. ¿Y todo esto para qué? Sobre los motivos de los terroristas no había por el momento más que especulaciones descabelladas. Una y otra vez probaba los teléfonos de familiares, amigos y conocidos en Francia y en otros países, pero las líneas estaban sobrecargadas o seguían muertas. Tampoco consiguió contactar con nadie a través del teléfono por Internet.
Mientras tanto encontraba cada vez más informaciones e instrucciones de las autoridades. La vuelta a la normalidad estaba al alcance de la mano, pero no iba a ser tan rápida como esperaba todo el mundo. ¿Por qué se tardaba tanto? ¡La corriente ya había vuelto! Se hundió de nuevo en las noticias procedentes de Francia.
Ratingen
—Mientras tanto hemos podido rastrear el origen del código malicioso en el widget de SCADA —aclaró Dienhof—. Dragenau la instaló en el pasado milenio.
—¿Tanto tiempo lleva preparando el golpe? —preguntó Hartlandt.
—Eso no lo sabremos nunca. Quizá sólo fue una prueba. O en aquel momento quería tener algo en la recámara, quizá para vengarse de la adquisición hostil de su empresa, si era necesario.
—¿Por qué no llegó a llamar la atención la manipulación?
—Dragenau buscó el momento adecuado. ¿Se acuerda de toda la historia del efecto 2000 poco antes del cambio de milenio? Todos los ordenadores se iban a detener a causa del cambio de fecha. Teníamos mucho que hacer porque nuestros desarrolladores en años anteriores habían programado en muchas ocasiones sólo dos dígitos para el año. Casi todos nuestros programas se tuvieron que modificar de una u otra manera. Los analistas y los comprobadores se concentraron en el cambio de milenio. Al final no se produjo la catástrofe anunciada. Pero los consultores IT se hicieron de oro. En todo este caos se pasaron por alto un par de líneas. Y después no se volvieron a encontrar.
—Las dejó descansar durante once años.
—Los investigadores tendrán que descubrir cómo llegaron los terroristas hasta Dragenau. Lo más probable es que se hubieran puesto en contacto con empleados de diferentes empresas. Un procedimiento arriesgado, si me pide mi opinión, pero aparentemente ha funcionado.
—Es posible que Dragenau no estuviera al corriente de la extensión de sus planes —sugirió Hartlandt—. Quizá sólo vio que había llegado el momento de vengarse. Y alguien le ofreció suficiente dinero.
—En cualquier caso, preparó la activación del código pocos días antes de viajar hasta Bali, a través de las puertas traseras que también había escondido desde hacía tantos años. En el momento adecuado los instrumentos empezaron a enloquecer.
—No ha obtenido gran cosa de su traición —señaló Hartlandt.
Dienhof movió la cabeza en asentimiento.
—Muchas gracias, señor Dienhof —se lo agradeció Hartlandt—. También por preparar con tanta rapidez las explicaciones convenientes.
Se volvió hacia Wickley, que había seguido la explicación de Dienhof con una expresión pétrea.
—Y en lo que a usted respecta: no ha sido suficiente para una orden de detención. Pero por el intento de mantener en secreto el descubrimiento del código maligno, lo más seguro es que nos volvamos a ver ante un tribunal.
Hartlandt extendió la mano para despedirse de Dienhof. A Wickley no le dedicó ni un gesto con la cabeza. Ahora le quedaba otra conversación, que no le hacía ninguna gracia, pero que era su deber.
La Haya
—Manzano —respondió al teléfono en la habitación del hotel.
—Un tal señor Hartlandt para usted —anunció el recepcionista.
Manzano dudó durante un momento, pero al final dijo:
—Pásemelo.
El alemán lo saludó en inglés y se interesó sobre su situación.
—Ahora mejor —respondió Manzano desconfiado.
¿Qué quería este tipo, cuyos subordinados le habían disparado y lo habían amenazado con su secuestro por parte de la CIA?
—Ha realizado un trabajo tremendamente bueno —reconoció Hartlandt—. Sin usted no habría conseguido llegar tan lejos. O al menos no con tanta rapidez.
Manzano no dijo nada sorprendido.
—Le quería agradecer su ayuda y ofrecerle mis excusas por la manera como lo hemos tratado. Pero en aquel momento…
—Disculpas aceptadas —le interrumpió Manzano, que no había esperado volver a tener noticias de Hartlandt en toda su vida—. Se trató de una situación extraordinaria. Supongo que ninguno de nosotros nos comportamos de una manera demasiado razonable.
¿Ahora había sido demasiado conciliador? ¿Debía dejar que el otro se saliera con la suya con tanta facilidad?
