La Haya

Lo despertaron los golpes en la puerta. ¿Quién demonios hacía tanto ruido a esas horas de la mañana? Esperaba que no se tratara de vándalos…

—¿Qué pasa? —preguntó Marie Bollard, adormilada a su lado.

—Voy a ver —dijo él.

Por primera vez, no sólo cogió la linterna que tenía sobre la mesita de noche, sino también la pistola.

Quien quiera que estuviese fuera, seguía aporreando la puerta.

—¿Quién hay?

—¡Janis!

Bollard escondió la pistola a su espalda y abrió la puerta.

—¿Te has vuelto loco? ¿Qué hora es?

—Las tres de la mañana.

A lo lejos se oía el sonido de las sirenas de policía.

—Pues espero que tengas una buena noticia.

Christopoulos inclinó la cabeza.

—No estoy seguro. El italiano ha llamado.

—¿El italiano? ¿Qué italiano?

—Ese tal Manzano. Dice que ha descubierto algo, y que es cuestión de vida o muerte. Que cree haber dado con algo que nos puede llevar hasta los atacantes. Pero sólo quiere hablar con usted.

Bollard se despejó de inmediato. ¿Cómo era posible que el italiano, pese a todo, quisiera hablar con él? ¿Estaba burlándose del sistema? ¿O era algo realmente importante? Fuera como fuera, tenía que hablar con él.

—¿Desde dónde ha llamado?

—No ha querido decírnoslo.

—Espera, voy a vestirme.

Volvió a su habitación y le dijo a su mujer que tenía que irse, no sin antes ponerle la pistola en la mano.

—Ya sabes cómo funciona, llegado el caso.

—Pero yo…

Bollard se vistió en un segundo, dio otro beso a su mujer y se marchó.

Una vez en el coche, sentado junto a Christopoulos, preguntó:

—¿Y no ha dicho nada? ¿No sabemos qué ha descubierto?

—Nada. Sólo quería hablar contigo.

El aire olía a incendios apagados.

—¿Cómo está todo en el centro de la ciudad? —quiso saber.

—La estación ha ardido en llamas. La gente ha empezado a emigrar a Paleis Noordeinde y al ayuntamiento nuevo. Los rumores de un ataque a la reina siguen creciendo y se ha desplegado todo un dispositivo policial para proteger la corona.

—Ya veo… Llévame hasta allí.

El trayecto no era largo. Ya de lejos podía verse el cielo nocturno teñido de naranja. Pocos minutos después, llegaron a la zona que rodeaba el palacio real. Cada vez había más gente en la calle, pese al frío. En una de las calles se toparon con un cordón policial. Bollard se les acercó.

—Aquí las cosas están tranquilas —le dijo un oficial—. El lío está en el ayuntamiento.

Siguieron avanzando. El cielo estaba cada vez más rojo. Pronto no pudieron abrirse paso entre la gente.

—Espérame aquí —dijo Bollard—. No pierdas el coche de vista. Enseguida vuelvo.

Bajó y siguió a pie hasta llegar a la plaza que quedaba justo frente al edificio, ante el que la gente parecía más bien un enjambre de abejas. De algunas de las ventanas del edificio, otrora blancas, emergían llamas que pintaban de negro la fachada: de otras salían muebles y objetos de lo más diversos, que iban a parar al suelo con un terrible chasquido. Junto al edificio, Bollard vio policías uniformados y con cascos, enfrentándose sin demasiada fe a la masa enfurecida. Los adoquines empezaron a volar sobre su cabeza y no tardaron en oírse disparos. Bollard observó la contienda durante unos segundos y luego corrió de vuelta al coche.

Marie Bollard oyó los disparos a lo lejos. Estaba estirada de lado, mirando por la ventana hacia el cielo nocturno y extrañamente rojizo, como si estuviera lleno de antorchas. Junto a ella, bajo la almohada de François, estaba la pistola. La cogió en cuanto oyó pasos en el pasillo y el chirrido de la puerta de su habitación. Envuelta en la oscuridad, incapaz de ver nada, Marie se incorporó en la cama.

—¿Maman, qué pasa? ¿Qué es tanto ruido? —gimoteó Bernadette, adormilada.

Con el corazón latiéndole a toda velocidad, Marie Bollard escondió el arma bajo su almohada.

—No es nada, cielo —dijo.

—¿Podemos dormir con vosotros? —preguntó Georges.

—Papá ha tenido que volver al trabajo —respondió ella—. Pero claro, venid.

Los piececitos de los niños repicaron en el suelo, y sus cuerpecitos saltaron a la cama y se apretujaron contra el de ella. Marie se puso en medio, los abrazó, notó la pistola bajo su cabeza y rezó para que los niños no la descubrieran.

—¡Guau! —fue todo lo que Bollard alcanzó a decir.

Estaba fascinado, inclinado sobre el ordenador y tocando la tecla RESET que hacía unos minutos le había mostrado Manzano. Sobre sus hombros, Christopoulos y dos de sus colaboradores.

—Tiene que asegurar los datos lo antes posible —le indicó Manzano, al otro lado del teléfono—, antes de que se den cuenta de que los hemos descubierto.

Bollard asintió. La cabeza le daba vueltas. Christopoulos le susurró: ¡Tiene que informar inmediatamente a los servicios informáticos! ¡Tenemos que empezar con esto cuanto antes!

—¿Y cómo puedo saber si son ciertos? —preguntó Bollard—. ¿Y si el italiano se ha inventado todo esto para ponernos sobre una pista falsa?

Mientras decía aquello iba clicando arbitrariamente sobre los comentarios. Él también conocía el código y podía irá descifrándolos sin demasiados problemas.

—¡Venga ya! ¿Ve cuántos hay? ¡Son una barbaridad! ¡Es imposible inventárselos en unos días!

—¿Cómo ha dado con ellos? —preguntó Bollard a Manzano.

—Con un poco de suerte. Y porque estos tipos han sido sorprendentemente descuidados en lo que concierne a la seguridad. Ya se lo explicaré cuando tenga la oportunidad.

Bollard dejó de clicar en los mensajes. Ya había visto suficiente. Si aquello no era falso, el maldito italiano había vuelto a dar en la diana.

Seguía sin caerle nada bien, pero debía reconocer que su ambición y constancia le impresionaban.

—He oído que le dispararon. ¿Cómo se encuentra?

Un breve silencio, y al fin:

—He estado mejor, gracias.

Bollard luchó un poco consigo mismo antes de decir:

—Si esta plataforma es lo que parece…

—Estoy bastante seguro de que lo es, como ya le he dicho. Pero necesitará una cantidad enorme de recursos humanos para poder analizarla con celeridad. ¿A quién avisará?

—A todos.

—¿Quiénes son todos?

