La Haya

Bollard colgó en el panel, junto a las imágenes sobre Balduin von Ansen, la foto de un edificio. Manzano tardó unos instantes en reconocer su arquitectura.

—Hace un año y medio, una empresa llamada Süper Kompüter compró este complejo en la zona asiática de Estambul. Por lo que sabemos, el edificio se alquila desde Turquía a seis empresas diferentes de distintas especialidades, y, dado que está ubicado en una de las zonas más concurridas y cosmopolitas de la ciudad, con muchos negocios internacionales, los extranjeros que puedan entrar y salir de él no llaman la atención en absoluto. Los productores de electricidad en Turquía se han tomado con especial interés, lógicamente, el estudio de lo que está sucediendo y han analizado minuciosamente las seis empresas que concurren en el edificio: cuentas bancarias, datos financieros, personal… El primer descubrimiento ha sido el de los nombres de los directores de las mencionadas empresas. Uno de ellos es John Bannok, al que ya conocemos. Otro es el propio Lekue Birabi, el contacto de Pucaos en Nigeria. —Bollard les enseñó un papel al decir aquello—. Le pagaron con una transferencia de unos dos millones de euros realizada por Costa S. L., Esmeralda y otras dos empresas más a la atención de Süper Kompüter. —Puso el dedo sobre la foto del edificio y le dio unos golpecitos—. Ésta es, muy probablemente, la sede de varios de los terroristas. Los colegas turcos ya han empezado a espiarlos.

Ratingen

—¿Han concluido con las investigaciones? —peguntó Hartlandt.

—¿Se refiere a lo del estudio de los indicadores? Sí, sí —respondió Wickley—, y no hemos encontrado nada.

—Muestre su trabajo a mi gente, por favor —le dijo Hartlandt—. Lo repasarán todo una vez más.

Wicley y Dienhof intercambiaron una mirada que a Hartland no se le escapó.

—¿Qué? —preguntó, con dureza.

—Por supuesto —dijo Wickley—, en seguida tendrá lo que nos pide. Dienhof, encárguese de ello.

Hartlandt vio que el encargado miraba a su jefe con incredulidad, y tuvo la sensación de que le estaban ocultando algo. A Wickley no lo doblegaría. Con Dienhof quizá tuviera alguna opción de hacerlo cantar.

—Conseguir que las centrales nucleares funcionen con normalidad es un punto esencial para la reconstrucción de las redes —explicó Hartlandt, con paciencia, aunque sabía que sus dos interlocutores eran perfectamente conscientes de ello—. Los operadores están a punto de recuperar el control, pero necesitan productores de energía, y en dos de las centrales se encuentran en estado crítico. Ya sé que ustedes no facilitan software para centrales nucleares, pero ambas necesitan ayuda urgente, y cogerían la electricidad por la red regular. ¿Han oído las noticias sobre la catástrofe en Francia?

Observó atentamente la reacción de sus interlocutores.

—Una desgracia —dijo Wickley.

Dienhof asintió.

—No podemos permitir que algo así vuelva a suceder.

Se quedó en silencio unos instantes.

—Yo… —Dienhof carraspeó— tengo que enseñarle algo.

Wickley cerró los ojos unos segundos, y cuando volvió a abrirlos, la expresión de su mirada indicó a Hartlandt que había ganado.

Berlín

—Un equipo de seis personas del GSG 9 y uno de las Special Forces británicas van de camino a Estanbul para ayudar a los colegas turcos en caso de necesidad —leyó el ministro de Asuntos Exteriores.

—¿A qué viene eso de «en caso de necesidad»? —preguntó el canciller.

—Es que no estamos seguros de que los sospechosos se encuentren realmente allí.

—Además, capturarlos inmediatamente es propable que no ayude a reconstruir las redes más rápido, sino todo lo contrario —intervino el ministro del Interior.

—Tenemos noticias inquietantes de Philippsburg y Grohnde —dijo la ministra de Medio Ambiente—. Hace tiempo que han encontrado el error, pero no logran hacer que el sistema de emergencia funcione correctamente.