—Le deseo mucha suerte —replicó Hartlandt.
—Muchas gracias. Todos la vamos a necesitar. Dígale a su colega que la próxima vez piense antes de disparar contra alguien.
—Creo que hemos aprendido la lección.
—Yo también le deseo todo lo mejor.
Berlín
—Aún no tenemos cifras fiables sobre el número de víctimas —aclaró Torhüsen, del Ministerio de Salud—. Las primeras estimaciones de muertos a causa del apagón en la República Federal van desde las cinco cifras altas a las seis cifras bajas.
Michelsen sintió cómo durante un instante todos los presentes en la sala contuvieron la respiración.
—Como he dicho, se trata de cifras provisionales. No podemos descartar que aumenten de manera considerable. En toda Europa debemos contar con toda probabilidad con más de un millón. Esto no incluye las posibles víctimas de daños a largo plazo, como por ejemplo los enfermos crónicos que quedaron sin atención (corazón, diabetes, pacientes de diálisis) o por exposición a la radiactividad. En un radio de diez kilómetros alrededor de la central nuclear de Philippsburg con su piscina de refrigeración destrozada se han medido radiaciones perjudiciales para la salud. Hasta dentro de años o décadas no se verá si la población fue evacuada a tiempo, si es que alguien se molesta en redactar las historias clínicas individuales. Seguimos hablando de decenas de miles de personas que pueden estar potencialmente afectadas. El futuro también dirá si los territorios evacuados serán habitables en un periodo de tiempo previsible. Alrededor de las instalaciones de Brokdorf y Grohnde se han registrado valores elevados, pero aún no disponemos de información más precisa. En este caso tampoco se pueden descartar consecuencias a largo plazo y la necesidad de reubicar a la población.
Torhüsen pasó de las imágenes de las centrales nucleares a algunas de cementerios con grandes extensiones de tierra recién removida.
—Un aspecto que no debemos olvidar es la disposición de los cadáveres humanos. Ante la urgencia, durante los últimos días los fallecidos se han dispuesto en fosas comunes anónimas. El problema se ha complicado en los casos en los que no se les ha podido identificar de manera adecuada. Aquí se producirán numerosas controversias con los familiares de los desaparecidos, de manera que al final se tendrán que exhumar los cadáveres para su identificación.
Las fotografías de hospitales vacíos y devastados procedían de Berlín.
—Con mayor rapidez, aunque no de hoy para mañana, se podrán poner en funcionamiento los hospitales. Aquí lo importante es el suministro de agua, alimentos y medicamentos. A medio plazo nos tendremos que acostumbrar a la carencia de ciertas medicinas, de las que hay reservas almacenadas pero cuya cadena de producción está interrumpida y es necesario restablecer. De momento trabajamos con la perspectiva que dentro de una semana la mayor parte de la población volverá a disponer de atención médica. Los médicos también podrán reabrir sus consultas, aunque con limitaciones y con un tiempo limitado de atención para cada enfermo. En los próximos días también se podrán abrir las farmacias y recibir suministros.
La Haya
Con una sonrisa, Shannon apuntó a Manzano con la cámara. Pasó a verlo un momento porque no tenía mucho tiempo.
—¡Eres un héroe! —le gritó—. ¡Ahora serás famoso!
Manzano se puso una mano delante de la cara.
—Mejor no.
—Pero conseguiré una entrevista, ¿o no?
—¿Por qué no le damos la vuelta a la tortilla? Yo te pregunto a ti. Al fin y al cabo tú salvaste al ordenador en el que encontramos RESET.
El teléfono móvil de Shannon volvió a sonar. Intercambió un par de palabras con la persona que había llamado y volvió a guardar el aparato.
—No dejan de molestarme todo el rato —se quejó con cierta chulería.
—Eso es la fama —le recordó él.
—Sólo soy la transmisora del mensaje.
Frenó un poco su desenfreno, se dejó caer en el sofá y lo miró pensativa.
—¿Qué ocurre? —le preguntó.
—¿Qué iba a ocurrir?
Por una vez su voz perdió su tono mandón y se volvió suave, pero segura.
—Sorry, hemos pasado tanto juntos, que no he sido capaz de darme cuenta de que te preocupa algo.
—A lo mejor se trata precisamente de todo lo que hemos pasado juntos.
Si su cabeza estaba tan roja como el calor que sentía, la cosa no tendría muy buen aspecto, pensó al sentirse conmovida y avergonzada. Seguía sin tener claros sus sentimientos hacia Manzano. Durante su odisea habían estado muy cerca, en muchos sentidos de la palabra. Pero cuando miraba en lo más profundo de su interior, debía reconocer que sentía por él el mismo aprecio que por un hermano mayor, que no había tenido nunca.