—Desde la Agencia de Seguridad Nacional hasta la Oficina Criminal Federal, pasando por todos los cuerpos de policía. Todos. —Tuvo que hacer un esfuerzo para preguntarle—: ¿Y qué me dice de usted?

Bruselas

—¿Cómo que qué le digo de mí?

—Usted tiene que acompañarnos —le dijo la voz de Bollard, al otro lado de la línea.

Manzano había puesto el altavoz para que Angström y Shannon también pudieran oír lo que decía. Ya no les importaba lo más mínimo pasar desapercibidas.

—Al fin y al cabo —continuó diciendo Bollard— es usted quien ha encontrado el RESET. Le enviaré un coche. En unas horas estará en La Haya.

Manzano no podía dar crédito a lo que estaba oyendo.

—Mire, en los últimos días la policía me ha detenido, disparado, perseguido, vuelto a detener y obligado a pasar una noche infernal en prisión —si es que ese sitio puede llamarse así—, donde casi me matan y me queman vivo. ¿Quién me asegura a mí que no volverá a entregarme direttamente a sus súbditos de la CIA? ¿De verdad cree que puedo confiar en ustedes?

Silencio.

—Inténtelo —dijo Bollard, al fin.

McLean

—¿De dónde han sacado eso? —preguntó Richard Price, una vez más, atónito.

Elmer Shrentz había ido con los documentos directamente al director del Centro Nacional de Lucha Antiterrorista. Desde que empezó el apagón en Estados Unidos, los trabajadores de Liberty Crossing (un complejo ubicado en McLean, no muy lejos del cuartel general de la CIA en Langley —mucho más conocido a nivel mundial—) no habían descansado ni un segundo. Fundado en 2003, tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, El National Counterterrorism Centre se dedicaba a recabar información de las más diversas fuentes, desde la CIA a la Comisión Nuclear Reguladora, pasando por el Ministerio de Transporte, por ejemplo, para poder luchar contra el terrorismo con mayor diligencia y efectividad.

Pero habían vuelto a atacarlos, y los habían vuelto a pillar por sorpresa.

—Departamento de Estado, Departamento de Defensa, Casa Blanca.

—¿Los tres?

—Los europeos han utilizado todos los canales posibles para burlar las escuchas. Han querido asegurarse de que recibíamos la información, y de que lo hacíamos lo antes posible.

—¿Y bien? ¿Ya lo hemos analizado?

—Hasta el punto de pensar que son auténticos.

—¿Y está todo ahí escrito?

—Eso parece. Sólo tenemos que unificarlo. Todos juntos.

Ratingen

—Por eso la Europol ha propuesto quién debe analizar qué —explicó por radio el director del Centro Alemán de Lucha Antiterrorista a Hartlandt—. Necesitamos la colaboración de todos los trabajadores que podamos, ya sean hombres o mujeres. Olviden por el momento el asunto SCADA de Talaefer, ¿de acuerdo? Les pasaremos un montón de datos, y tendrán que descodificarlos y añadirlos al resto inmediatamente.

—¿Y cómo es que la Europol ha dado con esto?

—Lo ha descubierto el italiano. Ese que… Déjelo, no quiero hurgar en las heridas.

Hartlandt maldijo en silencio. No sabía qué le daba más rabia: que hubiese sido precisamente el italiano quien había encontrado los datos, o que él lo hubiese estado persiguiendo en lugar de colaborar con él.

—Necesitamos los resultados en dos horas.

Bruselas

A mí nunca me ha abrazado así, pensó Shannon al ver a Manzano despidiéndose de Angström. Sintió una leve punzada de celos, aunque en realidad no estaba segura de lo que sentía por él. Habían pasado tantas cosas juntos… Sin duda, con él había vivido los momentos más emocionantes de su vida.

Manzano se separó de la sueca. Un agente lo esperaba justo frente al edificio.

—Ya conduzco yo —dijo Manzano, suspicaz ante la idea de que otro llevara el coche.

Aún no confía en Bollard, pensó Shannon.

El agente tenía unos treinta y tantos años, y estaba muy en forma. Señaló la pierna de Manzano y dijo:

—Usted está herido, y me han dicho que debo asegurarme de que no le pase nada…

¿Y eso por qué? ¿Para que no huyera o porque sufría algún peligro?

Shannon entró en el coche y se sentó detrás. Manzano, por fin, decidió ponerse a su lado. El agente se sentó en el asiento del conductor. Sacó una bolsa con cuatro panecillos y dos botellas grandes de agua y se los pasó.

—Con los mejores deseos del señor Bollard —dijo. Y luego añadió—: Los cinturones, por favor. Ya sé que apenas hay tráfico, pero…

Un trabajador que cumple con la misión que se le ha encomendado, pensó Shannon. Me gusta. Cogió el bocadillo.

—En la bolsa que tienen en medio encontrarán ropa limpia —dijo el hombre—. La necesitarán.

Manzano se preguntó de qué iba a servirles la ropa limpia sin una ducha, y pensó en decirle al agente que encendiera el aire acondicionado si le molestaba el olor, pero estaba demasiado concentrado en cada uno de sus movimientos mientras los llevaba por las calles de la capital belga. Seguía teniendo grandísimas dudas con respecto a la Interpol. El cierre de seguridad infantil no estaba activado, de modo que aún tenía la opción de salir corriendo en caso de emergencia, aunque seguramente no podría llegar demasiado lejos.

Pasaron por una calle en la que había un montón de coches convertidos más bien en un amasijo de metal quemado. De los restos de la terrible hoguera salían aún nubes de humo. El fuego había alcanzado también algunas casas de las cercanías.

—¿Qué ha pasado?

—La gente se puso nerviosa —le respondió el chófer, lacónico.

Intentó encontrar alguna emisora que aún funcionara, pero no pudo. Junto a las patrullas militares, Manzano reconoció alguna que parecía más bien del ejército. De hecho, en el trayecto se cruzaron con dos tanques. Qué inquietante, se dijo Manzano. No vio ningún cartel que indicara La Haya. Quizá el conductor los estuviera llevando por un camino alternativo, o quizá la ciudad estuviese mal señalizada en general. Notó que estaba agotada. Recostó la cabeza en el asiento para descansar unos minutitos.

La Haya

Marie Bollard se incorporó de un salto al oír los disparos muy cerca. Vio los rostros preocupados de sus hijos. Georges se levantó y quiso ir a la ventana.

—¡No te muevas! —le gritó. Reconoció el pánico en su propia voz—. ¡Nunca te pongas frente a la ventana! —añadió.

Fuera se oían gritos, ruidos, golpes. Fue corriendo al primer piso. La pistola estaba escondida en la parte de atrás de su armario. Se acercó a la ventana con mucha cautela y se atrevió a mirar. Allí no había nadie. Sólo un perro olfateando en la basura.

—¿Maman? —oyó decir a Bernadette.

—¡Quedaos donde estáis!