—Se ha evacuado la zona en un radio de cinco kilómetros —dijo Michelsen, respondiendo a la mirada del canciller. Estaba agotada—. El gabinete de crisis de Baden Würtemberg tiene dificultades para mantener la comunicaciones con los responsables de la zona. Se han enviado varias unidades especiales del ejército. En la Baja Sajonia han tenido más suerte. Al este de Grohnde y alrededor de Hildesheim han podido recuperar algo de electricidad en una zona cada vez mayor. Desde allí, los procedimientos de evacuación resultan mucho más fáciles… siempre que la zona en cuestión no tenga que ser evacuada.

—¿Es cierto eso de que los terroristas tienen al menos dos comandos centrales? —preguntó el canciller.

—Se cree que el segundo está en México —confirmó el ministro de Asuntos Exteriores—. Seguramente, desde allá coordinan el ataque a Estados Unidos.

—¿Y no es lo mismo, hoy en día? —preguntó el canciller—. Si el ataque se ha realizado por vía cibernética, da igual que tengamos a los terroristas aquí al lado o en la otra punta del mundo, ¿no? ¿De qué nos sirve sitiar sólo Estanbul? Si lo hacemos, los cabecillas se escaparán a México o a cualquier otro lugar…

McLean

—La ciudad de México es una jaula de grillos —dijo Shrentz—. ¿Has estado allí alguna vez?

—Yo ya tengo bastante con los grillos de Whashington —le respondió Price.

—¡Nueve millones de habitantes! Un lugar magnífico para esconderse. Pero hay que hacerlo de la manera correcta…

—Al grano.

Shrentz cogió las listas y las fotos y se las mostró a Price. Algunas de ellas mostraban la imagen algo borrosa de un hombre, y otras, un edificio.

—Las sumas de dinero de los sospechosos —aquellos cuya pista empezó a seguir la Europol hacía unos días— conducen sin excepciones a este edificio de México que fue comprado hace dos años por un tal Norbert Butler, un ciudadano americano que desde hace varios años mantiene estrecho contacto con los máximos sospechosos y los más fanáticos anarquistas. Sabemos que tomó parte activa del Tea Party de 2009 y que ha desaparecido hace cuatro meses.

—¿Sabemos si colabora con los anarquistas de la izquierda, como ese tal Pucao, o con los negros africanos como Lekue Birabi?

—Qué más da que sea de izquierdas o de derechas. Lo importante es que arremete contra el Estado, según parece, porque odia el sistema y desearía acabar con él.

—¡Pero él nunca mataría a ciudadanos americanos!

—¿Y por qué crees que no? El peor ataque terrorista cometido nunca por un ciudadano estadounidense provino precisamente de este espectro social: el de un conservador que odia el Estado. En 1995, Timothy McVeigh no tuvo el menor escrúpulo en hacer saltar por los aires un parvulario de Oklahoma.

—Muchos estadounidenses compran casas e inmuebles en México.

—Pero sólo Butler lleva años poniéndose en contacto con los sospechosos. Según los datos que nos han pasado las autoridades mexicanas, el panorama se parece mucho al de Estambul: varias empresas internacionales reunidas en un solo edificio. La policía ya ha empezado a espiarlos.

—Informaré al presidente.

La Haya

—¿Te vas?

Bollard reconoció el pánico en la voz de su mujer.

—Tengo que irme. Estamos muy cerca de acabar con todo esto y apresar a los culpables.

Estaban de pie frente a la chimenea, el único lugar cálido de toda la casa. Los niños se apretujaban contra su madre y lo miraban con expresión atemorizada. Él señaló el paquete que había sobre la puerta.

—Ahí tenéis comida y bebida para tres días. Aunque quizá mañana vuelva la corriente, y pasado mañana yo vuelva a estar aquí.

—¿Vas a hacer algo peligroso? —preguntó Bernadette.

—No, mi vida.

Notó la mirada de su mujer clavándosele en los ojos.

—De verdad —insistió—. Para las operaciones especiales contamos con fuerzas especiales.

Marie apartó a los niños ligeramente.

—Id a jugar.

Ellos obedecieron a regañadientes, pero se quedaron cerca de sus padres.