Él se debía haber dado cuenta del aprieto en que se encontraba.
—Me refería a lo que hemos visto y vivido. Las consecuencias de esta locura de atentado y lo que ha tenido que sufrir la gente.
Un poco mareada, pero aún así aliviada, replicó:
—No lo vamos a olvidar fácilmente.
Él asintió y miró por la ventana.
—Hay una cosa que no acabo de entender —comentó—. Esos hombres y mujeres han realizado un esfuerzo enorme para cometer los ataques. Te acuerdas que lo estuve comentando con Bollard mientras volábamos hacia Estambul.
Me acuerdo, pensó Shannon. ¿Es que no es capaz de desconectar nunca?
—Me pregunto si consideraban que su meta era alcanzable. O si ya habían ido demasiado lejos. Los panfletos y los manifiestos que han publicado hablan de un orden justo y solidario, que sólo se podía alcanzar a través de un comienzo completamente nuevo. RESET. Poner el sistema a cero. La idea es que si eliminan los fundamentos de nuestra civilización, lo tendremos que organizar todo de nuevo. Aún no conocemos las consecuencias a largo plazo, pero la situación no ha durado lo suficiente para destruir completamente el orden existente. En la mayoría de los Estados afectados siguen en el poder los gobiernos elegidos y se reestablecen las estructuras existentes. Doce días no han sido suficientes. ¿Lo sospechaban? No dejo de pensar todo el tiempo que si fuera el organizador de todo esta acción sin sentido…
—Podría ser uno de nosotros… —citó Shannon con entonación teatral el diálogo entre B.tuck y Tancr en RESET. Se esperaba los labios apretados y la mirada lúgubre de Manzano. Antes de que pudiera decir nada, añadió—: Pero no lo eres. Por eso no sé si…
—Si hubiera llegado tan lejos como estos tipos —continuó Manzano con su reflexión—, habría establecido alternativas para el caso de que me atraparan antes de tiempo. Me habría preocupado de alcanzar mi objetivo a pesar de ese contratiempo. Mira las imágenes de las detenciones y las de después de ellas. No parecen destrozados. Al contrario, casi me parecen satisfechos, incluso un poco triunfalistas.
—Lo más seguro es que sólo querían ser famosos como todos los asesinos de masas. Lo han conseguido y lo saben.
Él negó con la cabeza y se quedó mirando al suelo como si allí se encontrasen las respuestas a sus preguntas.
—Tengo un mal presentimiento —replicó—. Como si nos esperase algo más.
—¿Sabes qué? —preguntó Shannon—. Tengo que ir hasta Bruselas, donde tengo un par de citas con políticos de primera línea…
—Ahora eres una mujer muy solicitada.
—Es posible que consiga poner a Sonja delante de la cámara. Al fin y al cabo gracias a ella pudimos descubrir RESET. ¿Te apetece venir conmigo? Quizás así te distraigas un poco.
Estambul
—¿Qué hubiera hecho usted en lugar de los atacantes? —preguntó Bollard, cuyo despacho tenía una ventana, en la que un sol rojo y brillante se hundía bajo los tejados de la ciudad.
—No conozco los últimos resultados del análisis de RESET —replicó Manzano en la pantalla del ordenador de Bollard—. ¿Se han reconstruido ya los elementos del programa malicioso?
—La primera parte.
—¿Se refieren a los ataques de las últimas semanas?
—Aún no lo sabemos. Se trata de miles de conversaciones para pedir la opinión de desarrolladores de software y millones de líneas de código. ¿A dónde quiere ir a parar?
—Parece que los ataques que han tenido lugar hasta el momento se desencadenaron durante el primer día. ¿O tenemos algún indicio de que los terroristas estén manipulando los sistemas en funcionamiento?
—No.
—Me ha pregunto qué habría hecho yo en el lugar de los atacantes: habría procurado que los ataques pudieran seguir, aunque no los pudiera desencadenar en persona. Habría ocultado bombas de relojería en el sistema eléctrico, que estallen en cuanto las redes empiecen a funcionar de nuevo y que no se puedan desactivar de ninguna manera.
Bollard se quedó mirando el monitor durante unos segundos. Los terroristas no habían ido desencaminados en sus conversaciones: Manzano pensaba como ellos. O simplemente se había vuelto paranoico después de todo lo que había tenido que pasar.
—Durante mi primera visita a RESET oí sin querer una conversación que versaba sobre una puerta trasera —prosiguió Manzano—. ¿Para qué se necesita una entrada trasera cuando ya se está dentro?