Volvió a mirar hacia la calle, a izquierda y derecha. Vio a unos policías persiguiendo a un grupo de gente que se dispersó algo más allá, y su pulso empezó a tranquilizarse poco a poco. Dejó el arma donde estaba y regresó al salón. No puedo dejar que me afecte todo tanto. Tengo que calmarme, se dijo. Tengo que calmarme.

En algunas de las calles de La Haya, Manzano vio exactamente el mismo panorama que en Bruselas: coches quemados y casas humeantes.

—¿A dónde vamos? —preguntó al conductor.

—El hotel está ocupado —respondió éste—. Los llevo directamente a la Interpol.

En la calle, rodeando el edificio, unos cuantos tanques.

—¿Son disparos? —preguntó Shannon, al oír el sonido a lo lejos.

—Es probable —dijo el agente.

Para acercarse al edificio tuvieron que cruzar un paso custodiado por militares armados hasta las cejas.

—Parece que estamos en guerra —dijo Shannon.

—Prácticamente lo estamos —respondió el conductor.

Ya a la entrada del edificio fueron cacheados por un grupo de agentes armados, con chalecos antibalas y con cascos. El chófer los condujo hasta el tercer piso y los invitó a pasar a una pequeña habitación con ocho camas. Ése sería su alojamiento durante los días siguientes. En seis de ellos las mantas y las almohadas daban a entender que alguien las había utilizado, pero dos estaban perfectamente hechas. Junto a ellas, dos pantalones, dos camisas, dos jerseys y un plumón.

—Para ustedes.

Shannon pasó la mano por la manta y cogió el pantalón para ver si era de su talla.

—También pueden ducharse en el lavabo que queda al final del pasillo —dijo el conductor—. Cuando acaben, el señor Bollard los espera en el centro de reuniones. Ya sabe dónde está —dijo el hombre, dirigiéndose a Manzano.

Centro de mando

Aunque los algoritmos seleccionaban los mensajes a partir de las palabras clave, en los últimos días había decrecido el ámbito de aplicación y de ahí que sólo pudieran analizar realmente parte de ellos. De ahí que no hubieran descubierto el mensaje hasta ahora. Y eso que era de hacía cuatro días. Del sábado pasado, para ser exactos. Lo habían enviado desde el Centro de Lucha Antiterrorista en Berlín e iba dirigido, como mínimo, a la Europol y la Interpol. En él se animaba a las autoridades a dar con la identidad de un hombre que podía haber estado en contacto con Hermann Dragenau, y contenía un archivo adjunto en el que podía verse una foto de grupo de la conferencia de Shangai de 2006. Su cara, en un extremo de la imagen, estaba marcada con rotulador.

Que hubieran conseguido identificarlo significaba que tenían un punto de partida para investigar. Imaginaba que los servicios secretos de todo el mundo habrían puesto en marcha ya su maquinaria y estarían concentrando todos sus esfuerzos en dar con él.

De modo que empezaron a rebuscar por palabras clave en la correspondencia de los últimos días. Pocas horas después, Birabi se sentía mucho más tranquilo. No tenían nada contra él. Apenas habían intercambiado un puñado de e-mails sobre el tema, y en todos se hablaba más de sospechas que de descubrimientos. De todos modos, tendría que ser más precavido aún. No debía llamar la atención, porque aún estaban lejos de conseguir todo lo que se habían propuesto.

La Haya

—¿Qué hace ella aquí? —preguntó el director de la Europol al ver a Shannon.

Por toda respuesta, Manzano se asomó a la ventana y miró hacia la ciudad. En varias zonas se veían columnas de humo elevándose hacia el cielo. A lo lejos, las sirenas de la policía, o quizá de los bomberos o las ambulancias, y sobre ellos, helicópteros custodiando el cielo.

—De no ser por ella jamás habría recuperado mi ordenador y no habría dado con RESET —respondió, al fin.

Bollard entornó los ojos y apretó las mandíbulas.

—Está bien, pero nada de salir en la tele a airear noticias —dijo al fin.

—Le doy mi palabra —dijo Shannon—. Al menos, no hasta que usted me dé vía libre.

Y dicho aquello susurró a Manzano:

—Pero necesito algo urgente con lo que trabajar. Alguna cámara, un ordenador.

—Necesitamos dos portátiles —dijo Manzano—, y ella, una cámara.

Se dio cuenta de que Bollard estaba a punto de explotar, pero después de todo lo que había pasado creía que tenía derecho a exigirle eso y mucho más.

Bollard le dedicó una mirada airada, pero al final dijo, o más bien escupió:

—De acuerdo. Tráiganles lo que piden. Pero insisto: nada de airear noticias.

Shannon asintió rápidamente.

—Sólo publicaré la historia cuando todo haya acabado y usted me permita dar a conocer su maravilloso trabajo.

—Haga usted el favor de ir a reírse de otro, señorita.

—¿Cómo va con el RESET? —preguntó Manzano, cambiando de tema.

—Hemos enviado los datos a la Interpol, la OTAN, los distintos Servicios Secretos internacionales, el Centro de Lucha Antiterrorista y algún que otro organismo más —dijo Bollard—, y hemos repartido el trabajo.

En la sala de reuniones había dos docenas de hombres inclinados ante sus ordenadores. Bollard se acercó a uno de ellos, y Manzano y Shannon lo siguieron.

—¿Cómo lo han hecho? ¿Cómo han repartido el trabajo?

—Hemos adoptado varios parámetros distintos. Por ejemplo, en función de palabras clave. Había muchos e-mails que hablaban del Día Cero, sin ir más lejos, y los estamos agrupando.

—¿Y qué demonios es eso? —preguntó Shannon.

—Son vulnerabilidades en los sistemas y programas; fallos que el propio creador desconoce y por lo tanto no puede reparar ni proteger —apuntó Manzano.

—O también nos hemos repartido en función del emisor o el receptor del mensaje —siguió diciendo Bollard—. Hemos filtrado sus conversaciones en función de diversos conceptos, y así vamos avanzando.

—Conceptos… —dijo Manzano—. ¿Me han buscado a mí también como concepto?

—Por supuesto —dijo Bollard—. Fue uno de los primeros con los que probamos. ¿Quiere verlo?

El hombre que estaba en el ordenador más cercano tecleó algo y en seguida apareció un texto en pantalla:

6, 11.24 GMT

tancr: parece que el italiano ha dado esquinazo a los alemanes.

b.tuck: ¿pero sigue bajo sospecha?

tancr: no lo sé, creo que sí.

b.tuck: bueno, alguien tendrá que intervenir. En I, en A.

—El italiano… ése soy yo —dijo Manzano—. Y los alemanes son Hartlandt y sus secuaces.

—Aún hay más.

4, 9.47 GMT

b.tuck: ¿Quién es ese tío?

tancr: ni idea. Ahora lo investigo.

—¿Y qué encontró? Me encantaría saberlo.