—Ahí fuera reina la anarquía —susurró.

—Tienes una pistola. —La mirada de ella le dio a entender que la pistola le parecía más una amenaza que una protección—. Pasado mañana, cuando volvamos a tener corriente…

—¿Puedes garantizarlo?

—Sí —dijo, mientiendo todo lo bien que pudo.

Su mujer lo miró largamente antes de preguntar.

—¿Has podido saber algo de nuestros padres?

—Aún no. Pero seguro que están bien.

Orléans

—No tendrías que ver esto —dijo Celleste Bollard, poniendo su mano sobre la de Annette Doreuil.

Annette no se zafó del cariñoso gesto, pero se negó a apartar su mirada de la escena que tenía ante sí.

En cuestión de unos cincuenta minutos, un grupo de hombres con máscaras en la cara y guantes en las manos sacó un montón de cuerpos inertes de un camión y, cogiéndolos por las manos y los pies, los lanzó a una fosa de unos veinte metros por cinco de ancho cuya profundidad era imposible de calcular.

Junto a la enorme tumba había un cura que lanzaba agua bendita sobre los cuerpos. Ella observó toda la obra con el rostro serio y los dedos de las manos entrelazados. Unos pasos más allá había una anciana, y al otro lado una pareja joven, sollozando. Debían de ser unas veinticinco personas en total.

Entonces reconoció la delgada figura de su marido en las manos de uno de aquellos tipos. Lo balancearon y lo lanzaron a la fosa, donde desapareció. Annette Doreuil murmuró «Adieu» y se mordió los labios. Pensó en su hija y en sus nietos; en la ilusión que le hacía que fueran a visitarlos… y en que ya no volvería a verlos.

Cuando los hombres acabaron de lanzar el último cadáver a la fosa, cubrieron el agujero con un fino polvo blanco, y por fin el cura lanzó un puñado de tierra.

Doreuil oyó sollozar a alguien cerca de ella. Notó que los labios le temblaban y los apretó fuerte contra los dientes. Se quedaron así varios minutos en los que ella no hizo nada, no oyó nada, no pensó en nada. Sólo había un profundo vacío y oscuridad. Po fin, Celeste Bollard le presionó el brazo con algo más de fuerza para sacarla de allí. Aún tenían que llegar al pabellón en el que pasarían la noche. Annette se santiguó, susurró un último «Adieu» y se alejaron de allí.

Centro de mando

Siti Jusuf se dio cuenta de algo. Desde el inicio del apagón, su misión había sido la de controlar las comunicaciones entre los servicios internacionales, y ahora había un detalle que le llamaba la atención. Había comprobado la frecuencia con la que se utilizaban determinadas palabras clave y fue a dar con un resultado interesante. Interesante por llamarlo de algún modo, claro. Desde el domingo no sólo había disminuido considerablemente la cantidad de los mensajes, sino también la frecuencia con la que se utilizaban determinadas palabras clave. Durante la primera semana que siguió al ataque los gabinetes de crisis y las diferentes organizaciones y autoridades no sólo habían intentado solucionar sus problemas, sino encontrar las posibles causas que los provocaron, y palabras como «descubrimiento» o «terroristas» estaban en los primeros puestos de las listas. Y ahora esos conceptos habían disminuido drásticamente. De hecho, casi habían desaparecido.

A partir del domingo, los e-mails que habían interceptado eran mucho menos interesantes y su número era extraordinariamente inferior. De hecho, los trabajadores sólo encendían sus ordenadores cuando era estrictamente necesario, lo cual hacía inevitable que la comunicación disminuyera ostensiblemente.

Pero… ¿y si los mensajes que escribían no estaban dirigidos a comunicarse entre sí, sino con nosotros?, se dijo Jusuf. ¿Y si alguien había descubierto que los estaban espiando y había ordenado cambiar el tipo de comunicación?

Cuando comentó el asunto con los demás, la discusión adquirió dimensiones muy interesantes. Algunos se pusieron muy nerviosos y recordaron el mensaje que habían visto el día anterior, aquel de la foto, que se descubrió justo antes del domingo, el día en que empezaron a «ahorrar».