—Parar entrar cuando todo el mundo crea que los sistemas vuelven a ser seguros… —completó Bollard el razonamiento de Manzano.
Manzano sólo se encogió de hombros.
—Estoy seguro de que no soy el primero que piensa en algo parecido —reconoció Manzano—. ¿Hay algún rastro de Pucao, Jusuf y von Ansen?
Bollard respondió con otra pregunta:
—¿Cree que aún no ha terminado?
—No lo sé —respondió el italiano—. Ahora salgo en coche hacia Bruselas. Me pondré en contacto desde allí.
La pantalla se quedó en negro.
Entonces Bollard volvió marcar el número de su contacto en la Cruz Roja francesa.
—François —le saludó la cara arrugada bajo el cabello canoso—. Lo siento, pero aún no hemos encontrado a tus padres ni a tus suegros.
Orléans
La mayoría de los refugiados se agolpaban en la entrada de la sala. Algunos se encaminaban ya hacia las salidas, con sus pertenencias en maletas y sobre los hombros, y los niños de la mano. Los otros intentaban llegar hasta los militares, los funcionarios y el personal de emergencias en la recepción. Annette Doreuil y Vincent Bollard tuvieron que emplear todas sus fuerzas para seguir adelante.
—¡No! —gritó uno de los soldados a algunas personas que tenían bastante por delante, pero con la voz tan alta que llegó hasta Doreuil y Bollard—. ¡Por el momento nadie puede regresar a la zona restringida!
La noticia del regreso de la electricidad se había difundido con rapidez. En cuanto regresaron los primeros que habían salido al exterior e informaron de las ventanas iluminadas en las casas de los alrededores, todos quisieron salir para verlo con sus propios ojos y después se inició la avalancha. Los responsables se estaban empleando a fondo para detener a todo el mundo. Algunos, tremendamente excitados, también se fueron. Todos los refugiados no procedían de la zona de evacuación, como se habían enterado durante los últimos días. Muchos vivían en algunos rascacielos de Orléans, que se habían evacuado por razones higiénicas. ¿En esa zona volvería a correr el agua? También Doreuil añoraba una ducha en su cuarto de baño.
—¿Pero adónde vamos a ir si no? —gritó alguien.
—¡Quedarse aquí! —le explicó el soldado.
—Aquí no me voy a quedar ni un segundo más —le gritó Doreuil a su acompañante para que la pudiera oír por encima del alboroto.
Vincent Bollard no respondió. En sus ojos podía ver el miedo de que no los dejasen regresar a casa.
—¡A París hay ciento treinta kilómetros! Tenemos que llegar como sea. Si ha vuelto la electricidad, se podrá repostar, quizá podamos coger un taxi o alquilar un coche. Estoy dispuesto a pagar cualquier precio. O vuelven a funcionar los trenes.
Bollard ladeó la cabeza dubitativo.
—¡En cualquier caso, en nuestra casa se está más cómodo que aquí! —gritó.
Se dio cuenta que había dicho «nuestra» de manera inconsciente. Aún no se había acostumbrado a que Bertrand no estuviera vivo. No soportaba la idea de quedarse sola.
—¡Está claro que Celeste y tú también venís! —le gritó a Bollard, al que sacó del tumulto tirándole de un brazo hasta llevarlo a la sala dormitorio donde comparativamente se estaba más tranquilo.
Celeste Bollard estaba sentada en la cama y vigilaba las pertenencias de los tres.
Doreuil se reafirmó en su decisión:
—Os quedareis con nosotros… conmigo, hasta que podáis volver a casa. —Y empezó a recoger sus casos con precipitación.
Los Bollard se la quedaron mirando en silencio. Al final, Celeste Bollard puso la maleta sobre el camastro de campaña y se quedó mirando el vestido que había dentro.
Berlín
—Hemos comprobado en primera persona la ira de los ciudadanos —recordó Rolf Viehinger del Ministerio del Interior—. La cifra de saqueos, asaltos, robos y crímenes aún más graves no se han podido empezar a contabilizar y lo más seguro es que no se consiga nunca. En un mínimo de veinte municipios y comarcas, aunque en su mayor parte en los últimos tres días, una parte de la población ha obligado a los responsables electos y a los funcionarios públicos a abandonar sus funciones. Como era de esperar, los cabecillas no estaban en disposición de garantizar el orden o la seguridad y en muchos casos no era ése el objetivo. Incluso nos han llegado informes sobre condenas populares que han llegado hasta el linchamiento. Pero aún no lo hemos podido verificar. En estos momentos las fuerzas de seguridad oficiales intentan recuperar sus funciones en estos territorios. En conjunto parece que el proceso se desarrolla bastante bien. No obstante, algunos de los nuevos señores se preparan para la defensa. No resulta sorprendente porque se tendrán que enfrentar a responsabilidades penales. Por esto, la Justicia se enfrenta a medio y largo plazo a un problema gigantesco para el que debemos encontrar una resolución. La persecución de todos los crímenes cometidos durante el apagón podría bloquear durante años todo nuestro aparato de justicia. Para ello deberíamos incorporar un montón de personal de manera masiva y rápida, lo que me parece muy poco realista, o encontrar otra vía para superar el problema.