Bollard asintió y su colaborador abrió otro cuadro de conversaciones:

5, 10.11 GMT

b.tuck: tengo más info sobre el italiano. Piero Manzano. Hacker desde hace siglos. Podría ser «Towind».

Manzano sintió que se le revolvía el estómago. Estaban bien informados. Ese tal b.tuck tenía razón en sus sopechas: «Towind» había sido uno de sus seudónimos, aunque ahora hacía ya mucho tiempo que no lo utilizaba.

Participó en las manifestaciones de los noventa. En 2001 estuvo en Génova… ¡De hecho, podría ser uno de los nuestros! ¿Alguien lo conoce?

tancr: no

¿Cómo que podría ser uno de los nuestros? Manzano notó que se le acumulaba la sangre en las mejillas. Al fin y al cabo, Bollard también pensó que él era uno de ellos.

Y aquí hay otro:

5, 13.32

tancr: el italiano empieza a ser muy molesto. Ha dado la pista de Talaefer. Me gustaría ponerle una trampa.

b.tuck: ¿cuál?

tancr: e-mail falso.

b.tuck: ok.

—¡Sí! ¡Gracias! —exclamó Manzano, aliviado, y lanzó a Bollard una mirada triunfal—. ¡Espero que ahora crea de una vez por todas que soy inocente!

—Bueno, si fuera uno de ellos podría haberlo montado todo para hacer que lo pareciera, ¿no? —dijo Bollard, con el rostro inexpresivo.

Manzano lanzó un suspiro de desesperación.

—¿Ya no cree usted en nadie, verdad?

—En nadie.

París

—¡Venga! —exclamó Blanchard, enfadado.

En la pantalla general del Centre National d’Exploitations Système se veían efectivamente más líneas verdes entre la red roja de Francia, pero no tantas como él había esperado.

—Hemos recuperado prácticamente el cuarenta por ciento del abastecimiento de electricidad —informó a Tollé—. En las primeras zonas nos ha sido sencillo realizar la sincronización, y si seguimos así mañana mismo tendremos electricidad en todo el país.

—Eso fue lo que me dijo usted ayer, si mal no recuerdo. ¿Y qué pasa con Cattenom y Tricastin? —preguntó el secretario del presidente.

—Mmmm… Bueno…

—¿Qué? ¿Insinúa…?

—Las dos centrales son nuestro mayor problema —dijo Proctet—. En doce de los cincuenta y ocho reactores franceses se han producido incidentes más o menos preocupantes… Sin contar, por supuesto, con la tragedia del Bloque 1 de Saint Laurent.

Durante unos instantes reinó el silencio.

—Eso implica que durante los próximos días debemos contar con inestabilidades en la red. Quizá se produzcan nuevos apagones en ciertas regiones, pero no deberían durar más de unas horas.

—¿Cattenom y Tricastin están en estado de alerta máxima, y aquí no hacemos más que parlotear? —explotó Tollé—. ¡Puede que en veinticuatro horas ya no haya para ellos vuelta atrás!

La Haya

—Lo que no entiendo —dijo Manzano—, es cómo se les ocurrió meter un correo en mi portátil, y cómo supieron que había dado con la pista de Talaefer.

Bollard lo miró.

—Cuando usted le dijo a Hartlandt que la información tenía que haber salido de nuestra organización, pedí a los servicios informáticos que revisaran todo nuestro sistema, por seguridad.

—¿Y encontraron algo?

Bollard estaba visiblemente incómodo al responder:

—Encontraron programas instalados en los nuestros para leer nuestro correo, e incluso activar cámaras y micrófonos.

—Ups, no me gustaría ser el responsable de seguridad de la Europol…

—No, a mí tampoco. Ni el del gobierno alemán, francés o inglés, ni el de sus gabinetes de crisis… Según parece, esos tipos lograron colarse en todas partes y enterarse de todo. Nos espiaban, nos oían, nos veían.

—Habla usted en pasado. ¿Ya no lo hacen?

Se asustaron al oír disparos, y corrieron hacia la ventana.

—¿Están viniendo? —murmuró Shannon. En la calle no se veía ni un alma.

—Los máximos responsables de las organizaciones decidieron no hacer nada contra las intervenciones —continuó diciendo Bollard—, para no llamar la atención. Pero ahora mantenemos una doble comunicación. Lo importante y lo secreto circula exclusivamente por un canal especial.

—No creo que vayan a poder mantener el engaño…

—En los canales intervenidos seguimos enviando mensajes, aunque todos son falsos y sólo pretenden confundir a los teroristas.

—Social Engineering desde la base. Ya veo…

—Puede llamarlo así, sí.

—Pero requiere un esfuerzo enorme. Si esos tíos no son idiotas, y todo apunta a que no lo son, no tardarán en darse cuenta de que han cambiado los patrones de comunicación. Será antes o después en función del software con el que trabajen. Si se han colado en todos los sistemas que ha mencionado, y en varios países distintos, está claro que el descodificador es un software y no un grupo de personas. Tendrían que ser muchísimas para resultar efectivas.

—Eso mismo nos dijimos nosotros —dijo Bollard—. Lo más probable es que algún programa escanee las conversaciones a partir de una serie de palabras clave, frases y formulaciones previamente definidas, y que alarme en cuanto las encuentre.

—Al fin y al cabo se trata relativamente de un procedimiento, ¿no le parece? ASN, sin ir más lejos, lo usa desde hace años. La única ventaja es que esos algoritmos están más pensados para encontrar algo determinado que para echarlo de menos.

París

La Direction Centrale du Renseignement Intérieur, el servicio secreto francés del interior, tenía su sede en el parisino barrio de Lavallois-Perret. El director Jacques Servé en persona se había hecho cargo de la coordinación del análisis de datos. En un par de ocasiones había comentado con Bollard alguna cuestión formal, pero no habían llegado a conocerse. Como colaborador de la Europol en La Haya estaba forjándose una carrera y abriéndose camino hacia París, aunque él pensaba lo contrario. Sea como fuere, con aquella historia su nombre quedaría sin lugar a dudas catapultado hacia los primeros puestos de la lista. Por suerte, la organización en la que trabajaba Servé llevaba varios años ampliando sus conocimientos sobre criminalidad y terrorismo cibernéticos, y pudieron ponerse a trabajar y analizar los datos en cuanto éstos les llegaron de La Haya.

«Louis Peterevsky está presentando sus primeras conclusiones en este momento», podía leerse en la enorme pantalla dedicada a analizar los diálogos del RESET.

—Esta conversación tiene al menos tres años —dijo Peterevsky—. Uno de sus tres interlocutores interviene muy a menudo. Los otros dos, mucho menos. Suponemos que no pertenecen al círculo íntimo de los terroristas, sino que son colaboradores externos. Hablan de un software que seguramente han introducido en la central de alguna gran organización. A partir de esta primera conversación, hemos escaneado el seudónimo y hemos encontrado infinidad de nuevas aportaciones, que vienen a confirmar la tesis de que se trata de dos hackers contratados para la misión.