¿Era posible que la policía y los servicios secretos estuvieran ya sobre su pista?

—Imposible —decían otros—. Aunque hubiesen descubierto algunos nombres, e incluso algunas caras, es absolutamente imposible que den con nosotros. Hemos limpiado bien nuestras huellas y hemos dejado otras falsas. No debéis temer nada, porque también tenemos previsto lo que haremos en el futuro: nuevos nombres, nuevas identidades, nuevas vidas. Sólo tenemos que seguir muy atentos, y cuidar todos nuestros movimientos… Como hemos hecho hasta ahora. Y en el peor de los casos, en el peor de todos, aunque dieran con nosotros, podrían detenernos pero no podrían interrumpir la misión. Nuestro proyecto llegará hasta el final, con o sin nosotros, y eso es lo que importa.

Transall

«Jackpot», susurró Bollard, inclinado sobre el portátil. Con el ruido de las máquinas y los teclados, nadie le oyó.

Poco después del descubrimiento del centro de mando de los terroristas en Estambul, Bollard fue en helicóptero hasta el aeropuerto de Colonia/Bonn. Allí cogió una de las máquinas de Transall del ejército alemán en la que iban también varios de los equipos del GSG-9 del cercano Sankt Augustin.

Las comunicaciones vía satélite del aeropuerto funcionaban perfectamente. Durante el vuelo, Bollard se puso al día de las novedades y los últimos análisis del RESET.

Evidentemente, no pensaba tomar parte de la intervención militar —no tenía ni la forma física ni la preparación para ello—, pero el director Ruiz quiso tener allí a algún miembro de la Europol que estuviese al caso de los acontecimientos. De modo que ahí estaba él, rodeado por sesenta hombres perfectamente entrenados a los que no se les notaba ni rastro del agotamiento de los últimos días. Bollard no entendía de qué hablaban, pero por las risotadas que iban soltando de vez en cuando, parecía que estuvieran contándose chistes.

Uno de los comandantes del grupo se le acercó con un portátil en la mano y le enseñó la pantalla. En ella se veían imágenes de la sede terrorista en Estambul. Las imágenes estaban tomadas desde muy lejos, sin duda, y se veían borrosas, pero no había duda de que alguien entraba y alguien más salía de allí. Además, también podía verse a un hombre y una mujer asomados a una de las ventanas.

—Pedro Muñoz —dijo Bollard, feliz de reconocerlo, y sacando de su mochila una foto con la imagen que le había servido de referencia para la identificación—. Y ése es John Bannok, y Maria Carvalles-Tendido, y Hernandes Sidon. Diría que sus hombres ya pueden ir preparándose para el ataque.

Brauweiler

Jochen Pewalski, director de la Red de Conexiones Eléctricas Amprion S. L., observó atentamente la pantalla de su ordenador, concentrado en los intentos de reactivar la red de energía por parte de los suministradores de corriente del este alemán. Hasta la fecha, su familia y él habían podido ir saliendo de todas las miserias. Los generadores de emergencia que tenía en el sótano le habían permitido seguir teniendo luz y agua durante todo aquel tiempo, y su único problema había sido la convivencia con los vecinos y gente de las cercanías, pues todos estaban cada vez más necesitados. Pewalski los había mantenido sistemáticamente a raya. Su mujer no había sabido ser tan consecuente. De vez en cuando los dejaba pasar para que se calentaran un poco, y les daba agua y algo de comer… lo cual había acabado mermando sus propias provisiones, lógicamente. De todos modos, Pewalski siempre había sido muy previsor y aún tenían reservas para tres semanas más.

No es que él se hubiese beneficiado demasiado de su buen hacer, porque la mayor parte del tiempo la pasó en el trabajo, pero al menos tenía la tranquilidad de haber sabido cuidar de su familia.

Mientras tanto, su equipo de trabajo iba quedándose cada vez más reducido y en ocasiones él sólo tenía que manejar a la vez cuatro ordenadores distintos. Como ahora. Con un ojo controlaba una pantalla y con el otro intentaba enterarse de lo que estaban haciendo sus colegas en el este. ¿Lograrían reactivar la red?