—Una amnistía general para delitos menores, por ejemplo —sugirió el ministro de Justicia—. Habría que proclamarla con la mayor rapidez posible para que los ciudadanos recuperen a toda velocidad la seguridad jurídica. Por eso —añadió con el dedo índice levantado—, la recuperación de la sensación de seguridad en todos los ámbitos es la primera obligación en estos momentos. Perdóneme —se disculpó con Viehinger, indicándole que siguiera con su exposición.
—También vamos a tardar algún tiempo en capturar a los presos huidos —prosiguió Viehinger—. Las primeras estimaciones hablan de unos dos mil delincuentes. Alrededor de la cuarta parte se consideran muy peligrosos. Para ello nos tendremos que apoyar en la ayuda de la población. Los comunicados sobre este tema tienen que plantearse con gran sensibilidad porque los ciudadanos no deben pensar que están rodeados de criminales peligrosos ni deben intentar aplicar la justicia por su mano.
Hizo una pausa y bebió un trago de agua.
—¿Eso será fácil? —preguntó el ministro de Asuntos Exteriores—. Las personas se han acostumbrado a tomar la iniciativa. ¿Se van a doblegar ante las indicaciones oficiales cuando las autoridades no pueden cumplir con su deber al ciento cincuenta por ciento?
—Tampoco han tomado tantas iniciativas —relativizó Viehinger—. Alrededor de un tercio de la población ha acabado en los centros de refugiados que se han puesto a su disposición y el ochenta por ciento ha acudido a los centros de distribución de agua y alimentos, de manera que confiaron en la organización proporcionada por el Estado. En las próximas semanas, meses, e incluso años, la mayoría de las personas van a estar muy ocupadas intentando superar las consecuencias de la catástrofe. Y no cabe la menor duda de que las repercusiones a largo plazo van a ser como mínimo igual de desastrosas.
Bruselas
Manzano abrazó al anciano con una sonrisa.
—Nunca había estado en Bruselas —aclaró Bondoni con una sonrisita—, y pensé que ésta era la oportunidad. —Le dio a Manzano una palmada en la espalda—. ¡Tienes muy mal aspecto, joven! ¿Es verdad lo que se cuenta de ti? ¿Has derrotado a los terroristas casi sin ayuda?
—Ni siquiera he estado cerca de ellos —respondió Manzano, que abrazó también a la hija de Bondoni, que compartía la suite de lujo en el hotel hasta que hubiera de nuevo agua en su vivienda.
—¿Tus amigas también han regresado ilesas?
—En perfecto estado.
—¿Te puedo presentar a Antonio Salvi? —preguntó Bondoni e hizo un gesto para que se acercara un hombre delgado con el cabello ralo, que hasta el momento se había mantenido apartado—. Su emisora paga todo esto —hizo un gesto alrededor de la habitación— y también el vuelo en avión privado desde Innsbruck. Quiere hacer un reportaje sobre mí. Se ha enterado de alguna manera que mi viejo Fiat te llevó hasta Ischgl, desde donde…
Manzano le dio la mano al periodista. Desde el día de ayer sus colegas de todo el mundo llamaban ininterrumpidamente al hotel de La Haya y pedían hablar con él. Pero había pedido que no le pasasen las llamadas a la habitación. El diablo debía saber cómo habían averiguado donde se alojaba. Afortunadamente, su teléfono móvil seguía en Alemania, donde Hartlandt había confiscado el coche y el equipaje de Manzano. Bollard le había informado que se ocuparía de que se lo devolviesen. En Bruselas aún no lo había localizado ningún periodista.
—Quizá también le pueda plantear un par de preguntas… —empezó Salvi con una mirada de reojo hacia Shannon, que hasta el momento no había dicho nada.
Ahora puso un brazo sobre los hombros de Manzano y lo atrajo hacia ella.
—No antes de que haya hablado conmigo…
—¿Cómo fue en las montañas? —dijo, cambiando de tema Manzano.
—Como era de esperar —respondió Bondoni—, mejor que en otros muchos sitios. Agua, comida, fuego de leña, mujeres jóvenes y encantadoras, todo eso. No he echado de menos todos los trastos modernos.