—¿Podemos saber quiénes son?

—Por ahora no. Pero el contenido de sus mensajes es realmente útil, básicamente porque nos lleva a otras tantas conversaciones —Peterevsky cambió la imagen de la pantalla— y nos ayuda a crear un primer esbozo sobre el tema: quién hace qué y dónde. Aquí, por ejemplo, discuten sobre los distintos modos de enviar un correo a alguien con toda la intención pero haciendo ver que se trata de un error: el remitente es la dirección hackeada de algún miembro del personal, y el mensaje lleva un archivo adjunto titulado «Recortes personal». ¡Oh!, piensa el que lo recibe. ¿Será esto una lista de los próximos trabajadores que van a ser despedidos? La curiosidad mata al gato, el trabajador en cuestión abre el correo y ¡zas!, ya tenemos el virus instalado.

—¿Y por qué no ha funcionado ninguno de los antivirus?

—Porque los antivirus sólo pueden protegernos de los virus que conocen, y seguro que esta gente ha utilizado virus relacionados con el Día Cero, para el que no podemos protegernos.

—… los métodos más conocidos siguen siendo los más peligrosos… —intrvino Servé.

—Exacto. Tendríamos que analizarlo todo en detalle pero yo diría que todos los pasos que han seguido los terroristas han sido discutidos y planeados en la plataforma, lo cual es una barbaridad desde el punto de vista de la seguridad, todo sea dicho. Parece que se consideran tan buenos que ni siquiera han contemplado la posibilidad de que los descubramos.

—O eso, o les da igual que lo hagamos —dijo alguien.

—También podría ser —admitió Peterevsky—. Ya se sabe que nuestros colegas del lado oscuro tienen una extraña tendencia a pensar así.

—No sólo ellos.

La Haya

Manzano no le veía ningún sentido a dedicarse él también a analizar los datos del RESET, porque miles de especialistas de medio mundo estaban ya en ello. Lo que sí le interesó, en cambio, fue la observación de Bollard de que Talaefer no quería que encontraran nada en sus sistemas SCADA. De modo que se sentó en una zona algo apartada y empezó a estudiar los informes de fallos de las centrales nucleares hallados hasta el momento en Talaefer.

Pese a sus parcos conocimientos sobre el tema y sin proponerse profundizar en las cuestiones técnicas, Manzano tardó poco más de una hora en comprender lo que había pasado: en casi todas las centrales habían recibido varios avisos de fallo a la vez. Y aún había algo más. En muchos casos, quien observaba la zona de los generadores no tenía un cargo principal en la central.

Lo cual podía tener muchas interpretaciones.

—¿Tú nunca descansas? —le preguntó Shannon.

Llevaba todo el día viéndolo conversar con unos y otros, mirando los ordenadores por encima de los hombros de quienes los analizaban, estudiando los datos que aparecían en la pantalla de la pared… Y ella había estado filmando y fotografiando. Bollard le había dado su consentimiento, después de que Manzano insistiera en la importancia de la joven en aquella historia.

—Bueno —acabó diciendo el francés—, quizá no esté mal que alguien documente cómo y cuánto trabajamos.

Manzano se desperezó y oyó crujir sus articulaciones. Ella tenía razón: necesitaba un descanso.

—¿Un café? —dijo Shannon.

Fueron juntos a la cocina que quedaba un par de puertas más allá. En las mesas había algunos trabajadores de la Europol, sentados con aspecto extenuando ante humeantes tazas de café.

Manzano cogió una de las cápsulas de café y la metió en la cafetera. Era magnífico que el sistema eléctrico de la Europol pudiera seguir permitiéndose aquel lujo. A él no le gustaban demasiado aquellas máquinas tan modernas en las que el café ni siquiera podía verse, pero desde luego no estaban las cosas como para ser tiquismiquis. Y al final, eran muy prácticas. Eso no podía negarse. Se mete la cápsula, se aprieta el botón, se obtiene el café. Y punto. De hecho, eran como pequeños ordenadores que producían café, pensó, mientras metía también la cápsula para Shannon.

—Corto, pero de los fuertes —le pidió ella.

Manzano apretó el botón de nuevo, esperó y le ofreció la taza. Una lucecita roja le indicó que la cafetera estaba llena, que no cabían más cápsulas y que había que vaciarla. Manzano sacó el cajetín de las cápsulas, y se sorprendió al ver que ahí no había más que dos: la suya y la de Shannon. Bueno, las vació, volvió a cerrar el cajetín y se sentaron a la mesa junto a dos de los trabajadores.

No habían hecho más que sentarse cuando Manzano volvió a ponerse en pie de un salto y volvió corriendo a la cafetera. La lucecita roja seguía parpadeando, aunque el cajetín estaba completamente vacío. Manzano lo sacó y lo volvió a meter de nuevo, pero la lucecita seguía parpadeando.

—Son los indicadores —susurró—. ¡Creo que son los indicadores!

—¿Qué?

Manzano se bebió el café de un trago.

—¡Creo que los fallos no eran de las máquinas, sino de los indicadores!

—¿Qué fallos?

—Los de los software SCADA.

—¿Y te lo ha dicho la cafetera?

—¡Exacto!

Madrid

blond

tancr

sanskritt

zap

erzwo

cichao

proud

baku

tzsche

b.tuck

sarowi

simon

—Éstos son los doce nombres con más presencia en los mensajes —dijo a los allí presentes Hernandez Durán, director del departamento de criminalidad y terrorismo cibernéticos de la Brigada de Investigación Tecnológica de Madrid—. Algunos son inequívocos, como Blond o Erzwo, que seguro que es fan de la Guerra de las Galaxias. Pero los que nos parecen más interesantes son Proud, Zap, Baku, Tzsche, B.tuck y Sarowi. —Hizo una pausa dramática antes de continuar—: Nuestro colega Belguer ha esgrimido una tesis interesante al respecto, que nos ayudaría a definir la cuestión de la procedencia: Proud, Zap, Baku, Tsche y B.tuck podrían (con énfasis en el condicional) ser abreviaturas de nombres: Proudhon, Zapata, Bakunin, Nietzsche y Benjamin Tucker.

Por suerte, la toma del poder por parte de los militares no había impedido, al menos hasta el momento, que siguiera realizando su trabajo, aunque lo cierto es que todos en aquella sala temían las consecuencias de lo que estaban haciendo. Pese a todo, por primera vez desde que empezó el apagón, tenían una ligera esperanza de que las cosas pudieran solucionarse y los causantes de todo aquel horror fueran descubiertos.