—¡Markersbach y Goldisthal ya funcionan! —exclamó.

Ambas centrales habían resultado realmente difíciles de recuperar, pero al fin lo habían conseguido. Rezó para que aquello no volviera a torcerse y los responsables fueran lo suficientemente hábiles como para mantenerla en funcionamiento.

En cuanto aquello se normalizara, los operadores intentarían partir de ambas centrales para ir ampliando la red de comunicaciones y devolviendo la corriente al resto de plantas eléctricas, hidroeléctricas y termales. Necesitarían mucha energía para ponerlas en marcha, pero una vez en funcionamiento ya habría pasado lo peor. Pewalski esperaba que la comunicación estuviera bien organizada, porque sólo así podría todo salir bien.

—¡Vamos! —dijo, dirigiéndose al ordenador—, ¡vamos!

Berlín

Todos habían vuelto a reunirse en torno a las pantallas, incluso los recién llegados de Portugal, España y Grecia. Los miembros de la OTAN tuvieron que compartir en esta ocasión una misma pantalla, y la Casa Blanca también estuvo conectada.

En las seis pantallas de la fila inferior, Michelsen reconoció distintas imágenes de los edificios de Estambul y México, tomadas desde distintas perspectivas. Las imágenes de Estambul, donde ahora mismo era de noche, se vían en negro y verde y no eran más que contornos. En México brillaba el sol.

Michelsen se había perdido la discusión previa a su llegada, obviamente, pero ahora no cabía duda de cuál era el tema: había que desactivar aquellos dos núcleos de actividad, y había que hacerlo lo antes posible. Todo lo que se había hablado sobre aquel tema había seguido unos canales de seguridad de lo más estrictos. Los terroristas no podían saber nada, absolutamente nada, de todo aquello. Las unidades especiales turcas, las Bordo Bereliler, colaborarían con los hombres del GSG-9 y los servicios secretos de Estambul, mientras que en México intervendrían más de doscientos Navy Seals para apoyar a las tropas mejicanas.

Ambos ataques tendrían lugar excatamente a la misma hora, el mismo minuto y el mismo segundo. Primero intervendrían los edificios hackeándolos informáticamente, y de inmediato entrarían las unidades especiales.

—Las indicaciones no dejan lugar a dudas. Intervenimos en cuanto oigamos el «Go» —dijo el canciller alemán—. ¿Alguien tiene alguna duda?

Nadie, ni siquiera el General de la OTAN que hasta hace nada había defendido acérrimamente la opción de que los terroristas vinieran de China, abrió la boca para rechistar.

Los policías y soldados habían recibido la orden de hacer todo lo posible por apresar a los objetivos con vida. Aunque recuperaran la energía y las cosas volvieran a la normalidad, nadie quería perderse la oportunidad de obtener toda la información posible por parte de los terroristas. Por si a alguien se le ocurría volver a atentar. Y porque las soluciones en Estados Unidos no estaban siendo las mismas que en Europa, dado que los sistemas eléctricos diferían considerablemente entre sí.

—Bien, demos ya el pistoletazo de salida —dijo el presidente estadounidense.

Estambul

Necesitaba aire fresco. Llevaban demasiados días sentados más de dieciocho horas al día delante del ordenador, y empezaba a sentirse agotado. Se dirigió al sótano. Sabía que él era el único que cumplía estrictamente las normas de seguridad. Los demás hacían la vista gorda en no pocas ocasiones, lo cual le disgustaba bastante, pero lo único que él podía hacer era seguir comportándose así para dar ejemplo. De modo que anduvo doscientos metros por debajo de la tierra hasta salir a tomar el aire. Afuera no estaban a más de cinco grados. Pese a todo, en la calle aún había movimiento y el tráfico seguía siendo intenso. Parecía mentira que a pocos cientos de kilómetros de allí la vida prácticamente se hubiese detenido. Y en unas semanas, o en unos meses, el apagón llegaría a Estambul y con él sus efectos sanadores. Los mismos que ahora estaban viviendo en Europa y Estados Unidos. Se subió la cremallera y respiró hondo. Anduvo frente a los escaparates de las tiendas, que vendían un montón de cosas inútiles. Pronto todos empezarían a valorar lo que importaba de verdad. Se preguntó si también quemarían los coches, como estaban haciendo en Europa y Norteamérica.