—Por eso te has trasladado inmediatamente a este hotel de lujo con un avión privado —replicó Manzano con una sonrisa—. No hay nada malo en unas cuantas comodidades modernas, ¿no te parece?
Bondoni asintió involuntariamente con la cabeza.
—¿Dónde está la preciosa sueca que secuestraste?
Orléans
Annette Doreuil y los Bollard arrastraron las pesadas bolsas y maletas por las calles heladas de la ciudad. Basura tirada por todas partes cubría las aceras y las calzadas y apestaba el ambiente. El transporte público no funcionaba aún; sólo coches de policía y blindados de los militares. Pasaron por delante de gasolineras en las que ya se estaban formando colas, aunque en muchas de ellas no había ninguna luz encendida. Bares, cafés y restaurantes de comida rápida seguían cerrados. No habían podido encontrar ningún taxi. Habían preguntado por una agencia de alquiler de coches, pero allí no encontraron a nadie. ¿Qué habían esperado?
En la estación central de ferrocarriles, miles de personas ocupaban el vestíbulo bajo las dos cúpulas de vidrio. Las tiendas estaban cerradas y no pudieron ver a nadie al otro lado de las ventanillas.
Agotados dejaron el equipaje en el suelo. Celeste Bollard se quedó vigilándolo, mientras Vincent y ella averiguaban si había conexión ferroviaria con París.
Después de preguntar un poco, Doreuil se enteró de que al principio habían circulado algunos trenes a intervalos irregulares, pero que desde hacía una semana se había detenido el tráfico. No obstante, algunos rumores afirmaban que hoy iba a salir uno hacia París. Pero nadie sabía cuándo, ni si se necesitaría billete o dónde se podrían conseguir, y todo quedaba en rumores de los cuales nadie podía asegurar que fueran ciertos. Otros decían que París también había sido declarada zona prohibida a causa de una nube radiaactiva, y que por eso no se permitía la circulación de trenes hacia la capital.
—No se puede averiguar nada concreto —concluyó Vincent Bollard decepcionado cuando se volvieron a encontrar—. Ha vuelto la corriente, pero el personal del ferrocarril aún no ha vuelto al trabajo.
—Apagarlo todo fue muy rápido —comentó su esposa—. Pero volver a ponerlo todo en funcionamiento va a tardar algo más. Nos hemos alegrado demasiado pronto.
Berlín
El secretario de Estado Rhess había perdido casi con toda seguridad unos seis kilos en los últimos doce días, pensó Michelsen, cuando se puso de pie.
—Empecemos con una buena noticia. Los sistemas de comunicación vuelven a funcionar en grandes zonas de la República. Ya podemos telefonear a familiares y amigos, leer noticias en Internet o ver la televisión. Esto representa un gran alivio en la situación actual. Pero en este terreno también tendremos que afrontar algunos problemas en los próximos días. En las primeras horas podemos contar con informaciones muy excitadas sobre el final del apagón. Debemos difundir toda la información posible para la autoayuda y en especial sobre la distribución de agua y alimentos. Pero en cuanto los medios informen de las verdaderas dimensiones de la catástrofe, tendremos que asumir quejas y críticas. En este hecho podemos encontrar un gran peligro y una gran oportunidad, tanto para el gobierno como para todas las instituciones estatales. Se plantearán muchas preguntar. ¿Por qué eran tan vulnerables nuestros sistemas? ¿Qué responsabilidad corresponde a las empresas de energía y con qué consecuencias deben contar? ¿Por qué las emisoras oficiales se quedaron mudas a las pocas horas? ¿Cómo es posible que los autores pudieran planificar su acción durante tanto tiempo sin que los detectaran? ¿Por qué caen las redes telefónicas al cabo de tan poco tiempo a pesar de sus obligaciones legales? ¿Cómo es posible que la catástrofe pudiera afectar a las centrales nucleares que habían superado todas las pruebas de estrés? ¿Hasta qué punto son realmente inteligentes los contadores inteligentes y la futura red eléctrica inteligente y, sobre todo, hasta qué punto son seguros? ¿Por qué en la actualidad todos los hogares alemanes de nueva construcción o reformados deben incorporar un contador inteligente, sin que la empresa eléctrica deba garantizar su total seguridad? ¿Se puede cimentar la renovación de la red energética sobre dicha base?
—Estoy segura de que se discutirá sobre eso —intervino la ministra de Medio Ambiente—. Pero no vamos a dejar que el niño se libre del baño. El apagón ha afectado al sistema actual que no ofrece más seguridad que los posibles sistemas del futuro. Sólo puede mejorar, ¿o no?