—Zapata y Nietzsche sé quiénes fueron —dijo uno de los allí presentes—. Del resto he oído hablar pero…

Al principio, los únicos que analizaban datos eran los encargados de los servicios informáticos. Pronto se añadieron nuevos especialistas, y por fin llegó el sociólogo Belguer con su teoría de los nombres.

—Pierre-Joseph Proudhon —dijo Durán—, fue un francés del siglo XIX. Está considerado el primer anarquista. Su frase La propriété c’est le vol, «la propiedad es un robo», se ha convertido en máxima. Michail Bakunin, un noble ruso, fue también un influyente anarquista del siglo XIX. Benjamin Tucker ya pertenece a la siguiente generación; el americano tradujo y editó los escritos de Proudhon y Bakunin. A finales del siglo XIX y sobre todo principios del XX fue una de las principales personalidades del panorama anarquista estadounidense.

—Revolucionarios, anarquistas… —dijo alguien—. Si esta tesis es correcta, y a mí me lo parece, esto es precisamente lo que son los desgraciados que han provocado todo esto.

Berlín

—Por fin buenas noticias.

Michelsen se preguntó si en los últimos diez días ella también habría envejecido diez años, como el resto de sus compañeros.

—Bueno, sólo en parte —la corrigió la ministra de Medio Ambiente, y Seguridad Nuclear mostrando la pantalla llena de líneas verdes y rojas—. Los primeros proveedores de energía vuelven a controlar sus servidores, pero no pueden hacerlo todos. De los que están en las zonas de las centrales de Philippsburg, Brokodorf, Grundremmingen y Grohnde nos falta información. Desconocemos cuál es la situación en Philippsburg. Aunque no se había visto ningún valor radiactivo especialmente conflictivo, la zona se había evacuado por prevención. El director de Brockdorf nos dijo que la cosa había mejorado cuando recibieron el material de repuesto que necesitaban. Y parece que en Grundremmingeny iba tirando gracias a los refrigeradores de emergencia.

—Pero no lo saben a ciencia cierta —apuntó Rhess.

La ministra sacudió la cabeza.

—Sólo subió la radiactividad en el caso de Brockdorf, ¿verdad?

—¿Y qué pasa con Grohnde?

—Es la que más nos preocupa. El único sistema de electricidad de emergencia que le funcionaba —al menos en parte— no deja de fallar, y desconocemos las consecuencias que puede tener todo esto en su reactor. Como no recuperemos pronto la electricidad…

—¿Cuánto tiempo más cree que podrán controlar los reactores? —preguntó Michelsen.

—Los proveedores dicen que lo tienen todo bajo control —dijo la ministra—, pero hay gente en la casa que piensa que esto sólo se aguantará uno o dos días más. En el peor de los casos, a Grohnden le quedan poco menos que horas de vida.

—¿Y qué sabemos de los incidentes en las prisiones? —preguntó el canciller.

—El gobierno de Renania-Pfalz no tiene ningún contacto con el JVA en Trier desde ayer —tuvo que admitir el ministro de Justicia—. No saben si podrán detener la marabunta que se les avecina.

—¿De cuántos criminales estamos hablando?

—No podemos saberlo con seguridad —reconoció el ministro.

—Desde Dresden nos llega la noticia de que los ciudadanos enfurecidos irrumpieron en el ayuntamiento sajón e intentaron provocar un golpe de Estado. Se han dado enfrentamientos con la policía y ha habido muchos heridos y varios muertos. Aún no se conoce la cifra total de las víctimas…

Se detuvo en mitad de la frase y se quedó con la vista fija en la ventana. Sin compartir con los allí presentes lo que acababa de ver, se levantó y fue hacia el cristal. Los demás lo siguieron.

Michelsen no podía creer lo que estaba viendo. En la acera de enfrente, tras un sauce sin hojas, había una jirafa con dos crías a sus lados. Aquella visión tan singular dejó sin habla a todos los allí presentes, que se limitaron a seguir con la mirada los pasos lentos y particulares de los tres bellos animales, hasta que desaparecieron tras una esquina.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó el ministro del Interior.

—Los animales están saliendo del zoo —dijo el secretario de Estado, Rhess—. Está sólo a un quilómetro y medio de aquí y ahora casi nadie va a cuidarlos.

—¿Cree que se habrán escapado todos los animales? ¿Los leones? ¿Los tigres?

—Me temo que sí —murmuró Rhess.

Ratingen

—Ahí está —dijo Dienhof—. No tengo ni la más mínima idea de cómo lo habrán descubierto esos tipos de la Europol, pero el caso es que tenían razón. Nos dijeron que buscásemos unos datos en las bibliotecas, y ¡bingo!

Wickley creía que nunca en su vida se había sentido igual. Le parecía que estaba ante un precipicio sin fondo y que a sus espaldas se acercaba una manada de perros rabiosos.

—Hemos descubierto el código hace media hora. Para facilitar su comprensión, lo hemos traducido y convertido en un pseudocódigo.

—Muy considerados, gracias —dijo Wickley en un tono que no dejaba lugar a dudas: creía que también habría entendido el código original, lo cual era más que improbable. Pero como director de la emperesa debía, al menos, parecer competente.

Tuvo que inclinarse un poco hacia delante para poder leer las líneas de las que iban a hablar:

tras el día del ataque inicial y en todas las zonas horarias

cuando la hora sea = 19.23 (cifra extra entre 1 y 40)

para el 2% de todos los objetos

otros estados de objetos de otro valor

muestra el otro color indicado

comunica el cambio de estado al programa

—Dicho con otras palabras —explicó Dienhof—…

—… las pantallas han estado mostrándonos fallos y problemas que no siempre se correspondían con la realidad —intervino Wickley, completando la frase—. Eso es de una perfidia sin precedentes.

Los pensamientos le iban como locos. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Qué pasos debía tomar? Si lo que Dienhof estaba diciendo era cierto… Talaefer era una de las principales culpables de todo el desastre que se había montado ahí fuera.

—Lo es, sin duda —confirmó Dienhof—. De hecho, el error en los indicadores no tendría que haber afectado el verdadero funcionamiento de las máquinas, que podrían haber seguido trabajando sin problemas. Pero quienes idearon toda esta trama decidieron arremeter contra el eslabón más débil en la cadena productiva…

—El hombre.

En su fuero interno, Wickley no pudo evitar sentir un cierto respeto por el perverso genio que ideó aquel ataque. Alguien que conocía el ser humano. Alguien diabólicamente inteligente.

—O sea, que las máquinas habrían seguido funcionando, pero…

—El personal y los directivos vieron un indicador de fallo y reaccionaron sin pensar…

—Vieron por ejemplo la indicación de que le presión de los generadores estaba demasiado baja, y la subieron. Sólo que la presión estaba bien hasta que ellos mismos la alteraron.

Dienhof asintió.

—Ahora todos los generadores van más rápido de lo que deberían —continuó Wickley—, y la mayoría se han forzado a sí mismos hasta el punto de romperse, detenerse o estallar.