Lo más probable era que en Turquía los militares tomaran el poder antes de que empezara el verdadero cambio. Como estaba sucediendo en España. Pero aquello sólo contribuiría a alargar la situación. Al final, todos acabarían…

Las bocinas de los coches sonaron con más fuerza. Algo había pasado. Y cuando oyó el golpe seco detrás de él, se dio la velta. En uno de los edificios cercanos explotaron las ventanas. Un helicóptero se posó estrepitosamente sobre el techo del edificio y lo iluminó todo.

Los peatones se detuvieron a mirar lo que sucedía. Alzaron las cabezas, paralizados, y vieron a un montón de militares irrumpiendo en uno de los edificios de la calle. El suyo. Su casa. Se oyeron órdenes y gritos que él no entendió, pero cuyo significado estaba claro. Apretó los puños en el interior de los bolsillos. Miró a su alrededor y observó la gente, los coches… Tenía que pasar desapercibido. La mayoría de los peatones seguía mirando el espectáculo con la boca abierta, de modo que él hizo lo mismo mientras iba dando pequeños pasitos hacia atrás, alejándose de allí. Llegó hasta una furgoneta con los cristales tintados. Una de las puertas traseras estaba abierta, y en su interior estaban sentados varios policías. Reconoció a uno de inmediato: era el francés de la Europol. ¡Al final los habían encontrado! ¡Qué rápido! Se alejó de allí tan discretamente como pudo. El ruido era ensordecedor.

La Haya

¡Por el amor de Dios, que no es un partido de fútbol!

Manzano se había jurado que no seguiría todo el proceso de la intervención, pero las imágenes que aparecían en las pantalals, las imágenes de la intervenciones simultáneas en Estanbul y México, lo habían dejado sin aliento, y no se sintió capaz de apartar la vista ni un segundo. Se preguntó quién estaría grabando. Quién escogería la perspectiva de la toma. ¿Sería alguien de Langley o de Berlín? ¿O quizá de Hollywood? ¿Sería un director que antes de cada escena cogería la plaqueta y gritaría algo así como «Escena primera, cámara de casco tercera»?

En Estambul, las unidades especiales acababan de colarse por un pasillo estrecho y llegado a un despacho lleno de ordenadores en el que trabajaban varias personas. Algunos levantaron las manos, otros se escondieron bajo las mesas, o tras las sillas. Las cámaras de los cascos mostraban imágenes de pánico, de miedo, de ira. Los micrófonos recogieron gritos, exclamaciones, golpes, disparos.

Luego se hizo el silencio y las imágenes bajaron de intensidad. Varios presos tendidos boca abajo, con los brazos atados a la espalda. Sobre las mesas, las pantallas de los ordenadores iluminaban la escena. No supo ver lo que contenían. Dos agentes trabajaban concienzudamente en la habitación contigua, en la que no había nadie pero estaba llena hasta el techo de ordenadores, servidores y discos duros.

Shannon lo iba filmando todo, especialmente las caras de tensión de los miembros de la Europol, sus manos apretando los puños, las gotas de sudor en las sienes… En esos momentos, el edificio de Estanbul parecía estar bajo control. De Bollard no habían visto ni oído nada. Se suponía que iba a quedarse en una de las furgonetas de la policía y que sólo entraría en el edificio cuando la escena estuviese asegurada. En México, dos de los Seals estaban arrodillados junto a un herido. El hombre gritaba y los insultaba, pero entonces sonrió y dijo algo que sonaba a amenaza, a peligro… Otros de los agentes buscaban en el resto de las habitaciones.

Diez minutos después llegó la noticia desde Estanbul:

—Misión cumplida. Objetivo logrado. Once personas arrestadas. Tres heridos leves. Tres muertos.

Apenas dos minutos después sucedió lo propio con México:

—Trece personas arrestadas. Un herido grave. Dos muertos.