—No estoy aquí para explicar mi opinión —replicó Rhess con tranquilidad—, sino para prepararnos para las discusiones que podemos prever. Ésta será una de ellas.
Bruselas
Angström se dio cuenta de que reía demasiado y con un tono de voz demasiado elevado, pero después de la quinta copa de vino le daba igual. Fleur van Kaalden, Chloé Terbanten, Lara Bondoni y Laura Shannon no lo iban a notar porque habían bebido aún más. Se divertían una y otra vez con la historia de cómo el periodista italiano quería llegar a Manzano y Shannon a través de Bondoni y para eso había conseguido que su emisora fletase incluso un avión privado para traerlos a Bruselas.
El hotel había podido reabrir con rapidez. Como las reservas de alcohol no se habían estropeado durante el apagón, se dirigieron al bar y trasegaron incansables el contenido de las copas. El padre de Lara se había ido a la cama después de la cena, que aún era bastante modesta. El periodista había intentando suerte con todos ellos y ahora se estaba trabajando a van Kaalden. A Angström ya le estaba bien. Como había ocurrido durante la velada en el refugio de esquiadores, a lo largo de la cena su amiga se había dirigido a Manzano de una manera muy formal. Y ya puestos tenía un aspecto realmente horrible. La cicatriz en la frente, en la que seguían los puntos, y los rasgos faciales muy marcados y casi demacrados. Si no andaba, nadie se daba cuenta de su herida en la pierna, siempre que no lo supiera de antemano. Menos mal que se había afeitado. Cuando pensaba en el estado que había aparecido en su casa hacía dos días…
Pero van Kaalden y el periodista italiano estaban bailando, como todos los demás. Angström no se sorprendía de que la gente se comportase de una manera tan alegre. Hoy querían librarse del miedo, el tormento y las dudas de las pasadas semanas.
Manzano los estaba mirando.
—Ya me gustaría —comentó y vació su copa—. Pero estoy cansado. Como el padre de Lara. Soy un anciano.
—Yo también me voy a ir —replicó Angström, que notó lo mareada que estaba cuando se soltó de la barra del bar.
Tocó a van Kaalden ligeramente en el hombro y la saludó con la cabeza, junto al periodista. De los demás bailarines no se despidió.
En el camino de salida hacia el vestíbulo del hotel, Manzano comentó:
—Te tengo que pedir disculpas una vez más por haberte metido en todo esto. Yo… no sabía a quién podía acudir.
—No os tendría que haber llevado a la oficina —replicó ella—. Fue una suerte que lo hiciera.
—¿Conseguirás un taxi? —le preguntó.
—Desde luego. Las gasolineras vuelven a funcionar. Lo único que no funciona es el suministro de agua en mi casa. —Rio—. Pero a eso ya me he acostumbrado.
—Te puedes duchar en mi habitación —ofreció Manzano con una sonrisa—. No sería la primera vez.
—Sólo buscas una excusa para que suba a tu habitación.
—Evidentemente.
Habían llegado a la entrada del hotel, donde esperaban realmente un par de taxis. Se abrazaron para despedirse y se besaron. Una vez más. Angström sintió sus manos en la espalda, sobre los hombros y descubrió que tenía las suyas sobre sus caderas, su cuello. Sin separarse, se precipitaron hacia el ascensor, sin preocuparse de los demás invitados, atravesaron el pasillo de la segunda planta, donde Manzano consiguió sacar del pantalón la tarjeta para abrir la puerta. Él la empujó, ella tiró de él hacia el interior con las manos bajo su jersey y las de él dentro de la blusa, sobre el trasero, tropezaron en la oscuridad y casi caen al suelo. Angström se agarró, encontró la tarjeta que seguía llevando en la mano y la deslizó en la ranura al lado de la puerta, que activaba las luces de la habitación.
Con un clic silencioso se encendió una luz cálida y amortiguada.
—Ya que la tenemos —le susurró a Manzano mientras le besaba en el cuello—. Te quiero ver.
Su mano se dirigió hacia el interruptor y bajó la intensidad de la luz hasta casi desaparecer.
—Pero vamos a ser ahorrativos. Tampoco eres una visión tan agradable.
Ella lo besó al lado de la cicatriz en la frente.
—Eso mejorará.
Berlín
Michelsen y algunos colegas habían conseguido un coche con conductor de servicio, que los llevó a casa después de más de una semana. Ella fue la última de la ruta.
El viaje a través de la ciudad le pareció fantasmal. En la mayoría de las fachadas volvían a brillar los anuncios, los nombres de las tiendas y los logotipos de las empresas. En las aceras se acumulaban las bolsas de basura hasta alcanzar la altura de un hombre. Muchas estaban rotas y su contenido esparcido por la calle. Las bolsas de papel se acumulaban en la calzada y aparecían repentinamente bajo las luces de cruce del coche. Entre ellas corrían perros y ratas.