—Bastaron un par de indicaciones sobre la ventilación o la presión —indicó Dienhof— para deconcertar al personal y obligarlo a hacer lo que no debía.

Cuanto más lo pensaba, más impresionado estaba. Quien quiera que fuera el que ideó todo aquel desastre, había conseguido el máximo beneficio con la menor inversión. E incluso podía tranquilizar su conciencia diciendo que tampoco había hecho nada tan malo. Total, por cambiar un par de códigos… Los verdaderos terroristas habían sido los directores de las centrales nucleares y los jefes de las empresas eléctricas, que actuaron sin pensar.

—¿Los de la Oficina Federal Criminal están al corriente?

—He querido informarle a usted primero.

—Gracias. Y ahora dígame, ¿es éste el verdadero origen de todo? ¿No hay nada más?

—Por el momento hemos analizado las rutinas internas modificadas en cinco de nuestros sistemas SCADA, y hemos hallado el mismo patrón en todas ellas. De modo que no me sorprendería si así fuera en todas.

—Pero ¿cómo entraron en nuestro sistema? ¿Quién les abrió paso?

—Eso tendrán que responderlo los expertos en fuentes informáticas, suponiendo que puedan rescatar todos los datos.

—¿Y cómo pudieron saltarse nuestros filtros de seguridad?

—Demasiadas preguntas —dijo Dienhof—. Para la mayoría de ellas no tenemos respuestas.

—¿Para cuáles sí tenemos respuesta?

—Sabemos cuándo empezó todo. Creemos que el código fue ideado como una bomba de relojería. Pudo ser la introducción de una simple orden en el sistema, o una sencilla fecha, o una constante global en un sitio inadecuado… En unos días lo sabremos a ciencia cierta.

—¿Y qué más? ¿Cómo han podido llegar a tantos países? ¿Cómo han tenido acceso a tantas direcciones?

—Bueno, desde la segunda generación de los SCADA, todos los sistemas utilizan las mismas bases de datos para ciertas funciones estándar que son útiles en todas las centrales.

—¿Insinúa, pues, que la bomba de relojería se instaló en las bases de datos?

—Efectivamente, sí.

—¿Y pasó lo mismo con las centrales nucleares?

—El código era: para elemento de control, luz verde, y para elemento que no funciona, luz roja. Aprovecharon las señales que ya teníamos. Se ahorraron crear algo nuevo, ganaron tiempo y recursos y evitaron tener que estar actualizando el software continuamente.

—¿Dragenau tuvo acceso a los bancos de datos?

—Sí, igual que los otros dos.

En aquel momento dejó de importarle quién había sido el verdadero culpable o la cabeza pensante de todo aquello. Ahora tenía que ocuparse de conseguir que las consecuencias para Talaefer fueran lo menos duras posibles.

—¿Y qué podemos hacer?

—Escribir una nueva versión de la bases de datos, esta vez sin el código de error, e introducirla en las centrales. Si tuviéramos Internet lo solucionaríamos todo en unas horas.

—Ya, bueno, pero ahora no todas las centrales tienen Internet.

—¿Y si enviamos mensajeros?

—¿A toda Europa?

—Bueno, dadas las circunstancias imagino que la oficina criminal pondrá todos los medios para…

—¿No podemos hacer nada para evitar que ellos se enteren?

—¿Quiere que enviemos todos los mensajeros nosotros?

—Ni con ésas. Seguro que trascendería que Talaefer envió a su gente a las centrales justo antes de que el problema desapareciera. Y nos harían preguntas. Tendríamos que encontrar otro modo menos llamativo. ¿No hay ninguna actualización rutinaria en la que podamos corregir el error?

—Sí la hay, pero no es la misma en todas las centrales, e igualmente se sabrá que con la actualización volvió la normalidad y que Talaefer era la responsable del sistema previo a la actualización.

Wickley reprimió una palabrota.

—Bueno, usted encárguese de crear el software sin errores.

—En ello estamos.

—Mientras tanto, yo pensaré en cómo solucionar el entuerto.

Vio la mirada confusa de Dienhof.

—Hasta entonces, esto quedará entre nosotros —dijo, con determinación—. Nadie debe saber nada; ni la oficina criminal ni la Europol ni nadie. No vamos a presentarles un problema, sino una solución.

Londres

Struck the motherlode, cantaba Phil McCaff en la oficina central del servicio secreto de inteligencia inglés, familiarmente llamado el M16. Hacía más de una semana que no salía de aquel edificio de Vauxhall Cross. Sus compañeros levantaron la cabeza por encima de los ordenadores.

—¡Mirad esto! —gritó.

Conectó su pantalla a la pantalla principal para que todos pudieran verlo: había marcado dos líneas de la conversación:

erzwo: ok, lo tengo.

tzsche: casi medianoche; hora de ir a dormir. Disfruta de tu desayuno.

—La conversación tuvo lugar hace varias semanas —dijo McCaff—. Ya conocemos a erzo y a tzsche, pertenecen al núcleo duro. Bien. Si para tzsche es casi medianoche y para erzwo es hora de desayunar… ¿Qué sabemos?

—Que ambos están en zonas muy alejadas del globo —dijo Emily Aldridge.

—Exacto. Y mirad, aquí tengo algo más.

Viernes, –97, 6:36 GMT

baku: está lloviendo a cántaros. Pensaba que éste era un país soleado.

zap: aquí hay luna llena. Ni una nube.

—¿No tienen nada mejor que hacer que hablar del tiempo? —preguntó Donald Kean.

—Pero estas frases son geniales. ¡Nos ayudan una barbaridad! —dijo Aldridge—. ¿Has encontrado más?

—Muchas más —le dijo McCaff—, y las he estado comparando con los informes meteorológicos y los datos del Meteosat. —Clicó en un mapa del mundo que tenía listo en favoritos—. En este mapa he ido apuntando las fases lunares, la intensidad del sol, los informes meteorológicos y todo cuanto se me ocurría a partir de lo que iba leyendo. Y esto, unido a la fecha que aparecía siempre al inicio de cada conversación, me ha permitido localizar con relativa certeza el lugar en el que se hallaba cada uno de los miembros de cada conversación.

—En la que acabamos de leer, por ejemplo, pude determinar que el segundo se hallaba a entre siete y nueve horas del meridiano de Greenwich.

—Es decir, en algún sitio de América.

—Y el primero, el que se queja de la lluvia, está en Europa.

—Tras valorar todos los comentarios, he llegado a la conclusión de que hay al menos dos grupos. —Dejó que la curiosidad se instalara en todos los allí presentes y continuó—: todavía podría añadir algún matiz, pero a estas alturas estoy bastante seguro de que uno de los grupos está situado en Centroamérica y el otro al este del Mediterráneo.