—¡Felicidades!

Era la voz del presidente de Estados Unidos. El resto de los presidentes y jefes de Estado hizo lo propio en sus respectivos idiomas.

—¡La próxima vez, la información les llegará en directo desde su canal favorito! —apuntó Shannon, enfocándose a sí misma con su cámara.

Estambul

Ya no tenía nada que hacer allí. Cogió un autobús que se dirigía al aeropuerto de Atatürk. Como siempre, y como el resto de sus compañeros, llevaba consigo la llave de la taquilla que tenía reservada en el aeropuerto para el día en que se marcharan de allí. Sacó la documentación falsa y el dinero. El transporte aéreo funcionaba con toda normalidad, siempre y cuando los vuelos no fueran hacia Europa y Norteamérica, claro.

Si la policía había dado con la central significaba que sabían los motivos que los movían y que quizá, incluso, pudieran evitarlos. Ahora era sólo cuestión de tiempo que detuvieran también los vuelos con destino a las grandes ciudades europeas aún no afectadas por el apagón. Lo que no entendía era cómo habían dado con ellos. Cómo los habían localizado. Y seguramente sabían que él también tenía que estar allí. En cuanto empezaran a interrogar a los demás… En cuanto llegaran también a México… Unos u otros empezarían a echarlo de menos, e irían tras él. Pero ahora tenía una nueva identidad, y se cambiaría el peinado y el color de pelo…

Buscó un asiento cómodo frente a un televisor. Estaban dando las noticias, y aunque no entendía lo que decían, las imágenes eran lo suficientemente explícitas.

Esperaría. Su trabajo daría sus frutos. ¿Creían que lo tenían todo controlado? Pues que siguieran creyéndolo. Él sabía lo que iba a pasar.

La Haya

—¡Se ha acabado! —exclamó Bollard dirigiéndose a la pantalla. La transmisión era débil y sus movimientos parecían los de un robot—. Los tenemos a todos, menos a Pucao y a Jusuf.

Pese a las novedades, nadie en la central de la Europol tenía demasiadas ganas de celebrar nada. Los acontecimientos de los pasados días pesaban demasiado en sus conciencias, y sabían que aún quedaba un largo camino por recorrer.

—¿Alguna pista sobre sus paraderos? —preguntó el director Ruiz.

—Aún no. Ni siquiera sabemos si estaban aquí. ¿Ya habéis recuperado la electricidad?

—No, por desgracia todavía no —respondió Christopoulos.

—Tengo que pedirle algo, Janis: vaya a ver a mi mujer y dígale que estoy bien, por favor. ¿Haría esto por mí?

—Por supuesto —dijo el griego.

—Dile quién eres, ¿eh? —le advirtió Bollard—. Déjaselo claro, porque últimamente recela de todo el mundo. Pronto volveré a llamar.

Y dicho aquello, su rostro desapareció de la pantalla.

—Y yo me voy a dormir —dijo Manzano, dirigiéndose a la cámara de Shannon, que seguía filmándolo todo.

Ybbs-Persenbeug

Herwig Oberstätter miró los tres enormes generadores de la sala. En su mano derecha, la radio chasqueaba. Talaefer había sido intervenido por los militares hacía unas tres horas.

—¿Eso es todo? —se sorprendieron los técnicos informáticos. ¿Los indicadores?

Los indicadores. Alguien manipuló un programa que los hizo enloquecer.

La empresa se va a ir al garete, pensó Oberstätter. Y todos ellos detrás.

Cuando los técnicos corrigieron el problema, empezaron con las pruebas para ver qué tal funcionaba todo. Oberstätter no pudo evitar sentir un cierto escepticismo al llegar a la sala de los generadores, aunque sabía que toda su gente se afanaba más que nunca en repararlos.

Al principio no oyó nada, pero entonces notó que el aire vibraba y comprendió que las turbinas estaban poniéndose en funcionamiento por primera vez en muchos días. Tras el temblor del aire, un ligero y profundo zumbido que poco a poco fue volviéndose más fuerte, más intenso, más potente… Como el llanto de un recién nacido.