En muchas casas brillaban las luces en las ventanas. La gente no había podido esperar a abandonar los refugios para regresar a sus hogares. A partir de mañana, pensó Michelsen, iba a ir creciendo su enfado y decepción cuando se dieran cuenta de que no había agua corriente y que los supermercados seguían cerrados. Habían avisado por las emisoras de radio que lo mejor era permanecer en los campamentos. ¿Pero quién se lo podía echar en cara? Ella también iba de camino a su casa. Sin embargo, sabía que en los próximos días podría encontrar de todo en el ministerio, desde un lavabo y una ducha en funcionamiento y hasta comida.
Al borde de la calzada se alzaban hasta un metro de altura unos puntales doblados de una manera extraña entre los restos de dos coches accidentados. Costillas, las identificó Michelsen al pasar de largo, costillas gigantescas del cadáver de un animal.
—¿Qué era eso? —le preguntó al conductor, porque eran demasiado grandes para ser de una vaca.
—Los restos de uno de los elefantes del zoológico, según he oído —le respondió imperturbable—. En los últimos días han huido muchos animales del zoo.
Tuvo que pensar en la jirafa con sus crías.
—La mayoría ha muerto a manos de gente hambrienta —continuó el conductor.
¿Se podía comer carne de elefante?, se preguntó Michelsen impresionada.
La radio emitía noticias. La mayoría de los Estados europeos habían restablecido en parte los servicios esenciales y lentamente iban informando a sus oyentes sobre las grandes catástrofes. Sobre la tragedia de Saint Laurent y el desastre en Philippsburg ya habían informado las primeras emisoras hacia el mediodía. En los próximos días no les van a faltar noticias terribles, pensó Michelsen. Desde los accidentes químicos en España, Gran Bretaña, Alemania, Polonia, Rumanía y Bulgaria, pasando por las diversas e incontables catástrofes humanitarias hasta las consecuencias a largo plazo. Desde los Estados Unidos llegaban noticias parecidas.
El conductor detuvo el coche y acordaron la hora en que la iba a recoger a la mañana siguiente. Al bajar del vehículo le cayeron en la cara un par de frías gotas de lluvia. Encontró un hueco entre dos apestosas pilas de basura y entró en su casa en un par de zancadas rápidas.
El aire en su vivienda era frío y húmedo, y olía fatal. La luz funcionaba. En realidad, consideró Michelsen, no se diferenciaba en nada del regreso de unas largas vacaciones. Se alegraba de estar de nuevo sola después de la tensión continuada en el centro de crisis. Se había traído un par de botellas de agua de la oficina. Con ellas vació el lavabo.
Sintió que aún no se podría quedar dormida. Abrió una botella de vino tinto, se sirvió una copa y se instaló al lado de la ventana en la cocina a oscuras. Tomó un buen sorbo y miró hacia la noche, contemplando las luces de la ciudad que empezaron a brillar delante de sus ojos. Le recorrió un escalofrío, que no pudo controlar justo antes de empezar a llorar sin recato y sin poder evitarlo.
La Haya
Mudado, aclaró el conserje. A otro hotel, que quería del italiano. Le explicó que era periodista. Como si el conserje no supiera que ese Manzano había jugado un papel importante en la resolución del asunto. No era tan importante como lo presentaba esa periodista americana, pero aún así… Ah sí, se ha ido con ella. Si le podía dar el nombre del hotel, le gustaría entrevistar al personaje. Eso le gustaría a muchos, replicó el conserje. En algún momento me prohibió que le pasase las llamadas. ¿Y entonces se fue? ¿Por qué? ¿No le gustaba su establecimiento? Es posible, respondió el conserje. Ahora que todo el mundo tiene electricidad. Sí, así son las estrellas, ¿no es verdad? El conserje se encogió de hombros. A la coba que le estaba dando tuvo que añadir un billete de cien euros para que el hombre le informase del nuevo alojamiento de Manzano. Cogió un taxi.
Al recepcionista del establecimiento noble le contó que era colega de Lauren Shannon y que ella lo había citado allí. El hombre parecía irritado. Entonces no le había dicho nada, le preguntó el recepcionista. Había salido hoy hacia Bruselas en coche. No, conserva la habitación en nuestro hotel. Y ahora qué hago, se ha olvidado de informarme. Me sería de gran ayuda si me pudiera dar la dirección de su hotel en Bruselas.
El recepcionista apuntó una dirección.