La Haya

—¡Esto es muy útil! —exclamó Bollard, mucho más feliz de lo que había estado en las últimas semanas, sin lugar a dudas.

Sacó el papel de la impresora y lo meció en el aire.

¡Bien! ¡Très bien!

—Las impresiones, imágenes, noticias y descubrimientos más diversos cubrían ya tres de las paredes de la central de documentación. Seguían sin saber si ese tal Jorge Pucao y sus secuaces tenían realmente algo que ver con el apagón, pero la sospecha de que sí estaban implicados era cada vez mayor.

En la pared tenían más de una docena de fotos de posibles implicados. Durante las últimas veinticuatro horas habían estado acumulando sobre todo información de una foto: mostraba el rostro de un treintañero con barba de cuatro días, una gafas modernas y cuadradas y una media melena cuidadosamente peinada con raya al lado. Sobre su imagen alguien había escrito con letras mayúsculas «Balduino von Ansen». Todos los retratos tenían nombres escritos en la parte superior. Bajo Balduino, seis hojas DIN-A4 con una gráfica y decenas de líneas uniendo pantallas, rótulos, nombres, combinaciones de letras y cifras y cuadrantes de todo tipo.

—Acaban de confirmarnos —dijo Bollard a los allí presentes— que los dos millones de la cuenta de Karyon S. L. se traspasaron a Guernsey en siete operaciones que se hicieron durante seis meses y cuyos destinatarios eran una cuenta de la empresa Utopía en las Islas Caimán y la Hundsrock Company en Suiza. De allí se trasladaron a una nueva cuenta de Bugfix en Liechtenstein y a otro número de Suiza. Según nuestros registros comerciales, el propietario de la cuenta de Bugfix, una empresa de software con sede en Tallahasse, EUA, es Siti Jusuf, que la comparte con John Bannock, uno de los dos norteamericanos que mantuvieron contacto con Jorge Pucao y que desapareció en el otoño de 2011.

Introdujo en la abarrotada gráfica la nueva información.

—Desde esas cuentas, el dinero fue repartiéndose a otras muchas cuentas menores que poco a poco vamos descubriendo. Todos se relacionan con el dinero de un modo muy cooperativo. Conseguían grandes sumas y las repartían con diligencia. Es lo que pasa cuando los inversores tienen parte activa en la inversión —apuntó—. Y funciona pese a los apagones… O quizá gracias a ellos.

Mientras hablaba envió por la vía alternativa los papeles que acababan de descubrir. Los terroristas no debían saber que tenían toda aquella información.

—Y hace unos minutos los analistas ingleses me han dicho que en su opinión los terroristas trabajan desde dos cuarteles principales: uno en México y el otro al este del Mediterráneo, o en el cercano Oeste. De ahí que vayamos a prestar más atención a las transacciones económicas que tienen lugar en una de estas dos zonas.

Follow the money. Con lo de los soldados no habían logrado ponerse de acuerdo, pero en el caso de la herencia alemana parecía todo mucho mejor. Por lo visto el chico no había aprendido de su padre el banquero a ser discreto con el dinero.

—Eso era… —oyó murmurar a Manzano, mientras se inclinaba sobre uno de los ordenadores, junto a un analista—. Mire, busque… no, no, esto no… Era… ¡Stanbul! Teclee Stanbul, por favor. ¿Y… quién lo decía? Creo que era b.tuck. ¿Puede intentar comprobarlo?

El hombre tecleó lo que le había pedido y en la pantalla aparecieron varias decenas de conversaciones.

—Era antigua —dijo Manzano, más bien pensando en voz alta—. Recuerdo que nos llamó la atención. Era de hacía más de tres años, creo. Escriba —120 para hacer un busca.

En la pantalla sólo quedó una conversación.

Fecha: jueves, –1203, 14.35 GMT

Kensaro: B.tuck ha añadido Stanbul. La transacción debería estar lista a finales de mes.

Simon: ok. Lo enviaré a medias por Costa S. L. y Esmeralda.

—Stanbul —dijo Manzano—, ¿podría ser Estambul? Al este del Mediterráneo. Encaja.

—Costa S. L. y Esmeralda —dijo Bollard, sumándose a la conversación— son nombres de empresas.

Echó un vistazo al panel de la pared.

—Aquí está —dijo al fin—. Mirad, aquí tenemos Esmeralda. En Liechtenstein. ¿La transacción debería estar lista? Pues insistamos allí un poco más…

—Bien, y aquí todos a buscar todas las conversaciones que tengan que ver con Stanbul, Istanbul y Turquía.

Manzano y Shannon avanzaron por el pasillo oscuro hasta la habitación en la que estaban sus camas.

—¿Crees que darán con ellos? —preguntó Shannon.

—Antes o después, lo harán —dijo Manzano, visiblemente cansado.

Llegaron a la habitación. Estaban solos. Se acercaron a la ventana. Un manto rojo (en algunas zonas más intenso, en oras menos) cubría la ciudad.

—Lo importante ahora es detener todo esto.

Callaron, recordando todo lo que habían vivido esos últimos días. Shannon había descubierto que sus límites estaban mucho más allá de lo que había pensado. En el caso de Manzano había sido aún más exagerado. Desde que le dispararon había cambiado, se había vuelto más callado. No había explicado a nadie lo sucedido la noche que pasó en el hospital, cuando Hartlandt encontró a Shannon en lugar de dar con él. Y el modo en que escapó de los perros. «Tuve suerte» fue todo lo que alcanzó a decir. Ella pensó en la mañana que despertó entre los brazos de Manzano. Un sentimiento muy agradable…

—Gracias —dijo él, entonces, rompiendo el silencio.

—¿Por?

—Por llevarme contigo, aunque fuera a rastras.

Shannon se dio cuenta de que la situación le resultaba embarazosa.

—¿Acaso tenía elección? Sabía que sólo tú serías capaz de encontrar el RESET.

Manzano se sentó en la cama, se quitó los zapatos y se acostó. Ella estaba incómoda ante la idea de que algún extraño pudiera entrar y salir de la habitación, sin más, aunque por otra parte, con la historia de la grabación, había conocido ya a muchos de los trabajadores de la Interpol y le parecían todos muy agradables. Además, comparado con la cantidad de lugares horribles en los que había pasado las últimas noches…

Si no te sientes a salvo en una comisaría de policía, se dijo, ¿dónde si no? Y después de aquello se dejó caer también sobre la cama.

Oyó la respiración regular y profunda de Manzano. Se había quedado dormido en cuestión de segundos. Lo tapó con una manta, apagó la luz y se metió en la cama que le habían adjudicado. El cuerpo le pesaba como nunca antes lo había hecho. Estirada en la oscuridad, oyó la respiración de Manzano, mezclada con los ruidos que llegaban del exterior. Como si estuvieran en guerra. Tenía que dormirse: quizá los sueños fuesen mejores que la realidad.